Abandono en Juan Eudes
De Enciclopedia Católica
SAN JUAN EUDES, MODELO DE ABANDONO CRISTOCÉNTRICO
Misionero en el Oeste de Francia, apóstol del culto litúrgico de los Corazones de Jesús y de María, Juan Eudes comenzó su carrera de escritor ofreciendo a sus contemporáneos La Vida y el reino de Jesús (1637) (La Vie et le royaume de Jésus). Aquí encontramos ya toda una espiritualidad del abandono, anticipando en numerosos puntos el pensamiento de Santa Teresa de Lisieux. Es en un contexto de confianza que nos ayuda a contemplar la infancia y la Pasión del Salvador para terminarlas en nosotros, para incorporarnos a los discípulos de Pablo - y del cardenal de Bérulle.
Humilde confianza en Cristo mediador
Como los otros maestros de abandono, el padre Eudes parte del reconocimiento de Dios Creador para invitarnos a una humildad radical que transforma inesperadamente en fuente de confianza:
“Viendo que estamos desprovistos de todo bien, de toda virtud y de todo poder y capacidad de servir a Dios y que somos un verdadero infierno lleno de toda clase de mal y de horror, eso nos obliga a no tener ningún apoyo sobre nosotros mismos ni sobre todo aquello que sea nuestro (...) para retirarnos dentro de Jesús como en nuestro paraíso en el cual encontraremos abundantemente todo lo que en nosotros no hallamos, y para apoyarnos y confiar en él como en Aquél que nos ha sido dado por el Padre eterno para ser nuestra redención, nuestra justicia, nuestra virtud, nuestra santificación, nuestro tesoro, nuestra fuerza, nuestra vida y nuestro todo. Es ahí a donde nos conduce cuando nos convida tan amorosamente y tan poderosamente a ir hacia Él con confianza : “Vengan a mi los que están cargados y oprimidos, y yo los aliviaré”.
La humildad delante del Creador no conduce, de hecho, a la confianza si no está acompañada de la fe amante en su gran don : el Mediador, haciéndonos pasar de nuestro “infierno interior” al “paraíso” más íntimo todavía que es Jesús. Los méritos de su acto redentor nos renuevan la confianza en nuestra posibilidad de obedecer al Padre sin recurrir a ningún apoyo que provenga de nosotros mismos.
Vemos aquí una confirmación de la doctrina tradicional sobre las virtudes teologales ; hace falta conocer al Dios revelador a través de la fe para poder esperar su posesión en la caridad, pero una vez infusa en nosotros la caridad nos hace esperar y creer más perfectamente.
Porque, para el misionero normando, fe y confianza están unidas. Lejos de oponerla, como darían la impresión de hacerlo algunos católicos a imitación de Lutero, él las ve unidas: es así que traduce los requerimientos evangélicos : “Señor creo y tengo confianza en ti, ven en auxilio de mi incredulidad (...) Acrecienta en nosotros la fe y la confianza” (Mc 9, 23; Lc 17, 5) Prosigue así su oración: Oh buen Jesús, en ti solo tengo toda mi confianza. Oh mi fuerza y mi único refugio, me entrego y me abandono entero a ti, haz de mi lo que quieras. Oh mi dulce amor, Oh mi querida esperanza, pongo entre tus manos y tu sacrificio mi ser, mi vida, mi alma, y todo lo que me pertenece a fin de que dispongas de ellos en el tiempo y en la eternidad como te plazca para tu gloria”.
No hay abandono sin confianza, no hay confianza sin fe, sin humildad, y sin amor: “La confianza, dice nuestro santo, es un don de Dios que sigue a la humildad y al amor”.
El abandono está, pues, condicionado; supone cuestiones previas ; pero en sí mismo es esencialmente una confianza creyente y amante que se pone entre las manos de Dios, en la contemplación de su modelo, Cristo niño y sufriente. He ahí lo que emerge de este bellísimo texto eudista:
“Oh amor de Jesús, que triunfas de Jesús en todos sus estados y misterios, pero especialmente en el estado de su infancia y en el misterio de su cruz, y que, en estos dos misterios, conduces en triunfo su omnipotencia en la impotencia, su plenitud en la pobreza, su soberanía en la dependencia, su sabiduría eterna en la infancia, su gozo y felicidad en los sufrimientos, y su vida en la muerte, triunfa de mí, es decir de mi amor propio, de mi propia voluntad y de mis pasiones, y ponme en un estado de impotencia, de indigencia, de dependencia, de santa y divina infancia, y de muerte al mundo y a mi mismo que tenga, adorante y glorificante, la impotencia, la dependencia, la infancia y la muerte en la cual redujiste a mi Jesús, en el misterio de su nacimiento y de su cruz”.
Este riquísimo texto llama a varios comentarios.
De una parte, la noción sutilísima de triunfo del amor de Jesús sobre sí mismo y sobre mí alude manifiestamente a Col 2, 14-15: “Dios ha anulado el decreto que pesaba sobre nosotros clavándolo en la cruz (...) después de haber despojado a los principados y a las potestades, las ofreció en público espectáculo, conducidas por Cristo en su cortejo triunfal”.
De una manera parcialmente semejante, el amor de Jesús por nosotros hace triunfar su sabiduría eterna en la infancia y su felicidad en los sufrimientos - dicho de otro modo, en su abandono a la voluntad del Padre - haciéndonos triunfar de nosotros mismos en un estado de santa y divina infancia, de impotencia a través de la adoración imitadora de la impotencia, de la dependencia y de la muerte de Aquél que es la vida omnipotente e independiente. Mediante el abandono, nos volvemos el cortejo triunfal de Jesús niño y crucificado. El abandono prolonga en nosotros el misterio pascual.
Por otra parte, el estado de abandono es visto como un estado de impotencia omnipotente, de sufrimiento feliz, de dependencia que opera una independencia, de muerte vivificante.
No se podría expresar de mejor manera la espiritualidad de abandono en las complejas categorías del pensamiento paulina. Concentrándose al rededor de la infancia y de la Pasión del Salvador, Juan Eudes anticipaba lo que dirá más tarde una santa, normanda como él, Teresa del Niño Jesús de la Santa Faz, para la cual el abandono y la confianza nos hacen participar en el misterio inicial y en el misterio final de la vida terrestre del Señor de la gloria. Pero Teresa lo dirá en un estilo más accesible a personas de menor cultura bíblica.
Destaquemos, finalmente, el nexo que el padre Eudes estableció entre infancia y Pasión del Salvador, Más claramente que la vida pública de Jesús, su infancia anticipa su Pasión. Porque el Señor practica en su infancia de un modo no doloroso las virtudes que brillarán más en su Pasión que en su vida pública : mansedumbre, simplicidad, obediencia.
San Juan Eudes delante el misterio de Jesús Niño
Formado por sus maestros berulianos en la contemplación de los misterios de Cristo, Juan Eudes se preocupa por “considerar en cada uno de en ellos la virtud, el poder y la gracia particular que le es propia (...) como también los pensamientos, intenciones, afectos, sentimientos, disposiciones y ocupaciones interiores con las cuales fue operado: en una palabra todo lo que ocurrió interiormente en el corazón y en el alma santa de Jesús, cuando operó este misterio”.
Este principio general es aplicado por Juan Eudes a los misterios de Jesús Niño en el contexto de la cristología clásica, de la cual ciertos principios, que no han sido rechazados nunca por la Iglesia, se encuentran raramente presentes en los escritos de los teólogos y de los autores espirituales de nuestro tiempo: queremos hacer alusión a la ciencia infusa presente en el alma humana de Cristo y a su alcance meritorio y salvífico. Desde los primeros instantes de su Encarnación, el Verbo, en su alma humana, conocía con amor a cada uno de los humanos que venía a salvar, expiaba sus pecados, merecía su divinización; este conocimiento y este amor no estaban condicionados por el ejercicio de los sentidos y de la razón, ni por la experiencia sino eran dones hechos por el Verbo, “lleno de gracia y de verdad”, a su humanidad con miras al perfecto ejercicio de su misión de Redentor. Estas perspectivas de los grandes doctores de la Iglesia, retomadas por Pío XII en su encíclica de 1956 sobre el corazón de Jesús, están explícitamente presentes en el Catecismo de la Iglesia Católica.
Si se hace abstracción de ellas, el pensamiento de Juan Eudes se torna incomprensible; si se les admite, se torna claro.
Citemos este texto característico:
“Oh grande y admirable Jesús, no te contentaste con hacerte hombre por amor a los hombres, sino que quisiste también ser niño y sujetarte a todas las bajezas y enfermedades de la infancia para honrar a tu Padre eterno en todos los estados de la vida del hombre y para santificar todos los estados de nuestra vida.
(...) O amabilísimo Niño, te ofrezco el estado de infancia por el que pasé, suplicándote humildemente que, por la virtud de tu divina infancia, borres todo lo hubo de malo y de imperfecto en mi infancia, y que procures que todo el estado de mi infancia rinda un homenaje eterno a tu adorabilísima infancia”.
Aquí, el padre Eudes nos hace ver en el Dios Niño el expiador y el santificador de nuestras infancias imperfectas; implícitamente, nos hace recurrir a Dios convertido en niño pequeño como al Mediador que transforma y diviniza nuestras infancias pecadoras. Prosigue así: “Oh divino Jesús, contemplándote en tu santa infancia, veo que no estás ocioso sino que realizas grandes cosas respecto a tu Padre eterno, estando ocupado sin cesar en contemplarlo, en adorarlo y amarlo (...) Oh amabilísimo Niño yo adoro en ti todos los pensamientos, los designios y el amor ardentísimo que tenías respecto de mi, cuando estabas en el estado de tu infancia. Porque no pensabas más que en mi y me amabas continuamente, y desde entonces tenías un designio y un deseo muy grande de imprimir en mi una imagen de tu divina infancia, es decir de ponerme en un estado de infancia santa y sagrada, imitando y honrando la dulzura, la simplicidad, la humildad, la pureza de cuerpo y de espíritu, la obediencia y la inocencia de tu santa infancia”.
Cuando, por lo general, los autores que insisten sobre la misteriosa Infancia del Redentor subrayan su aspecto de causa ejemplar de nuestra infancia espiritual, nuestro santo insiste no menos sobre ella como redentora y santificadora. Proyecta la infancia pasada de Jesús hacia el porvenir de nuestra infancia pasada; quiero decir hacia una reinterpretación reparadora de nuestros pasados de infantes; la infancia de Jesús se convierte así en el medio de recuperar nuestras infancias para su propia gloria. Gracias al Dios-Niño, mi pasado se convierte en mi porvenir...
Se comprende luego que el autor del Reino de Jesús pueda terminar su “Meditación sobre la santa infancia de Jesús” en estos términos:
“Oh mi Jesús, me entrego a ti para el cumplimiento de este tu designio y deseo”, es decir : para que termines en mi el misterio de tu infancia. “Me esforzaré en lo sucesivo, mediante la ayuda de tu gracia, en volverme dulce, humilde, simple, puro, obediente sin hiel, sin amargura y sin malicia, como un niño, a fin de rendir, a través de este medio, cualquier honor a tu honorabilísima infancia”.
Admirando esta teología de la infancia redentora y santificadora de Cristo, y todos los elementos por los cuales nos dispone al abandono, al mismo tiempo es necesario constatar que, a la vez que facilitando este abandono al Padre por el Hijo, promueve sobre todo nuestro abandono de niño a este Hijo en tanto que Niño. La insistencia sobre la trascendencia de la Infancia del Hijo con relación a nuestras infancias nos ayuda a abandonarnos no solamente con este niño, sino además a abandonarnos a él. De este punto de vista, San Juan Eudes representa una corriente de pensamiento no retomada por la tradición espiritual posterior. El Verbo-Infante no es para él solamente el modelo, sino además el término de nuestro abandono.
La sutilidad de espíritu de nuestro santo alcanza un punto culminante en esta contemplación de la infancia de Jesús reparadora de la mía y, por tanto, implícitamente, de todos mis infantilismos:
“Oh benignísimo Jesús, te ofrezco mi nacimiento, y mi residencia en las entrañas de mi madre y te suplico que, por tu inmensa misericordia, te dignes suplir mis faltas, tributando a tu Padre y a ti mismo todo el honor que hubiese debido darles si hubiese estado en capacidad de honrarlos (...) Lo que me consuela infinitamente, es que sé que supliste mi falta por tu nacimiento temporal. Porque entonces rendiste todos estos deberes a tu Padre e hiciste muy santamente y divinamente todos estos actos y ejercicios espirituales por ti y por mi, es decir que adoraste, agradeciste, glorificaste y amaste a tu Padre por ti y por mi. Dirigiste y consagraste a su gloria todo tu ser y todo el estado de tu vida presente y futura y con ella todo mi ser y todo el estado de mi vida (...) todo el estado pasado, presente y futuro de las cosas creadas estuvo entonces en tu presencia como lo está ahora y lo miraste como cosa propia, entregad por el Padre (Mt 11, 27), y por consecuencia estuviste obligado por el amor que le tienes a dirigirlo, darlo y sacrificarlo a él, como en efecto hiciste de manera muy excelente”.
En otros términos, el Niño Jesús, a los ojos de San Juan Eudes, representa frente a Dios Padre a todos los niños del mundo, especialmente a los niños bautizados; en su nombre y por su beneficio, ama a su Padre y cumple todos sus deberes frente a Él, a la vez que les merece la gracia de terminar en ellos su religión. Aunque el padre Eudes no lo diga explícitamente, se podría agregar: Jesús Niño se abandona al Padre en nuestro nombre, ofreciéndole, transfiguradas por la suya, nuestras infancias pasadas; porque mereció, por su abandono filial, para nosotros adultos, las gracias de infancia espiritual por las cuales imitamos y prolongamos el misterio de su Infancia pasada. Tales son las implicaciones psicológicas, espirituales y doctrinales que presenta, para nuestro predicador, las doctrina de los teólogos sobre la ciencia infusa de Cristo Niño.
El padre Eudes nos ofrece una recapitulación de todo lo anterior en estos términos:
“Ven, oh Señor Jesús, ven a mí para aniquilar todo lo que no es tú, para establecerte perfectamente, para ser todo y hacer todo (...) Que mi nacimiento en la naturaleza y en la gracia, mi infancia, mi adolescencia ... sean consagradas en honor de tu nacimiento, de tu infancia, de tu adolescencia (...) Ven en la perfección de tus misterios, es decir, para operar perfectamente en mi lo que desees operar por tus misterios, para gobernarme por el espíritu y la gracia de tus misterios y para glorificar, cumplir y consumar en mi tus misterios”.
Como se ve, los misterios de la infancia de Cristo son, a los ojos de nuestro santo, parte integrante del misterio de su kénosis salvífica, de su abatimiento redentor. Jesús Niño tiende ya las manos hacia su Cruz, hacia su Resurrección.
El bautizado se abandona a y se apropia de la acción del misterio pascual en él.
Con una extraordinaria amplitud de perspectivas, el padre Eudes nos enseña a hacer nuestra la totalidad universal del misterio pascual. Raramente en la historia de la espiritualidad cristiana se ha captado tan bien el pensamiento de Pablo: “Todo es de ustedes, ustedes de Cristo, y Cristo de Dios” (I Co 3, 22-23):
No solamente podemos y debemos hacer un santo uso de todo lo que ocurre en nosotros, para la gloria de Nuestro Señor, sino inclusive de todo lo que ha pasado, de todo lo que pasa y de todo lo que pasará en el mundo.
Lo podemos porque está en nuestras manos el hacer uso de las cosas que son nuestras. Ahora bien San Pablo nos asegura que todas las cosas, sin excepción alguna, presentes y futuras nos pertenecen. Lo debemos porque debemos emplear y hacer uso de todo lo nuestro para la gloria de Aquél que nos dio todo.
Por esta razón, cuando hacemos cualquier acción, el amor y el zelo que debemos tener para la gloria de Nuestro Señor nos debe conducir no sólo a ofrecerle esta acción, sino también a unirla a todas las otras acciones semejantes a aquellas que hacemos, que fueron, que son y que serán hechas en todo el mundo para ofrecerlas y consagrarlas, con la nuestra, a su gloria, como cosa que nos pertenece (...) Del mismo modo, cuando nos sobrevenga algún pesar o aflicción, sea de cuerpo o de espíritu.
Cuando Jesús estaba en la tierra y hacía cualquier acción, (...) como todas las acciones que han sido, son y serán hechas en el mundo las tenía igualmente presentes junto a las que Él hacía, y que miraba como cosa suya, puesto que su Padre le había dado todo, las ofrecía y consagraba con las suyas a la gloria de su Padre, supliendo por este medio en lugar de los hombres”.
¿Qué quiere decir? Jesús es el jefe de la Iglesia y de la humanidad. Todos sus hermanos humanos son sus miembros potenciales o actuales, al mismo tiempo que sus criaturas. Todas sus acciones y sufrimientos le pertenecen. Puede, entonces, ofrecerlas al Padre que se las ha dado.
Muy particularmente, como autor supremo, mediador y término de los actos de abandono al Padre producidos por los mortales en el curso de la historia humana, Jesús las reúne y las recapitula en su propio abandono pascual.
De ahí la conclusión lógica y apremiante:
“No dejemos pasar nada, sea bueno, sea malo, en nosotros o en otro para que esto sea ocasión de elevar nuestro corazón hacia Jesús, y emplear lo que ocurre para su gloria, como Él mismo hace cooperar todas las cosas para nuestro bien y emplea todo en beneficio nuestro”.
Apenas es necesario subrayar cuánto esta actitud mental será fuente de equilibrio, armonía, alegría y belleza. Henos aquí en las antípodas del pesimismo jansenista como de toda estrechez de espíritu. La historia universal es vista como integrada en los límites de mi historia personal. Mi actuar alcanza y reúne en Cristo, Alfa y Omega, las extremidades del tiempo y del espacio.
Delante de estas perspectivas tan grandiosas y tan positivas, el lector se pregunta espontáneamente: ¿ y en qué se convierte el pecado, cuáles pueden ser además las consecuencias de mi pecado personal?
¿Cómo comportarme en los periodos de desolación, en medio “del hastío de las cosas de Dios”?
Aquí también, y probablemente bajo la influencia de San Francisco de Sales, Juan Eudes es un maestro de humildad, de serenidad y de abandono:
“Humíllense a la vista de todas sus faltas e infidelidades en general. Adoren la divina justicia, ofreciéndose a Dios para cargar todas las penas que le plazca enviar en homenaje de su justicia y estímense aún muy indignos de que esta justicia se tome el trabajo se ejercerse sobre ustedes. Porque debemos reconocer que el menor de nuestros pecados merece que seamos enteramente abandonados de Dios (...) Debemos recordar que somos muy indignos de toda gracia y consolación”
Una vez que realizado este acto íntimo de humildad, el padre Eudes nos ayuda a pasar a la confianza y al abandono:
“No se desanimen por las faltas y maldades que cometan en este estado de sequedad y desolación espiritual; pero rueguen a Nuestro Señor que las repare por su gran misericordia, tengan confianza en su bondad que lo hará; y sobre todo conserven siempre en ustedes un gran propósito y una poderosa resolución - sin importar lo que les ocurra - de servirlo y amarlo perfectamente y de serle fiel hasta el último suspiro de sus vidas, confiando siempre que les concederá esta gracia por su gran benignidad, no obstante todas sus infidelidades”.
Oración, resolución, confianza acrecentadas: esto es lo que San Juan Eudes - más de dos siglos antes que su compatriota lejoviana, Teresa del Niño Jesús - preconiza delante de las pequeñas faltas de la vida cotidiana. Las transforma así en preámbulos de experiencias del misterio de la Resurrección de Cristo. Recomienda, inclusive, dentro de este contexto de alegrarse de que “Jesús es siempre Jesús”, es decir siempre Dios, siempre grande y admirable, siempre en el mismo estado de gloria, sin que nada sea capaz de disminuir su dicha y su felicidad (...) ¡Oh Jesús, me basta saber que eres siempre Jesús! ¡Oh Jesús, se siempre Jesús y estaré siempre feliz sin importar lo que me ocurra!”
Concluyamos. Encontramos en San Juan Eudes numerosos elementos de una espiritualidad de abandono, sintetizados bajo una luz cristocéntrica y pauliana. Nos presente métodos de oración que nos ayudan a apropiarnos los actos meritorios de abandono practicados por Cristo, María y los Santos. Nos ayuda a comprender cómo Cristo, nuestra cabeza, termina en nosotros y a través de nosotros, quiere terminar de abandonarse, en nosotros y a través de nosotros, al Padre en el Espíritu.
Más de dos siglos después, Santa Teresa de Lisieux conmovió al mundo al decir: “Quisiera anunciar, al mismo tiempo, el Evangelio en las cinco partes del mundo y hasta en las islas más apartadas (...) Quisiera haber sido misionera desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos (...) Te plugo, Señor, satisfacer mis pequeños deseos infantiles y quieres hoy día colmar otros deseos más grandes que el universo.” Para ella, el acto de abandono incluía todos estos deseos, pequeños y grandes.
Teresa experimentaba así una característica esencial del alma inmortal de la persona humana : aspirar a dominar el espacio y el tiempo para reunirlos en el acto de amor del Único que es su origen y su Fin último.
Ciertamente, Juan Eudes fue más lejos que ella; comprendió, a la luz de San Pablo, que en y por Cristo, todos los deseos amantes y meritorios de todos los santos, desde la creación hasta la consumación del universo, le pertenecen y que podía aceptar el don que Dios le hacía dándole a su Hijo único y su Espíritu. Apropiándose del amor de todos los santos, Juan Eudes hacía mucho más que querer evangelizar a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares: los evangelizaba en realidad, en una ideal realidad.