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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Angeles, textos elegidos y presentados por los monjes de Solesmes

De Enciclopedia Católica

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Contenido

Introducción

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Al comenzar el siglo XXI, los hombres parecen no estar dispuestos a admitir la realidad del mundo de los ángeles. Voluntariamente han relegado a esos seres supraterrestres al dominio del sueño, de los mitos y de las leyendas, en las categorías abstractas o simbólicas, en las concepciones imaginarias del arte y de la literatura. Se concibe muy bien que hayan poblado el universo de nuestros ancestros de la Antigüedad o del Medioevo, pero no se ve ya qué lugar podrían ocupar en el cosmos de la ciencia contemporánea. Al hombre de hoy, empapado en las disciplinas científicas, le repugna admitir la existencia de lo que no cae bajo los sentidos y escapa a toda experimentación. A decir verdad, las conquistas más prodigiosas de la ciencia moderna son del ámbito de lo invisible: ondas, rayos y radiaciones diversas ocupan un lugar considerable en nuestro espacio vital, pero su descubrimiento está considerado como una hazaña del hombre, mientras que los ángeles tienen el imperdonable defecto de venir enteramente de Dios, de ser sus creaturas y sus mensajeros y, para remate, superiores al género humano. Las proezas técnicas exaltan al hombre y le dan la ilusión de creerse Dios; los ángeles obligan a reconocer la existencia de un Señor soberano que rige el universo creado por él y regula las relaciones entre los seres que lo constituyen. Siendo por naturaleza y definición los enviados, los delegados de Dios, ¿cómo podrían existir a los ojos de los ateos y de los incrédulos?

Los cristianos mismos pueden sorprenderse, a veces, que los ángeles no estén mencionados en los símbolos de la fe de la Iglesia antigua. Pero, como muchas otras verdades d efe, la existencia de los ángeles era tan bien conocida y reconocida que no tenía necesidad de estar inscrita en el Credo. ¿Los ángeles no están presentes un poco por todos lados en la Biblia, de un extremo a otro del Antiguo y Nuevo Testamentos? Se les ve también constantemente en las tradiciones dogmática, litúrgica y artística de la Iglesia, en las vidas de los santos, en los escritos de los Padres y de los autores espirituales de todas las épocas. Sólo en el siglo XIII se encuentra la palabra “ángeles” en la profesión de fe, del IV Concilio de Letrán, pero los ángeles estaban ya implícitamente comprendidos en las expresiones de los antiguos Símbolos sobre “Dios creador del cielo y de la tierra, del universo visible e invisible”.

El enunciado doctrinal más claro y más completo que tenemos actualmente sobre los ángeles es el del Catecismo de la Iglesia católica, promulgado por Juan Pablo II. Este importante texto, encabeza, naturalmente esta selección. Después de haber definido las características esenciales de los ángeles: creaturas puramente espirituales, personales e inmortales, muestra sobre todo a los ángeles entorno de Cristo y en la vida de la Iglesia. Esta exposición, breve y completa, resume maravillosamente toda la enseñanza de los papas a este respecto, principalmente las catequesis dadas por Juan Pablo II durante las audiencias generales de julio-agosto de 1986. El santo Padre tomó de la obra de Santo Tomás de Aquino los principales elementos de una síntesis racional sobre el lugar de los ángeles en la jerarquía de las creaturas, sobre sus cualidades y privilegios, sobre su repartición en órdenes y grados según sus propiedades. Inteligentes y libres, los ángeles han sido llamados por Dios a una elección decisiva entre el bien y el mal, elección que, en razón de la perfección de su naturaleza, fue necesariamente radical e irrevocable. Unos, enceguecidos por su orgullo y encerrados en su amor propio, se rebelaron contra Dios. Son los demonios, enemigos implacables de Dios y de su designio de amor sobre la humanidad. Los otros, que deliberadamente eligieron a Dios como Bien supremo y soberano, están unidos a Él por siempre y están asociados a su felicidad.

La obra principal de los buenos ángeles es contemplar y alabar a Dios continuamente. “Sus ángeles ven sin cesar la cara de mi Padre que está en los cielos” decía Jesús de los niños pequeños. Pero ejercen también un rol de mediación entre Dios y los hombres. Como su nombre lo dice, son los enviados, los embajadores de Dios para colaborar en el plan divino en el conjunto de la creación. Tienen por misión especial ayudar a los hombres a alcanzar la salvación. Según la enseñanza tradicional de la Iglesia, un ángel es dado a cada ser humano para ser su compañero, su apoyo y su protector durante todo su peregrinaje terrestre. Los ángeles guardianes tienen, respecto de nosotros una solicitud extrema, constante y solícita, velando por nuestra salvaguarda corporal pero sobre todo por nuestra salud espiritual. Los poderes sobrenaturales que tienen como ángeles hacen de ellos auxiliares particularmente preciosos en la lucha que tenemos que sostener contra los demonios. A cambio, tenemos respecto de ellos deberes de respeto, veneración, gratitud y confianza. Conviene no olvidar su presencia e invocarlos a menudo.

En la inmensa legión de espíritus celeste, tres de los más grandes, esos que llamamos “arcángeles”, aparecen en la Biblia con un nombre propio que corresponde a su personalidad y a su misión: son Miguel, Gabriel y Rafael. San Miguel, cuyo nombre significa “¿Quién como Dios?” es el campeón, el defensor y el vengador de los derechos de Dios, el protector titulado de la Iglesia y de todos los fieles, el guardián de las almas y el ángel de la paz. San Gabriel fue elegido para ser el ángel de la Anunciación, el mensajero enviado por Dios para anunciar a la Virgen María la Encarnación del Hijo de Dios. Pío XII lo proclamó patrón celeste de las telecomunicaciones. En cuanto a Rafael, no es conocido por el libro de Tobías como guía seguro de los viajeros y el sanador de los enfermos.

Entre las prácticas tradicionales de la piedad cristiana, a menudo recomendadas por los papas, hay dos en las que los ángeles están más directamente asociados; son el Angelus y el Rosario. La Salutación angélica, que es el elemento principal, es ante todo una oración a la Madre de Dios, pero, también es un recuerdo de la misión más gloriosa que ha sido confiada a un ángel. Ya anteriormente un ángel había anunciado a Zacarías el nacimiento del precursor del Mesías. Un ángel aparecerá luego a José, el prometido de María para apaciguar sus escrúpulos. De un extremo a otro de la vida de Cristo, la noche de su nacimiento, como al alba de s resurrección o el día de su ascensión, los ángeles estarán presentes. Así ocurre siempre en la vida de la Iglesia y de cada fiel. Cada día, en tres oportunidades, el Ángelus nos recuerda este ministerio permanente de los ángeles en la realización de la obra de salvación. Es bueno para nosotros, igualmente, meditar asiduamente los misterios del rosario con los ángeles, como nos invita León XIII, en el texto que cierra esta recopilación. Ya que estamos llamados a vivir eternamente como los ángeles, ocupados en contemplar y alabar a Dios con ellos, ¿por qué no habituarnos ya, desde aquí abajo, a esta compañía tan amable y tan benéfica?


Capítulo I: La fe de la Iglesia (Catecismo de la Iglesia: 325 – 336)

Existen seres espirituales creados por Dios

El símbolo de los apóstoles profesa que Dios el “Creador del cielo y de la tierra”, y el símbolo de Nicea Constantinopla explicita “de lo visible y lo invisible”.

En la sagrada Escritura, la expresión cielo y tierra significa: todo lo que existe, la creación entera. Indica también el lugar, al interior de la Creación, que a la vez une y distingue el cielo y tierra: “la tierra” es el mundo de los hombres. El “cielo o “los cielos pueden designar el firmamento, pero también el “lugar” propio de Dios: nuestro padre “en los cielos” y, en consecuencia, el cielo es, también, la gloria escatológica. Finalmente, el término “cielo” indica el “lugar” de las criaturas espirituales – los ángeles- que rodean a Dios.

La profesión de fe del cuarto concilio de Letrán, afirma que Dios “creó simultáneamente, de la nada, una y otra criaturas, la espiritual y la corporal, es decir los ángeles y el mundo terrestre, luego la criatura huma, que posee de ambos, compuesta, como es, de espíritu y de cuerpo”.

La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada designa habitualmente como ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura es igual de rotundo que la Tradición.

¿Quiénes son?

San Agustín dice respecto de ellos: “Ángel” designa la función no la naturaleza. ¿Preguntas cómo se llama esta naturaleza? Espíritu. ¿Preguntas la función? Ángel; a partir de lo que es e un espíritu; a partir de lo que hace es un ángel. “Con todo su ser, los ángeles son servidores y mensajes de Dios. Porque contemplan “constantemente la faz de mi Padre que está en los cielos”, son “los obreros de su palabra, atentos al sonido de su palabra. En tanto que creaturas puramente espirituales, tienen inteligencia y voluntad; son criaturas personales e inmortales. Sobrepasan en perfección a todas las criaturas visibles. La explosión de su gloria da testimonio de ello.

Cristo “con todos sus ángeles”

Cristo es el centro del mundo angélico. Los ángeles le pertenecen: “Cuando el hijo del hombre venga con todos sus ángeles…” Porque en Él han sido creadas todas las cosas, en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles: tronos, señoríos, principados, potencias; todo ha sido creado por Él y para Él”. Le pertenecen, también, porque los ha constituido mensajeros de su designio de salvación. ¿Acaso no son espíritus a los que se ha confiado un ministerio, enviados a servir a todos aquellos que deben heredar la salvación?”.

Están ahí desde la creación y a todo lo largo de la historia de la salvación, anunciado de lejos o de cerca esta salvación, y sirviendo al designio divino de su realización: cierran el paraíso terrestre, protegen a Lot, salvan a Agar y a su hijo, detienen la mano de Abraham, la ley es comunicada por su ministerio, conducen al pueblo de Dios, anuncian nacimientos y vocaciones, asisten a los profetas, sólo por citar algunos ejemplos. Finalmente, es Gabriel quien anuncia el nacimiento del Precursor y el de Jesús mismo.

De la Encarnación a la Ascensión la vida del Verbo encarnado está rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cundo Dios “introdujo al primer nacido en el mundo, dio: “que todos los ángeles de Dios le adoren”. Su canto de alabanza en el en el nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la Iglesia: “Gloria a Dios…” Protegen la infancia de Jesús, le sirven en el desierto, lo reconfortan durante su agonía cuando pudo ser salvado por ellos de la mano de sus enemigos, como en otro tiempo hicieron con Israel. Además, son ellos, los ángeles, los que “evangelizan” anunciando la Buena Nueva de la encarnación y de de la Resurrección de Cristo. Estarán ahí cuando regrese el Cristo que anuncian, al servicio de su juicio.

Los ángeles en la vida de la Iglesia.

Toda la vida de la Iglesia se beneficia de la ayuda misteriosa y poderosa de los ángeles.

En su liturgia, la Iglesia se une a los ángeles para adorar al Dos tres veces Santo; invoca su asistencia (tanto en el Suplices te rogamus, del canon romano, como en In paradisum deducant te angeli… de la liturgia de difuntos, o también como en el himno querubínico de la liturgia bizantina, festeja, de manera particular la memoria de algunos ángeles (san Miguel, san Gabriel y san Rafael, los ángeles guardianes).

Desde la infancia al tránsito, la vida humana esta rodeada de su protección y de su intercesión. “Cada fiel tiene a su lado un ángel como protector y pastor para conducirlo a la vida. Desde aquí, la vida cristiana participa en bienaventurada sociedad de los ángeles y de los hombres, unidos en Dios.


Capítulo II: Existencia y naturaleza de los ángeles

Los que nos enseña la revelación (Juan Pablo II, Audiencia General del 9 de Julio de 1986)

Nuestra catequesis sobre Dios, Creador del mundo, no puede concluirse sin consagrar una atención particular a un contenido preciso de la revelación divina: la creación de los seres puramente espirituales que la Sagrada Escritura llama “ángeles”. Esta creación aparece claramente en los símbolos de la fe, en particular en el de Nicea-Constantinopla: “Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas (es decir: entidades o seres) visibles e invisibles”. Sabemos que al interior de la creación, el hombre disfruta de una posición especial; gracias a su cuerpo pertenece al mundo visible, mientras que por su alma espiritual, que vivifica el cuerpo, se sitúa casi en la frontera entre la creación visible y la creación invisible. Según el Credo que profesa la Iglesia, a la luz de la Revelación, otros seres pertenecen a la creación invisible. Estos seres puramente espirituales no forman parte del universo visible, aunque se encuentren presentes y activos. Constituyen un mundo específico. En la actualidad, como en tiempos pasados, se discute con mayor o menor sabiduría, sobre estos seres espirituales. Hay que reconocer que, algunas veces, la confusión es grande y trae como consecuencia el riesgo de hacer pasar como fe de la Iglesia lo que no pertenece a la fe, o viceversa, descuidar los aspectos importantes de la verdad revelada. La existencia de los seres espirituales, que la Sagrada Escritura llama habitualmente “ángeles” fue ya negada en tiempos de Cristo por los saduceos. Los materialistas y los racionalistas de todos los tiempos la niegan también. Sin embargo, como lo observa con agudeza un teólogo moderno: Si queremos liberarnos de los ángeles habría sería necesario revisar de manera radical la Sagrada Escritura misma, y con ella toda la historia de la salvación”. Toda la Tradición es unánime a este respecto. El Credo de la Iglesia es en el fondo un eco de lo que Pablo escribía a los colosenses: “porque es en el (Cristo) que han sido creadas todas las cosas, en los cielos y en la atierra, las visibles y las invisibles: tronos, señoríos, principados, potencias; todo ha sido creado por Él y para Él” es decir, Cristo en tanto que Hijo-Verbo eterno y consubstancial al Padre, es el “Primer Nacido” de toda criatura”, está al centro del universo, como causa y sostén de toda la creación, como lo hemos visto ya en las catequesis precedentes y volveremos a ver cuando hablemos más directamente de Él.

La referencia al primado de Cristo nos ayuda a comprender que la verdad sobre la existencia y la acción de los ángeles (buenos y malos) no constituye el contenido central de la palabra de Dios. En la Revelación Dios habla, primeramente “a los hombres (…) y dialoga con ellos para invitarlos y admitirlos a la comunión con Él”. De esta manera, “la verdad profunda (…) tanto sobre Dios como sobre la salvación del hombre” es el contenido central de la Revelación que “resplandece” más plenamente en la persona de Cristo. La verdad sobre los ángeles es en un sentido “colateral”, aunque inseparable de la revelación central, que es la existencia, la majestad y la gloria del Creador, que resplandecen en toda la creación “visible” e “invisible” y en la acción salvífica de Dios en la historia del hombre. Los ángeles no son criaturas de primer plano en la realidad de la Revelación, toda vez que forman parte de ella plenamente, aunque en ciertos momentos, los veamos cumplir labores fundamentales en nombre de Dios mismo.

Una manifestación de la providencia divina:

Según la Revelación, todo lo que pertenece a la creación, entra en el misterio de la divina providencia. Vaticano I, que hemos citado varias veces, lo afirma de una manera ejemplar y concisa: “Todo lo que ha creado, Dios lo conserva y lo gobierna por su providencia. ‘Ella despliega su fuerza de un extremo al otro del mundo, y rige el universo de una manera benefactora’. ‘Todo está desnudo y descubierto a sus ojos’, aun lo que ocurrirá por libre iniciativa de las criaturas”, La Providencia abarca, pues, también el mundo de los espíritus puros, que son seres racionales y libres, aun más plenamente que los hombres. Encontramos en la sagrada Escritura preciosas indicaciones que les conciernen. Ahí encontramos, igualmente, la revelación de un drama misterioso, y sin embargo real, que toca a las criaturas angélicas, sin que nada escape a la sabiduría eterna, que con fuerza y al mismo tiempo con bondad, conduce todo a su culminación en el Reino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Reconozcamos ante todo que la Providencia, como amorosa sabiduría de Dios, se manifestó precisamente por la creación de de seres puramente espirituales, a través de los cuales se expresa mejor la semejanza de Dios en aquellos que sobrepasan de tal manera todo lo que es creado en el mundo visible juntamente con el hombre, él también imagen indeleble de Dios. Dios, que es un espíritu absolutamente perfecto, se refleja de una manera especial en los seres espirituales que, por su naturaleza, es decir, a causa de su espiritualidad, le son mucho más próximos que las criaturas materiales, y que constituyen casi el “medio” más cercano al Creador. La sagrada Escritura ofrece un testimonio bastante explícito de esta extrema proximidad de los ángeles con Dios, de la que habla con un lenguaje figurado, como de “trono” de Dios, de sus “ejércitos”, de su “cielo”. Ella ha inspirado la poesía y el arte de los siglos cristianos que nos presentan a los ángeles como “la corte de Dios”.

Inmaterialidad e inmortalidad de los Ángeles (Juan Pablo II, Audiencia General del 6 de Agosto de 1986)

Hemos visto cómo la Iglesia, iluminada por la sagrada Escritura, ha profesado a lo largo de los siglos la verdad sobre la existencia de los ángeles como seres puramente espirituales, creados por Dios. La Iglesia ha creído esto desde el principio. Lo ha expresado en símbolo de Nicea-Constantinopla, y lo confirmó en el Concilio de Letrán IV (1215). Su formulación fue retomada por el Concilio Vaticano I en el contexto de la doctrina sobre la creación: Dios “creó conjuntamente de la nada, desde el origen de los tiempos, una y otra creatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la terrestre, por consecuencia, creo la naturaleza humana como común a una y a otra, estando constituida de espíritu y de cuerpo”. Es decir, que Dios creó en realidad ambas desde el origen: la espiritual y la corporal, el mundo terrestre y el mundo angélico. Todo eso lo creó, al mismo tiempo, en relación al hombre, constituido de espíritu y materia y colocado, según el relato bíblico, en el marco de un mundo ya establecido según las leyes y medido por el tiempo.

A la vez que reconoce su existencia, la fe de la Iglesia reconoce ciertos rasgos distintivos de la naturaleza de los ángeles. Su ser puramente espiritual implica, primeramente, su inmaterialidad y su inmortalidad. Los ángeles no tienen “cuerpo” (aun si en circunstancias determinadas se manifiestan bajo forma visible en razón de su misión a favor de los hombres), no están sometidos a la ley de la corrupción común al mundo material entero. Jesús mismo, refiriéndose a la condición angélica, dirá que en la vida futura los resucitados “no pueden volver a morir, porque son semejantes a los ángeles”.

Seres personales y agrupados en coros

En tanto que creaturas de naturaleza espiritual, los ángeles están dotados de inteligencia y de voluntad libre, como el hombre, pero en un grado superior al suyo, aun cuando siempre están marcados por el límite inherente a todas las creaturas. Los ángeles son, pues, creaturas personales y como tales, igualmente, “a imagen y semejanza” de Dios. La sagrada Escritura se refiere a los ángeles dándoles incluso nombres no sólo personales sino (tales los nombres propios de Rafael, Gabriel, Miguel) “colectivos” (tales los calificativos de: serafines, querubines tronos, potencias, dominaciones, principados), de la misma manera que aplica una distinción entre ángeles y arcángeles. A la vez que tiene presente el lenguaje analógico y representativo del texto sagrado, podemos deducir que esos seres-personas, cuasi reagrupados en sociedad, se subdividen en órdenes y grados, que responden a la medida de su perfección y a los cargos que les son confiados. Los autores antiguos y la liturgia misma hablan, también, de los coros angélicos (nueve según Dionisio el Areopagita). La Teología, en particular la patrística y la medieval, no ha rechazado estas representaciones que buscan, por el contrario, a dar una explicación doctrinal y mística, pero son atribuirles un valor absoluto. Santo Tomás prefirió profundizar las investigaciones sobre la condición ontológica, sobre la actividad cognitiva y volitiva y sobre la actividad cognitiva y sobre la elevación espiritual de esas creaturas puramente espirituales, tanto por su dignidad en la escala de los seres como por el hecho de poder, en ellas mismas, profundizar las facultades y las actividades propias del espíritu en estado puro, sacando una gran luz para iluminar los problemas de fondo que desde siempre agitan y estimulan el pensamiento humano: el conocimiento, el amor, la libertad, la docilidad a Dios, la realización de su reino.

Libres e inteligentes (Juan Pablo II, Audiencia General del 23 de julio de 1986)

En la perfección de su naturaleza espiritual, los ángeles están llamados, desde el principio, en virtud de su inteligencia, a conocer la verdad y a amar el bien que conocen en la verdad, de una manera más total y perfecta que para el hombre. Este amor es el acto de una voluntad libre, pues para los ángeles también, la libertad significa la posibilidad de hacer una elección en favor o contra el Bien que conocen, es decir Dios mismo. Es necesario volver a decir, lo que ya hemos recordado en tiempo oportuno, respecto del hombre: al crear los seres libres, Dios quiso que se realzara en el mundo este amor verdadero que no es posible sino sobre la base de la libertad. Quiso, pues, que la creatura, constituida a imagen y semejanza de su Creador, pudiese, de la manera más plena y posible, volverse semejante a Él, Dios que “es amor”. Creando los espíritus puros como seres libres, Dios, en su Providencia no podía sino prever igualmente la posibilidad del pecado de los ángeles. Pero precisamente porque la Providencia es sabiduría eterna que ama, Dios podría retirar de la historia de ese pecado, incomparablemente más radical en tanto que pecado de un puro espíritu, el bien definitivo de todo el cosmos creado.

Su elección decisiva e irrevocable

En efecto, como lo dice claramente la Revelación, el mundo de los espíritus puros se muestra divido en buenos y malos. Aunque esta división no fue creada por Dios, sobre la base de la libertad propia de la naturaleza espiritual de cada uno de ellos, se operó a través de la elección que para los seres puramente espirituales posee un carácter incomparablemente más radical que la del hombre y que es irreversible, visto el grado intuitivo y de penetración del bien del que está dotada su inteligencia. A este respecto, hay que decir, igualmente, que los espíritus puros fueron sometidos a una prueba de carácter moral. Fue una elección decisiva que miraba primeramente a Dios, un Dios conocido de una manera más esencial y directa que no es posible al hombre, un Dios que había dado el don a esos seres, antes que al hombre, de participar en su naturaleza divina.

En el caso de los espíritus puros, la elección decisiva concernía primero a Dios mismo, primer y supremo Bien, acogido o rechazado de manera más esencial y directa de lo que podría ocurrir en el radio de acción de la voluntad libre del hombre. Los espíritus puros poseen un conocimiento de Dios incomparablemente más perfecto que el del hombre, porque por el poder de su inteligencia, no condicionada ni limitada por la mediación del conocimiento sensible, ven totalmente la grandeza del Ser infinito, de la verdad primera, del Bien supremo. A esta sublime facultad de conocimiento de los espíritus puros, Dios ofrece el misterio de su divinidad, volviéndolos así participantes, mediante la gracia, de su gloria infinita. Precisamente, en tanto que seres de naturaleza espiritual, en su inteligencia se encontraban la facultad, el deseo de esta elevación sobrenatural a la cual Dios los había llamado, para hacer de ellos, mucho antes que el hombre, “participantes de la naturaleza divina”, participantes de la vida íntima de Aquel que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, de Aquel que en la comunión de las tres Divinas Personas “es Amor”. Dios había admitido a todos los espíritus, mucho antes que al hombre a la eterna comunión del amor.

Los buenos y los malos ángeles

La elección decidida sobre la base de la verdad sobre Dios, como bajo una forma superior en razón de la penetración de su inteligencia, incluso dividió el mundo de los espíritus puros en buenos y malos. Los buenos eligieron a Dios como Bien supremo y definitivo, conocido a la luz de la inteligencia iluminada por la Revelación. Haber elegido a Dios quiere decir que se dirigieron hacia él con toda la fuerza interior de su libertad, fuerza interior que es amor. Dios se convirtió en el objetivo total y definitivo de su existencia espiritual. Los otros, por el contrario, volvieron la espalda a Dios contra la veras que indicaba en Él el bien total y definitivo. Eligieron contra la revelación del misterio del Dios, contra su gracia que los hacía participantes de la Trinidad y de la eterna amistad con Dios en su comunión con Él por el Amor. Sobre la base de su libertad creada operaron una elección radical e irreversible, a la manera de los buenos ángeles, pero diametralmente opuesta: en lugar de una acogida de Dios, llena de amor, le opusieron un rechazo inspirado por un falso sentimiento de autosuficiencia, de aversión e incluso de odio que se convirtió en rebelión.

¿Cómo comprender tal oposición y revuelta contra Dios en los seres dotados de una inteligencia tan viva, y enriquecidos por tantas luces? ¿Cuál puede ser el motivo de una elección contra Dios tan radical e irreversible? ¿De un odio tan profundo al punto de parecer únicamente fruto de locura? Los Padres de la Iglesia y los teólogos no dudan en hablar de un “enceguecimiento” producido por la sobreestimación de la perfección del ser propio, llevada al punto de velar la supremacía de Dios, que, por el contrario, exigía un acto de dócil y obediente sumisión. Todo esto parece contenido de una manera concisa en la expresión “¡No serviré!”, que manifiesta el rechazo radical e irreversible a participar en la construcción del Reino de Dios en el mundo creado. “Satán”, espíritu rebelde, quiere que su propio reino, no el de Dios, y se erige como el primer “adversario” del Creador, opositor de la Providencia, antagonista de la sabiduría amante de Dios. De la rebelión y del pecado de Satán, como también del hombre, debemos concluir, aceptando la sabia experiencia de la escritura que afirma: “el orgullo es una causa de ruina”. Es el orgullo que los ha perdido. Que aquello nos sirva de lección, queridos hermanos y hermanas: recordemos que el orgullo trae consigo la ruina, y que nuestra vocación es amar a Dios y servirlo con todo el amor del que seamos capaces.

Capítulo III: Rol y Misión de los Ángeles

Una función de mediación entre Dios y los hombres (Juan Pablo II, Audiencia General, del 30 de Julio de l986)

En el curso de la precedente catequesis, nos detuvimos en el artículo del Credo, mediante el cual proclamamos y confesamos a Dios creador no sólo de todo el mundo creado, sino también de las “cosas invisibles”, y nos ocupamos del temas de la existencia de los ángeles, llamados a pronunciarse por Dios o contra Dios, en un acto radical e irreversible de adhesión o de rechazo de su voluntad de salvación.

Siempre según la sagrada Escritura, los ángeles, en tanto que creaturas puramente espirituales, se presentan a nuestra reflexión como “una realización especial de la imagen de Dios”, Espíritu perfectísimo, como Jesús mismo lo recuerda a la Samaritana con estas palabras: “Dios es espíritu”. Desde ese punto de vista, los ángeles son las creaturas más próximas del ejemplar divino. El nombre que la sagrada escritura les atribuye nos enseña que la verdad más importante en la Revelación es aquella que concierne a las tareas de los ángeles hacia los hombres: el ángel (angelus) significa, en efecto, mensajero. El hebreo malak, empleado en el Antiguo Testamento, quiere decir más precisamente delegado o embajador. Los ángeles, creaturas espirituales, ejercen una función de mediación y de ministerio en las relaciones que advienen entre Dios y los hombres. Bajo ese aspecto la carta a los Hebreos dirá que a Cristo le fue confiado un “nombre”, y, por tanto, un ministerio de mediación, muy superior al de los ángeles.

En el Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento subraya, sobre todo, la especial participación de los ángeles en la celebración de la gloria que el Creador recibe como tributo de alabanza de parte del mundo creado. Los Salmos en particular son los intérpretes de esta voz, cuando, por ejemplo, proclaman “Alabad a Yahvé desde los cielos, alabadle en las alturas, alabadle, todos los ángeles, alabadle todos sus ejércitos…”. De la misma manera, el Salmo 103: “Bendecid a Yahvé, todos sus ángeles, héroes poderosos, obreros de su palabra, atentos al sonido de su palabra”. Este último versículo del Salmo 103 nos enseña que los ángeles toman parte, de una manera que les es propia, en el gobierno de Dios sobre la creación como los “poderosos obreros de su palabras” según el plan establecido por la divina providencia. A los ángeles les fue confiado, particularmente, una atención y cuidado especiales frente a los hombres, por quienes presentan a Dios sus requerimientos y sus oraciones, como nos lo recuerda, por ejemplo el libro de Tobías, mientras que el Salmo 91 proclama: “Por ti dio orden a los ángeles […] ellos te llevaran sobre sus manos para que la piedra no dañe tu pie”. Según el libro de Daniel se puede afirmar que las tareas de los ángeles como embajadores del Dios vivo se extienden, no sólo, a cada hombre en particular y a los que despliegan encargos especiales, sino también a naciones enteras.

En el Nuevo testamento

El Nuevo Testamento pone en relieve las tareas de los ángeles respecto de la misión de Cristo como Mesías, y primeramente hacia el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, como leemos en el relato del anuncio del nacimiento de Juan Bautista, de Cristo mismo, en las aclaraciones y las disposiciones dadas a María y a José, en las indicaciones dadas a los pastores la noche del nacimiento del Señor, en la protección del recién nacido frente al peligro de la persecución de Herodes.

Más adelante, los Evangelios nos hablan de la presencia de los ángeles en el curso de los cuarenta días del ayuno de Jesús en el desierto y durante su oración en el huerto de Getsemaní. Después de la resurrección de Cristo, será también un ángel, bajo la forma de un hombre joven, que dirá a las mujeres precipitadas en el sepulcro y sorprendidas por encontrarlo vacío: “No se asusten. Jesús Nazareno, al que buscan, al Crucificado: ha resucitado, no está aquí […] vayan a decirlo a sus discípulos…”. Dos ángeles fueron vistos, igualmente, por María de Magdala, que fue favorecida con una aparición personal de Jesús. Los ángeles se “presentan” a los Apóstoles después de la desaparición de Cristo para decirles: “Hombres de Galilea, por qué se quedan viendo el cielo? Aquel que subió a los cielos, ese mismo Jesús, vendrá de la misma manera como lo han visto subir al cielo”. Son los ángeles de a vida, de la pasión y de la gloria de Cristo. Los ángeles de Aquel que, según la epístola de san Pedro “está a la derecha de Dios, estándole sometidos los ángeles, las dominaciones y las potencias”.

Si pasamos a la segunda venida de Cristo, es decir a la “Parusía”, constatamos que todos los sinópticos destacan que “el Hijo del hombre […] vendrá en la gloria de su Padre con los santos ángeles”, lo mismo que san Pablo. Por lo tanto, se pude decir que los ángeles, como espíritus puros, no sólo participan, en la manera que les es propia, en la santidad misma de Dios, sino en los momentos claves rodean a Cristo y lo acompañan en el cumplimiento de su misión salvífica hacia los hombres. De la misma manera toda la Tradición y el magisterio ordinario de la Iglesia en el curso de los siglos, han atribuido a los ángeles ese carácter particular y esta función de ministerio mesiánico.

Los ángeles contemplan a Dios y lo alaban (Juan Pablo II, Audiencia General, del 6 de agosto de 1986)

El tema que hemos presentado puede parecer “alejado” o bien “menos vital” para la mentalidad del hombre moderno. Sin embargo la Iglesia, proponiendo con franqueza la totalidad de la verdad sobre Dios, Creador incluso de los ángeles, cree hacer un gran servicio al hombre. El hombre nutre a convicción de que en Cristo, Hombre-Dios, es él (y no los ángeles) quien se encuentra en el centro de la Revelación divina. Entonces, el reencuentro religioso con el mundo de los seres puramente espirituales se convierte en una preciosa revelación de su ser no sólo cuerpo sino también espíritu, y con su pertenencia a un proyecto de salvación verdaderamente grande y efectivo al interior de una comunidad de seres personales que, para el hombre y con el hombre, sirven al designio providencial de Dios.

Destaquemos que la sagrada Escritura y la Tradición llaman precisamente ángeles a esos espíritus puros que en la prueba fundamental de libertad eligieron a Dios, su gloria y su reino. Están unidos a Dios a través del amor total que brota de la visión beatificante, cara a cara, de la Santa Trinidad. Jesús mismo lo dice: “Los ángeles en los cielos ven constantemente la cara de mi Padre que está en los cielos”. Este “ver constantemente la cara del Padre” es la manifestación más elevada de la adoración de Dios Se puede decir que constituye esta “liturgia celeste” realizada a nombre de todo el universo, la que se asocia incesantemente la liturgia terrestre de la Iglesia, en particular en sus momentos culminantes. Basta recordar el acto mediante el cual la Iglesia, cada día, y a toda hora, en el mundo entero, al comenzar la oración eucarística, en el corazón de la santa misa, recuerda a los “ángeles y los arcángeles” para cantar la gloria de Dios tres veces santo, uniéndose así a esos primeros adoradores de Dios, en el culto y en el conocimiento amoroso del misterio inefable de su santidad.

Participan en la obra de salvación de los hombres

Siempre según la Revelación, los ángeles, que participan en la vida de la Trinidad en la luz de la gloria, están igualmente llamados a participar en la historia de la salvación de los hombres, en los momentos establecidos por el designio de la providencia divina. “¿Acaso no son espíritus encargados de un ministerio, enviados al servicio de aquellos que deben heredar la salvación? pregunta el autor de la carta a los Hebreos. Esto la Iglesia lo cree y lo enseña, sobre la base de la sagrada Escritura de la que aprendemos que la tarea de los buenos ángeles es la protección de los hombres y la preocupación por su salvación.

Encontramos esas expresiones en diversos pasajes de la Escritura, por ejemplo en el Salmo 91, citado varias veces: “Por ti ha dado orden a sus ángeles de guardar todas tus vías. Y te llevarán sobre sus manos para que la piedra no te hiera”. Jesús mismo, hablando de los niños y advirtiendo de no escandalizarlos, se refiere a “sus ángeles”. Atribuye, además, a los ángeles la función de testigos en el supremo juicio divino en la condición de aquel que ha reconocido o negado a Cristo: “A quien que se declare por mi ante los hombres, el Hijo del Hombre, en su momento, se declarará por él delante de los ángeles de Dios; pero el que me haya negado frente a los hombres será negado frente a los ángeles de Dios”. Esas palabras son significativas porque si los ángeles forman parte del juicio de Dios, están interesados en la vida del hombre. Interés y participación que parecen acentuadas en el discurso escatológico, donde Jesús hace intervenir a los ángeles en la Parusía, es decir en la venda definitiva de Cristo al fin de la historia.

Entre los libros del Nuevo testamento, son especialmente los Hechos de los Apóstoles los que nos dan a conocer los hechos que atestiguan la preocupación de los ángeles por el hombre y su salvación. Así, cuando el Ángel de Dios liberó a los Apóstoles de la prisión, primeramente a Pedro, que estaba amenazado de muerte por Herodes. O cuando guió la actividad de Pedro hacia en Centurión Cornelio, el primer pagano convertido, y de la misma manera la actividad del diácono Felipe sobre la vía de Jerusalén a Gaza.

El misterio de los ángeles guardianes y de los arcángeles

A partir de los hechos citados, a guisa de ejemplo, se comprende cómo en la conciencia de la Iglesia pudo formarse la convicción sobre el ministerio confiado a los ángeles a favor de los hombres. La Iglesia confiesa, pues, su fe en los ángeles guardianes, los venera en la liturgia con una fiesta especial, y recomienda el recurso a su protección mediante una oración frecuente, tal como la invocación “Ángel de Dios”. Esta oración parece apropiarse las bellas palabras de San Basillio: “cada fiel tiene cerca de sí un ángel como tutor y pastor para conducirlo a la vida”.

Finalmente, es importante destacar que la Iglesia honra a través de un culto litúrgico tres figuras de ángeles, que, en la Escritura son llamados por su nombre. El primero es Miguel Arcángel. Su nombre expresa y sintetiza la actitud esencial de los buenos espíritus. “Mica-el” significa, en efecto, “¿Quién cómo Dios?” En ese nombre se encuentra, pues, expresada la elección salvífica gracias a la cual los ángeles “venla faz del Padre” que está en los cielos. El segundo es Gabriel: figura ligada sobre todo al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios” o bien “poder de Dios”, como para decir que en la cumbre de la creación, la Encarnación es el signo supremo del Padre todo poderoso. Finalmente, el tercer arcángel se llama Rafael. “Rafa-El” significa “Dios cura”. Se hace conocer por la historia de Tobías en el Antiguo Testamento, especialmente significativa respecto del recurso a los ángeles por parte de los hijos de Dios, que siempre tienen necesidad de defensa, se cuidado y protección.

Reflexionando sobre el asunto, se descubre que cada una de las tres figuras: Mica-El, Gabri-El, Rafa-El, refleja de una manera especial la verdad contenida en la pregunta del autor de la carta a los Hebreos: “¿Acaso no son espíritus encargados de un ministerio, enviados a servir a aquellos que deben heredar la salvación?” Todos participan en la protección de los hombres, para conducirlos por los caminos de la vida eterna; por eso podemos invocar su asistencia, como se hace con nuestro Ángel guardián. Sí, el pensamiento y el culto de los ángeles nos ayudan a acercarnos a Dios tres veces santo, inasible. Y con ellos lo veremos, también cara a cara en el Reino de los cielos.

Capítulo IV: Los ángeles guardianes

Compañeros dados a los hombres (Pío XII a los peregrinos estadounidenses, 3 de octubre de 1958)

Después de un largo periplo han venido a Roma, madre amante de sus almas. Han atravesado el Océano y el Mediterráneo, visitando las villas y los santuarios ricos de santos recuerdos; han visto ya muchas cosas de este mundo. Y su viaje aún no ha terminado. La tierra y el cielo, las colinas y los valles, los centros de los diferentes países con sus monumentos antiguos y sus habitantes modernos, todo eso ya ha sido contemplado por sus ojos. Y cuando la noche misteriosa descendía sobre el mar inmenso, disipando del cielo la luz deslumbrante, la creación se extendía a sus ojos con las milicias celestes de las estrellas y de los planetas que se muestran para reflejar la gloria de su Creador. ¡Qué grande y bello, pensarían entonces, es este mundo visible!

Pero el mes de octubre es un mes donde esta visión se borra un momento, recuerdan a nuestro espíritu interior que hay otro mundo, un mundo invisible, pero sin embargo tan real como el que ven cerca de ustedes. Ayer, la Iglesia celebró la fiesta de los santos ángeles. Son los habitantes de ese mundo invisible que los rodea. Estaban en las villas que visitaban como los guardianes de la Providencia de Dios; fueron los compañeros de su viaje. ¿No dijo Cristo de los niños que fueron siempre tan queridos para su corazón puro y amante: “Sus ángeles en los cielos ven sin cesar la cara de mi Padre que está en los cielos”? ¿Y cuando los niños se hacen adultos, sus ángeles los abandonan? Ciertamente no. “Cantemos a los ángeles guardianes de los hombres”, decía la liturgia de ayer, “compañeros celestes que el Padre ha dado a su frágil naturaleza para que no sucumba a los enemigos que la acechan”. Este mismo pensamiento es recurrente en los escritos de los Padre de la Iglesia. Cada uno, por humilde que sea tiene ángeles para velar por él. Son gloriosos, puros, magníficos y sin embargo, les han sido dados como compañeros de camino, están encargados de velar cuidadosamente sobre ustedes para que no se aparten de Cristo, su Señor. Y no sólo quieren defenderlos contra los peligros que los acechan a lo largo del camino, sino que se mantienen de una manera activa a su laso, alentando sus almas cuando se esfuerzan por subir cada vez más alto hacia la unión de Dios por Cristo.

Amadísimos peregrinos, al recibirlos a comienzos de octubre, no podemos dejarlos sin exhortarlos brevemente a despertar y avivar su percepción del mundo invisible que los rodea – “porque las cosas visibles no existen sino por un tiempo, las invisibles son eternas”- y a mantener ciertas relaciones familiares con los ángeles que son tan constantes en su cuidado por su salvación y su santidad. Pasarán, Dios lo quiere, una eternidad de gozo con ellos; aprendan a conocerlos desde ahora.

¡Que los ángeles lleven nuestra oración hasta el pie del trono de Dios y puedan, por la intercesión de su gloriosa reina, traerles gracias innumerables de parte de su divino Salvador!

Solicitud de los ángeles hacia nosotros (Juan XXIII. 2 de octubre de 1960, Discurso)

He aquí el 2 de octubre: la fiesta de los ángeles guardianes. En la audiencia general del jueves último, 29 de septiembre, fiesta de san Miguel arcángel, hemos esbozado las grandes obras del príncipe de la milicia celeste y de los otros arcángeles que la Sagrada Escritura nos hace conocer: Gabriel y Rafael. Nos proponemos, ahora, reafirmar cuán importante en toda vida cristiana es comprender, estimar y amar la presencia del Ángel guardián.

Sobre la fe de todo lo que enseña el Catecismo romano, recordaremos cuán admirable es la disposición de la divina providencia que confió a los ángeles el oficio de velar para que el género humano y cada ser humano no sea víctima de graves peligros. Al igual que en esta existencia terrestre, los padres, cuando sus hijos deben emprender un viaje erizado de obstáculos y de emboscadas, se preocupan de llamar cerca de ellos alguien que pueda tomar cuidado de ellos y ayudarlos en la adversidad; igualmente el Padre de los cielos, para cada uno de nosotros, durante nuestro viaje hacia la patria celestial, encargó a los santos ángeles que nos ayudaran y nos protegieran con solicitud con el fin de que pudiésemos evitar los obstáculos, remontar las pasiones, y bajo su guía no abandonar nunca la vía recta y segura que conduce al paraíso.

Ya en el Antiguo testamento, y precisamente en el libro de Tobías, se relata con un cuidado especial las indicaciones preciosas del ángel Rabel, sus consejos y sus intervenciones a favor del joven Tobías, de modo que su viaje se volviera fácil y libre de todo obstáculo.

Igualmente, en el Nuevo Testamento, encontramos la página luminosa y emocionante donde se relata el envío del ángel del señor cerca del príncipe de los Apóstoles, encerrado en una prisión en Jerusalén y los prodigios por los cuales fue realizada esta liberación.

Lo sucesores de san Pedro, siempre han tenido, manifiestamente, una asistencia especial del Señor. Pero también es una verdad cierta que todos y cada uno, estamos confiados a la solicitud de un ángel. De ahí la viva y profunda devoción que todos debemos tener hacia nuestro Ángel guardián y que debe hacernos repetir la dulce oración que aprendimos en los días de nuestra infancia.

Podemos agregar que, accediendo al poder supremo, hemos, según la costumbre, cambiado nuestros nombres de Ángel José por el de Juan, que no fue usado por ningún papa durante cinco siglos. Sin embargo hemos conservado el primer nombre, el de Ángel.

¡Que la devoción a los santos ángeles nos acompañe, pues, siempre! Durante nuestro peregrinaje terrestre, ¡cuántos riesgos no habremos de afrontar, sea de parte de los elementos de la naturaleza, sea de la cólera de los hombres sumidos en el mal! Ahora bien, no lo olvidemos nunca, invoquémosle siempre.

Siempre a nuestro lado en la ruta (Juan XXIII, 9 de agosto de 1961)

Estos encuentros que se suceden en Roma y aquí en la residencia de verano del “Castello”, y sus innombrables hijos espirituales, constituyen u motivo de dicha y de emoción profunda. Lo son igualmente al mediodía, los domingos y días de fiesta, cuando suena el Ángelus, Continúan la evocación del diálogo entre el Mensajero celeste y la dulce Madre de Jesús y nuestra Madre, que resume el más alto misterio de la vida y de la historia – diálogo seguido de la dulcísimo invocación: Sancta Maria, Mater Dei, ora pro nobis – que hace nacer en el corazón una ternura, una exaltación que son ya como una degustación del paraíso.

En realidad, estamos hechos de tierra, los hijos del hombre, pero todos aspiramos al cielo.

Nuestra vida es un peregrinaje que nos transporta de un punto al otro del globo terrestre. El término de nuestro viaje resplandece en el cielo y es el paraíso para el cual hemos sido creados; y nuestros años, los años de cada uno, se suceden rápidamente sobre las diversas rutas que surcan el mundo habitado. Vivir, es moverse, es encontrarse… Desgraciadamente este encuentro no siempre es sereno y dichoso; a menudo es un choque terrible y funesto.

¿No es cierto que nunca se llegará, como en nuestra época, a tal perfección de medios eficaces y rápidos para alcanzar ese viaje sobre las vías de la tierra, del mar y de los cielos? Para también es igualmente frecuente y doloroso tener que constatar que el viaje termina en tragedia de muerte y lágrimas.

En efecto, tenemos delante de nosotros las estadísticas impresionantes de los muertos y de los heridos en accidentes de tránsito, que alcanzan casi numéricamente los desastres de las guerras de tiempos pasados.

Los progresos de la ciencia y de la tecnología colocan, pues, a la humanidad ante un problema inesperado, que se agrega al gran y terrible problema de las inquietudes humanas actuales, cuya solución parece incierta y amenazadora.

Ahora bien, queridísimos hijos, permítannos ahora, para recordar los deberes de conciencia concernientes a los peligros de la ruta, indicar, según la doctrina de la Iglesia, una protección celeste segura y preciosísima, que representa uno de los puntos resplandecientes de la enseñanza cristiana: es decir la intervención de las falanges angélicas, creadas por Dios para su servicio y enviadas por la Santísima Trinidad para la protección de la Santa Iglesia, de sus hijos del mundo entero.

Esta protección es, en el uso de la buena vida cristiana, una devoción que ocupa, en el espíritu de aquel que sabe penetrarla bien, un lugar de honor especial y es un motivo de suavidad y de ternura.

Permitan que nuestra voz, que se ha elevado para una advertencia paternal y emocionada a favor de la vida humana, de toda vida, de las suyas y de las otras, reencuentre aquí, hacia el fin de nuestra simple conversación, las primeras notas del lenguaje angélico, que estamos felices de repetir con el acento más emocionado, como el del Angelus.

La evocación de los espíritus sublimes, que la solicitud vigilante del Padre celeste colocó y coloca al lado de cada uno de sus hijos, infunde dicha y coraje.

Los ángeles del señor escrutan, en efecto, el fondo de nuestro corazón y querrían hacerlo digno de favores divinos.

A ellos fue igualmente confiada la labor de guiar nuestros pasos. Y ¿cómo este pensamiento no podría suscitar una justa emoción delante del espectáculo, casi cotidiano, de la sangre que baña las rutas y clama piedad al cielo por tantas vidas humanas preciosas, de vidas jóvenes llenas de promesas, truncadas inútilmente e inconsideradamente?

Por esto, nuestro sentimiento de viva caridad paternal nos ha sugerido dar una resonancia especial a la invocación de los santos ángeles guardianes. Su presencia penetra y envuelve toda la historia de los siglos: al lado de nuestros primeros padres, luego guías del pueblo elegido, de sus reyes y profetas, hasta Jesús mismo y a sus Apóstoles.

¿La llamada suplicante a la intervención de los ángeles, encargados de velar sobre nuestra infancia y nuestro peregrinaje – a toda edad y en toda circunstancia de nuestra vida y de nuestra acción- no creen que logrará tocar a aquel que está fascinado por la velocidad, al punto de imponer finalmente el respeto absoluto y universal de las leyes que regulan el tráfico?

La dulce y ferviente penetración de la piedad hacia los ángeles quiere decir ser propicia a los pensamientos, a las voluntades, a las fuerzas mismas de la técnica, que una emulación mal entendida y una búsqueda se superioridades pueden conducir a la ruina.

Por eso, nuestro deseo es que se aumente la devoción hacia el Ángel guardián. Cada uno tiene el suyo y puede conversar con los ángeles y sus semejantes.

Juan XXIII a los jóvenes 10 de septiembre de 1961

Es necesario que siempre sea recordada y alentada la oración cotidiana, incluso en toda circunstancia de la jornada, a su Ángel guardián, de tal suerte que cada cual pueda no sólo estar protegido contra los peligros del alma, sino también defendido contra los accidentes que, desgraciadamente, suceden tan frecuentemente sobre los caminos, en el mar y en el aire.

Nuestros deberes frente a los santos ángeles (Pío XI a los niños, 2 de septiembre de 1934)

San Bernardo, el devoto de María, el amigo del Corazón de Jesús es también, se puede decir el chantre, el heraldo de los Ángeles guardianes. El santo doctor dice a cada niño, a cada ser humano que tiene un ángel, que jamás debe olvidar ese compañero de vida y rendirle “el respeto por su presencia, la devoción por su benevolencia y la confianza por su buena guardia”. El ángel de Dios nos acompaña, en efecto, con su presencia, y nos defiende con su buena guardia: Ves enseguida las disposiciones con las cuales san Bernardo nos sugiere tan bien responder a semejante bondad:

“El respeto por la presencia”. No hay que olvidar jamás la presencia del Ángel guardián, de ese príncipe celeste que jamás debe enrojecer ante nosotros. Justamente el gran doctor agrega, explicando el sentido de ese deber de respeto, y hablando de sí mismo: “No hagas en presencia del ángel lo que no harías en presencia de Bernard”. De la misma manera, estos queridos niños no deberían nunca hacer nada que pudiese ofender al ángel que tiene cuidado de su persona, no hacer lo que no harían delante del papa, delante de su propio padre y su propia madre, ni tampoco delante del más humilde de sus compañeros. Y es bueno recordar, siempre a este respecto, lo que agrega el mismo san Bernardo cuando, jugando con las palabras, agrega enseguida que en todo ángulo se encuentra un ángel”: en todo lugar, en todo momento el ángel está presente. Por tanto, “el respeto por la presencia; es decir una continencia siempre respetuosa y diferente, un homenaje conforme a la dignidad del cristino, templo del Espíritu Santo, amigo de Jesucristo, admitido a la comunión del Cuerpo y la Sangre divinos después de haber sido regenerado por el agua del bautismo, en esa sangre preciosísima.

“La devoción por la benevolencia”. El ángel guardián no sólo está presente, sino su compañía desborda de ternura y de amor; lo que requiere además de nuestra parte, respecto de él, un amor hecho de ternura, es decir la devoción. La devoción agrega algo a la piedad filial, incluso a la que se experimenta y se muestra hacia Dios. Una piedad devota quiere decir una piedad delicada que trae consigo la donación de toda el alma, de todo el corazón. El ángel de Dios está siempre con nosotros, en nuestra vida, con su solicitud y su afecto excepcional. Por lo tanto, hay que serle devoto: no solamente rendirle afecto por afecto, sino devoción. La devoción se actualiza en la práctica de cada día, invocando su ángel al principio y al fin de cada día. Los invitamos, queridos niños, imitar en este punto al papa. Al principio y al fin de cada día de su vida, invoca a su Ángel guardián; y a menudo renueva esta invocación a lo largo del día, especialmente cuando las cosas por hacer son un poco complicadas y difíciles, lo que ocurre a menudo. Ahora bien, tiene que decir, siempre por deber de reconocimiento hacia su Ángel guardián, que se siente siempre asistido por él de manera admirable, aunque una gratitud particular viene a asociarse a otros tantos motivos por los cuales se siente deudor respecto del espíritu celeste que lo asiste. A menudo ve y percibe que su ángel está ahí, cerca suyo listo a asistirlo, a ayudarlo. Es igualmente lo que hacen los ángeles de todos estos queridos pequeños: siempre presentes, siempre amantes, siempre vigilantes. De ahí, repitámoslo, la necesidad de recurrir frecuentemente a ellos con devoción.

“La confianza por la buena guardia”. Saberse guardado por un príncipe de la corte celestial, por uno de esos espíritus elegidos, de los que el Señor –hablando propiamente de los niños- ha dicho que ven siempre la Majestad de Dios en el esplendor del paraíso, lo que no sólo inspira respeto y devoción sino también suscita la mayor confianza. La confianza, que es bien distinta de la audacia terrestre, es necesaria y debe sostener, especialmente cuando el deber es difícil y se encuentra abrumador el conjunto del buen propósito. En ese momento, de manera más acentuada, se debe esperar la ayuda, la defensa y la guarda de los santos ángeles; y verdaderamente en ese sentimiento de confianza, se destaca además y de manera más evidente la necesidad de la oración, que es precisamente la expresión auténtica y espontánea de la confianza.

Y de nuevo insistimos con gran solicitud paternal en la necesidad del respeto, del amor y de la oración confiada por parte de los niños católicos hacia sus propios ángeles bajo la conducción y según la sublime invitación de san Bernardo.

Apropiándonos de esta palabra del santo, que hemos tenido la suerte de encontrar en los comienzos de nuestra vida, hemos podido conocer y sentir la luz benéfica. Contribuyó con todo lo que pudimos realizar por la gracia divina en nuestra vida. Y seguramente a él le debemos el apoyo y la confianza necesarios para todo el tiempo de existencia que plazca a Dios concedernos todavía. Por eso deseamos tanto y deseamos que ese sea el programa luminoso de la vida de estos niños privilegiados, gracias al cual podrán ser siempre dignos de la presencia continua, a su lado, de un príncipe celeste; siempre tiernamente devotos a este amigo tan fiel, tan grande, y siempre estado de gozar y de beneficiarse de su guarda benefactora y sabia.

Capítulo 5: Los tres arcángeles

La misión de los tres grandes arcángeles (Juan XXIII, 29 de noviembre de 1960)

Hoy se celebra la fiesta de San Miguel Arcángel, el príncipe de la las milicias celestes, el defensor de los derechos divinos contra el demonio. Se podría decir que san Miguel concibió y realizó una primera forma de Acción católica, preocupada de la gloria del señor y del bien de todos aquellos que son fieles a Dios.

Por añadidura, el gran arcángel nos recuerda una inmensa legión de Espíritus celestes, de los cuales, millares y millares se encuentran presentes en esta audiencia, ya que cada uno de los que se encuentra en la basílica tiene cerca de él a su Ángel guardián.

Velemos por dirigirnos a menudo al amigo celeste que el Señor nos ha concedido; a no cerrar los ojos para tomar el descanso necesario y a no comenzar la jornada sin invocar su protección; por dirigirnos siempre al Ángel guardián cuando os encontremos en pruebas y dificultades y a la hora de las tentaciones por parte del enemigo del bien.

San Miguel es llamado, igualmente, en la liturgia, Angelus pacis: ángel de la paz, que no quiere la guerra. Pidamos su intercesión para nadie atente contra la paz, para que nadie combate la ley divina y el reino pacífico del Señor.

El horizonte se extiende: otros esplendores nos son indicados por el cielo. Las campanas que suenan, la mañana, el mediodía y la tarde, nos recuerda, por el Angelus y el Ave María, a otro gran arcángel: san Gabriel, que fue elegido para ser enviado sobre la tierra con el fin de ansiar el inefable misterio de la Encarnación del Hijo del Dios: fue el primero en dirigir a María el saludo que millones y millones de fieles repiten muchas veces al día: “Dios re salve María, llena eres de gracia…”

He aquí el tercero de los arcángeles que conocemos ya: san Rafael, medicina Dei. Se habla de él en el Antiguo Testamento, cuando el Señor lo envía a guiar al joven Tobías, para reconfortar a su padre, patriarca ejemplar que obedecía en todo al Señor; y para significar toda la confianza que debemos tener en los peligros y en todas las circunstancias de la vida, hacia aquel que nos ha sido dado por el señor para acompañarnos en nuestro camino.

Así, tenemos en la sagrada liturgia todo lo que es necesario para la elevación del pensamiento y del corazón, para darnos dulzura y paz: Jesús, su Madre celeste, los santos, los ángeles que se unen a nosotros y a la Iglesia universal.

Y cuando a veces sentimos el peso de la materia de nuestra naturaleza humana, san Miguel, que vela sobre la Iglesia universal, nos dará la paz serena y profunda; san Gabriel se unirá a nosotros en el homenaje e imploración a la Madre de Dios; san Rafael nos reconfortará con ayuda y consejos; los otros ángeles, en particular el ángel guardián nos sostendrán en la lucha contra las ilusiones del siglo y nos preservarán de la fatiga y de las negligencias posibles.

San Miguel, protector de los fieles, especialmente de los esposos (Pío XII, 8 de mayo de 1940)

Entre la multitud de santos que venera, la Iglesia ofrece a sus fieles patronos para sus diferentes estados y sus diferentes edades. Ustedes lo saben, queridos jóvenes esposos, pero se sorprenderán, tal vez, por escucharnos invocar hoy, sobre ustedes, la protección del arcángel san Miguel, cuya aparición la Iglesia festeja en este día, y por quien no sienten primeramente sino sentimientos de respetuoso temor. La iconografía lo representa bajo los rasgos severos de un guerrero que derriba al demonio. La sagrada escritura lo llama uno de los primeros príncipes del cielo, el jefe de las milicias angélicas que luchan contra el dragón. La liturgia le da la misma actitud: desciende del cielo, el mar se agita y la tierra tiembla; eleva la cruz de la salvación como estandarte de victoria, fulminando a los espíritus rebeldes.

Pero más todavía que las otras creaturas, el hombre y la mujer que dejan a su padre y a su madre para emprender juntos el misterioso viaje de la vida, parecen tener miedo de este vengador de los derechos de Dios. Con este título, les recuerda casi instintivamente al querubín armado de una espada de fuego que expulsa del paraíso terrestre a la primera pareja humana.

Y sin embargo, las razones de confianza y de esperanza lo desbancan sobre los motivos de temor. En el momento mismo de la tragedia inicial de la humanidad, mientras que nuestros primeros padres se alejaban del naufragio oscuro y frío del anatema, una nube ligera, semejante a la que un día debía ver el profeta Elías, aparecía en el horizonte y anunciaba el rocío benefactor de los grandes perdones: Miguel, con la milicia de los ángeles fieles, entreveía la maravilla de la Encarnación divina y de la Redención del género humano, Lejos de envidiar a los hombres, como el orgulloso Lucifer, el honor de la unión hipostática, obedeció - según su nombre y su divisa: Quis ut Deus? ¿Quién como Dios? - al Señor que no tiene igual a sí mismo, y adoró con todos los ángeles al Verbo Encarnado. Así, no cesó jamás de amar a los hombres, para los cuales experimenta una afecto, por así decirlo, fraternal, y cuanto más se esfuerza Satán en precipitarlo a la gehena, más trabaja el arcángel para reconducirlo al paraíso perdido.

Introducir a las almas cerca de Dios en la gloria celeste, es una tarea que la liturgia y la tradición atribuyen a san Miguel. “He aquí, dice en la fiesta de hoy el oficio divino, al arcángel Miguel, príncipe de la milicia angélica; su culto es una fuente de beneficios para los pueblos y su oración conduce al Reino de los cielos”. “El Arcángel Miguel llega con una multitud de ángeles; Dios le ha encargado conducir las almas a la dicha del paraíso” Y en el ofertorio de la misa por los difuntos, la Iglesia ora: “Que esas almas no caigan en las tinieblas, sino que el portaestandarte san Miguel las introduzca en la santa luz”.

Pero no vayan a creer que este “preboste del paraíso” que Dios ha constituido príncipe de todas las almas predestinadas, espera la hora del supremo paso para manifestar su bondad a los hombres. ¡Cuánto, queridos esposos, deben apreciar su protección y su ayuda para acoger en este mundo las almas en las cuales, en la docilidad a las leyes del Creador, preparan una morada corporal! Lejos de limitarse a esta primera ayuda, san Miguel los sostendrá a todo lo largo de su misión de padres y tomará cuidado de ustedes y de sus hijos.

Protector de la salud y patrón de los enfermos

Es una antigua práctica de piedad invocar al gran arcángel como protector de la salud y patrón de los enfermos. Viviendo aquí, todos han podido ver su estatua de bronce en la cubre del castillo Santo Ángel, al que dio su nombre. San Miguel parece velar sobre la vida y la salud de los Roanos y recordarles cómo, según una tradición, cuando en 590 la peste desolaba la Ciudad eterna y san Gregorio Magno conducía al clero y al pueblo en procesión para obtener de Dios el cese de la plaga, el santo pontífice vio aparecer sobre el monumento de Adriano a San Miguel guardando su espada en signo de perdón divino. Para ustedes, queridos hijos e hijas, que junto a las alegrías divisan ya los deberes y los cuidados de la familia, pidan a san Miguel alejar de sus familias las angustias que causan en el corazón de los padres la salud precaria de los niños, sus crisis de crecimiento o enfermedades.

La sombra benefactora del castillo del Santo Ángel, se extiende allende los muros de Roma. San Miguel, suficientemente poderoso para auxiliar al mundo entero, parece conceder una protección especial a los hijos de nuestra querida Italia, como lo recuerda precisamente la fiesta que celebramos hoy. Alrededor de cien años antes de la peste de Roma, san Miguel, nos cuenta el Breviario Romano, apareció sobre el monte Gargano, y esta aparición milagrosa hizo comprender que el Arcángel tomaba ese lugar bajo su protección particular y quería que allí se rindiera, en su honor y el de los ángeles, culto a Dios.

Guardián de las almas y de la paz

Pero la Iglesia invoca al Arcángel sobre todo como protector de la vida de las almas, más preciosa que de la del cuerpo, y siempre amenazada por el contacto del mal. La iglesia, tiene la seguridad inquebrantable que las potencias del infierno no prevalecerán contra ella. Pero sabe también que la vida cristiana de los individuos y de los pueblos no se conserva sino con la ayuda de Dios, que tiene a los ángeles por ministros. De ahí la oración que el sacerdote hace al final de la misa con los fieles: “San Miguel arcángel, defiéndenos en el combate… Arroja al infierno a Satanás y a los otros espíritus malignos que rondan el mundo para perder las almas”.

Raramente esta oración fue más urgente que en el momento actual. Envenenado por la mentira y la deslealtad, sacudida por el exceso de violencia, el mundo ha perdido la paz, la santa moral y la dicha. Si como consecuencia del pecado original, la tierra no puede ser un paraíso, al menos podría y debería permanecer como una estancia de concordia fraternal entre los hombres y los pueblos. Por el contrario, el incendio de la guerra brama en muchas naciones y amenaza invadir otras. Nuestro corazón se emociona particularmente por ustedes, queridos hijos e hijas, y por tantos otros jóvenes esposos de todos los países que han unido sus destinos en esta trágica primavera. ¿Cómo ver sin un estremecimiento de horror, perfilarse el espectro terrible de la guerra, aunque sea de lejos, sobre esos hogares donde sonríe la esperanza? Pero si hoy las fuerzas humanas parecen incapaces de restablecer una paz justa, leal y durable, los hombres siempre pueden solicitar la intervención de Dios. Entre los hombres y Dios, el Señor ha colocado como mediadora a su dulcísimo Madre… Dígnese la “Madre amable”, la “Virgen poderosa”, el “auxilio de los cristianos” invocada cada vez con más fervor y angustia a todo lo largo de este mes de mayo – hoy especialmente bajo el título bajo el título de Reina del Sacratísimo Rosario de Pompeya – unir bajo el manto de su ternura, en la paz de su sonrisa, a sus hijos tan cruelmente divididos. Dígnese, como lo canta hoy día la Iglesia en la sagrada liturgia, “el ángel de la paz, Miguel, descender en nuestros hogares, y, mensajero de paz. Relegar al infierno las guerras, causa de tantas lágrimas”.

San Gabriel, patrón celeste de las telecomunicaciones (Pío XII, Breve apostólico del 12 de enero de 1951)

“Todo don excelente, toda gracia perfecta desciende de lo alto, del Padre de las luces”. Por eso hay que admirar la sabiduría divina que ha permitido a los hombres, gracias a las numerosas invenciones nacidas del genio de nuestra época, poder, por medio de la electricidad, telegrafiar a los ausentes con una maravillosa rapidez, telefonear a distancias extraordinarias, enviar mensajes por las ondas aéreas y finalmente contemplar la visión de las cosas y de los hechos que se encuentran muy lejos de los lugares donde habitan. Esos instrumentos, construidos según las reglas del arte, pueden ser muy nocivos si son empleados con malas intenciones, pero por el contrario, pueden ayudar poderosamente al desarrollo y a la reafirmación de las relaciones fraternales entre los hombres, al progreso de la civilización, a la propagación ilimitada de las artes y ciencias, e incluso a la enseñanza de los preceptos de la religión, a la transmisión de la palabra del Pastor supremo desde la sede de Pedro a todas las naciones y a la admirable unión de todos los corazones para dirigir hacia la Majestad divina oraciones públicas hechas por ese medio en todo el universo.

Por eso, nuestra Madre la Santa Iglesia jamás se ha opuesto al progreso de la civilización humana, pero tuvo y tiene el cuidado de sostenerlo y desarrollarlo y alentarlo en la mayor medida, estando dado que todo lo que se puede descubrir de nuevo debe ser considerado como un trazo de la inteligencia divina y un signo de su poder. Así creemos oportuno asegurar a esas ciencias maravillosas y a aquellos que las ponen en obra o que las explotan, el beneficio de una protección celeste. Frente al pedido hecho por muchas personas destacadas, que ejercen su actividad en este ramo, de darles a ellos y a sus colegas, como patrón celeste, delante de Dios, al arcángel san Gabriel que trajo al género humano sumergido en las tinieblas y desesperando casi de su salvación, el anuncio largamente anunciado de la Redención de los hombres, nos decidimos acoger favorablemente, vista su importancia y su gravedad, este pedido corresponde a nuestro propio pensamiento y a nuestros propios deseos.

Así pues, usando de la plenitud el poder apostólico, mediante esta Carta y por siempre, constituimos y declaramos al arcángel san Gabriel, patrón celeste ante Dios de esta profesión, de sus especialistas y empleados, atribuyéndole todos los honores y privilegios litúrgicos que pertenecen regularmente a los patrones principales.

San Miguel defensor y sostén de la Iglesia (Juan Pablo II en el monte Gargano el 24 de mayo de 1987)

Queridísimos hermanos y hermanas,

Estoy feliz de encontrarme aquí entre ustedes a la sombra de este santuario de San Miguel arcángel que, desde hace quince siglos, constituye un destino de los peregrinajes y un punto de referencia para aquellos que buscan a Dios y desean entrar en el séquito de Cristo, por quien “han sido creadas todas las cosas, en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, tronos, señoríos, principados, poderes.

En este lugar, como lo hicieron ya en el pasado muchos de mis predecesores en la Sede de Pedro, he venido yo también, para disfrutar de la atmósfera propia de este santuario, hecha de silencio, de oración y penitencia; he venido para venerar e invocar al arcángel san Miguel para que proteja y defienda a la santa Iglesia en un momento en el que es difícil dar un auténtico testimonio cristiano sin compromisos y sin acomodos.

Desde el momento en que el papa Gelasio I, en 493, dio su consentimiento a la consagración de las grutas de las apariciones del arcángel san Miguel como lugar de culto y realiza su primera visita, concediendo la indulgencia del “Perdón angélico”, una serie de pontífices romanos siguió sus huellas para venerar este lugar sagrado. Entre ellos figuran Agapito I, León IX, Urbano II, Inocencio II, Celestino III, Urbano VI, Gregorio IX, san Pedro Celestino y Benedicto IX.

Muchos santos, igualmente, vinieron aquí para sacar fuerza y consuelo. Recuerdo los nombres de san Bernardo, san Guillermo de Vercelli, fundador de la abadía de Montevergine, santo Tomás de Aquino, santa Catalina de Siena; entra esas visitas permaneció justamente célebre y se mantiene viva todavía, la que hizo San Francisco que vino aquí como preparación de la Cuaresma de 1221. La tradición dice que, considerándose indigno de entrar en la gruta sagrada, se habría detenido en la entrada, trazando la señal de la cruz en una roca.

Esta frecuentación viva y jamás interrumpida de peregrinos ilustres y humildes que, desde el Medioevo hasta nuestros días hicieron de este santuario un lugar de encuentro, de oración y de reafirmación de la fe cristiana, dice cuánto la figura del arcángel Miguel que es protagonista de numerosas páginas del Antiguo Testamento, es sentida e invocada por el pueblo, y cuánto la Iglesia tiene necesidad de su protección celeste: de él, que está presente en la Biblia como el gran luchador contra el Dragón, el jefe de los demonios. Leemos en el Apocalipsis: “Entonces hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatieron al Dragón. Y el Dragón respondió, con sus ángeles, pero los demonios llevaron la peor parte y fueron arrojados del cielo. Se arrojó pues, al enorme Dragón, la Serpiente antigua, el Diablo y Satán como se le llama al seductor del mundo entero, se les arrojó sobre la tierra y sus ángeles con él”. El autor sagrado nos presenta en esta descripción dramática, el acontecimiento de la caída del primer ángel que fue seducido por la ambición de ser “como Dios”. De ahí la realización del arcángel Miguel cuyo nombre en hebreo “Sí, ¿quién es fuerte como Dios?” reivindica la unicidad de Dios y su inviolabilidad.

Aunque fragmentarias, las informaciones de la revelación sobre la personalidad y el rol de san Miguel son elocuentísimas. El Arcángel es quien reivindica los derechos inalienables de Dios. Es uno de los príncipes del cielo, de donde saldrá al Salvador. Ahora, el nuevo pueblo de Dios es la Iglesia. Ésta es la razón por la cual ella lo considera como su protector y sostén en todas sus luchas por la defensa y la expansión del Reino de Dios sobre la tierra. Es cierto que “las puertas del Infierno no prevalecerán”, según la afirmación del Señor, pero esto no significa que estamos dispensados de pruebas y de batallas contra los embustes del maligno.

En esta lucha, el arcángel Miguel está al lado de la Iglesia para defenderla contra todas las iniquidades del siglo, para ayudar a los creyentes a resistir al demonio que, como león rugiente ronda buscando a quien devorar”.

Esta lucha contra el demonio en la que se distingue la figura del arcángel Miguel, es todavía actual hoy, porque el demonio está siempre vivo y operando en el mundo. En efecto, el mal que está en él, el desorden que encuentra en la sociedad, la incoherencia del hombre, la ruptura interior de la que es víctima, no son sólo las consecuencias del pecado original, sino también el efecto de la acción devastadora y oscura de Satán, de ese destructor del equilibrio moral del hombre que san Pablo no duda en llamar “el dios de este mundo”, en la medida en que se manifiesta como encantador astuto que sabe insinuarse en el juego de nuestra acción para introducir desviaciones igualmente tan nocivas que tienen el aspecto de estar conformes, en apariencia, con nuestras aspiraciones naturales. He aquí por qué el Apóstol de los Gentiles pone a los cristianos en guardia contra los ataques del demonio y de sus innombrables satélites cuando exhorta a los habitantes de Éfeso a revestirse de la “armadura de Dios para poder resistir a las maniobras del diablo. Porque no es contra adversarios de sangre y carne que tenemos que luchar, sino contra los principados, las potencias los regentes de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan los espacios celestes”.

A esta lucha nos invita la figura del arcángel san Miguel, a quien la Iglesia, tanto e Oriente como en Occidente, jamás a dejado de rendir culto especial. Como se sabe, el primer santuario consagrado a san Miguel fue edificado en Constantinopla por iniciativa de Constantino: es el célebre Michaelion, al que siguieron, en esta nueva capital del Imperio, otras iglesias dedicadas al Arcángel. En occidente el culto a san Miguel, desde el siglo V, se extendió en numerosas ciudades como Roma, Génova, Venecia; y entre tantos lugares de culto, el más celebre es incontrastablemente el del monte Gargano. El arcángel está representado sobre la puerta de bronce, fundido en Constantinopla en 1076, en la acción de abatir al Dragón infernal. Es bajo este símbolo que el arte nos los representa y que la liturgia nos lo hace invocar. Todos recordamos la oración que se recitaba, hace algunos años, al final de la santa misa, y que había sido compuesta por el papa León XIII.

Oración a San Miguel (León XIII, 18 de mayo de 1890; Acta Apostolicae Sedis, p. 743)

¡Oh glorioso príncipe de las milicias celestes, san Miguel arcángel, defiéndenos en el combate y en la terrible lucha que debemos sostener contra los principados y las potencias, contra los príncipes de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos! Ven en auxilio de los hombres que Dios ha creado inmortales, que formó a su imagen y semejanza y que rescató a gran precio de la tiranía del demonio. Combate en este día, con el ejército de los santos ángeles, los combates del Señor como en otro tiempo combatiste contra Lucifer, el jefe de los orgullosos, y contra los ángeles apóstatas que fueron impotentes de resistirte y para quien no hubo nunca jamás lugar en el cielo. Si ese monstruo, esa antigua serpiente que se llama demonio y Satán, él que seduce al mundo entero, fue precipitado con sus ángeles al fondo del abismo.

Pero he aquí que ese antiguo enemigo, este primer homicida ha levantado ferozmente la cabeza. Disfrazado como ángel de luz y seguido de toda la turba y seguido de espíritu malignos, recorre el mundo entero para apoderarse de él y desterrar el Nombre de Dios y de su Cristo, para hundir, matar y entregar a la perdición eterna a las almas destinadas a la eterna corona de gloria. Sobre hombres de espíritu perverso y de corazón corrupto, este dragón malvado derrama también, como un torrente de fango impuro el veneno de su malicia infernal, es decir el espíritu de mentira, de impiedad, de blasfemia y el soplo envenado de la impudicia, de los vicios y de todas las abominaciones. Enemigos llenos de astucia han colmado de oprobios y amarguras a la Iglesia, esposa del Cordero inmaculado, y sobre sus bienes más sagrados han puesto sus manos criminales. Aun en este lugar sagrado, donde fue establecida la Sede de Pedro y la cátedra de la Verdad que debe iluminar al mundo, han elevado el abominable trono de su impiedad con el designio inicuo de herir al Pastor y dispersar al rebaño.

Te suplicamos, pues, Oh príncipe invencible, contra los ataques de esos espíritus réprobos, auxilia al pueblo de Dios y dale la victoria. Este pueblo te venera como su protector y su patrono, y la Iglesia se gloría de tenerte como defensor contra los malignos poderes del infierno. A ti te confió Dios el cuidado de conducir a las almas a la beatitud celeste. ¡Ah! Ruega pues al Dios de la paz que ponga bajo nuestros pies a Satanás vencido y de tal manera abatido que no pueda nunca más mantener a los hombres en la esclavitud, ni causar perjuicio a la Iglesia. Presenta nuestras oraciones ante la mirada del Todopoderoso, para que las misericordias del Señor nos alcancen cuanto antes. Somete al dragón, la antigua serpiente que es diablo y Satán, encadénalo y precipítalo en el abismo, para que no pueda seducir a los pueblos. Amén

  • He aquí la Cruz del Señor, huyan potencias enemigas.

Venció el León de Judá, el retoño de David

  • Que tus misericordias, Oh Señor se realicen sobre nosotros.

Como hemos esperado de ti.

  • Señor, escucha mi oración

Y que mis gritos se eleven hasta ti.

Oh Dios Padre Nuestro Señor Jesucristo, invocamos tu Santo Nombre, e imploramos insistentemente tu clemencia para que por la intercesión de María inmaculada siempre Virgen, nuestra Madre, y del glorioso san Miguel arcángel, te dignes auxiliarnos contra Satán y todos los otros espíritus inmundos que recorren la tierra para dañar al género humano y perder las almas. Amén

Capítulo VI: Rezar con los Ángeles, El Ángelus y el Rosario

El Angelus (Pablo VI, Marialis cultus, 2 de febrero 1974)

Nuestras palabras sobre el Ángelus quieren ser, solamente, una simple pero viva exhortación a conservar la costumbre de recitarlo cuando y en donde sea posible. Esta oración no tiene necesidad de ser renovada: su estructura simple, su carácter bíblico, su origen histórico que la une al pedido de salvaguardia en la paz, su ritmo casi litúrgico que santifica diversos momentos de la jornada, su apertura al misterio pascual que nos conduce, conmemorando la Encarnación del Hijo de Dios, a pedir ser conducidos “por su Pasión y por su Cruz hasta la gloria de la resurrección”, hacen que, a siglos de distancia, conserve inalterado su valor e intacta su lozanía. Es ciertos que ciertos usos tradicionalmente ligados a la recitación del Ángelus ha desaparecido o pueden difícilmente subsistir en la vida moderna, pero se trata de elementos marginales; el valor de la contemplación del misterio de la Encarnación del Verbo, de la salutación a la Virgen y del recurso a su misericordiosa intercesión no han cambiado; y a pesar de las condiciones nuevas de los tiempos, esos momentos característicos del día, mañana, mediodía y tarde, que delimitan los periodos de actividad y constituyen una invitación a detenerse para orar, permanecen inalteradas para la mayor parte de los hombres.

Un buen medio de invocar al ángel guardián (Juan XXIII, 9 de septiembre de 1962)

Que todo fiel tenga el cuidado de recordar para sí y para los otros, especialmente los niños, la salutación debida, no sólo en la mañana, sino también en la noche, al Ángel guardián, la invocación para que vele sobre nosotros y la gratitud para atestiguar sus cuidados con los que nos rodea. Si durante la jornada alguna cosa fastidiosa nos ocurra, esta también es una manera de disipar esa nube y de recobrar la serenidad.

Cada domingo, según la costumbre instaurado por nuestro predecesor Pío XII, el Santo Padre aparecía en la ventana de su estudio privado para bendecir a los fieles reunidos en la plaza de san Pedro; quiso que la bendición fuese precedida por la recitación del Angele Dei. El papa, piensa así, con María Reina de los ángeles, en su ángel o en sus ángeles guardianes, en los ángeles guardianes de todas las almas.

De esta manera es fácil elevarnos hacia Dios, estudiando y poniendo en práctica las sublimes verdades de nuestra fe y preparándonos a recibir la inmensa gracia que esperamos, con una confianza abierta e intensa, del Concilio ecuménico. ¡Regina Angelorum! Bajo la mirada maternal de María, que la bendición del papa sea llevada por cada Ángel guardián a las casas y acompañe a cada uno de los protegidos, en los próximos meses, los próximos años, siempre enriquecidos por la protección celeste.

Saludar a María con el Ángel de la Anunciación (Juan Pablo II, Homilía del 2 de octubre de 1983)

Lucas Evangelista dice que María fue “turbada” por las palabras que el arcángel Gabriel le dirigía en el momento de la Anunciación, y que “ella se preguntaba que significaba esta este saludo”.

Esta mediación de María constituye el primer modelo de la oración del rosario. Es la oración de aquellos que aman el saludo del ángel a Maria. Las personas que recitan el rosario retoman, con el pensamiento y el corazón, la mediación de María y, recitándolo, meditan “lo que significa tal saludo”.

Ante todo, retoman las palabras que por medio de su mensajero, Dios mismo dirigió a María.

Aquellos que aman el saludo del ángel a María repiten las palabras que provienen de Dios. Recitando el rosario decimos muchas veces estas palabras. No es una repetición simplista. Las palabras dirigidas por Dios mismo a María y pronunciadas por el mensajero divino encierran un contenido insondable.

“Dios te salve María, llena eres de gracias, el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres”

La Resurrección anunciada por los ángeles (Juan Pablo II, 1º de abril de 1991)

Hoy es el segundo día de la octava de Pascua. Ayer fue la solemnidad de Pascua, hoy es lunes de Pascua. En Italia existe una hermosa tradición que quiere que este día sea llamado “Pasquetta”, pero yo no quiero hablarles de la “Pasquetta”. Existe otro día para designar esta jornada: el día de la fiesta “del Ángel”. Esta tradición, bellísima, corresponde profundamente a las fuentes bíblicas sobre la Resurrección. Recordemos el relato de los Evangelios sinópticos, cuando las mujeres van a la tumba, que encuentran abierta. Temían no poder entrar porque la tumba estaba cerrada por una inmensa piedra. Pero la encontraron abierta y desde el interior, escucharon estas palabras: “Jesús de Nazareth no está aquí”.

Por primera vez son pronunciadas estas palabras: “ha resucitado”. Los evangelistas nos dicen que esas palabras fueron pronunciadas por los ángeles. Existe una profunda significación en esta presencia angélica y en esta proclamación angélica: como aquello no podía ser dicho sino por un ángel, Gabriel que anunciara la Encarnación del Verbo, Hijo de Dios, expresó, igualmente, por vez primera “ha resucitado”; la Resurrección, una palabra humana no podía ser suficiente. Era necesario un ser superior, porque para el ser humano, esta verdad y las palabras que comunican esta verdad “ha resucitado”, esta verdad es tan turbadora, tan increíble, que tal vez ningún hombre habría osado pronunciarla.

Después de este anuncio, se comienza a repetir: “El Señor ha resucitado y se ha revelado a Pedro, a Simón”, pero el primer anuncio requería una inteligencia superior a la inteligencia humana. Así, esta fiesta del Ángel, al menos yo lo entiendo así, viene a completar la octava pascual. En las lecturas bíblicas, en los pasajes de los Evangelios, siempre se menciona a los ángeles; ahora bien la fiesta italiana subraya no sólo el momento de esta presencia angélica, sino explica, también, el porqué de ese momento de la Resurrección. Además de la constatación humana de la tumba vacía, hacía falta otra constatación sobrehumana: “ha resucitado”.

El mes de los ángeles y del rosario (Juan XXIII, Audiencia General del 30 de septiembre de 1959)

Ayer celebramos la fiesta de San Miguel. En virtud de una prescripción de León XIII invocamos al gran arcángel en la oración que recitamos cada día al fin de la misa. Después de haber terminado el santo sacrificio, suplicamos a San Miguel, protector de la Iglesia, con el fin de que, por su intercesión, el Señor confunda al padre de la iniquidad y del desorden. Es muy justo que San Miguel tenga un lugar en nuestras oraciones para que el orden civil y moral esté conforme a las enseñanzas del Evangelio.

Después de haber invocado a San Miguel, podemos también elevar nuestro corazón hacia los otros espíritus celestes que están a nuestro lado, como presencia discreta y buena compañía desde el primer instante de nuestra vida. Las madres bien intencionadas se preocupan de enseñar a sus hijos a invocar al Ángel guardián que preserva de los peligros, protege la inocencia e inspira los buenos pensamientos.

¡Cuán grande y noble es la misión del Ángel guardián que nos acompañará hasta el último día! No olvidemos nunca dirigirle oraciones y agradecerle por su asistencia.

Pero en este mes de octubre, que comienza, por así decirlo, con la fiesta de los ángeles, debemos recordar una voz angélica, cuyo sonido es querido a nuestro oído y que emociona nuestra vida: el ángel del Señor anunció a María: “Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor está contigo. El mes de octubre es también el mes del rosario”.

Nuestro destino evocado en el rosario (Juan XXIII, 29 de septiembre de 1961)

De la Anunciación a la coronación de María elevada por encima de los ángeles y de los santos, es un mismo flujo de vida que pasa a través de todos los misterios del rosario, y evoca el plan eterno de Dios para nuestra salvación. Comienza en la oscuridad, se termina en el esplendor del cielo.

Reflexionemos sobre nosotros mismos, sobre nuestra vocación a estar un día en la sociedad de los ángeles y de los santos; vocación cuya gracia santificante anticipa ya desde esta vida la realidad misteriosa y consoladora. ¡Qué delicia, qué gloria!

Somos “conciudadanos de los santos, de la casa de Dios, y por cimientos a los apóstoles y los profetas, y por piedra fundamental a Jesucristo mismo”. Es una invitación a rezar por la perseverancia final y por la paz sobre la tierra, que abre las puertas de la eternidad bienaventurada.

Contemplar y rezar con los ángeles (León XIII 12 LE Augustissimae Virginis 12 de septiembre de 1897)

Todas las veces que, por la recitación del rosario, meditamos los misterios de nuestra salvación, imitamos de alguna manera la función santísima confiada antiguamente a la milicia celeste de los ángeles.

Son ellos quienes revelaron esos misterios en el tiempo señalado, y jugaron en ellos un rol importante y han cumplido este encargo con gran cuidado, en una actitud por ratos alegre, dolorosa y triunfante.

Gabriel fue enviado a la Virgen para anunciarle la Encarnación del Verbo Eterno. En la gruta de Belén, los ángeles celebran, con sus cantos, la gloria del salvador que acaba de nacer.

Un ángel advirtió a José que emprendiera la huida y que se refugiara en Egipto con el Niño. En el Huerto de los Olivos, Jesús, abatido de dolor, exhala de su cuerpo un sudor de sangre; un ángel lo consuela en un piadoso encuentro.

Cuando, triunfante de la muerte, salió del sepulcro, los ángeles lo anuncian a las santas mujeres. Los ángeles cuentan que Jesús subió a los cielos y proclaman que vendrá escoltado por las milicias angélicas, a las que unirá las almas de los elegidos para conducirlos, con Él, a los coros celestes, por encima de los cuales ha sido exaltada la Santa Madre de Dios. Es, pues, a los fieles que recitan la piadosa oración del Rosario que pueden aplicarse, más exactamente estas palabras del apóstol san Pablo a los nuevos discípulos de Cristo. “Han subido la montaña de Sión y han entrado en la ciudad de Dios vivo, la Jerusalén celeste, en compañía de un gran número de millares de ángeles”.

¿Qué más divino, qué cosa más suave qué contemplar y orar con los ángeles? ¿Qué confianza, qué esperanza se puede concebir de disfrutar un día, en el cielo, de la bienaventurada sociedad de los ángeles, cuándo aquí abajo se les ha ayudado, de cierta manera, en su ministerio?

Traducido del francés por José Gálvez Krüger