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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Monacato y Sociedad del Bajo Imperio Romano: Orígenes

De Enciclopedia Católica

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Monacato e Historia Social: Los Orígenes del Monacato y la Sociedad del Bajo Imperio Romano


El período comprendido entre la segunda mitad del siglo III d.C. y el siglo IV constituye una de las épocas de la historia de Occidente en que se han producido cambios y transformaciones sociales más profundos y de un modo más acelerado. No es de extrañar, pues, que esta época que conoció el hundimiento de las estructuras sociales, políticas y mentales que caracterizaron el mundo antiguo para dar paso a otras nuevas, que nos resistimos a denominar medievales, haya sido objeto en la historiografía moderna de grandes debates en los que han quedado reflejados la ideología y la metodología histórica de cada generación de historiadores. Fue seguramente E. Gibbon con su grande y clásica obra History of the Decline and Fall of the Roman Empire, publicada entre 1776-1788, quien inició el gran debate sobre el final del mundo antiguo, sus causas y significado, que sigue aún abierto, pese al consenso tácito al que se ha llegado entre los historiadores de considerar los siglos que siguen al tercero de nuestra era como una época claramente diferenciada de la Antigüedad y del Medievo. Resulta significativo que en casi todos los intentos por explicar el significado histórico de este período el fenómeno religioso ocupe un lugar relevante e incluso preponderante. Gibbon hizo del cristianismo la clave de la época y después de él han seguido insistiendo los historiadores en el tema, aunque con planteamientos y conclusiones las más de las veces opuestas y enfrentadas.

Estamos de acuerdo en considerar el fenómeno religioso y, dentro de éste, el papel predominante del cristianismo, como uno de los factores claves para entender el significado histórico de ese período. Pero creemos, al propio tiempo, que el análisis del fenómeno religioso y del cristianismo no puede abordarse desde planteamientos culturalistas o historicistas, por no citar los teológicos, en que han caído la mayoría de los estudios de la historia del cristianismo, sino como uno de los componentes más definitorios de la compleja problemática que define y caracteriza el período. El ascenso y difusión del cristianismo que caracteriza al bajo Imperio romano ha de ser considerado en el marco de las tensiones sociales del momento y de sus manifestaciones ideológicas y constituye, por tanto, un capítulo fundamental de la historia social de la época. En este ámbito, el nacimiento y la difusión del monacato, creemos, es una de las manifestaciones más apasionantes para el historiador y que mejor refleja las múltiples tensiones a que estaba sometida la vida privada y pública del hombre de la época. Como ha escrito uno de los historiadores actuales que más atención ha dedicado el análisis histórico del final del mundo antiguo, M. Mazza, «en la historia espiritual y cultural de la Antigüedad tardía, el monacato es, ciertamente, un fenómeno central. Se nos presenta como uno de los momentos fundamentales de aquel "Debate on the Holy" (P. Brown) en que se empeña la sociedad antigua durante la transición de la fase helenístico-romana a otra fase histórica, pero no siempre ha sido valorado adecuadamente por los estudiosos de la historia cultural y social del Imperio

San Antonio y los orígenes de la vida anacorética

El período que podemos considerar de los orígenes del monacato o monacato primitivo abarca un siglo delimitado por dos fechas y dos personajes que creemos son fundamentales: San Antonio Abad, nacido el 251, que a los dieciocho años decidió abrazar la vida anacorética y al que con todo motivo se le puede considerar su fundador —la figura de Pablo el Ermitaño que le había precedido en algunos años parece ser una creación literaria de San Jerónimo que con su Vita habría querido competir con la Vita de San Antonio escrita por San Atanasio— y San Basilio de Cesarea, quien hacia el 358 decidió optar por la vida monástica y murió como obispo de su ciudad el 378. Entre ambos se sitúa cronológicamente la obra de San Pacomio, otro egipcio como San Antonio, que implantó el cenobitismo o vida anacorética en comunidad. Resulta obvio que este siglo, que separa los inicios de la actividad de san Antonio y la de san Basilio y conoce el desarrollo del cenobitismo pacomiano, es el siglo en el que se producen el conjunto de transformaciones que caracterizaron el fin del mundo antiguo. No pretendemos establecer una relación de causa-efecto entre el surgir del monacato y las transformaciones sociales de la época, pero sí creemos que el monacato es uno de los fenómenos que mejor reflejan las profundas convulsiones del periodo y que mejor nos puede ayudar a comprender la historia del momento.

Son muchos los estudiosos que a la hora de analizar históricamente el monacato lo han atribuido a un impulso religioso interior que habría lanzado a muchos hombres y mujeres de la época a la búsqueda de Dios en el desierto. Interpretaciones como ésta, aparte de situar lo religioso en un ámbito etéreo, desgajado de la realidad social, no dicen absolutamente nada. El hombre antiguo, y muy especialmente el hombre de los primeros siglos, era un hombre eminentemente religioso y la religión invadía todas las esferas de su vida, de sus ideas y de sus sentimientos. Lo que realmente tiene que plantearse el historiador es por qué tan gran número de personas optó a partir de la segunda mitad del siglo III por la vida ascética, el anacoretismo y el monacato para satisfacer sus creencias religiosas y sus sentimientos vitales. Tampoco sirve como explicación el ver en ello el producto de un deseo y de una necesidad interior de ascetismo cristiano. El cristianismo hacía mucho tiempo que estaba difundido entre estos mismos ambientes y no había dado lugar de modo generalizado a estas manifestaciones, por lo que no creemos que el monacato constituya algo consustancial con el cristianismo. Creemos, por el contrario, que para comprender el monacato como fenómeno histórico hay que situarlo en sus circunstancias históricas concretas y determinadas pues, como ha escrito recientemente un joven historiador español a propósito del monacato hispano, «todos los estudios que, implícita o explícitamente, nos muestren la historia del monacato hispano tardo-antiguo movida por resortes propios, y ajenos a la realidad social, económica y política del reino visigodo están ofreciendo una imagen deformada de este fenómeno».

El monacato surge, efectivamente, en la segunda mitad del siglo III en Egipto bajo la forma de anacoretismo y su símbolo más representativo fue San Antonio. El hablar de S.Antonio como «padre» del monacato cristiano en su forma anacorética no quiere decir que fuese el primer anacoreta —su mismo biógrafo señala que cuando recibió la llamada divina optó por imitar a otros anacoretas ancianos—, ni que desarrollara personalmente una labor de difusión y predicación del anacoretismo. Significa únicamente que, desde el punto de vista histórico, se convirtió en un símbolo de esta primera forma de monacato por la enorme popularidad que en la segunda mitad del siglo IV alcanzó su biografía escrita por San Atanasio y que, debido a su gran longevidad (aprox. 250-356), su vida coincidió con la época en que el anacoretismo se convirtió en un fenómeno de masas en Egipto y en otros países. Es, por tanto, en el Egipto de finales del siglo III y comienzos del IV donde hay que buscar la explicación del fenómeno, al margen de la existencia de formas similares de anacoretismo en otros lugares, especialmente en Oriente.

Egipto constituyó siempre un país con unas estructuras políticas, económicas y sociales peculiares que lo diferenciaron claramente de las restantes regiones. La específica organización administrativa de que le dotó Roma tras su incorporación al Imperio fue un reconocimiento de esta realidad. En un mundo dominado por una civilización urbana, Egipto continuó siendo durante toda la época romana un país rural, con pocas ciudades y de escasa importancia, a excepción de Alejandría, una de las ciudades más importantes del mundo mediterráneo, que constituía una especie de isla urbana, multilingüe y multirracial, en un contexto rural. A su vez, el cristianismo se configuró desde sus orígenes como una religión urbana que se integró perfectamente en la civilización urbana predominante, al menos en sus manifestaciones ortodoxas que dieron origen a la «Gran Iglesia». Se explica así que también el cristianismo egipcio presentase desde sus inicios unos caracteres peculiares y que la historia de la Iglesia de Egipto se mantuviese siempre bastante al margen de las corrientes dominantes en el resto del Imperio. Ya en sus inicios parece que el cristianismo egipcio tuvo unos orígenes «heterodoxos», muy influidos de gnosticismo. Sólo en la segunda mitad del siglo II la Iglesia egipcia se integró en la «Gran Iglesia» y esta integración se realizó fundamentalmente en Alejandría, donde en el siglo III destaca la enorme tarea llevada a cabo por San Clemente de Alejandría y Orígenes. En el resto del país parece que siguieron su evolución autónoma otras corrientes cristianas paralelas de carácter más o menos heterodoxo. El hecho de que la lengua predominante en estas comunidades rurales cristianas fuese el copto frente al griego dominante en Alejandría fue uno de los factores que facilitaron este desarrollo paralelo.

Es en este contexto donde se difunden a mediados del siglo III las formas de ascetismo monástico. Lo que caracteriza a éste es una ruptura total con el mundo y con sus esquemas de valores basados en la civilización urbana y que en gran medida habían sido asimilados por el cristianismo oficial. Esta ruptura toma la forma de retirada del mundo para dedicarse a una vida de profundo ascetismo en el desierto. El nombre que adopta, anakhoresis, es un término con el que se designaba desde la época de los faraones a un fenómeno de tipo político-administrativo muy generalizado: la huida de los campesinos de su lugar de residencia a otra aldea, a un templo, al desierto o a las zonas pantanosas del delta para escapar de la opresión fiscal, del servicio militar o de otras obligaciones. En época imperial romana está ampliamente atestiguado el fenómeno entre personas desarraigadas, deudores, bandidos o descontentos en general con el orden social imperante. La anakhoresis era una forma de protesta y, muchas veces, era la única salida que les quedaba a estos desarraigados.

De modo similar, los anakhoretai cristianos, cuando optan por la retirada al desierto, no sólo rompen los lazos que les unían con su familia, con su aldea o ciudad, sino también con la organización eclesiástica imperante. Los anacoretas optan por una búsqueda directa de Dios, sin intermediarios de ningún tipo, Iglesia incluida. Basándose, como dice de San Antonio su biógrafo, en la recomendación evangélica «si quieres ser perfecto, vende cuanto tienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sigueme» tomaron éste como el precepto supremo y la base de la auténtica concepción cristiana. No resulta, por tanto, extraño, que el anacoretismo y otras formas de monacato fueran vistas, como más adelante veremos, con recelo e incluso con abierta hostilidad durante mucho tiempo por las autoridades eclesiásticas y las civiles.

El paralelismo y la influencia de la anakhoresis político-administrativa con la cristiana es evidente, aunque no es la explicación única del fenómeno. Lo realmente sorprendente, e históricamente significativo, de la anakhoresis cristiana, es su irrupción en un momento determinado y preciso de la historia del Imperio y sobre todo su carácter masivo. No existen cifras fiables sobre el número de anacoretas que invadieron los desiertos egipcios a partir del siglo III, pues las fuentes antiguas no concuerdan y son poco fiables en este aspecto y los estudiosos modernos han llegado a conclusiones muy dispares. Pero de todas las fuentes se deduce claramente que el fenómeno alcanzó un carácter masivo, y que los monjes anacoretas se podían contar por miles en el siglo IV.

También en este aspecto se ha querido establecer un paralelismo con el anacoretismo político-administrativo. Las fuentes contemporáneas, especialmente los papiros, parecen reflejar un agravamiento de la situación económica de Egipto en la segunda mitad del siglo III, que debió tener una especial incidencia en los ambientes campesinos. Incluso algunos autores han sugerido la existencia entre los siglos III y IV de una profunda crisis de la comunidad egipcia de aldea que tendría su reflejo no sólo en los grupos sociales más desfavorecidos, los campesinos o fedayhin egipcios, sino también en la pérdida correlativa de representatividad de sus grupos sociales hegemónicos, las pequeñas oligarquías municipales y sus representantes en el seno de los consejos municipales. En este contexto se ha podido hablar de la confluencia con una anakhoresis desde abajo, de otra anakhoresis desde arriba con el abandono de sus obligaciones por parte de las clases dirigentes en el seno de esta sociedad rural y campesina. Coincidiendo con esta situación de crisis que había caracterizado al Egipto de esta época se habría llevado a cabo la reconducción del cristianismo egipcio hacia el cristianismo dominante en el Imperio, Además, este proceso fue contemporáneo con la integración creciente de la Iglesia oficial en las estructuras políticas, sociales y culturales imperantes, facilitada por el largo período de paz que vivió ésta tras las persecuciones de Decio y Valeriano y uno de cuyos pioneros había sido medio siglo antes precisamente San Clemente de Alejandría, representante de la Iglesia urbana de Alejandría.

Es fácil deducir que en los ambientes cristianos del campesinado egipcio donde debían ser predominantes las concepciones del cristianismo carismático con influencia de tipo gnóstico, encratista y ascético en general, sobre el cristianismo institucional representado por la «Gran Iglesia», esto debió de producir un distanciamiento respecto a una concepción cristiana que concebía la salvación en el marco de una Iglesia cada vez más institucional y, por tanto, más integrada en las estructuras políticas dominantes. Se explica así que en una época de inseguridad económica, de ruptura de lazos entre los campesinos y su comunidad, muchos de estos cristianos imbuidos de una profunda religiosidad tradicional, que habían encontrado su expresión en las formas de cristianismo carismático de los primeros siglos, buscasen una salida personal e individualista a sus inquietudes al margen de la sociedad que les rodeaba. Estas tendencias debieron verse acentuadas a comienzos del siglo IV al desencadenarse la persecución de Diocleciano y sus sucesores, que en Egipto alcanzaron una especial violencia. El desierto, ya poblado de anacoretas, fue la salida más cómoda para muchos cristianos de las aldeas y de las ciudades, incluida Alejandría, que rehuían a las autoridades romanas.

           El período que siguió a las persecuciones, con la aceptación del cristianismo por Constantino y la integración definitiva de la Iglesia en la sociedad y el abandono de muchos de los postulados y principios en que el cristianismo se había basado hasta entonces, debió acelerar e intensificar el proceso. El anacoretismo se convirtió en una forma de rebelión y de protesta social y religiosa y el ejemplo se trasplantó a otros muchos lugares del Imperio. Pero nunca fue un movimiento organizado. Era el tiempo del individualismo, de la protesta individual, que no aspiraba a transformar ni a crear algo nuevo que reemplazase aquello de lo que se huía. Representó la concepción del cristianismo como salvación del individuo frente a una concepción social, en grupo, urbana y civilizada defendida por ejemplo en san Pablo y su idea del «cuerpo místico». El anacoreta lucha solo y los enemigos que tiene que vencer son enemigos personales, el cuerpo y su expresión más cuajada, la sexualidad, y el demonio. Para él no existe el concepto de pecado social, todos los pecados son individuales.

Un movimiento espontáneo, desorganizado, sin control de ningún tipo como éste tenía que dar lugar a todo tipo de excesos, abusos y degeneraciones. Es indudable que la mayoría de los que se retiraban al desierto lo hacían llevados de un ansia espiritual auténtica que buscaba el encuentro inmediato con lo divino. Pero aislado de todo, encerrado en su gruta o en una vieja tumba saqueada, sin más contacto que con el sol ardiente y el desierto, la mente del eremita caía en las más extrañas elucubraciones que, tanto ellos como la literatura de la época, atribuyen al demonio, y en prácticas aberrantes. Por otra parte, en su retiro se encontraba con frecuencia con los otros «anacoretas» que huían por motivos no tan religiosos: bandoleros, asesinos, prófugos del ejército convivían con frecuencia con estos monjes y muchas veces eran convertidos a la búsqueda religiosa. Si el desierto era un lugar óptimo para encontrar a Dios, también estaba expuesto a toda clase de peligros. No extraña que las mismas fuentes antiguas que exaltaban los méritos y hazañas ascéticas de estos «santos», no oculten tampoco con frecuencia sus caídas. La literatura hagiográfica es, a este respecto, una descripción de las más altas hazañas de que es capaz la naturaleza y de las más bajas caídas y las más extrañas aberraciones, más humanas éstas que aquéllas".

San Pacomio y los orígenes de la vida cenobítica

En este contexto surge la figura y la obra de San Pacomio, que trató de dar una organización y una sistematización a este movimiento ascético. San Pacomio fue uno de estos miles de campesinos egipcios que se sintieron atraídos por el desierto en la segunda mitad del siglo III e iniciaron una vida anacorética. Pero, como otros muchos, experimentó pronto las deficiencias que ofrecía y los peligros a que daba lugar la vida solitaria. Esta experiencia había llevado a muchos a formar colonias de anacoretas que llevaban una cierta vida en común, reuniéndose para celebrar algunos servicios, como los actos litúrgicos. Se trataba, a lo que sabemos, de comunidades embrionarias y escasamente organizadas. San Pacomio fue, si no el primero que lo intentó, sí el primero que logró una sistematización y organización de estas colonias que dio lugar a una forma de vida comunitaria o cenobítica (koinos bios). La implantación y la generalización de ésta supuso un notable avance sobre lo que ya existía y dio origen a las primeras formas de vida comunitaria que serán el punto de partida de todas las formas de monacato posteriores.

San Pacomio es, en mayor medida aún que San Antonio, un típico representante de los propietarios campesinos egipcios escasamente influidos por la civilización urbana mediterránea. Originario de una aldea de la Alta Tebaida, Esne, pertenecía a una familia de campesinos pagana, y fue durante su servicio militar en el ejército romano cuando se convirtió al cristianismo y experimentó la llamada del desierto". Sus biógrafos narran su conversión a partir de una experiencia vivida recién enrolado en e! ejército: conoció a unos cristianos que se dedicaban a ayudar y consolar a los reclutas enrolados de mala gana. Este ejemplo le llevó a convertirse al cristianismo y hacer la promesa de dedicarse a ayudar a los demás si lograba librarse del ejército. Poco después fue liberado contra toda esperanza. Cabe preguntarse si en esta narración no se oculta una explicación «piadosa» de su deserción del ejército.

Hacia el 320 llevó a cabo la fundación del primer cenobio o koinonia en Tabennesi, cerca de su lugar natal, y a éste le siguieron otros hasta un total de nueve, dos de ellos femeninos. Del mismo modo que San Antonio no fue iniciador del anacoretismo sino que con él adquirió éste carta de naturaleza, tampoco San Pacomio ideó por vez primera la vida en común, pues ya antes de él había habido otros intentos que habían tenido escaso éxito, al igual que fracasaron los primeros intentos del propio San Pacomio. De estas experiencias frustradas, propias y ajenas, debió extraer las consecuencias para la organización de sus comunidades. Estas, en efecto, se presentan como una experiencia imaginativa y eficaz, pero basada en una perfecta organización de la vida comunitaria capaz de satisfacer las aspiraciones de las personas que acudían.

La clave del éxito de San Pacomio creemos que radica en que supo hacer compatible el espíritu individualista y las exigencias de una vida en común organizada. Cada koinonia constaba de una serie de «casas» dispersas en un amplio recinto cerrado por un tapial. En cada una de estas «casas» vivían unas veinte personas que llevaban una vida con gran independencia, con su propia celda individual o para dos personas. Incluso, aunque existían una serie de servicios comunes (cocina, comedor, despensa, biblioteca, etc.), cada monje gozaba de una amplia libertad para asistir a los servicios comunes, rezos, comida, trabajo... Pero, basado en una fluida jerarquía, creó un perfecto entramado en el ámbito de cada koinonia y de éstas entre sí. Cada «casa» tenía un responsable, prepósito o prefecto y cada tres o cuatro «casas» constituían una tribu. Al frente de toda la Comunidad se hallaba un superior ayudado por un «segundo» y un ecónomo responsable de toda la administración económica. A su vez, cada una de las koinonias vivía en un régimen de dependencia de un superior general, el propio San Pacomio, que, a su vez, era ayudado por un ecónomo general. La organización del trabajo en la comunidad se reglamenta de una manera estricta pues cada «casa» estaba especializada en un servicio determinado: una era la responsable de preparar las mesas de los demás, otra de los enfermos, otra de los huéspedes, etc. En cada comunidad aparecen los «semaneros» o «hebdomadarios», cada uno de los cuales es responsable de un servicio general durante una semana.

Se impone de modo evidente que San Pacomio organiza sus comunidades tomando como modelo la sociedad egipcia que lo rodea y que a partir de ésta trata de montar una comunidad independiente. Si el anacoreta huía al desierto como acto individualista de rechazo de la sociedad en que vive, Pacomio lleva más adelante esta protesta organizando una sociedad paralela a la sociedad civil imperante, pero tomando a ésta como punto de referencia. Cada koinonia se configura como una aldea, e incluso algunas fuentes las denominan «pueblo», formada por familias agrupadas en «casas». El recinto que las rodea es un verdadero «témenos» que marca esta condición de separación y apartamiento y resalta su condición de lugar sagrado, separado del mundo. Se trata de verdaderas «repúblicas» independientes plasmadas sobre el modelo de organización de las aldeas egipcias y de la estructura administrativa romana.

Como no podía ser menos, la base económica de la koinonia es la tierra, a cuyo trabajo se entregaban los propios monjes. Con el tiempo, los monasterios se convertirán en grandes propietarios de tierras y en unidades económicas independientes. Como actividades y fuentes de ingresos complementarios trabajan también en la artesanía, fabricando todo tipo de productos. En la organización de la producción desempeñaba un papel fundamental la organización de la koinonia en «casas». San Jerónimo señala en el prólogo a su traducción latina de las Reglas que las casas agrupaban a los miembros que ejercían un mismo oficio: tejedores, estereros, carpinteros, zapateros, bataneros, sastres, etc. El ecónomo general es el responsable de la administración de todos los fondos y de la comercialización de sus productos que no sólo alcanzó a las aldeas y ciudades próximas, sino que llega incluso a Alejandría.

El carácter de contestación y protesta contra la sociedad y la administración civil imperante se manifiesta de modo claro en el componente social de los miembros que entran a formar parte de estas comunidades. La información de las fuentes a este respecto es abundante y pone de manifiesto que se nutrían de la población de las ciudades y aldeas próximas en las que abundaban los desheredados, desarraigados, fugitivos... Es decir, el mismo tipo de gente que tradicionalmente buscaban salida en la anakhoresis. Una anécdota de la vida del primer monasterio pacomiano ilustra muy bien esta realidad. En una ocasión un «semanero» o «hebdomadario» le pegó a un hermano durante el trabajo y éste le devolvió el golpe. San Pacomio juzgó el caso expulsando al «semanero» y excluyendo al otro de la comunidad por un tiempo. Pero se levantó otro miembro protestando por el juicio y le secundaron la mayoría amenazando con marcharse todos en solidaridad con el expulsado, aduciendo que todos eran pecadores y nadie estaba exento de culpa. Ante tal situación, Pacomio rectificó, haciéndose estas reflexiones: ¿No es el cenobio el refugio en que hallan la salvación eterna los asesinos, los adúlteros, los magos, los pecadores de toda clase? ¿Quién soy yo para expulsar a un hermano de este asilo? ¿No mandó el Señor perdonar sin límite? Y en adelante tomó la decisión de corregir a los delincuentes en vez de expulsarlos.

La rusticidad y la incultura que dominaba a los miembros de las comunidades no era sino reflejo del medio rural egipcio en que surgen. Por ello San Pacomio intentó también desarrollar una labor de formación cultural y de alfabetización. El mejor exponente de este afán es la creación de una biblioteca en cada koinonia, y la insistencia en las Reglas de que todos los analfabetos aprendieran a leer, para lo que se establecieron tres horas diarias, dirigidos por otros monjes. El objetivo, naturalmente, era que todos tuvieran acceso a las Escrituras, que sirven de este modo de vehículo cultural. La lengua predominante era el copto, que era la del propio San Pacomio, lo que contribuyó enormemente a afirmar en el interior de Egipto la lengua, cultura y tradiciones coptas muy alejadas de las imperantes en Alejandría.

La piedad y las prácticas religiosas preconizadas por San Pacomio muestran también su adaptación al medio popular y campesino egipcio. Pacomio huye de los duros ejercicios ascéticos que caracterizaban a los anacoretas, su regla es moderada y clemente, la piedad se basa en la recitación de salmos y otros pasajes bíblicos, aprendidos de memoria, dos veces al día. En todo esto se refleja la concepción de un cristianismo popular, que se reafirma en el hecho de que el propio Pacomio y sus inmediatos sucesores no fueron ordenados presbíteros, ni tampoco quería que lo fuesen sus monjes. La contraposición con el cristianismo oficial imperante es evidente. Aunque San Pacomio no rompe con la jerarquía eclesiástica y es respetuoso con ella, sin embargo no recomienda el acceso de sus monjes a las órdenes sagradas, consejo que se basa en que generalmente son «origen de celos, envidias y discordias».

Así, pues, koinonia pacomiana es unidad económica, unidad cultural y unidad religiosa. Se concibe y configura frente a lo que les rodea, como rechazo y aislamiento (témenos) de la administración romana, de la cultura griega y de la Iglesia oficial, tratando de buscar y reafirmar su propia identidad. Como señala muy bien M. Mazza, «identidad cultural significaba también, en gran medida, identidad social. Como ya hemos dicho, en los monasterios se reunían elementos de la sociedad egipcia que habían sido rechazados durante siglos y habían sido marginados de la sociedad imperial helenístico-romana; en ellos se encontraba una nueva identidad social. Aquí está uno de los elementos principales del inesperado éxito de la vida cenobítica a comienzos de la Antigüedad tardía... El cenobio, además de una organización económica y social, era una estructura cultural muy conexionada».

Con San Pacomio se alcanzó ciertamente el máximo grado de insti-tucionalización de la vida ascética entre las diversas experiencias que se habían llevado a cabo hasta la época. Su obra fue continuada por sus sucesores (Petronio, Orsiesio, Teodoro), pero también surgieron imitaciones, disensiones y cismas. El más importante fue el protagonizado a mediados del siglo IV por Pgol, quien fundó un monasterio de tipo pacomiano junto al pueblo de Atripe en la zona de Akhmin, también en la Tebaida. A Pgol le sucedió a finales del siglo su sobrino Shenute, (o también conocido como Schenouda) quien llevó este monasterio, conocido como el Monasterio Blanco, a su máximo apogeo. Shenute hizo del Monasterio Blanco un emporio económico, político y religioso. A su muerte se había convertido en un enorme latifundio con 2.200 monjes y 1.800 monjas que incluía pueblos enteros. Su personalidad y su formación cultural son contradictorias y apasionantes y representan muy bien lo que podían llegar a ser estos indígenas egipcios «ilustrados»: irascible y dominante —se decía que en una ocasión había matado a un monje con sus propias manos—, conocedor superficial de la cultura griega que no supo asimilar, su cultura religiosa se basaba en una interpretación elemental y simple de la Escritura, ajena a cualquier elucubración teológica. Hizo del copto, idioma en que escribió una gran cantidad de cartas y sermones, la lengua oficial del cristianismo egipcio que lo elevó a los altares. Shenute llevó a su máximo desarrollo ciertas tendencias al particularismo que ya se manifiestan en San Pacomio. Su gran biógrafo de comienzos de este siglo, J. Leipoldt, le atribuye el haber originado el cristianismo nacionalista egipcio. Aunque el término «nacionalista», al menos en este periodo, resulta discutible, es indudable que Shenute creó un poder económico y social autónomo de las autoridades civiles, militares y religiosas y de los grandes propietarios, frente a todos los cuales defendía a sus monjes-campesinos con formas violentas que estuvieron a punto de desembocar en una guerra abierta. Cabe destacar que Shenute o Shenouda es sólo reconocido como santo por la Iglesia Copta, no así por las Iglesias Ortodoxas.

La herencia de San Antonio y de San Pacomio

Los excesos en que desembocó el cenobitismo bajo la órbita de Shenute son el lógico desarrollo de la experiencia socio-religiosa iniciada por San Pacomio en un medio tan peculiar como el del Egipto del Valle del Nilo en la época romana. En este momento, el conocimiento del anacoretismo del tipo de Antoniano y del cenobitismo pacomiano había llegado a casi todos los puntos del Imperio y había provocado enorme atractivo y numerosas adhesiones e imitaciones. Aunque eran el fruto de un medio y una experiencia específicamente egipcios, las apetencias religiosas y las aspiraciones sociales a que trataban de dar satisfacción estaban ampliamente arraigadas en la sociedad tardo-romana. La desaparición paulatina a partir del siglo III del espíritu «cívico» y de las formas de vida urbana, en que se habían fundamentado la sociedad y la cultura helenístico-romana dominantes, estaban siendo sustituidas por una nueva mentalidad y una nueva escala de valores, que requerían encontrar la adecuación de nuevas formas sociales que reemplazasen a las que representaba y sustentaba la ciudad antigua. Es ya de por sí significativo que tanto San Antonio como San Pacomio procediesen de un medio social y cultural copto —ni siquiera hablaban griego y lo mismo sucedía con la mayoría de sus seguidores— tan alejados de la civilización urbana que tenía su máxima expresión en Alejandría. El modelo de hombre santo, que San Antonio encarnaba y proponía a la imitación, y el modelo de organización social separada y contestataria que logró implantar San Pacomio, representaron dos soluciones a inquietudes ampliamente extendidas, lo que explica su rápido éxito.

Ya en la primera mitad del siglo IV comenzaron a difundirse por casi todo el Imperio, pero en especial en Oriente, diversas formas de vida monacal, inspiradas en los modelos egipcios. Cuando San Atanasio publicó su Vida de Antonio (poco después del 356), la obra se convirtió en verdadero best-seller y fue inmediatamente traducida al latín y a otras lenguas minoritarias y, siguiendo su modelo, surgió una literatura de «vidas de santos» que era devorada por todo tipo de lectores. De modo similar, también las Reglas de Pacomio fueron traducidas al griego, al latín y a otras lenguas y comenzaron a circular distintas versiones e imitaciones. El éxito de este tipo de literatura iba acompañado de la imitación y la difusión de las formas de vida cristiana que encarnaban. Las colonias de anacoretas egipcios y los monasterios pacomianos se convirtieron enseguida en centros de peregrinación donde acudían gentes de todos los pueblos del Imperio. Paralelamente, en otros países, y en especial en Siria, las diversas formas de ascetismo y de monacato tuvieron una difusión y arraigo comparable al de Egipto y la carrera por realizar las formas de ascetismo más extremas y extravagantes dejaron empequeñecidas las experiencias de los anacoretas egipcios. El caso de los santos estilitas, con Simeón a la cabeza, es sólo una manifestación entre otras muchas. Como ya hemos tenido ocasión de poner de relieve, estas formas de monacato son una forma de protesta contra las estructuras sociales y políticas del momento, pero también contra el cristianismo dominante representado por la Iglesia jerárquica. Hay que tener presente que la Iglesia en estos momentos estaba plenamente integrada en el Imperio y había asimilado la mayor parte de los ideales y valores que representaba la civilización antigua y estaba sustituyendo las funciones de cohesión social, de difusión de una forma de cultura y de apoyo al poder político central que la ciudad había desdeñado durante un milenio. Se explica así el recelo y la suspicacia en unos casos, y la oposición y el rechazo en otros, con que es visto el fenómeno monástico y las condenas que sufre por obispos y concilios y por el propio poder civil en ciertas ocasiones. Pero esto no bastaba para frenar su difusión. Se puede afirmar que la Iglesia católica y jerárquica, tal como se había configurado a partir de mediados del siglo II, tuvo en el siglo IV su mayor enemigo en el monacato. Ni siquiera el problema arriano representó, a nuestro modo de ver, un obstáculo semejante.

El monacato urbano de San Basilio de Cesarea

Fueron muchos y variados los intentos que se llevaron a cabo para acabar con el problema. Eran dos las alternativas que se planteaban. La primera era que la Iglesia se amoldase a los esquemas de valores y a la concepción del cristianismo que representaban los monjes. Esto resultaba absolutamente inviable en una Iglesia totalmente integrada a partir de Constantino en las estructuras del Imperio romano y, de haberse llevado a cabo, hubiese significado el hundimiento del Estado. La otra vía era la integración del monacato en las estructuras eclesiásticas en vigor. Esta vía la intentaron muchos obispos, pero hubo dos factores, o mejor dicho, dos personas que desempeñaron un papel fundamental, San Atanasio de Alejandría y San Basilio de Cesarea. La acción del primero fue coyuntural y marginal respecto a la evolución interna del monacato. Cuando surge el problema del arrianismo, San Atanasio, como es bien sabido, se convirtió en uno de los principales defensores y portaestandarte de la teología nicena, y en la lucha que emprendió contra los arríanos supo atraerse el apoyo de los monjes egipcios. La Vita Antonii le ofreció la oportunidad de consolidar y difundir esta alianza presentando una imagen del gran anacoreta leal a la causa del obispo y al credo niceno. Este hecho tuvo una enorme trascendencia pues, cuando, tras la muerte del emperador Valente (378), se impuso en Oriente la teología nicena, la mayoría de los monjes egipcios eran seguidores de esta concepción, lo que facilitó en gran medida el entendimiento entre la Iglesia y los monjes. La importancia que este hecho tuvo se puede deducir de la comparación con lo que sucedió en el siglo siguiente con el monofisismo: en este caso la mayor parte de los monjes orientales, en Siria y Egipto principalmente, se adhirieron a esta doctrina, lo que provocó una ruptura de hecho de estos países con el Estado bizantino y abrieron la vía a la conquista musulmana de estos territorios.

Contemporáneo, aunque más joven que San Atanasio, fue San Basilio de Cesarea. También Basilio jugó en el campo doctrinal junto con los otros obispos denominados Padres capadocios, a saber, su hermano San Gregorio de Nisa y su amigo San Gregorio de Nacianzo, un papel decisivo en el triunfo de la teología nicena. Pero fue su actividad en el ámbito del movimiento monástico lo que aquí queremos resaltar. San Basilio pertenecía a la aristocracia helenizada de las regiones interiores de Asia Menor que había aceptado pronto el cristianismo. Fue un hombre profundamente imbuido de la cultura clásica, estudió en Constantinopla y Atenas, pero cuando iniciaba una brillante carrera como rétor y político se sintió también profundamente atraído por el ascetismo monástico. El principal difusor de éste en el interior de Asia Menor era en esta época Eustacio de Sebaste, quien preconizaba un ascetismo extremo con marcada influencia encratista. Eustacio se había ganado a la hermana y a la madre de San Basilio y después al propio Basilio, que se hizo un ferviente seguidor suyo. Llevado del afán por conocer mejor las experiencias monacales realizó un viaje por Oriente y Egipto, donde entró en contacto con el cenobitismo pacomiano. Esta experiencia debió influir profundamente en él. Vuelto a su tierra hacia el 358, se retira a una propiedad familiar en el Ponto, donde con un grupo de seguidores, entre ellos San Gregorio Nazianceno, crea una comunidad. Pero esta experiencia de retiro ascético iba a durar poco. Hacia el 362 o 364 el obispo de Cesarea de Capadocia, Eusebio, le convenció para que se ordenara sacerdote, se convirtió en un auxiliar indispensable suyo e inició en la diócesis una enorme actividad pastoral y social. Ésta se incrementó cuando en el 370 fue elegido sucesor suyo, como obispo de Cesarea y metropolitano de Capadocia. Hasta su muerte en el 378 desplegaría una acción incansable en todos los órdenes, eclesiástico, social y político, que harán de él uno de los personajes más representativos e influyentes de su época.

Si nos hemos detenido en señalar una serie de datos biográficos de San Basilio, se debe a que consideramos que resultan imprescindibles para valorar la influencia que tuvo en la evolución de la historia del monacato antiguo, pues le dio un rumbo nuevo y una nueva concepción que lleva el sello de las experiencias fundamentales que marcaron su propia vida: el componente ascético y rigorista de Eustacio de Sebaste, el marcado contenido social y comunitario del cenobitismo pacomiano, su dominio de la filosofía y de las formas de pensamiento y de cultura griegas y su actividad pastoral como presbítero y obispo. Este conjunto de experiencias, contradictorias muchas de ellas, contribuyeron a configurar su compleja y rica personalidad como monje, obispo y hombre de acción que le llevó a intervenir de modo decisivo en todos los problemas de su tiempo (doctrinales, de política eclesiástica, sociales, políticos, etc.) y de la que nos ha dejado testimonio en su variada y amplia obra escrita (cartas, sermones, tratados teológicos y ascéticos).

La investigación histórica reciente ha dedicado una gran atención al análisis de la concepción basiliana de la vida monástica y a su aportación a la evolución del monacato, basándose especialmente en el estudio de las que se han denominado sus Regulae, de las que parece compuso dos ediciones diferentes, una más larga y otra más breve, contenidas en el tratado conocido como Asketikon. Este planteamiento ha llevado a establecer una serie de comparaciones con las Reglas de Pacomio como si Basilio hubiese elaborado en estos escritos un cuerpo de doctrina monástico y un código normativo para regular la vida en comunidad. Entre esta bibliografía cabe resaltar el amplio análisis realizado por E. Amand de Mendieta comparando los sistemas pacomiano y basiliano y que ha resumido muy bien García de Colombás:

La obra de San Pacomio es práctica y concreta, mientras que la de San Basilio se funda en una doctrina ascética y monástica coherente... San Pacomio crea inmensos monasterios, San Basilio prefiere comunidades mucho más reducidas, auténticas «hermandades». San Pacomio centraliza, San Basilio opta por la descentralización. San Pacomio alienta la ascesis individualista, San Basilio no se fía de ella. San Pacomio impone una gran cantidad de trabajo manual, San Basilio halla un mejor equilibrio entre la oración y el trabajo...

Todo esto es seguramente cierto y M. Mazza ha sabido glosar estas características y encuadrarlas en el contexto social en que se desarrolló la vida de San Basilio. Pero creemos que éste es un planteamiento reductor de lo que representó el monacato en la vida y la obra de San Basilio. El obispo de Cesarea, como hemos dicho, no elaboró unas reglas monásticas al estilo de Pacomio y de lo que después hará en Occidente san Benito, pues su concepción del monacato está estrechamente fundida con su propia vida y su acción como presbítero y obispo ha quedado reflejada, no en una de sus obras, sino en toda su producción literaria, y en su propia biografía. Creemos que la enorme influencia que San Basilio ejerció en la vida de la Iglesia y la sociedad de su tiempo deriva, más que del hecho de haber sido creador de comunidades monásticas y legislador de la vida comunitaria, aunque ciertamente fue ambas cosas, de que en su persona encarne un tipo de hombre nuevo, muy distinto del “Hombre Santo” que representan los ascetas egipcios en la versión de San Antonio y de San Pacomio. Para comprender esto hay que tomar de modo global la persona y la obra de San Basilio, pues, al igual que San Pacomio y San Antonio, sólo se explican en el ámbito de la sociedad egipcia en que vivieron, Basilio es un «producto» de un medio geográfico e histórico muy diferente.

Hemos señalado antes los diversos factores que influyeron en su formación. A ello hay que añadir que en San Basilio se dan casi todas las características del «hombre nuevo» que encarnan las élites dirigentes del bajo Imperio en el Oriente del mismo: aristócrata y terrateniente, profundamente apegado a la vida urbana, rétor y amante de la cultura griega, pero con profundas convicciones cristianas, monje, presbítero y obispo. Hubo un hecho que creemos resultó decisivo en su vida: cuando, llevado de sus entusiasmos ascéticos, vivía retirado en lo que él consideraba una vida casi idílica en sus posesiones de Annesi, a orillas del río Iris en el Ponto, cedió a las presiones del obispo de Cesárea para ser ordenado sacerdote y compartir con él las responsabilidades del gobierno de la metrópoli. San Basilio aceptó, pero no renunció a seguir siendo monje. Hizo compatible la vida monacal con su actividad incansable al frente de la Iglesia. Este ideal nuevo de monje y hombre de acción, de asceta y de miembro de la jerarquía eclesiástica que él realizó en su vida, trató de infundirlo en su concepción del monacato que va desglosando a lo largo de sus obras literarias. Sacó a sus monjes del retiro de las montañas del Ponto y los convirtió en colaboradores activos de sus labores benéficas, asistenciales y eclesiásticas. La vida monástica se convirtió para él en una simple preparación o «noviciado» para la vida activa. Más que en una serie de peculiaridades formales respecto a los modelos cenobíticos anteriores, creemos que radica aquí el gran giro que Basilio acertó a dar al monacato y que determinó de modo decisivo el futuro de la Iglesia y de la vida monástica.

A modo de conclusión

Hemos visto que el monacato surgió como un rechazo a la organización de la sociedad y de la Iglesia imperantes en esta época crítica que ve el final de la Antigüedad. En el siglo IV se presenta como un movimiento de masas que va penetrando en todos los ámbitos sociales y que pone en peligro incluso la solidez de la Iglesia jerárquica. Lo que en un principio había sido un movimiento de campesinos incultos y desarraigados de Egipto, a mediados del siglo IV había calado entre las clases urbanas y las aristocracias de Oriente y Occidente poniendo en tela de juicio los valores en que se basaban la sociedad civil y la Iglesia. San Basilio es el típico representante de esta aristocracia urbana y cultivada que se vio profundamente atraída por los ideales de la vida retirada que emanan del monacato, pero en un momento dado de su vida logró hacerlos compatibles con su formación en la cultura griega y su apego a las formas de vida urbana en que se expresaba la civilización antigua. La ciudad antigua tenía en Oriente una tradición y arraigo que no había alcanzado en Occidente. La Iglesia era un producto típicamente urbano que como institución estaba reemplazando las funciones que durante siglos habían desempeñado las élites civiles paganas. La labor de Basilio consistió precisamente en integrar también los ideales monásticos en la vida urbana y ponerlos al servicio de los obispos y de la Iglesia institucional. Este proceso se produjo en la parte oriental del Imperio. El Occidente siguió otros derroteros y el monacato aquí sirvió seguramente para desintegrar más una sociedad ya profundamente dividida.

No puede comprenderse la historia posterior del Oriente bizantino sin esta integración que se produjo entre la ciudad, el obispo y los monjes y que aseguró la perduración durante siglos de los ideales y las formas de vida organizada que había creado la Antigüedad. Los monjes pasaron a constituir en las ciudades orientales un elemento activo, díscolo y perturbador muchas veces, que participa en todos los disturbios sociales y religiosos, pero los obispos supieron utilizarlos para apuntalar su situación como máxima autoridad en la ciudad reemplazando a las viejas magistraturas urbanas. El destino de Occidente fue muy diverso. Allí el monacato sirvió seguramente para desintegrar aún más una sociedad que ya estaba profundamente dividida. La historia del monacato occidental es otra historia distinta. San Benito se inspirará en san Basilio, pero el monacato que implanta se corresponde con unos ideales y una sociedad totalmente diferente. San Benito abandonó Roma para retirarse a Subiaco y Monte Casino; San Basilio abandonó su retiro del Ponto para integrarse en su ciudad natal. El destino de una y otra parte del Imperio fue totalmente diferente: la diversa fortuna del monacato entre finales del IV y comienzos del V marcan claramente las diferencias entre dos tipos de sociedad. Esto no significa no reconocer el papel desempeñado por el monacato occidental en la conservación de la cultura antigua, sino que esto se realizaría en Occidente de distinta forma, hasta evolucionar (siglos mas tarde) a las formas políticas y religiosas típicas de la sociedad medieval de cuño latino, cuya realidad era absolutamente diferente a la del Mundo bizantino medieval bajo la ocupación islámica.

Fuennte

Pro ortodoxia [1]