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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Hábito

De Enciclopedia Católica

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Definición

El hábito constituye el efecto de actos repetidos y la aptitud para reproducirlos. Puede ser definido como “una cualidad difícil de cambiar por la que un agente, cuya naturaleza consiste en actuar indeterminadamente de un modo u otro, queda dispuesta fácilmente para seguir esta o aquella línea de acción a voluntad” (Rickaby, Moral Philosophy). La experiencia diaria nos muestra que la repetición de actos o reacciones produce, no siempre una inclinación, pero sí por lo menos una aptitud para reaccionar del mismo modo. Decir que una persona está acostumbrada a cierta dieta, clima o ejercicio; que es un fumador habitual o un madrugador; Que puede bailar, pelear a esgrima, tocar el piano; que está acostumbrada a ciertos puntos de vista, formas de pensar, sentir y querer, etc., significa que gracias a su pasado es capaz ahora de hacer algo que antes le era imposible, de realizar lo que antes se le hacía difícil, de evitar el esfuerzo y la atención que antes le eran indispensables. Igual que cualquier otra facultad o poder, el hábito no puede ser conocido en si mismo, directamente, sino en forma indirecta, retrospectivamente a partir del proceso actual que le da origen, y prospectivamente a partir de los actos que proceden de él. El hábito será considerado:

Hábito en general

Si una actitud, una conducta o una serie de conductas resultantes de una hábito bien formado y profundamente enraizado se compara con la correspondiente actitud, conducta o serie de conductas que precedieron a la adquisición del hábito, se pueden detectar las siguientes diferencias:

La uniformidad y regularidad han ocupado el lugar de la diversidad y la variedad; la misma acción, bajo las mismas circunstancias y condiciones, se repite invariablemente y del mismo modo, a menos que se haga un esfuerzo especial para inhibirla; La selección ha ocupado el sitio de la difusión; luego de una serie de intentos en los cuales la energía se dispersó en varias direcciones, se han detectado finalmente los movimientos apropiados y las adaptaciones; ahora la energía sigue una línea recta y va directamente hacia el resultado esperado; Se requiere menos estímulo para comenzar el proceso, y donde antes se necesitaba vencer algunas resistencias ahora parece bastar una ligera indicación para dar pie a acciones complicadas; Han desaparecido la dificultad y el esfuerzo; los elementos de la acción, cada uno de los cuales acostumbraba requerir de toda nuestra atención, se suceden automáticamente unos a otros; Donde sólo existía un simple deseo, frecuentemente difícil de ser satisfecho, o indiferencia e incluso repugnancia, hay ahora una tendencia, una inclinación o necesidad, y cualquier interrupción involuntaria de una acción habitual o de un modo de pensar generalmente se convierte en un sentimiento doloroso de intranquilidad; En vez de una percepción clara y distinta de la acción y de sus detalles, sólo hay una conciencia vaga del proceso en su totalidad, junto con un sentimiento de familiaridad y naturalidad.

En una palabra, el hábito es selectivo, produce rapidez en las respuestas, ocasiona que los procesos sean más regulares, más perfectos, más rápidos, y tiende a la automatización. De tales efectos del hábito, a una con la amplitud del campo que éste cubre, se puede entender fácilmente su importancia. El progreso requiere flexibilidad, fuerza para cambiar y conquistar, fijeza de las modificaciones más usuales y la fuerza de conservar lo conquistado. La capacidad de adaptarse a nuevas condiciones y la facilidad de los procesos presuponen la fuerza de adquirir hábitos. Sin ellos, no solamente funciones mentales tales como reflexionar, razonar y calcular, sino también las actividades más ordinarias como vestirse, comer y caminar necesitarían un esfuerzo diferente para cada detalle, consumirían mucho tiempo y, aún así, resultarían imperfectos. De ahí que al hábito se le llame también segunda naturaleza, y al hombre se le perciba como un costal de hábitos. Tales expresiones, como todo aforismo, pueden ser sujeto de criticismo, pero no dejan de contener mucho de verdad. La naturaleza es el común denominador de toda actividad y es esencialmente idéntica en todo ser humano. Pero sus muy particulares orientaciones y manifestaciones, el énfasis especial de ciertas actividades, junto con sus múltiples características individuales, son, en su mayor parte, resultado de los hábitos. El habla, la escritura, las diferentes aplicaciones de las habilidades y, de hecho, cualquier acción compleja de la mente y del organismo, que para el adulto o para la persona entrenada constituyen algo natural, solamente se perciben así porque son resultado del hábito. Un niño o un principiante sabe en realidad cuán complicadas son esas actividades. La influencia del hábito se siente aún en las funciones meramente fisiológicas: el estómago se acostumbra a ciertos alimentos, la sangre a ciertos estimulantes o venenos, el organismo total a ciertos horarios de reposo y vigilia, al clima y al ambiente circundante. Toda actividad mental en el adulto es resultado de hábitos, o modificada por éstos. Los hábitos de pensamiento, especulativos y prácticos, hábitos de sentimiento y voluntad, actitudes religiosas y morales, etc., están continuamente cambiando la visión que las personas tienen de las cosas, de otras personas y de los sucesos a su alrededor. De ese modo determinan su conducta respecto a quienes están de acuerdo o en desacuerdo con ellos. La observación y la reflexión muestran que el imperio del hábito es prácticamente ilimitado y que no hay actividad humana a la que no llegue su influencia. Es difícil exagerar su importancia; el peligro radica más bien en la posibilidad de minimizarla o de no valuarla debidamente.

El hábito se adquiere por el ejercicio; en ello difiere de los instintos y de otras predisposiciones naturales o aptitudes innatas. En una serie de acciones, el hábito comienza desde la primera pues, si ésta no dejara huella alguna, no habría razón alguna para ejecutar la segunda o ningún otro acto subsecuente. En esa primera fase la huella o disposición es demasiado débil para ser considerada un hábito. Debe crecer y reforzarse a través de la repetición. El crecimiento del hábito es doble, intensivo y extensivo, y puede ser comparado con el de un árbol que extiende sus ramas y raíces más y más lejos adquiriendo, al mismo tiempo, una mayor vitalidad, que puede resistir más efectivamente los obstáculos de la vida y oponer mayor resistencia a ser derribado. También el hábito se ramifica. Su influencia, primeramente restringida a una sola línea de acción, se extiende gradualmente dejándose sentir en muchos otros procesos. A la vez, sus raíces profundizan y se incrementa su intensidad de modo que es más y más difícil cambiarlo.

Los principales factores del crecimiento de un hábito son:

El número de repeticiones, dado que cada repetición fortalece la disposición producida por el ejercicio anterior; Su frecuencia: un intervalo muy prolongado de tiempo hace que la disposición se debilite mientras que uno muy corto no ayuda a que haya suficiente reposo, lo cual produce fatiga orgánica y mental; Su uniformidad: el cambio debe ser lento y gradual y los elementos nuevos deben añadirse poco a poco; El interés que se pone en las acciones, el deseo de tener éxito y la atención que se da; El placer que resulta o el sentimiento de éxito con el que se asocia la idea de la acción

No obstante, no se puede dar regla general alguna para distinguir estrictamente tales factores. Por ejemplo, la determinación de la frecuencia con la que las acciones deben ser repetidas, o de la velocidad con la que se deba incrementar la complejidad de las mismas, dependerá no sólo de los factores psicológicos comprobables de interés, atención y aplicación, sino de la naturaleza de las acciones que han de realizarse y de las tendencias y aptitudes naturales. Los hábitos decrementan o desaparecen negativamente a causa de la falta de ejercicio, y positivamente a base de actuar en la dirección contraria, antagónica a los hábitos que ya existen.

Aspectos fisiológicos

Toda operación orgánica se debe a, o es facilitada o modificada por el hábito. Algunos hábitos, como aquellos que se refieren al clima, a la temperatura, a ciertas comidas, etc., son puramente fisiológicos, con poca participación de la mente. Por ejemplo, la misma dosis de alcohol o de estimulantes puede ser fatal para algunos organismos, mientras que es algo necesario para quien se ha habituado a él. O también, un pájaro, encerrado en un lugar en el que el aire se ensucia gradualmente, se acostumbra tanto a esa condición de hedor de la atmósfera que puede vivir varias horas aún después de que el aire haya sido envenenado con tanto ácido carbónico que mataría inmediatamente a cualquier otra ave que entrara ahí de repente. En la adquisición de otros hábitos fisiológicos, especialmente los que tienen que ver con habilidades y destrezas, tienen gran importancia los factores psicológicos, sobre todo la idea anticipada del fin, que dirige la selección de los movimientos apropiados y la subsiguiente idea de éxito, asociada a dichos movimientos. Más aún, un número de esos hábitos es utilizado bajo la guía de la mente. De ese modo la facilidad adquirida de escribir se adapta a las ideas que debe expresar; el ejercicio de la esgrima consiste en la adaptación de ciertos movimientos, facilitados por el hábito, a los movimientos percibidos o previstos del adversario. Son hábitos mixtos del organismo y de la mente.

El hábito fisiológico supone que una acción, luego de ser ejecutada, deja cierta huella en el organismo, principalmente en el sistema nervioso. Según los datos actuales de la ciencia fisiológica, no se puede determinar exactamente la naturaleza de tales huellas. Algunos las describen como movimientos y vibraciones persistentes; otros, como impresiones fijas y modificaciones estructurales; otros finalmente, como tendencias y disposiciones a ciertas funciones. Esas posturas no son exclusivas. Pueden ser combinadas. Pues la disposición, que hace referencia más directa a procesos futuros, puede resultar de impresiones o movimientos permanentes, relacionados especialmente a procesos pretéritos. En forma algo metafórica, se ha tratado de explicar el hábito fisiológico describiéndolo como una canalización, o como la creación de veredas de menor resistencia sobre las que tiende a marchar la energía nerviosa.

Aspectos psicológicos

El hábito psicológico significa la facilidad adquirida de los procesos conscientes. La educación de los sentidos, la asociación de ideas, las actitudes mentales derivadas de la experiencia y de los estudios generales o especiales, la fuerza de la atención, la reflexión, el razonamiento, la deducción, etc., y todos aquellos factores complejos que forman el marco humano de mente y carácter, tales como la fuerza de voluntad, debilidad o terquedad, irascibilidad o calma, atracción y rechazo, y otros, se deben en gran parte a hábitos contraídos voluntaria o involuntariamente. A causa de la gran variedad de procesos conscientes y a la complejidad de sus determinantes, es difícil reducir los efectos psicológicos del hábito a leyes universales. Frecuentemente se dice que el hábito disminuye la conciencia. Esta afirmación no puede ser aceptada indiscriminadamente. A veces estar acostumbrado a un estímulo causa la cesación de una conciencia clara del mismo, como puede ser el caso del sonido repetido de un reloj que poco a poco deja de ser percibido distintamente. Pero a veces, también, implica un aumento en la conciencia, como en el caso del oído del músico, con su fineza desarrollada para percibir la más ligera variación de sonidos. Hay que tener en mente algunas distinciones. Primeramente, entre una sensación prolongada, que produce fatiga y consecuentemente entorpecimiento del órgano sensorial, y una sensación repetida que permite suficiente reposo. Una segunda, entre procesos mentales en los que la mente se mantiene pasiva, y aquellos en los que es primariamente activa, pues el hábito disminuye la sensitividad pasiva y aumenta la activa. Finalmente, uno debe ver si los procesos conscientes son fines o simplemente medios. La relación a la calidad de los sonidos que debe producir, la actividad de los dedos del pianista o las cuerdas vocales del cantante son un medio para lograr un fin. De ahí que el músico se vuelva menos consciente de esa actividad y más consciente del resultado que espera. En cualquier caso, dado que la energía fluye naturalmente en la dirección deseada, el esfuerzo y la atención están en relación inversa con el hábito.

Al placer se le aplica generalmente el proverbio “Assueta vilescunt” (la costumbre engendra desprecio). La repetición hace que una experiencia idéntica pierda su novedad, que constituye uno de los elementos de placer e interés. Sin embargo, la rapidez del decrecimiento depende no sólo de la frecuencia de la repetición, sino también de la riqueza y variedad contenidas en la experiencia. Es por ello que algunas composiciones musicales se vuelven aburridas más pronto que otras en las que la mente continúa descubriendo siempre nuevos elementos de disfrute. Los placeres que resultan de la satisfacción de necesidades periódicas, como el descanso o el alimento, no sufren cambios por la sola repetición. Las inclinaciones (deseo o aversión) decrecen; los deseos frecuentemente se transforman en necesidades o en apetitos inconscientes a partir de experiencias que en un momento fueron placenteras pero que han perdido su sabor o se han vuelto incluso ofensivas. Cuando desaparecen, extrañamos cosas o personas con las que teníamos estrecha relación, aún cuando no constituyeran una fuente de placer. A menos que en realidad se incrementen o que las exagere la imaginación, las impresiones dolorosas se vuelven menos precisas. La actividad mental se refuerza con el ejercicio en proporción a las disposiciones naturales y a la cantidad y calidad de la energía utilizada. De ahí que el hábito sea una fuerza que nos empuja a actuar, disminuye la fuerza de la voluntad y puede llegar a ser tan fuerte que sea casi irresistible.

Aspectos éticos

Desde el punto de vista ético, la principal división de los hábitos es la que los separa en buenos y malos, o sea, en virtudes y vicios, según que lleven a acciones conformes o contrarias a las reglas de moralidad. No hace falta insistir en la importancia del hábito en la conducta moral, puesto que la mayor parte de las acciones humanas se realizan bajo su influencia, frecuentemente sin reflexión, y de acuerdo a principios o prejuicios a los que la mente se acostumbra. Los dictados reales de una conciencia estrecha dependen de hábitos intelectuales, especialmente aquellos de rectitud y honestidad, sin los cuales sucede que la mente actúa no para saber qué es malo o bueno sino para justificar el curso de acción que uno ya ha adoptado o desea adoptar. También la costumbre es un factor importante, por la frecuencia de su incidencia. Aunque al inicio se sepa que algo es malo, poco a poco se vuelve familiar y su realización no nos produce sentimientos de remordimiento o vergüenza. La voz de la conciencia se ahoga; deja de avisarnos, o al menos, ya no ponemos atención a su aviso. A base de limitar la libertad, el hábito también disminuye la responsabilidad del agente, pues se pone menos atención a las acciones y escapan gradualmente al control de la voluntad. Es importante notar, empero, la distinción entre hábitos adquiridos y retenidos conscientemente, voluntariamente y con cierto conocimiento de las consecuencias, y los hábitos adquiridos inconscientemente, sin siquiera darse cuenta de ellos, y por tanto sin pensar en sus posibles consecuencias. En el primer caso, las acciones buenas o malas, aunque no fuesen totalmente libres, son imputables al agente puesto que su causa es voluntaria. O sea, son voluntarias en cuanto se consintió implícitamente a las consecuencias del hábito. Si, por el contrario, la voluntad no tuviese parte en la adquisición o retención del hábito, los actos que nacieran de él no serían voluntarios. Pero tan pronto se percate el agente de la existencia de los peligros anejos al hábito, el esfuerzo por erradicarlo se convierte en obligatorio.

Aspectos pedagógicos

La diferencia que se da entre un niño y un adulto no es meramente cuantitativa de energía, corporal y mental, sino más que nada una de adaptabilidad, coordinación o hábito, gracias a la cual tal energía queda disponible para un propósito definido. El crecimiento, el desarrollo y la organización deben avanzar juntos. El mayor objetivo de la educación es dirigir el desarrollo armonioso de todas las facultades del niño según su importancia relativa; hacer por el niño lo que éste no puede aún hacer por si mismo, específicamente preparar sus diferentes energías para su uso futuro y seleccionar entre todas las tendencias de su naturaleza aquellas que deben ser cultivadas y aquellas que deben ser destruidas. El trabajo debe proceder gradualmente de acuerdo a las cada vez mayores capacidades del niño y siempre se ha de guardar en mente que en los años tempranos tanto el organismo como la mente son maleables y fácilmente influenciables. La adaptabilidad disminuye posteriormente y frecuentemente el aprendizaje de un nuevo hábito significa romper con alguno ya existente. Al crecer la complejidad de funciones se vuelve imperativo, en la medida de lo posible, que los nuevos elementos encuentren pronto su lugar y asociaciones apropiados y que echen raíz ahí. De otro modo será necesario posteriormente erradicarlos y quizás trasplantarlos a algún otro lugar. De ahí que todos los hábitos necesarios para el crecimiento humano deban ser cultivados de modo que queden como grabados uno sobre otro. Por lo mismo es inadmisible el principio de la educación negativa propuesto por Rousseau. Según él, en los primeros años “el único hábito que se debe permitir adquirir a un niño es el de no adquirir ningún hábito”, ni siquiera el de usar una mano en vez de otra, o los de comer, dormir, actuar a horas regulares. Hasta los doce años el niño no debe saber distinguir entre su mano derecha e izquierda. En lo tocante a la inteligencia y voluntad “la primera educación debe ser puramente negativa. No debe consistir en enseñar virtudes y verdades, sino en proteger el corazón contra el vicio y la mente contra el error”. Evaluando este principio se debe recordar que hay tres períodos en el desarrollo de cualquier actividad. Uno, de difusión, en el que las acciones se desarrollan casi al azar y la energía se dispersa por muchos canales. El segundo, de esfuerzo para coordinar, en el que se eligen y practican los modos apropiados de funcionar. El tercero, de hábito, que quita todo lo superfluo y facilita enormemente los modos correctos de funcionamiento. Prolongar el primer período y limitar el último, que es el más perfecto, sería cometer una injusticia contra el niño, quien tiene derecho no sólo a lo necesario para su vida sino a todo aquello que ayude en su desarrollo. Se puede preguntar: ¿cómo se puede proteger del vicio el corazón, y la mente del error sin mostrar lo que es el vicio y el error y sin enseñar la virtud y la verdad? ¿Cómo puede en general un mal hábito ser evitado o combatido más efectivamente que con la adquisición de un hábito contrario? La experiencia muestra que muchos hábitos buenos que no se adquieren en la infancia no se adquieren nunca, o por lo menos no con la perfección deseada, y muchos defectos del adulto se pueden rastrear hasta la educación temprana. Es importante que el maestro conozca, si quiere obtener buenos resultados, las aptitudes naturales de cada uno de sus alumnos. Porque lo que para éste es posible puede ser para otro, si se le exige lo mismo, una causa de desaliento e influenciar incluso la mente del niño. La utilización de premios y castigos debe hacerse siempre de manera adecuada a las disposiciones del niño y dirigidos por el efecto general del hábito sobre las impresiones y emociones placenteras y desagradables. Al mismo tiempo que crecen los hábitos se debe poner atención a sus peligros y no se debe hacer del infante un mero autómata. Los hábitos de reflexión y atención, a una con la determinación y fuerza de carácter, capacitarán al niño a controlar, dirigir y gobernar otros hábitos.

Aspectos filosóficos

En la metafísica aristotélica y escolástica el hábito aparece bajo la categoría llamada cualidad. Para ser sujeto de un hábito el ser debe hallarse in potentia (vea ACTUS ET POTENTIA), o sea, ser capaz de determinación y perfección. Su potentia no debe reducirse a un solo modo de actividad o receptividad puesto que donde no se da una fijación absoluta, donde se siga siempre una única línea, no queda espacio para el hábito, que de si mismo indica adaptación y especificación. Bajo la fuerza de esta condición, Santo Tomás sostiene que el hábito propiamente dicho no se puede encontrar en el mundo material, sino sólo en las facultades del intelecto y la voluntad. En el hombre se puede hablar, sin embargo, de hábitos orgánicos acerca de aquellas funciones que dependen de las facultades espirituales. La materia, aún en plantas o animales, es simplemente un sujeto de disposiciones, y la diferencia entre el hábito y la disposición es que aquel es más estable y ésta más fácilmente mutable. Se han levantado varias objeciones contra esta posición. En primer lugar, la distinción propuesta entre hábito y disposición no está basada en nada esencial sino en una diferencia de grado, lo cual no parece suficiente para marcar una línea estricta entre los seres que son sujetos de hábitos y aquellos que lo son solamente de disposiciones. Si queda claro que los hábitos morales de voluntad son diferentes de los meramente orgánicos, no es posible decir porqué, por ejemplo, el hábito de un caballo de detenerse en ciertos lugares, o el hábito de animales entrenados, difieren radicalmente de los hábitos humanos de destreza y habilidad y porqué sólo se llama hábito al último. De acuerdo a algunos comentarios de Aristóteles, es bien cierto que una roca arrojada al aire nunca va a adquirir facilidad alguna para repetir esa acción, pero siempre tendrá la tendencia a caer hacia el centro de atracción siguiendo una línea vertical. Tampoco una rueda de molino adquiere facilidad para ejecutar igual movimiento a pesar de haber girado en la misma dirección cientos de veces, excepción hecha de un movimiento intrínseco causado por la adaptación de su mecanismo. A pesar de ello, a mayor variedad de elementos de un sistema material también se dará mayor espacio para más arreglos y, consecuentemente, nuevas aptitudes permanentes. Ejemplo, en la hoja de papel que, una vez doblada, se dobla más fácilmente; en las ropas o zapatos que, habiendo sido usados por algún tiempo, se adaptan mejor al cuerpo; en el mecanismo que da mejores resultados después de funcionar por un tiempo; en el violín que mejora con el buen uso y se desmejora con el abuso y en los animales domésticos o entrenados, etc., hay algo análogo al hábito, que no puede ser distinguido de él por la simple mayor mutabilidad. Si se considera el hábito exclusivamente desde el punto de vista de la retentividad, no hay razón alguna para dudar de su existencia en el mundo material. Se ha dicho que, siendo simplemente una aplicación de la ley de la inercia, encuentra su máxima aplicación en la materia inorgánica, la cual, a menos que se le oponga una fuerza contraria, conserva indefinidamente sus modificaciones o condiciones de reposo o movimiento. Es por ello que James escribe que “la filosofía del hábito es, en primera instancia, un capítulo de la física antes que serlo de la fisiología o la psicología”. Sin embargo, dado que hábito significa esencialmente una especificación de aquello que estaba indeterminado, y la fijación de lo que era indiferente, desde este punto de vista de la plasticidad, adaptabilidad, indeterminación y selectividad, es mejor aplicarlo a lo orgánico más que a la materia inorgánica. Y en un sentido aún más estricto, a la voluntad, capaz incluso de determinaciones tan opuestas como temperancia e intemperancia, decir la verdad o mentir, y, en general, de actuar de una u otra manera o de abstenerse enteramente de acción alguna.

Aspectos teológicos

La cuestión de los hábitos tiene, en la teología, varias aplicaciones importantes. Su discusión es necesaria en la moral fundamental para determinar el grado de responsabilidad de las acciones humanas. El tratado de penitentiae se relaciona con la actitud que debe tomar un confesor respecto a penitentes que habitualmente caen en los mismos pecados, con las reglas para conceder o negar la absolución y con el consejo que se debe dar a tales personas para ayudarlas a dejar esos hábitos. Los escolásticos, utilizando una terminología poco adecuada al significado moderno de hábito y algo confusa para el lector laico, distinguen entre hábito natural y sobrenatural, entre adquirido e infuso. Algunos hábitos naturales son adquiridos por la práctica; otros, son innatos, como el habitus primorum principiorum, es decir, aptitudes humanas innatas de la mente para captar la verdad de los principios evidentes por si mismos en el mismo instante en que se entiende su significado. Los hábitos sobrenaturales no pueden ser adquiridos puesto que ellos dirigen a la persona humana a su fin sobrenatural y están, por eso mismo, sobre las exigencias y las fuerzas de la naturaleza. Suponen un principio más elevado, dado por Dios: la gracia “habitual” o santificante. Con la gracia habitual se infunden en el alma las tres virtudes teológicas, las cuales son también habitus supernaturales, y según una opinión más generalizada, también las cuatro virtudes cardinales y los dones del Espíritu Santo. Tales “habitus”, de si mismos, no están capacitados para actuar, sino sólo la fuerza, la mera potentia. La capacidad- el hábito propiamente dicho, o la virtud, en sentido estricto- se adquiere a través de la cooperación del hombre con la gracia divina y por la repetición de acciones. Y al contrario, esos habitus se pierden o disminuyen a causa del pecado.


Fuente: Dubray, Charles. "Habit." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07099b.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío.