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Martes, 16 de abril de 2024

Crónica de la Orden de la Merced en América: Tratase sucintamente, con doctrinas de teólogos, con cédulas y órdenes de Su Majestad, del modo con que se deben hacer las misiones en tierras de gentiles

De Enciclopedia Católica

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Párrafo XV

Tratase sucintamente, con doctrinas de teólogos, con cédulas y órdenes de Su Majestad, del modo con que se deben hacer las misiones en tierras de gentiles.


Parece que han estado ociosos los regulares, no sólo por todo un día, sino por muchos años, sabiéndose con toda certidumbre que actualmente no entienden en la conquista espiritual de innumerables indios que habitan en las montañas. Y esto se puede juzgar ser dignos de alguna reprehención blanda y cariñosa, como los obreros del Evangelio de San Mateo: Por que estáis ociosos todo el d[ía]? Pero responderán: que por no h[aberl]los conducido al [cul]tivo de la viña del pad[re] de familias, están al parecer ociosos todo el día y muchos años (2); y que si les [toca]ran a marchar, luego, al punto, fueran a cultivar la viña, regarla con el sudor de sus frentes, fecundarla con la sangre de sus venas y que, en su labor, no se detendrían un punto; que no serían los últimos, yendo los últimos a la undécima hora; que no irían cerca de las horas sexta y nona, ni a menos a la anterior hora de tercia, sino que, imitando el desvelo del padre de familias, procurarían, con la divina gracia, ir muy de mañana para, con la divina vocación, ser operarios llamados y elegidos al cultivo evangélico de su viña, para que los gentiles de ella, mediante la predicación, consigan el reino de los Cielos, con la fe y buenas obras (3).

A la letra y con toda puntualidad, así se experimentó: que al primer llamamiento y reconvención, despreciada la que se reputaba ociosidad, fueron aquellos operarios muy gustosos al cultivo de la viña (4); y aunque parezca que es tarde y que es ya la hora undécima, como en realidad lo es desde la venida de Cristo, siempre que los llamen y que sean enviados los regulares y nuestros religiosos a las montañas de los infieles de éste reino, irán, como unos apóstoles, a predicarles, en que recibirán de Cristo, padre de familias, y del rey nuestro señor un favor grande y una plena merced por semejante dignación. Dícelo así San Gregorio el Magno (5).

Supuesta la sincera y religiosa verdad de éste deseo, para gloria de Dios, obsequio de la fe y servicio del rey nuestro señor y proceder con claridad [en] el asunto y materia importante de éste párrafo, se debe hacer recuerdo de lo dicho antes de ahora: que el almirante Cristóbal Colón llevó consigo religiosos mercedarios al descubrimiento de la América, a cuyas primeras islas pasaron otros muchos religiosos. Y que el marqués del Valle, don Fernando Cortés, de eterna memoria, invicto conquistador de los reinos y provincias de la Nueva España, llevó consigo a nuestros religiosos mercedarios, y al incomparable varón maestro fray Bartolomé de Olmedo por su confesor, consejero y director; y pidió, después, a Su Majestad, otros muchos religiosos nuestros y de las demás religiones. El marqués don Francisco Pizarro, conquistador del Perú, feliz en su conducta y desgraciado en su muerte, semejante a Julio César, que fue a puñaladas, el día veinte y seis de junio de quinientos cuarenta y uno, en la edad de ochenta años, empleada gloriosamente en imponderable obsequio de la fe y de su rey, trajo consigo religiosos mercedarios; y pidió otros, del mismo instituto, al señor emperador Carlos Quinto. Y de las demás sagradas religiones vinieron de la Europa, a ésta América, doctos y ejemplares mis[ioner]os, a ocuparse en la reducción a la fe de éstos infieles. Y como se ha dicho antes de comen[zar]se la conquista del Perú, no sufriendo esperas el zelo de la mayor gloria de Dios y exaltación de la fe, el cual abrazaba el católico pecho del señor emperador Carlos Quinto, Su Majestad Cesárea capituló con el marqués don Francisco Pizarro, el año de quinientos veinte y nueve, que fuese obligado a llevar a la jornada y a tener en su gobernación los religiosos que, por Su Majestad, fuesen nombrados para la doctrina de los naturales.

Después de obtenida la bula de la santidad de Alejandro Sexto, en que concedió al Señor Emperador y sus sucesores la navegación del Océano, para propagar la fe, introducir y amparar los predicadores del Evangelio, que es uno de los onerarios y positivos derechos con que Su Majestad, justísimamente, es señor de éste Imperio americano, como lo enseñan doctísimos teólogos (6), los señores reyes católicos han enviado, a éstas conquistas espirituales, innumerables religiosos de todas las ordenes sagradas hasta solicitar padres jerónimos, como dice Antonio de Herrera; de las cuales misiones y crecido número de misioneros trata el señor Solórzano, dicho Antonio de Herrera y los demás historiadores de las Indias.

Y así, en virtud de la bula de Alejandro Sexto, de diez de mayo de quinientos veintidós; de Julio Segundo de quinientos y ocho, tienen nuestros reyes de España el ius quaesitum: por que sin su real voluntad y licencia, ningunos religiosos puedan pasar a las Indias; en cuya conformidad, siempre que el rey nuestro señor y su Real Consejo pedían religiosos para las misiones de Indias; entonces los generales de las religiones señalaban los más suficientes y, a expensas de Su Majestad, pasaba a quien se le enviaban relaciones del fruto que se hacía. De ésta práctica y gobierno santísimo tiene origen la ley primera, del título decimocuarto, del Libro primero de la Recopilación de Indias con los órdenes, providencias y asignación de personas, para su exacto cumplimiento. Por que, como en los párrafos antecedentes se ha insinuado, los conquistadores, gobernadores, audiencias que se fundaron y obispados que se erigieron, todos daban cuenta a Su Majestad y a su Real y Supremo Consejo del gran fruto espiritual que s e iba logrando en la conversión de éstos infieles; ponderaban, con justísima razón, que era, en superlativo grado, mucha y grande la mies y que los operarios eran pocos, en cuya consecuencia, a centenares, se despachaban, en aquellos tiempos primitivos, del señor emperador Carlos Quinto y del señor Felipe Segundo.

Y pues Su Majestad manda que, cerca de los puntos que contiene su Real Despacho, y así me lo previene Su Excelencia en su carta, diciendo que la relación que se hiciere ha de ser con la exacta noticia de lo que conviene y es necesario; debo decir lo siguiente, por descargo de mi conciencia y por el sincero humilde rendimiento y filial amor que toda mi religión profesa tener a Su Majestad, como a su fundador, padre, patrón y señor natural: en aquellos primitivos tiempos de la conquista, y muchos años después, no había suficiente copia de misioneros y religiosos para el cultivo de la abundantísima mies que iban descubriendo las conquistas, como así lo escribió a Su Majestad el marqués Pizarro, cuya carta queda citada. No había religiosos para leer las facultades de artes y teología, para predicar, para el buen gobierno de sus religiones y oficios, ni menos, para doctrinar a los indios infieles, por que los españoles, conquistadores y pobladores de las ciudades y villas, no habían multiplicádose, para poblar ésta tierra de hijos españoles, los que llamados con divina vocación al estado religioso, tomasen el santo hábito de las religiones. Y así se necesitaba que de esos reinos se enviasen no sólo algunos, sino muchos religiosos. Así lo expresó la ley primera, del Título décimo cuarto, del libro primero de la Recopilación de Indias, citada en el Real Despacho de Su Majestad, expresándose, en él y en dicha ley, las incumbencias a que debían ser enviados, a estas Indias de la América, los religiosos de Europa, así para ser prelados, leer y enseñar discípulos re[ligio]sos, como para el ministerio apostólico de misioneros. Confiesan los religiosos de est[os tie]mpos, con veneración y debido agradecimiento, ser hijos y discípulos de nuestros primitivos padres, que vinieron de las ilustrísimas provincias de Castilla y Andalucía, deseando aprovecharse de la doctrina y ejemplo de suficiencia y virtudes y del celo apostólico con que redujeron a la fe a éstos gentiles.

Nosotros, por dicha nuestra, tuvimos por primer maestro al doctísimo padre maestro fray Nicolás de Ovalle, dos veces provincial de esta provincia, catedrático de artes en esta Real Universidad de Lima, de vísperas, y el primer catedrático de prima de sagrada teología por oposición, cuya cátedra regentó por veinte y nueve años fue oráculo de sabiduría, consultado de virreyes, arzobispos y a Su Majestad, por su Real Consejo, para obispo de muchas Iglesias. Y como humilde lirio de los valles, nunca aspiró a colocarse en [la] cima de esta elevada dignidad. Fue discípulo, dice nuestro Salmerón, de nuestro maestro fray Francisco Zumel, doctor decano y catedrático ilustrísimo en la Universidad de Sal[aman]ca, visitador de sus colegios por Su Majestad, diestro atleta para la unión de la fe contra [los] venecianos, por cuyo obsequio m[erec]ió de la santidad de Clemente Octavo una b[ul]a laudatoria. De éste asombro de sabiduría fue discípulo nuestro maestro Nicolás [de Ovalle], fuente del ameno paraíso de ésta provincia de Nuestra Señora de la Merced, dividiéndose en profundos ríos de sabiduría, para fecundar los fértiles valles de su religión en beneficio [co]mún y que todos gustasen las saludables aguas de la sabiduría, difundidas, de ésta fuen[te], en tantos ríos cuantos discípulos dejó; pudiéndose decir de éste esclarecido varón y primer maestro de ésta provincia de Lima, lo que dice David al salmo 64 (7).

De sus renuevos, se procrearon en ésta provincia sapientísimos maestros, doctores y catedráticos, cuyos nombres están piadosamente escritos en el libro de la vida y su memoria será eterna. Al presente, aun no se han enjugado las lágrimas, ni tiene alivio el sentimiento, por la muerte del ilustrísimo señor maestro y doctor don fray Francisco Gutiérrez Galiano, de la familia de los marqueses de Soto Florido; Provincial que fue de esta provincia; en la Real Universidad, catedrático de artes, de nona, de sagrada teología, de Prima de scriptura y de teología escolástica, en que se jubiló; examinador sinodal, calificador, consultor, inquisidor ordinario de éste Santo Tribunal de la Inquisición; obispo rosaliense, auxiliar de Lima, su patria, y obispo de la santa Iglesia de Guamanga, donde descansó en paz, el día 12 de octubre del año pasado de setecientos cuarenta y ocho, con sentimiento universal de los pobres, a quienes a millares socorría, como piadoso padre. Su esposo. Su Esposa y loa ilustres prebendados de ella hicieron, con clamores y lágrimas, demostración de su justo sentimiento, por las grandiosas obras que hizo en su Iglesia el corto tiempo de su gobierno pacífico y ejemplar. En la cátedra y réplicas, parecía un Angélico Doctor resucitado; con raro ingenio, continuó estudios; con hermosa elocuencia latina y cordial afecto, animó sus doctrinas tomísticas, en treinta y dos años de catedrático y, desde el veintisiete de su edad, en que obtuvo la primera de Artes; en los doce, fue Inquisidor; Tribunal y ministerio de calificador, por más de treinta años; hasta que, sin ejemplar, fue inquisidor ordinario. Parecía un dogmático augustino, calificando, con muy doctos pareceres, varias proposiciones y [sic] hechos contra la pureza de nuestra santa fe. Lo dicho es bosquejo y sólo un dedo señala a este héroe grande en letras y mayor en humildad y demás virtudes religiosas. No puede ser imagen viva, por más que el Arte, con sus pinceles, y el deseo, como otro Prometeo, se empeñasen a inspirar alientos de vida en el inanimado barro de sus más vivos colores.

Al presente tenemos, en la religión y en la Real Universidad, sujetos de igual estatura, de lucidísimas letras, de nobleza y virtud; quizá, alguno ya consultado a Su Majestad para las Iglesias vacantes de éstos reinos. Uno de estos ríos de sabiduría se nos deshizo como agua sobre la tierra y, muriendo, pasó a la de los vivientes. A ésta corpulenta rama del árbol de la ciencia de nuestro paraíso mercedario, en cuyo cotejo es todo el oro de éstas Indias, en el aprecio, una pequeñísima arena, nos la arrancó con imponderable dolor, la inexorable parca. Pero tenemos el consuelo, nos queda otra frondosa rama de muy superior elevación, criándose otros renuevos, con aplicación y estudio, para que florezcan, con el mismo metal de sabiduría, en beneficio común (8), como ya se ha insinuado: el arreglado ejercicio de letras que hay en nuestro colegio y convento grande, por cuyo aprovechamiento consigue ésta provincia de Lima tener crecido número de doctores y maestros en la Real Universidad, consultores del Santo Oficio, examinadores sinodales, directores de espíritu y misioneros apostólicos de ésta ciudad de Lima. Los doctrineros, instruidos en letras sagradas son lenguaraces del idioma índico; unos aprehendiendo por el arte y, otros, que son lenguaraces nativos.

Nuestros religiosos siempre han deseado imitar en las misiones de infieles a sus antiguos padres quienes, con imponderables sudores y trabajos, despreciada su vida y regada con su sangre esta tierra, conquistaron para Dios los antiguos infieles. En cuya consecuencia, debo informar, en conciencia, a Su Majestad que, sin los crecidísimos gastos de su Real Hacienda, tiene actualmente en las religiones de estas Indias grande copia de religiosos, instruidos en las sagradas letras, ejercitados en púlpitos y confesionarios lenguaraces, que desean emplear sus talentos en servicios de Dios y propagación de la fe, con la noticia de la ley evangélica. Suplico, en nombre de ésta Provincia, a Su Majestad, puesto a sus reales pies, con humildes ruegos, que se sirva de mandar tocar al alarma contra el monstruo de la idolatría y contra los rebeldes a Dios y a su Rey legítimo que habitaban en estas montañas circunvecinas a éste arzobispado de Lima. Por que luego, al punto, bajo de bandera de la cruz, se alistarán muchos militares, cruzados de las religiones. Y aunque parezca a algunos estar ociosos en el cultivo de la viña infiel del padre de familias, verán que, con sus palabras, que diga Su Majestad: ite et vos in vineam meam, irán puntualísimamente, muy gozosos, a servir a Dios y a Su Majestad; aunque somos inútiles siervos, iremos obedientes a ejecutar cuanto se nos mandare y verá el mundo que no gustamos de la ociosidad, reprendida por el vigilante padre de familias.

Supuesto lo dicho, se ha de notar que es dogma entre los doctores teólogos y canonistas que la Iglesia, no sólo tiene simple y permisiva facultad, sino ius, derecho con especial potestad, para predicar el Evangelio en todo el mundo. Esta es la mente del Angélico Doctor y escolásticos que le siguen, citados al margen (9). De la cual conclusión , fundada en expresos textos de la sagrada escritura, se sigue: que la Iglesia tiene ius a defender a sus predicadores, expugnando o combatiendo a los que, por su poder y por fuerza, impiden o no permiten la predicación del santo Evangelio. Así lo sienten los autores ya citados y, principalmente, el maestro Vitoria, en su Relección de los indios. Es bellísima y convincente la razón, porque cualquiera república tiene potestad para defender a los inocentes que padecen grave injuria de los más poderosos; y es constante que los impedientes [sic] de la predicación del santo Evangelio hacen gravísimo daño a muchísimos infieles, que se convertirían si se les predicase el santo Evangelio, oyéndolo ellos de su bella gracia, sin coacción alguna. Fuera de que toda república tiene derecho, y es ius gentium de enviar a otra república legados de paz y, consiguientemente, tiene potestad de defenderlos y de vengar la injuria si son maltratados. Ya se ha dicho en los párrafos antecedentes que los predicadores de estas Indias Occidentales fueron profetizados como legadores [sic] o embajadores del más importante negocio de Estado, de la salud espiritual y salvación eterna de las almas de todas las naciones del mundo. Con que es sin duda tener la Iglesia éste referido derecho, principalmente teniendo potestad comunicada de Cristo Nuestro Señor, de acrecentar su retorno y ocupar con su fe todo el mundo.

Este ius y derecho de defender a los predicadores apostólicos por coacción y por guerra si fuere necesario, es privativo del Sumo Pontífice, por su potestad suprema, la que no compete a los príncipes temporales por dimanar de espiritual derecho, el que no es concedido a los demás príncipes seculares. Y aunque a Su Santidad, nuestro pontífice romano, le sea facultativo hacer guerra a los infieles que impiden en sus dominios la propagación de la fe, se ha de advertir que no está obligado Su Santidad a hacer la guerra por sí, ni por personas eclesiásticas, por no ser de su estado, como lo dice San A[mbrosio] (10). Y así puede el Sumo Pontífice cometer ésta defensa y su ejecución a los príncipes seculares, a quienes puede mandar que la acepten, como se decide en un texto del derecho canónico (11). Esta defensa la tienen aceptada nuestros reyes católicos por la bula de nuestro santísimo padre Alejandro Sexto, y por otras, como se ha dicho.

Puede dudarse, supuesta ésta doctrina, si la defensa de los predicadores de la fe sea lícita antes que se les haga injuria o se ponga impedimento a su predicación y si, por anticipada seguridad, puede precaverse con soldados de guerra, para que no se les haga agravio ni injuria a los dichos predicadores? Cerca de la resolución de ésta duda son varias las opiniones que, dejándolas en su probabilidad, es, sin duda, a mi entender, las más probable y segura la del eximio doctor padre Francisco Suárez, quien dice: que primero se han de intentar medios de paz, convidando y rogando y rogando, una y muchas veces, a los príncipes infieles, o a las republicas, para que permitan predicar la fe en sus reinos, que ofrezcan o permitan seguridad a las personas que entraren en sus reinos a dicho efecto. Lo cual prueba con la doctrina de Cristo a sus apóstoles, quien, cuando los enviaba a predicar, les mandaba y les mandó que, ante todas cosas, anunciaren la paz a los gentiles. Esta diligencia hecha, resuelve éste doctor doctísimo: que si los infieles resisten y no quieren conceder la entrada a los misioneros, que entonces pueden ser obligados los infieles a que la permitan; y le es lícito al príncipe cristiano enviar predicadores con suficiente ejército. Y semejante, si después de recibidos los predicadores, les quitan la vida o los tratan injuriosamente, sin más culpa que la predicación del Santo Evangelio, que entonces se aumenta la razón, no solamente de justa defensa, sino de justa venganza: lo cual, las más veces, es necesaria para que se contengan los infieles y no ejecuten semejantes tiranías. Esta doctrina es conforme a la ley natural y no es contra algún precepto de Cristo. Hasta aquí el Eximio Doctor Suárez (12).

La cual doctrina parece que practicaron nuestros Reyes Católicos en la conquista de estos reinos, y que la dieron por instrucción a los conquistadores. El señor emperador Carlos Quinto, sin duda, lo dispuso así, por una cédula, dada en Granada, a diez y siete de noviembre de mil quinientos veintiséis, por estas palabras: Otro si, mandamos que, después de hecha e dada a entender la dicha amonestación y requerimiento a los dichos indios, si viéredes que conviene y es necesario, para el servicio de Dios Nuestro Señor y seguridad nuestra y de los que adelante hubieren de vivir y morar en dichas islas y tierra firme, de hacer algunas fortalezas o casas fuertes o llanas para vuestras moradas, procurarán con mucha diligencia y cuidado de las hacer en las partes y lugar donde estén mejor y se pueden conservar y perpetuar procurando que se hagan el menor daño y perjuicio que ser pueda, sin los herir ni matar por causa de los hacer, sin les tomar por fuerza sus bienes y hacienda; antes mandamos que, por causa de los hacer sin les tomar por fuerza sus bienes y hacienda; [sic] antes mandamos que les hagan buen tratamiento y buenas obras y las animen y alaguen y traten como a cristianos y próximos, de manera que, por ello y por ejemplo de sus vidas, de los dichos religiosos o por su doctrina, predicación e instrucción, vengan en conocimiento de nuestra fe y en amor y gana de ser nuestros vasallos, etc.

Por otra cédula, despachada en Madrid, a diecisiete de marzo de mil seiscientos diecinueve, y dirigida al príncipe de Esquilache, entre cosas, ordena Su Majestad lo siguiente: Y pues el principal intento es la predicación del evangelio y lo demás secundario, os encargo con particulares veras e instancia que procuréis con buen consejo y medio a propósito, proseguirla, pues es la obra de tanta estima. Prosigue dando la forma de entrar a las conquistas con fuerzas necesarias, encargando el buen tratamiento de los indios y el regalo y caricia con que es justo atraerlos, conservando la autoridad entre bárbaros; pues sabéis (finaliza el Rey) que la conquista de las voluntades es la victoria preciosa del acatamiento de Dios, y la más aceptable al bien público.

Sobre este mismo asunto, escribió Su Majestad, en cédula del año de mil seiscientos y nueve, a veinte de febrero, su fecha en el Pardo, al marqués de Montes Claros; en otra de Madrid, a veinte de enero del mil seiscientos y siete; y en otra de mil seiscientos y ocho; de que consta la escrupulosa y cristiana cautela que han tenido nuestros católicos príncipes en las conquistas de estos reinos y en la reducción a la fe de estos gentiles, como materia gravísima y muy controvertida entre teólogos y canonistas, de que trata con su acostumbrada erudición el señor Solórzano: De indiarum iure. Y se ha hecho demostración arriba de que ésta forma, con exhortaciones muy repetidas a los gentiles, por los misioneros y con la defensa y auxilio de las armas, se consiguieron las reducciones y conversiones a la fe de los gentiles naturales de estos reinos. De que se infiere se armarán los religiosos misioneros y, con la gracia de Dios y la virtud eficaz de la palabra evangélica, convertirán a Dios y al rey los gentiles idólatras de islas, montañas.

El docto padre fray Martín de Torrecilla, en el tomo 2. de Consultas, apologías y alegatos, en la consulta que el padre fray Ildefonso de Zaragoza, religioso capuchino, misionero apostólico y procurador de las misiones de la provincia de Caracas, en el reino de México, le hizo sobre el entrar los misioneros escoltados de españoles, resuelve y funda con su notoria erudición, que la tal forma se puede practicar lícitamente, sin el menor escrúpulo de conciencia. La cual decisión autoriza la reverente súplica que en éste párrafo y en el siguiente se hace a Su Majestad, para que ordene y mande que así, auxiliados, entren los religiosos misioneros a las montañas de éste reino, a propagar entre esos gentiles nuestra santa fe católica, porque así se extenderá la cristiandad en dichas montañas, como sucedió en las provincias de Sinaloa y de la Nueva Vizcaya, en el reino de México, y lo asegura el padre Bernabé Francisco Gutiérrez, de la Compañía de Jesús, superior de dichas misiones quien suscribe, con otros, el parecer de Torrecilla.

Paleografía: Fernando Armas Medina

Transcripción: José Gálvez Krüger