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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Edith Stein: Muerte y resurrección del Estado»

De Enciclopedia Católica

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Revisión de 12:45 10 ago 2014

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Hindemburg llama a la Cancillería a Adolfo Hitler
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El tirano Adolfo Hitler
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Konrad Adenauer, Padre de la Alemania moderna
Canciller Helmut Kohl, reunificador de Alemania.DoD photo by Helene C. Stikkel - Derivado de File:Helmut Kohl und William S. Cohen.jpg http://www.defenselink.mil; exact source
Portada de Brandengurgo, símbolo de la restauración germana. Fuente [1] anaya touring

Resumen

El autor estudia aquí el pensamiento de la Bienaventurada Edith Stein sobre el Estado, su naturaleza, su misión, su génesis, sus valores y su muerte y resurrección posibles, tal como se ha constatado en el caso de Alemania y de Israel.

En 1925, Edith Stein publicaba en el Anuario de la Escuela Fenomenológica Alemana una Investigación sobre el Estado, Eine Untersuchung über den Staat. Philibert Sécretan la tradujo al francés en 1989.

De esta obra austera, difícil de leer por momentos, trataremos de presentar algunas articulaciones principales: ¿cuál es la esencia del Estado, cuál es su misión, cómo nace un Estado, cuáles son sus relaciones con los valores religiosos, de qué manera puede morir? A la vez que exponemos el pensamiento de Edith Stein, nos preguntaremos cómo conviene apreciarlo a la luz de doctores católicos como Tomás de Aquino y J. Maritain.

Naturaleza del Estado

Edith Stein profundizó este tema bajo la influencia, entre otros, de Max Scheler, de quien había sido alumna, y de Adolph Reinach, fenomenólogo de la realidad del Estado bajo la óptica del Derecho Civil,

Distingamos con Edith al Estado de la masa, de la comunidad y de la sociedad. El Estado no es la masa, asociación elemental, que dura tanto como dura el contacto efectivo entre los individuos que la componen, y que se disuelve una vez que ese contacto cesa. (p. 37-38). No existe ninguna función espiritual en la masa.

Los Estados se construyen sobre la base de una vida de comunidad (p.38-40); en la comunidad nos encontramos en la presencia de un ente específicamente fundado en espíritu y caracterizado por una vida en común, pero con el cual ningún individuo coincide totalmente (como es el caso de los individuos que viven en masa) con lo vivido colectivamente: cada cual siente que pertenece a una comunidad que, por su lado, es sujeto de una vida propia.El Estado no es una sociedad, variante racional de la comunidad, donde los individuos son unos para otros objetos más que sujetos (39-40).

Lo más específico de la comunidad estatal es la autosuficiencia, llamada por Aristóteles autarquía: “conjunto de personas asociadas en una comunidad de vida para formar un todo que se basta a sí mismo”. La autarquía tiene su correspondiente más preciso en la noción moderna de soberanía, aunque las dos nociones no se corresponden enteramente (p. 42).

La esencia del Estado es el poder, si se entiende por poder la capacidad de conservar la autonomía del Estado. La existencia del Estado tiene por condición un poder estatal originado en sí mismo y reconocido; es decir en capacidad de imponer este reconocimiento. He ahí la soberanía (p.13, 16-17). Edith Stein no admite, por tanto, la tesis contractualista según la cual el Estado es una creación arbitraria, que tiene por fundamento un contrato entre individuos (p.39). Sin embargo, los individuos que componen el Estado constituyen una comunidad mantenida más por la amistad que -dice Aristóteles- por la justicia: esta amistad (philia) significa conciencia comunitaria.Pero este nexo existencial no es, sin embargo, exigido por la estructura estatal: un conjunto de personas y cierto tipo de relación entre ellas.Para situar mejor el pensamiento de Edith Stein en lo que concierne a estas grandes categorías (pueblo, comunidad, sociedad, Estado) y para percibir mejor su diferencia, recordemos algunas definiciones posteriores y parcialmente convergentes de Maritain en El Hombre y el Estado, L’homme et L’Etat.

“El Cuerpo político o Sociedad política requerida por la naturaleza y realizada por la razón es la más perfecta de las sociedades temporales, una realidad enteramente humana que tiende hacia un bien enteramente humano, el bien común; El Estado es solamente esta parte del cuerpo político cuyo objeto especial es mantener la ley, promover la prosperidad común y el orden público y administrar los asuntos públicos; el estado es parte o instrumento del cuerpo político, investido del poder supremo solamente en virtud y proporción de las exigencias del bien común” (p. 9-13).


El pensamiento de ambos autores parecen distinguirse por matices importantes: Edith Stein parece no insistir sobre el bien común ni sobre la sociedad política; pero un estudio más profundo de su pensamiento podría mostrar que, bajo otros vocablos, ella trata estos mismos puntos. Así, cuando escribe (p. 163) que el Estado “debe ayudar a la comunidad a ser moral”, ¿el bien común no está subrayado como razón de ser del Estado? Nos encontramos ya en proceso de considerar las finalidades del Estado.

Misión del Estado

Para Edith Stein, el “derecho necesita un sujeto legislador para entrar en vigor como derecho; la tarea específica del Estado es el de legislar; la misión propia del Estado consiste en la realización del derecho” (p.147), es decir de la justicia. Es del Estado de quien depende que lo que en sí es justo sea reconocido como derecho en vigor”. Sin embargo, no se excluye que “el derecho positivo establecido por un Estado se aleje del Derecho puro y sea injusto. Un Estado puede sentirse constreñido a denunciar las obligaciones contraídas frente a sus ciudadanos o frente a otros Estados y así el “valor de personalidad” de un Estado concreto dado entra en conflicto con el valor de la justicia. Un atentado al derecho puede ser requerido en interés de valores superiores” (p.151). ¿En qué consisten estos valores superiores? La autora parece no indicarlos, tal vez por falta de una visión más clara de las exigencias del bien común universal frente a los Estados particulares.

Entre los valores que la comunidad organizada en Estado puede ser portadora, están los valores morales de la persona: la tarea de hacer de la comunidad una comunidad moral puede imponer al Estado una obligación de oponerse a la moral dominante por sus disposiciones legales y de darles como contenido normas morales (p. 163).En una primera aproximación, los aspectos aquí señalados del pensamiento de Edith Stein sobre la misión del Estado no aparecen suficientemente claros y coherentes. Sin embargo, es importante reconocer que la filósofa recientemente convertida (1922) reúne la tradición filosófica del catolicismo al predicar el deber que tiene el Estado de realizar lo que el Aquinate llamaba la justicia en general, que incluye la justicia legal. Esta expresión toma en Edith Stein un sentido parcialmente nuevo: el Estado debe asegurar la justicia precisamente promulgando leyes.

En efecto, si está permitido desarrollar el pensamiento de Edith Stein en el contexto de la tradición perenne de la filosofía cristiana y si se recuerda que la ley es un ordenamiento de la razón promulgada para el bien común, se percibirá que la comunidad estatal manifiesta inseparablemente su racionalidad y su justicia legislando. La realización de la justicia en el ejercicio del poder legislativo presupone la existencia de un bien que sobrepasa aquel de los individuos, el bien común. Si los puntos de vista de Edith Stein analizados hasta aquí son siempre sugestivos, su pensamiento sobre el génesis del estado a partir de la comunidad cultural se muestra más original.

El nacimiento de los Estados en el contexto de las culturas

Edith Stein se interroga largamente sobre las relaciones entre cultura, pueblo y Estado. Para ella:

“La comunidad de un pueblo sólo puede ser considerada como tal si anima con su espíritu una cultura en donde exprese su carácter específico. Una cultura es un mundo de bienes espirituales. Cada cultura remite a un centro espiritual que es el origen y este centro es una comunidad creadora cuya personalidad repercute a través de todas sus producciones. Sólo un pueblo tiene por esencia la vocación de ser creador de cultura. Esta autonomía cultural, continúa nuestra fenomenóloga, por la cual se especifica el pueblo es un extraño reflejo de la soberanía específica del Estado y en alguna manera el fundamento material de esta autonomía formal. Esto aporta alguna claridad sobre la relación pueblo-Estado, el pueblo llama a una organización que le asegure vivir según sus propias leyes” (p.51-52).

Para Edith Stein, el Estado necesita un pueblo por fundamento y por justificación interna de su existencia (p.52). Si es cierto que “todos los pueblos no exigen necesariamente constituir un Estado” (p. 52), Edith nos invita a reflexionar sobre el estadio intermedio: la nación. Para ella:

“La diferencia entre pueblo y nación reside en esto: la conciencia colectiva depositada en un pueblo accede en la nación a una conciencia refleja; y paralelamente, la nación forma una imagen de su especificidad y la custodia, en tanto que el pueblo simplemente posee esta particularidad, la expresa en su vida y por su trabajo sin estar muy al tanto sobre lo que es y hace, sin ponerlo particularmente en evidencia. Un espíritu nacional auténtico no es entonces posible más que sobre el fondo de una tradición popular; no habita en un pueblo más que una vez que éste ha alcanzado una cierta madurez, tal como un individuo no aprende a conocerse más que en el curso de su vida, sin que pueda decir que antes de esta toma de conciencia no haya tenido ninguna identidad personal” (p.53).

No obstante, para Edith Stein, el desarrollo popular no siempre termina en una nación (p. 53) cuando el Estado siempre tiene necesidad de una comunidad popular. ¿Por qué? La respuesta de Edith Stein nos es alcanzada al final de su libro: “el fin del Estado y su importancia para la historia no se resumen en el despertar individual a la libertad”, sino más bien en “la creación de la cultura, contenido de la historia”, en “el progreso en el uso de la libertad para la realización de los valores” (p. 168). Porque “el sentido de la historia, es la realización de los valores” (p.170).

Edith Stein nos hace participar en su “descubrimiento de la relación entre Estado y cultura” cuando afirma con vigor: “Cuando un nuevo Estado aparece, es o bien el signo que un dominio cultural cerrado en sí se ha dado una forma exterior, lo que remite a un desarrollo cultural que condujo a este resultado,... o bien esto marca el fraccionamiento de un dominio cultural hasta la unidad o a la soldadura de dominios culturales diferentes” (p. 169-170).

Los lectores de Maritain, de quien nada prueba que haya conocido el escrito de nuestra filósofa judía conversa, podrán observar una cierta convergencia entre sus pensamientos (cf. L’Homme et l’Etat, p. 4-6; 3 y ss sobre pueblo, nación y Estado) con una indicación, en la obra de Maritain, de la trascendencia del pueblo sobre el Estado -”el pueblo no es para el Estado”, sino “el Estado es para el pueblo”- que no se ve tan claramente afirmada en Edith Stein. Contrariamente, el rol de la cultura y de su desarrollo como condición de posibilidad de los Estados aparece menos subrayado por el filósofo francés; está, sin embargo presente en su análisis de la Nación “que supone el nacimiento a la vida de la razón y a las actividades de la civilización, a la herencia cultural” y converge nuevamente con Edith Stein cuando afirma: “una Nación es una comunidad de hombres que toman conciencia de ellos mismos tal como la historia los ha hecho, que están atados al tesoro de su pasado” .

Como la noción de Estado es largamente una noción moderna, hecho que Maritain subraya cuando nos recuerda que “el término Estado no apareció sino en el curso de la historia moderna”, hace falta, si se quiere relevar el pensamiento del Aquinate sobre el Estado, considerar lo que dice sobre la ciudad, porque -dice Maritain- la “noción de Estado está implícitamente contenida en el antiguo concepto de ciudad, polis, civitas, que significaba esencialmente cuerpo político” .

Ahora bien, Santo Tomás, sin entrar en el problema particular del rol de la cultura en el génesis de la ciudad de una manera explícita, planteó principios cuya explicación nos llevó a reconocer este rol cuando se preguntó sobre el origen de la ciudad. De una parte, para él, la “ciudad es la obra por excelencia elaborada la razón humana; est civitas principalissimum eorum quae humana ratione constitui possunt” porque “la razón debe imponer su regulación a los hombres mismos y ella ordena numerosos hombres con miras a una sola ciudad: ratio humana multos homines ordinat in unam quamdam civitatem” . Pero santo Tomás es consciente de el hecho de que “el fundador de la Ciudad no puede producir hombres nuevos y debe utilizar lo que ya existe en la naturaleza” ; el Estado es entonces la multitud de hombres organizados en un orden . Como lo precisa su comentador Louis Lachance , la necesidad del estado está implicada en el querer natural de la voluntad que quiere el bien humano completo y, por el hecho mismo, el bien común. De otro lado, el Aquinate nos dice también, comentando siempre a Aristóteles que “el género humano vive de saber y de razón”, es decir, siguiendo la traducción de Juan Pablo II , de cultura: “la significación esencial de la cultura consiste, según estas palabras de santo Tomás de Aquino (genus humanus arte et ratione vivit) en el hecho que de que ella es una característica de la vida humana como tal. Ahora bien, si se recuerda que para el Aquinate el lenguaje es el signo por excelencia de la racionalidad humana, se percibe de inmediato hasta qué punto –para él- la razón suprema de de la racionalidad humana, a saber la ciudad, el Estado, se enraizaba ya en la cultura y el lenguaje, He ahí, pues, en substancia, cómo santo Tomás entreveía bajo otras categorías lo que Edith Stein debía afirmar más claramente. En otras palabras, podríamos decir que, para una filosofía tomista, la cultura representa la materia que, informada por una voluntad común del bien común, se vuelve Estado dejando brotar la soberanía que lo caracteriza.

La Soberanía del Estado

Hemos visto líneas arriba que Edith Stein creía poder remitir la noción de soberanía del Estado a la autarquía de la ciudad tal como la concebía Aristóteles. Stein nos dice “no poder aceptar la teoría según la cual la soberanía sería un atributo del poder estatal que puede o no tener” (p. 47). El Estado, piensa ella, es la única comunidad que puede tener por característica esencial la soberanía” (p. 47). Se explica: la Iglesia no deja de existir cuando su autoridad es arrebatada por el Estado. Mientras que el “Estado es el último sujeto de todas sus acciones, así como del conjunto del derecho en vigor: el estado tiene el poder de contradecir al interior de su dominio de autoridad, y de otra parte él mismo no está sometido a ninguna otra potencia” (p. 43). Cuando para muchos de nuestros contemporáneos la existencia misma del Estado constituye un límite y un atentado a la libertad de los ciudadanos, para Edith Stein “la soberanía como auto-constitución de una res publica y la libertad del individuo están inseparablemente ligadas... la libertad de los individuos no es suprimida por la voluntad del cuerpo estatal sino es, por el contrario, la condición de su puesta en obra: ella no limita, por tanto, la soberanía” (p 82).

De ahí “la fragilidad de la situación del Estado” a los ojos de Edith Stein: su naturaleza jurídica, que hace un Estado, no basta para garantizar su existencia. La garantía más fuerte está asegurada por el fundamento extrínseco de la asociación de las persona puesta en forma por el Estado, cuando esta asociación ha existido anteriormente como comunidad y cuando el derecho modela las tendencias de la vida comunitaria. Hay ahí, dice Edith Stein, una condición de la salud y de la vida del Estado (p.82). En otros términos, el Estado soberano es mortal, aunque soberano. Edith Stein profundiza esta fragilidad, esta mortalidad del Estado soberano: las personas que desobedecen al Estado, socavan su existencia, que depende de la obediencia; es decir, podríamos explicitar así el pensamiento de nuestra autora sobre la libertad de los ciudadanos; pero por otra parte los jefes de Estado adoptan un comportamiento nocivo para el Estado alienando las fuerzas espirituales y, si la exigencia del Estado es incompatible con la consciencia, el Estado pierde las bases de su existencia (p. 174-175). Eso es como decir que, para Edith Stein, la soberanía del Estado, real en su orden, está lejos de ser absoluta. El Estado soberano del que ella nos habla no es el mismo que analiza Maritain en L’homme et l’Etat o mejor dicho ambos autores coinciden en reconocer los límites de la soberanía . Para Maritain, hace falta rechazar el concepto de soberanía que no es otro que el de absolutismo” ¡El de Edith Stein es muy diferente!

Estado soberano y valores religiosos

El Estado, la Persona y Dios

El Estado, tal como lo comprende Edith Stein, se encuentra en dependencia de la persona en el ejercicio mismo de su soberanía. Philibert Secrétan analiza bien los alcances del pensamiento de Stein cuando dice que para ella el Estado es una estructura de libertad que merece ser humanizada por personas investidas de su autoridad . Edith Stein dice expresamente: “El Estado, puesto que permanece en la esfera de la libertad, está en sí inacabado y debe recibir de fuera las orientaciones de su actividad. Sus motivaciones se hacen por personas que representan al Estado. Lo que hacen en razón de motivos colectivos concebidos por ellas y no por el Estado debe ser tenidos como actos del Estado, si esto es conforme al sentido del Estado (p. 107 y ss.). Como dice uno de los raros comentadores de nuestro tratado, Paulus Lenz-Médoc, para Edith Stein “la existencia del Estado es puesta entre las manos del hombre y depende, en el fondo, mucho más de su fuerza que no de la del Estado”. Secrétan anota más decisivamente todavía: “para Edith Stein, el Estado se mide en su capacidad de analogía a la persona, categoría fundamental de la realidad” .

De ahí la ligazón entre libertad personal y libertad del Estado: si según Edith Stein, “la vida del Estado se resume en la legislación y en los actos planteados sobre una base jurídica” (p.97) es porque la actividad del Estado es aquella de legisladores personales y libres que ejercen su libertad en la promulgación de las leyes. Edith Stein resume como sigue “la estructura óntica del Estado”: “El Estado es una formación social a cual se agregan personas libres de tal suerte que éstas (todas al límite) dominan sobre las otras en nombre del conjunto” (p.106). Se ve cómo, para Stein, la soberanía y la libertad del Estado es inseparable de la libertad de las personas. ¡Qué lejos nos encontramos de las teorías absolutistas de la soberanía!

Ahora bien, estas personas libres, por las cuales se ejerce la libertad del Estado, son “ante todo”, a los ojos de Stein, seres “sumisos al Soberano supremo” como todo hombre, y esto “primeramente y ante todo”, al punto que ninguna “relación de dominación terrestre puede cambiar nada” (p.171); la palabra del Señor “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” significa, según la futura mártir de Auschwitz, que “El Estado y la obediencia frente a él son queridos por Dios o al menos permitidos por Dios” (p.172).

Ciertamente, lo hemos visto, el Estado en sí inacabado depende de las personas a través de las cuales puede llegar a ser reino de Satán o reino de Dios: “un ser exterior al Estado, dice explícitamente Edith Stein (p. 108), puede utilizarlo para sus fines, que bien puede ser Dios o Satán”. Ella se explica: “la idea de Estado no excluye que la divina providencia asigne a un Estado una misión particular en la historia de la humanidad. Pero no hace falta imaginar que esta misión del Estado haya sido inscrita por Dios en la idea del Estado. Solamente es posible que Dios encuentre que el Estado puede servir en la realización de sus designios”.

Comprendamos bien el sentido de este texto: todo Estado tiene, a los ojos de Edith Stein, una misión de origen últimamente divina y es aquella de asegurar la justicia, de promulgar leyes; pero ciertos Estados han podido, en el curso de la historia, recibir misiones particulares, uniéndolos cada vez más a la misión de la Iglesia. Sin embargo, lo que Edith Stein llama “la estructura óntica del Estado” es laica, a los ojos de nuestra filósofa.

Para nuestra conversa, “el Estado no es portador de valores propios. Porque los valores religiosos pertenecen a una esfera personal de la que carece el Estado. Puesto que no está anclado en el alma de las personas que dependen de él, el Estado no tiene alma... sin embargo hay una devoción al Estado que es una manifestación del alma.Secrétan puede afirmar, entonces, interpretando a Stein: “El Estado no es, según su naturaleza, portador de valores religiosos puesto que no es una persona. Pero los creyentes puestos al servicio del Estado pueden hacerlo actuar conforme a las exigencias y en el interés superior de la religión, de la misma manera en que deben motivar al Estado a promover todos los valores de la comunidad” . En este sentido, se podría agregar que, a pesar de Secrétan, para Edith Stein la noción de Estado cristiano, judío o musulmán presenta un sentido.

Además, se podría observar que en un universo contingente de personas no necesarias hay, para Edith Stein, una super-contingencia del Estado con relación a las personas humanas de quienes depende y que al mismo tiempo gobierna. Ella no proclama al mismo tiempo una auto.posición del Estado en función, dice Secrétan, de los valores de libertad; para perseverar en su ser, el Estado debe de alguna manera obligar a un pueblo a la independencia; el pueblo, continúa Secrétan, aporta disposiciones culturales al estatuto del Estado, pero su independencia nace con el Estado y sin el Estado soberano no puede ni formar ni expresar una voluntad libre: el Estado es el heredero inmediato de su capacidad de ser un yo” . El Estado soy yo, dice la naturaleza del Estado como yo de la Nación .

Encontramos aquí al Estado analogía de la Persona. Recordémoslo: para Edith Stein, el estado impersonal, sin alma, es creación de las personas y de sus almas inmortales, y así, a través de ellas, creación de Dios. Se podría decir: el Estado es el “yo colectivo” creado por los “yo individuales”, en una serie de actos de libertad para salvar sus libertades.

La despersonalización de las personas, al amenazar al Estado amenaza también la muerte física de los ciudadanos

Si los “yo individuales” tienen el poder de crear el Estado, yo colectivo, pueden también destruirlo. Edith Stein lo reconoce explícitamente: “si el poder estatal deja de ser reconocido y si las órdenes dejan de ser ejecutadas, el Estado está amenazado de disolución interna.... si se vuelve imposible reprimir estas negaciones continuas de la autoridad del estado, nuestra concepción del estado nos obliga a considerar a éste último como disuelto”, dice ella (p.125).

De manera parecida, los ciudadanos responsables de la administración del Estado pueden destruirlo si renuncian a ponerlo al servicio de la justicia, y de la promulgación de leyes justas. En suma, para Edith Stein, la desobediencia y la injusticia de los ciudadanos, sobre todo de los ciudadanos influyentes, matan al Estado; los ciudadanos engendran continuamente el Estado al reconocerlo en y por la búsqueda de la justicia. Así se ve cómo el Estado, aunque sin alma, “está de alguna manera tocado por exigencias estatales. No es que su naturaleza y su sentido de Estado exijan por obligación que emprenda o deja alguna cosa. Es también apenas ser moral como persona en el sentido pleno del término. Pero las personas a su servicio pueden contribuir a que el Estado mismo instaure lo que es justo y que no conserve lo que es injusto. Esto no es posible más que si los móviles morales de las personas de su esfera de dominación sean tan urgentes que se nieguen a reconocer un Estado que se desinteresa. Se vuelve necesario para su autoconservación que el Estado se mantenga en conformidad con la ley moral” (p.132).

En este sentido, se puede decir que nuestra filósofa conversa murió víctima de la injusticia de una parte del pueblo alemán que arrastró al Estado a la injusticia antisemita y anticristiana, al punto de destruir al Estado alemán mismo. En otros términos, al momento de exponer en 1925 las causas de muerte posibles de un Estado, Edith Stein no podía sospechar que describía anticipadamente el suicidio de su propio Estado en el mismo acto por el cual quería matarla a ella. el Estado nacionalsocialista, en desacuerdo con la ley moral, en cierto sentido, murió víctima de su odio antisemita y anticristiano.

Si otros provocaron la muerte de tal Estado por sus desobediencias, como nuestra filósofa lo sabe y lo dice (p. 125), Sor Benedicta de la Cruz murió víctima de un Estado al cual no había desobedecido. Lo que ella no podía prever en 1925, lo adivinaba mucho antes de Auschwitz, y está permitido pensarlo, ofreciendo su vida por todas las intenciones de la Iglesia , Sor Benedicta de la Cruz ejerció bajo la luz y la fuerza de Cristo resucitado una maravillosa eficacia temporal y mereció inclusive, de manera decisiva, la restauración de dos Estados y dos pueblos, Israel y Alemania, de los cuales ella nació y en favor de los cuales murió de amor. Los dos pueblos, de los que ella era un nexo, en efecto prepararon, en sus mejores elementos, las resurrección de los dos Estados, el doble milagro temporal del renacimiento alemán y del renacimiento israelita. Sin las cenizas de Edith Stein en Auschwitz, ¿habríamos podido ver a Adenauer señalar y proclamar en Jerusalén los lamentos de Alemania renacida al Estado nuevamente nacido de Israel?

Si la despersonalización de los ciudadanos alemanes destruyó el Estado alemán y terminó por despersonalizar (en el sentido tomista, separando su alma y su cuerpo) a Benedicta de la Cruz, su sacrificio voluntario contribuyó de manera decisiva a repersonalizar a los Alemanes y a los judíos.¿La creación de Europa podría de otra manera a contribuir a la muerte de ciertos Estados?

Edith Stein nos brinda en su ensayo sobre el Estado elementos y respuestas a esta pregunta. En efecto, si, para ella, “a la colectividad popular, en tanto que personalidad creadora de cultura, corresponde un valor que el Estado no crea, sino contribuye solamente a realizar”, si para ella y a continuación, “cada personalidad de Estado tiene alguna cosa propia, de la misma manera que cada persona individual es inimitable” (p. 150), entonces es claro que los Estados que renuncian a sus respectivas culturas para fundar un Estado federal en medio de un verdadero suicidio cultural y lingüístico, en beneficio de una entidad abstracta, habría parecido a nuestra mártir realizar un sacrificio vano e insensato y que se habría elevado contra el proyecto de tal Europa y de tal Estado que vuelve la espalda a todas sus raíces.

Varios de los pasajes de la reflexión de Edith Stein sobre el Estado nos obligan a reconocer que ella no habría sido favorable a una Europa que eliminara las diferencias culturales (pp. 134-135 por ej. y 140). Por el contrario, la filósofa Edith Stein admitiría plenamente una limitación pro-europea de las soberanías nacionales. Ella escribe, en efecto: “Si el Estado aceptara que en su dominio de actividad tenga curso un derecho que no haya instituido él mismo; si debiera reconocer a asociaciones de derecho público o aún a los individuos, el derecho de legislar, habría una autolimitación pero no supresión de la soberanía. No hay pérdida de la soberanía más que donde el poder estatal, el órgano de la autoformación, está disminuido por una voluntad distinta del Estado (...) Si un Estado ha encargado voluntariamente a otra Autoridad el uso de una parte de sus derechos y prerrogativas y del ejercicio de su poder sobre su propio dominio, sigue siendo un Estado soberano” (p.44-45).

Entonces, está permitido pensar que nada, en la doctrina de Edith Stein, se opone a la constitución por los estados de Europa de un Estado federal europeo si estos Estados aceptan libremente limitar sus propias soberanías respectivas con miras a realizar, por medio de un Estado federal, una mayor justicia respecto del resto del mundo. La soberanía de este Estado federal estaría enraizada en las soberanías de los Estados miembros. No propongo, sin embargo esta hipótesis, en lo que concierne al pensamiento de Edith Stein, más que a beneficio de inventario y de verificación, especialmente al interior de la Primera parte, II, sec. 9, de su tratado sobre el Estado (pp.98-103)

Si la hipótesis es verificada, se podría decir que Edith Stein abre pistas conducentes al Estado mundial, tan caro a Reinhold Niebuhr y a J. Maritain , a este Estado mundial que según algunos pensadores es el único capaz de autarquía y de asegurar el bien común universal, razón por la cual fue preconizado por el papa Juan XXIII en la cuarta parte de la Encíclica Pacem in Terris, en 1963.

Conclusiones

Horizontes posibles de una comparación entre las filosofías políticas de Edith Stein y de Santo Tomás de Aquino:

Faltaría plantear y examinar dos cuestiones, entre otras, si se desea llegar a una mejor inteligencia de las similitudes y diferencias entre los pensamientos del Aquinate y los de Edith Stein sobre el Estado:

1) ¿En qué medida y hasta qué punto la promoción de la justicia, por la promulgación de leyes - tal es la misión del Estado según Edith Stein- corresponde al bien común cuya búsqueda es su razón de ser, según el Aquinate?

2) ¿Se puede admitir que, para Santo Tomás, cada uno de los miembros de un pueblo que quiere el bien común de este pueblo participa así en la fundación de la ciudad, del Estado, inclusive si uno solo es formalmente su fundador, su institutor, como el Doctor Común parece decir en su De Regimine Principium I, 15?

Una respuesta precisa a estas preguntas desbordaría el objeto del estudio aquí presentado. Si queda claro que el escrito de Stein sobre el Estado pertenece “a la época fenomenológica de Edith Stein” -como lo subraya el profesor R. Guilead en su libro sobre el itinerario de Edith Stein - y que la conversa de 1922 no buscó las luces que habría podido aportarle el Aquinate, no es menos evidente que una comparación más profunda que la nuestra podría enriquecer nuestro conocimiento de sus dos pensamientos sobre el Estado.

Bertrand de Margerie S.J.

Miembro de la Academia pontificia romana de santo Tomás de Aquino

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para la Encilcopedia Católica)


Archives de Philosophie du Droit Tome 38 / Droit et Religion (publié avec le concurs du C.N.R.S) Sirey 1993