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Jueves, 28 de marzo de 2024

Crónica de la Orden de la Merced: Notas de Fernando Arias Medina

De Enciclopedia Católica

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NOTAS DE FERNANDO DE ARMAS MEDINA


Contenido

El virrey Superunda y la reconstrucción del Callao

Como se puede apreciar, después de hacer referencia a la pacificación del Océano, el cronista alude a la fundación de una ciudad que se llama Buena Vista. Con tan retorcidas frases, en las que enlaza el título de conde de Superunda con los hechos citados, hace recuerdo de una de las catástrofes más grandes que registra la historia de todos los tiempos: el terremoto ocurrido en el virreinato del Perú, en el mes de octubre de 1746, durante el gobierno del virrey don Antonio Manso de Velasco, poseedor de aquel título nobiliario.

Poco después del cataclismo, que afectó a casi todo el virreinato, las aguas del mar invadieron el puerto y la ciudad del Callao, salvándose tan sólo 500 habitantes de los 5.000 que sumaban el total de su población. Los barcos allí anclados se perdieron totalmente, al igual que los productos depositados en sus almacenes.

El conde de Superunda trató de reedificar la ciudad en otro paraje cercano al antiguo, donde los habitantes y los almacenes estuvieran más resguardados del mar, para evitar una nueva y semejante catástrofe. Al nuevo lugar se dio el nombre de Bella Vista. Aquí se puso la capilla que antes estaba en el Callao y se fundaron un colegio de jesuitas y un hospital, éste último a cargo de los hermanos de San Juan de Dios (Memorias de los virreyes que han gobernado el Perú, tomo IV, don José Antonio Manso de Velasco, conde de Superunda, páginas 110 y 125 y ss.; 305 y ss.; páginas 307 y ss.; Vid. un resumen del gobierno de este virrey en Alcázar, Cayetano: Los virreinatos en el siglo XVIII, capítulo IX, páginas 355 y ss.).

El virrey Amat, sucesor del conde de Superunda en el gobierno del Perú, escribe de la población de Bellavista: “[…] el excelentísimo señor conde de Superunda dispuso retirar la dicha población [del Callao] a distancia de un cuarto de legua, o por explicarme justamente, la hizo nueva en vecinos y edificios, conociéndose hoy día por Bella Vista. En el mismo sitio del antiguo Callao se levantó un castillo, o fortaleza [...]” (Rodríguez Casado-Pérez Embid: Memoria de gobierno del virrey Amat, 1761-1776, cuarta parte, capítulo VI, página 751.)

Sin duda, esa “hermosa población de Buena vista” de la que habla Mondragón, no es otra que la de Bellavista, fundada a raíz del terremoto por el conde de Superunda la cual, efectivamente – en frase de nuestro cronista – tenía un presidio militar esforzado y vigilante”, como refiere también el virrey Amat cuando, como hemos visto, habla del castillo o fortaleza, levantado en el lugar del antiguo Callao.

El nuevo castillo que vino a sustituir el destruido por el terremoto —llamado del Real Felipe— fue diseñado por don Luis Godin, profesor de Matemáticas de la Real Academia de Ciencias de París. Tenía forma de pentágono y, por su emplazamiento, dominaba la bahía del Callao. Abiertos los cimientos, el 1 de agosto de 1747, el virrey puso la primera piedra, (Memorias de los virreyes…, páginas 267 y ss. Rodríguez Casado-Pérez Embid: Construcciones militares del virrey Amat, capítulo II, páginas. 108 y ss. Contiene varias láminas de los planos).

Descubrimiento de América por Cristóbal Colón

Ha de hacerse constar la mala información que tiene nuestro cronista, en lo que se refiere a los primeros años del descubrimiento de América. Suficientemente conocida es la fecha de la firma de las capitulaciones de Santa Fe, que tienen lugar el 17 de abril de 1492. Por ellas se otorgan a Colón títulos y mercedes, bien que subordinados al éxito de la empresa. Actualmente existen varias copias del documento, pues el original se ha perdido. El doctor Muro Orejón ha publicado la que figura en el Privilegio Real, dado en Burgos el 23 de abril de 1497, que se guarda en el Archivo General de Indias (Antonio Muro Orejón: “Cristóbal Colón: el original de la Capitulación de 1492 y sus copias contemporáneas”, en Anuario de estudios americanos, Sevilla, 1951, tomo VII, páginas 505 y ss.).

La partida del Puerto de Palos tiene lugar en el día y el mes que nuestro cronista afirma, pero del mismo año de la firma de las capitulaciones: 1492. Sobre el día en que vio tierra por primera vez, el autor no está tan descaminado pues, aunque verdaderamente el descubrimiento no tuvo lugar hasta el amanecer del día 12, durante la noche que media entre este día y el anterior, el propio Almirante y Pedro Gutiérrez divisan una luz en el horizonte, que suponen producto de la actividad humana (Vid. Primer viaje de Cristóbal Colón, publ. Julio Guillén. “Instituto Histórico de Marina”, Madrid, 1943).

El descubrimiento de América, acontecimiento trascendental

López de Gómara comienza con las siguientes palabras su Historia general de las Indias: “Muy soberano Señor: la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de las Indias…”

El segundo viaje colombino y Américo Vespucio

Continúa aquí, como en otras muchas partes, la errónea información del cronista, tanto en lo que se refiere a la fecha del segundo viaje, como a la presencia en él de Américo Vespucio. Aquella es exactamente la del 25 de septiembre de 1493. En cuanto a la problemática ida del cosmógrafo florentino a las Indias, de ser cierta, no tuvo lugar hasta el año 1499, en la primera expedición de Alonso de Ojeda (Vid. sobre esta materia la obra de Roberto Levillier: América la bien llamada, Buenos Aires, 1948).

La Santa Sede y la literatura religiosa

El autor somete aquí a juicio de la Iglesia Católica las noticias que a continuación va a exponer. Y ello se debe a que Urbano VIII promulgó un decreto, con fecha en Roma, a 13 de marzo de 1626, prohibiendo relatar o imprimir historias de santos o de otras cualquiera personas muertas con opinión de santidad, con milagros, virtudes heroicas, revelaciones, etc., sin antes contar con la correspondiente aprobación apostólica, dado los abusos que se cometían a veces, contando fábulas inadmisibles. Todavía, a 25 de junio de 1631, el mismo Pontífice, hace pública una declaración en que se explica el anterior decreto. Reduce la obligatoria censura apostólica a los casos específicos en que, tratándose de santos o bienaventurados, las noticias que se quieran exponer recaigan sobre sus personas. Pero señala que sobre todo aquello que se refiere concretamente a las costumbres, virtudes y opiniones puede escribirse, haciendo constar que todo lo así dicho o escrito no tiene autoridad de la Santa Madre Iglesia Romana, sino tan sólo la que buenamente se puede dar a su autor y a la veracidad de sus fuentes (Vid. Sánchez Lustrino: Caminos cristianos de América, capítulo I, página 56; Vid. También la prolija protesta del cronista del cronista mercedario fray Francisco de Pareja: Crónica de la Provincia de la Visitación de Nuestra Señora de la Merced, Redención de cautivos de la Nueva España, páginas XXXIV y XXXV).

Posteriormente, se dieron nuevos decretos sobre la misma materia, en los años 1634 y 1642 (Vid. fray Cristóbal de Aldana: Crónica de la Merced de México, protesta preliminar, nota).

Primeros misioneros apostólicos de América

Asegura nuestro cronista padre Mondragón fueron sus compañeros de orden, mercedarios, los primeros religiosos que pasaron al Nuevo Mundo. Y como de los apóstoles de la Merced idos en el primer viaje de Colón, da los nombres de fray Juan Infante y fray Juan Solórzano, a quienes hace vicarios de esa expedición y confesor del almirante, respectivamente.

Según el mismo hace constar en las notas correspondientes (Vid. las notas 6 y 7 del párrafo 5), como testificación de sus afirmaciones trae a colación las idénticas noticias insertas en el Catálogo de los maestros generales y en la Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala (libro I, capítulo IX), del padre fray Antonio de Remesal. Pero tales noticias, si es que se incluyen en tales obras (no la hemos hallado en la edición de Remesal que hemos cotejado), no son exclusivas de ellas. Los autores mercedarios muestran un casi unánime empeño en demostrar la presión de sus hermanos de hábito en el primer viaje de descubrimiento. Así, por ejemplo, la relación existente en el “Códice Vaticano Ottoboniano, 2481”, bajo el título de Conquistas espirituales de la orden de N. S. de las Mercedes, coincide en su información con aquellas, haciendo intervenir a los padres Infante y Solórzano en el primer viaje colombino. Otro tanto ocurre en las crónicas del padre fray Alonso de Remón (Historia general de la orden de la Merced, 1633: tomo II, libro XII, capítulo VI) y de fray Cristóbal de Aldana (Crónica de la Merced de México, libro I, página 5). De manera semejante se expresan la Historia general de la Real y Sacra Orden de las Mercedes, de 1686 (Sánchez Lustrino: Caminos cristianos de América, capítulo III, páginas 123 y ss.) y el padre Salmerón en sus Recuerdos históricos y políticos de los servicios que los generales y varones ilustres de la religión de Nuestra Señora de la Merced, redención de cautivos, han hecho a los reyes de España en los dos mundos, Valencia, 1646 (Vid. Castro Seoane: “La expansión de la Merced en la América colonial”, en Missionalia hispanica, año I, tomo I, números 1 y 2, página 77).

Pero la crítica moderna ha rechazado estas afirmaciones de los historiadores de la orden de la Merced. Y hoy se halla perfectamente comprobado que en el primer viaje colombino no fue ningún sacerdote, no regular, no secular (Vid. Ángel Ortega: La Rábida. Historia documental y crítica, tomo II, capítulo IV, páginas 188 y ss.). Los primeros que pasaron a las nuevas tierras lo hicieron en el segundo viaje del almirante en 1493 (Vid. un resumen de la cuestión hasta el momento en Giménez Fernández: “Todavía más sobre las bulas alejandrinas de 1493 referentes a las Indias. Réplica a don Vicente D. Sierra”, en Anales de la Universidad Hispalense, Sevilla, 1953, volumen XIV, páginas 291 y ss.; y también Ybot León: La Iglesia y los eclesiásticos españoles en la empresa de Indias, capítulo XII, páginas 490 y ss.).

Por testimonios de López de Gómara (Historia general de la Indias, tomo I capítulo XXXIV, página 78), Ortiz de Zúñiga (Annales eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla, Madrid 1677, libro X, II, página 413), y Pedro Mártir de Anglería nos consta que en el segundo viaje de Colón fueron “trece sacerdotes”, los mismos que, según el último, asistieron a la celebración de la primera Misa en La Española (libro II, capítulo IV, edición en castellano, páginas 24 y 25). De ese total, conocemos explícitamente tan sólo siete nombres, por cierto, no todos poseedores de la susodicha dignidad sacerdotal pues entre ellos encontramos dos hermanos legos.

Como superior de la misión y vicario apostólico, nombraremos primero al célebre padre fray Bernal Boil, monje benedictino (Giménez Fernández: “La política religiosa de Carlos V en Indias”, en Revista de la Facultad de Derecho de Madrid, 1943, páginas 28 y ss.; idem: “Las bulas alejandrinas de 1493 referentes a las Indias”, en Anuario de estudios americanos, tomo I, páginas 56 y ss.; Fidel Frita: “Fray Bernal Buil y Cristóbal Colón”, en Boletín de la Real Academia de Historia, Madrid, 1890, tomo XIX, páginas 185 y ss.; idem: “Fray Bernal Boyl y nuevos datos biográficos”, idem: 1891, tomo XIX páginas 554 y ss.; Fray Bernal Boyl y Cristóbal Colón. Nueva colección de cartas reales, enriquecidas con algunas inéditas, idem, tomo XIX, páginas 173 y ss.; idem: Primer apóstol y primer obispo de América; idem; tomo XX, páginas 573 y ss.; Sánchez Lustrino: ob. cit., capítulo IV, páginas 155 y ss.). Los restantes religiosos conocidos son: fray Juan de Duela y fray Juan Tisin, ambos legos franciscanos, naturales de Borgoña y personas notables, cultas y celosas de su profesión, al decir de Las Casas (Historia de las Indias, Madrid, 1927, tomo I, capítulo LXXXI, página 349); fray Ramón Pané, ermitaño de San Jerónimo, citado también por Las Casas (Apologética historia de las Indias, ed. Serrano y Sanz, Madrid, 1909, capítulo CXX, página 321, y capítulo CLXVII, página 447), autor de un escrito titulado: De las Antigüedades de las Indias, que Hernando Colón inserta en su obra: Historia del Almirante don Cristóbal Colón (Colección de libros raros y curiosos que tratan de América. Madrid, 1932, tomo II, capítulo LXII, páginas 54 y ss.); un fray Jorge que Fidel Frita identificó como un comendador del convento sevillano, de Santiago de la España, (Fray Bernal Buyl... idem, página 209) e Hipólito Sancho de Sopranis ha intentado últimamente hacerlo fraile de la orden de la Merced (“El maestro fray Jorge de Sevilla. Intento de identificación de un amigo de Colón”, en Missionalia hispanica, año X, número 28, Madrid, 1953, páginas 291 y ss. Y del mismo: “Irradiación misionera del convento de la Merced de Jerez”, en Missionalia hispanica, año XI, número 31, Madrid, 1954, páginas 14 y ss.); fray Rodrigo Pérez, quien pasó en el segundo viaje, según su propia declaración en las probanzas del almirante de las Indias (Ortega: ob. cit., páginas 262 y 263; fray Cipriano de Utrera: Santo Domingo. Dilucidaciones históricas, tomo I, capítulo XLII, página 239); y finalmente, un fray Juan, quien al regresar a España trae noticias a los reyes de las cosas que en las islas “son menester para curar los enfermos”, según les comunica el propio Colón (Vid. Ortega: ob. cit., páginas 265 y 266; fray Cipriano de Utrera: ob. cit., página 241).

Al insertarse en sus obras estas noticias de fray Juan, cuyo apellido es totalmente desconocido, tanto el padre Otega (ob. cit., página 241) se preguntan: ¿quién es? Y ambos, aunque no lo aseguran dejan abierta la posibilidad de que se trate de fray Juan Pérez, el fraile del monasterio de La Rábida, amigo de Colón, quien, según algunos historiadores franciscanos, marchó en el primer viaje y según otros en el segundo. Desde luego, no se le puede identificar con ninguno de los dos legos franciscanos ya citados, del mismo nombre, porque éstos no pasaron por entonces a España y, además, por no coincidir en la calidad de sacerdote —padre fray Juan— con que Colón le designa. Pero mientras la crítica no resuelva de manera segura la cuestión, no habrá más remedio que dejar abierto el interrogante: ¿quiénes? Tan solo podemos asegurar que es uno de los trece frailes que marcharon a Indias en el segundo viaje de Colón y el séptimo de los nombres conocidos. Difícil, sin embargo, nos parece sea fray Juan Pérez, por las mismas razones que los dos historiadores aludidos —fray Ángel Ortega y fray Cipriano de Utrera— alegan para desechar la falsa afirmación en su ida en el primer viaje: ¿Cómo iba persona tan conocida e importante a ser olvidada por los primeros cronistas y silenciada por los documentos contemporáneos inmediatamente posteriores, si hubiera ido con Colón? La sola identidad de nombres no es suficiente, a nuestro juicio, para pensar en una hipótesis tan problemática, sin más visos de verosimilitud que esa mera coincidencia.

Como hemos visto, entre los religiosos que fueron en el segundo viaje, cuyos nombres y hábitos se han podido precisar, no hay ninguno mercedario. Tan sólo fray Juan, al abrir el interrogante de su identificación, admite la posibilidad, aunque sea remota, —¿por qué no?— de que su hábito fuera el de la orden de Nuestra Señora de la Merced. Y más, cuando poseemos una noticia muy significativa en la Historia de Pedro Mártir de Anglería, que parece afirmarnos la presencia de algún religioso mercedario en el segundo viaje de Colón. Así, cuando el Almirante, en su viaje de exploración de la isla de Cuba, hace escala en un lugar montañoso, uno de los expedicionarios se interna en un bosque próximo donde se le presentó tan de improviso un hombre, vestido con túnica blanca, que a primera vista creyó se trataba de un fraile de la merced que el Almirante llevaba consigo, como sacerdote. (“ibi vir quidam alba tunica amictus, adeo improuisuss sese illi offert, quod prima facie esse quendam fratrem ordinis Sanctae Mariae Mercedis, quem secum Almirantus pro sacerdote habebat, existi mauerit...”. Anglería: De rebus occeanicis et novo orbe, Decada tres, Colonia, 1574, página 40).

El texto transcrito no deja lugar a duda: si no pensamos en la falsedad de la noticia, en el segundo viaje de Colón fue un mercedario, capellán de la expedición que, saliendo de La Española, exploró las costas de la Perla de las Antillas. ¿Cómo se llamaba? Castro Seoane afirma, sin más, que fray Juan de Solórzano; por tanto, el mismo de quien nos hablaban algunos cronistas de la orden (“La expansión de la Merced en la América colonial”, en Missionalia hispanica, año I, tomo I, números 1 y 2, Madrid, 1944). Sin embargo, tal afirmación, sin más prueba, nos parece tan aventurada como la que asegura la presencia de fray Juan Pérez en el mismo viaje. Y por el contrario, después de analizar ciertos textos de las obras del padre Mercelino de Cirezza (Storia Universalle delle Mission Franciscani, 1881) y de don Antonio del Monte y Tejado (Historia de Santo Domingo, tomo I, capítulo X, Sánchez Lustrino no se atreve ya a dudar de la presencia en este segundo viaje del mercedario fray Juan Infante —el otro de los citados por los cronistas de la orden— diciendo seguidamente que ella explicaría la enigmática alusión que Colón hace de fray Juan en su carta a los reyes, ya referida por referida por nosotros. (Sánchez Lustrino: ob. cit., capítulo III, páginas 135 y 136).

Tres nombres, pues, se barajan en torno a ese misterioso fray Juan que, al regresar a España ha de informar a los Reyes de las cosas de Indias: fray Juan Pérez, fray Juan Infante y fray Juan Solórzano. El primero de ellos ya ha quedado para nosotros descartado. ¿Será, por tanto, alguno de los otros dos? En cuanto al segundo se refiere, Sancho de Sopranis no cree encontrar base para afirmarlo en el hecho de la intervención de Jerez en el aprovisionamiento de la segunda expedición colombina y en la existencia, por ese tiempo, en el convento mercedario de la ciudad de un religioso con el mismo nombre —fray Juan Infante— que pasó algunos años a Indias (“Irradiación misionera del convento de Merced de Jerez”, en Missionalia hispanica, año XI, número 31, Madrid, 1954, páginas 15 y ss.). Y finalmente, ninguna prueba hay para poder afirmar sea el último, fray Juan Solórzano.

Planteada así la cuestión, lo único que podemos afirmar es que —según el citado texto de Anglería— uno de los trece religiosos expedicionarios pertenecía a la orden de la Merced, será, pues, el octavo de los identificados; o el séptimo, si la crítica histórica aunase algún día la personalidad de ese mercedario, de nombre desconocido, que marchaba en la expedición colombina de Cuba, con el problemático fray Juan, de quien ignoramos otro cualquier apelativo y el hábito que vestía.

Actividad apostólica de los primeros misioneros

Aunque en términos generales, se habla aquí de la intensa actividad misionera de los frailes mercedarios que nuestro cronista supone en Indias desde 1492. El error es, pues, evidente, ya que en la primera expedición colombina no fueron sacerdotes. Pero aun admitiendo la presencia de uno o más frailes de la Merced en el segundo viaje de Colón y trasladando a los años inmediatamente posteriores fantásticos hechos apostólicos, estos no tienen consistencia.

Los primeros cronistas silencian, casi totalmente, toda clase de actividad religiosa, si exceptuamos escasos datos, algunos de los cuales enumera Giménez Fernández: la primera Misa, de la cual habla Pedro Mártir de Anglería; los fulminantes entredichos de fray Boil contra el Almirante y sus secuaces, que relatan Oviedo, las Casas y algún otro historiador contemporáneo; y el bautismo de los indios traídos a España por Colón, que refiere el mismo Las Casas (Giménez Fernández: “La política religiosa de Carlos V en Indias”, idem, página 28). Pero todavía el propio historiador dominico nos suministra nuevas noticias. Hablando de fray Ramón Pané escribe: “sólo éste fray Ramón, que vino a ésta isla al principio con el Almirante, parece que tuvo algún celo y deseo bueno, y lo puso por obra, de dar cognoscimiento de Dios a estos indios, puesto que como hombre simple no lo supo hacer, sino todo era decir a los indios el Avemaría y Paternóster con algunas palabras, de que había en el cielo Dios y era criador de las cosas, según que el podía, con harto defecto y confusamente dalla a entender”. Pero el mismo celo apostólico, frente a la misma dificultad de no saber las lenguas indígenas, advierte a renglón seguido en los dos legos franciscanos: “También hobo en esta isla dos frailes de sant Francisco, legos, aunque buenos que yo también como a Fray Ramón cognoscí, que tenían buen celo, pero faltóles también saber las lenguas bien...” (Las Casas: Apologética historia de las Indias, capítulo CXX, página 322. Con semejantes palabras, tomando como fuente el padre Las Casas, se expresa su compañero de hábito, fray Jerónimo de Mendieta: Historia eclesiástica indiana, México, 1870, libro I, capítulo VII, páginas 32 y ss.). Sin embargo, pese a las grandes dificultades, no dejaron de conseguirse ciertos éxitos, como el bautismo de algunos caciques, dos de los cuales, llamados Juan Mateo y Antonio fueron martirizados luego por sus compañeros infieles. (Relación de las antigüedades de los indios, de fray Ramón Pané, en Hernando Colón: Historia del almirante don Cristóbal Colón, capítulo XXV, páginas 79, 80, 84,85, 89 y 90; Las Casas: ob. cit., capítulo CLXVII, página 447).

De fray Ramón Pané sabemos además que prolongó largo tiempo de su estancia en La Española. Aquí estudió los distintos dialectos de la isla y, por mandato de don Hernando Colón, escribió una relación sobre las costumbres, tradiciones y religiones de los aborígenes. (Hernando Colón: ob. cit., capítulo LXII, páginas 54 y 55 y ss.; Las Casas: ob. cit., capítulo CXX, página 321; Sánchez Lustrino: Caminos cristianos de América, capítulo I, página 66). Además de los esfuerzos apostólicos arriba relatados, que el mismo incluye en su obra, parece que a él se debe también el bautismo de otros indios, además de los mencionados. Entre ellos, como un símbolo, hacemos constar una vez más el nombre de Juan Mateo, el primero que, según afirma el propio fray Ramón, recibió el sacramento, en el mes de septiembre del año 1496 (Hernando Colón: ob. cit., páginas 89 y 90).

Asimismo, sabemos que los dos legos franciscanos, fray Juan de Duela y fray Juan de Tisin vivieron en La Española cinco año consecutivos, según datos suministrados por el historiador de la orden padre Nicolás Glassberger, en su Crónica. Así, pues, regresarían a España en 1499; según opinión de fray Cipriano de Utrera, a la vuelta de la tercera expedición colombina (ob. cit., tomo I, capítulo XLII, página 241). Cinco años, por consiguiente, que, pese a su condición de legos, pudieron dedicar —y según Las Casas dedicaron— a la conversión de las almas; tarea interrumpida entonces, para ser reanudada en 1500, cuando retornan a la isla, en compañía de otros tres hermanos de hábito (Ortega: ob. cit., tomo II, capítulo IV, página 298; Cipriano de Utrera: ob. cit., capítulo XLII, página 242; Torres: La bula Omnimoda de Adriano VI, capítulo I, páginas 53 y 54).

Otro religioso que posiblemente quedó en a isla es fray Rodrigo Pérez. Pero de éste poco sabemos, por no decir nada. Hasta la noticia de su marcha a Indias, de la que queda constancia por declaración propia, es tardía, pues la probanza del Almirante —en donde aquella consta— tiene fecha 1514 (Ortega: ob. cit., capítulo II, páginas 262 y 263). Como está fechada en Santo Domingo, sin lugar a dudas, en dicho año 1514, fray Rodrigo se hallaba en la isla, ya sea por no haber regresado a España o, habiéndolo hecho, por estar allí de vuelta.

Ninguno de los demás misioneros de nombres conocidos quedaron en las islas. De fray Boil sabemos que retornó pronto a España, en septiembre de 1494, antes de que Colón arribase a La Española, de su viaje de exploración a la isla de Cuba. Y con el superior de la misión apostólica regresaron a España varios de sus componentes. En verdad que en tan escaso tiempo poco pudieron hacer estos en la conversión de los fieles. Y menos fray Boil, ocupado en asuntos políticos (Sánchez Lustrino: ob. cit., capítulo IV, páginas 196 y ss. Giménez Fernández: ob. cit., página 31).

En cuanto a fray Jorge, por carta de los reyes al obispo de Badajoz, de 1 de junio de 1495, conocemos su empeño en regresar pronto a España y la oposición que se le hacía a su firme e inmutable resolución. En consecuencia, en carta, de idéntica fecha a la anterior, los monarcas ordenan a Colón no le ponga obstáculo alguno (Ortega: ob. cit., capítulo IV, página 262; Sánchez Lustrino: ob. cit., capítulo III, página 136, nota 171). Es de suponer, por tanto, que poco tiempo después, el comendador santiaguista viese realizarse su aspiración. Su estancia en La Española, pues, no legaría a los dos años.

Por último, el desconocido fray Juan a quien —ya hemos visto— se le ha dejado abierta la remota posibilidad de su identificación con alguno de los mercedarios del mismo nombre y apellidos Infante o Solórzano, pasó a España desde los primeros momentos, según cnsta por la tantas veces citada carta autógrafa de Colón a los reyes. (Ortega: ob. cit., capítulo VI, página 265; fray Cipriano de Utrera: ob. cit., capítulo VI, página 265; fray Cipriano de Utrera: ob. cit., capítulo XLII, página 141; Sánchez Lustrino: ob. cit., capítulo III, página 136).

Se podrá decir que hemos citado tan solo siete de los trece religiosos que pasaron en el segundo viaje de Colón; y que si, tomando el testimonio de Anglería, admitimos la presencia de un octavo —fraile de la Merced— faltan aún cinco que identificar. Sin embargo, al hacer esa objeción hay que tener en cuenta que con fray Bernal Boil retornaron a España algunos de sus compañeros religiosos. Y estos, a nuestro entender, son precisamente aquellos que la historia silencia, por su corta estancia en la isla y por su escasa actividad política y misionera. E, incluso, somos de la opinión de que también aquel mercedario que —según testimonio de Anglería— marchó al reconocimiento de la isla de Cuba, debió pasar pronto a España: tal vez, de capellán, en los navíos de regreso de la segunda expedición colombina; quizá antes y, entonces diese cuenta a los reyes de aquellas cosas que eran “menester para curar los enfermos”. En este último caso, repetimos habría que identificarlo con el fray Juan de la carta de Colón, cuyo apellido, hasta ahora desconocido, no creemos existan graves inconvenientes para que sea Infante o Solórzano, aunque tampoco lo podamos asegurar.

Así pues, que sepamos a ciencia cierta, entre los escasos religiosos que quedaron en la isla al regresar Colón de su segundo viaje, no se encuentra ni fray Juan Infante, ni fray Juan Solórzano, ni cualquier fraile mercedario.

Pero a juzgar por las palabras de fray Antonio de Remesal, la ausencia de los mercedarios en estos primeros años es explicable. Escribe el cronista dominico que los generales de la Merced, “mirando el Instituto de su Orden que es la redención de cautivos y entendiendo que en las Indias esta piísima obra tenía muchas mandas, enviaron religiosos a cobrarlas, que a no tener acá [en Indias] personas que con amor y puntualidad hicieran esta diligencia, todas se perdieran y acabaran y los prójimos en poder de infieles se perdieran. Estos padres no venían en forma de comunidad, sino cual o cual con uno o dos compañeros a su costa; porque el Rey solo les daba licencia para venir y no más; y si agora hace la costa a los religiosos es de muy pocos años a esta parte. Y esta es la razón porque enviando cédulas para el buen gobierno y administración de lo espiritual y temporal de las Indias a los religiosos de Santo Domingo, San Francisco y San Agustín, ninguna habla con los padres de Nuestra Señora de la Merced por no ser enviados por Su Majestad a la conversión de los naturales como las otras Religiones, sino por haberse venido ellos por este otro santo fin. Como se iban multiplicando los descubrimientos y poblaciones y gobernaciones de los españoles, se multiplicaban también los padres de Nuestra Señora de la Merced. Y porque en las entradas que hacían los españoles, de lo que les cabría de despojos con mucha libertad se acordaban de los pobres cautivos. Porque no les faltase esta limosna y tan necesario socorro, por falta de quien las acordase, pidiese y cobrase, los padres que tenían esto a cargo acompañaban a los conquistadores, sirviendo juntamente de administrar los Santos Sacramentos y de reprimir los muchos excesos que en tales ocasiones se cometían” (fray Antonio de Remesal: Historia general de las Indias Occidentales y particular de la gobernación de Chiapa y Guatemala, libro III, capítulo XIX, páginas 217 y 218).

Grande ha sido la cita, pero hemos creído conveniente incluirla íntegra para mejor mostrar sus lógicas consecuencias. Sin duda, a tenor de lo dicho, podemos suponer que al llegar Colón de su primer viaje, acompañado de una ola de optimismo en cuanto a las riquezas de las tierras que acababa redescubrir, al organizarse la segunda expedición entre el entusiasmo del pueblo, el general de la Merced, pensara en la favorable ocasión que presentaba a su instituto para recoger fondos destinados a la redención de los cautivos. Con este fin, entre los religiosos que marchaban a Indias, se enrolaría uno o más frailes de la orden, que al mismo tiempo, si fuera preciso, habían de prestar servicios de capellán, tal y como sucedió con aquel hombre desconocido que Colón llevó consigo a la isla de Cuba. Mas pronto vino la desilusión, las islas no eran la gallina de los huevos de oro que el primer optimismo hizo concebir; el hambre y la miseria, junto con los desórdenes políticos, asolaron las nuevas tierras; el pesimismo apareció por doquier. Entonces ¿si no existían aquellas arcas de la Redención, para qué permanecer aquí? Desilusionados, los religiosos de la orden de la Merced se volverían a España, pues había desaparecido el principal fin de su marcha a aquellas islas de esfumados tesoros.

Por esta misma causa, en los años sucesivos, cuando se organizan oficialmente expediciones numerosas de religiosos —primero de franciscanos (Vid. Ortega: ob. cit., tomo II, capítulo IV, páginas 298 y ss.— Cipriano de Utrera: ob. cit., capítulo XLII, páginas 241 y ss.; Torres: ob. cit., capítulo I, páginas 52 y ss.) y después de éstos mismos y de dominicos (Torres: ob. cit., capítulo I, páginas 55 y ss.), no encontramos ninguno que pertenezca a la orden de la Merced. Y si más tarde los hubo —en 1514 ya tenían convento en La Española— su estancia en las Indias pasa casi desapercibida, por la razón que ya hemos dicho, apunta el padre Remesal: “por no ser enviados por Su Majestad a la conversión de los naturales como las otras religiones, sino por haberse venido ellos por su cuenta y riesgo, sin integrase a las expediciones oficialespor este otro santo fin”, como es en la recaudación de fondos para la redención de cautivos. Tan sólo cuando el número de sus hijos fue ya más elevado, y ello, sin duda, debido precisamente a la atracción ejercida por las conquistas más lucrativas de las tierras continentales, la orden de la Merced consigue de la Corona la misma consideración de misionera de que ya gozaban aquellas otras dos órdenes religiosas; y por tanto, también la misma protección económica. Por Real Cédula del 1 de enero de 1526, se le otorga el pase oficial a las Indias, como en otro lugar veremos.

La primera Misa en Indias

La gloria de haber celebrado en Indias el primer Sacrificio de la Misa ha sido atribuida a distintos religiosos e, incluso, a algún sacerdote secular. Veamos. En la Biblioteca de Madrid, existe un códice que contiene una carta, cuya fecha es 13 de enero de 1648. En ella el doctor Sebastián de Agraz da cuenta al jesuita Juan de Arenas Arinero y Montalvo de que su pariente Pedro de Arenas pasó a las Indias con Colón, en el viaje de descubrimiento, y fue el sacerdote que dijo allí la primera Misa. (La carta en Fita: “La primera Misa en América”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 1891, XVIII, páginas 551 y ss.; Sánchez Lustrino la transcribe y hace de ella un estudio, base de nuestras conclusiones: ob. cit., capítulo III, páginas 109 y ss.).

Además de estar la carta llena de contradicciones e inexactitudes, prueba contundente contra sus afirmaciones es la demostrada ausencia de sacerdotes en el primer viaje de Colón. Pero, por si fuera poco, el autor de la misiva asegura que, al regresar a España el almirante, trajo cartas para los hermanos del padre Arenas, pues éste —se dice— quedó en el Fuerte Navidad, donde fue sacrificado junto con sus compañeros. Y basta leer la lista de los que allí quedaron (Colección de documentos inéditos de América, tomo XXXVIIII, páginas 244 y ss.) para ver que su nombre no está incluido.

Por otra parte, las historias de la orden de la Merced, muchas de las cuales han sido ya mencionadas, atribuyes —como la que comentamos— al padre fray Juan de Infante la gloria de haber sido el primer celebrante del Santo Sacrificio de la Misa en el Nuevo Mundo. Mas las mismas razones que en la correspondiente nota hemos traído a colación para desechar su presencia en las expediciones colombianas, nos sirven aquí para deshacer la nueva afirmación; y ello, no ya solamente en el primer viaje, como es lógico, sino en el segundo.

Igual honra atribuyen a fray Juan Pérez, los historiadores franciscanos (Vid. Ortega: ob. cit., tomo II, capítulo IV, páginas 226 y ss.), pero también aquí se vuelven contra ellos las razones ya aludidas; entre otras, lógicamente, es la principal, la muy problemática presencia del protector de Colón en América, pese a toda la buena voluntad que, para demostrarlo, se quiera poner.

Y todavía queda otra pintoresca afirmación. El erudito y paciente investigador padre Francisco Javier Hernáiz atribuye la primera Misa a fray Bartolomé de las Casas (Colección de bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia de América y Filipinas, tomo II, páginas 134 y 135), el error de creer que el futuro dominico fuera con Colón en el segundo viaje se debe a la falsa noticia dada por Ortiz de Zúñiga, en sus citados Annales de Sevilla (libro XII, página 413). Pero su marcha no se efectuó hasta el año 1502. (Giménez Fernández: El plan Cisneros-Las Casas para la reformación de las Indias, libro I, capítulo III, página 50). Así, pues, mal podía haber oficiado la Santa Misa antes de esa fecha.

Los historiadores más autorizados —Las Casas, Hernando Colón, Oviedo, Herrera, etc.— nada dicen de la celebración del oficio divino, a pesar de ser prolijos en relatos sobre la Misión Religiosa encabezada por fray Boil. Tan sólo Pedro Mártir de Anglería nos asegura que la primera Misa se celebró en La Española, en aquel lugar que el Almirante encontró apropiado para poblar. Aquí se edificaron casas y capilla, celebrándose el Santo Sacrificio el día de los Reyes (Anglería ob. cit., edición en castellano, libro II, capítulo VI, páginas 24 y 25. Así, pues, para tan fausto acontecimiento tuvo lugar en la recién fundada ciudad de La Isabela, el día de la Epifanía del señor del año 1494, como bien ha precisado Sánchez Lustrino (ob. cit., capítulo III, páginas109 y ss.). Pero ¿a quién cabe el honor de haber sido el primer celebrante?

Ya hemos visto como a la primera objeción se deshacen las afirmaciones sobre la cuestión hechas por historiadores tardíos. Imposible es que fray Juan Pérez dijera la primera Misa; muy problemático, por no decir imposible, que tal honor corresponda a fray Juan Infante; absurdo que se atribuya a fray Bartolomé de Las Casas o al padre Arenas. Creemos, con Sánchez Lustrino (ob. cit. capítulo III, página 129), que siendo fray Bernal Boil el superior de la misión y yendo investido con poderes de vicario apostólico, fue precisamente él, y no otro, el primer celebrante de la Santa Misa en Tierras americanas. Y así habrá que creerlo mientras la historia —la historia crítica— no diga la última palabra.

El milagro del Santo Cerro

Al regresar Colón de su expedición a Cuba, encuentra la isla Española en estado de insubordinación. Los caciques se habían rebelado contra el poder de los españoles. Con ánimo de apaciguarlos, el almirante sale de La Isabela, en compañía de algunos infantes, unos veinte caballeros y otros tantos perros de presa. Y no encontrando a los enemigos, decide esperarlo atrincherado en dos pequeños cerros, situados no muy lejos de la ciudad hispana, para lo cual divide sus fuerzas, dando el mando de una parte a su hermano Bartolomé. Al fin, se libra la gran batalla, obteniendo los españoles una resonante victoria, que ha pasado a la posteridad con el nombre significativo del lugar donde se dio: del Santo Cerro. Corría entonces el mes de agosto de 1495.

Refiriéndose a estos hechos, cuenta la tradición que don Cristóbal hizo levantar una cruz en medio del cerro donde se hallaba. Y fue poco después cuando se inicia el ataque de los indios, en un número que los autores que recogen la leyenda hacen oscilar entre 3,000 y 100,000. Con tales fuerzas, el Almirante y sus hombres son desalojados de la altura. Entonces, creyendo los naturales que la cruz daba poder mágico a los cristianos, intentan destruirla inútilmente. Este hecho anima a los españoles que contraatacan y ocupan nuevamente el cerro. Más aquellos no cesan en su empeño de recuperar la posición, atacando dos y tres veces.

Ante la difícil situación, Colón convoca a sus capitanes. Cuando están reunidos, se alza la voz del padre fray Juan Infante que les reanima, recordándoles la presencia de la cruz milagrosa y la ayuda que habría de prestarles la Virgen Santísima de la Merced. Esa noche, una aureola luminosa rodeó la cruz y, sobre su brazo derecho, fue vista una Señora vestida de blanco, con un Niño en los brazos. Allí, inmóvil, permaneció durante cuatro horas. Los españoles entendieron era Nuestra Señora de la Merced y, cayendo de rodillas, elevaban al Cielo sus oraciones. Los indios, que también la vieron, comenzaron a tirarle flechas, que retornaban contra ellos. Al día siguiente, animados de tan portentoso milagro, los españoles atacan y obtienen una victoria definitiva.

Esta preciosa tradición que, en síntesis recoge nuestro cronista – variando tan sólo el hecho de quien hizo levantar a cruz que él atribuye a los religiosos de su orden – debió nacer muy pronto pues, como asegura Sánchez Lustrino (ob. cit. capítulo I, páginas 63, nota 93) el padre Las Casas ya la conocía, aunque parece negarle crédito. Entre otros cronistas, la recoge también, con ligeras variantes —suprime, por ejemplo, la intervención del mercedario—, el dominico fray Jerónimo de Mendieta, que escribió su obra en el año 1596 (Historia eclesiástica indiana, México, 1870, libro I, capítulo VIII, páginas 35 y ss.). El historiador dominicano Antonio del Monte y Tejado, que publicó su historia en 1890 (Historia de Santo Domingo, tomo I, capítulo XI, páginas 191 y ss.), afirma que la cruz milagrosa, hecha de ramas de zapote o níspero, existió hasta fines del siglo anterior, en el patio del convento mercedario, levantado en el lugar poco después de la victoria hispana. Y así mismo dice que tanto la tierra que la rodeaba como la madera de que estaba hecha la cruz, sirvieron de reliquias en España, Roma y otros lugares del extranjero.

La provincia mercedaria de San Lorenzo Mártir

Durante mucho tiempo —hasta 1561— los conventos de la Merced establecidos en las Indias dependieron del provincial de Castilla, quien nombraba los comendadores, erigía dichos conventos y mandaba visitadores y misioneros, con la total exclusión del general de la orden. En aquel año 1561 se crean las provincias de Lima, Cuzco, Chile y Guatemala, a exigencia de los padres de América y después de la Concordia de Sevilla. Esta, que vino a ser como una transacción entre los religiosos allí residentes y el provincial castellano, no excluía totalmente la superior autoridad de Castilla, cuyo provincial ejercería sobre aquellos las funciones de general, visitando y reformando sus conventos. En 1574 las nuevas provincias pasan a depender directamente del general de la orden, quedando el provincial de Castilla como vicario general, pero prácticamente con idéntico poder al que antes ostentara (Castro Seoane: “La expansión de la Merced en la América colonial”, en Missionalia hispanica, año I, tomo I, números 1 y 2, páginas 73 y ss.; Fernando de Armas: Cristianización del Perú, segunda parte, capítulo VI, páginas 148 y 149).

Lógicamente, las islas antillanas dependían de la provincia de Guatemala. Sin embargo, los mercedarios de La Española aspiraron muy pronto a constituirse en provincia independiente. Y con este fin procuraron multiplicar el número de sus conventos. A fines del siglo XVI, el comendador del de Santo Domingo, fray Melchor Franquis, quien pasó a la isla el año 1595 (Castro Seoane: “La traída de los libros y vestuarios en el siglo XVI de los misioneros desde sus conventos a Sevilla pagados por el tesoro de la Casa de la Contratación…”, en Missionalia hispanica, año XI, N. 33, páginas 476 y 477, Madrid, 1954), intenta por todos los medios reparar los destrozos de esta casa, destruida por el terremoto de 1614; y al mismo tiempo, erigir otra en Higuey, tomando bajo su custodia el santuario de Nuestra Señora de Altagracia, advocación que gozaba de especial estima en toda la isla y en las vecinas de Cuba y Puerto Rico. Pero en este último interesado propósito halló la tenaz resistencia de la Audiencia y del Cabildo Eclesiástico de la capital, que le acusa ante el Consejo de Indias de intentar la fundación sin más motivos que la contar con número suficiente de conventos con que lograr la constitución formal de la suspirada provincia. En consecuencia, el proyecto fracasó (fray Pedro Nolasco Pérez: Religiosos de la Merced…, tomo I, página 67; Troncoso: Narraciones dominicanas, páginas 31 y ss.; fray Cipriano de Utrera: Nuestra Señora de Altagracia. Historia documentada del culto y santuario de Higuey, capítulo V, páginas 47 y ss.).

En los primeros años del siglo siguiente —hacia 1604— el nuevo comendador fray Luis Quer, trata de un modo formal de erigir la provincia antillana de su orden. Pero como tan sólo tenía dos conventos en La Española y uno en Cuba “se entrometió [escribe el fiscal Ruy Gómez al rey] a querer edificar más monasterios de los que solía haber, y edificar tres buhíos en diversas partes y en cada uno puso a dos frailes, uno por comendador y otro conventual, y hecho esto escribe a su general que ya tenía en esta isla y la de Cuba, seis monasterios, que la hiciera provincia y enviase para elegir provincial” (Carta fechada en mayo de 1608 A.G.I., Audiencia de Santo Domingo, 83; La transcribe en su obra citada el historiador mercedario fray Pedro Nolasco Pérez, tomo II, página 6; Vid., otra carta de mismo fiscal, pero con fecha exacta de 9 de mayo, también en A.G.I. Audiencia de Santo Domingo, 83).

La contestación afirmativa del general de la orden de la Merced, fray Alonso de Monroy, no se hizo esperar. Con fecha 3 de marzo de 1607, envía a los religiosos de aquellas islas patente, autorizando al comendador del convento de la ciudad de Santo Domingo —que años antes había sido designado vicario General— para que convocase capítulo de la orden y, nombrando superiores, erigiese en provincia independiente las fundaciones antillanas.

Pero como la patente no había pasado por el Consejo de Indias y la erección de los conventos se había hecho sin licencia real, según estaba ordenado, la Audiencia se opuso a ambas determinaciones. No obstante, los padres comendadores, reunidos en capítulo, eligieron provincial a fray Pedro de Torres, quien después se opuso a la demolición de dos de los nuevos conventos, pretendida por los oidores de aquel tribunal (Autos sobre la edificación de dos monasterios de la orden de la Merced en la isla de La Española. A.G.I, Audiencia de Santo Domingo, 83; Vid. también fray Pedro Nolasco Perez: ob. cit., tomo II, páginas 4 y ss.).

De todo, apeló el provincial al Consejo de Indias, quien al parecer no tomó decisión contraria a lo resuelto por los padres de la Merced. Así, en el capítulo general de la orden, celebrado en Guadalajara, a 6 de junio de 1609, encontramos el primer elector, delegado de la nueva Provincia antillana de San Lorenzo Mártir. Y a su petición, allí se aprobó que, en adelante, el tiempo de duración de los provincialatos de las Indias fuese de cuatro años. Es más, cuando al terminar su gobierno, el padre fray Pedro de Torres, sin mediar el período de tres años necesario, fue de nuevo, ahora irregularmente, reelegido provincial, el caso se trató en el capítulo general de Murcia, celebrado en junio de 1612, el cual en sus constituciones continua reconociendo la existencia de la nueva Provincia (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., páginas 12 y 13).

Los conventos que la orden de la Merced y, por tanto, la Provincia de San Lorenzo Mártir, tenía en La Española son —dice el mismo fiscal Ruy Gómez— los de las ciudades de Santo Domingo y Santiago de los Caballeros. El primero de ellos era contemporáneo de los de las órdenes de San Francisco y San Agustín, a juzgar por las palabras del cronista Gonzalo Fernández de Oviedo (De la natural historia de las Indias, ed. Suma, Madrid, 1942, capítulo III, página 52). Según documentación recogida por Castro Seoane (ob. cit., página 78), se estaba edificando hacia 1514. Y poco después, constaba de una comunidad de quince religiosos, nueve religiosos y seis profesos. Pero quien dio un gran impulso a la obra fue fray Francisco de Bobadilla, nombrado vicario general de las Indias, en el capítulo de Burgos de 1526. Pero con el ataque pirático de Drake a la isla la casa sufre graves desperfectos, acrecentados más tarde, cuando el terremoto de 1614. Y aunque parece que poco después se intentaron e, incluso se hicieron algunas reparaciones, la total reconstrucción no tuvo lugar hasta bien entrado el siglo XVIIII. Siendo provincial fray Bernal Brosa y comendador del convento fray Diego Rondón (fray Cipriano de Utrera: Santo Domingo. Dilucidaciones históricas, capítulo LXIIII, páginas 345 y ss.). En 1775, el convento contaba con una comunidad de treinta religiosos (Castro Seoane: ob. cit., página 79; fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, páginas 31 y ss., y 63-64).

Del segundo de los conventos, el de Santiago de los Caballeros, casi nada sabemos. Sus orígenes nos son desconocidos. En 1775 vivían en él doce conventuales, que entonces se redujeron a diez (Castro Seoane: ob. cit., página 80).

El convento que la mencionada carta de Ruy Gómez sitúa en la isla de Cuba, estaba en la ciudad de Puerto Príncipe. Por tanto, debe ser el mismo que en siglo XVII se intitulaba de Nuestra Señora de Alta Gracia y que durante la centuria siguiente contaba con una numerosa comunidad, ocupada en la conversión y cura de almas y en la enseñanza de las artes liberales. (Vid. Castro Seoane: ob. cit., página 80).

Las tres fundaciones que el citado fiscal de la Audiencia de Santo Domingo denomina buhios son las de la Cruz de la Vega, Concepción de la Vega y Toza. Según sus referencias: “más que conventos parecían unas de esas cabañas, hechas de paja y ramas, en las que biben los hombres del campo, sin sercos, parecedes, ni seldas, ni iglesias a donde se puedan decentemente celebrar los debinos oficios, ni bivir guardando la clausura, ni lo más a que están obligados conforme a su instituto y constituciones…”. Y edificadas en “partes yermas, a donde los monasterios no son necesarios por no aber naturales ni pobladores a quien enseñar, ni personas que puedan sustentarlos y no tener número suficiente de religiosos que puedan residir y bivir en las dichas casas conventualmente…” (Autos sobre la edificación de dos monasterios… A.G.I., Audiencia de Santo Domingo, 83).

De los tres pequeños conventos, tan sólo subsistió uno. Los de Concepción de la Vega y Toza fueron efectivamente demolidos poco después de su fundación (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo II, página 12). El de la Cruz de la Vega, denominado también del Santo Cerro, quedó; pues no parece fuera obra precisamente obra del padre Quer. Además, en cuanto a su fábrica, culto y sostenimiento, “por tener iglesia de piedra y tejas y estar un trozo de la Cruz en una de sus capítulos, con que se tiene en todas partes tanta devoción, por ser la primera que se ha visto en las Indias, y ha habido milagros y tener alguna renta para sustentarse” (Autos sobre… A.G.I. Audiencia de Santo Domingo, 83. Vid también fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., página 11). Y esta renta le fue concedida varios años antes, desde 1561, en razón de su pobreza y por guardarse en él esas “santas reliquias” tan relacionadas con aquella tradición de la cruz milagrosa que, en los albores de la conquista Colón elevara en el mismo lugar donde ahora se hallaba el convento. Y ya sabemos como la tierra que rodea la cruz y la madera de que estaba hecha fueron veneradas como tales reliquias hasta fines del siglo XVIII (Castro Seoane: ob. cit., páginas 79 y 80). Muy significativos y a favor de lo dicho hasta aquí, resultan los pareceres de los oidores de la Audiencia de Santo Domingo, resueltamente inclinados a demoler los pequeños conventos de Concepción y Toza, pero favorables a la conservación del entonces también pequeño del Santo Cerro (Autos… A.G.I. Audiencia de Santo Domingo, 83).

Ya erigida la Provincia Antillana, se fundó otro convento en La Española, en la ciudad de Azú. En el siglo XVIII, el gobernador de la isla intentó suprimirlo, dando así cumplimiento al orden general de reducir los conventos en Indias promulgadas por Carlos III. Pero en 1778, previos informes favorables, el rey permite la supervivencia de esta casa (Castro Seoane: ob. cit., página 80).

También en el siglo XVIII es el convento de La Habana, que en su origen fue hospicio o residencia. Más tarde, sus religiosos se encargaron del culto en el hospital de betlemitas de la ciudad. En 1738 la casa fue cerrada y sus escasos religiosos dispersos. Pero por Real Cédula de 1744, se vuelve a abrir, erigido ahora en convento que pronto alcanza vida próspera. (Castro Seoane: ob. cit., página 81).

Aunque erigido en el continente, pertenecía a la provincia antillana de San Lorenzo Mártir el convento de Caracas. Su origen fue también el de un hospicio, erigido el convento por Real Cédula del 2 de febrero de 1642. Tuvo estudios generales y un número aproximado de cuarenta religiosos. (Castro Seoane: ob. cit., página 81).

Patronazgo de la venerada imagen de Nuestra Señora de la Merced

Como hemos visto en la nota anterior, la devoción a Nuestra Señora de la Merced se inicia en la isla dominicana desde los primeros pasos de su conquista por los españoles. Pero cuando llega a toda su plenitud es en la primera mitad del siglo XVII. Concretamente, en el año 1614 un terrible terremoto sacudió el suelo de La Española. Atemorizados los vecinos corrieron a refugiarse en el templo de la Merced, cuya sólida construcción permaneció incólume, salvo escasos desperfectos.

Fray Gabriel Téllez —Tirso de Molina— que fue por estos años conventual en la isla, describe el suceso con grandes pormenores. Asegura que durante el cataclismo la escultura de la Virgen mostraba su rostro triste, pero que, ante la penitencia del pueblo refugiado en su capilla, lo tornó en alegre. Desde entonces cesaron las sacudidas. Sin embargo, el dramaturgo mercedario se equivoca en el año del suceso que narra, fechándolo en el año 1617. Ello es debido, dice fray Cipriano de Utrera, a que escribió su Historia general de la Merced mucho tiempo después de haber regresado a España, teniendo que hacer uso de su memoria. Fray Cipriano de Utrera: Santo Domingo. Dilucidaciones históricas, tomo I, capítulo LXVI, páginas 363 y ss.).

Según el licenciado Alcocer, en su Relación de la Isla Española, fue la víspera de la Natividad —el 7 de septiembre— cuando la imagen obró el milagro. Entonces, la ciudad erigió a Nuestra Señora de la Merced por patrona y abogada contra los terremotos, acordando el cabildo celebrar anualmente su fiesta el 8 de setiembre (fray Cipriano de Utrera: ob. cit., capítulo LXVI, páginas 364 y ss.; Troncoso de la Concha: Narraciones dominicanas, páginas 29 y ss.).

Los primeros misioneros en la la Nueva España

Como se puede advertir, la información del cronista sobre los sucesos no es exacta. Asegura que Cortés embarcó para México en compañía de Diego de Velásquez y los padres fray Bartolomé de Olmedo y fray Juan de Zambrana. Como es sabido, el segundo no salió de la isla de Cuba, limitándose a enviar al primero, como capitán subordinado a su preeminente autoridad de gobernador. Y Cortés llevó consigo tan sólo a fray Bartolomé de Olmedo y al clérigo secular Juan Díaz, por sus capellanes. Tampoco parece cierto, pues, que el padre Zambrana embarcase y muriese en el camino.

De la presencia de este último en la expedición de Cortés nada dicen los cronistas contemporáneos y posteriores de prolija información y exacta veracidad, como Bernal Díaz del Castillo, López de Gómara, Antonio Solís o el mismo Hernán Cortés. Es más, los cronistas de la orden de la Merced en Nueva España padres fray Francisco de Pareja (Crónica de la provincia de la Visitación de Nuestra Señora de la Merced, Redención de cautivos de la Nueva España. Estado primero, capítulo I, páginas 3 y 17) y fray Cristóbal de Aldana (Crónica de la Merced de México, libro I, página 13), dicen explícitamente que el padre Zambrana quedó en la isla de Cuba, cuando el padre Olmedo partió con el conquistador de México. Pero es el caso que estas noticias de los historiadores de la Merced, coincidentes, en parte, con las de alguno otro perteneciente a distinto instituto religioso, son las únicas que poseemos de la presencia en Indias de este padre fray Juan de Zambrana, pues a juzgar por el silencio que de él hace en su obra el padre fray Pedro Nolasco Pérez (Religiosos de la Merced que pasaron a la América española, tomo I no existe ninguna constancia documental que la acredite. Sin embargo, la cuestión varía por completo en caso de no ser cierta la afirmación del segundo de los citados cronistas mercedarios sobre la muerte de fray Juan en la misma isla de Cuba, sin pasar jamás a tierra firme. De no ser así, podríamos identificarlo con otro religioso de su misma orden y de igual nombre y apellido —fray Juan de Zambrana— que pasa a Guatemala, desde México, hacia el año 1537, a fundar allí a instancia del obispo de aquella diócesis don Francisco marroquín (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., capítulo III, páginas 7 y 8; fray Francisco de Pareja: ob. cit., capítulo XIX, página 154; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., página 217; fray Gil González Dávila: Teatro eclesiástico de la primitiva Iglesia de las Indias Occidentales, Madrid, 1649, tomo I, página 144).

El mercedario fray Bartolomé de Olmedo va con Hernán Cortés

Las crónicas de la orden de la Merced en México (fray Francisco de Pareja: ob. cit., página 13 y ss., fray Cristóbal Aldana; ob. cit., páginas 6 y ss.) coinciden con ésta del padre Mondragón en cuanto a que los padres Olmedo y Zambrana pasaron a las Indias con licencia del padre maestro general, fray Santiago Laurencio, y del emperador. Y aunque el segundo de los cronistas dice que partieron de Castilla “por los años de 1518”, en el libro de Asientos de pasajeros a Indias consta que el primero de los dos religiosos embarcó hacia aquellas tierras en la nao de Francisco Rodríguez, en mayo de 1516. (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, página 21) Del segundo nada dice, y nada sabemos si exceptuamos las noticias de esos y otros cronistas mercedarios.

Según datos biográficos facilitados por fray Melchor Rodríguez de Torres, en su obra titulada Primera centuria de la Merced, escrita en el siglo XVI, fray Bartolomé de Olmedo era natural de esta villa vallisoletana que le presta su nombre, aunque oriundo de Vizcaya (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., páginas 21 y 22). Por lo demás, todas las historias posteriores recogen estos datos, se muestran de acuerdo en presentárnoslo en la isla de Santo Domingo, de seguro viviendo en el convento mercedario de la capital. Y posteriormente, en compañía de Diego de Velásquez, en la conquista de la isla de Cuba, de donde pasa a México.

Y ahora surge una pregunta: ¿tuvo el padre fray Bartolomé de Olmedo algún especial motivo para marchar como capellán en la expedición cortesiana? A nuestro juicio los motivos son varios, pues simplemente el de ser capellán de la expedición no puede convencernos, cuando sabemos de la partida, al unísono de otro sacerdote: el padre Díaz, clérigo secular. El de la conversión de los infieles, que ponderan los cronistas arriba citados, aunque no lo negamos del todo, sí lo dejamos reducido a un motivo hipotético, no mediato, como se deduce fácilmente del estudio de las capitulaciones firmadas entre Velásquez y Cortés.

Estas, firmadas por las partes, en 28 de octubre de 1518, fueron ratificadas poco después por los padres jerónimos, a la sazón gobernadores comisionados por el Rey. En ellas se incluyen las siguientes cláusulas: búsqueda de Grijalva y Olid, anteriores expedicionarios, que entonces se daban por perdidos, pero que a la salida de la expedición de Cortés ya habían regresado a las islas; rescate de los náufragos de anteriores expediciones que pudieran estar en poder de los indios, punto que pronto, como vamos a ver en seguida, encontró ocasión de cumplirse; y finalmente, el rescate de metales preciosos, en la máxima cantidad según aspiración de Velásquez, pero que los padres jerónimos redujeron a la necesaria para cubrir los gastos de la expedición. La cláusula explícita o implícita de poblar no existe, quedando oculta, tal vez, en la secreta intención de Cortés.

Tratándose, pues, de una expedición de descubrimiento y rescate poco se podría pensar en la evangelización de los indios, al menos de manera metódica y definitiva. La marcha de misioneros se hacía, por tanto, casi innecesaria. (Vid. Un traslado de las capitulaciones en Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, tomo XII, páginas 225 y ss.).

Pensar en la intención de recaudar fondos para las arcas de la redención de cautivos, es otro motivo que aquí queda en segundo plano. Al limitarse los rescates a la cantidad necesaria para los gastos de la expedición, el padre Olmedo mal podría pensar en la recaudación de grandes riquezas; aunque naturalmente, ello no implica que éste no fuese un motivo más impulsor de su marcha.

Pero queda el que nosotros consideramos principal motivo: el de la existencia de cautivos en poder de los indios. Este hecho, a nuestro juicio, es el que justifica la presencia del padre Bartolomé de Olmedo en la armada de Cortés, junto a otro capellán, como era el clérigo Juan Díaz, ya citado.

Es evidente, que al incluirse en las capitulaciones firmadas entre el gobernador de Cuba y Hernán Cortés la obligación de rescatar a esos españoles esclavos de los indios, se tendría casi la certeza de su existencia o al menos —como escribe el propio Cortés— “traía aviso de ello” (Hernán Cortés: Cartas de relación, primera carta de 10 de julio de 1519, ed. Pascual Gayangos, página 11). Entonces nada más natural que la marcha en la expedición de un hijo de la orden de nuestra orden de Nuestra Señora de la Merced, redención de cautivos. Y efectivamente, al arribar a la isla de Cozumel, Cortés obtiene pruebas que le confirman aquella suposición. Entonces envía dos navíos, cuyo mando confía a Diego de Ordás, con el fin de rescatar a los prisioneros. De los dos que los mensajeros pudieron localizar, tan sólo —Jerónimo de Aguilar— vuelve; el otro —Gonzalo Guerrero— quedó voluntariamente entre los indios.

Mas ahora surge una pregunta: ¿intervino el mercedario fray Bartolomé de Olmedo en las gestiones para obtener el rescate? Sobre este punto, nada dicen los cronistas. Sin embargo, en sus relatos hay indicios que permiten entrever una respuesta afirmativa. Por Bernal Díaz del Castillo sabemos que, pasado el plazo de ocho días señalados por Cortés para intentar el rescate, los navíos volviéronse a la isla, sin traer noticias de los españoles esclavos y dejando abandonados en tierra firme a los mensajeros indios. Por entonces, antes de retornar los navíos, según aclara Solís (Historia de la conquista de México, ed. 1704, capítulo XV, página 28 y ss.), Cortés decide derribar violentamente los ídolos que adoraban los naturales de la isla. Y lo ordena así, después de pronunciar él mismo un sermón, en el que exhorta a los caciques para que dejasen sus idolatrías y abrazasen la religión de Cristo. Seguidamente “mandó traer mucha cal, que auia arta en aquel pueblo, e indios albaíles, y se hizo un altar muy limpio, donde pusiésemos la Imagen de Nuestra Señora: é mandó a dos de nuestros nuevos que allí estauan: la qual se puso en vno como humilladero que estava hecho cerca del altar, e dixo Missa el Padre que se dezía Juan Díaz…” (Bernal Díaz del Castillo: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, 1632, capítulo XXVII, páginas 17 v y ss.).

Nótese que en este pormenorizado relato de Bernal Díaz del Castillo, del cual aquí hacemos sólo una síntesis, no aparece el nombre del padre Olmedo. Y es extraño, puesto que en las escenas que se suceden en la conquista le vemos constantemente esparciendo entre los indios la palabra evangélica. Es más, ahora nos sorprende la actitud violenta de Cortés, derribando ídolos a sangre y fuego, con las más pacíficas de las etapas posteriores, cuando los consejos del padre Olmedo, a duras penas logran suavizar —no siempre— sus impulsos (Vid. Robert Ricard: La conquista espiritual de México, libro I, capítulo I, páginas 82 y ss.).

Es pues, muy posible que el padre Olmedo no se hallase presente. Por ello, ahora no predica, ni celebra el Santo Sacrificio de la Misa, ni siquiera intenta moderar la orden de Cortés de predicar la doctrina de Cristo por la violencia. ¿Dónde estaba, pues? Podemos suponerle a los españoles esclavos, pues a semejante obra le obligaba el cuarto voto de su Instituto.

Los intérpretes de la expedición cortesiana

Ya hemos dicho que al partir Cortés de la isla de Cuba, habían regresado las expediciones de Grijalva y Francisco Hernández de Córdova, que se daban por perdidas. Pues bien, el arribo de ésta última fue de gran utilidad. A bordo de sus navíos traía dos indiezuelos, hechos prisioneros en la Punta de Catoche que, bautizados, se llamaron Julián y Melchor (Bernal: ob. cit., capítulo II, página 1 v). Cortés los lleva ahora consigo. El primero murió pronto. El segundo sirve de intérprete cuando los expedicionarios arriban al río Tabasco o de Grijalva (ob. cit., capítulo XXII, páginas 20 y ss.).

Pero ya en las islas de Cozumel, precisamente por mediación del propio Melchor, Cortés supo de dos españoles prisioneros de los naturales que se hallaban por aquellos contornos. Uno de ellos, Jerónimo de Aguilar, se sumó a la expedición. Y entonces, “en quatro días del mes de março de mill y quinientos y diez y nueve [escribe Bernal Díaz del Castillo], auiendo tan buen sucesso en lleuar tan tan buena lengua, y fiel, mandó Cortés que nos embarcasemos” (ob. cit., capítulo XXX, páginas 19 v). Efectivamente, llevar consigo tan buena lengua como Jerónimo de Aguilar, era un buen suceso. Así quedó patente en el primer punto de desembarco —Tabasco— donde, habiendo huido el indio Melchor el español rescatado comenzó su labor de intérprete, repitiendo en la lengua de cada región los discursos de Cortés (Bernal: ob. cit., capítulo XXXV y XXXVI, páginas 23 y ss.) y del padre Olmedo (capítulo XXXVI, página 24).

Sin embargo, refiere el cronista Antonio de Solís, que, al llegar los españoles a San Juan de Ulúa, Aguilar no compendía la lengua mexicana que aquí se hablaba, distinta a la de Yucatán. Pero la entendió doña Marina, mujer que el cacique de Tabasco había dado y que era “capaz de ambas lenguas, y dezía a los indios en la mexicana, lo que Aguilar a ella en la de Yucatán: durando Hernán Cortés en este rodeo de hablar con dos intérpretes [escribe el mismo Solís], hasta que doña Marina aprendió la castellana; en que tardó pocos días…” (ob. cit., capítulo XXI, página 44).

Sin duda, de ambos intérpretes y, quizá, de otro llamado Francisco (Bernal: ob. cit., capítulo XXXVI, página 24), se valía el padre fray Bartolomé de Olmedo para enseñar a los indios la doctrina cristiana, tanto en el camino hasta llegar a México, como en esta misma capital. Y aquí nos habla Bernal de un nuevo intérprete, llamado Orteguilla, que Cortés dio a Moctezuma por criado (ob. cit., capítulo XCV, página 75 v). Por su mediación, dice fray Francisco Pareja (ob. cit., capítulo VII, páginas 57 y ss.), el padre Olmedo daba a conocer los misterios de nuestra fe al emperador, prisionero de los españoles. Así, pues, por entonces, el fraile de la Merced no conocía aún la lengua mexicana. O al menos no existen textos fidedignos que así nos lo digan. Es más, bien entrado ya el año 1521, cuando Cortés va contra los indios de Pánuco, vemos al mercedario intervenir para pacificar aquella provincia, pero junto a él están Aguilar y doña Marina “que siempre Cortés los lleva consigo” (capítulo CLVIII, página 161 v), naturalmente para que fuesen sus traductores. Todo ello parece prueba evidente de que si el padre Olmedo aprendió alguna vez la lengua mexicana, por lo menos hasta este momento, su conocimiento no era tan perfecto como para predicar y hacerse entender de los naturales. Si posteriormente la dominó no lo sabemos.

Celo misionero del padre fray Bartolomé de Olmedo

Destaca Ricard la moderación y prudencia del mercedario, en todo momento aconsejando a Cortés para refrenar su carácter impulsivo (Ricard: ob. cit., libro I, capítulo I, páginas 79 y ss.). Y ello sin desatender su misión apostólica, predicando la fe a los naturales.

Como veremos con más detención en la nota subsiguiente, quizá por estar ocupado en ciertas diligencias conducentes a la liberación de los españoles prisioneros, la actuación apostólica y sacerdotal del padre Olmedo en las islas de Cozumel pasa en silencio. Después de destruidos los ídolos, el clérigo Juan Díaz celebra la Santa Misa en un altar aquí improvisado. Y es el propio Cortés quien reprocha a los indios sus idolatrías y enseña por primera vez los misterios de nuestra fe (Bernal: ob.cit., capítulo XXVII, páginas 18).

Pero ya en Tabasco comienza el padre Olmedo su labor apostólica. Aquí pronuncia su primer sermón, no sin antes haberse elevado un nuevo altar, cuyo cuidado Cortés encomendó a los caciques, cuando piensa levar anclas y partir hacia San Juan de Ulúa. De momento, no parece se administrasen más bautismos que los de las indias que el cacique de aquella región diera a los españoles en señal de amistad. Entre ellas la célebre doña Marina (ob. cit., capítulo XXXVI, página 24). Al día siguiente, antes de la partida, se celebró la festividad de Domingo de Ramos con una gran procesión. (ob. cit., capítulo XXXVI, página 24). Ya en la isla de San Juan de Ulúa, el padre Olmedo predica de nuevo, ahora ante los enviados de Moctezuma (ob. cit., capítulo XL, páginas 27 v). Y el mismo religioso vuelve a tomar la palabra y a celebrar Misa en Cempoala, ante los principales caciques de la región. A continuación se bautizan las ocho indias que aquí había ofrecido a los españoles el “Cacique Gordo” (Bernal: ob. cit., capítulo LII, página 36. Y todo ello después de derrocar por fuerza los ídolos (ob cit., capítulo LI, páginas 35 v), ante el disgusto del mercedario, que más tarde se lo reprochará a Cortés; y de elevar un altar con una imagen de la Virgen, semejante al que también había ordenado levantar el propio cortés en San Juan de Ulúa. Pero ahora, después de obligarles a cortarse sus largos y sucios cabellos y a cambiarse las vestiduras, cuatro sacerdotes paganos quedan al cuidado del improvisado templo, bajo la vigilancia directa del anciano soldado Juan de Torres, que quedó aquí voluntariamente cuando los expedicionarios camino de México (ob. cit., capítulo LII, página 36; Solís: ob. cit., libro II, capítulo XII, página 76). Era ésta una medida de prudencia, como la que más tarde, en el pueblo de Castiblanco, obliga al fraile mercedario a aconsejar a Cortés no dejase ninguna Cruz, como éste quería, por miedo a que sus bárbaros habitantes “la quemen, o hagan alguna cosa mala” con ella. (ob. cit., capítulo LXI, página 42).

Cuando en Tlaxcala, Cortés quiso imponer, por fuerza a los naturales la fe católica y la renuncia de sus idolatrías, el padre Olmedo interviene y aconseja prudentemente, hablándole así: “no es justo que por fuerça los hagamos cristianos, y aún lo que hicimos en Cempoala en derrocarles sus ídolos, no quisiera yo que se hiziese hasta que tengan conocimiento de nuestra fe…”. Siguiendo consejos tan razonables, ahora sin derrocar los ídolos, sino junto a ellos, los españoles levantan un altar y, como siempre, ante él se celebra la Santa Misa y se bautizan cinco indias principales ofrecidas a Hernán Cortés por sus padres, caciques del lugar. (Bernal: ob. cit., capítulo LXXVII, páginas 54 y 54 v; Solís: ob. cit., libro III, capítulo III, página 113).

Las mismas razones y la misma oposición por parte del mercedario, encuentran las órdenes de Cortés en Cholula, tendentes asimismo a exterminar por fuerza la idolatría. Como en Tlascala, el conquistador hubo de conformarse aquí con erigir un altar y en él poner una cruz. (ob. cit., capítulo LXXXIII, página 61). Y prosiguiendo el camino de México, en todo momento propicio se deja sentir la voz del padre Olmedo enseñando a los indios la doctrina cristiana y recriminándoles sus vicios e idolatrías. Así, en Talmalanco y otros lugares, hasta llegar a la capital del Anahuac (capítulo LXXXVI, páginas 63 v).

Aquí el mercedario se opone a las pretensiones de Cortés de hacer una iglesia, pues dijo ello “no era cosa convenible hablar en tal tiempo, que no vi al Mocteçuma de arte, que en tal cosa concediesse…” (capítulo XLII, página 71). Por lo pronto los españoles hubieron de conformarse con la capilla hecha en el aposento que el emperador designó para alojarlos (capítulo XCIII, página 72 v). Además, siguiendo los consejos del mismo religioso, a los naturales se les dejó libremente practicar su religión, prohibiéndoseles tan sólo los sacrificios humanos. (capítulo XCVIII, página 78). Sin embargo, el padre Olmedo inició la obra de catequizar a Moctezuma, dándole a conocer la doctrina cristiana y exhortándole a abrazarla (capítulo XCVII, página 77; capítulo XCVIII, página 78 y ss.; capítulo C, página 80 v; capítulo CI, página 81 v), sobre todo a la hora de su muerte (capítulo CXXVII, página 105). No obstante, pese a las afirmaciones contrarias de algún cronista, el emperador mexicano no recibió el bautismo, ya porque él mismo se negase, como afirma el propio Bernal o porque el padre mercedario, imprudentemente dilatara el momento, para celebrarlo en Pascua con fausta solemnidad, según refiere Gómara (ob. cit., capítulo CVII, página 302).

Como se pude observar de lo dicho hasta aquí, el bautismo no se administró sino a las indias que marchaban con los españoles y, quizá, a algún indio, también al servicio de éstos, como los intérpretes Orteguilla y Francisco. No cabe duda que era lo prudente, ya que en todo caso la enseñanza prebautismal tenía que ser muy breve y, por tanto la disposición de los neófitos para recibir el sacramento poco sólida, fácil de variar en un ambiente que continua siendo pagano, pues los españoles, de paso hacia la capital mexicana, no paraban sino en algunos lugares tan sólo el tiempo necesario para reponerse. Por esto el primer cacique que se bautizó fue in articulo mortis, cuando los españoles preparaban el asedio de la capital sublevada (Cervantes de Salazar: Crónica de la Nueva España, ed. 1914, página 380). El segundo fue Xicotenga, el viejo cacique tlaxcalteca, cuya fidelidad a los cristianos había sido suficientemente probada (Bernal: ob. cit., capítulo CXXXVI, páginas 118 y 118 v).

Pacificada la tierra, el sacramento del bautismo debió administrase con más frecuencia, aun antes del arribo a ella de la expedición de los doce religiosos franciscanos. Antes y después, el padre Olmedo debió desplegar una gran actividad evangélica, interrumpida momentáneamente en México. Durante su corta estancia en la provincia de Guatemala, como capellán de la expedición de Pedro de Alvarado, donde, prosiguiendo su santa actividad, bautiza más de quinientos indios (Bernal: ob. cit., capítulos CLXIV y CLXIX, páginas 172 y ss., y 187 v y ss.; fray Francisco de Pareja: ob cit., Estado primero, capítulo XIV, páginas 114 y ss.) Cuando a fines de octubre o principios de noviembre de 1524, de nuevo en la capital mexicana, muere el fraile mercedario, el licenciado Zuzo comunica el suceso a Cortés, que va camino de Honduras, con las siguientes palabras, recogidas por Bernal Díaz del Castillo en su Historia: “Como luego de a poco tiempo que se auia salido de México Cortés, auia muerto el buen padre fray Bartolomé, que era un santo hombre, y que le auia llorado todo México, y que le habían enterrado con gran pompa en señor Santiago, a que los Indios auian estado todo el tiempo, desde que murió, hasta que le enterraron, sin comer bocado, e que los Padres Franciscanos auian predicado a sus honras, y enterramiento, y que auian dicho dél, que era vn santo varón y que le debía mucho al Emperador; pero más a los Indios; pues si al Emperador le auia dado a aquellos vasallos, como Cortés, y los demás conquistadores viejos, a los Indios les auia dado el conocimiento de Dios, y ganado sus almas para el Cielo: e que auia convertido, e bautizado mas de dos mil y quinientos Indios en Nueva España, que ansí se lo auia dicho el Padre Fray Bartolomé de Olmedo algunas vezes a tal Predicador, e que auía hecho mucha falta Fray Bartolomé de Olmedo, porque con su autoridad componía las diferencias, e ruídos y hazía bien a los pobres…” (Bernal: ob. cit., CLXXXV, páginas 211 y 211 v).

La primera Misa en la Nueva España

Afirma también el cronista de la orden de la Merced padre fray Cristóbal de Aldana que la primera Misa celebrada en tierra de México la ofició el padre Bartolomé de Olmedo, en la isla de Cozumel (ob. cit., libro I, capítulo I, página 21). Ello seguramente lo toma de las historias generales de su orden. Pero el padre fray Francisco de Pareja —como aquél, mercedario y cronista de la provincia mexicana— pasa por alto este hecho y sólo refiere la Misa celebrada en Tabasco. Y aquí, ahora, coincidiendo ambos cronistas, atribuyen al padre Olmedo la gloria de haber celebrado ese primer sacrificio ya en tierra firme.

El hecho de que en ambos lugares —Cozumel y Tabasco— se dijera Misa es cierto. Pero en cuanto a quien fue el primer celebrante la cosa cambia. Si nos referimos a la Misa oficiada en Cozumel, podemos afirmar que la gloria que los cronistas mercedarios pretenden atribuir a su hermano de hábito indiscutiblemente no le corresponde. En contra de lo que asegura el padre Aldana, por Bernal Díaz del Castillo, testigo presencial, sabemos que, estando en la isla, Cortés mandó hacer una cruz, la “qual se puso en vno como humilladero que estaba como humilladero que estaba hecho cerca del altar, e dijo Missa el Padre que se dezia Juan Díaz… (Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, 1632, capítulo XXVII, página 18 v). Sin embargo, si prescindiendo de este hecho, como hace el padre Pareja, tenemos en cuenta tan sólo la primera Misa celebrada ya en 12 de marzo de 1519, al día siguiente de desembarcar los españoles en Tabasco, la afirmación de que el padre Olmedo sea el primer celebrante en la Nueva España puede ser admitida. En lo referente a este momento, Bernal Díaz del Castillo es parco en sus noticias, haciendo constar tan sólo la celebración del Sacrificio, sin especificar quien fuera el sacerdote celebrante (ob. cit., capítulo XXXI, página 20 v) Por lo demás, ni Solís (Historia de la conquista de México, capítulo XV y XX; páginas 30 y 43), ni López de Gómara (Historia de la conquista de México, ed. 1943, capítulos XIII y XXIII, páginas 74 y 97) ni otros cronistas añaden nuevas noticias. En el mismo lugar de Tabasco ya en los días “postreros del mes de marzo”, vuelve a celebrarse el Santo Sacrificio de la Misa con motivo de la fundación del primer pueblo de españoles, llamado Santa María de la Victoria. Aquí vemos por vez primera al padre Olmedo oficiando y, seguidamente —mediante intérprete—, exponiendo ante los indios una plática sobre los misterios de la fe de Cristo y la falsedad de sus ídolos (Bernal: ob. cit., capítulo XXXVI, página 24) y en adelante, el nombre del mercedario aparece en todos los hechos semejantes de la conquista.

El clérigo Juan Díaz y el padre Olmedo

Aún admitiendo con el padre Cuevas (Historia de la Iglesia en México, tomo I, capítulo I, página 103) que el primer sacerdote que desembarcó en tierra mexicana no fue fray Bartolomé de Olmedo, sino el clérigo Alonso González, que llegó a la punta de Catoche dos años antes, en la expedición de Francisco Hernández de Córdova, (Bernal: ob. cit., capítulo I y II, páginas 1 y ss.), al religioso mercedario si se le puede atribuir con justicia el nombre de “primer apóstol” de México, ya que la obra evangelizadora de aquél, si la hubo, sólo fue reducida y transitoria.

Sin embargo, el título de primer apóstol otorgado al padre Olmedo no es exclusivo. Lo comparte con el clérigo secular padre Juan Díaz, como él, capellán del ejército de Cortés y a quien ya hemos visto celebrando la primera Misa en el suelo mexicano. Pero es que además, junto con el mercedario, aquel tampoco desaprovechaba ocasión favorable entre los indios, para reducirlos al camino de la Verdad…” (Antonio de Solís: ob. cit., capítulo XX, página 43). A ambos clérigos corresponde por igual el primer relativo fruto apostólico obtenido entre los naturales de Tabasco. Claro que en tan breve estancia aquí, “lo más que pudieron conseguir entonces los dos sacerdotes [escribe Solís] fue dejarlos bien dispuestos, y conocer qué pedía más tiempo la obra de habilitar su rudeza, para entenderse mejor con su ceguedad (ob. cit., página 43).

Y ya en San Juan de Ulúa encontramos nuevamente a los dos capellanes de la expedición hermanados en el común oficio de Sacerdote. Ahora celebrando una vez más el Sacrificio de la Misa. La dijo cantada el fraile mercedario “y la beneficiaua [dice Bernal] el padre Juan Díaz” (ob. cit., capítulo XXXVIII, página 25 v); afirmación ésta ratificada por Solís (ob. cit., libro II, capítulo I, página 46), aunque haciendo notar la imposibilidad de que la celebración fuese —como afirma aquél y Herrera repite— el mismo día del desembarco, ya que éste tuvo lugar un viernes Santo (ob. cit., libro I, capítulo XXI, página 45).

Pero en lo que no cabe duda es que así, como ahora al celebrar la Santa Misa, en adelante, el mercedario conserva un papel cada vez más destacado, que anula en parte al similar que corresponde al clérigo padre Díaz. Los cronistas destacan más la actividad del primero. Es cierto que, a veces, su exclusiva intervención se debe principalmente a que “estaba presente” como cuando en San Juan de Ulúa habla entre los embajadores de Moctezuma. Bernal: ob. cit., capítulo XLI, página 27 v). Pero también se debe, sin duda, a su mayor personalidad y formación. “De muy poca capacidad” tacha fray Francisco de Pareja al clérigo secular (ob. cit., capítulo IV, página 40), mientras que Bernal pondera al padre Olmedo como “cuerdo y sagaz” (capítulo CXVII, página 93) y de “razones muy buenas” (capítulo CXVII, página 93 v); y lo califica de “entendido e Teólogo” (capítulo LXXVII, página 54), como demostró ser, por ejemplo, en el citado sermón ante los embajadores mexicanos, que fue un “buen razonamiento para en tal tiempo, que unos buenos Teólogos no lo dijeran mejor” (ob. cit., capítulo XLI, página 27 v). Y aún queda un tercer motivo que pudo influir en la más relevante actuación del religioso sobre la del sacerdote secular, si no es precisamente a la inversa y la actitud hostil de éste se debe al favoritismo de Cortés hacia aquel; pero lo cierto es que el padre Juan se hizo sospechoso de deslealtad, por cuyo motivo quedó en México cuando Cortés y el padre Olmedo salieron al encuentro del ejército de Narváez (Bernal: ob. cit., capítulo CXV, página 910).

El milagro de Tlaxcala

Con estas últimas frases casi literalmente transcritas de la obra de Bartolomé Leonardo Argensola (Conquista de México, ed. 1940, capítulo XII, páginas 161, nuestro cronista refiere un suceso milagroso acaecido en Tlaxcala, a poco de partir los españoles desde la ciudad hacia México. Sobre la Cruz que aquí habían dejado los de cortés para que los naturales la adorasen, estos vieron como descendía una nube del cielo. Naturalmente los primeros cronistas nada dicen sobre tan prodigioso hecho. Bernal y Cortés guardan silencio. Y lo mismo Gómara. Sin embargo. Antonio de Solís ya recoge pormenorizado lo que había pasado a ser una bella tradición, nacida quizá de la imaginación de los indios, y añade que la nube milagrosa “persevero mas o menos distinta (maravillosa providencia) tres o quatro años, que se dilató por varios accidentes, la conversión de aquella provincia…” Durante este tiempo, habiéndose quitado a los indios el primer temor, “dezían públicamente, que aquella Santa Señal encerraba dentro de sí alguna Deidad y que no en vano la veneraban tanto sus Amigos los Españoles: procuravan imitarlos doblando la rodilla en su presencia y acudían a élla con sus necesidades, sin acordarse de los Idolos o frecuentando menos sus Adoratorios: cuya devoción (si así se puede llamar aquel género de afecto, que sentían como influencia de causa no conocida fue crexciendo con tanto fervor de Nobles y Plebeyos, que los sacerdotes, y Agoreros entraron en zelo de su Religión, y procuraron diversas vezes arrancar, y hacer pedazos la Cruz, pero siempre bolvían escarmentados, sin atreverse a decir lo que les sucedía, por no desautorizarse con el Pueblo…” (ob. cit., libro III, capítulo V, página 118).

Es extraño que fray Francisco de Pareja no recoja la tradición en su Crónica, escrita aproximadamente por los mismos años en que solía escribir su historia. Sin embargo, tomada casi literalmente de éste, fray Cristóbal de Aldana sí la incluye en la suya (ob. cit., libro I, página 82 y ss.).

Vasallaje prestado por los indios de Tabasco

Al llegar los españoles a Tabasco, Cortés reúne a los caciques del lugar y, como ya se ha dicho, fray Bartolomé de Olmedo pronuncia un sermón. Seguidamente y después de bautizar a las indias que los mismos habían ofrecido, aquellos caciques “se otorgaron por vasallos de nuestro grande emperador. Estos fueron los primeros vasallos que en la Nueva España dieron la obediencia a su Magestad”, dice Bernal Díaz (ob. cit., capítulo XXXVI, página 24 v).

Ningún otro cronista es tan explícito. Gómara refiere las prédicas de Cortés y la buena disposición de los indios para con la doctrina cristiana (ob. cit., capítulo XXIII, páginas 97 y ss.), pero nada dice del vasallaje prestado por los indios. Más prolijo, Solís escribe que, después de un discurso de Cortés, sobre su intención de reducir a los caciques, presentes allí, a la obediencia de su rey y a los principios de la religión cristiana, estos contestaron que tendrían a conveniencia suya, el obedecer a vn Monarca: cuyo poder, y grandeza se dexava conocer en el valor de los tales vasallos…” Pero el comentario que hace el cronista no es tan optimista: los caciques “quedaron persuadidos, o por lo menos inclinados a la razón, sin asegurar de manera taxativa el hecho del reconocimiento del vasallaje (ob. cit., libro I, capítulo XXI, página 42).

Como es natural los cronistas de la orden de la Merced recogen la escena según la refiere Bernal Díaz del Castillo, e, incluso, la perfilan en provecho de la figura del religioso. Fray Francisco Pareja escribe que los indios “se redujeron a la obediencia de nuestro rey, instruidos por las eficaces palabras de fray Bartolomé…” (ob. cit., Estado primero, capítulo III, página 23).

El padre Olmedo ayuda a Cortés frente a las pretensiones del gobernador de Cuba Diego de Velásquez

Es suficientemente conocido como el gobernador de Cuba, Diego de Velásquez, se arrepintió pronto de haber designado a Cortés capitán de la expedición de descubrimiento de las tierras de Yucatán. Y ello pese a que con él enviara algún hombre de su confianza” para que guisase, y entendiesse no huviesse alguna mala trama en la Armada, que siempre se temió de Cortés, aunque lo disimulaua…” (Bernal: ob. cit., capítulo XX, página 13 v). Con tal motivo, el capitán ordena embarcar a sus hombres y, secretamente, se hace a la mar en el puerto de Santiago. Y hace escala en el de Trinidad donde burla una vez más los planes de Velásquez para apresarle, e impedirle proseguir la marcha. Los navíos levaron anclas y, haciéndose a la mar arribaron al puerto de La Habana. Aquí recibe Cortés aviso, informándole que el gobernador persistía en su empeño, para lo cual había despachado a las autoridades de aquella villa la orden de arresto. La llegada aquí de su portador no evitó que poco después los navíos navegaran rumbo a la isla de Cozumel.

¿Cómo se enteró Cortés de la orden de arresto? Bernal lo explica así: “parece ser que vn fraile de la Merced que se daua por servidor de Velásquez, que estaba en su compañía del mismo Governador, escribía a otro fraile de su orden, que se dezía Frai Bartolomé de Olmedo, quien iva con Cortés, y en aquella carta del fraile le avisauan a Cortés sus dos compañeros Andrés de Duero, y el Contador de lo que passaua…” (ob. cit., capítulo XXIV página 16 v) Indudablemente, basándose en estas palabras del soldado cronista, los historiadores de la orden de la Merced, identifican al fraile “que se daua por servidor de Velásquez” con fray Juan Zambrana, aquel religioso que quedó en la isla de Cuba, cuando su compañero, fray Bartolomé, partió en la expedición cortesiana. (fray Francisco de Pareja: ob. cit. Estado primero, capítulo II, página 18 y ss.; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., libro I, página 17).

Haya intervenido o no el padre Zambrana, el aviso, dado a Cortés mediante fray Bartolomé de Olmedo, fue quizá decisivo. Prevenido, procuró atraerse el apoyo de los amigos del gobernador que con él iban, evitando así la ejecución del arresto”, por manera – dice Bernal – que si en la villa de la Trinidad se disimularon los mandamientos, muy mejor se callaron en la Havana entonces…” (ob. cit., capítulo XXIV, página 16 v).

21. Primera expedición de religiosos mercedarios en la Nueva España y la fundación aquí de la provincia de su orden.

A esta noticia del arribo de la expedición de la expedición de frailes mercedarios, casi literalmente entresacada de la Historia de Bernal Díaz del Castillo, hay que añadir o rectificar aquello otro que nuestro cronista calla o añade por su cuenta: “embarcáronse todos, e con buen tiempo que les hizo en la mar, llegó Cortés con los suyos, menos un fraile de los doze, que se murió a pocos días de embarcación al puerto de la Veracruz” (Bernal: ob. cit., capítulo CXCIX, página 231 v). Fueron once y no doce, por tanto, los religiosos que arribaron a las costas mexicanas, por el mes de julio de 1530 y no en 1521 como, mal informado, aquí se afirma.

No dudamos de la veracidad de esta noticia, aunque Gómara y Salazar nada dicen de la expedición de los doce mercedarios. Ni aunque el propio Ricard, quizá por lo mismo, la silencia. Y no dudamos pese al silencio de las fuentes documentales (Vid: fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, páginas 119 y ss.) dada la calidad de primera información que, como de testigo de vista, tiene la obra de Bernal Díaz del Castillo.

Fray Francisco de Pareja recoge la noticia de Bernal, dando el año exacto del arribo de los religiosos, al tiempo que hace ciertas falsas consideraciones para justificar el silencio que sobre la misma expedición guarda el cronista de su orden fray Antonio Remón (fray Francisco de Pareja: ob. cit., Estado primero capítulo XIV, páginas 119 y ss.). Fray Cristóbal de Aldana, aunque refuta muchas de esas consideraciones del padre Pareja, cree con él que los doce religiosos mercedarios se dispersaron por las extensas provincias de México y Guatemala (ob. cit., libro II, páginas 109 y ss.), por cuyo motivo no hicieron ninguna importante fundación y, consecuentemente, pasa desapercibida para la mayoría de los historiadores su dispersa actividad y hasta su misma llegada.

Años antes del arribo de esta expedición de doce mercedarios, aportó a la Nueva España otro religiosos de la misma orden: fray Juan de Varillas. Venía de la isla de Cuba, donde había estado esperando, junto con su compañero fray Gonzalo de Pontevedra, la oportunidad de reunirse con su hermano de hábito y amigo personal fray Bartolomé de Olmedo. Ambos religiosos habían pasado a la isla con licencia del General de la Merced y —según afirma el padre Aldana— se hallaban empleados en su instituto de colectar limosnas, para Redención de cautivos” (ob. cit., Lib. I, página 139). La ocasión de marchar a las nuevas tierras se les presenta en 1524 presenta en 1524, cuando a ellas se dirige el licenciado Zuazo. Pero fray Gonzalo muere en el camino, sin lograr sobrevivir a las calamidades pasadas durante el viaje. Y fray Juan de Varillas pasa con el capitán Luis Marín a pacificar la provincia de Chiapa, y posteriormente, con el propio Cortés a Honduras. (Bernal: ob. cit., capítulos CLXIII, CLXVI y CLXXIV, páginas 173 y ss.; 177 v y ss. y 195; Salazar: ob. cit., capítulos X y ss.; Salazar: ob. cit., capítulo X, y ss., página 120 y 33; fray Francisco de Pareja: ob. cit., Estado primero, capítulo XVI y ss., páginas 130; fray Cristóbal de Aldana, ob. cit., libro I, página 138 y ss.; fray Pero Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, página 91).

Así, pues, pocos mercedarios debieron quedar por entonces en México. Un número aproximado a la docena se habría repartido por las extensas regiones del Anáhuac y de América Central; territorios que desde 1561 formóse en la provincia mercedaria de Guatemala (Castro Seoane: ob. cit., páginas 84 y ss.), iniciada con el favor del obispo de aquella diócesis don Francisco Marroquín (fray Francisco de Pareja: ob. cit., capítulo XIX, página 154 y ss.; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., páginas 214 y ss.).

Fundada la Universidad de México, acudieron sus aulas varios religiosos mercedarios que se hospedaron, con carácter privado, en una residencia estudiantil, junto al hospital de San Hipólito. Cuando años más tarde el comendador de Guatemala intenta erigir un convento en aquella casa, encuentra oposición por parte del virrey, que exige las pertinentes cédulas reales cédulas. Solicitadas del Consejo de Indias, con su beneplácito, se funda el convento de México al finalizar el siglo XVI (Castro Seoane: ob. cit, 95 y ss.; fray Francisco de Pareja: ob. cit., Estado segundo, capítulo I y II, páginas 165 y ss.; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., libro I, páginas 219 y 33; fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I. páginas 119 y ss.).

No estuvieron los religiosos mexicanos de la provincia guatemalteca. La enorme distancia y la topografía de las tierras hizo pensar la necesidad de la autonomía. El general de la Merced fray Francisco de Ribera, que había sido Vicario General de Nueva España, facilitó los medios. En virtud del breve de Paulo VI de 15 de diciembre de 1615, sancionado por Real Cédula de 15 de junio del año siguiente, se funda la provincia independiente de México, bajo la advocación de la Santísima Virgen (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., Estado segundo, capítulo XXVI, páginas 365 y ss.; Castro Seoane: ob. cit., página 104).

Cuando en 1604 se trató de erigir la provincia de México, en el que luego debía ser territorio de su jurisdicción sólo habían fundado tres conventos: el de la capital y los de Oaxaca y Puebla de los Ángeles (fray Francisco de Pareja: ob. cit., Estado segundo, capítulos VI y X, páginas 203 y ss. y 221 y ss.; Castro Seoane: ob. cit., páginas 100 y ss.). Durante los años comprendidos entre este primer intento y la erección de aquélla, se fundaron los de Valladolid (Pareja: ob. cit., capítulo XVIII, páginas 320 y ss.); Tabuca (ob. cit., capítulo XIX, páginas 327 y ss.); Calima (capítulo XX, página 332); Atlixco y Veracruz (capítulo XXIII, páginas 345 y ss.). Posteriormente, la provincia creció aumentándose el número de sus casas considerablemente: Guadalajara, San Luis de Potosí, Córdoba, etc. (Vid. Castro Seoane: ob. cit., páginas 102 a 108; fray Francisco de Pareja: ob. cit., capítulo XI y ss., páginas 453 y ss.).

Así como las provincias de Guatemala (Castro Seoane: ob. cit., páginas 84 a 95); Lima, Cuzco y Chile (Vid. Fernando de Armas: Cristianización del Perú, primera parte, capítulo VI páginas 145 y ss.). tuvieron carácter marcadamente misional, regentando sus religiosos gran número de doctrinas, las de las provincias de México —escribe fray Francisco de Pareja— se concentraron “Ahora con las fundaciones de conventos en lugares grandes, sin administración de indios, procurando sólo el sustento necesario tanto para los religiosos bastantes que, tiene cada convento, adquirido de capellanías que se sirven, y algunas rentas que nos han dejado los bienhechores y herencias de los patrimonios de algunos religiosos… con que solamente se han dedicado los hijos de esta provincia, a la virtud y buen ejemplo, a los púlpitos y confesionarios y a los estudios, así en la religión como en las universidades, donde se han creado muchos sujetos y varones ilustres en todas las ciencias…” (ob. cit., Estado segundo, capítulo XX, página 153).

El padre Olmedo embajador, ante Pánfilo de Narváez

Enterado del arribo de Pánfilo Narváez a Veracruz, Cortés envía al padre fray Bartolomé de Olmedo por su embajador, para ofrecer la paz. Y Como aquél no quiso escuchar sus razones, el religioso repartió secretamente entre sus capitanes y soldados dádivas que previsoramente llevaba consigo, para atraerlos a la causa del Conquistador (Bernal: ob. cit., capítulo CXIII, página 91 y 91 v; Gómara: ob. cit., tomo I, capítulo XCVII, página 280).

Con nuevas cartas y más oro para ganarse la voluntad de los soldados, salió el mercedario por segunda vez a entrevistarse con Narváez, que estaba en Campala. Aquí habló en secreto con varios capitanes y cuando ya los hubo ganado para la causa cortesiana, previno a ésta sobre los planes de aquél; Bernal: ob. cit., capítulo CXVII, páginas 93 y 93 v; Solís: ob. cit., libro IV, capítulo VI, página 195. Al mismo tiempo, haciéndose pasar por su consejero y amigo, impidió que aquel enviado del gobernador de Cuba, tomase prisionero a los capitanes enemigos que habían venido a su campamento. Por todo esto. Por todo esto, cuando el fraile vuelve al real de Cortés, aquí se le recibe con grandes muestras de cariño (Bernal: ob. cit., capítulo CXX, páginas 95 y ss.). Sin duda, a la intervención del padre Olmedo y su actividad opuesta a los planes de Narváez, cabe una gran parte de su definitiva derrota y del completo triunfo del conquistador de Nueva España.

Los orígenes del nombre y de la ciudad de México

Sobre el significado y origen de los nombres de Tenochtitlán y México existen diferentes opiniones ya desde los primeros momentos de la conquista. López de Gómara se refiere extensamente a l problema. Escribe: “Esta la ciudad repartida en dos barrios: al uno llamado Tlatelulco, que quiere decir isleta; y al otro México, donde mora Moctezuma, que quiere decir manadero, y es el principal, por ser mayor barrio y morar en él los reyes: se quedó la ciudad con este nombre, aunque su propio y antiguo es Tenuchtitlan, que significa fruta de piedra, porque esta compuesto de “tete”, que es piedra, de “nuchtli”, que es la fruta que en Cuba y Haití llaman tunas… de aquella fruta “nuchtli” y de tete, que es piedra, se compone el nombre de Tenuchtitlán, y cuando se comenzó a poblar fue cerca de una piedra que estaba dentro de la laguna; de la cual nacía un nopal muy grande, y por eso tiene México por arma en su divisa un pie de nopal nacido entre una piedra, que es conforme al nombre”.

También dicen algunos que tuvo esta ciudad el nombre de su primer fundador, que fue Penuch, hijo segundo de Iztacmixcoatl, cuyos hijos y descendientes poblaron… esta tierra de Anasac, que ahora se dice Nueva España. Tampoco falta quien piensa que se dijo de la grana que se llama “nuchiztli”, la cual sale del mismo cardón del nopal y fruta “nuchtli”, de que tomara nombre… Como quiera pues que ello fue, es cierto que el lugar y sitio se llama Tenuchtitlán y el natural y vecino “tenuchca”. México, según ya dije dije arriba, no es toda la ciudad, sino la medida y un barrio, aunque bien suelen decir los indios de México Tenuchtitlán todo junto… Quiere decir manadero o fuente, según la propiedad del vocablo y lengua; y así dicen que hay alrededor de él muchas fuentecillas y ojos de agua, de donde le nombraron los que primeros poblaron allí. También afirman otros que se llama México de los primeros fundadores, que se dijeron “mexiti”; que aún ahora se nombran “mexica” los de aquel barrio, y población; los cuales “mexiti” tomara nombre de su principal dios e idolo, dicho Maxitli, que es el mismo que Uitcilopuchtili…” (ob. cit., tomo I, capítulo LXXVIII, páginas 231 y ss.).

¿Quién es el padre fray Marcos Verdón?

Escribe nuestro cronista que pasó a Guatemala con Pedro de Alvarado. Sin embargo, por Bernal Díaz del Castillo Sabemos que no pudo ser en la expedición conquistadora, salida de la capital mexicana, hacia aquella provincia, en 1523. En ésta no fueron sino dos clérigos: el mercedario fray Bartolomé de Olmedo y otro secular, venido de España con Garay (ob. cit., capítulo CLXIV, página 172). Por lo pronto, de no ser errónea la noticia que hemos expuesto, cosa que no parece probable, tendremos que convenir que el arribo del padre Verdón a Guatemala sería hacia el mes de abril de 1530, cuando don Pedro de Alvarado regresa de la corte investido de los títulos de gobernador y adelantado de las tierras que conquistara; o quizá, algunos meses antes, si admitimos que se pudo separar del nuevo gobernador de México donde sabemos que éste quedó algún tiempo, para solucionar asuntos pendientes con la Audiencia. Pero tampoco esto, como veremos líneas adelante, parece cierto.

Ahora bien, ¿quién es fray Marcos Verdón? ¿Qué noticias poseemos de su vida y estancia en las Indias? Verdaderamente muy pocas; ninguna, si descontamos las insertas por nuestro cronista y la repetición de algún dato, junto a escasos y elogiosos adjetivos que incluye en su ora el padre Aldana: “Religioso muy ejemplar, gran protector de los Indios, muy caritativo con ellos, tan gran Predicador, y lenguaraz que bautizó más de un millón de gentiles…” (Aldana: ob. cit., libro I, páginas 215 y 216).

Sin embargo, el padre Mondragón no cita a otro mercedario de actividad destacada en la misma provincia de Guatemala, como es el padre fray Marcos de Ardón, —o Pérez Dardón— de igual nombre, por tanto, que aquel y de apellido fonéticamente análogo. Y la presencia de éste en Guatemala data de 1542, aunque es posible que se hallase aquí antes, pues sabemos que en 1535 pasa a Cartagena de Indias y, algún tiempo después a la América Central. Primero estuvo en el convento de Chiapas y, luego, en el de la propia ciudad de Guatemala, donde desempeña sucesivamente los cargos de comendador y de vicario provincial. A él se debe —como veremos en nota más adelante— la casi total organización de la que desde 1561, fue provincia de la orden de la Merced de Guatemala (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, páginas 88 y ss.; Castro Seoane: la expansión de la Merced en la América colonial, id., 82 y 84; fray Francisco Pareja, ob. cit, capítulo XIX, página 154 y ss.; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., página 217; Remesal; ob. cit., libro III, capítulo XIX, página 154 y ss.; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., libro III, capítulo XIX, página 217 y ss.; libro VIII, capítulo I, páginas 145 y 146).

Por el contrario, fray Francisco de Pareja omite en su crónica el nombre de fray Marcos Verdón y tan sólo menciona el de fray Marcos Dardón. Otro tanto sucede en las crónicas especialmente dedicadas a la historia de otras órdenes religiosas, donde se menciona a la de la Merced (Vid. Francisco Jiménez: Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala de la Orden de Predicadores, Guatemala de la Orden de Predicadores, Guatemala, 1929-1030, tomo I, capítulo XV página 203 y ss.; y Remesal: ob. cit., libro III, capítulo XIX, página 217). E igual en la documentada obra de fray Pedro Nolasco y en el erudito estudio de Castro Seoane, tantas veces mencionados por nosotros. ¿Qué sucede pues? ¿Es que se trata de una misma persona?

Si juzgamos por la crónica del padre Aldana, ambos personajes no se pueden identificar, ya que sus nombres se encuentran explícitamente diferenciados dentro de ella, si bien los escasos datos que sobre uno y otro incluye no parecen contradecirse. Nada refiere, por ejemplo, sobre cuando pasó a Guatemala el primer fray Marcos; y del segundo dice textualmente que “por los años de 1537” (ob. cit., página 217). Los que sí parecen no concordar son los datos sobre el primero dados por nuestro cronista fray Diego de Mondragón y los que, sobre el segundo, entresacamos de las obras de los padres doctor Pedro Nolasco Pérez y del tantas veces mencionado fray Francisco de Pareja, cuando ambos se refieren al arribo del último de los religiosos a Guatemala. No obstante es, precisamente la de las fechas 1530, en que Alvarado retorna a las tierras que conquistara, Y 1535, en que arriba fray Marcos Dardón a Cartagena de Indias desde España. (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., página 88). Por tanto, la contradicción se subsana si no tomamos al pie de la letra la frase de nuestro cronista, cuando habla de la labor apostólica de fray Marcos Verdón, en las conquistas de Guatemala, donde fue con Pedro de Alvarado”, y admitimos que el religioso llegara a esta provincia algunos años más tarde. Y este año pudo ser bien el de 1537, cuando quizá, de permanecer algunos meses en la ciudad de Cartagena de Indias (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., página 859) o en otra ciudad indiana, el obispo de Guatemala don Francisco Marroquín le lleva consigo, a su diócesis (Francisco Jiménez: ob. cit., tomo I, capítulo XV, páginas 203 y ss.; Aldana: ob. cit. página 217; Pareja: ob. cit., página 154; Remesal: libro III, capítulo XIX, página 218; González Dávila: ob. cit., tomo I, página 144).

Pero aún hay otros claros indicios de la identificación de los dos mercedarios fray Marco. Nuestro cronista Mondragón, después de exponer las noticias sobre Verdón, que casi coinciden literalmente con las del padre Aldana, añade, “como lo afirma el padre Remesal, del esclarecido Orden de Santo Domingo”. Y en la nota correspondiente remite a la obra ya citada: por nosotros: Historia general de las Indias Occidentales y particular de la gobernación de Chiapa y Guatemala, libro III, capítulo XIX. Pues bien, el padre Remesal, precisamente en la citada obra (página 219 de la edición que utilizamos) incluye palabras semejantes a las de los padres Mondragón y Aldana, pero contrariamente a lo dicho por el primero, las aplica a fray Marcos Pérez Dardón y no a fray Marcos Verdón, a quien, como hemos dicho, el padre Remesal no menciona.

Los padres Angulo, Torres, Zárate, Almaraz y Deza

De los padres fray Pedro de Angulo y fray Juan de Torres encontramos referencias en otras crónicas de la orden de la Merced. Así fray Cristóbal de Aldana, en las páginas que dedica a la provincia de su orden de Guatemala dice, en ella “también predicaron con gran fruto los padres fray Juan de Zárate, fray Francisco de Almaraz, fray Pedro Angulo, y fray Juan de Torres, todos insignes en la lengua Naguale o Mexicana, y los dos últimos, juntaron con mucho trabajo muchos pueblos de caseríos y familias, que cada una tenía lengua diferente, usando de la mexicana como general, y común, y los redujeron a nuestra Santa Fe” (ob. cit. libro II, página 216). De los dos primeros religiosos mencionados por Aldana, nos dan también referencias los cronistas de la orden de Santo Domingo fray Francisco Jiménez (ob. cit., tomo I, capítulo XV, página 203 y ss.), y Francisco de Remesal (ob. cit., tomo I, libro III, capítulo XIX, página 220); y en la obra de fray Pedro Nolasco Pérez queda asimismo constancia documental de ellos (ob. cit., páginas 87 y 100). De los segundos, precisamente de los dos únicos que cita Mondragón, nada se dice pero, excepto en la crónica de Remesal, donde también se mencionan juntamente los cuatro, como hace el cronista Aldana. Sin embargo, el nombre de fray Pedro de Deza, que se incluye en la crónica del padre Mondragón es silenciado por todos los demás. Y tampoco hemos podido hallar de él constancia documental alguna.

La provincia mercedaria de Guatemala

Ya hemos hablado (nota 24) del arribo a la América Central de fray Marcos Dardón y de su participación activa en la futura provincia de la Merced de Guatemala, creada poco después de su muerte. Sabemos que el obispo de la diócesis, don Francisco Marroquín, lo trajo consigo, hacia 1537. Cinco años después, en 1542, fray Marcos se halla en la provincia de Chiapas, desempeñando el cargo de protector de indios. Y algún tiempo después, según escribe Castro Seoane (ob. cit., página 84), en 1546, pasa a Guatemala, donde desempeña sucesivamente los cargos de comendador del convento de la ciudad y de vicario provincial.

El obispo Marroquín afirma que son los mercedarios: “los primeros que poblaron casa y perseveraron en la ciudad de Guatemala, y, cierto, hacen todo lo que pueden y han hecho mucho fruto” (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, página 90). Pero su campo de apostolado lo extendieron fuera de la propia ciudad, por las tierras que hoy integran los departamentos guatemaltecos de Quezaltenango, San Marcos y Huehuetenango, donde tuvieron un gran número de doctrinas, que multiplicaron aún más durante los últimos años del siglo XVI o principios del XVIII (Castro Seoane: ob. cit., páginas 86 y 87).

Hacia 1550, a petición del licenciado López Cerrato, presidente de la Audiencia, fray Marcos promovió la fundación de las casas de Gracia de Dios, Tencoa y Valladolid de Comayagua; las tres en la región hondureña, para que sus religiosos se encargasen de la doctrina de los naturales (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, página 89). Los dos primeros fueron fundados por fray Nicolás del Valle, quien en 1565, presenta un memorial al Consejo de Indias, solicitando ayuda para los tres conventos, donde los mercedarios, “que predican el santo evangelio”, no han gozado de la protección real (Castro Seoane: ob. cit., página 87).

Contando con este y otros núcleos de conventos, en 1561 se fundó la provincia de Nuestra Señora de la Merced de Guatemala, que comprendía, además de Guatemala y Honduras, las regiones de San Salvador, Nicaragua, Costa Rica y, por algunos años, hasta que se erigió en provincia independiente, también la región de México (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, páginas 88 y ss.; Castro Seoane: ob. cit., página 82 y ss.; fray Cristóbal de Aldana: ob. cit., página 217; Remesal: ob. cit., libro III, capítulo XIX, páginas 217 y ss., y libro VIII, capítulo I, páginas 145 y 146).

Los religiosos que acompañaron a Pizarro desde España

Parece dar a entender aquí el padre Mondragón que la conquista del Perú se dio a inició en el año 1525, sin que en su desarrollo sufriese interrupción alguna, hasta 1532. Sin embargo, es sabido que la definitiva pacificación del incario se lleva a cabo de dos fracasados intentos: el primero en aquel año 1525; el segundo, en el siguiente, después de firmado el contrato por los tres socios —Pizarro, Almagro y Luque— en 10 de marzo. Entonces, de regreso a este segundo viaje, ara conseguir el apoyo de la Corona frente a la oposición del gobernador de Panamá, don Francisco Pizarro viene a la corte. Aquí, en ausencia del emperador, capitula con la reina las condiciones para llevar a cabo el tercero y último intento de conquista.

Las capitulaciones se firman en Toledo en 26 de julio de 1529. Por el capítulo veinte y cuatro, Pizarro, en su nombre y en el de sus dos compañeros, se compromete a llevar consigo al Perú aquellas personas religiosas o eclesiásticas que por el rey se señalaran, para la conversión de los indios naturales de la tierra (A.G.I. Audiencia de Lima, 565, libro I, folio 21). Firmados los conciertos, el futuro conquistador pasa, de nuevo, a Panamá, acompañado de sus hermanos y, además de varios soldados, seis religiosos dominicos: fray Reginaldo Pedroza, fray Alonso Burgalés, fray Juan de Yepes, fray Vicente de Valverde, fray Tomás de Toro y fray Pablo de la Cruz (Fernando de Armas: ob. cit., capítulo II, página 21). De éstos, tan sólo tres pasan a la conquista del Perú. Y uno de ellos —fray Vicente de Valverde— la sigue hasta el final (Fernando de Armas: idem, página 22; Carta de la Gama, de 24 de marzo de 1531, en Levillier: Gobernantes del Perú, tomo III, página 8, como asimismo un clérigo secular el padre Juan de Sosa (Vid. Fernando de Armas: ob. cit., capítulo II, página 47). Ni desde España, desde Panamá pasan más sacerdotes con Pizarro al Perú.

Sin embargo, los cronistas mercedarios, con afán de adjudicar a su Instituto la gloria de ser el primero que se establece en tierras peruanas, escriben erróneamente que sus hermanos de hábito pasaron aquí con Pizarro, desde España. Así lo aseguran, entre otros, el padre Luis Vera (Memorial de la fundación y progreso de la orden de la Merced de la Provincia del Perú, 1637, Vid. Castro Seoane: ob. cit., Missionalia hispanica, año II, número 5, Madrid, 194, página 231), remón (Historia General de la orden de la Merced, 1633, folio 142 y ss. Vid. Mateos: “Antecedentes de la entrada de los jesuitas españoles en las Misiones de América, 1538-1565”, en Missionalia hispanica, año I, números I y II, Madrid, 1944, página 159 y Ruiz Naharro (“Relación de los hechos de los españoles en el Perú desde su descubrimiento hasta la muerte del marqués Francisco Pizarro”, en Colección de documentos inéditos para la historia de España, tomo XXVI, página 237).

Según el último de los cronistas citados, los mercedarios acompañantes de Pizarro son cinco: fray Miguel de Arenas y fray Diego Martínez, que quedaron en San Miguel de Piura, con los soldados enfermos, y fray Sebastián de Trujillo y Castañeda, fray Juan de Vargas y fray Martín de Vitoria, que prosiguen con los conquistadores. (idem, páginas 237 y 240). El padre Remón, sin embargo, reduce el total de religiosos a los cuatro arriba primariamente mencionados (ob. cit., página 142); los mismos cuyos nombres también se incluyen en una Relación de Diego Rodríguez de Ocampo, del año 1650 (Vid. Jiménez de la Espada: Relaciones geográficas de Indias, tomo III, página LXVI). Por el contrario, nuestro cronista, como se puede observar, aumenta el número a seis, sumando a los cinco citados, el nombre de fray Antonio Bravo; pero excepcionalmente, como veremos a renglón seguido, a todos los que hace quedaren Panamá y hasta más tarde, separándose aquí, por tanto, los religiosos de las restantes expediciones, después de hacer juntos el viaje desde España.

Por si lo dicho hasta ahora no parecía suficiente, con el fin de dejar bien sentada la falsedad de las generales afirmaciones de los cronistas mercedarios sobre la venida de sus hermanos de hábito con Pizarro a Panamá, ya con el propósito de proseguir con él hasta el Perú o quedarse allí y pasar más tarde, trataremos de responder a las siguientes interrogantes: ¿Efectivamente, pasaron a América los religiosos cuyos nombres mencionan aquellos cronistas? Supuesto así: ¿cuándo arribaron al Nuevo Mundo?

De los seis religiosos cuyos nombres se apuntan, tan sólo de tres poseemos constancia documental de que pasaran al Nuevo Mundo: los padres Orenes, Castañón y Vargas. De los otros tres restantes nada se sabe, fuera de las referencias arriba expuestas de los cronistas.

Concretamente, del padre Orenes existen numerosas noticias, pero en general todas aluden a su estancia en el perú. Sin embargo, existen al menos, dos excepciones, valiosas para fijar la fecha aproximada de su arribo a América. Una se refiere a su permanencia en Tierra Firme, aunque no fija con certeza el año; la otra a su presencia en España, antes de embarcar con aquel rumbo. La primera nos la suministra el mismo religioso en 1565, declarando como testigo de parte en la probanza de méritos del conquistador Juan de Barbarán, hecha por sus herederos. Asegura el padre Orenes que le conoció “de mas de treynta años a esta parte en estos rreynos de los aber ayudado a conquistar y pacificar” (Probanza de los méritos y servicios de Juan de Barbarán… Lima, 17 de agosto de 1565. A.G.I. Patronato, 113, r. 8 ; Vid. fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., página 171. El hecho, sin ninguna importancia por sí, nos revela que el mercedario se hallaba antes de 1533, en la cual consta que el propio religioso se hallaba entonces en España, aunque al parecer, decidido a cruzar el océano (ob. cit., página 76). Por consiguiente, barajando ambas fechas, podemos concluir afirmando que el paso del Orenes a las Indias tuvo lugar entre el mes de mayo de 1533 y primeros de 1535.

En cuanto a los otros dos religiosos, fray Sebastián de Castañeda y fray Juan de Vargas, las noticias de su arribo a las provincias americanas son más concretas. En 1539 declara el primero que, estando en Panamá, “puede haber quince años”, vio llegar de España a su amigo Pedro Barroso. De manera que hacía 1524 ya se hallaba el padre Castañeda en el Nuevo Mundo (fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., página 177). Sobre el paso del segundo los datos son aún más precisos: tuvo lugar a mediados del año 1533, seguramente en el transcurso de los meses de mayo o junio, formando parte de una expedición de varios religiosos destinados a Santa Marta, que llevaba por comisario a fray Francisco de Villagra, sustituto en el cargo del fallecido fray Juan de Chávez (ob. cit., páginas 75 y ss.).

Así, pues, no es que no existan testimonios seguros que confirman el paso de estos tres religiosos con Pizarro desde España; es que los conocidos prueban todo lo contrario. Y semejante refutación a los textos de los cronistas, contenida en las fuentes documentales, la creemos suficiente para poder asegurar, no sólo la indiscutible ausencia de la expedición conquistadora de los tres padres cuyos nombres constan en ellas, sino también la propia ausencia de los otros tres conocidos tan sólo por los falsos testimonios de los cronistas.

Creyendo haber demostrado aquí que con Pizarro no pasaron sacerdotes mercedarios desde España y habiendo asimismo afirmado, al principio de la presente nota, que tampoco desde Panamá, en la siguiente volveremos a insistir sobre este último punto.

Primeros religiosos mercedarios en el Perú

Interesante resulta el dato que aquí nos suministra el padre Mondragón, no por su valor intrínseco, puesto que la más leve crítica histórica tendrá por fuerza que coincidir con él, en lo que se refiere a la presencia de mercedarios en el ejército que, desde Panamá, parte con Pizarro a la conquista del Perú, sino por el hecho de contradecir, acertada y desapasionadamente, las generales afirmaciones que los restantes cronistas de su orden; y aún más, por negar, con semejante verosimilitud la participación atribuida a los mismos religiosos en la batalla de Cajamarca, en la que dice textualmente Ruiz Naharro —y dan a entender otros historiadores— se hallaron presentes aquellos tres mercedarios que, dejando a sus compañeros fray Miguel de Orenes y fray Diego Martinez, en San Miguel de Piura —continúan insinuando— prosiguen adelante con los conquistadores: fray Sebastián de Trujillo y Castañeda, fray Juan de Vargas y fray Martín de Victoria (Ruiz Naharro: ob. cit., página 240). Y asegura el propio Ruiz Naharro que, por encontrarse estos en el lugar cuando se repartió el tesoro del inca, participaron en él y, a súplicas del padre Vargas la porción que les cupo se destinó para la redención de cautivos (ob. cit., página 249).

Pero ya hemos expuesto como las fuentes documentales sólo hacen alusión a tres nombres de los seis religiosos que los cronistas mencionan como idos a América. Y, naturalmente, ellos son los mismos de quienes asimismo poseemos semejantes referencias sobre su paso o, mejor, estancia en el Perú. Son: fray Miguel de Orenes, fray Sebastián de Trujillo y fray Juan de Vargas. Pues bien, creyendo haber dejado claro en la nota precedente como estos religiosos no pasaron desde España con Pizarro, con lo dicho allí, aquí casi basta con afirmar que tampoco prosiguieron desde Panamá, en la expedición conquistadora del Perú.

De fray Miguel de Orenes y fray Juan de Vargas, naturalmente, no cabe duda alguna de que fue así. No Habiendo legado ninguno de los dos mercedarios a Centroamérica hasta bien entrado el año 1533 o más tarde, no pudieron hallarse en Panamá cuando, en los primeros días de enero de 1531, las naves de Pizarro levan anclas para llevara cabo la tercera y última tentativa de conquista. Nuestras dudas tendrían, pues, que concentrarse en el enigmático arribo a las nuevas provincias peruanas de fray Sebastián de Trujillo, residente en Indias, a lo menos, desde 1524 y que, sin duda, vio partir aquella expedición. Sin embargo, el silencio que de este fraile guardan los primeros cronistas nos parece prueba elocuente para desmentir las tardías aseveraciones de los historiadores mercedarios. La primera noticia cierta que de él en el Perú se remonta a la erección del convento de la Merced del Cuzco (Cieza de León: Crónicas del Perú, Colección Austral, capítulo CXXI, página 293) y por tanto, diferida al año 1534 o 1535 (Probanza del convento y monasterio de Nuestra Señora de las Mercedes de la ciudad del Cuzco, 1570: testigo Alonso Carrasco, a la tercera pregunta. A.G.I. Audiencia de Lima, 314. Barriga: Los mercedarios en el Perú, tomo I, página 198) si no más tarde (Información hecha en la ciudad del Cuzco… 1564: testigo Francisco de Villafuerte, a la primera pregunta. A.G.I: Audiencia de Lima, 314 y Barriga: ob. cit., página 148; Mendiburu: ob. cit., tomo XIX, página 30).

Por otro lado, las primeras noticias ciertas sobre el arribo de frailes de la merced al Perú se demoran hasta principios del año 1534, en el que pasan dos, formando parte de la expedición del mariscal don Pedro de Alvarado (Carta del mismo, de 18 de enero de 1534, en Colección de documentos inéditos…, tomo XXIV, páginas 207 y 208); esto es que al mismo tiempo, contradice, una vez más, las erróneas afirmaciones del cronista Ruiz Naharro, que da como pasados al Perú con el adelantado los nombres de cuatro padres y dos hermanos legos (ob. cit, página 252). Poca credulidad, pues, deben merecer también las noticias transmitidas por el mismo cronista, sobre el anterior arribo de los frailes de su orden con Benalcázar (ob. cit., página 238) y Almagro (ob. cit., página 248). Sin embargo no nos atreveríamos a poner aquí una rotunda negativa. Entonces o después debieron aportar nuevos mercedarios a las provincias recién conquistadas, pues nos consta que en 1534 se hallaban en ellas, entre otros religiosos, los padres fray Pedro de Vera (Pérez: ob. cit., página 156) y fray Hernando de Granada (Información de Pedro Martín Moreno: testigo fray Hernando de Granada a las preguntas III, IV y V Barriga: ob. cit., vol. II, página 75; Pérez: ob. cit., 133 y ss.; Carta del cabildo de Popayán al Emperador, de 24 de octubre de 1543. V Castro Seoane: “La Merced en el Perú. Comentando el memorial del padre Porras”, en Missionalia hispanica, año III, número 8, Madrid, 1946, página 259. Información de fray Hernando de Granada. V Barriga: ob. cit., páginas 131 y ss.). Del mismo año, o del posterior, hemos visto, existen noticias fidedignas sobre la presencia en el Cuzco de fray Sebastián de Trujillo. Aproximadamente, por la misma fecha, veremos en la nota contigua, se hallaba asimismo en las provincias del Perú, fray Miguel Orenes. Y estos, de quienes poseemos constancia documental, no serían los únicos mercedarios que habían aquí por entonces. Serían algunos más, aunque no tantos como se pudiera suponer de admitir las tempranas y numerosas expediciones de religiosos de la orden de que nos habla, dando incluso los nombres de sus componentes, el cronista tantas veces citado, Ruíz Naharro. Sin lugar a duda, esas elevadas cifras quedan inmediatamente reducidas al cotejarlas con os documentos que conocemos. Así, por ejemplo, en carta de 3 de febrero de 1536, el obispo de Tierra Firme escribe al rey dando cuenta de su vista al Perú. Entre otras cosas dice: “ay dos frailes de San Francisco, un sacerdote y un lego, y otros cuatro de la merced, parece que vuestra magestad /-continúa-/ debe mandar sean favorecidos y mirados” (Levillier: Gobernantes del Perú, tomo II, página 42). Aunque, seguramente las palabras transcritas solo se refieren a Lima y sus aledaños, demuestran que el total de frailes mercedarios no debía ser tan abundante como de los escritos de aquel cronista se infiere, pero tampoco tan escasas como podríamos creer si empleáramos una rigurosa discriminación, desechando las conjeturas que de tales fuentes se coligen y que vienen a llenar esos vacíos producidos por la falta o desconocimiento de datos más concretos.

El padre Orenes en el Perú y su problemática participación en la destrucción del ídolo Pachacámac

Por lo general, ha sido erróneamente admitida la presencia del padre Orenes en San Miguel de Piura en el momento de su fundación (Mendiburu: ob. cit., tomo VIII, página 256; tomo IX, páginas 59 y 60). Pero ante la imposibilidad de concordar la fecha de tan fausto acontecimiento y la del arribo del mercedario a Centroamérica, su presencia en la ciudad tal vez podría diferirse a su traslado de lugar, efectuado algún tiempo más tarde. Pero si así fuera, no parece probable que por entonces el religioso prosiguiera la marcha hacia el sur. Sin embargo, si admitimos al pie de la letra las palabras de Mondragón sobre su estancia en el valle de Rímac y activa y concreta participación en la destrucción del ídolo Pachacámac, asimismo tendríamos que aceptar como fecha de su entonces precipitada venida al Perú la del propio año 1533, cuando después de la batalla de Cajamarca y meses antes de entrar los españoles en el Cuzco, don Francisco Pizarro envía a su hermano Hernando a visitar el valle de Jauja y aledaños. Pero ningún cronista —ni el mismo Estete, que fue Veedor de la expedición— nos da la relación de los componentes de ésta. (Vid. “Relación del viaje que hizo el Sr. capitán Hernando Pizarro…” inserta en la obra de Jerez: Conquista del Perú).

¿Es pues, cierta la presencia del padre Orenes en el valle de Jauja, como componente de la expedición de la expedición de Hernando Pizarro? Ninguna probabilidad parece deducirse de los relatos de las primitivas crónicas, que en lo referente a la destrucción del ídolo Pachacámac suelen ser prolijas. Cuando Hernando Pizarro llega al pueblezuelo del mismo nombre, los indios principales salen a recibirle. El capitán se dirige al santuario, una casa pintada al exterior, pero por dentro oscura y hedionda. En su interior, el ídolo, de palo, tenía a sus pies riquísimos tesoros. Y los indios “tiénenlo en tanta veneración —dice Estete— que sólo sus pajes y criados que dicen que él señala, esos le sirven, y otros no osan entrar, ni tiene a otro digno de tocar con la mano en las parecedes de su casa”. Por ello, los indios allí presentes se hallaban temerosos, cuando vieron a Hernando Pizarro y a sus acompañantes arremeter con furia contra su deidad, haciéndola mil pedazos. Entonces, pensaban en la venganza que había de venirles. Pero al momento hermano del conquistador, se torna en manso prisionero y, tomando la palabra, da a conocer a los estupefactos naturales las verdades evangélicas, asegurando que el diablo era quien hablaba por el ídolo (Estete: ob. cit., páginas 126 y ss.).

Extraño parece que si el padre Orenes llegó a contemplar esta escena no tomase en ella parte activa. Y así fuera, más extraño aún sería el silencio de los cronistas y testigos presenciales. No es, pues, nada probable la afirmación de nuestro padre Mondragón.

Ahora bien, si prescindimos de las noticias de destrucción del ídolo Pachacámac y de la relación que, de las palabras de nuestro cronista, parece inferirse entre éste hecho y el de la conquista del valle del Rímac, todavía quedará un acontecimiento histórico que posibilite la presencia aquí del padre Orenes, sin que se contradigan tal afirmación y la veracidad de los hechos. Corría ya muy avanzado el año 1533 cuando, camino de la capital del imperio de los incas, don Francisco Pizarro acampa en el valle de Jauja, vecino al de Rímac, ahora no con una parte de su ejército, sino con la totalidad de sus capitanes y soldados, excepto aquellos que habían quedado en San Miguel de Piura. ¿Se refiere el padre Mondragón a este momento? ¿Si así fuere, es cierta o posible su afirmación sobre la presencia del mercedario?

Debemos iniciar nuestra respuesta haciendo constar que, precisamente, a fines de 1533 o, más seguro, a principios de 1534 comienza la orden de la Merced a expansionarse por el territorio peruano, según consta documentarse sobre la presencia del mercedario?

Debemos iniciar nuestra respuesta haciendo constar que, precisamente, a fines de 1533 o, más seguro, a principios de 1534 comienza la orden de la Merced a expansionarse por el territorio peruano, según consta documentalmente (Vid. Fernando de Armas: Cristianización del Perú, capítulo II, páginas 28 y ss.; Castro Seoane: ob. cit., página 231 y ss.). Para ello no aporta ninguna prueba a favor de la pretendida incorporación del padre Orenes a la hueste expedicionaria en el valle del Rímac, o antes si se quiere. Y por el contrario, si parece prueba encontrar el silencio que, en la citada Probanza de méritos y servicios de San Juan de Barbarán, guarda el propio religioso, a la segunda pregunta sobre si el conquistador estuvo en la fundación y población de la ciudad de Jauja; sin duda, de haber estado el fraile, hubiera contestado negativa o afirmativamente (Probanza de los méritos y servicios… A.G.I. Patronato, 113, r. 8). Por otro lado, no sabemos de la estancia por entonces en esta provincia de otro sacerdote que no sea el dominico fray Vicente de Valverde, ya que, incluso, el clérigo Sosa se había ausentado poco después de la batalla de Cajamarca, en compañía de Hernando Pizarro, cuando éste marcha a la corte con el quinto de los tesoros allí habidos (Vid. Barragán: Crónica de la conquista del Perú, ed. Rafael Loredo, página 33). Tenemos que esperar a que se funde Lima y se erija en ella el convento de Nuestra Señora de la Merced para hacer noticias fidedignas de la estancia del padre Orenes en su comarca. (Herrera: Historia general de los hechos de los castellanos en las Indias y Tierra Firme del Mar Océano, década V, libro VIII, capítulo I, página 228. Tovar: Apuntes para la historia eclesiástica del Perú, páginas 42 y 201; Cobo: Historia de la fundación de Lima, libro III, capítulo II; Barriga: ob. cit., página 2; Castro Seoane: ob. cit., página 270; fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, páginas 169 y ss.; Mendiburu: ob. cit., tomo IX, página 114; tomo VIII, páginas 256 y ss.; Jiménez de la Espada: ob. cit., tomo I, página LXXIX; Cieza de León: ob. cit., capítulo CXXI, página 293).

Mancio Serra de Leguísamo y la imagen del sol

Se hace aquí alusión a Mancio Serra de Leguísamo, pintoresco personaje llegado al Perú con Diego de Almagro, después de la batalla de Cajamarca. En el repartimiento de los tesoros del Cuzco le tocó la imagen del sol, valioso símbolo de oro que, poco después, perdió en el azar del juego. Un interesante estudio sobre su persona y testamento ha publicado el historiador peruano Raúl Porras Barrenechea: “El testamento de Mancio Serra”, en Revista de Indias, Madrid, 1940, año I número I, páginas 63 y ss.).

Administración del sacramento del Bautismo

La administración del Sacramento de Bautismo fue siempre la primera preocupación natural de los misioneros. Su inmediata necesidad planteó una serie de problemas que exigieron la pronta resolución, tanto en México (vid. Ricard: La conquista espiritual de México, capítulo, IV, páginas 185 y ss.), como en el Perú (Fernando de Armas: ob. cit., capítulo X, páginas 243 y ss.) y en toda América (Vid. Ybot León: ob. cit., capítulo XVI, páginas 643 y ss.

Sobre la obra apostólica y la administración del sacramento del Bautismo en el Perú recién conquistado, existen escasos datos que puedan completar aquellos de referencia muy general, como los que hace nuestro cronista. Sólo sabemos que, no ya a causa del tiempo que media entre una y otra conquista, sino por las alteraciones internas del virreinato peruano, aquí la obra apostólica marchó retardada con respecto a la llevada a cabo en el virreinato de Nueva España. Poco pudieron hacer los escasos misioneros que por entonces allí habían en los turbulentos años de luchas, primero de conquista del territorio y, después, de banderías entre los propios conquistadores. (Fernando de Armas: ob. cit., capítulo VIII, páginas 183 y ss.; idem: “El clero y las guerras civiles del Perú”, en Anuario de estudios americanos, tomo VII, páginas 1 y ss.; Ybot León: ob. cit., capítulo XI, páginas 441 y ss.; Vargas Ugarte: Historia de la Iglesia en el Perú, 1511-1568, tomo I, capítulo V, página 166 y ss.). Sin embargo, entre tantos obstáculos, los misioneros no dejaron de trabajar en su ministerio, sobre todo, cuando los pequeños altos en medio de las luchas, permitíanles desarrollar mejor su actividad (Vid. Fernando de Armas: ob. cit., capítulo VIII, páginas 183 y ss.; idem: “El clero y las guerras civiles del Perú”, en Anuario de estudios americanos, tomo VII, páginas 1 y ss.; Ybot León: ob. cit., capítulo XI, páginas 441 y ss.; Vargas Ugarte: Historia de la Iglesia en el Perú, 1511-1568, tomo I, capítulo V, páginas 166 y ss.). Sin embargo, entre tantos obstáculos, los misioneros no dejaron de trabajar en su ministerio, sobre todo, cuando los pequeños altos en medio de las luchas, permitíanles desarrollar mejor su actividad (Vid. Fernando de Armas: ob. cit.) Indudablemente, en esta heroica labor evangélica se hallarían ocupados también los primeros mercedarios.

Primera Misa en el Perú y, concretamente, en la ciudad de Lima

Con Pizarro, hemos dicho, van dos sacerdotes: el dominico fray Vicente de Valverde y el clérigo Juan de Sosa. Y también, hasta Coaque, fray Reginaldo de Pedroza, de la misma orden religiosa que aquél. Lo que no se sabe es si alguno de ellos celebró el Santo Sacrificio de la Misa, ya sea durante los días de navegación, al tomar tierra en la costa sudamericana del Pacífico o en otro momento cualquiera del avance del ejército conquistador hacia el sur, primer camino de Cajamarca, y después del Cuzco.

Sabemos, sí, que al partir de Panamá, los expedicionarios comulgan y, en la iglesia de la Merced, oyen Misa, la cual, afirma erróneamente Ruíz Naharro, dijo fray Juan de Vargas; hecho último imposible cuando nos consta que el mercedario no arriba a las Indias hasta bastante tiempo más tarde (Ruíz Naharro: ob. cit., página 237). Después, habiendo partido de aquel puerto la expedición, nada mencionan los cronistas contemporáneos que aluda a nuevas celebraciones del santo Sacrificio. Tan sólo noticias tardías, de cronistas de conventos, nos presentan a otro mercedario, fray Sebastián de Trujillo y Castañeda, oficiado en Quito la que aseguran es la primera Misa celebrada en las tierras del Perú (Barón de Heurion: Historia general de las misiones, volumen II, libro II, capítulo V, página 581, nota 1). Pero de la fecha exacta de semejante acontecimiento nada se puede asegurar; resulta dudosa, como el mismo hecho.

Son asimismo tardías y de cronistas religiosos y locales, las noticias que hablan de la primera Misa celebrada en la Ciudad de los Reyes; asunto que ha sido también discutido, aunque en terreno diferente al de las primeras oficiadas respectivamente en toda América y en las provincias de Nueva España, a los cuales ya nos hemos referido.

Se ha dicho por algunos que la primera Misa se celebró en Lima, en el cerro San Cristóbal: siendo su motivo el hecho —tenido por milagroso— de haberse retirado sin combatir, una gran multitud de indios que, desde aquel lugar, se proponían atacar a los españoles. Otros cronistas, sin embargo, aseguran que el acto religioso tuvo lugar en la que creen primera iglesia aquí edificada, por su situación y escasas dimensiones, conocida por la “Capilla del Puente”. Y una tercera opinión es aquella que afirma que el sitio elegido para el sacrificio fue el que más tarde vino a llamarse sucesivamente “callejón de los clérigos” y “Petateros”, dentro de la propia ciudad recién fundada (Vid. Ismael Portal: Lima religiosa, páginas 7 y 53).

De ser cierta la primera conjetura, el acontecimiento de la primera Misa, indudablemente, sufrió gran demora, pues el motivo de su celebración se refiere a un hecho acaecido, cuando el cerco de su celebración se refiere a un hecho acaecido, cuando el cerco de la ciudad por los indios sublevados. Y el cerco se inicia a fines de 1536 o principios del siguiente. De prevalecer el segundo criterio, tendríamos que admitir la errónea afirmación de ser la pequeña iglesia del Puente la primera edificada en Lima (Portal: ob. cit., páginas 1 y ss.). Pero aún no siendo aquella, sino otra más antigua la que prestara cobijo al acto, éste resultaría asimismo tardío; tanto, como cuanto necesitara la susodicha iglesia para su edificación. Parece, pues, más razonable la tercera y última de las tesis. Entonces la celebración en Lima de la primera Misa pudo tener lugar a poco de su fundación: en enero de 1535.

¿Quién fue el sacerdote celebrante? Las crónicas de la orden de la Merced señalan como tal a su hermano de hábito fray Antonio Bravo. Así lo asegura ya el padre Salmerón en sus Recuerdos históricos y políticos, publicados en 1646 (Vid. Portal: ob. cit., página 54) y lo repiten los posteriores cronistas de su religión y hasta algún historiador cercano a nosotros (Vid. Baron de Heurion: ob. cit., vol II, libro II, capítulo V, página 581, nota 1; Mendiburu: ob. cit., tomo VIII, página 256).

Como ya sabemos, según Mondragón, fray Antonio Bravo fue de los primeros mercedarios que pasaron al Perú, poco después de la venida de los conquistadores. Mas Ruíz Naharro y otros tratadistas silencian su nombre y sólo hablan de la estancia en el valle del Rímac del padre Orenes y Diego Martínez (Ruíz Naharro: ob. cit., página 248), pues el tercero de los religiosos —fray Juan de Vargas— se hallarían por entonces en el Cuzco, donde fundó el convento de su orden (Ruíz Naharro: ob. cit., página 250). Pero en lo que están de acuerdo todos los historiadores es en que la Orden de la Merced fue la primera que fundó casa en Lima. (Tovar: Apuntes para la historia eclesiástica del Perú, páginas 42 y 201. Mendiburu: ob. cit., tomo IX, página 114; tomo VIII, páginas 256 y ss.; Jiménez de la Espada: ob. cit., tomo I, página LXXXIX; Cobo: Historia de la fundación de Lima, libro III, capítulo II; Barriga: Los mercedarios en el Perú, página 2; Castro Seoane; ob. cit., página 270; fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, capítulo IV, página 169; Vargas: La conquista espiritual del Imperio de los Incas, capítulo XV, página 176). Y según Herrera la erección es contemporánea a la de la propia ciudad (Herrera: Historia general de los hechos de los castellanos en las Indias y Tierra Firme del Mar Océano, década V, capítulo I, página 228). Ello, indudablemente, viene a reforzar la tesis tercera: de la celebración de la primera Misa en Lima en los días inmediatamente posteriores a su fundación, aunque el hecho de quien fuera su oficiante quede sin solución definitiva, ya que la presencia de fray Antonio Bravo no se hallaba comprobada.

Los mercedarios primeros religiosos establecidos en la ciudad de Lima=

El 18 de enero de 1535, Pizarro funda la Ciudad de los Reyes, trasladando de lugar la que desde hacía varios años había erigido tierra adentro, en el valle de Jauja. Traza su recinto según el modelo único prescrito por las ordenanzas para tales casos partiendo de una plaza central, calles rectilíneas y cortadas por otras perpendiculares, formando cuadros. Precisamente parte de una de estas —cuatro solares— que distaba otras dos de aquella plaza principal, fue adjudicada para edificar en ella el convento de la orden de la Merced (Libro primero del Cabildo de Lima; Vid. fray Pedro Nolasco Pérez: ob. cit., tomo I, páginas 12 y ss.).

Clara que la adjudicación del solar pudo haberse hecho pensando en el futuro, sin que en el acto de la repartición se hallase presente ningún religioso de la orden. Aunque infundadamente se ha sostenido por algunos que antes de fundarse la ciudad, los mercedarios tenían una pequeña iglesia en el mismo valle (Vid. Castro Seoane: ob. cit., página 233), consta por carta del Cabildo de Jauja, de 20 de julio de 1534, que hasta ese momento no había por aquellos lugares otro religioso más que fray Vicente de Valverde, ido a España poco tiempo después (Torres: El padre Valverde, páginas 74 y 75; Pérez: ob. cit. 170; Vargas Ugarte: Historia de la Iglesia en el Perú, capítulo II página 102; Castro Seoane: “La Merced en el Perú…” en Missionalia hispanica, año III, número 8, página 253, Madrid, 1946). Y así como poseemos noticias bastante ciertas de la existencia de un convento franciscano en el valle de Jauja, sin duda de fundación posterior a la fecha de la carta mencionada y anterior a la misma de la ciudad de Lima (Cobo: ob. cit., libro III, capítulo VII; Tovar: ob. cit., páginas 37 y 38; Córdoba Salinas: Corónica de la religiosísima Provincia de los Doce Apóstoles del Perú de la Orden de N. P. S. Francisco, libro I, capítulo IX, páginas 54 y 55). En la nota anterior hemos expuesto como no se hallan pruebas, ni aproximadas de la presencia de frailes mercedarios por esos contornos al tiempo, ni años después, de la erección de aquella ciudad, precursora de la de Los Reyes; ni en el mismo momento de la fundación de ésta.

No obstante, nada impide todo lo dicho que la orden de la Merced sea la primera en fundar convento en la capital del entonces futuro virreinato, con lo cual se conforman la mayoría de los testimonios (Carta del Cabildo de Lima, del 1 de marzo de 1553. A.G.I Audiencia de Lima 108; Lissón: La Iglesia de España en el Perú, volumen II, número 5, páginas 14 y ss. “Información de Servicios de la orden de la Merced en el Perú, hecha en 1570”: a la segunda pregunta. Vid. Barriga: ob. cit., página 2; Tovar: ob. cit., páginas 42 y 201; Salmerón: ob. cit. Vid. Mendiburu: ob. cit., tomo VIII, página 228). Aunque para unos la fundación se hizo “tan a los principios de ella, que casi no se llevan nada en antigüedad” (Cobo: ob. cit., libro III, capítulo II). Y para otros se demora hasta fines de 1536 (Mendiburu: ob. cit., tomo IX, página 114).

Los clérigos padre Juan de Sosa y padre Morales

El clérigo presbítero Juan de Sosa —que desde hacía algún tiempo residía en Panamá— acompañó a los conquistadores desde el momento de su partida y se halla presente en Cajamarca, cuando los indios son desbaratados y el Inca preso. La participación que él cupo en este episodio no parece muy activa, pues la mayoría de los cronistas, si no la silencia por completo su misma marcha en el ejército, si lo hacen ahora, al relatar el hecho decisivo; el que más, al referirse a la entrevista aquí habida entre Atahualpa y el dominico fray Vicente de Valverde, añade a continuación: “estaba allí con él otro clérigo que se dezía Sosa… (Barragán: ob. cit., página 85).

Al ser repartidos los tesoros del Inca, al clérigo toca una parte. E inmediatamente después, retorna a Tierra Firme (Barragán: ob. cit., página 133) y a España (Jerez: ob. cit., página 160), acompañando a Hernando Pizarro, cuando este último marcha a la corte, con el quinto real. Pero años después, regresa aquél a las Indias, interviniendo en una desgraciada expedición, que él mismo equipara, a la costa de Veragua. Fracasada ésta, vuelve al Perú, en 1538 (Salvador Romero Sotomayor: “El presbítero Juan de Sosa”, en Revista histórica, tomo VIII, página 150 a 157. Lima, 1925). Siempre inquieto y andariego, aquí participa activamente en las guerras civiles: primero en el bando de los realistas, en cuyo favor interviene acompañando al entonces obispo de Lima, fray Jerónimo de Loayza, a entrevistarse con Gonzalo Pizarro, con el sano propósito de hacerle desistir de su rebeldía (Cieza de León: Guerra de Quito, capítulo XXXV, páginas 24; capítulo XLV, página 42); después, al servicio de los rebeldes, a quienes traidoramente comunica las incidencias y proyectos del ejército leal de Diego Centeno (Cieza de León: ob. cit., capítulo CXL, página 154).

Finalizada la lucha con la derrota definitiva de Gonzalo Pizarro en Xaquixaguana, el 29 de julio de 1548, el Obispo del Cuzco, don fray Juan Solano, en su iglesia, después de la Misa Mayor, pronuncia sentencia contra el clérigo, condenándolo a destierro (Carta del licenciado Gasca, en Lima, a 25 de septiembre de 1548. Levillier: ob. cit., tomo I, página 114; Otra carta del mismo, de 28 enero de 1549. Levillier: ob. cit., página 146).

El padre Morales, o el clérigo “Fulano Morales”, como le llama Ruíz Naharro por desconocer su nombre, es uno de esos personajes, reales o fantásticos, de quienes tan a menudo nos habla ese cronista mercedario, pero cuya presencia en el Perú, al menos en años tan próximos a la conquista, resulta siempre un enigma. Nada más sabemos del clérigo, fuera de tales referencias (ob. cit., 237) y de las de nuestro cronista fray Diego de Mondragón, coincidentes en parte. El silencio total que de él guardan las crónicas contemporáneas y posteriores es prueba evidente de su ausencia en el ejército pizarrista, al menos hasta después de la batalla de Cajamarca. Si fuera cierto su arribo al Perú y su intervención en el entierro de Atahualpa, pudo haber llegado con don Diego de Almagro en abril de 1533. Quizá sea uno de los tres clérigos que, sin especificar sus nombres, Luque escribe envió allí con dicho capitán. (carta de 20 de octubre de 1532. Lissón: ob. cit., volumen I, número 30; C.D.I.A., tomo XLII, página 63).

El padre Valverde, su actuación en el Perú y su regreso a España

Fue el padre fray Vicente de Valverde uno de los seis dominicos que pasaron de España con Pizarro. Y el único que siguió la conquista hasta el final. En Cajamarca fue el encargado de hacer el requerimiento al inca Atahualpa, momentos antes de su prisión. Cuando éste fue condenado a muerte, el dominico lo bautizó, después de “instruirle en la fe muchos días antes que le matasen” (Garcilaso: Los comentarios reales de los incas, tomo III, segunda parte, libro I, capítulo XXXVI, página 219).

Muchos comentarios podíamos traer aquí para reforzar las antedichas palabras, mas no lo creemos necesario. Lo que ahora nos interesa no es una relación biográfica completa, ni siquiera el estudio detallado de una parte de los hechos de la vida del dominico. Quien quiera ampliar conocimientos puede recurrir a la monografía de fray Alberto María Torres: El padre Valverde, ensayo biográfico-crítico (Quito, 1932). Nuestro intento se limita al cotejo de los datos que nuestro cronista Mondragón nos suministra con aquellos otros similares nacidos de la objetiva verdad histórica. Comentemos pues, el viaje a España de fray Vicente de Valverde.

Se ha dicho por algún historiador que el fraile dominico se separó de los expedicionarios peruanos en el valle de Jauja, de donde regresa a Panamá para, desde aquí, marchar a España. Sin embargo, consta respectivamente por cartas del propio religioso y del Cabildo de la ciudad del mismo nombre que aquel valle (esta última carta ya anteriormente citada) que después estuvo en el Cuzco y que, todavía, a mediados de año 1534 se hallaba en el Perú (Vid. Vargas Ugarte: Historia de la Iglesia en el Perú, tomo I, capítulo IV, página 137). Su venida a España debió efectuarse ya bien entrado el año siguiente. En 14 de agosto de 1535 una Real Cédula ordena al dominico presentarse en la corte, pues, habiéndosele propuesto para obispo del Perú, se hacía necesario tratar de algunas cosas de la tierra. (A.G.I., Audiencia de Lima, 565, libro I, folio 85, Vid. Lissón: ob., cit., volumen I, número 2, página 69). Y precisamente por este tiempo o poco antes la orden de la Merced habría iniciado la expansión por las provincias del futuro virreinato peruano.

Fray Vicente de Valverde, obispo del Cuzco

En 14 de agosto de 1535 se comunica al dominico fray Vicente de Valverde que había sido propuesto para obispo del Perú. Efectivamente, la presentación se había hecho, en 27 de mayo del mismo año. (A.G.I., Audiencia de Lima, 565, libro II, folio 202; folio 202 y 202 v) al parecer a petición del gobernador de aquellas provincias, don Francisco Pizarro y de los Cabildos del Cuzco y Jauja (Vargas Ugarte: ob. cit., página 137).

Conforme con la propuesta real Paulo III da su bula de confirmación, en 8 de enero de 1537. (idem, página 138). Cuatro meses después se comunica la buena nueva al designado, ordenándosele tome posesión (Real Cédula de 4 de mayo de 1537 (A.G.I. Audiencia de Lima, 565, libro II, folio 275).

Don Hernando Luque, primer obispo electo del Perú

En prematuro cumplimiento de las capitulaciones de Toledo, firmadas en 26 de julio de 1529, seis días antes —el 26 del mismo mes— el rey escribe a su Embajador en Roma para que, en su nombre, hiciera la presentación de Hernando de Luque para obispo de la diócesis que, a un mismo tiempo pedía erigirse en el Perú (A.G.I. Audiencia de Lima, 565, libro I, folio 56 v, y ss. Otra de la misma fecha dirigida al Papa, folio 8 y ss.). Además, y ahora con idéntica data a la de las capitulaciones —26 de julio— se extiende al clérigo electo el nombramiento de protector de los indios (idem: folio 29, v y ss.). Pero, como su muerte tiene lugar en el mes de marzo de 1534 (Vargas Ugarte: ob. cit., capítulo IV, página 134), sin haberse incorporado a su destino, el proyecto, un tanto impreciso, de crear la diócesis de Tumbes no pasa de ser un vano intento. (Fernando de Armas: ob. cit., capítulo IX, páginas 219 y ss.). Algo después, en 22 de enero de 1535, se comunica al embajador de Roma que las bulas de confirmación no son ya necesarias dado el fallecimiento de aquél. (A.G.I. Indiferente General, libro XVI, folio 154).

El obispo del Cuzco fray Vicente de Valverde regresa a su diócesis

Aún antes de la designación papal del presentado obispo fray Vicente de Valverde, dándola por segura, el rey comienza a preocuparse de las necesidades espirituales de la solicitada diócesis. Con el fin de soslayar sus necesidades, al mismo tiempo que le comunica la presentación que había hecho, solicita del general de la orden de Santo Domingo señalase “hasta diez rreligiosos de buena vida y ejemplo y celosos de la conversión”, para que fueran al Perú con el nuevo obispo (Real Cédula, de 30 de septiembre de 1535. A.G.I. Audiencia de Lima, 565, libro II, folio 92 v y 93; Lissón: ob. cit., volumen I, número 2, página 45). Y a 10 de diciembre del mismo año, se ordena a los oficiales de la Casa de Contratación faciliten el viaje y den lo necesario a los religiosos que, ya escogidos, habrían de marchar a aquellas provincias. (A.G.I. Audiencia de Lima. 565, libro II, folio 101. Mas hasta el mes de noviembre de 1536 la expedición no había aún partido, aunque se hallaba a punto. La formaban, además de fray Vicente de Valverde, sus hermanos de hábitos fray Toribio de Oropesa, fray Alonso Daza, fray Gaspar de Carvajal, fray Alonso de Sotomayor, fray Antonio de Castro, fray Pedro de Ulloa, fray Jerónimo Ponce y fray Francisco de Plascencia (A.G.I. Contaduría 270, folio 493 y ss.).

Si por entonces partieron los restantes religiosos no lo sabemos, pero fray Vicente de Valverde no hizo el viaje hasta bastante más tarde pues, recibidas las ejecutoriales a tiempo, lo retrasa hasta consagrase obispo. En los primeros días de abril de 1538 se hallaba de nuevo en el Perú. El día dos de este mes, presentadas las ejecutoriales ante el Cabildo de Lima, se le recibió por obispo (Vargas: ob. cit., 140). El 18 de noviembre del mismo año hacía su entrada en el Cuzco donde radicó la sede de la nueva diócesis (Carta de fray Vicente, de 20 de marzo de 1539. A.G.I. Patronato, 192, r. 19. Su ausencia de las provincias peruanas no había durado tres años.

Fundación de la diócesis de Lima

La gran extensión de las provincias peruanas hizo sentir la necesidad de subdividir la diócesis del Cuzco, cuyos límites jurisdiccionales comprendían casi todas las tierras de América del sur hasta entonces descubiertas: Nueva Granada, con excepción de las provincias del Darién, pertenecientes al Obispado de Panamá; Chile, en el extremo sur; Tucumán y Río de la Plata, hacia el oriente.

Creada la Ciudad de los Reyes como cabeza política de todas estas extensas provincias, era natural que se pensara hacer residir en ella también la cabeza eclesiástica. A mediados del año 1540, el rey pide al Papa la creación de una diócesis en la capital y presenta por su titular al obispo de Cartagena fray Jerónimo de Loayza (Real Cédula, de 31 de mayo 1540. A.G.I. Audiencia de Lima, 566, libro IV, folio 58 y 58 v; 59 y 59 v; Vid. Lissón: ob. cit., volumen I, número 3, páginas 26 y ss.). Y exactamente un año después, Paulo III accedía a la petición, erigiendo la diócesis de Lima y designando como su diocesano al presentado (Vargas: ob. cit., páginas 145 y 146). Así se comunica a fray Jerónimo de Loayza, con fecha 24 de noviembre de 1541 (A.G.I. Audiencia de Lima, 566, libro IV, folio 275 v y ss.). En 25 de julio de 1543, el nuevo obispo hace su entrada en la nueva diócesis (Vargas: ob. cit., página 142), cuyos límites se fijaron desmembrado los de la del Cuzco, pero no haciendo que esta desapareciera, ni trasladándola de lugar.

Muerte del obispo del Cuzco fray Vicente de Valverde

No vamos a extendernos aquí relatando pormenores de los acontecimientos bélicos habidos en el Perú durante los años postreros a la conquista. Suficientemente conocidos son, igual que la actuación que en ellos cupo al elemento eclesiástico y, concretamente al obispo del Cuzco, fray Vicente de Valverde. Sobre esto hemos publicado nosotros un trabajo titulado: “El clero en las guerras civiles del Perú”, en Anuario de estudios americanos (volumen VII, páginas 1 y ss.) Y algún tiempo después, el padre Vargas Ugarte incluía en su obra Historia de la Iglesia en el Perú, un capítulo sobre el mismo tema, en el cual desconociendo aquél —o, al menos no mencionándolo— llegaba a idénticas conclusiones. Seremos, pues, parcos en nuestras palabras.

Fray Vicente se mostró partidario de Pizarro en la lucha que sostuvo con su socio don Diego de Almagro, por la posesión de la ciudad del Cuzco. Y cuando el hijo del adelantado, Almagro “el joven”, logra vengar la muerte de su padre, asesinando al marqués y cometiendo seguidamente, miles de desafueros, las autoridad del obispo del Cuzco intenta poner fin al régimen de injusticia y desenfreno imperante. (Fernando de Armas: ob. cit., página 13 y ss.; Vargas: ob. cit., páginas 176 y ss.) pero sus consejos y, tal vez, la simpatía mostrada en todo momento, antes y ahora a los pizarristas levanta una ola de indignación entre los sublevados. Ante las amenazas recibidas le impulsan a salir del Cuzco y dirigirse precipitadamente hacia el campo realista que, bajo el mando del gobernador Cristóbal Vaca de Castro, se preparaba para extinguir la revuelta. (Carta del obispo del Cuzco, de 11 de noviembre de 1545; Colección de documentos inéditos…, tomo III, página 221 y ss.; Carta de Almagro “el joven”, de 8 de noviembre de 1541, o sea once días después de emprender la marcha, se hallaba el obispo de Tumbes (Vid. La carta del Obispo citada). Poco después su cuerpo y los de las dieciséis personas que les acompañaban servían de manjar a los caníbales indios de la isla de la Puná (Cieza de León: Guerra de Chupas, capítulo XXXVI, página 129, sublevados días antes. (Carta de Vaca de Castro, de 15 de noviembre de 1541, en Levillier: ob. cit., tomo I, página 37; Carta del licenciado Martel de Santiago, de 1542, A.G.I., Patronato 185, número 31). Según parece, las recriminaciones hechas contra su idolatría fue una de las causas que impulsaron a los indios a cometer el asesinato (Mendiburu: ob. cit., tomo XI, página 11).