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Martes, 19 de marzo de 2024

La Cruz del Valle de los Caídos, y la Reconciliación de los españoles

De Enciclopedia Católica

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120481509 1026934721060045 4288973184456296332 n.jpg“HACIENDO LA PAZ POR LA SANGRE SU CRUZ” (Col. 1, 20). LA CRUZ DEL VALLE DE LOS CAÍDOS Y LA RECONCILIACIÓN DE LOS ESPAÑOLES


El uno de abril de 1940, un año después de acabada la Guerra Civil, Franco firmaba un decreto (BOE 2 de abril de 1940, p. 2240) disponiendo la construcción de un complejo monumental católico, empresa que ya tenía decidida antes del final de la guerra, “con objeto de perpetuar la memoria de los que cayeron en nuestra gloriosa Cruzada”, y por la tarde se hizo la inauguración oficial de las obras.

Era una idea que ya le venía rondando desde los tiempos de la contienda. Nada más tradicional, que emulaba los votos a la divinidad de erección de recuerdos imperecederos de los caudillos y monarcas en casos de salir victoriosos de una guerra.

Conforme pasaron los años, después de la II Guerra Mundial, fue reconcebido como signo de la nueva era inaugurada en España bajo el signo de la reconciliación, dando cabida a fallecidos de ambos bandos, siempre que fueran españoles y católicos: “dar sepultura a cuantos cayeron en nuestra cruzada, sin distinción del campo en el que combatieron”. El cardenal Cicognani, con motivo de la consagración de la basílica, recordaba las finalidades espirituales para las que ha sido construido el monumento: “aplacar asiduamente a Dios, ofrecer sufragios por las almas de los muertos en la guerra y rezar por la Nación española”. Habría de ser una obra compleja y meditada, cuya concepción emanó del propio Franco, y que se distingue absolutamente de los numerosos memoriales europeos levantados tras las dos contiendas mundiales, por lo que está inseparablemente unida a su persona, pues su implicación fue desde la elección del sitio y los artistas hasta la supervisión permanente de las obras. Desde su concepción, debía ser una obra grandiosa, un monumento único, acorde con la vocación imperial de España, en la que Franco creía y la que se quería recuperar, restaurando la gloria y la grandeza pretéritas perdidas, tras tres siglos de decadencia, al modo que El Escorial de Felipe II conmemoraba la victoria en la batalla de San Quintín. Después de haber hecho varias expediciones en la Sierra del Guadarrama en busca del lugar idóneo, finalmente, a comienzos de 1940, en compañía del General Moscardó, el héroe del Alcázar de Toledo, encontró el lugar idóneo, una finca del Marqués de Muñiz, no lejos de lugares preñados de historia, como el Palacio de La Granja de Felipe V y el Monasterio de El Escorial de Felipe II. Estaba a 1400 m., sobre el nivel del mar, altura mucho mayor que el monasterio escurialense.

Las obras se declararon de “urgente ejecución”, según la ley de siete de octubre de 1937, que empezó con la expropiación forzosa de la finca, por la que se pagaron 653.483,76 pesetas de las de 1940. Se estimaba un año para la construcción hipogea y cinco para el conjunto. No obstante, las obras habrían de poner a prueba la constancia y la paciencia de Franco, pues duraron casi veinte años. Pero en ningún momento cayó en el abatimiento ni en la tentación de soluciones rápidas; hubo múltiples modificaciones en el proyecto, bien por dificultades técnicas, bien para que quedara a plena satisfacción.

Estaba el problema de la financiación en un momento en que España estaba devastada así como la mayor parte de Europa. Primeramente, debemos decir que la gestión corrió a cargo del Consejo de Obras del Monumento Nacional a los Caídos, creado por decreto de Julio de 1941. Para no ser gravosa, a ello se dedicó primeramente lo sobrante del fondo de subscripción nacional de donativos para la causa nacional, procedente de donaciones particulares, entre las que se contaron las de la Reina Victoria Eugenia y de Don Juan de Borbón, que ya estaba agotado en 1952.

Se adoptó como solución, por un acuerdo ministerial la cesión del producto del sorteo de la lotería nacional de cada cinco de mayo, sorteo extraordinario. Esta fórmula de financiación ya había sido utilizada en 1928 para la construcción de la Ciudad Universitaria de Madrid. Así se llevó a cabo entre 1953 a 1958, ambos inclusive, a lo que se unieron numerosos donativos aportados por un significativo número de particulares, alguno de ellos de cuantía importante. Pertenece esta magna obra al primer periodo del gobierno franquista, al de posguerra, que abarca aproximadamente hasta 1950. La arquitectura oficial, al tratarse de un régimen personalista, que elabora una ideología fundante, no se escapa de una dirección determinada, que en este primer momento se centra en proponer como modelo el estilo herreriano, que hace referencia a la época de mayor esplendor del Imperio español, la de El Escorial, y está en sintonía con la austeridad y el clasicismo imperantes en la arquitectura pública de Europa. El Valle de los Caídos está ubicado a 58 km. al noroeste de Madrid, en el término municipal de San Lorenzo de El Escorial, del que se encuentra a 15 km., en una finca de 1.377 hectáreas de monte, conocida como Cuelgamuros, en plena Sierra de Guadarrama, en el risco de la Nava, peñasco troncocónico rodeado de montañas. No es casualidad que se eligiera el Sistema Central, que es un eje fundamental de vertebración de la península y que, por eso, es uno de sus símbolos.

Su proyectada grandiosidad se justificaba así en su decreto de erección: “Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido y que constituyan lugar de meditación y de reposo en que las generaciones futuras rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor”. Según la idea del propio Franco, como hemos ya comentado, el complejo fue proyectado por el arquitecto Pedro Muguruza Otaño (1893-1952), de fama consolidada y afecto al régimen político, y, tras dejar las obras por enfermedad en 1950, lo ultimó su discípulo el arquitecto Diego Méndez González (1906-1987), por entonces arquitecto de la Casa Civil del Jefe de Estado desde 1943, que introdujo cambios en el diseño original, mientras que se le asignó al escultor Juan de Ávalos los trabajos principales de decoración, en la que participaron también otros artistas.

Franco, con grandes conocimientos de ingeniería y arquitectura, solía visitar y supervisar los trabajos con frecuencia. Éstos se dividieron en tres fases: la construcción de seis kilómetros de carretera para el acceso a Cuelgamuros, la perforación de la roca con dinamita, que debía albergar la basílica, y la construcción de ésta y de las demás dependencias y, finalmente, de la Cruz monumental.

En cuanto a la leyenda negra de que el conjunto fue construido por presos de guerra obligados a trabajos forzados, en primer lugar hay que decir que el trabajo penitenciario, sobre todo a partir de finales del siglo XIX, se empezó a considerar en el mundo occidental una ocasión para la reforma y posterior reincorporación a la vida social de reo.

En España se va a aplicar incluso para la redención de penas en época de Franco. El tiempo de trabajo va a tener una equivalencia favorable para el recluso, acortando el tiempo de condena: un día de trabajo va a ser equivalente a dos de condena, luego se amplía a tres y finalmente se acaba ampliando hasta a seis, con lo cual una pena de treinta años, que era la conmutación de la pena capital por delitos de sangre, se acababa reduciendo a cinco o seis años de condena. Por un lado tenía una finalidad benéfica de promover la reforma del recluso y acelerar su reinserción social, y por otro lado una finalidad práctica de vaciar las cárceles de presos por causas de la guerra civil, cuya mano de obra era necesaria después de la gran sangría demográfica, sobre todo de presos con delitos de sangre, a los que no parecía procedente aplicar una amnistía o indulto. En el Valle de los Caídos es cierto que trabajaron presos políticos junto a presos comunes; hubo mano de obra reclusa entre marzo de 1943 a enero de 1950, en algunos contados casos, unos pocos meses más, hasta el final de 1950, regulados por las normas del Patronato Central de Redención de Penas por el Trabajo, estimado en un número máximo de dos mil trescientos, y cuya incorporación era solicitada voluntariamente y debía ser comprobada previamente su buena conducta en la cárcel. Muchos se acogieron al decreto de “indulto total” de fecha nueve de octubre de 1945. Presos políticos se estima que fueron entre ochocientos y mil.

Además de redimir pena por su trabajo, los reclusos recibían, al principio, un jornal mínimo de siete pesetas más la comida, que pronto se elevó a diez pesetas diarias, más gratificaciones por trabajo a destajo o por peligrosidad, o que se elevaba según su categoría profesional; pasando los años, se les retenía las tres cuartas partes de la paga, que se ingresaba en la Caja Postal de Ahorros para sus familias, y, de no tenerlas, para cuando recobraran la libertad.

Al tiempo, gozaban de vivienda y escuela gratuitas, por lo que muchos se llevaron a sus familias a residir en el Valle, donde convivían con el resto de empleados en el poblado de Cuelgamuros, e incluso se iban juntos a las fiestas de El Escorial. Siempre, no obstante, por necesidad de especialización, hubo más obreros libres que presos. Incluso las víctimas mortales que ascienden al número de catorce en todo el tiempo de construcción fueron en su casi totalidad obreros libres en trabajos arriesgados. El templo, al ser hipogeo, refuerza su principal finalidad funeraria.

Igualmente no puede pasar por alto ser una alusión a la Cueva Santa de Covadonga (Asturias) y al monasterio rupestre de San Juan de la Peña (Huesca), que son símbolos del origen de los reinos asturleonés y aragonés, que para Franco son el origen de España, fraguada por la unificación de los Reyes Católicos, lo que también lo inspiró para la elaboración del escudo de la nación, que es el Isabel y Fernando, sólo con el cambio del Reino de las Dos Sicilias por las cadenas de Navarra. Esta idea se hace aún más evidente por la idea primitiva, que se mostró luego irrealizable, de dar a la iglesia el aspecto de una cueva natural.

Está compuesto de un vestíbulo, un atrio, un espacio intermedio, una amplia nave, con seis pequeñas capillas laterales marianas, tres a cada lado, que termina en un tramo de menor anchura y altura, para desembocar en el crucero, con dos capillas en los extremos de éste, la del Santísimo y la del Sepulcro, y coro lígneo en el ábside, de inspiración renacentista, planta semicircular y setenta sitiales dispuestos en tres alturas o niveles.

Las capillas tienen sobre su entrada, en los muros de la nave, sendos grandes relieves de alabastro correspondientes a distintas advocaciones marianas. Por orden de entrada, a la derecha: Inmaculada Concepción, Nuestra Señora del Carmen (ambas son obra de Carlos Ferreira) y Nuestra Señora de Loreto (de Ramón Mateu), patronas de los ejércitos de tierra, mar y aire, y la primera también de España; a la izquierda: Nuestra Señora de África (de Ferreira), patrona de Ceuta, Nuestra Señora de la Merced (de Lapayese), patrona de Barcelona, y Nuestra Señora del Pilar (Mateu), patrona de Aragón.

Entre las capillas se encuentra colgada una maravillosa serie de ocho grandes tapices del Apocalipsis de San Juan (5,20-5,30 m. de altura a 8,55 a 8,90 de anchura), encargados por el Emperador Carlos V en Frandes en torno a 1553, traídos del Palacio de La Granja en 1955. Actualmente lucen unas esplendidas réplicas realizadas por las Industrias Artísticas Agrupadas. El tema escatológico es, sin duda, tremendamente apropiado para una basílica funeraria.

La basílica tiene en total 262 m. de largo, 11 m. de anchura y altura la nave, y su cúpula 45 m. de altura por 40 de diámetro, con linterna que ilumina el altar mayor bajo ella, decorada con un mosaico de Santiago Padrós. Hay una leyenda, que me la contaba mi padre, que dice que la basílica del Valle de los Caídos iba a ser más larga que la de San Pedro de Roma y que tuvieron que acortarla porque no está permitido que haya basílicas con más longitud que la romana. Todo el recorrido excavado es ciertamente más largo la basílica vaticana.

Por eso, dice dicha leyenda que la reja que se puso separando el atrio, se colocó para que el espacio sagrado de la basílica fuera más corto que San Pedro, cuando en realidad es para proporcionar el interior. La longitud excavada es tan larga para que el Cristo del altar y la cúpula estén en el mismo eje de la cruz monumental, que son unos 267 m. de longitud, con un sentido cósmico de centralidad de la Cruz, cuyo misterio se actualiza en la eucaristía. La imagen lígnea del Crucificado sobre el altar es obra del artista guipuzcoano Julio Beobide. Este encargo puede atribuirse a la suerte. En el verano de 1940, invitado por el pintor Zuloaga en su casa de Zumaya, Franco se quedó prendado de un crucificado de su capilla, y el pintor acabó con recelo confesándole que era obra de Beobide, un escultor nacionalista vasco. Zuloaga se quedó sorprendido cuando Franco le contestó que no le importaba el pensamiento político del escultor para su crucificado del altar del Valle de los Caídos, que había de ser símbolo de reconciliación, y para cuya escultura él personalmente había elegido una rama de enebro. El escultor recibió como pago 20.000 pesetas en 1941.

Terminada la basílica, excavada 250 metros en el interior de la roca, había que coronar la obra, que se había decidido que fuera por una majestuosa cruz sobre el risco de la Nava, que albergaba la basílica. Era una tarea difícil, y se sucedieron numerosos diseños durante casi diez años que no llegaban a convencer. La idea de la Cruz monumental había partido del afamado arquitecto Casto Fernández-Shaw Iturralde, inspirada por la lectura del Poema de las Montañas. Siete Picos: la Cruz soñada, de su padre Carlos Fernández Shaw (+1911), incluido en una antología poética sobre las bellezas de la sierra madrileña, publicada precisamente poco antes en 1936, que puede adjetivarse de profético:

“Yo igualaría, nivelaría,

-ya los nivela mi fantasía-,

los agrios picos, las recias cumbres de roca brava,

-de roca estéril como la estéril, siniestra lava-,

y allá por artes maravillosas, levantaría

sobre las piedras despedazadas del peñascal,

bajo los cielos, que son imagen de lo infinito,

una grandiosa Cruz, de granito,

triunfal imagen de la Justicia, de la Clemencia, del Ideal”.

Sin duda la erección de la Cruz no estaba ajena al recuerdo de la Reconquista, que también asumió el carácter de cruzada como la contienda civil recién terminada, la una por recuperar para el cristianismo los terrenos peninsulares, ésta por liberar de la persecución de la Iglesia perpetrada por socialistas, comunistas y anarquistas. Está en conexión con la lo narrado de la aparición de una Cruz luminosa en el cielo en el la batalla de las Navas de Tolosa, en 1212, para la que se unieron los reinos cristianos del norte y que permitió la rápida conquista de la cuenca del Guadalquivir.

En 1941 el Patronato del Monumento Nacional de los Caídos convocó un Concurso Nacional de Anteproyectos para la ejecución de la Cruz, al que concurrieron veintiún proyectos. El veintidós de febrero de 1943 se produjo el fallo del jurado, en que se concedieron dos premios y cuatro accésit. El primer premio le fue concedido al diseño de Luis Moya, Enrique Huidobro y Manuel Thomas.

Consistía en una aparatosa escalinata barroca, a modelo de la del Santuario do Bom Jesus do Monte de Braga, que enlazaba con la exedra de entrada de Muguruza, y una cruz decorada al estilo de la orfebrería del XVII. Aunque fue el ganador, no se consideró adecuado, y se le encarga al propio Muguruza, que hace un diseño teniendo en cuenta algunos bocetos del propio Franco, que tenía una importante vocación arquitectónica y gran maestría en el dibujo. Pero cuando el arquitecto, ya enfermo, deja la dirección del proyecto en 1950, la obra estaba apenas empezada y se desechó, pasando a encargarse al nuevo director de las obras, su discípulo Diego Méndez, ya citado. Como exponía poco antes de su inauguración al periódico ABC en julio 1957 el propio Diego Méndez, construir una Cruz sobre ese impresionante risco recortada sobre las nubes sin que resultara enana o vulgar de estilo, “era la pesadilla tanto para Franco como para mí”. Había de ser éste el que finalmente concibió el esbozo del diseño definitivo.

Sin embargo, pasaba el tiempo y no daba con la solución, hasta que él mismo atribuyó a la inspiración la solución del problema, y así lo contaba: “un día, de modo inesperado, mientras aguardaba que mis cinco chiquillos se vistieran para ir a misa, absorto, casi iluminado, casi instrumento pasivo, el lápiz en la mano con el que hacía arabescos en un papel, sin darme cuenta dibujé exactamente la Cruz tal como está ahora en su materia clavada en la elevación poderosa”.

Su proyecto superó a todos los anteriores. La gran Cruz, de 108 m. de fuste y brazos de 46 m., se eleva sobre un basamento de 25 m. de alto con los evangelistas de 18 m. de altura, y un cuerpo intermedio de 17 m. con las virtudes cardinales, de 16 m.; el interior es de sección octogonal, con una escalera de caracol y un ascensor. El fuste y los brazos tienen una sección de cruz griega configurada por la intersección de dos prismas rectangulares, que proporcionan unos interesantes claroscuros.

La estructura del conjunto se hizo de hormigón armado, que fue reforzado con un bastidor metálico y recubierto con cantera labrada y mampostería de berrugo. Dicha estructura había sido calculada por los ingenieros Carlos Fernández Casado e Ignacio Vivanco Bergamín, que tuvieron incluso que consultar al Instituto Nacional de Técnica Aeronáutica, teniendo en cuenta la resistencia a vientos de hasta 340 km. por hora. Prueba del rigor de los cálculos y de la precisión del trabajo, es que no hubo que lamentar en el curso de los tres años de trabajo ningún accidente grave. Podemos decir, sin exagerar, que está calculada para la eternidad, con 45.000 toneladas de hormigón y 8.000 de hierro.

Ingeniosamente, la obra fue construida sin andamios, desde dentro, subiendo el material con potentes montacargas a través de un pozo perforado en la montaña, y elevando la edificación desde dentro, como si se tratara de una chimenea; al mismo tiempo iban subiendo las escaleras y el montacargas, donde ahora existe un ascensor, por el interior. Los brazos, con una orientación norte-sur, se realizaron también sin andamios, colgando una plataforma del armazón de hierro, según se iban montando. De haber tenido que construir un andamiaje, se hubiera multiplicado por cuatro el costo de la obra.

Se convirtió, sin duda, en el elemento más destacado del conjunto, pues es la Cruz más alta del mundo. El monumento, con una altura total de 150 m. de altura, de los que 25 m. corresponden al basamento, las dimensiones de sus brazos, los ascensores interiores, los grupos escultóricos en simbiosis con el entorno rocoso… así lo certifican. A modo de comparativa, mide cinco veces más que el Cristo del Corcovado de Río de Janeiro, que mide treinta metros, y sesenta metros más que la Estatua de la Libertad de New York, así como lo mismo que la Torre Picasso en Madrid. El conjunto es visible desde 40 km. de distancia. Como ya hemos comentado, la parte escultórica fue encomendada por el propio Franco a Juan de Ávalos, sin importarle que fuera un republicano de izquierdas, carnet número 5 ó 7 del PSOE de Mérida. Ávalos explicaba que él ganó “un concurso para hacer unas estatuas con un equipo donde no había ‘esclavos’ y que fue una obra hecha con la vergüenza de haber sufrido una guerra increíble entre hermanos y para enterrar a nuestros muertos juntos”. Fue elegido por Franco porque había quedado sorprendido en la contemplación del grupo El héroe muerto en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1950.

Según el testimonio de Fernando Taguas, que había llegado al Valle con su padre en 1940, “en su taller de Atocha [Calle Agustín Querol], Juan de Ávalos hacía el modelo en escayola. Luego a cada uno nos daban un trozo de la escayola con un número, y teníamos que reproducirlo en la piedra”. Los materiales eran trasladados en tren hasta San Lorenzo de El Escorial y de ahí en camiones. Primero el escultor modelaba en barro, se sacaba un molde y un positivo en escayola, que era la referencia de la obra en piedra. Con la Piedad se hizo a tamaño real (6x12 m). Igual se hizo con las cabezas de evangelistas y virtudes, mientras los cuerpos se hacían los modelos a un tercio o un quinto.

Este operario participó en la construcción de las cuatro monumentales esculturas de los evangelistas, situadas en la base de la Cruz, de las que comenta: “cada una de ellas formada por doscientas cincuenta y dos piezas, y dieciocho veces mayor que el tamaño de una persona. Sobre los apóstoles están colocadas las cuatro Virtudes. La Templanza tiene el rostro del propio autor, Juan de Ávalos”. Se escogieron, en contra de la tradición, por indicación del propio Franco, modelos masculinos para las virtudes para indicar su fuerza a través de la virilidad.

Ávalos realizó la Piedad de la entrada principal de la basílica, las ciclópeas esculturas de los evangelistas (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) con sus correspondientes símbolos en los ángulos del basamento y las Virtudes Cardinales (Justicia, Fortaleza, Prudencia y Templanza), igualmente, adosadas al fuste de la Cruz. El conjunto estaba concluido en 1955. El mismo autor, en el presbiterio, realizó en relieve las imágenes de cuatro grandes arcángeles de bronce, de 7 m. de altura: San Rafael, San Miguel, San Gabriel y San Uriel. Lo primero que le encargó Muguruza fue la Piedad, mientras estudiaban el programa iconográfico del basamento de la Cruz. La primera versión resultó pequeña y demasiado expresionista. Conservando la composición piramidal en la versión definitiva, suavizó el patetismo de la anterior.

Se escogió la piedra negra de Calatorao (Zaragoza), de la que se emplearon más de mil bloques, que por su tono oscuro se integraba mejor con el espacio natural y que era fácil de labrar, aunque extraordinariamente resistente a los cambios de temperatura que había de sufrir. Todas las imágenes gozan, desde luego, de una terribilità de ascendencia miguelangelesca. Tuvo roces con el arquitecto que quería una mayor tosquedad para presentarlas como surgiendo del agreste contorno.

Concluidas las obras, se procedió a trasladar los restos de los caídos en la contienda civil. Allí yacen, según el censo del Ministerio de Justicia, los restos de 33.833 personas (21.423 identificados y 12.410 sin identificar) de ambos bandos de la Guerra Civil, que fueron llevados allí entre 1959 y 1983 en cuatrocientos noventa y uno traslados desde fosas y cementerios de todas las provincias españolas, salvo Orense, La Coruña, Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife. Probablemente haya más del bando republicano que del nacional.

La comunidad benedictina, de la Congregación de Solesmes, tomó posesión del monasterio en julio de 1958. El conjunto se inauguró oficialmente el uno de abril de 1959 coincidiendo con el veinte aniversario del fin de la Guerra Civil y su coste, según investigaciones del hispanista Raymond Carr, ascendió a 1.086,4 millones de pesetas (6.529.758 euros). El Papa San Juan XXIII Roncalli, en 1960, un año después de su inauguración, elevó la Iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos a la categoría de basílica menor, por Breve Pontificio de siete de abril, cuyo texto, a la par que hace una bella descripción, es digno de ser leído y meditado por tantos detractores de la obra, tanto por odio a la fe como por cobardía, que se manifiestan enemigos de la reconciliación nacional por intereses partidistas o de rédito personal:

“Yérguese airoso en una de las cumbres de la sierra de Guadarrama, no lejos de la Villa de Madrid, el signo de la Cruz Redentora, como hito hacia el cielo, meta preclarísima del caminar de la vida terrena, y a la vez extiende sus brazos piadosos a modo de alas protectoras, bajo las cuales los muertos gozan el eterno descanso. Este monte sobre el que se eleva el signo de la Redención humana ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los Caídos en la guerra civil de España, y allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacadas las luchas, duermen juntos el sueño de la paz, a la vez que se ruega sin cesar por toda la nación española. Esta obra, única y monumental, cuyo nombre es Santa Cruz del Valle de los Caídos, la ha hecho construir Francisco Franco Bahamonde, Caudillo de España, agregándole una Abadía de monjes benedictinos de la Congregación de Solesmes, quienes diariamente celebran los Santos Misterios y aplacan al Señor con sus preces litúrgicas.

Es un monumento que llena de no pequeña admiración a los visitantes: acoge en primer lugar a los que a él se acercan un gran pórtico, capaz para concentraciones numerosas; en el frontis ya del templo subterráneo se admira la imagen de la Virgen de los Dolores que abraza en su seno el cuerpo exánime de su Divino Hijo, obra en que nos ha dejado el artista una muestra de arte maravilloso. A través del vestíbulo y de un segundo atrio, y franqueando altísimas verjas forjadas con suma elegancia, se llega al sagrado recinto, adornado con preciosos tapices historiados; se muestra en él patente la piedad de los españoles hacia la Santísima Virgen en seis grandes relieves de elegante escultura, que presiden otras tantas capillas. En el centro del crucero está colocado el Altar Mayor, cuya mesa, de un solo bloque de granito pulimentado, de magnitud asombrosa, está sostenida por una base decorada con bellas imágenes y símbolos. Sobre este altar, y en su vértice, se eleva, en la cumbre de la montaña, la altísima Cruz de que hemos hecho mención. Ni se debe pasar por alto el riquísimo mosaico en que aparecen Cristo en su majestad, la piadosísima Madre de Dios, los apóstoles de España Santiago y San Pablo y otros bienaventurados y héroes que hacen brillar con luz de paraíso la cúpula de este inmenso hipogeo.

Es, pues, este templo, por el orden de su estructura, por el culto que en él se desarrolla y por sus obras de arte, insigne entre los mejores, y lo que es más de apreciar, noble sobre todo por la piedad que inspira y célebre por la concurrencia de los fieles. Por estos motivos, hemos oído con agrado las preces que nuestro amado hijo, el Abad de Santa Cruz del Valle de los Caídos, nos ha dirigido, rogándonos humildemente que distingamos este tan prestigioso templo con el nombre y los derechos de Basílica Menor. En consecuencia, consultada la Sagrada Congregación de Ritos, con pleno conocimiento y con madura deliberación y con la plenitud de nuestra potestad apostólica, en virtud de estas Letras y a perpetuidad, elevamos al honor y dignidad de Basílica Menor la iglesia llamada de Santa Cruz del Valle de los Caídos, sita dentro de los límites de la diócesis de Madrid, añadiéndola todos los derechos y privilegios que competen a los templos condecorados con el mismo nombre. Sin que pueda obstar nada en contra. Esto mandamos, determinamos, decretando que las presentes letras sean y permanezcan siempre firmes, válidas y eficaces y que consigan y obtengan sus plenos e íntegros efectos y las acaten en su plenitud aquellos a quienes se refieran actualmente y puedan referirse en el futuro; así se han de interpretar y definir; y queda nulo y sin efecto desde ahora cuanto aconteciere atentar contra ellas, a sabiendas o por ignorancia, por quienquiera o en nombre de cualquiera autoridad. Dado en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador, el día siete del mes de abril del año mil novecientos sesenta, segundo de nuestro Pontificado”. La consagración de la Basílica de Santa Cruz del Valle de los Caídos la llevó a cabo, en nombre del Papa, el Cardenal Gaetano Cicognani, Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos, el cuatro de abril de 1960 a partir de las diez y media de la mañana, bajo la advocación de El Triunfo de la Santa Cruz. Ni siquiera las reliquias correspondientes a los nueve altares se dejaron al azar, siendo un pregón del catolicismo hispano: San Lorenzo, que relaciona este monasterio con el de El Escorial; Santo Domingo de Guzmán, recio castellano de Caleruega (Burgos); San Ignacio de Loyola, el fogoso guipuzcoano; San Francisco Javier, el misionero navarro; los castellanos doctores de la Iglesia, glorias de la mística española, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz; el pedagogo aragonés San José de Calasanz, y el catalán fundador San Antonio María Claret. San Juan XXIII, debido al título de la iglesia, donó un lignum Crucis con este motivo para su pública veneración. A la muerte del General Franco el veinte de noviembre de 1975, el gobierno de Carlos Arias con el todavía Príncipe Juan Carlos decidieron enterrarlo en el Valle al pie del altar, para lo que hubo que realizar unas precipitadas y laboriosas obras. Fue inhumado el veintitrés de dicho mes. Frente a la creencia popular, alimentada por las izquierdas, él nunca había manifestado querer ser enterrado allí, antes bien, se había construido para su familia un panteón en el cementerio de El Pardo, donde actualmente reposan sus restos. El gobierno socialista, con la colaboración pasiva de los miembros de la oposición, decidieron que no debían estar sus restos allí, buscando el subterfugio de que él no era víctima de la Guerra Civil. La exhumación y reubicación del cadáver de Francisco Franco se realizó el veinticuatro de octubre de 2019, tras la decisión del Gobierno de Pedro Sánchez el quince de febrero del mismo año.

Pero no vino la paz con el traslado de los restos de Franco. Hoy este monumento singular sigue amenazado por un gobierno socialcomunista, con apoyo de separatistas y con el apoyo pasivo de la oposición, que como otrora atenaza de nuevo la nación. Partiendo de la estigmatización del franquismo, se pasa a un rechazo de la transición: a la deslegitimación de la monarquía parlamentaria y de la constitución de 1978.

Aquellos que el veintiocho de julio de 1936 fusilaron simbólicamente por medio de una decena de milicianos venidos de Madrid, apuntando al corazón, la imagen de Jesús del Cerro de los Sagrados Corazones de Getafe (Madrid), donde el mismo Rey Alfonso XIII había consagrado España al Sagrado Corazón, y que acabaron dinamitando en el mes siguiente, llenos de odio vuelven de nuevo al ataque.

Todas las personas civilizadas contemplamos con horror la destrucción de los gigantes Budas de Bamiyán en el 2001 a manos de los talibanes afganos. Igualmente recibimos apenados la destrucción sistemática de las ruinas de Palmira en el 2005 por el grupo extremista Dáesh. Pero creo que nadie pensábamos que una acción semejante podría ni ser sugerida en Europa. Pues bien, todos estos herederos ideológicos de los que perpetraron el mayor genocidio contra la Iglesia Católica de su historia, que asesinaron a más de ocho mil personas, éste número está demostrado, por el simple hecho de ser católicos, algunos después de haber sido sometidos a terribles torturas, pretenden volar la Cruz y violar el recinto sagrado.

Llenos de odio porque sus antepasados no consiguieron imponer un régimen comunista ateo, quieren darle la vuelta a los acontecimientos con un odio vengativo, destruyendo los vestigios de cuarenta años de historia, uno de los más evidentes el Valle de los Caídos, y desenterrando de nuevo las Dos Españas, cuya reconciliación ya había sido sellada con la amnistía moral de la transición democrática.

Pero mientras que aquella sangrienta persecución religiosa de los años treinta, para rabia de los perseguidores, se convirtió en un timbre de gloria para la Iglesia hispana, porque no se ha registrado ni un caso de apostasía o debilidad, la jerarquía actual de la Iglesia española, traicionando la memoria de los mártires, pretende o ponerse de perfil o apoyar los planes gubernamentales. Arguyen que se necesita una reconciliación… Ésta ya se había producido con el perdón mutuo. El abandonar a su suerte la Cruz y la basílica sería una cobardía imperdonable.

Ramón de la Campa Carmona

Academia Andaluza de la Historia