Pío IX y su valoración del Concilio de Trento
De Enciclopedia Católica
Pío, obispo, siervo de los siervos de Dios, con la aprobación del Sagrado Concilio, para perpetua memoria.
El Hijo de Dios y redentor del género humano, nuestro Señor Jesucristo, prometió, estando pronto a retornar a su Padre celestial, que estaría con su Iglesia militante sobre la tierra todos los días hasta el fin del mundo [1]. De aquí que nunca en momento alguno ha dejado de acompañar a su amada esposa, asistiéndola cuando enseña, bendiciéndola en sus labores y trayéndole auxilio cuando está en peligro. Ahora esta providencia salvadora aparece claramente en innumerables beneficios, pero es especialmente manifiesta en los frutos que han sido asegurados al mundo cristiano por los concilios ecuménicos, de entre los cuales el Concilio de Trento merece especial mención, celebrados aunque fuese en malos tiempos. De allí vino una más cercana definición y una más fructífera exposición de los santos dogmas de la religión y la condenación y represión de errores; de allí también, la restauración y vigoroso fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, el avance del clero en el celo por el saber y la piedad, la fundación de colegios para la educación de los jóvenes a la sagrada milicia; y finalmente la renovación de la vida moral del pueblo cristiano a través de una instrucción más precisa de los fieles y una más frecuente recepción de los sacramentos. Además, de allí también vino una mayor comunión de los miembros con la cabeza visible, y un mayor vigor en todo el cuerpo místico de Cristo. De allí vino la multiplicación de las familias religiosas y otros institutos de piedad cristiana; así también ese decidido y constante ardor por la expansión del reino de Cristo por todo el mundo, incluso hasta el derramamiento de la propia sangre. Mientras recordamos con corazones agradecidos, como corresponde, estos y otros insignes frutos que la misericordia divina ha otorgado a la Iglesia, especialmente por medio del último sínodo ecuménico, no podemos acallar el amargo dolor que sentimos por tan graves males, que han surgido en su mayor parte ya sea porque la autoridad del sagrado sínodo fue despreciada por muchos, ya porque fueron negados sus sabios decretos.