María, diaconisa de la Eucaristía
De Enciclopedia Católica
Al inicio de la ponencia* que hemos oído se señalaba que ésta sería un «ensayo de pedagogía mariana(sic)-eucarística. Se dijo también que se analizarían los números pertinentes de la Encíclica Ecclesia de Eucharistia «para desprender de ellos implicaciones prácticas que ayuden al creyente a vivir la fe eucarística bajo la conducción de la mejor de las maestras: la Santísima Virgen María». En esta línea me propongo ofrecer unas breves reflexiones que se hacen eco de lo que hemos oído. Escribía hace unos años el Cardenal Josef Ratzinger: «Lo que la Iglesia es y debe ser, lo conoce concretamente mirando a María. Ella es su espejo, la medida perfecta de su ser, porque ella es totalmente según la medida de Cristo y de Dios, la “totalmente habitada” por él» .
Y Su Santidad el Papa Pablo VI, en la Exhortación Apostólica Marialis cultus señaló que deseaba profundizar en «María como ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios » .
Es posible aprender de María la disposición espiritual adecuada a la vivencia de la liturgia y en particular de la Eucaristía, centro y culmen de toda la vida litúrgica. El mismo Pontífice escribe que «María es también, evidentemente, maestra de vida espiritual para cada uno de los cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de vida.» . ¿Qué actitudes de María configuran aquella disposición interior con la que los miembros de la Iglesia hemos de celebrar y vivir la Eucaristía? ¿Qué actitudes marianas pueden ser ejemplares para una actuosa participatio en la Eucaristía que permita acoger profundamente la gracia que de ella dimana a fin de que nuestra vida sea culto a Dios y nuestro culto un compromiso de vida? Sin pretensión de exhaustividad intentaré enumerar tres actitudes mariano-cristianas que pueden crear la disposición interior que nos lleva a acoger la gracia y el fruto de la Eucaristía.
1) Para participar activa y fructuosamente en la Mesa de la Palabra y en la Mesa de la Eucaristía hay que vivir el fiat de María en la Anunciación y en el Calvario.
El Fiat de María en la Anunciación permitió que la Palabra se encarnase, iniciándose el camino de Cristo Verbo Encarnado, que llegará a su punto culminante en la ofrenda del Calvario, presupuesto de la Resurrección. En la Encarnación se inicia el camino de Jesucristo hasta su hora. La hora de Jesús «designa el momento de su gloria, es decir, el de la autodonación de sí hasta el extremo, glorificando al Padre con su amor de obediencia» . Entre la anunciación y el Calvario la Palabra se hace Eucaristía. En la Anunciación el Verbo se hace carne para ser conocido, para que los hombres acojamos la revelación del Padre y aprendamos de Él el camino de la vida. En el Calvario el Verbo hecho carne ofrece su vida, se hace Eucaristía. En la Anunciación y en el Calvario estaba María. El Hágase de la Anunciación supondrá el inicio de un camino de Nuestra Señora que llegará también como punto culminante hasta la hora de Jesús. En el Calvario, María Virgen actualizará su fiat, ya que cuando llega la hora de Jesús a María se le pide un nuevo sí. Y entonces, ella se abandona en las manos del Padre. María debe ofrecer a su Hijo, dejar de ser madre. Es la radicalidad de la fe y el abandono. Escribía hace unos años el cardenal Ratzinger: «La meditación sobre la fe de María encuentra su punto culminante y su síntesis en la interpretación de la presencia de María al pie de la cruz…la oscuridad de María es la plena actuación de la comunión de voluntad» con su Hijo.
El Calvario «es la hora en que ambos, Jesús y María, consuman su vocación y misión…El Padre estaba entregando al Hijo al mundo pecador. Jesús se ofrecía a sí mismo en sacrificio. También María ha de desapropiarse del Hijo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz» Por la participación en la celebración eucarística, el fiel cristiano ha de ser capaz de recorrer el camino de María que se ha esbozado. En la Liturgia/Mesa de la Palabra, la Palabra de Dios viene a nuestro encuentro para ser acogida por la fe. Se acoge dócilmente la Palabra para dejarse plasmar por ella y ser capaz de realizar un itinerario que llegará a la ofrenda de sí mismo. El seguimiento del Señor supone siempre acogida del proyecto divino, expropiación del propio querer, renuncia, ofrecimiento, cruz que permite la renovación, la resurrección. Todo cristiano es llamado a participar en la hora de Jesús. Sólo así se forja el cristiano…siguiendo el ejemplo de Cristo…participando en la hora de Jesús como María. La Liturgia/Mesa de la Eucaristía, y en concreto la comunión eucarística, es ese momento de participación en la hora de Jesús; el momento de la autodonación, de la aceptación plena y radical del proyecto divino sobre cada uno. Se trata de unirse al sacrificio de Cristo, como María, conscientes que el sacrificio no supone destrucción sino transformación. El cristiano ha de hacerse, como María, ofrenda existencial que se une a Cristo. Es lo que enseña el Concilio Vaticano II cuando trata del sacerdocio común de los fieles actualizado en la celebración eucarística: «Participando del sacrificio eucarístico, fuente y culmen de toda vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos juntamente con ella» . Se trata de hacer de la vida un culto a Dios, al estilo de María, como señalaba Pablo VI.
2) La participación en la Eucaristía nos inserta en la «revolución del amor» proclamada por María en el Magnificat.
En más de una ocasión nuestro amado Santo Padre Benedicto XVI ha hablado de la revolución del amor. Hans Urs Von Balthasar señala que el Magnificat, Canto de María, habla de una revolución del amor que ha comenzado en ella . Con la Encarnación el amor se ha derrochado en la tierra y la pequeñez y humildad de María están en el centro de aquel «derroche amoroso», de esa «divina revolución del amor». María se maravilla y alaba por las grandes cosas que en Ella ha hecho el Poderoso. Ella comprende mejor que nadie la grandeza del don recibido; comprende que la gracia es gracia; comprende que lo grande que hay en ella no es suyo sino donado para que ella colabore en esa revolución amorosa. La Eucaristía es el don de los dones que puede recibir el creyente en Cristo. La Eucaristía es derroche de amor. Cada creyente al participar en la Eucaristía y, particularmente, al recibir la comunión eucarística, puede sentirse inmerso en el centro del huracán de gracia que la Eucaristía produce. Cada creyente que toma en serio la Eucaristía ha de aprender de María a comprender la grandeza del don recibido: Cristo en el alma. El creyente que comulga se hace portador de Cristo, de modo análogo a María. Cada creyente que comulga adecuadamente puede intentar hacer lo que hizo María en Ain Karem: «ella quiere dar su luz a todos en aquella casa», decía Von Balthasar . El cristiano católico, al comulgar, se experimenta especialmente amado, intenta comprender la grandeza y gratuidad del don, lo grandioso que es acoger a Cristo en su alma, y así, de discípulo amado se hace ferviente misionero que hace presente la luz y el amor de Cristo a los demás, proclamando la grandeza del amor recibido. Así se hace testigo de la esperanza que el mundo necesita, y que «se apoya exclusivamente en la fidelidad de un Dios que no puede defraudar… María brilla en el centro de la comunidad creyente como depositaria de la esperanza…Y nuestras celebraciones eucarísticas deben servir para acentuar nuestra esperanza indefectible y remitirnos nuevamente al mundo llenos de valor y serenidad» , para impulsar la revolución del amor, para construir la civilización del amor.
3) Participar en la Eucaristía nos hace, como María servidores de la comunión.
Una intuición teológica de los últimos decenios, recogida en la fuente de la Escritura (principalmente Pablo) y de la Tradición de la Iglesia (Agustín, …) propone una reflexión sobre la eucaristía desde la categoría de comunión. La eucaristía genera comunión eclesial.
Para Tomás de Aquino el efecto más profundo de la Eucaristía es la comunión eclesial .
El libro de los Hechos de los Apóstoles, al narrar el momento en el que el Espíritu Santo consagra a la Iglesia para cumplir su misión, presenta tres grupos de personas: los Apóstoles, algunas mujeres, y los hermanos (parientes) del Señor. Sin pertenecer a ninguno de esos grupos, es citada de modo singular María, la madre de Jesús. María ocupa un papel importante en la comunidad, la iconografía cristiana la ha representado siempre en el lugar principal, aglutinando a los discípulos de su Hijo en torno a sí, animando la comunión eclesial, comunión fraterna que espera ser sellada por el Espíritu Santo. En esa epíclesis de comunión está María.
El Cardenal Ratzinger escribía en una ocasión:
«La imagen de Pentecostés, debería convertirse en la imagen de nuestra identidad y de nuestra verdadera esperanza. La Iglesia debe aprender nuevamente de María su ser Iglesia.»
Ser Iglesia es ser misterio de comunión, supone abrirse a la acción transformante del Espíritu Santo para entrar en comunión con Dios Trino. Al mismo tiempo, supone abrirse al hermano, acoger al otro como un don entregado por el Señor, como María nos acogió a todos en el Calvario, por eso estuvo en Pentecostés. Comunión con Dios y comunión fraterna, es el compromiso que dimana de la participación en la Eucaristía.
La Eucaristía es celebrada con autenticidad cuando conduce a la comunión. Hemos de tener presente que la dura advertencia de Pablo: «el que come y bebe indignamente…» tiene que ver primariamente con quienes rompen la comunión fraterna, no viven la fraternidad y se acercan a la Eucaristía.
María nos enseña, a quienes participamos de la Eucaristía, a estar en Iglesia, invocando el Espíritu para ser uno en Cristo. En la Plegaria Eucarística se suplica: «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo». María nos enseña a vivir esa unidad, aceptando como hermanos a los demás, con la acogida con que ella acogió a todos como hijos. Tarea difícil pero urgente, pues claro es el deseo de Jesús: «Que todos sean uno para que el mundo crea» (Jn 17, 21).
- Nuestro Congreso Eucarístico y Mariano Arquidiocesano es una invitación a vivir centrados en la Eucaristía con las actitudes de María actualizadas en la celebración eucarística.
Como María, hemos de vivir en la fe, una fe que es seguimiento del Señor en todo momento, también en la noche, en la dificultad; como María hemos de vivir en apertura y disponibilidad para dejarnos hacer por la acción divina; como María nuestra Iglesia Arquidiocesana ha de ser, mediante la recta vivencia eucarística, la Esposa virgen entregada al Esposo (Cristo) y convertirse en Madre fecunda, engendrando nuevos hijos. En María los cristianos podemos encontrar el modelo cumplido de la docilidad a la gracia. Si la Iglesia vive un perfil mariano traspasa la pura visión burocrática y se siente particularmente impulsada a la fidelidad basada en el amor que es respuesta al inmenso amor recibido en la Eucaristía. Una Iglesia mariano-eucarística será dócil al Espíritu, contemplativa, fiel a Cristo, Iglesia que vive el amor que genera comunión. Una Iglesia mariano-eucarística podrá cantar con María el Magnificat y confesar la verdad sobre Dios y su amor por los hombres. Que este Congreso nos haga sentir la urgencia de suplicar, parafraseando la súplica de una de las plegarias eucarísticas del Misal : Que tu Iglesia en Lima, Señor, celebrando y adorando tu presencia eucarística e imitando a Santa María, sea un recinto de verdad y de amor de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando.
Dr. Pedro Hidalgo Pbro.
Rector de la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima