Obediencia Religiosa
De Enciclopedia Católica
Definición
Obediencia religiosa es aquella sumisión general que los religiosos juran a Dios, y voluntariamente prometen a sus superiores, para ser dirigidos por ellos en los caminos de perfección de acuerdo al propósito y constituciones de su orden. Consiste, de acuerdo a Lessius (De Justitia, II, XLVI, 37), en el permitirse un hombre a sí mismo ser gobernado a través de toda su vida por otro por amor a Dios. Está compuesta de tres elementos:
1. El sacrificio ofrecido a Dios de su propia independencia en la generalidad de sus acciones, cuando menos de aquellas que son exteriores; 2. El motivo, a saber, la perfección personal, y, como norma, también la ejecución de trabajos espirituales o corporales de misericordia y caridad; 3. El contrato expreso o insinuado con una orden (antes también con una persona), la cual acepta la obligación de guiarlo al fin para el cual él acepta sus leyes y su dirección.
Obediencia religiosa, por lo tanto, no involucra aquella extinción de toda individualidad, tan alegada contra conventos y contra la Iglesia; ni es ilimitada, por cuanto no es posible ni física ni moralmente que un hombre se rinda absolutamente a la guía de otro. La elección de un superior, el objeto de la obediencia, la autoridad de la Iglesia jerárquica, todo excluye la idea de regla arbitraria.
La Regla Canónica de la Obediencia
Los superiores
Por ley divina, las personas religiosas están sujetas a la jerarquía de la Iglesia; primero al Papa, después a los obispos, a menos que estén exentos por el Papa de la jurisdicción episcopal. Esta jerarquía fue instituida por Cristo para dirigir a los fieles no solo en el camino de la salvación, sino también en la perfección cristiana. El voto de obediencia en las instituciones aprobadas por la Santa Sede se sostiene más y más a ser hecho igualmente al Papa, quien comunica su autoridad a las congregaciones romanas a las que se les confía la dirección de las órdenes religiosas. Los superiores de las diferentes órdenes, cuando son clérigos y están exentos de la jurisdicción episcopal, similarmente reciben una parte de su autoridad y todo el que está puesto a la cabeza de una comunidad está investido con la autoridad doméstica necesaria para su buen gobierno; el voto por el que el religioso ofrece a Dios la obediencia que promete a sus superiores confirma y define esta autoridad. Pero el derecho de demandar obediencia en virtud del voto no necesariamente pertenece a todos los superiores; está ordinariamente reservado a la cabeza de la comunidad; y para imponer la obligación, es necesario que el superior deba hacer conocer su intención de obligar la consciencia, en ciertas órdenes tales expresiones como “yo deseo”, “yo ordeno”, no tienen tal fuerza impositiva. Las instrucciones de la Santa Sede requieren que el poder de obligar la consciencia por una orden deba ser empleado con la mayor prudencia y discreción.
Los límites de la obligación
Las órdenes de los superiores no se extienden a lo que concierne a la moción interior de la voluntad. Eso cuando menos es la enseñanza de Sto. Tomás (II-II Q. CVI, a. 5, y Q CLXXXVI, a. 2). La obediencia no es jurada absolutamente, y sin límite, sino de acuerdo a la regla de cada orden, por cuanto un superior no puede ordenar nada extraño a, o fuera de, la regla (excepto en el caso que puede otorgar dispensaciones de la regla). Ninguna apelación tiende de su orden, es decir, la obligación de la obediencia no es suspendida por ninguna apelación a una autoridad más alta; pero el inferior siempre tiene el derecho de recurso extra-judicial a una autoridad más alta en la orden o a la Santa Sede.
Significado moral
El religioso está limitado moralmente a obedecer en todas las ocasiones cuando está limitado canónicamente, y cuando sea que su desobediencia ofenda contra la ley de la caridad, como por ejemplo trayendo discordia a la comunidad. Por razón del voto de obediencia y por la profesión religiosa un acto deliberado de obediencia y sumisión añade el mérito de un acto de la virtud de la religión a los otros méritos del acto. Esto se extiende incluso a la obediencia de un consejo que va más allá de las cuestiones de la obediencia regular, y también está limitada para las prescripciones de leyes más altas sean humanas o divinas.
El fundamento
Evangélico
El fundamento evangélico de la obediencia religiosa se encuentra, primero que nada, en el perfecto acuerdo de esa obediencia con el espíritu del evangelio. El desapego a la ambición que lleva a un hombre a escoger una posición de inferioridad, implica un espíritu de humildad la cual estima a otros como superiores, y voluntariamente les cede el primer lugar; el sacrificio de su propia independencia y de su propia voluntad presupone en un grado alto ese espíritu de auto-negación y mortificación que mantiene las pasiones bajo el dominio apropiado. La buena disposición de aceptar una regla común y una dirección manifiesta un espíritu de unión y concordia que generosamente se adapta él mismo a los deseos y gustos de otros; el entusiasmo a hacer la voluntad de Dios en todas las cosas es una señal de la caridad hacia Dios que llevó a Cristo a decir “yo siempre hago las cosas que complacen a mi Padre” (Juan 7,29). Y como la Iglesia ha investido a los superiores con su autoridad, la obediencia religiosa está avalada para todos aquellos textos que recomiendan sumisión a los poderes legítimos, y especialmente por lo siguiente: “Aquel que te escucha, me escucha” (Lucas 10,16).
Filosófico
Filosóficamente, la obediencia religiosa está justificada: (a) por la experiencia de los errores e ilusiones de los que es responsable un hombre fiándose de sus propias opiniones no confirmadas. Los propósitos religiosos de regir toda su vida por devoción a Dios y a su prójimo; ¿cómo puede realizar de la mejor manera este ideal? ¿Regulando todas sus acciones por su propio juicio, o escogiendo un guía prudente e iluminado que le dará su consejo sin ninguna consideración de sí mismo? ¿No está claro que la última alternativa muestra una resolución más sincera, más generosa, y al mismo tiempo más probable de conducir a un asunto exitoso? Esta obediencia está justificada también: (b) por la ayuda del ejemplo y consejo aportados por la vida comunitaria y la aceptación de una regla de conducta, la santidad de la cual está garantizada por la Iglesia; (c) por último, como el objeto de las órdenes religiosas no es sólo la perfección de sus miembros, sino también la realización de obras espirituales y corporales de misericordia, necesitan una unión de esfuerzos que sólo pueden ser asegurados por la obediencia religiosa, así como la obediencia militar es indispensable para el éxito de las operaciones de guerra.
La obediencia religiosa nunca reduce a un hombre a un estado de inercia pasiva, no impide el uso de ninguna facultad que puede poseer, sino que santifica el uso de todas. No prohíbe ninguna iniciativa sino que la somete a un prudente control para preservarla de la indiscreción y mantenerla en la línea de la verdadera caridad. Un miembro de una orden religiosa frecuentemente ha sido comparado con un cuerpo muerto, pero en verdad nada se mata por el voto religioso por vanidad y amor propio y toda su fatal oposición a la voluntad divina. Si superiores y subordinados han fallado algunas veces a entender la práctica de la obediencia religiosa; si la dirección ha sido a veces indiscreta; estas son imperfecciones accidentales de las que la institución humana está libre. El ilimitado celo de hombres como san Francisco Javier y otros santos que amaron su regla, la parte prominente que los religiosos han tomado en el campo de la misión y sus éxitos en él, siempre movidos por las órdenes religiosas; todas estas cosas abastecen el más elocuente testimonio a la feliz influencia de la obediencia religiosa desarrollando la actividad que santifica. La expresión “obediencia ciega” significa no una sumisión irrazonable o irrazonada a la autoridad, sino una fina apreciación de los derechos de autoridad, la razonabilidad de la sumisión, y ceguera solo ante tales consideraciones egoístas o mundanas que restarían respeto a la autoridad.
En el presente, los religiosos han tomado una parte mucho mayor que antes en la vida civil y pública, llenando personalmente todas las condiciones requeridas a los ciudadanos, para ejercitar su derecho de voto y otras funciones compatibles son su profesión. La obediencia no interfiere con el ejercicio correcto de tales derechos. Ningún sistema político rechaza los votos de personas en colocaciones dependientes, sino que todos permiten libremente el uso de cualquier influencia legítima que corrige hasta cierto punto la tendencia viciosa del igualitarismo: la influencia de los superiores religiosos está limitada a salvaguardar los intereses superiores de la religión. En cuanto a las funciones a ser cumplidas, el superior, por el mismo hecho de permitir a sus súbditos emprenderlas, permite toda la libertad que es requerida por su honorable cumplimiento.
Histórico
Aunque san Pablo y los otros primeros eremitas no estaban en posición de practicar la obediencia religiosa, estaba ya manifestada en la docilidad con la que sus imitadores se colocaron bajo la guía de algún hombre de mayor edad. San Cipriano, en su carta “De habitu virginum”, nos muestra que en Roma las vírgenes seguían la dirección de mujeres de mayor edad. La obediencia era vista entonces como una clase de educación, de la que eran dispensados aquellos que se consideraban perfectos y maduros para una vida solidaria. Esta idea se encuentra también en el primer capítulo de la regla de san Benito. San Pacomio (A.D. 292-346), entendiendo la importancia de la obediencia en la vida comunitaria hizo la fundación de la vida religiosa de los cenobitas, predicando por su propio ejemplo, e inculcando en todos los superiores la necesidad de una observancia escrupulosa de las reglas de las que eran guardianes. Los monjes (cf. Casiano, “Instituciones”) vieron así en la obediencia perfecta una aplicación excelente de su espíritu universal de auto-renuncia. Más tarde, san Bernardo insistió en la supresión completa de la propia voluntad, por ej., de aquella voluntad que se coloca ella misma en oposición a los designios de Dios y a todo lo que está mandado o deseado para el bien de la comunidad. La obediencia en los monjes orientales era imperfecta y defectuosa por la facilidad con que cambiaron de un superior o monasterio a otro. San Benito, en consecuencia, avanzando un paso más allá, introdujo una nueva regla obligando a sus monjes por un voto de estabilidad. Algunas reglas escogidas aún existían, que parecían ser dañinas a la vida común, por lo que algunos monasterios tenían varas series de reglas, teniendo cada serie sus propios observantes. Las reformas en la orden de san Benito trajeron a la existencia congregaciones monásticas conocidas por la igualdad de sus observancias y estas fueron las precursoras de las órdenes mendicantes con sus reglas que se han convertido en leyes canónicas. Así, santo Tomás tenía ante él todo el material necesario para facultarlo para tratar por completo la materia de la obediencia religiosa en su “Summa Theologica”, en la que deja claro que el voto de obediencia es el máximo de los votos de la religión.
Bibliografía: STO. TOMÁS, Summa Theologica, II-II, QQ, 104 et 186; IDEM, Opusc de perfect. vitae spirit., c.x., XOO; IDEM, Summa contra Gentiles; ver también los Comentios de CAYETANO y BILLUART en la parte de la Summa Theol. citada arriba; BELARMINO, Controv. de monachis, 1, 2, c. XXI: SUAREZ, De religione, tr. 7, X, y tr. 10, IV, c. XIII-XV; DE VALENTIA, En II-II, disp. 10, q. 4, De statu relig., punctum 1 y 2; ELLIOT, Vida del Padre Hecker (Nueva York, 1896; tr. francesa por Klein); Maignen, Le P. Hecker est-il un saint? (París, 1898); LADEUZE, Etude sur le cenobitisme Pakhomien pendant le IVe siecle et la premiere moitie du cinquieme (Lovaina, 1898); SCHIEWIETZ, Das morgenland. Monchtim (Maguncia, 1894); HARNACK, Das Monchtum, sein Ideale und seine Gesch.
Fuente: Vermeersch, Arthur. "Religious Obedience." The Catholic Encyclopedia. Vol. 11. New York: Robert Appleton Company, 1911. <http://www.newadvent.org/cathen/11182a.htm>.
Traducido por Juan Ignacio González