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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Abelardo, Pedro

De Enciclopedia Católica

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Polemista, filósofo y teólogo, nacido en 1079; muerto en 1142. Pedro Abelardo (también escrito Abeillard, Abailard, etc., mientras que los mejores manuscritos ponen Abaelardus) nació en la pequeña aldea de Pallet, a unas diez millas al este de Nantes, en Bretaña. Su padre, Berengario, era el señor de la aldea, su madre se llamaba Lucía; ambos abrazaron más tarde el estado monástico. Pedro, el mayor de sus hijos, estaba destinado a la carrera militar, pero como él mismo nos cuenta, abandonó a Marte por Minerva, la profesión de las armas por la del saber. Así pues, a temprana edad, dejó el castillo de su padre y buscó instrucción como estudiante itinerante en las escuelas de los más renombrados maestros de aquellos días. Entre esos maestros estaba Roscelin el Nominalista, en cuya escuela de Locmenach, cerca de Vannes, Abelardo pasó con seguridad algún tiempo antes de continuar a París. Aunque la Universidad de París no existió como institución organizada hasta más de medio siglo después de la muerte de Abelardo, florecían en su época en París la Escuela de la Catedral, la Escuela de Ste. Geneviève, y la de St. Germain des Prés, las precursoras de las escuelas universitarias del siglo siguiente. La Escuela de la Catedral era indudablemente la más importante de ellas, y allá dirigió sus pasos el joven Abelardo para estudiar dialéctica con el renombrado maestro (scolasticus) Guillermo de Champeaux. Pronto, sin embargo, el joven provinciano, al que el prestigio de un gran nombre estaba lejos de inspirar temor, no sólo se aventuró a objetar la enseñanza del maestro parisino, sino que intentó establecerse como maestro rival. Encontrando que esto no era asunto fácil en París, estableció su escuela primero en Melun y luego en Corbeil. Esto fue, probablemente, en el año 1101. El par de años siguientes Abelardo los pasó en su lugar natal "casi aislado de Francia", como él dice. La razón de este retiro forzoso de la lucha dialéctica fue la falta de salud. Al volver a París volvió a ser de nuevo alumno de Guillermo de Champeaux con el propósito de estudiar retórica. Cuando Guillermo se retiró al monasterio de San Víctor, Abelardo, que mientras tanto había reanudado su enseñanza en Melun, se apresuró a ir a París para conseguir la cátedra de la Escuela de la Catedral. Habiendo fracasado en esto, estableció su escuela en el Monte de Ste. Geneviève (1108). Allí y en la Escuela de la Catedral, en la que finalmente en 1113 logró obtener una cátedra, disfrutó de un gran renombre como maestro de retórica y dialéctica. Antes de empezar la tarea de enseñar teología en la Escuela de la Catedral, fue a Laon, donde se presentó al venerable Anselmo de Laon como estudiante de teología. Pronto, sin embargo, la petulante inquietud bajo control se impuso una vez más a sí mismo, y no estuvo contento hasta que hubo desconcertado tan completamente al maestro de teología de Laon como había acosado con éxito al maestro de retórica y dialéctica de París. Partiendo del propio relato de Abelardo del incidente, es imposible no echarle la culpa de la temeridad que le hizo enemigos tales como Alberico y Lodulfo, discípulos de Anselmo, que, más tarde, se manifestaron contra Abelardo. Los "estudios teológicos" seguidos por Abelardo en Laon fueron lo que hoy llamaríamos el estudio de la exégesis.

No puede dudarse de que la carrera de Abelardo como maestro en París, de 1108 a 1118, fue excepcionalmente brillante. En su "Historia de mis calamidades" (Historia Calamitatum) nos cuenta como los alumnos acudían en tropel a él de todos los paises de Europa, una afirmación que es corroborada por la autoridad de sus contemporáneos. Fue, de hecho, el ídolo de París; elocuente, vivaz, bien parecido, poseedor de una voz inusualmente rica, lleno de confianza en su propio poder de agradar, tuvo, como nos dice, el mundo entero a sus pies. Que Abelardo era excesivamente consciente de estas ventajas se admite por sus más ardientes admiradores; de hecho, en la "Historia de mis calamidades" confiesa que en ese periodo de su vida estaba henchido de vanidad y orgullo. A esas faltas atribuye su caída, que fue tan repentina y trágica, como lo fue todo, al parecer, en su meteórica carrera. Nos cuenta en lenguaje gráfico la historia que ha llegado a formar parte de la literatura amorosa clásica, cómo se enamoró de Eloísa, sobrina del canónigo Fulberto; no nos ahorra ningún detalle de la historia, refiere todas las circunstancias de su trágico fin, la brutal venganza del canónigo, la huída de Eloísa a Pallet, donde nació su hijo, al que llamó Astrolabio, la boda secreta, el retiro de Eloísa al convento de monjas de Argenteuil, y su abandono de la carrera académica. Él era en esa época un clérigo con órdenes menores, y había, naturalmente, deseado ansiosamente una distinguida carrera como maestro eclesiástico. Tras su caída, se retiró a la Abadía de St. Denis, y, habiendo Eloísa tomado el velo en Argenteuil, él tomó el hábito de monje benedictino en la Abadía real de St. Denis. Él, que se había considerado "el único filósofo superviviente en todo el mundo" estaba deseoso de ocultarse-definitivamente, según pensaba- en la soledad monástica. Pero cualesquiera que fueran los sueños que hubiera forjado de una paz final en su retiro monástico, fueron pronto rotos. Se peleó con los monjes de St. Denis, siendo la ocasión su irreverente crítica de la leyenda de su santo patrono, y fue enviado a una institución filial, un priorato o cella, dónde una vez más atrajo la desfavorable atención por el espíritu de la enseñanza que impartía en filosofía y teología. "Más sutil y más erudito que nunca", como lo describe un contemporáneo (Otto de Freising) reanudó la antigua disputa con los discípulos de Anselmo. Por influencia de ellos, su ortodoxia, especialmente sobre la doctrina de la Santísima Trinidad fue atacada, y fue llamado a presentarse ante un concilio en Soissons, en 1121, presidido por el legado papal, Kuno, obispo de Praeneste. Aunque no es fácil determinar exactamente lo que tuvo lugar en el Concilio, está claro que no hubo condena formal de las doctrinas de Abelardo, pero fue con todo condenado a recitar el Credo de Atanasio, y a quemar su libro sobre la Trinidad. Aparte, fue sentenciado a prisión en la abadía de St. Médard, a instancias, al parecer, de los monjes de St. Denis, cuya enemistad, especialmente la de su abad Adam, era implacable. En su desesperación, huyó a un lugar desierto en las proximidades de Troyes. Allí comenzaron pronto a acudir en tropel los alumnos, se construyeron cabañas y tiendas para recibirlos, y se erigió un oratorio, bajo la advocación de "El Paráclito", y allí se renovó su antiguo éxito como maestro.

Después de la muerte de Adam, abad de St. Denis, su sucesor, Suger, absolvió a Abelardo de la censura, y así le restauró su rango de monje. Habiendo la abadía de St Gildas de Rhuys, cerca de Vannes, en la costa de Bretaña, perdido a su Abad en 1125, eligió a Abelardo para ocupar su puesto. Al mismo tiempo se dispersó la comunidad de Argenteuil, y Eloísa alegremente ingresó en el oratorio del Paráclito, donde llegó a ser Abadesa. Como Abad de St. Gildas, Abelardo tuvo, según su propio relato, una época muy turbulenta. Los monjes, considerándolo demasiado estricto, intentaron de varias formas liberarse de su gobierno, e incluso intentaron envenenarlo. Finalmente le hicieron abandonar el monasterio. Conservando el título de Abad, residió por un tiempo en las cercanías de Nantes y después (probablemente en 1136) reanudó su carrera como maestro en París y revivió, hasta cierto punto, el renombre de los días en que, veinte años antes, reunía a "toda Europa" para oír sus lecciones. Entre sus discípulos en esta época se hallaban Arnaldo de Brescia y Juan de Salisbury. Ahora comienza el último acto de la tragedia de la vida de Abelardo en la que San Bernardo tuvo parte conspicua. El monje de Clairvaux, el hombre más poderoso de la Iglesia en aquellos días, estaba alarmado por la heterodoxia de la enseñanza de Abelardo, y cuestionó la doctrina trinitaria contenida en los escritos de Abelardo. Hubo admoniciones por una parte y desafíos por otra; San Bernardo, habiendo advertido primero en privado a Abelardo, procedió a denunciarlo a los obispos de Francia; Abelardo, subestimando la capacidad e influencia de su adversario, solicitó una reunión, o concilio, de obispos, ante el que Bernardo y él discutirían los puntos en disputa. Por consiguiente, se celebró un concilio en Sens (la sede metropolitana de la que era entonces sufragánea París) en 1141. En vísperas del concilio, se celebró una reunión de obispos, en la que estuvo presente Bernardo, pero no Abelardo, y en esa reunión se seleccionó un cierto número de proposiciones de los escritos de Abelardo y se las condenó. Cuando, a la mañana siguiente, esa proposiciones fueron leídas en solemne concilio, Abelardo, informado, según parece, de los hechos de la tarde anterior, rehusó defenderse, declarando que apelaba a Roma. Consiguientemente, las proposiciones fueron condenadas, pero Abelardo conservó su libertad. San Bernardo escribió entonces a los miembros de la Curia romana, con el resultado de que Abelardo había llegado sólo hasta Cluny en su camino a Roma cuando le llegó el decreto de Inocencio II confirmando la sentencia del Concilio de Sens. Pedro el Venerable de Cluny se hizo cargo ahora del caso, obtuvo de Roma una mitigación de la sentencia, le reconcilió con San Bernardo, y le dio honorable y amistosa hospitalidad en Cluny. Allí pasó Abelardo los últimos años de su vida, y allí encontró por fin la paz que había buscado en vano en otras partes. Tomó el hábito de los monjes de Cluny y llegó a ser maestro de la escuela del monasterio. Murió en Chalôns-sur-Saône en 1142 y fue enterrado en el Paráclito. En 1817 sus restos y los de Eloísa fueron trasladados al Cementerio del Père La Chaise, en París, donde descansan actualmente. Para nuestro conocimiento de la vida de Abelardo contamos con la "Historia de mis calamidades", una autobiografía escrita en forma de carta a un amigo, evidentemente destinada a la publicación. A esto se pueden añadir las cartas de Abelardo y Eloísa, que estaban también destinadas a la circulación entre los amigos de Abelardo. La "Historia" fue escrita hacia el año 1130, y las cartas durante los siguientes cinco o seis años. En ambas el elemento personal debe, por supuesto, ser tomado en cuenta. Aparte de ellas, tenemos un material muy escaso; una carta de Roscelin a Abelardo, una carta de Fulco de Deuil, la crónica de Otto de Freising, las cartas de San Bernardo, y algunas alusiones en los escritos de Juan de Salisbury. Las obras filosóficas de Abelardo son "Dialectica", un tratado de lógica compuesto de cuatro libros (el primero de los cuales se ha perdido); "Liber Divisionum et Definitionum" (editado por Cousin como el quinto libro de la "Dialéctica"); Glosas de Porfirio, Boecio, y de las "Categorías" aristotélicas; "Glossulae in Porphyrium"(hasta ahora sin publicar excepto en una paráfrasis francesa de Rémusat); el fragmento "De Generibus et Speciebus" atribuido a Abelardo por Cousin; un tratado moral "Scito te ipsum seu Ethica", publicado por primera vez por Pez en "Thes.Anecd. Noviss.". Todas ellas, con la excepción de las "Glossulae" y la "Ethica" se encuentran en las "Ouvrages inédits d'Abelard" (París, 1836). Las obras teológicas de Abelardo (editadas por Cousin, "Petri Abelardi Opera", en 2 vols., París, 1849-59, también por Migne, "Patr.lat.", CLXXVIII) incluyen "Sic et Non", consistiendo en pasajes patrísticos ordenados "a favor" y "en contra" de opiniones teológicas, sin ningún intento de decidir si la opción afirmativa o negativa es la correcta u ortodoxa; "Tractatus de Unitate et Trinitate Divina", que fue condenado en el Concilio de Sens (descubierto y editado por Stölzle, Friburgo,1891); "Theologia Christiana", una segunda edición ampliada del "Tractatus" (editada por primera vez por Durand y Martène, "Thes. Nov.",1717); "Introductio in Theologiam" (más correctamente "Theologia"), de la que la primera parte fue publicada por Duchesne en 1616; "Dialogus inter Philosophum, Judaeum et Christianum"; "Sententiae Petri Abelardi", también llamada "Epitomi Theologiae Christianae", que es aparentemente una compilación de los discípulos de Abelardo (publicada en primer lugar por Rheinwald, Berlín, 1535); y varias obras exégesis, himnos, secuencias, etc. En filosofía Abelardo merece consideración primariamente como dialéctico. Para él, como para todos los filósofos escolásticos anteriores al Siglo XIII, la investigación filosófica significa casi exclusivamente la discusión y elucidación de los problemas planteados por los tratados lógicos de Aristóteles y los comentarios consiguientes, principalmente los comentarios de Porfirio y Boecio. Quizá su más importante contribución a la filosofía y a la teología sea el método que desarrolló en su "Sic et Non" (Sí y No) un método germinalmente contenido en la enseñanza de sus predecesores y después llevado a una forma más definida por Alejandro de Hales y Santo Tomás de Aquino. Consistía en colocar ante el estudiante las razones pro y contra, basándose en el principio de que la verdad se alcanza sólo por una discusión dialéctica de argumentos y autoridades aparentemente contradictorios. En el problema de los Universales, que ocupó tanto la atención de los dialécticos en aquellos días, Abelardo tomó una postura de intransigente hostilidad al crudo nominalismo de Roscelin por una parte, y al exagerado realismo de Guillermo de Champeaux por la otra. Lo que, precisamente era su propia doctrina sobre la cuestión es un asunto que no podemos determinar con exactitud. Sin embargo, de las afirmaciones de su discípulo, Juan de Salisbury, resulta claro que la doctrina de Abelardo, aunque se expresaba en términos de un nominalismo modificado, era muy similar al realismo moderado que comenzó a ser oficial en las escuelas aproximadamente medio siglo después de la muerte de Abelardo. En ética Abelardo pone tanto énfasis sobre la moralidad de la intención que aparentemente elimina la distinción objetiva entre actos buenos y malos. No es la acción física propiamente, decía, ni ninguna imaginaria ofensa a Dios, lo que constituye el pecado, sino más bien el elemento psicológico en la acción, la intención de pecar lo que es un desprecio formal de Dios. Con respecto a la relación entre la razón y la revelación, entre las ciencias-incluyendo la filosofía- y la teología, Abelardo incurrió en su día en la censura de teólogos místicos como San Bernardo, cuya tendencia era a excluir la razón en favor de la contemplación y la visión extática. Y es verdad que si los principios "la Razón ayuda a la Fe" y "la Fe ayuda a la Razón" han de tomarse como la inspiración de la teología escolástica, Abelardo estaba constitucionalmente inclinado a dar énfasis al primero y a no hacerlo en el último. Aparte, adoptó un tono y empleó una fraseología cuando hablaba de temas sagrados, que ofendió, y con razón, a los más conservadores de sus contemporáneos. Aun así, Abelardo tenía buenos precedentes para su uso de la dialéctica en la elucidación de los misterios de la fe, no era bajo ningún concepto un innovador a este respecto; y aunque el Siglo XIII, la edad de oro del escolasticismo, supo poco de Abelardo, continuó su método, y con audacia igual a la suya, aunque sin nada de su ligereza o irreverencia, dio carta blanca a la razón en su esfuerzo de exponer y defender los misterios de la Fe Cristiana. San Bernardo resume las acusaciones contra Abelardo cuando escribe (Ep.cxcii): "Cum de Trinitate loquitur, sapit Arium; cum de gratia, sapit Pelagium; cum de persona Christi, sapit Nestorium", y no hay duda de que en varios de estos encabezamientos Abelardo escribió y dijo muchas cosas que estaban abiertas a la objeción desde el punto de vista ortodoxo. Es decir, que mientras combatía los errores opuestos, caía inadvertidamente en equivocaciones que él mismo no reconocía como arrianismo, pelagianismo y nestorianismo, y que incluso sus enemigos podían meramente caracterizar como un "sabor" a arrianismo, pelagianismo, y nestorianismo. La influencia de Abelardo en sus sucesores inmediatos no fue muy grande; se ejerció principalmente a través de Pedro Lombardo, su discípulo, y otros compiladores de sus "Sentencias". En realidad, aunque uno debe tener cuidado de rebajar los exagerados encomios de Compayré, Cousin, y otros, que presentan a Abelardo como el primer moderno, el fundador de la Universidad de París, etc., está justificado considerarle, a despecho de sus defectos de carácter y errores de juicio, como un importante contribuyente al método escolástico, un ilustrado oponente del oscurantismo, y un continuador del renacimiento del saber que tuvo lugar en la época carolingia y de la que todo lo que hay de ciencia, literatura y especulación en la Alta Edad Media es el desarrollo histórico.

WILLIAM TURNER

Transcrito por Kevin Cawley

Traducido por Francisco Vázquez