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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Santo Domingo de Guzmán

De Enciclopedia Católica

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Fundador de la Orden de Predicadores, corrientemente conocida como Orden Dominicana o de los Dominicos. Nació en 1170 en Caleruega (provincia de Burgos, en Castilla la Vieja, España) y murió el 6 de agosto de 1221. Fueron sus padres Félix de Guzmán y Juana de Aza de la nobleza castellana, si bien ninguno de ellos probablemente estuviera relacionado con la dinastía reinante en Castilla, como alguno de sus biógrafos ha señalado. De Félix Guzmán poco se sabe, salvo que fue en todos los sentidos digna cabeza de una familia de santos. La nobleza de sangre de Juana de Aza se añadía a la nobleza de alma y la hicieron tan merecedora de la veneración popular que fue solemnemente beatificada en 1828 por León XII. El ejemplo de tales padres no dejó de tener efecto en sus hijos. No sólo en Santo Domingo, sino también en sus hermanos, Antonio y Manés, que se distinguieron por su extraordinaria santidad. Antonio, el mayor, fue sacerdote secular y tras haber distribuído su patrimonio entre los pobres entró en un hospital en el que empleó su vida en el cuidados de los enfermos. Manés siguió los pasos de Domingo y fue fraile predicador y fue beatificado por Gregorio XVI.
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El nacimiento e infancia del santo estuvieron marcados por muchas maravillas que extendieron su heroica santidad y por grandes acontecimientos en el campo de la religión. Entre los siete y los catorce años cursó estudios elementales bajo la tutela de su tío materno, el arcipreste de Gumiel de Aza, no demasiado alejada de Caleruega. En 1184 Santo Domingo entró en la Universidad de Palencia.
Azulejo de Santo Domingo
Permaneció en ella diez años realizando sus estudios con tal ardor y eficiencia que a lo largo de la efímera existencia de esa universidad atrajo la atención de los escolares en la medida que un estudiante podía hacerlo. En medio de la frivolidad y disipación de una ciudad universitaria la vida del futuro santo se caracterizó por la seriedad de miras y una austeridad de costumbres que le marcaban como uno de aquéllos de los que podían esperarse grandes cosas en el futuro.
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Mas mostró en más de una ocasión que bajo su austero exterior tenía un corazón sensible como el de una mujer. En una ocasión vendió sus libros, anotados por su propia mano, para remediar el hambre de un pobre de Palencia. Su biógrafo y contemporáneo Bartolomé de Trento narra que por dos veces trató de venderse como esclavo para redimir cautivos de los moros. Tales hechos son dignos de mención visto el carácter cínico y venenoso que algunos biógrafos no católicos han tratado de atribuir a uno de los hombres más caritativos que ha existido. En lo que se refiere a la fecha de su ordenación sus biógrafos guardan silencio; ni hay ningún dato que permita deducirla con alguna exactitud. De conformidad con la deposición del Hermano Esteban, Prior Provincial de Lombardía en el proceso de canonización, Domingo todavía estudiaba en Palencia cuando Don Martín de Bazán, obispo de Osma, le eligió para el capítulo de su catedral, para asistirle en su reforma. El obispo se percató de la importancia para sus planes de reforma de tener continuamente ante sus canónigos de alguien con una vida tan santa como la de Domingo. No se engañó el obispo en el resultado. En reconocimiento a su participación en la conversión de los miembros en canónigos regulares, Domingo fue nombrado subprior del reformado capítulo. Al acceso de Don Diego de Acevedo al obispado de Osma, Domingo se convirtió en el superior del Capítulo, con el título de prior. Como canónigo de Osma invirtió nueve años de su vida, oculto en Dios y extasiado en la contemplación. Rara vez traspasaba los confines de la casa capitular.

En 1203 Alfonso IX de Castilla encargó al Obispo de Osma la misión de pedir al Señor de las Marcas, presumiblemente un príncipe danés, la mano de la hija de éste para su hijo Fernando. Como acompañante en esta embajada, Don Diego eligió a Santo Domingo. Al atravesar Tolosa en el curso de su misión contemplaron con asombro y pesar la ruina espiritual causada por la herejía Albigense. La contemplación de este panorama suscitó en Domingo la idea de fundar una orden con el objetivo de combatir la herejía y extender la luz del Evangelio por la predicación hasta los confines del mundo conocido. Concluida satisfactoriamente su misión, Diego y Domingo, acompañados de un espléndido séquito, fueron encargados de una nueva embajada, para escoltar a la princesa a Castilla. Esta misión tuvo un repentino final por la muerte de la joven en cuestión. Los dos eclesiásticos quedaron en libertad de desplazarse a donde quisieran. Decidieron ir a Roma, adonde llegaron a fines de 1204. El objetivo del viaje era que Diego pudiera renunciar a su obispado para dedicarse a la conversión de los incrédulos en tierras lejanas. Inocencio III rehusó su aprobación a tal propósito. En su lugar envió al obispo y su acompañante al Languedoc, para que unieran sus fuerzas a los Cistercienses, a los que había encomendado la cruzada contra los Albigenses. El panorama con el que se encontraron al llegar al Languedoc era desalentador. Los Cistercienses, por su modo universal de vida, habían avanzado poco o nada contra los Albigenses. Habían acometido la tarea con considerable aparato, brillante acompañamiento y bien dotados de comodidades. A tal despliegue de mundanidad los dirigentes heréticos oponían un rígido ascetismo que provocaba la admiración y el respeto de sus seguidores. Diego y Domingo se percataron rápidamente de que el fallo del apostolado cisterciense se debía a los hábitos indulgentes de los monjes y se convencieron de que debían adoptar un modo de vida más austero. El resultado fue un gran incremento del número de conversos. Las discusiones teológicas desempeñaban un prominente papel en la propaganda de los herejes. Domingo y su compañero no tardaron en enfrentarse a sus adversarios en esta clase de exposiciones teológicas. Siempre que surgía la ocasión aceptaban librar la batalla. El concienzudo entrenamiento que el santo había recibido en Palencia se reveló de inestimable valor en sus encuentros con los herejes. Incapaces de refutar sus argumentos o de contrarrestar la influencia de su predicación, volcaron su odio sobre él por medio de insultos y amenazas de violencias físicas. Fijado en Prouille su cuartel general, trabajó por turnos en Fanjeaux, Montpellier, Servian, Beziers y Carcasona. Pronto en su apostolado en Prouille el santo cayó en la cuenta de la necesidad de proteger a las mujeres de la comarca del influjo de los herejes. Muchas de ellas eran ya Albigenses y eran sus más activas propagandistas. Estas mujeres erigían conventos a los que los hijos de la nobleza católica eran frecuentemente enviados para buscar algo más que una educación y, de hecho, si es que no a propósito, quedaban contaminados por el espíritu de la herejía. También era preciso que las mujeres convertidas de la herejía fuesen salvaguardadas de la maligna influencia de sus propios hogares. Para cubrir tales deficiencias, Santo Domingo, con autorización de Foulques, obispo de Tolosa, estableció en 1206 un convento en Prouille. A esta comunidad, después de la de San Sixto, en Roma, le dio regla y constituciones que desde entonces siempre han guiado a las monjas de la Segunda Orden de Santo Domingo.

El año 1206 abre una nueva etapa en la memorable vida del fundador. El 15 de enero de ese año uno de los legados cistercienses, Pedro de Castelnau fue asesinado. Tal abominable crimen precipitó la cruzada dirigida por Simón de Montfort que redujo temporalmente a los herejes. Santo Domingo participó en las agitadas escenas que siguieron, mas siempre desde la clemencia y esgrimiendo las armas del espíritu, en tanto que otros sembraban la muerte y desolación con la espada. Algunos historiadores aseguran que, durante el saqueo de Bezier, Domingo apareció en las calles de la ciudad, con una cruz en la mano e intercediendo por las vidas de las mujeres, de los niños, de los ancianos y de los enfermos. Sin embargo esto se basa en documentos que Touron considera apócrifos. Los testimonios de otros historiadores de mayor garantía tienden a demostrar que el santo ni estaba en la ciudad ni en sus proximidades, cuando se produjo el saqueo de Bezier por los cruzados. Nosotros le encontramos durante este período tras el ejército católico, revitalizando la religión y reconciliando a los herejes en las ciudades que habían capitulado o habían sido conquistadas por el ejército victorioso de Montfort. Probablemente el 1 de septiembre de 1209 fue cuando Santo Domingo conoció a Simón de Montfort con el que trabó una íntima amistad que duró hasta la muerte del bravo cruzado ante los muros de Tolosa (25 de junio de 1218). Le encontramos junto a Montfort en el asedio de Lavaur en 1211 y, de nuevo, en 1212 en la toma de La Penne de Ajen. A fines de 1212 estaba en Pamier trabajando por invitación de Montfort en la restauración de la religión y la moralidad. Finalmente y justamente antes de la batalla de Muret (12 de septiembre de 1213) encontramos de nuevo al santo en el consejo previo al combate. Durante la marcha del conflicto se arrodilla ante el altar de la iglesia de Santiago orando por la victoria de las armas católicas. Tan notable fue el triunfo de los cruzados en Muret que Simón de Montfort lo consideró completamente milagroso y piadosamente lo atribuía a las oraciones de Santo Domingo. En acción de gracias por esta decisiva victoria el cruzado erigió una capilla en la iglesia de Santiago dedicada según se dice a Nuestra Señora del Rosario. Según esto, la devoción del Rosario, tradicionalmente atribuida a una revelación a Santo Domingo estaba generalizada en esa época. A este tiempo también se atribuye la fundación de la Inquisición por Santo Domingo y se le señala como primer Inquisidor. Como estas muy controvertidas cuestiones recibirán atención especial en otra parte de esta obra, bastará para nuestro objetivo presente hacer notar que la Inquisición ya funcionaba en 1198, siete años antes de que el santo tomara parte en el apostolado del Languedoc, cuando era aún un oscuro canónigo regular de Osma. Si estuvo en cierta ocasión involucrado en los procesos de la Inquisición, fue en su calidad de teólogo para informar de la ortodoxia del acusado. Sobre la influencia que pudo haber ejercido sobre los jueces de esta tan malignizada institución hay que decir que la empleó siempre a favor de la clemencia y de la paciencia, como acredita el clásico caso de Ponce Roger.

Durante este tiempo el santo incrementaba su fama de heroica santidad, de celo apostólico y le originaba una profunda enseñanza el ser visto posteriormente como candidato al episcopado. Se hicieron tres intentos en este sentido. En 1212 el capítulo de Bezier le eligió para que se convirtiera en su obispo. De nuevo los canónigos de Saint Lizier desearon que fuera el sucesor de Garcías del Orte como Obispo de Comminges. Finalmente, en 1215 el propio Garcías del Orte, que había sido trasladado desde Comminges a Auch, trató de que aceptara convertirse en Obispo de Navarra. Mas Santo Domingo rechazó tajantemente todo honor episcopal, diciendo que, si aceptara el episcopado esa misma noche emprendería el vuelo, sin llevar consigo más que a su plana mayor. Desde Muret, Domingo regresó a Carcasona, donde reanudó su predicación con inigualable éxito. No retornó a Tolosa hasta 1214. En este intervalo el influjo de su predicación y la santidad eminente de su vida habían convocado a su alrededor una partida de devotos y entusiastas discípulos que le seguían por dondequiera que les llevara. Santo Domingo no había olvidado en ningún momento su propósito, hecho once años atrás, de fundar una orden religiosa para combatir la herejía y propagar la verdad religiosa. La época parecía ahora propicia para la realización de ese proyecto. Con la aprobación del Obispo de Tolosa, Foulques, comenzó a organizar el pequeño equipo de seguidores. Para que Domingo y sus compañeros pudieran disponer de una fuente de ingresos fija, Foulques le hizo capellán de Fanjeaux y en julio de 1215 estableció canónicamente la comunidad como congregación religiosa de su diócesis, cuya misión era la propagación de la doctrina verdadera y la recta moral, así como la extirpación de la herejía. En este mismo año, Pedro Seilan, acaudalado ciudadano de Tolosa que se había puesto bajo la dirección de Santo Domingo puso su propia y cómoda residencia a la disposición de éste. De este modo el 25 de abril de 1215 se fundó el primer convento de la Orden de Predicadores. Ellos, empero, residieron allí un solo año, pues Foulques los estableció en la iglesia de San Romano. Aunque esta reducida comunidad había probado ampliamente la necesidad de su misión y la eficiencia de su servicio a la Iglesia, estaba todavía lejos de cumplir totalmente las aspiraciones de su fundador. A lo sumo no era sino una congregación diocesana y Santo Domingo soñaba con una orden universal que pudiera ejercer su apostolado hasta los confines de la Tierra. Mas lo que el santo ignoraba era que los acontecimientos iban a favorecer el logro de sus deseos. Se había reunido en noviembre de 1215 un concilio ecuménico en Roma para "deliberar sobre la mejora de las costumbres, la extinción de la herejía y el refuerzo de la fe". Era precisamente la misión que Santo Domingo había pensado para su Orden. Con el Obispo de Tolosa estuvo presente en las deliberaciones conciliares. Desde la sesión inicial pareció que los acontecimientos conspiraban para que sus planes se hicieran realidad. El concilio reprochaba amargamente a los obispos su descuido de la predicación. El canon X exigía la delegación en hombres capaces de predicar la palabra de Dios al pueblo. En estas circunstancias parecía razonable que la petición de Domingo de la confirmación de una orden que cumpliera el mandato sería felizmente satisfecha. Pero, en tanto que el Concilio esperaba con ansiedad la ejecución de tales reformas, se oponía simultáneamente a la creación de nuevas órdenes religiosas y había legislado sobre esto en términos claros. Por otra parte la predicación siempre se había considerado como función primaria del episcopado. Otorgar este oficio a un desconocido e inexperto cuerpo de sacerdotes parecía demasiado original y audaz a los conservadores prelados que intervenían en las deliberaciones conciliares. Por consiguiente no pudo coger por sorpresa a Santo Domingo el rechazo a la aprobación de su joven institución.

Al volver al Languedoc, a la clausura del Concilio, reunió el fundador a su reducido equipo de seguidores y les informó del deseo del Concilio de que no se aprobara ninguna nueva regla para órdenes religiosas. Por tanto adoptaron la antigua regla de San Agustín, que, por su generalidad, se prestaba a adaptarse a cualquier forma que desearan darle. Hecho esto, Santo Domingo compareció nuevamente ante el Papa en agosto de 1216 para solicitarle otra vez la confirmación de su orden. Esta vez fue recibido más favorablemente y el 22 de diciembre de 1216 apareció la Bula de confirmación.

Santo Domingo empleó la siguiente Cuaresma para predicar en varias iglesias de Roma y ante el Papa y la Corte Pontificia. En este tiempo recibió el oficio de Maestro del Palacio Pontificio, más comúnmente llamado Teólogo. Este oficio ha sido mantenido ininterrumpidamente por miembros de la Orden, desde la época del fundador a la presente. El 15 de agosto de 1217 convocó en Prouille a la congregación para deliberar sobre los asuntos de la Orden. Había decidido sobre el heroico plan de dispersar a su reducido grupo de diecisiete seguidores no formados por toda Europa. Los resultados demostraron la sabiduría de esta decisión que, desde el punto de vista de la prudencia humana, parecía suicida. Para facilitar el crecimiento de la Orden, Honorio III el 11 de febrero de 1218 envió una Bula a todos los arzobispos, obispos, abades y priores requiriendo su favor en pro de la Orden de Predicadores. Por otra Bula de 3 de diciembre de 1218, Honorio III otorgaba la iglesia de San Sixto en Roma a la Orden. Aquí, entre las tumbas de la Vía Apia, se fundó el primer monasterio de la Orden en Roma. Poco después de tomar posesión de San Sixto y por invitación de Honorio, Santo Domingo tomó sobre sí la no fácil tarea de restablecer la prístina observancia de la vida religiosa de las varias comunidades romanas de religiosas. En relativamente poco tiempo la tarea estaba concluida, con gran satisfacción del Papa. Su propia carrera en la Universidad de Palencia y la experiencia práctica en sus encuentros con los Albigenses, así como su sagaz apreciación de las necesidades de la época, convencieron al santo de que, para asegurar la máxima eficiencia del apostolado, sus discípulos tendrían que recibir la mejor formación posible. Por tal razón, al dispersar la hermandad en Prouille, envió a Mateo de Francia con dos compañeros más a París. En los alrededores de la universidad se creó una fundación, de la que los frailes tomaron posesión en octubre de 1217. Mateo de Francia fue nombrado superior y Miguel de Fabra encargado de estudios con el título de Lector. El 6 de agosto del siguiente año Juan de Barastre, deán de San Quintín y profesor de teología, donó a la comunidad el hospital de Santiago que había construido para su propio uso. Tras la fundación en la Universidad de París, la siguiente decisión de Santo Domingo fue establecer otra en la Universidad de Bolonia. Beltrán de Garrigua, procedente de París, y Juan de Navarra, de Roma, con cartas del Papa Honorio, establecieron la deseada fundación. La iglesia de Santa María de la Mascarella fue puesta a su disposición a su llegada a Bolonia. Tan rápidamente creció la comunidad romana de San Sixto que se hizo urgente la necesidad de más espacio. Honorio, que parecía encantado de cubrir todas las necesidades de la Orden y empleaba todo su poder en ayudarla, cubrió esta necesidad urgente con la donación de la basílica de Santa Sabina.

A finales de 1218, tras haber designado a Reginaldo de Orleáns como vicario en Italia, el santo junto con varios miembros de la Orden se dirigió a España. En este viaje visitó Bolonia, Prouille, Tolosa y Fanjeaux. Desde Prouille fueron enviados dos hermanos a fundar un convento en Lyon. Llegaron a Segovia justamente antes de Navidad. En febrero del siguiente año fundó el primer convento de la Orden en España. Bajando hacia el Sur fundó un convento femenino en Madrid, semejante al de Prouille. Es bastante probable que personalmente presidiera la erección de un convento en conexión con su alma mater, la Universidad de Palencia. Por invitación del Obispo de Barcelona se estableció una casa de la Orden en esa ciudad. De nuevo dirigió sus pasos a Roma, cruzó los Pirineos y visitó las fundaciones de Tolosa y París. Durante su estancia en este último lugar promovió la erección de nuevas casas en Limoges, Metz, Reims, Poitiers y Orleáns, convertidas muy pronto en centros de actividad dominicana. Desde París se dirigió a Italia y llegó a Bolonia en julio de 1219. Dedicó allí varios meses a la formación religiosa de la comunidad que le esperaba allí. Después y tal como había hecho en Prouilles, la dispersó por Italia. Entre las fundaciones que hizo en esta ocasión figuran las de Bérgamo, Asti, Verona, Florencia, Brescia y Faenza. De Bolonia fue a Viterbo. Su llegada a la corte papal fue la señal de un diluvio de nuevos favores a la Orden. Entre estas muestras de estima destacan las muchas cartas de agradecimiento que Honorio dirigió a todos los que ayudaron a los padres en sus fundaciones. En marzo del mismo año Honorio por medio de sus representantes cedió a la Orden la iglesia de San Eustorgio de Milán. Simultáneamente se autorizó una fundación en Viterbo. A su vuelta a Roma, a fines de 1219, Domingo dirigió cartas a todos los conventos para anunciarles el primer Capítulo General de la Orden, que se celebraría en Bolonia en la siguiente festividad de Pentecostés. Poco antes, Honorio III, por medio de un Breve especial, había conferido al fundador el título de Maestro General, que hasta entonces había ostentado sólo por consentimiento tácito. Al inicio de las sesiones del Capítulo, en la primavera siguiente, sobresaltó a los asistentes al ofrecerles su renuncia como Maestro General. Ni que decir tiene que no se aceptó la renuncia y el fundador permaneció a la cabeza de la Orden hasta el fin de su vida.

Poco después de la clausura del Capítulo de Bolonia, Honorio III escribió a los abades y priores de San Víctor, Sillia, Mansu, Floria, Vallombrosa y Aquila para ordenarles que varios de sus religiosos fueran destinados a comenzar una cruzada de predicación, bajo la dirección de Santo Domingo, en Lombardía en la que la herejía adquiría alarmantes proporciones. Por una u otra razón estos planes del Papa nunca se llevaron a cabo. Al fallar la ayuda prometida, Domingo con un reducido equipo de los suyos se lanzó a la batalla y, como probaron los hechos, se gastó en un esfuerzo para devolver los herejes a la lealtad a la Iglesia. Se dice que 100.000 incrédulos se convirtieron por la palabra y los milagros del santo. Según Lacordaire y otros durante esa predicación en Lombardía creó el santo la Milicia de Jesucristo u Orden Tercera como habitualmente es llamada. Consta de hombres y mujeres que viviendo en el mundo se comprometen a proteger los derechos y propiedades de la Iglesia. Hacia el final de 1221 Santo Domingo por sexta y última vez retornó a Roma. Allí recibió nuevas y valiosas concesiones para su Orden. Entre enero y marzo de 1221 se publicaron tres Bulas consecutivas que recomendaban la Orden a todos los prelados de la Iglesia. El 30 de mayo de 1221 se hallaba una vez más en Bolonia para presidir el segundo Capítulo General de la Orden. Tras su clausura partió para Venecia a visitar al Cardenal Ugolino al que estaba especialmente obligado por muchos y sustanciales favores. Apenas acababa de llegar a Bolonia, cuando contrajo una fatal enfermedad. Murió tras tres semanas de enfermedad y pruebas que soportó con paciencia heroica. En Bula fechada en Spoleto el 13 de julio de 1234, Gregorio IX hizo su culto obligatorio en toda la Iglesia.

La vida de Santo Domingo fue infatigable al servicio de Dios. Mientras se trasladaba de un sitio a otro rezaba y predicaba casi sin interrupción. Sus penitencias fueron de tal naturaleza que los hermanos, cuando accidentalmente las descubrían, temían por su vida. Aunque su caridad era inagotable, nunca permitió que interfiriera con el sentido del deber que guió todos los actos de su vida. Abominaba la herejía y trabajaba sin descanso en su extinción porque amaba a la verdad y a las almas de las personas con las que trababa. Nunca dejó de distinguir entre el pecado y el pecador. No hay que maravillarse, por ende, de que este atleta de Cristo, que se había conquistado a sí mismo antes de reformar a los demás, fuese escogido más de una vez para demostrar públicamente el poder de Dios. El fallo del fuego de Fanjeaux en consumir la disertación que había esgrimido ante los herejes, y que fue lanzada por tres veces a las llamas; la vuelta a la vida de Napoleón Orsini; la aparición de los anales en el refectorio de San Sixto y como respuesta a sus oraciones, no son sino unos pocos de los hechos sobrenaturales con los que Dios se complugo para atestiguar la eminente santidad de Su servidor. No es de sorprender, por consiguiente, que Gregorio IX, tras haber firmado el 12 de julio de 1234 la Bula de canonización, no tuviera más dudas de la santidad de Santo Domingo que de la de San Pedro y San Pablo .

JOHN B. O'CONNER Transcrito por Martin Wallace, O.P. Traducción de Rafael Cervera Álvarez (España)