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Martes, 19 de marzo de 2024

Agustín de Hipona: Creador y recreador de la cultura occidental

De Enciclopedia Católica

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Impar imago est humana mens, tamen imago (De Trin X 12 19)

Para expresar que S. Agustín es tan profundo filósofo como elevadísimo teólogo, nada más desacertado, como alguna vez hemos leído, que decir así: “mitad filósofo, mitad teólogo”. Hemos intentado entender la frase como queriendo reconocer las dos actividades más encumbradas de la inteligencia de S. Agustín.

Más: al hacer teología, S. Agustín no podía menos que filosofar; y no podía menos que teologizar haciendo filosofía. Las dos actividades se mueven en su legítima autonomía, sí, pero son como dos ramas que brotan, para crecer, florecer y dar fruto del mismo tronco; o como las dos alas que elevan y desplazan al mismo volátil.

Casi toda la cultura cristiana procederá de él. Y la Ciudad de Dios se convierte en el manual que formará la política y la sociedad de Europa. escribirá Marrou. Los monjes medievales nos dejaron más de 15000 manuscritos de las obras del Hiponense. S. Agustín es el más filósofo de los Padres y el teólogo más arrebatador e influyente de la Iglesia. Esta frase, y muchas otras así de rotundas, dedicadas al mayor Padre de la Iglesia, como llamarlo “el máximo sicólogo del cristianismo” (C.53, Cont Acad), las escribió Martín Grabmann († 1949), el mejor historiador de la Teología. Y son tan vigentes en el siglo pasado como en nuestros días. Pondré solo dos hitos, uno del s. XX: el Conc. Vat. II; otro del s. XXI: el Magisterio de Benedicto XVI. Y aunque no se adecue con exactitud la expresión que a veces hemos oído, que por su inflexible rigor lógico en el discurso, “Sto. Tomás es yelo”, todo el mundo reconoce que “San Agustín es fuego”: por la penetración cordial de su inteligencia y por el temple genial de su corazón. Es además el verdadero creador de la Teología occidental.

El P. Portalié señala un hecho que no puede preterirse en la historia de la Teología: La tierra clásica de la Teología era el Oriente. Con S. Agustín, instrumento principal de la Providencia, el progreso teológico-dogmático se traslada a Occidente. Y en su más ilustre Doctor, se casarán el espíritu práctico de Roma con el genio especulativo de Grecia. (Capánaga, V. Obr. de S. Agustín, BAC. T.I p. 102). No podemos menos que exaltar el relevante oficio de los Padres y Teólogos griegos en el desarrollo o esclarecimiento teológico: convocaron concilios, establecieron dogmas, clarificaron conceptos, afinaron el lenguaje, y cuando comprendían que el léxico se les quedaba corto para la precisa expresión de su idea, es decir, de su Fe, en su idioma privilegiado, al que Platón llamaba lengua de los dioses, no dudaron en crear el término preciso.

En rápida vereda por el fertilísimo y polícarpo huerto agustiniano, o en panorámica mirada sobre la inacabable mina –veta de oro– de la obra del Hiponense, hemos titulado estas páginas como el creador y recreador de la Cultura Occidental. De su escuela y bien fundada academia, abierta siempre, siempre se sale iluminado, fortalecido, pertrechado, enriquecido de mil imágenes y sentencias sabias para el propio zurrón personal, dichas, miles de ellas, en braquilogías tan cautivantes; pero también preñadas de subidísimos conceptos para la especulación filosófica y teológica. S. Agustín, dice el P. Capánaga, tiene mente griega y corazón romano (Ib. 109).

Se aferra a la vida

Et quid erat, quod me delectabat, nisi amare et amari? (Conf II, 2). “Para bien o para mal, de amor vive cada cual”. El pareado es de hoy, pero el refrán es literalmente de S. Agustín: (ex amore suo quisque vivit vel bene vel male, (Cont Faust 5 11). Porque “dos amores hicieron dos ciudades” (De Civ Dei XIV, 28).

Agustín aspira a lo más alto del cielo. Mas experimenta que pisa sobre el suelo y el barro: la limosa concupiscentia carnis et scatebra pubertatis obnubilabant cor meum (Conf II 2) obnubilaban su corazón. ¡Cómo se arrebataría su reflexión, al observar el estimulante y envidiado vuelo de las aves! Aunque se diría: “sí, las aves vuelan, pero no saben que vuelan”. Agustín sabe que tiene alas y quiere volar hasta los orígenes de la luz. “En lo corporal, escalera, pies, y alas son cosas distintas; en lo espiritual, escalera, pies y alas son los afectos de una buena voluntad”: “His ambulemus, his ascendamus, his volemus”: con ellos andemos, subamos, volemos (En in Ps. 38 2).

Además, para el discurso y el conocimiento, alas serán también la razón y la fe, la Fides et Ratio que en su encíclica, trenzó vivas para nosotros S. Juan Pablo II, el Máximo: Fides et Ratio (binae quasi pennae videntur quibus veritatis ad contemplationem hominis attollitur animus, 1). Agustín, una vez bautizado o iluminado, para emplear la intensiva expresión de la carta a los hebreos, (Hb 6 4, apax fôtiszeîs,), queda nutrido de los beneficios que comporta la Luz de la Fe teologal, es decir:

1) es hecho partícipe o es partícipe de hecho (metójos, Hb 6 4) del Espíritu Santo;

2) son iluminados los ojos de su mente (illuminatos oculos cordis vestri (Ef 1 18), para vislumbrar la esperanza (quae sit spes, Ef 1 18) a la que es llamado;

3) experimenta el gusto del don celeste (epouranios, Hb 6 4), para saborear personalmente la hermosura y dinamismos (dynámeis) de la palabra de Dios (gustaverunt Dei verbum (Hb 6 5). Si bien es cierto,

4) que “lo que nace de la carne es carne” (Jn 3 6), y que “el enfermo –Adán– engendra enfermos” (S 156 2),

5) tenemos al Redentor y Médico “que en hebreo se llama Jesús, en griego, Soter y entre nosotros, Salvador (De Trin XIII 29 14). Con tal iluminación, el filósofo-teólogo Agustín, ya está listo (paratus) para dar razón –logos– de su esperanza (I Pe 3 15). (Desideravi intellectu conspicere quod credidi, De Trin XV 28 51): “Deseé ver (conspicere) con el entendimiento lo que ya creía con el corazón”.

Crede ut intelligas

Dice S. Agustín que la primera condición para entender la Palabra de Dios es creerla. Pero este credere, es ya sana actitud racional, que hará mover las razones o sentir los motivos de la razón para creer inteligentemente. Crede ut intelligas, / intellige ut credas. Intellige ut credas verbum meum; / crede ut intelligas Verbum Dei (S 43 9).

“Habiendo pues surgido entre nosotros una especie de controversia al respecto, en modo que él me diga: ‘Entienda yo y creeré’ y yo le responda: Más bien cree para entender, llevemos el pleito al juez; ninguno de nosotros pretenda fallar en causa propia. ¿A qué juez iremos? Examinados uno a uno todos los hombres, no sé si podremos encontrar otro juez mejor que un hombre mediante el cual Dios hable. No recurramos, pues, en esta controversia y en este asunto a los autores profanos; no sea el poeta quien nos juzgue, sino el profeta”[5] .

El mismo S. Pablo profesa, y ondeará como bandera, el scio cui credidi et certus sum (2 Tm 1 12). Porque la fe no es solo una actitud de piedad, o de prestación subjetiva, ni meramente pasiva, sino el punto de partida del discurso y génesis de la Teología: o sea, el célebre fides quaerens intellectum anselmiano, cuyo origen es genuinamente agustiniano.

Y así, al credere, creer el mensaje revelado, sucede el capere. captar o alcanzar a comprender su significado. El filósofo que manda ejercer, y mejor, ejercitar el entendimiento, intellectum valde ama, (Ep 120 3 13) supera el racionalismo, y es el teólogo penetrante del misterio de Dios, explicando por la razón, –como quien dice desde casa–, lo que ya sabe y posee por la Fe.

Credere, capere, sapere (Trac in Ioan 48 6): las tres dimensiones que forman el triedro de la realidad que rodea e inquieta al Hiponense, y costituyen el humanismo más auténtico o verdadero; si queremos, la característica universal del hombre. 1. Crédere: El hombre por ser entendimiento, debe tener fe, ser creyente: lo racional es ser creyente, no ser incrédulo, enseña el Sumo Doctor. Pero apostilla: mantente lejos de ser “crédulo”: Turpe est sine ratione cuiquam credere (Util cred 14 31); fe piadosa: credere, de cor dare, dar el corazón, como sugiere la etimología. 2. Capere: Que es, además, aspirar a entender lo que crees: capere, es decir, la comprensión filosófica: videatur mente quod tenetur fide (De Tri XV 27 49. 3. Sapere. Y alcanzar así el gozo: el goce fruitivo de la verdad: sapere, es su vivencia existencial. Valga aquí esta prolepsis que creemos oportuna: al cartesiano saber sin sabor, se opone el saborear del saber agustiniano. Los dos pilares de la verdad (y aun de la estructura de la persona y su tejido social), serán siempre: la razón y la autoridad.

Cuando educamos o guiamos a nuestros hijos –tekna = engendrados de nuestras entrañas– que, gracias a nuestra autoridad y a su fe, viven, creen y crecen, obraríamos ilógicamente, si nosotros rechazamos la fe y la autoridad del Dios Revelante, de quien somos hijos, –tekna Zeoû (Jn 1 12; 1Jn 3 1) = engendrados de sus entrañas– y en cuya Fe vivimos y creemos y crecemos (Hch 17 28) y “cuya luz nos hace ver la Luz”: apud Te est fons vitae et in lumine tuo videmus lumen (Sal 35 10).

Maestro siempre

Con estas actitudes, el filósofo, teólogo y sicólogo Agustín, escribirá las páginas más hondas y bellas de la interioridad o espiritualidad, con el noli foras ire, porque in interiore homine habitat veritas. Y cuando encuentres mudable tu naturaleza (tuam naturam mutabilem), o tu domesticada verdad te cierra los horizontes, transcende te ipsum, da el salto, “el salto inmortal” de que habla Unamuno. Pero recuerda –memento, dice el Santo Doctor,– al remontarte sobre las cimas de tu ser, te elevas sobre tu alma, dotada de razón (De ver relig 39 72).

La sugestiva incursión personal (el in te ipsum redi), y la espléndida excursión de trascendencia (el transcende te ipsum), iluminarán los habitáculos de la inmanencia de los hombres, y guiarán la aspiración trascendente para los espíritus. Así, pues, la razón y la fe jamás entrarán en conflicto para el Águila de los Doctores.

Marcó caminos luminosos y seguros desde la catequesis y la homilética: De catechizandis rudibus, De doctrina christiana…. Entró en las cuestiones más acuciantes sobre el libre albedrío. Y en diálogo con su paisano Evodio, dilucida S. Agustín: No pierdas tiempo en recordar a no sé qué mal maestro: si es malo, no es maestro; si es maestro, no es malo (De lib arb I 9).

Hizo carrera y escalada filosófica por las más altas cumbres del pensamiento. Entró en las interioridades de la conciencia, en el autoconocimiento, hasta penetrar como nadie el grande misterio de Dios (De Trinitate) y el no pequeño misterio del hombre. Con ello –y para ello–, sin dejar de zambullirse hasta las profundidades más intrincadas del mysterium hominis: magna quaestio (Conf IV, 4 9; C 202), grande profundum (Conf IV, 14 22), magnum miraculum (S 126 3 4), –que ya no enigma–. Y S. Agustín incluye los dos polos, a cuál más verdaderos: Hombre, reconoce lo que eres: no te ensoberbezcas (no te endioses), porque no eres nada más que hombre; pero no te embrutezcas, (no te hagas vil) porque eres nada menos que hombre. (Cognosce quod es, cognosce te infirmum, cognosce te hominem) (S 137 4 4).

Si dubito, cogito

Para combatir el escepticismo de los académicos y el suyo propio que le amenazaba, debió revalidar el “pensar que pensamos… y si pensamos, existimos”, de Aristóteles (Ét a Nicóm IX 9). Fue encontrar, su mejor “cógito”, sin fingir ningún método. La clarísima idea del si fallor sum (De Civ Dei XI, 26), o si dubito cogito (De Tri X 10 14), del pensador Agustín, con ser de certeza primaria e indubitable, es mucho menos pretenciosa, y muchísimo más rendidora, que el cógito del “filósofo de la estufa” que decía Unamuno.

No se puede derivar tan netamente toda la realidad que envuelve al hombre, y toda la realidad que irrumpe del hombre, desde una fría idea, por “clara y distinta” que ella fuere. Hay ángulos oscuros, interposiciones que ofuscan, y hasta vitales “intereses” –no siempre confesados– que ostruyen la derivación clara y distinta, y no permiten abrazar el complejo-hombre por entero. (Abrazar, de brachium, brazo, símbolo de la esperanza, brazo extendido primero para poseer luego).

Para lograr la certeza verdadera de la existencia, y encontrar el fundamento y el sentido de toda la verdad del hombre, –bajo riesgo de mutilarlo,– hay que añadir otra luz, y partir de otras instancias. Unamuno, 15 siglos más tarde que Agustín, llamó a tales instancias la "lógica" y la "cardíaca". Y las rimó mejor de lo que supo concertar esas densidades:

Mira, amigo: cuando libres

al mundo tu pensamiento,

cuida que sea, ante todo,

denso, denso.

Y cuando sueltes la espita

que cierra tu sentimiento,

que en tus cantos este mane

denso, denso.

La lógica y la cardíaca que, con la pística (de pistis, fe), si hubiera acertado a armonizarlas debidamente, hubiesen emparentado en consanguinidad la inquietud del apasionado estudiante de Cartago y Milán con el insaciable sentimiento del catedrático de Salamanca: que el hombre es tanto o más lo que siente que lo que piensa: pondus meum, amor meus (Conf XIII 9 10): mi amor es mi peso. Que también Pascal tenía emplazada a la razón. Y si amas la tierra, tierra eres; si amas el cielo, cielo eres; si amas a Dios, Dios eres. (Talis est quisque, qualis eius dilectio. Terram diligis? terra eris. Deum diligis? Quid dicam? Deus eris (In Ep. Ioan. Tract. 2 14).

Tiene razón Marcel al distinguir problema de misterio. El hombre es mucho más que problema. Y no sirve ponerlo delante, a la límpida consideración de la mente, como un problema más. El hombre es metaproblemático, es misterio en el que yo mismo estoy comprometido, reconocerá el filósofo francés en pleno siglo veinte. La filosofía, sola, es incapaz para resolver el “problema”, o mejor, el misterio del hombre, puesto que somos “in-firmes” –enfermos– para encontrar, solos, la verdad: cum essemus infirmi ad inveniendam liquida ratione veritatem (Conf VI 5 8). Y “la fe consiste en creer lo que aún no ves para que veas lo que crees” (S 43 1; 38 3). La lógica, la cardíaca y la pística, desde los requerimientos y exigencias propias de cada una, Agustín, “el primer hombre moderno” (como le han llamado eminentes filósofos e historiadores), supo armonizarlas magistralmente y volar con las connaturales alas que posee el hombre: la fe y la razón, y así lograr enrumbarlas en vía soteriológica.

Y aquí S. Agustín escribe historia y enuncia profecía:

“Porque muchos se han derramado por ahí con su errático pensamiento. (Alii per innumerabiles mundos vaga cogitatione volutati sunt (De vera relig 49 96). Y es que todo hombre quiere entender, pero no todos quieren creer (43 4). Y sería bueno adivinar la ironía de esta frase: No acabamos de entender el claro sentido de aquel dicho: Cavete a simulacris! (I Jn 5 21) (De vera relig. 49 95).

Preambula fidei

Lo que la Teología ha llamado praeambula fidei, Agustín lo advirtió antes de meterse en la teología. No podemos hablar de verdadera religión, si no admitimos que la Providencia de Dios está por encima de nuestras perspectivas meramente humanas (Util cr 16 34). Que el cosmos, el universo proclama la gloria del Creador lo vieron grandes personajes antes que el salmista, (et opus manuum eius annuntiat firmamentum, Sal 18 2). Y hemos de concluir que lo Bello del cosmos no puede menos que proceder de una fuente de verdaderísima Belleza. Que nuestro ardiente enamorado recorrió también airoso la Via pulchritudinis: ex aliquo verissimae Pulchritudinis fonte credendum est (U cr 16 34). Sero te amavi, pulchritudo tam antiqua et tam nova, sero te amavi! (Conf 10 27 38).

Y emplea el superlativo verissimae, con todo lo que para Agustín significa ya verus, veritas… ¡Verdad, verdad! «Incomparabiliter pulchrior est veritas christianorum, quam Helena graecorum»: Es incomparablemente más bella la Verdad (en griego la Alicia) de los cristianos que la Elena de los griegos, le escribía a S. Jerónimo (Ad Hieron. Ep 40 7).

Magna quaestio

El hombre, sabemos, no es solo verdad ontológica que puede descubrir, digámoslo otra vez, de manera clara y distinta. Es también verdad existencial, que siempre al homo viator se le vuelve tan problemática, porque el hombre que es (medium quiddam est, De Civ Dei, IX 13 3), está en “un lugar medio” entre el ángel y la bestia: Factus eram ipse mihi magna quaestio (Conf IV 4 9). (Nous assistons à la naissance même de la philosophie existentielle”, P. Landsberg, † 1944). (Capán. Ib. 202). Y es verdad teológica: porque el fecisti nos ad Te, solo cobra plenitud y llenura, cuando ese huracán del inquietum cor donec requiescat in Te (Conf 1 1) halle su lugar: Requies nostra, locus noster (Conf XIII 9 10). Allí encontrará la quietud en el frui de la Pax aeterna: el finis sine fine.

Ya no caben en su mente ni la negación ni la duda. Veritas in abysso. No. La verdad no puede estar en el abismo, sino en el hombre interior (in interiori homine). De hecho, ya tienes la primera certeza. Y porque lo que somos de verdad lo somos allí, (en nuestro interior), más que buscar tú la verdad, es la verdad misma la que te encuentra.

Es más que un bello retruécano:

Porque la verdad es de tal naturaleza que no tiene la naturaleza de esconderse de quien la busca sinceramente. Grita enfático S. Agustín: Existit veritas, etsi mundus pereat! Y además ya sé el método: Prius est labor operandi quae recta sunt quam voluptas intelligendi quae vera sunt. (C Faus Man XXII 52). Es antes el deber de obrar con rectitud que el placer de entender con exactitud. Podré no haber llegado a la meta, pero sé ya que ando por su camino.

Supremo especialista en alma y corazón humanos, hasta llegar a ser no solo el genio insuperable, sino tipo universal –sus Confesiones– para cada tipo individual que sienta inquietud sincera, y desee emprender lealmente la asignatura del nosce te ipsum: sea del noscere socrático, sea del sapere bíblico. Es decir, abarcarse, que es trascenderse, que es poseerse: que es la forma cabal de ser persona. Será ya la Historia-del-hombre-y-Dios en toda su recia nervatura antropológica de Filosofía y de Teología de la historia.

Omnia dixit

Dice el P. Capánaga (Ib. p. 94), que en casi todos los temas, (dogmáticos, antropológicos, morales…), será ya S. Agustín, “la máxima autoridad para los siglos”. Y lo que el gran agustinólogo no se permite en su habitual y helénica mesura, bien podemos legítimamente añadirlo nosotros: La máxima autoridad, sí… y por los siglos de los siglos, Amén. El sabidísimo estribillo que añadimos, podría antojarse aventurada hipérbole literaria. (Pero si no, las hipérboles para cuándo… Y si no, las hipérboles para quién).

Además, se funda en un dístico que figura al pie de la imagen más antigua que conocemos del Máxino Doctor:

“Diversi diversa Patres, sed hic omnia dixit romano eloquio mystica sensa tonans”.

Que más redonda y lapidariamente sonará así: Patres diversa; Augustinus omnia. ¿Más claro aún? Sea: Entre todos los Padres dijeron muchas cosas; pero todas, el de Hipona.

Recreador de la Cultura

Y me temo que la presunta hipérbole citada, por lo que se avizora, quedará como afirmación neta, cada día más ajustada, quiero decir justificada, pues, con honrosísimas excepciones (Von Balthasar, Card. Ratzinger, Laín, Guiton, Maritain, Zubiri, Alonso …), la debilidad de pensamiento, la decadencia, y aun la ruina cultural, será cada día más espantosa.

Apenas las bibliotecas más serias soportan los nobles sillares de la Civilización y de la Cultura, que para muchos resultan ya como escombros de una civilización perdida que pocos lamentan, para remplazarlos con ripios de subcultura o seudocultura, cuando no, de contracultura en su descarada y aplastante propaganda de inhumanismo que padecemos.

Por lo pronto, ya muchísimos se tragan por ignorancia, lo que otros manipulan por malicia. Ignorantes y distraídos acaban por acostumbrarse al maquillaje o llamar con “etiquetas pasables”, los hechos aberrantes, vergonzosos y aun criminales de la más lesa humanidad.

La coacción y presión social, tienen su arma más eficiente en la manipulación verbal: “Una mentira, repetida cien veces, tiene efectos de verdad”: táctica de la tiranía comunista que deshumanizó a media humanidad. Inocular la imagen distorsionada de la realidad para engorde de perversos negociantes de cuerpos y de almas. Es el típico pecado de la serpiente: Eritis sicut dii scientes bonum et malum (Gn 3 5). En su comparación, los sofistas griegos se quedaron en mera palestra retórica. Y así, muchos repiten tan ingenuamente (nos horrorizamos al oírlo): “¡cultura de la violencia, o del fraude, o de la corrupción, o… del aborto…!

Cultura, en sus más de doscientas definiciones, está en los antípodas o en el extremo diametralmente opuesto de aquellos genitivos. Para esas denomimaciones, objetivamente, deben ser los genitivos de incultura, de subcultura, de seudocultura, de contracultura, y añadamos, de “corrup-tura” (que preferimos aquí al término corrupción), y uncirla con el sufijo de los Antivalores señalados. (Ya Cicerón hablaba de iudicare corrupte para incriminar a jueces corruptos y corruptores). Cultura, es ante todo, el cultivo del espíritu. Dei agricultura estis, revelaba S. Pablo a los corintios (1 Co 3 9): sois labranza, agricultura de Dios. Y Agustín, aventajado discípulo y consumado Maestro de humanismo universal, tuvo que enfrentar con mente y corazón, los embustes de arrogantes racionalistas de su tiempo, para defender a los sencillos creyentes, luchar contra las atrevidas usurpaciones del hedonismo y egoísmos porque lo exigía su conciencia: alzarse contra la depravación de las costumbres y la degeneración por el reclamo de la razón y del espíritu. Las raíces de la Cultura esculpidas en las Tablas del Sinaí, van tatuadas en las vísceras y el corazón del hombre (Jr 31 33; 2 Co 3 3).

Y podemos decir que la mejor definición de Cultura la encontramos también en el Doctor Hiponense: “aquella vis o fuerza de la naturaleza por la cual el alma racional siente y obra algo legítimo”: “vis illa naturae, qua legitimum aliquid anima rationalis et sentit et facit” (De spir. et lit. 38, 48). (156).

Y S. Juan Pablo II, el Máximo, enseñaba así en la sede de la Unesco: Cultura es “ese plus por el que el hombre ‘es’ más, accede más al ‘ser’... (Disc. en la “Unesco”, París, 2 jun 1980).

Catástrofe es palabra griega que significa que lo que debe estar fijo arriba, lo han precipitado violentamente abajo. Vulgarmente decimos el mundo al revés; y más castizamente, el mundo de cabeza. Los ataques de descivilización que hoy padecemos, a veces con atuendos de filosofía, y otras con careta y tapujos de “política” son, en desnuda realidad, antipolítica, es decir, contra la “polis”, es decir, contra la cultura, es decir, contra el hombre. Es el complejo de Babel (Gn 11 1-9) que hemos expresado en esta seguidilla:

¡Babel, Babel…! Siempre frustrada torre:fue, será y es necio orgullo del hombre.

“La torre del asalto humano al cielo”, escrbe el P. Alonso. Ese asalto no fue causado por una socorrida “pluralidad de culturas”, sino por la humana soberbia de querer negar al Dios Creador, para pretender autoerigirse en dios y hacer dioses a su medida.

El hombre, quiéralo o no, sépalo o no, es imagen de Dios (Gn 1 27), (in imagine sua Creatorem agnoscamus, Tr. in Io. Ev. 23 10), y ocupa y debe ocupar –es su dignidad– su lugar medio, que le corresponde por vocación divina, entre Dios y las demás criaturas: El hombre, negando a Dios, no puede afirmarse a sí mismo. A Deo lapsus, abs te laberis (C 169).

Por ser contra la Cultura, esto es, contra los Trascendentales de la persona, o sea, contra lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello, la descivilización es hoy más bárbara y salvaje que la que arrasó el imperio de Roma. ¡Alerta, espíritus! Urge revertir la catástrofe.

Urge volver a Agustín

Que “el primer hombre moderno”, con parejo título –y en el recto sentido de la palabra– es el primer hombre Antimoderno. Así como Agustín traspasó los siglos y fue dialogante genial y esclarecedor para el hombre de la modernidad, así su enseñanza firme y universal, enraizada en la Revelación y la Fe, no puede admitir doctrinas enclenques e inválidas incapaces de responder o salvar al hombre.

Lo diré con el otro moderno-antimoderno del s. XX, el pensador-sentidor, y ya citado Unamuno: “la maladie du siécle… no era ni es otra cosa que la pérdida de la fe en la inmortalidad del alma y en la finalidad humana del universo”. “Y lo que queremos y necesitamos es alma, y alma de bulto y de sustancia” (Del sent trág de la v. Losada, 1966. p. 261-262).

El hombre de razón clara y de corazón limpio debe jurar su compromiso. Agustín, el Maestro, es a la vez el Amigo; la autoridad, el Filósofo y Teólogo de Occidente; su bandera, la Verdad; el texto, la Razón en sus libros; su peso, el Amor. La herencia, su alma, tan preciosa y lúcida, y tan de todos hoy, como lo fue en el Occidente de ayer.

S. Agustín lo hizo: Stat Veritas, dum orbis volvitur. Mientras el mundo, sin brújula, se aloca dando vueltas, en S. Agustín fulgura la Verdad del hombre en todo su esplendor.

Donato Jiménez Sanz OAR