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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Conflicto de las Investiduras

De Enciclopedia Católica

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(En alemán Investiturstreit).

El terminus technicus para el gran conflicto entre los papas y los reyes alemanes Enrique IV y Enrique V, durante el período 1075-1122. La prohibición de la investidura era solamente la ocasión, pero lo que de verdad se ventilaba, al menos en los momentos más álgidos del conflicto, era cual de los dos poderes, el papal o el imperial iba a dominar en la cristiandad. El poderoso y ardiente Gregorio VII buscaba con todas sus fuerzas realizar el Reino de Dios en la tierra bajo la guía papal. Como sucesor de los Apóstoles de Cristo reclamó la suprema autoridad tanto en los asuntos espirituales como seculares. Le parecía, en su noble idealismo, que el sucesor de Pedro no podía actuar de otra manera que de acuerdo con los dictados de la justicia, bondad y verdad. Imbuido de este espíritu, reclamó para el papado la supremacía sobre el emperador, reyes y príncipes. Pero durante el Medievo siempre había existido rivalidad entre el emperador y el papa, representantes gemelos, por así decirlo, de la autoridad.

Enrique III , padre del joven rey, había sometido completamente al papado, situación a la que Gregorio quería dar la vuelta aplastando el poder imperial y poniendo en su lugar al papado. La larga y encarnizada lucha fue inevitable. Al principio comenzó por la prohibición de la investidura a propósito de las reformas eclesiásticas propuestas por Gregorio. En 1074 había renovado la prohibición de la simonía y matrimonio de los clérigos bajo penas duras, pero encontró mucha oposición de los obispos y sacerdotes germanos. En el sínodo romano de la cuaresma de 1075 Gregorio “le retiró al rey el derecho de disponer de los obispados en el futuro y retiró a todos los laicos la investidura de las iglesias”, para asegurarse la necesaria influencia en el nombramiento de obispos, para evitar las pretensiones laicas de administración de propiedades de la iglesia y quebrar la oposición del clero. Aunque ya desde el Sínodo de Reims (1049) se había promulgado legislación anti-investidura, nunca se había forzado su cumplimento.

Investidura significaba entonces que al morir un obispo o un abad, el rey estaba acostumbrado a elegir al sucesor y a concederle el anillo y báculos con estas palabras: Accipe ecclesiam (recibe esta iglesia). Enrique III solía considerar la validez eclesiástica del candidato; Enrique IV , por otra parte, declaró en 1073: “Hemos vendido las iglesias”. Desde Otón el Grande (936-72) los obispos habían sido príncipes del imperio, se habían asegurado muchos privilegios y se habían convertido en señores feudales de grandes dominios del territorio imperial. El control de estas grandes unidades de poder económico y militar era para el rey una cuestión de importancia capital porque afectaba a los fundamentos y hasta a la misma existencia de la autoridad imperial y en esos tiempos aun no se distinguía bien la concesión del oficio de obispo y la concesión de las cosas temporales (regalía). Con esta mentalidad, Enrique IV mantuvo que le era imposible aceptar la prohibición papal de la investidura. Debemos tener en cuenta que en determinadas circunstancias había una cierta justificación para ambas posturas: el objetivo del papa era salvar a la Iglesia de los peligros de la influencia indebida de los laicos, especialmente del rey, en los asuntos estrictamente eclesiásticos; el rey por su parte consideraba que estaba luchado para tener los medios indispensables para el gobierno de lo civil aparte del cual su suprema autoridad en ese período era inconcebible.

Enrique continuó nombrando obispos en Alemania e Italia, ignorando la prohibición de Gregorio, y también el intento de éste para mitigarla. A finales de diciembre de 1075 Gregorio le dio un ultimátum: se requería al rey que observara el decreto papal, basado en las leyes y enseñanzas de los Padres; de lo contrario en el próximo Sínodo cuaresmal sería no sólo “excomulgado hasta dar la satisfacción apropiada, sino también privado de su reino sin esperanza de recuperarlo”. Además se añadía una dura reprobación por su libertinaje. Si el papa había expresado sus pensamientos de una forma excesivamente libre, el rey se manifestó su enfado aún más airadamente. En la Dieta de Worms ( enero 1706) Gregorio fue depuesto por 26 obispos, tras calumniarle atrozmente, basándose en que su elección había sido irregular y por consiguiente nunca había sido papa. Así pues, Enrique dirigió una carta a “ Hildebrando, que ya no es papa sino un falso monje”: “ Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, con todos mis obispos, te digo a ti:” Desciende, desciende, tú siempre maldito”. Si el rey llegó a creer que tal deposición , que era incapaz de hacer cumplir, iba a tener afecto alguno, debía estar muy ciego. En el siguiente sínodo cuaresmal en Roma (1076) Gregorio juzgó a Enrique y en una oración a Pedro, príncipe de los Apóstoles, declaró :” Yo le depongo del gobierno de todo el reino de Alemania e Italia, libero a todos los cristianos de su juramento de fidelidad, y prohíbo que sea obedecido como rey...y le ato con los grilletes del anatema”. De nada sirvió que el rey contestase a los anatemas con otros.

Sus enemigos domésticos, los Sajones y los príncipes laicos del imperio, aceptaron la causa del papa mientras que sus obispos se separaban de en sus alianza y su gente le abandonaba. En esa época se era aún profundamente consciente de que no podía haber iglesia cristiana sin comunión con Roma. Los que apoyaban al rey iban disminuyendo. En octubre una dieta de los príncipes en Tribur obligó a Enrique a pedir perdón humildemente al papa, a prometer obediencia y reparación en el futuro y abandonar el gobierno puesto que estaba excomulgado. Además decretaron que si en un año y un día no se quitaba la excomunión, Enrique perdería su corona. Y finalmente resolvieron que el papa debía ser invitado a visitar Alemania en primavera para solucionar los conflictos entre el rey y los príncipes. Regocijado por su triunfo, Gregorio se puso en marcha inmediatamente hacia el norte. Para asombro general Enrique propuso presentarse ante el papa como penitente para obtener su perdón. Cruzó el monte Cenis en pleno invierno y llegó al castillo de Canossa, a donde Gregorio se había retirado al saber que el rey se acercaba. Enrique se quedó tres días a la entrada de la fortaleza, descalzo y vestido de penitente, aunque parece una exageración romántica que estuviera todo el tiempo sobre la nieve y el hielo. Admitido por fin a la presencia papal juró reconocer la mediación y decisión papal en la lucha con los príncipes y fue entonces liberado de la excomunión (enero 1077). EL famoso suceso se ha contado una y otra vez y desde puntos de vista muy divergentes.

Para Bismark, Canossa se convirtió en un término proverbial para indicar la humillación del poder civil ante una iglesia ambiciosa y dominante. Recientemente algunos han visto en ello un triunfo para Enrique. Cuando los hechos se ponderan con prudencia se verá que en su capacidad sacerdotal el papa cedió a disgusto e involuntariamente mientas que por otra parte, el éxito político de su concesión fue nulo. Enrique tenía ahora la ventaja, puesto que liberado de la excomunión, era libre de actuar. Comparando sin embargo con el poder que treinta años antes había ejercido Enrique III sobre el papado podemos aún estar de acuerdo con los historiadores que ven en Canossa la cima de la carrera de Gregorio VII. Los defensores alemanes del papa ignoraron la reconciliación y en marzo de 1077 procedieron a elegir un nuevo rey, Rodolfo de Rheinfelden. Esta fue la señal para la guerra civil, durante la cual Gregorio intentó actuar como árbitro entre los reyes rivales y como jefe supremo que concede la coronación. Enrique pospuso diplomáticamente toda acción decisiva hasta 1080. Considerando su posición suficientemente segura demandó que el papa excomunicase a su rival porque de lo contrario pondría un antipapa. Gregorio respondió excomulgando y deponiendo a Enrique por segunda vez, en el Sínodo cuaresmal de 1080. Al mismo tiempo se declaraba que los clérigos y el pueblo debían ignorar toda interferencia civil y toda reclamación civil de propiedades eclesiásticas y deberían elegir canónicamente a todos los candidatos a oficios eclesiásticos.

El efecto de esta segunda excomunión no tuvo el mismo resultado. Durante los años precedentes el rey había reunido un fuerte partido y los obispos preferían depender del rey más que del papa; más aun, se creía que la segunda excomunión no estaba justificada. El partido de Gregorio estaba, pues, muy debilitado. En el sínodo de Brixen, de junio de 1080, los obispos de rey escucharon cargos ridículos y exageraciones, y depusieron al papa, le excomulgaron y eligieron al antipapa Guibert, arzobispo de Rávena, que por otra parte era un hombre instruido sin culpa. Gregorio confiaba en el apoyo de los normandos del sur de Italia y en los enemigos alemanes del rey.

Así cuando en octubre de 1080 su rival al trono murió en una batalla Enrique volvió sus pensamientos a la capital papal. Asaltó Roma cuatro veces de1081 a 1084. En 1083 capturó la “ ciudad leonina” y en 1084 tras un intento fallido de llagar a un compromiso, tomó toda la ciudad. Un Sínodo celebrado en marzo de 1084 confirmó la deposición de Gregorio y la elección de Guibert que ahora se llamó Clemente III. Enrique fue coronado emperador por este antipapa.

Los normando llegaron demasiado tarde para impedir estos acontecimientos , más aún se entregaron al pillaje de la ciudad de forma tan terrible que Gregorio perdió la confianza de los Romanos y se vio obligado a retirarse hacia el sur con sus aliados normandos. Había sufrido una derrota completa y murió en Salerno ( 25 de mayo 1085) tras inútil renovación de la excomunión a contra sus oponentes. Aunque murió decepcionado y fracasado había hecho el trabajo del pionero y puso en movimiento fuerzas y principios que dominarían en las siguientes centurias.

Había mucha confusión en ambos bandos. En 1081 fue elegido un nuevo rival a la corona, el insignificante conde Herman de Salm, que murió en 1088. La mayoría de los obispos se mantuvieron con el rey y fueron excomulgados; el partido de Gregorio sólo dominaba en Sajonia. Muchas diócesis tenían dos ocupantes. Ambos partidos llamaban a sus oponentes perjuros y traidores y ambas partes utilizaron todas las armas que pudieron. Las negociaciones no tuvieron éxito al ver que los gregorianos, en el Sínodo de Quedlinburg de abril de 1085, no mostraban ninguna inclinación a modificar los principios que representaban. El rey entonces decidió eliminar a sus rivales con la fuerza. En el concilio de Maguncia (abril 1085) 15 obispos gregorianos fueron depuestos y sus sedes entregadas a partidarios del rey. Una rebelión de los sajones y los bávaros obligó a los obispos del rey a huir y la muerte del más eminente y la inclinación general a buscar la paz, llevo a una tregua, y así en 1090 el imperio entró en un intervalo pacífico, muy diferente, sin embargo, de lo que Enrique había deseado. Los obispos gregorianos reconocieron al rey, que entonces quitó su apoyo a los que él mismo había nombrado. Pero la tregua era solamente política; en las cuestiones eclesiásticas, la oposición continuo sin ceder y no se podía ni pensar que el antipapa iba a ser reconocido. De hecho la tranquilidad política sirvió sólo para manifestar de forma más definitiva la antítesis sin esperanza de solución entre los clérigos gregorianos y los que estaban con el rey.

Existen numerosos y polémicos tratados contemporáneos que nos permiten seguir la guerra de opiniones tras 1080 (del período anterior existen pocos documentos). Estos escritos, en general cortos e implacables, se difundieron ampliamente, se leyeron en público y en privado y se distribuyeron por las cortes y por los mercados. Ahora están compilados como "Libelli de lite imperatorum et pontificum", y se pueden encontrar en Monumenta Germaniæ historica". Es natural que los principios defendidos en estos escritos se opongan diametralmente unos a otros. Los escritores del partido gregoriano mantiene que es necesaria una obediencia incondicional al papa y que aunque fuera injusta, su excomunión es válida. Los escritores del rey por el contrario declaran que está sobre la responsabilidad de sus actos puesto que es el representante de Dios en la tierra y como las superior al papa. Sobresale en el lado papal Bernardo, el inflexible sajón que no quería hablar de compromisos y que prefería la muerte antes que la violación de los cánones; el suabo Bernold de S. Blasien, autor de numerosas aunque poco importantes cartas y memoriales y el rudo y fanático Manegold de Lautenbach para quien la obediencia al papa era el deber supremo de toda la humanidad y que mantenía que el pueblo debiera deponer a los gobernantes con el mismo derecho que uno podía despedir a su pastor de cerdos que hubiera fallado en el cuidado de la piara confiada a su cuidado. En el lado del rey están Wenrich de Tréveris, de hablar pausado pero resuelto, Wido de Osnabrück, un escritor sólido, después obispo, cuyo corazón estaba empeñado en conseguir la paz entre el papa y el emperador pero que se opuso a Gregorio por haber excomulgado ilegalmente al rey y por inducir a los feudales de éste a romper su voto de fidelidad.

También al lado del rey se halla el monje Hersfeld, por otra parte desconocido, que revela de qué va el verdadero asunto cuando indica que la cuestión de la supremacía es la verdadera fuente del conflicto. La monarquía, dice, viene directamente de Dios y por consiguiente el rey solo en responsable ante El.

La iglesia, por otra parte, es la totalidad de los fieles unidos en una sociedad por el espíritu de paz y amor. La iglesia, continúa, no está llamada a ejercer autoridad temporal; sólo empuña la espada espiritual, es decir, la palabra de Dios. En esto el monje fue más allá de su época. En Italia los partidarios de Gregorio superaban intelectualmente a sus oponentes. Entre ellos estaba Bonizo de Sutri, historiador papal, un valioso escritor en las décadas precedentes al conflicto, naturalmente desde el punto de vista del pontífice y sus partidarios. A petición del papa, Anselmo Obispo de Luccay el cardinal Deusdedit compilaron colecciones de cánones en los que más tarde se apoyaron las ideas de Gregorio. Al partido real pertenecieron el cardenal Beno, enemigo personal de Gregorio y autor de escandaloso panfletos contra el papa; también el mendaz Benzo, obispo de Alba, para el que, como para la mayoría de los cortesanos, el rey sólo respondía ante Dios, mientras que el papa era vasallo del rey. Guido de Ferrara mantuvo opiniones más moderadas e intentó convences a los gregorianos moderados de que a adoptaran una política de compromiso.

Pedro Crassus, el único laico mezclado en la controversia representaba la joven ciencia de la jurisprudencia y defendía con tesón la autonomía del Estado, manteniendo que, puesto que la autoridad procedía de Dios, era un crimen guerrear contra él. Reclamó para el rey todos los derechos del los emperadores romanos y consiguientemente el derecho a juzgar al papa. En 1086, Victor III, que era de carácter más suave, sucedió a Gregorio. No tenía deseos de competir por la suprema autoridad y volvió a la postura de que toda la contienda era una cuestión de administración eclesiástica. Murió en 1087 y la lucha entró en un nuevo período con Ubano II(1088-99). Compartía totalmente las ideas de Gregorio, pero se esforzó en reconciliarse con el rey y su partido y facilitar su vuelta al los puntos de vista del partido eclesiástico. Enrique quizás hubiera podido llegar a algún arreglo con Víctor si hubiera querido dejar a un lado al antipapa, pero se aferró al hombre del que recibió la corona imperial. Así de nuevo estalló la guerra durante la cual la causa del rey fue declinando.

Los obispos del antipapa le fueron abandonando gradualmente en respuesta a las ventajosas ofertas de reconciliación de Urbano; la autoridad real desapareció en Italia y Enrique sufrió una humillación adicional con la deserción de su hijo Conrado y de su segunda mujer. El nuevo movimiento de las cruzadas arrastró a muchos en ayuda del papa. En 1094 y 1095 Urbano renovó la excomunión a Enrique y a Guibert y sus seguidores. Cuando en 1099 murió el papa, seguido en 1100 por el antipapa, el papado había conseguido una victoria total en lo que concerniente a los asuntos eclesiásticos. Los siguientes antipapas del partido de Guibert no tuvieron importancia alguna. A Urbano le sucedió Pascual II (1099-1118), menos hábil, al que Enrique se inclinó a reconocer al principio. El horizonte político mientras tanto comenzó a parecer más favorable al rey que ya tenía el reconocimiento general en Alemania. Ansiaba lograr la paz eclesiástica para conseguir la anulación de la excomunión y manifestó públicamente su intención de peregrinar al Santo Sepulcro. Pero esto no satisfizo al papa que exigió la renuncia al derecho de investidura que Enrique aún reclamaba obstinadamente. En 1102 Pascual renovó el anatema contra el emperador. La revuelta de su hijo (Enrique V) y su alianza con los príncipes insatisfechos con la política imperial, desató la crisis y trajo muchos sufrimientos a un emperador ya tocado que fue burlado y superado por su hijo.

La muerte de Enrique IV en 1106 hizo innecesaria una batalla final y decisiva. El defendió sin cansancio los derechos heredados en el ejercicio de la realeza y nunca sacrificó ninguno de ellos. Desde el principio Enrique V había disfrutado del apoyo papal que le había levantado la excomunión y le había liberado del juramento de fidelidad a su padre. Durante el sínodo de Pentecostés de Nordhausen (1105) el rey hizo desaparecer todos los restos de cisma deponiendo a los ocupantes imperiales de sedes episcopales. Pero las cuestiones que eran la raíz de todo el conflicto aún no estaban resueltas y el tiempo demostró enseguida que en el asunto de las investiduras, Enrique era un verdadero heredero de la política de su padre. Frío, calculador y ambicioso, el nuevo monarca no tenía intención de retirar las pretensiones reales en este asunto. A pesar de repetidas prohibiciones (en Guastalla 1106 y en Troyes 1107) continuó invistiendo con ostentación a obispos de su elección. El clero alemán no protestó, manifestando así que cuando anteriormente habían rehusado obedecerle era por el hecho de la excomunión, no porque su intervención en los asuntos eclesiásticos causara ningún resentimiento. En 1108 se pronunció excomunión sobre el que daba la investidura y sobre el que la recibía (dans et accipiens), y eso afectaba al rey mismo.

Como Enrique había puesto su corazón en la coronación imperial, esta decisión precipitó la lucha final. En 1111 el rey marchó sobre Roma con un gran ejército. Deseando evitar otro conflicto, Pascual intentó una solución radical de este asunto: el clero alemán, decidió, debía devolver al emperador todos los territorios y privilegios y mantenerse con diezmos y limosnas; bajo estas circunstancias la monarquía que estaba solamente interesada en el señorío de esos dominios podría fácilmente dejar de investir a los clérigos. En este entendimiento se firmó en Sutri la paz entre el papa y el rey. Pascual que había sido monje antes de su elección, ejecutó con buena voluntad la renuncia al poder secular de la Iglesia. Era un paso en la dirección de la idea de que la iglesia era una institución espiritual, y como tal no preocupada con los asuntos terrenales,

Pero el rey no dudó ni por un momento de que la renuncia papal encontraría la oposición tanto de los príncipes eclesiásticos como de los seculares. Enrique V fue ruin y engañoso y trató de tender una trampa al papa. Cuando el rey renunció a sus exigencias sobre la investidura, el papa promulgó , el doce de febrero en S. Pedro, la devolución a la Corona de todas las bienes temporales y se levantó (como Enrique había previsto) tal tormenta de oposición entre los príncipes alemanes que hubo de reconocer la inutilidad de su intento de solución.. El rey entonces reclamó que se reinstaurara el derecho de investidura y que se le coronara como emperador; al negarse el papa, lo secuestró a traición junto con trece cardenales y se lo llevó fuera de la enfurecida ciudad. Para recuperar su libertad Pascual fue obligado a ceder a las demandas de Enrique, tras dos meses de prisión. Concedió al rey una investidura incondicional como privilegio imperial, le coronó como emperador, y prometió bajo juramento no excomulgarle por lo que había sucedido.

Enrique se había asegurado el éxito por la fuerza, pero esa situación no podía durar. Los miembros mas ardientes del partido gregoriano rechazaron al papa “hereje” y le obligaron a retractarse paso por paso de la posición a la que había sido forzado. El Sínodo Laterano de 1112 renovó los decretos de Gregorio y Urbano contra la investidura. Pascual no quería retirar su promesa directamente, pero el concilio de Viena declaró que el privilegium imperial ( privilegio y ley privada por derivación) era un pravilegiun (ley viciada) y por consiguiente nula y además excomulgó al emperador. El papa sin embargo no rompió completamente la relación con Enrique, para el que la contienda comenzaba a tener aspectos amenazadores, puesto que, como había sucedido previamente en tiempos de su padre, las dificultades que surgidas de la oposición de los eclesiásticos se agravaron por la rebelión de los príncipes.

Los enemigos del emperador surgían por doquier debido a su desconsiderado egoísmo, su mezquindad y odiosa personalidad. Hasta sus obispos se le oponían ahora, viéndose amenazados por él y creyendo que lo único que le interesaba era llegar a ser el único amo y señor. Las excomuniones al emperador eran reiteradas por los legados papales en Beauvais, 1114, Reims, 1116, Colonia, Goslar, y una segunda vez en Colonia. Los obispos imperiales irresolutos que rehusaron unirse al partido papal fueron expulsados de sus sedes. Las fuerzas del emperador fueron derrotadas simultáneamente en el Rin y en Sajonia. En 1116 Enrique intentó entrar en negociaciones con el papa pero no se llegó a ningún acuerdo, ya que Pascual que se negó a entrevistarse con el emperador.

Tras la muerte de Pascual (1118) ni siquiera su tolerante sucesor Gelasio II (1118-19)pudo evitar que las cosas se complicaran más. Al exigir el reconocimiento del privilegio de 1111, Gelasio le remitió a un Concilio general, y tras haber intentado revivir el cisma tan detestado por todos nombrando como antipapa a Burdinus, arzobispo de Braga (Portugal), con el nombre de Gregorio VIII, Enrique fue excomulgado por el papa. En 1119 Guido de Viena, Calisto II(1119-24), sucedió a Gelasio. Ya había excomulgado al emperador en 1112, por lo que la reconciliación parecía mas lejana que nunca. Pero Calixto consideraba que la paz de la iglesia era de suma importancia y cuando el emperador, que había mejorado sus relaciones con los príncipes germanos, mostró deseos de paz, comenzaron las negociaciones. La distinción de los elementos eclesiásticos y seculares en el nombramiento de los obispo sentó las bases para un compromiso.

Esta forma de arreglo ya se había discutido en Italia y Francia por ejemplo por Ivo de Chartres ya en 1099. Se distinguió muy bien el ofrecimiento del oficio eclesiástico de la investidura con terrenos imperiales. Como símbolos de la instalación eclesiástica se sugirieron el anillo y el báculo; el cetro serviría como símbolo de las regalías de la sede. El orden cronológico de las formalidades causó nuevas dificultades: por parte imperial se exigió que la investidura de las regalías precediera a la consagración, mientras que los representantes papales, reclamaron naturalmente que la consagración precediera a la investidura. Cuando precediera la investidura, el emperador podía impedir la consagración rehusando conceder las regalías. En el caso contrario la investidura era simplemente una confirmación del nombramiento. En 1119 los artículos de la paz fueron pactados en Mouzon y tenían que ser ratificados por el Sínodo de Reims.

Pero las negociaciones se rompieron en el último momento y el papa renovó la excomunión del emperador. Sin embargo los príncipes alemanes lograron que se reanudaron lo contactos y finalmente se arregló la paz entre los legados del papa, el emperador y los príncipes el 23 de septiembre de 1122. Esta paz es conocida generalmente como Concordato de Worms o "Pactum Calixtinum".

En el documento de la paz Enrique cede “a Dios y sus santos Apóstoles Pedro y Pablo y a la Santa Iglesia Católica todas la investiduras con anillo y báculo, y permite en todas la iglesias de su reino e imperio, elecciones eclesiásticas y consagración libre”. Por otra parte, el papa concede “a su amado hijo Enrique, por la gracia de Dios emperador romano, que la elección de obispos y abades en el imperio germano mientras pertenezcan al reino de Alemania, tendrán lugar en su presencia, sin simonía o empleo de fuerza. Si surgiera alguna discordia entre las partes, el emperador, después de oír el veredicto de los metropolitanos y otros obispos de la provincia dará su aprobación y apoyo a la parte mejor. El candidato elegido recibirá de él las regalías (regalia) con el cetro, y desempeñará todas la obligaciones debidas por tal recepción.

En otras partes del imperio, el candidato consagrado recibirá dentro de seis meses las regalia por medio del cetro y cumplirá con respecto a él las obligaciones implícitas en esa ceremonia. Se exceptúa de estos acuerdos todo lo que pertenece a la iglesia Romana”( es decir, los Estados Pontificios. Las diferentes partes del imperio eran pues tratadas de manera diferente; en Alemania la investidura precedería a la consagración, mientras que en Italia y Borgoña seguía a la consagración y dentro de los seis meses siguientes.

Se privó al rey de su poder sin restricciones en el nombramiento de obispos, pero la iglesia no pudo asegurarse completa exclusión de influencias extrañas en las elecciones de obispos. El Concordato de Worms fue un compromiso en el que cada parte hizo concesiones. Era importante para el rey que se tolerara su presencia en la elección ( praesentia regis), lo que le daba una posible influencia sobre los electores y la investidura previa a la consagración, ya que así la elección de un mal candidato se hacía difícil y hasta imposible. Los extremistas del partido eclesiástico, que condenaban las investiduras y cualquier clase de influencia secular en las elecciones quedaron insatisfechos con aquellas concesiones desde el primer momento y hubieran estado encantados si Calixto hubiera rehusado firmar el Concordato.

Para apreciar el significado de este acuerdo queda por ver si se intentaba como una tregua temporal o como paz duradera. Con frecuencia han surgido dudas puesto que el documento está escrito para Enrique V solamente. Pero un detenido examen de nuestras fuentes de información y de documentos contemporáneos ha mostrado que es erróneo mantener que el Concordato gozó solamente de reconocimiento pasajero y fue de menor importancia. Fue considerado una ley fundamental no sólo por las partes contratantes sino por sus contemporáneos. Fue solemnemente reconocido no sólo como un estatuto imperial sino como ley de la iglesia por el Concilio Ecuménico Laterano de 1123. También sabemos por Gerhoh de Reichersberg, que estaba presente en el concilio, que en adición al documento imperial, que se creía que fue el único leído, también lo fue leído y sancionado el del papa. Puesto que Gerhoh era uno de los principales opositores al Concordato su evidencia a favor de una verdad desagradable no se puede poner en duda. Ninguna de las partes intentaba que tuviera un poder de obligar permanentemente y el Concordato estaba muy lejos de asegurar ese reconocimiento continuado, puesto que revela, como máximo, la ansiedad de la iglesia por la paz bajo la presión de ciertas circunstancias, que de hecho fueron modificadas.

Bajo el rey Lotario(1125-37) y al comienzo del reinado de Conrado III (1138-52) el Concordato no era aun cuestionado y se cumplía en su totalidad. En 1139, sin embargo, Inocencio II, en el canon 28 del Concilio de Roma, redujo el privilegio de elegir al obispo al capítulo catedralicio y a los representantes y no hizo mención de participación laica en la elección. El partido eclesiástico asumió que esta provisión anulaba la participación del rey en la elección y su derecho a decidir en el caso de empate en el voto de los electores. Si su opinión era correcta la iglesia se había retirado del conjunto del Concordato y no era necesario por parte del rey el reconocimiento de este hecho. Pero en verdad retuvieron su derecho en este asunto aunque lo utilizaran rara vez.

Tenían amplias oportunidades de hacer sentir su influencia muchas otras maneras Federico I (1152-90) fue otra vez dueño y señor de la iglesia en Alemania y en general consiguió asegurarse la elección de sus candidatos. En caso de desacuerdo impuso atrevidamente el reconocimiento de su candidato. Inocencio III (1198-1216) fue el primero en lograr introducir la elección canónica libre en la iglesia alemana. Después de él la investidura fue un resto, una ceremonia sin significado. Así fue la secuencia y consecuencia del conflicto de las investiduras en el imperio alemán. En Inglaterra y Francia la lucha nunca adquirió las mismas proporciones ni el mismo encarnizamiento. Debido a la importancia del Imperio germánico y al poder imperial tuvieron que llevar el peso de la lucha. Y si ellos fueron derrotados, los demás un hubieran podido aguantar la lucha contra la iglesia.

El conflicto en Inglaterra.

En Inglaterra el conflicto es parte de la historia de Anselmo de Canterbury. Como Primado de Inglaterra(1093-1109), luchó casi sin ayuda de nadie por la ley canónica contra la nobleza y el clero. Guillermo el Conquistador (1066-87) se había constituido a si mismo como señor y soberano de la Iglesia de Inglaterra. El ratificaba las decisiones de los sínodos, nombraba obispos y abades, decidía hasta donde se debía obedecer al papa y prohibió cualquier relación sin su permiso. La iglesia de Inglaterra era prácticamente una iglesia nacional a pesar de su dependencia nominal de Roma la lucha de Anselmo con Guillermo II(1087-1100) trataba de otros asuntos, pero durante su estancia en Francia e Italia él fue uno de los defensores de la reforma eclesiástica y siendo requerido, al regresar a emitir el voto de fidelidad al nuevo rey Enrique I (1100-35) y recibir el episcopado de sus manos, rehusó hacerlo. Esto llevó al estallido de la lucha de las investiduras. El rey envió varias embajadas al papa para defender su derecho a la investidura, aunque sin éxito. En sus contestaciones al rey y en sus cartas a Anselmo, Pascual prohibió estrictamente tanto el juramento de fidelidad como toas las investiduras por parte de laicos. Enrique entonces prohibió a Anselmo, que estaba de visita en Roma, que volviera a Inglaterra. Se apodero de sus propiedades por lo que en 1105 el papa excomulgó a los consejeros del rey y a todos los prelados que recibieran investidura de sus manos. Sin embargo en ese mismo año se llegó a un acuerdo que fue ratificado por el papa en 1106 y por el parlamento de Londres en 1107. De acuerdo con este concordato el rey renunciaba a su derechos de investidura, pero debían seguir pronunciando el juramente de fidelidad. Sin embargo, en el nombramiento de los más altos dignatarios de la iglesia el rey retenía una gran influencia. La elección tenía lugar en el palacio real y siempre que se proponía un candidato que disgustaba al rey él simplemente proponía otro que siempre resultaba elegido. El candidato electo entonces emitía el juramento de fidelidad, siempre antes de la consagración. Solo se consiguió la separación de la adjudicación de las regalías, del oficio eclesiástico, un logro de no demasiada importancia.

En Francia la cuestión de la investiduras no era de tanta importancia para el Estado como para producir episodios violentos. El obispo ni tenía tanto poder ni tierras ni tan extensos dominios como en Alemania. Y sólo unos pocos obispo y abades eran investidos por el rey, mientras que otros lo eran por los nobles del reino, condes y duques( es decir para los obispados de menor importancia).

Los obispados se trataban con frecuencia de manera arbitraria, vendiéndose con frecuencia, entregados como regalos y dotados por familiares. Después de la reconciliación entre el papa y el rey en 1104, éste renuncio tácitamente al derecho de nombramiento y la elección libre se convirtió en la regla establecida. El rey retuvo, sin embargo el derecho de ratificación y exigió, en general tras la consagración, el juramento de fidelidad del candidato antes de que entrase en posesión de las regalías. Tras unos conflictos menores estas condiciones se extendieron a los otros obispados. En algunos casos como en Gascuña y Aquitania, el obispo entraba inmediatamente en la posesión de las regalías en la ratificación de su elección. Así pues, en Francia era donde las exigencias de la iglesia se cumplían mejor.


Bibliografía

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KLEMENS LÖFFLER.


Transcrito por Douglas J. Potter. Dedicado al Sagrado Corazón de Jesucristo.


Traducido por Pedro Royo.