Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Domingo, 24 de noviembre de 2024

San Juan Crisóstomo: Libro del Sacerdocio IV

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar

I. Oídas estas cosas por Basilio, y permaneciendo en silencio algún rato, dijo: Sería razonable ese temor, si tú hubieras solicitado ambiciosamente esta dignidad; porque aquél que se juzga idóneo para manejar este empleo, solicitando el obtenerlo, después que le ha sido confiado no puede recurrir al pretexto de su ignorancia en lo que errare; porque anticipándose con el correr precipitadamente a arrebatar este ministerio, él mismo se privó de esta defensa. Ni podrá tampoco alegar, por haberse introducido en él voluntariamente, y por su gusto: yo, sin querer, he faltado en esto, involuntariamente he destruido este negocio. Podrá en semejante ocasión replicarle, el que fuere su juez, sobre este punto: ¿pues cómo, sabiendo tu propia insuficiencia, y no teniendo ciencia bastante para manejar, sin errar, un tal ministerio, te apresuraste y atreviste a tomar sobre ti cosas tan superiores a tus fuerzas? ¿Quién te violentó? ¿Quién por fuerza te arrastró, resistiéndolo tú y huyendo?

Pero tú no podrás oír jamás alguna de estas cosas; porque ni reconoces semejante delito, y por otra parte es notorio a todos, que ni poco, ni mucho has solicitado este honor, sino que lo has tenido por la solicitación de otros. Ahora bien, lo que impide a aquéllos el tener perdón en lo que pecaren, te da a ti materia muy cumplida para tu defensa.

Juan: Al oír yo estas razones, moviendo la cabeza, y sonriéndome blandamente, admiré la sencillez de este hombre y le respondí de esta suerte: quisiera yo verdaderamente, ¡oh amigo!, a quien entre todos más estimo, que la cosa pasase como dices; aunque no para poder aceptar este ministerio, que ahora he rehusado; porque aunque no me esperase castigo alguno por gobernar sin atención y sin ciencia el rebaño de Jesucristo; con todo, habiéndome sido confiadas cosas de tan grande peso, tendría por la pena más terrible, el haber de comparecer tan indigno a vista de aquél que me lo confió.

¿Por qué, pues, te parece que desearía yo, que no fuese falsa esta tu opinión? no por otro motivo, sino para que puedan aquellos infelices y desgraciados (así conviene llamar a los que no hallan el modo de administrar bien este empleo, aunque tú digas mil veces, que han sido llevados por fuerza y que pecan por ignorancia) para que puedan, digo, librarse de aquel fuego inextinguible, de aquellas tinieblas exteriores, del gusano que nunca muere, para que no sean separados de los escogidos, y confundidos con los hipócritas. ¿Pero qué quieres que te haga? La cosa no es así, no.

Si quieres, comenzaré, para confirmación de lo que llevo dicho, a probar esto por el reino, que en la aceptación divina, no es de tanta consideración como el sacerdocio. Aquel Saúl, hijo de Cis, no fue hecho rey porque él lo solicitase; sino que habiendo salido en busca de unas borricas, se fue al profeta para preguntarle sobre ellas. Este le introdujo en discursos sobre el reino; y ni aun así, aunque lo oía de la boca de un profeta, corrió al reino ambiciosamente, sino que se retiraba y lo rehusaba diciendo: ¿Pues quién soy yo, y qué consideración merece la casa de mi padre? ¿Pues qué? Después de haber usado mal del honor que Dios le había dado, pudieron acaso librarle del enojo de quien le había elegido rey, estas palabras de disculpa con que podía responder a Samuel cuando le reprendía: ¿por ventura, he corrido yo por mí al reino? ¿acaso he solicitado yo este imperio? Yo quería tener una vida particular, tranquila y sin cuidados; tú eres el que me has arrastrado a esta dignidad; si yo hubiera permanecido en aquella humildad, me hubiera librado fácilmente de estos encuentros porque siendo uno de tantos, y sin nombre, no hubiera sido enviado a esta empresa, ni Dios me hubiera encomendado la guerra contra los amalecitas; y no habiendo tenido esta comisión, tampoco hubiera incurrido en este pecado. Pero todas estas cosas son débiles para la defensa; y no solamente débiles, sino muy peligrosas, y que encienden más y más la indignación divina; porque habiendo sido honrado sobre su mérito, no debía oponer la grandeza del honor recibido por defensa de sus pecados, sino servirse como de motivo para aprovecharse más y más del gran favor que Dios le había hecho. Aquél, pues, que por haber obtenido una dignidad mayor de lo que le convenía juzgaba que por esto mismo le era lícito pecar, daba a entender que la clemencia divina era sola la causa de sus pecados. Es lo que acostumbran decir los impíos y los que viven sin cuidado alguno de su salvación; pero nosotros no debemos tener iguales sentimientos, ni incurrir en la misma locura de estos tales, sino procurar por todas partes poner por obra todo lo que alcancen nuestras fuerzas; manteniendo igualmente religiosa nuestra lengua y nuestro pensamiento.

Y dejando ahora a un lado el reino; pasemos al sacerdocio que es del que tratamos. Bien cierto es que Helí no procuró obtener esta dignidad. 67 ¿Pero de qué le sirvió esto cuando pecó? ¿Y qué digo para obtenerla? No podía por la necesidad de la ley, rehusarla aunque quisiese. Siendo de la Tribu de Levi, necesariamente había de recibir una potestad que le venía por sucesión de sus mayores. Con todo, no fue pequeño el castigo que experimentó por la insolencia de sus hijos. Y aquél que fue el primer sacerdote de los hebreos, de quien tuvo Dios con Moisés tantos discursos, después que no pudo resistir sólo al furor de tan grande muchedumbre, ¿no es cierto que estuvo para perderse, si la interposición de su hermano no hubiera mitigado la divina indignación? Y por cuanto hemos hecho aquí memoria de Moisés, no será malo demostrar la verdad de este discurso, por lo que a él le sucedió. 68 Este mismo bienaventurado Moisés estuvo tan lejos de pretender el principado de los judíos que aun habiéndoselo dado, lo rehusaba; y aun mandándoselo Dios, lo resistía: y esto fue con tanto extremo que irritó al mismo que se lo daba. Y no solamente entonces, sino también después cuando se hallaba ya en el principado, hubiera con gusto escogido la muerte por librarse de él: 69 “Mátame, dijo, supuesto que quieres tratarme así”.

¿Pues qué, después que pecó al agua, pudieron estas continuadas resistencias servirle de defensa y mover a Dios para que le perdonase? ¿Y por qué otro motivo fue privado de la tierra prometida? Por ningún otro, como todos sabemos, sino por este pecado, por el que aquel maravilloso varón no pudo conseguir lo que lograron sus súbditos. Sino que después de tantos trabajos, y calamidades, después de extravíos tan inmensos, después de las guerras, y trofeos, murió lejos de aquella tierra por la que había sufrido tantas fatigas; y habiendo pasado los trabajos del mar, no pudo gozar de los bienes del puerto.

¿Ves, pues, como no queda algún lugar de defensa en las cosas en que pecaren, no solamente a los que arrebatan este ministerio, sino a los que llegan a él por la solicitación y empeño de otros? Porque si aquéllos que rehusaron muchas veces a Dios, que los escogía, fueron castigados con tanto rigor; e igualmente ninguna cosa pudo librar de aquel peligro, ni a 70 Aaron, ni a Heli, ni a aquel bienaventurado Varón, Santo, Profeta, 71 admirable, el más humano de cuantos hombres se hallaban en la tierra, a aquél que como un amigo hablaba con Dios; mucho menos a nosotros, que estamos tan distantes de su virtud, podrá servir de defensa el conocimiento de que no hemos solicitado esta dignidad; particularmente proviniendo la mayor parte de estas elecciones, no de la gracia de Dios, sino de los empeños de los hombres.

72 Dios eligió a Judas, lo puso en aquel santo colegio dándole juntamente la dignidad de apóstol y aun le añadió alguna cosa más que a los otros; esto es, la administración del dinero. ¿Pues qué, pudo huir del castigo por haber usado mal de uno y otro, vendiendo al mismo que le había encargado que le predicase y administrando mal el dinero que se le había confiado? No por cierto; antes bien esto mismo fue lo que le fabricó un castigo más severo, y con justa razón: porque no es justo abusar de los honores recibidos de Dios para ofenderle; sino que se deben emplear en agradarle mayormente.

El que habiendo sido promovido a una honra mayor que su mérito pretende por esto librarse del castigo que merecen sus excesos se conduce igual que alguno de los incrédulos judíos que al escuchar a Cristo decir: 73 “Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían algún pecado; y si yo no hubiese hecho entre ellos milagros, que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado” acusa al salvador y bienhechor diciendo: ¿por qué has venido y has hablado? ¿por qué hiciste milagros? ¿acaso para castigarnos con más rigor? Pero estas son palabras del último furor y locura. El médico no vino para condenarte, sino para curarte; no para desecharte enfermo, sino para librarte enteramente de la enfermedad. Tú mismo voluntariamente te has escapado de sus manos. Recibe, pues, un castigo más grave. Y del mismo modo que si te hubieras sujetado a la cura, te hubieras librado aun de los primeros males; así, porque huiste de él, teniéndole presente, no podrás ya lavar estas culpas; y no pudiendo lavarlas, serás castigado por esto; y también porque cuanto estuvo de tu parte, hiciste inútil el trabajo del médico. Por esto no recibirás igual castigo, sino mucho mayor que antes de haber sido elevado por Dios a tales honores. El que no se mejora con los beneficios recibidos, es justo que sea castigado con mayor rigor. Y por cuanto he demostrado que para nosotros es de poca fuerza esta defensa; y que no sólo no salva a los que recurren a ella, sino que los hace más reos, es necesario buscar otro refugio.

Basilio: ¿Cuál será éste? yo ya no puedo estar en mí: tan turbado y tan lleno de temores me han dejado tus palabras.

II. Crisóstomo: No quieras, respondí, te ruego y suplico, no quieras abatirte tanto. Queda aún, sí, algún refugio. Para nosotros que somos débiles, lo es el no entremeternos de modo alguno en semejante dignidad; y para vosotros fuertes, el de no tener puestas las esperanzas de vuestra salud en otra cosa alguna, sino en no hacer, después de la gracia de Dios, cosa que sea indigna de este don, ni de Dios, que lo dio. Serían sin duda dignos del mayor castigo, aquéllos que habiendo conseguido esta dignidad por ambición y por solicitación abusasen de ella, o por pereza, o por malicia, o por falta de ciencia. Pero no por esto queda algún perdón a los que no la solicitaron; antes bien quedan estos privados de todo lugar de defensa.

Conviene, pues, según yo entiendo, que aunque sean millares los que te llamen y estimulen, no atiendas a lo que te dicen; sino que examinando antes las fuerzas de tu alma y haciendo de todo un examen diligente, cedas de este modo a los que te hicieren fuerza. Ninguno se atrevería a hacer fabricar una casa sin ser arquitecto; ni otro que ignorase la medicina, se atrevería a tocar los cuerpos enfermos; y aunque fuesen muchos los que quisiesen obligarle a esto, se excusaría, y no tendría vergüenza de confesar su ignorancia.

¿Y el que ha de tomar a su cargo el cuidado de tantas almas, no entrará primero en cuentas consigo mismo? ¿aunque se reconozca el más inútil de todos, recibirá el ministerio porque fulano lo manda; porque el tal le hace fuerza, y por no ofender a aquél otro? ¿Cómo, pues, no podrá caer juntamente con ellos en una ruina manifiesta? ¿Por qué, pudiendo conseguir por sí mismo la salud, junta a su propia ruina la de otros? ¿de dónde, pues, puede esperar la salud? ¿dónde hallar el perdón? ¿quiénes serán los que intercederán entonces por nosotros? ¿Acaso aquéllos que al presente nos violentan y nos llevan por fuerza? ¿y quién en este tiempo los salvará a ellos mismos? Aun ellos tienen necesidad de otros para escapar del fuego eterno.

Ahora, para que veas que yo no te digo esto por espantarte, sino porque en la realidad es así, oye lo que dice San Pablo a su discípulo Timoteo, su verdadero y amado hijo: 74 “No pongas inconsideradamente las manos sobre alguno, porque no tengas parte en los pecados ajenos”. ¿Ves tú de cuanta, no digo reprensión, sino castigo, hemos librado, a lo menos cuanto estuvo de nuestra parte, a los que querían conducirnos a este grado?

Y así como a los que han sido elegidos, no basta para su defensa el decir: “yo no he venido llamado por mí, y no lo he rehusado, porque no lo he previsto”; así tampoco puede aprovechar a los electores la excusa de que no tenían conocimiento del elegido; antes bien por esto mismo se hace mayor su culpa porque elevaron a tal grado al que no conocían; y lo que parecía defensa, agrava mucho más la acusación.

¿Cómo, pues, no será una cosa absurda, que los que quieren comprar un esclavo, lo hagan ver a los médicos, pidan fiadores de la venta, pregunten a los vecinos; y aun después de todo esto no se fían, sino que quieren mucho tiempo para la prueba; y que los que han de destinar a alguno a un tan gran ministerio; sin reflexión, y como sale, formen su testimonio, y juicio, según el favor u odio de otros, sin hacer otro examen alguno? ¿Quién, pues, nos librará entonces de la pena, si los que debían protegernos, necesitan de patrocinio?

Conviene, pues, que el elector haga un examen muy atento; pero mucho mayor ha de ser el que debe hacer el elegido, porque aunque tenga a los electores por compañeros en el castigo de los pecados, no por eso quedará él libre de la pena; antes la tendrá mayor, si no es que aquéllos por algún motivo humano hubieren obrado contra su dictamen y contra la propia razón. Porque si incurrieren en semejante pecado, y conociendo a alguno por indigno, por algún motivo particular le hubiesen promovido, serán castigados igualmente los unos y los otros, y aun con más severidad aquéllos que han promovido a un indigno. Aquél que da la potestad a uno que quiere corromper la Iglesia tendrá la culpa de todos los males que se atreviere a ejecutar.

Pero si la conciencia no le acusa de alguna de estas cosas, sino que dice haber sido engañado de la opinión del vulgo; no por esto queda libre de la pena, sino que tendrá un castigo algo menor que el elegido. ¿Pues por qué esto? porque no es extraño que los electores, engañados de una falsa opinión, vengan a este paso; pero el que ha sido elegido, no podrá decir: “yo no me conocía”, como lo pueden decir de él los otros. Así como deberá ser castigado más gravemente que aquéllos; así, es necesario que haga una prueba más rigurosa de sí mismo. Y si aquéllos por ignorancia le quieren promover, sálgales él al encuentro e infórmeles por menor de todas las causas que puedan sacarles del error, y manifestándose indigno del ministerio, huya el grave peso de negocios tan grandes.

¿Cuál es, pues, la causa, de que debiéndose deliberar sobre una expedición militar, sobre el comercio, sobre la agricultura, y otras cosas semejantes que pertenecen a la vida humana, ni el labrador elegiría el oficio del marinero, ni el soldado el del labrador, ni el piloto el del soldado, aunque les amenazasen con mil muertes? No por otra cosa, sino porque cada uno prevería el peligro que sobrevendría por su ignorancia.

Ahora bien, donde el daño es de cosas de tan poca monta, usaremos de tanta providencia, y de ningún modo cederemos a la violencia de los que nos quieren hacer fuerza; y donde espera un castigo eterno a los que no saben manejar el sacerdocio, sin consideración, y como ocurre, hemos de entrarnos en un peligro tan grande, dando por pretexto la violencia de otros? Pero no lo tolerará entonces el que nos juzgará sobre tales cosas. Era debido que mostrásemos mayor atención en las cosas espirituales que en las carnales; y ahora se encuentra, que ni aun es igual la que ponemos.

Dime ahora por tu vida, si creyendo nosotros que un hombre era arquitecto, no siéndolo, le llamásemos a trabajar, y él viniese; y después tomando en las manos los materiales prevenidos para la fábrica, destruyese las maderas, quebrantase las piedras, y edificase la casa de tal modo, que luego padeciese ruina; ¿le serviría a este de defensa, el haber sido obligado por otros, y el no haber venido por su voluntad? De ningún modo, y con mucha razón y justicia porque debía rehusarlo, aunque otros le llamasen.

Pues ahora bien: si a aquél que destruye las maderas y las piedras, no le queda alguna defensa para dejar de ser castigado; el que precipitó las almas y edifica sin atención alguna, ¿podrá persuadirse, que le basta la violencia ajena para evitar el castigo? ¿No es esta una necedad muy grande?

No quiero añadir, que ninguno puede ser forzado, sino aquél que quiere serlo. Pero concédase, que haya padecido una inmensa violencia y artificios tan varios, que haya debido ceder. ¿Acaso esto le librará del castigo? No engañemos, por vida nuestra, en una cosa tan grave y no finjamos ignorar lo que saben muy bien hasta los más niños. Nada nos podrá aprovechar al tiempo de dar las cuentas, el fingir esta ignorancia. Tú no solicitaste el conseguir esta dignidad, conociendo tu propia enfermedad. Muy bien está esto, pero se necesitaba que con el mismo propósito la rehusaras, aun cuando otros te llamasen. ¿Pues qué, cuando ninguno te llamaba eras débil e inhábil; y ahora que se han hallado los que te confíen este honor, de repente te has encontrado fuerte? es cosa ridícula y digna del mayor castigo. Por esto exhorta el Señor a aquél que quiere edificar una torre que no eche los cimientos sin haber primero considerado las propias facultades, para no dar a los que pasan mil ocasiones de burlársele. Y aun en esto, el daño sólo llega hasta la burla. Pero aquí, el castigo es un fuego inextinguible, un gusano que nunca muere; el rechinar de dientes, las tinieblas exteriores, el ser weparado de los escogidos y puesto en el número de los hipócritas.

Pero ninguna de estas cosas quieren reflexionar aquéllos que nos acusan; pues de otra suerte dejarían de reprenderme, porque no quise temerariamente condenarme.

No se trata ahora aquí de una administración de trigo, de cebada, de bueyes, de ovejas, o de otras cosas semejantes, sino del mismo Cuerpo de Jesucristo. La Iglesia de Cristo, según San Pablo, es el Cuerpo de Cristo. El que la tiene a su cargo, necesita reducirla a un buen estado y a una excelente belleza, mirando por todas partes que no haya en alguna de ella, ni mancha, ni arruga, ni lunar, ni otro vicio semejante que pueda afear su honestidad y hermosura. ¿Y qué otra cosa debe hacer finalmente, sino cuidar cuanto alcancen las fuerzas humanas, que este cuerpo sea digno de aquella cabeza que tiene encima, inmortal y bienaventurada?

Y si los que atienden a la buena complexión para la lucha, tienen necesidad de médicos y de maestros de palestra, de una dieta rigurosa, de un continuo ejercicio y de una atengión inmensa: (porque cualquier cosa en ellos, por pequeña que sea, descuidada, puede arruinarlo todo y echarlo por tierra) aquéllos a quienes tocó la suerte de curar este cuerpo que ha de combatir, no contra los cuerpos, sino contra las potestades invisibles, ¿cómo podrán conservarlo sano y entero, si no exceden de mucho la virtud humana y no saben todos los medios útiles y proporcionados para curar un alma? ¿Ignoras, acaso, que este cuerpo del que hablamos, está sujeto a más enfermedades y asechanzas que lo que está nuestra carne y que se corrompe más prontamente que aquélla, y recobra la salud con más lentitud?

III. Por lo que mira a los que curan los cuerpos, se ha encontrado variedad de medicinas y diverso aparato de instrumentos y alimentos convenientes a los enfermos. Júntase a esto, que sola la cualidad de los aires ha bastado muchas veces para dar la salud al enfermo; y alguna, el sueño que sobrevino oportunamente libró al médico de todo trabajo.

Pero aquí, ninguna de estas cosas puede pensarse. Solamente después del bien obrar, queda un arte y modo de curar que es la doctrina por medio del discurso. Éste es el instrumento, éste el alimento y éste el mejor temperamento de aire; éste el que hace veces de medicina, de fuego, y de hierro; y si se necesita cauterizar o cortar, de éste conviene servirse. Y si éste no tiene alguna fuerza, todo lo demás es superfluo. Con éste damos aliento a un alma abatida, la contenemos inflamada, cortamos lo superfluo, suplimos lo que falta y hacemos todas las otras cosas que sirven para la salud del alma.

Y a la verdad, para arreglar muy bien tu vida, puede la de otro conducir a una igual imitación; pero si en el alma ha entrado una enfermedad de doctrinas bastardas, aquí es muy necesario el discurso, no sólo para la seguridad de los domésticos, sino también para combatir contra los enemigos externos. Porque si alguno tuviese la espada del espíritu y el escudo de la fe de tal modo dispuesto que pudiese hacer milagros, y por medio de prodigios cerrar la boca a los maldicientes, no habría necesidad de valerse del discurso; o por mejor decir, aun en este caso no sería inútil la fuerza y eficacia de la palabra, sino antes bien muy necesaria. Y San Pablo usó de ella, aunque por otra parte fuese admirado por sus prodigios. Y otro del mismo colegio, exhorta a que se tenga gran cuidado de esta facultad, diciendo: 75 “Estad siempre prontos a defenderos con todo aquél que os pida razón de la esperanza que hay en vosotros”. Y todos, de común acuerdo, en aquel tiempo no tuvieron otro motivo para encomendar a Esteban y a sus compañeros el cuidado de las viudas, sino para atender ellos libremente al ministerio de la palabra. Bien que no deberíamos cuidar tanto de éste, si tuviéramos la virtud de hacer milagros.

Y si no nos ha quedado ni aun señal de tal virtud, y por otra parte nos oprimen de todos lados continuos enemigos, por necesidad no nos queda otro recurso, sino el de pertrecharnos bien de estas armas, ya para no quedar expuestos a los tiros de los enemigos, ya también para poder herirles.

IV. Por esto debemos poner la mayor atención, en que habite en nosotros abundantemente la palabra de Cristo. No es una sola la especie de pelea que nos está preparada; sino que es muy variada esta guerra y compuesta de diversos enemigos. Ni tampoco se sirven todos ellos de las mismas armas, ni pretenden asaltarnos de un mismo modo. Es, pues, necesario que quien quiera emprender esta batalla contra todos esté bien informado de los artificios que todos usan; y que a un mismo tiempo sea arquero, hondero, centurión, cabo, soldado y capitán, caballero y peón, y práctico en las batallas navales y en los sitios de las Plazas.

En los choques militares, cada uno en el empleo que ha tomado, procura resistir a los que se le oponen; pero aquí no sucede lo mismo. Aquél que pretende vencer, si no está instruido en toda especie de artificios, sabe el demonio, por sola una parte que encuentre abandonada, introduciendo sus corsarios, arrebatar las ovejas; pero no así, cuando ve que el pastor se halla bien pertrechado de toda ciencia y que conoce muy bien sus asechanzas.

De aquí es que necesita fortificarse bien por todas partes. Una ciudad que se halla bien guarnecida de muros por todos lados se burla de los que la tienen sitiada, estando en gran seguridad; pero si alguno rompe la muralla, aunque no sea más que el espacio de una puertezuela, de nada le sirve todo el restante contorno de los muros, aunque todo lo demás tenga la mayor firmeza y seguridad. Del mismo modo sucede en la ciudad de Dios. Cuando en vez de muro la cerca por todas partes la industria y prudencia del pastor, todas las astucias de los enemigos se les convierten en burla, y risa; y los que habitan dentro, permanecen sin recibir daño alguno; pero si alguno por una parte la hubiese podido derribar, aunque no la eche toda por tierra; con todo de una parte (por decirlo así) se pierde el todo.

¿Y qué será, si mientras pelea varonilmente contra los gentiles, la despojan los judíos? ¿y si aun cuando ha vencido a estos dos, la saquean los maniqueos? ¿y si aun después de haber ahuyentado a éstos, degüellan las ovejas que están dentro, aquéllos que introducen el hado? ¿y para qué referir aquí todas las herejías del diablo? las que si no supiere rebatir bien todas el pastor, podrá el lobo, por medio de una sola, devorar gran parte de las ovejas.

Por lo que toca a los soldados, es necesario esperar siempre que seguirá la victoria o la pérdida a aquéllos que están en pie o que combaten. Pero aquí es todo muy al contrario; porque muchas veces la pelea de otros, hizo vencedores, estándose quietos y sentados, a los que, ni pelearon desde el principio, ni han puesto la menor fatiga. Aquél que no teniendo gran destreza se traspasa con su propia espada, da que reír a los amigos y enemigos.

Procuraré ponerte claro lo que digo, con un ejemplo. Los que son secuaces de las locuras de Valentino y de Marción, y los que están tocados de la misma enfermedad, excluyen del catálogo de las Escrituras Sagradas la ley que dio Dios a Moisés. Los judíos hacen de ella tanto aprecio que no obstante la prohibición del tiempo procuran con mayor tesón observarla totalmente contra la voluntad de Dios. La Iglesia de Dios, huyendo del extremo de unos y otros, ha tomado el camino medio, y juzga que no debemos someternos al yugo de la Ley: pero no permite que sea blasfemada; antes bien quiere que se alabe, aunque haya cesado, porque fue útil allá en su tiempo.

Conviene, pues, que el que ha de combatir con unos y con otros, siga esta misma moderación. Porque si queriendo instruir a los judíos, que ya fuera de tiempo se hallan asidos de la legislación antigua, comenzare a reprenderla sin medida, dará ocasión, no pequeña, a aquellos herejes que quieran vituperarla; y si después, pretendiendo tapar la boca a éstos, la ensalzare sin término, y la celebrare, como si al presente fuera necesaria, abrirá la boca a los judíos.

Del mismo modo, aquéllos que están cogidos del furor de Sabelio, y los que padecen la rabia de Arrio, los unos, y los otros se apartaron de la sana creencia por su poca moderación. Unos, y otros tienen el nombre de cristianos; pero si alguno examinare sus dogmas, hallará que aquéllos no son de mejores sentimientos que los judíos y que difieren solamente en los nombres; y que los últimos tienen mucha semejanza con la herejía de Paulo de Samosato; pero que todos se hallan fuera del camino de la verdad.

Gran peligro hay aquí; angosto y estrecho es el camino y amenazado por uno y otro lado de precipicios; y hay no poco que temer, que queriendo herir al uno, no lo seas del otro. Porque si dijeres que es una la divinidad, luego arrastra Sabelio este tu dicho a su modo loco de pensar; y al contrario, si distingues, diciendo ser uno el Padre, otro el Hijo, otro el Espíritu Santo, llega Arrio y aplica la distinción de las Personas a la diversidad de la esencia. Es, pues, necesario detestar y huir la impía confusión de aquél, y la loca división de éste confesando ser una misma la divinidad del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, añadiendo tres Personas; porque de este modo podremos, como oponiendo un muro, rebatir los asaltos del uno y del otro.

Yo podría decirte otros muchos encuentros, en los que si no combates con todo valor y cuidado, no podrás retirarte de la pelea, sino después de haber recibido mil heridas.

V. ¿Y quién podrá contar las contiendas de los domésticos, que no son inferiores a los asaltos de los externos? Antes bien ocasionan mayor trabajo y sudor a aquél que enseña; porque algunos, por demasiada curiosidad inconsideradamente y sin reflexión, quieren indagar aquellas cosas de que sabidas no se saca provecho alguno, ni tampoco es posible saberlas.

Otros al contrario piden cuenta a Dios de sus juicios y pretenden medir aquella inmensa profundidad cuando tus juicios, dice la Escritura, son un gran abismo. 76

Y encontrarás pocos que cuiden de la fe y del modo de vivir; y por el contrario, muchos empleados vanamente en escudriñar cosas, que no es posible encontrar, y que no pueden buscarse sin ofensa de Dios. Porque si pretendiéremos saber lo que Dios no ha querido que sepamos, ni lo sabremos: (porque ¿cómo podrá ser esto si Dios no quiere?) y lo que sacaremos de aquí, será solamente el peligro que trae consigo el indagarlo. Pero con todo, siendo esto así, si alguno con su autoridad cerrase la boca a los que se ocupan en escudriñar estas cosas inexplicables, se granjearía un concepto de soberbio y de ignorante. Por esto conviene usar aquí de una gran prudencia, para que el prelado pueda apartarlos de cuestiones tan vanas y se libre de las acusaciones sobredichas.

Ahora bien, para todas estas cosas no se ha dado algún otro socorro que el de la palabra y si alguno careciere de esta facultad, las almas de los que le son súbditos, hablo de los más enfermos y curiosos, no se hallarán en mejor estado que los navíos agitados continuamente de tempestades. Por esto debe el sacerdote hacer todo el esfuerzo posible para adquirir esta facultad.

VI. ¿Por qué, pues, dijo Basilio, no se cuidó San Pablo de aplicarse a esta virtud? pues no se avergüenza de la pobreza de su elocuencia, sino que confiesa claramente ser un idiota. Y esto escribiendo a los de Corinto que eran admirados por su elocuencia y que se gloriaban de ella en extremo.

Crisóstomo: Esto mismo es, respondí yo, lo que ha perdido a muchos y los ha hecho descuidados para que se instruyesen en la verdadera doctrina; porque no habiendo podido enteramente penetrar la profundidad del sentimiento de San Pablo, ni entender el sentido de las palabras, permanecieron toda su vida sumergidos en el sueño y en la omisión, abrazando esta ignorancia; no ya aquélla de que dice San Pablo ser comprendido, sino otra, de que estuvo tan lejos como lo puede estar otro hombre de los que viven debajo de este cielo.

Pero cortemos por un rato este discurso. Yo entretanto digo esto: concedamos que fuese idiota en la parte que estos pretenden; ¿qué tiene esto que hacer con los hombres que al presente conocemos?

Porque tuvo otra facultad mucho más eficaz que la palabra y capaz de obrar cosas mayores. Con sólo presentarse y permanecer en silencio era terrible a los demonios; y si en el tiempo presente se juntasen todos los hombres con mil oraciones y lágrimas no tendrían la eficacia que en otro tiempo tuvo el ceñidor de San Pablo. Sólo con ponerse a orar, resucitaba los muertos, y obraba tales prodigios que los gentiles le tuvieron por un Dios; y antes de salir de esta vida, mereció ser arrebatado hasta el tercer cielo y ser participante de palabras, que no es lícito oír a la humana naturaleza.

Pero los que viven ahora... No quiero decir cosa que parezca dura u odiosa; ni digo estas cosas por insultarles, sino solamente admirado de que no les cause empacho el pretender compararse con un hombre de esta clase. Porque si, dejando a un lado los milagros, pasamos a contemplar la vida de aquel hombre bienaventurado, y buscamos con atención sus angélicas costumbres, conocerás que este atleta de Cristo conseguía más victorias con esta que con los milagros.

¿Quién podrá contar su celo, su mansedumbre, los continuos peligros, los frecuentes cuidados y afanes por amor de la Iglesia, la compasión por los enfermos, las muchas tribulaciones, las siempre nuevas persecuciones, las muertes cotidianas? ¿Y cuál es el lugar del mundo habitado, qué tierra firme, o qué mar, adonde no haya penetrado la noticia de los combates de aquel hombre justo? Le ha conocido aun la tierra que no se habita, pues le recibió muchas veces en sus peligros y sufrió todo género de asechanzas, y por todo camino llegó a la victoria, no conociendo el fin de combatir, ni de triunfar.

Pero yo no sé cómo me he dejado insensiblemente llevar a hacer a tal hombre una injuria como esta. Porque sus obras ilustres son sobre toda oración; y exceden tanto la mía, cuanto me exceden los que sobresalen en la elocuencia. Con todo, ni aun por esto (porque aquel hombre no me juzgará por el buen o mal suceso, sino por mi sana intención) cortaré mi discurso hasta haber dicho lo que es tanto mayor que todo lo que queda referido, cuanto él es superior a todos los hombres. ¿Cuál, pues, es esto? después de hechos tan ilustres, después de mil coronas, deseaba ir al infierno y ser entregado a una pena eterna, a trueque de que se salvasen y uniesen con Cristo los judíos, que muchas veces, cuanto estuvo de su parte, le habían apedreado y dado la muerte. ¿Quién es el que ha amado de este modo a Jesucristo? si es que este debe llamarse amor, y no alguna otra cosa más excelente que amor. ¿Y nos atreveremos aun a comparar con él, después de haber tenido de lo alto tanta gracia? ¿después de tan grande virtud que manifestó de su parte? ¿Y qué cosa puede haber más temeraria?

Pero procuraré demostrar también aquí, que no fue tan idiota como éstos tales pretenden. Llaman éstos idiota, no solamente a aquél que no está ejercitado en los encantos de la elocuencia del siglo, sino también al que no sabe combatir por los dogmas de la verdad. Y piensan bien, pero San Pablo no dice ser idiota en las dos cosas, sino solamente en una. Y para confirmar esto, hizo una cuidadosa distinción, diciendo ser idiota, no en el conocimiento, sino en la palabra. Ahora bien, si yo aquí pidiese la dulzura de Isócrates, la vehemencia de Demóstenes, la gravedad de Tucídides y la sublimidad de Platón, podrían en tal caso citarme el presente testimonio de San Pablo. Pero yo dejo a un lado todas estas cosas, y el escrupuloso y buscado ornato de los paganos ni me cuido de la frase, ni de la elocución.

Y se conceda también la pobreza de la oración, y la composición sencilla y desnuda de las voces; solamente no se encuentre algún idiota en el conocimiento exacto de los dogmas, ni tampoco para ocultar su descuido y omisión, quiera defraudar a aquel hombre bienaventurado del mayor de los bienes y de la principal de sus alabanzas.

VII. ¿Cómo, dime, te ruego, confundió a los judíos que habitaban en Damasco, cuando aún no había comenzado a hacer milagros? ¿cómo abatió el orgullo de los helenistas? ¿Por qué fue desterrado a Tarso? ¿Acaso no sucedió esto por haberlos vencido a fuerza de discurso y porque los estrechó de tal suerte, que no pudiendo sufrir ser vencidos, se irritaron hasta querer darle muerte? En esta ocasión aún no había comenzado a hacer milagros; ni alguno podría alegar que el pueblo le tuvo por un hombre prodigioso por la fama de sus maravillas, y que los que combatían con él quedaban oprimidos de la reputación que tenía; porque hasta entonces sólo vencía con la razón y el discurso. ¿Y con qué armas combatió y disputó con los que querían judaizar en Antioquía? ¿Y aquel areopagita, ciudadano de aquella ciudad supersticiosísima, no le siguió juntamente con su mujer, atraídos solamente de un sermón que le oyeron? ¿Y Eutiquio, cómo cayó de la ventana? ¿no fue porque se detuvo hasta muy entrada la noche a escuchar su doctrina y razonamientos? ¿qué diré yo en Tesalónica y en Corinto? ¿qué en Efeso, y en la misma ciudad de Roma? ¿no empleó noches y días enteros, y continuados en exponer las Escrituras? ¿quién podrá contar sus disputas con los epicúreos y con los estoicos? Sería alargar mucho nuestra oración, si quisiéramos referir aquí todas las cosas. Ahora, pues, siendo manifiesto que antes de sus milagros, y en medio de ellos se sirvió mucho de la palabra, ¿cómo se atreverán a llamar idiota a aquél que principalmente fue admirado de todos por sus disputas y por sus sermones? ¿Y por qué los de Lycaonia creyeron que era Mercurio? El que fuesen juzgados dioses los apóstoles, lo hicieron los milagros: pero que Pablo fuese creído Mercurio, no fue por los milagros, sino por la elocuencia.

¿Y por qué tuvo esta prerrogativa entre los demás este hombre santo? ¿y de dónde viene, que por toda la tierra se halle tan frecuentemente en la boca de todos? ¿de dónde, que no solamente de nosotros, sino también de los judíos y gentiles sea admirado más que todos? ¿no es esto por la fuerza y eficacia de sus cartas? por la que no sólo a los fieles que vivieron entonces, sino también a los que han vivido desde aquel tiempo hasta el día de hoy, y a los que vivirán hasta la venida de Cristo, ha traído y traerá utilidad, y no cesará de traerla, mientras durare la generación de los hombres.

Porque así como un muro de diamante, así sus cartas fortifican todas las iglesias del mundo; y él, a semejanza de un valerosísimo combatiente, permanece aún firme en medio, esclavizando todo entendimiento a la obediencia de Cristo y destruyendo todos los discursos, y todo lo que quiere levantarse contra el conocimiento de Dios. Todas estas cosas obra por medio de aquellas cartas maravillosas, llenas de divina sabiduría, que nos ha dejado. Y no solamente nos sirven sus escritos para destruir las doctrinas espurias, y para confirmar las legítimas, sino también principalmente contribuyen para arreglar bien la vida. Porque aun ahora, valiéndose de estas los prelados de las iglesias, componen y forman aquella virgen casta que él había adornado para Cristo, y la conducen a la espiritual belleza; con estas la preservan de las enfermedades que la asaltan, y le conservan la salud que ha recobrado. Tales medicinas, y de tal eficacia nos dejó aquel idiota, de las cuales saben bien la prueba los que las aplican con frecuencia. Y que él en esta parte haya puesto mucha atención, se ve manifiestamente de lo que se sigue.

VIII. Oye, pues, lo que dice escribiendo a su discípulo: 77 “Atiende a la lección, a la exhortación, a la doctrina”, y añade después el fruto que proviene de esto, diciendo: 78 (b) “Porque haciéndolo, te salvarás a ti mismo, y a los que te escuchan”. Y en otro lugar: “No debe un siervo del Señor altercar, sino ser apacible con todos, capaz de enseñar, sufrido”.

Y pasando adelante: 79 “Tú permanece constante en las cosas que has aprendido, y que se han confiado a tu fe, sabiendo de quién las has aprendido, y que desde niño has tenido conocimiento de las Letras Sagradas, que pueden para la salud hacerte docto”. Y en otra parte: 80 “Toda Escritura, dice, ha sido inspirada de Dios, y útil para la doctrina, para la reprensión, para la corrección, para la instrucción que está en la justicia, para que sea perfecto el hombre de Dios.

Escucha también, cuando habla a Tito sobre la creación de los obispos que es lo que añade: 81 “Conviene, dice, que el obispo sea tenaz de la palabra fiel, que es según la doctrina, para que pueda convencer a los que contradicen”. ¿Cómo, pues, siendo un idiota, como estos dicen, podrá convencer a los que contradicen y cerrarles la boca? ¿Qué necesidad hay de atender a la lección y a las escrituras, si se ha de abrazar esta ignorancia? Excusas son estas, y pretextos para encubrir la omisión y la pereza.

Pero dirá alguno, que esto se dirige sólo a los sacerdotes. Pues justamente nuestro discurso pertenece a éstos; pero para prueba de que también se encamina a los súbditos, escucha ahora, lo que exhorta a otros en otra carta: 82 “La palabra de Cristo habite en vosotros abundantemente en toda sabiduría”. Y en otro lugar: 83 “Vuestro hablar sea siempre con gracia, sazonado de sal, para saber como debéis responder a cada uno”. Y aquellas palabras: 84 “Estad dispuestos para defenderos”, se han dicho para todos. Escribiendo a los Tesalonicenses, dice: 85 “Edificad uno al otro, así como lo hacéis”. Cuando después habla de los sacerdotes: 86 “Los sacerdotes, dice, que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doblado honor, particularmente los que trabajan en la palabra y en la doctrina”.

Porque este es el término perfectísimo de la doctrina, cuando por medio de las cosas que hacen, y que dicen, conducen a sus discípulos a aquella vida dichosa que ha sido ordenada por Cristo. Porque para enseñar no bastan los hechos; ni esta palabra es mía, sino del mismo Salvador: 87 “Quien hiciere, dice, y enseñare, éste, será llamado grande”. Porque si el hacer fuese lo mismo que el enseñar, sería superfluo añadir lo segundo; pues bastaría sólo el haber dicho: “Quien hiciere”. Pero distinguiendo estas cosas, manifiesta que una pertenece a las obras y la otra a las palabras; y que la una tiene necesidad de la otra para una edificación perfecta. ¿No oyes qué es lo que dice este escogido vaso de Cristo a los sacerdotes de Efeso? 88 Por tanto velad, acordandoos, que por espacio de tres años, noche y día no he cesado de avisaros con lágrimas a cada uno de vosotros. ¿Qué necesidad tenía de lágrimas, ni de amonestaciones por medio de las palabras, si brillaba en él tanto la vida apostólica? Para el cumplimiento de los mandamientos puede ser muy útil la vida ejemplar; pero no puedo decir que en nuestro caso lo pueda hacer todo por sí sola.

IX. Cuando se mueve una disputa sobre los dogmas, y todos se defienden con las mismas Escrituras, ¿qué fuerza podrá tener la vida en esta ocasión? ¿Cuál podrá ser la utilidad de muchos sudores, si después de tantas fatigas, habiendo caído alguno por grande ignorancia en herejía, fuese cortado del cuerpo de la iglesia? Esto sé que ha sucedido a muchos. ¿Qué provecho puede venir a éste de la paciencia? Ninguno, así como no es de provecho alguno la fe sana cuando la vida es mala.

Por esto, pues, debe tener una gran práctica en todas estas batallas, aquél a quien tocó por suerte el enseñar a los otros; porque aunque él permaneciere en seguridad y no reciba daño de los que contradicen; con todo, el vulgo de los más simples, que le está subordinado, si ve vencido a su jefe, y que no tiene que responder a los que le contradicen, no carga la culpa de esta pérdida a la debilidad de éste, sino al vicio de los dogmas. Y por la ignorancia de uno solo, todo un pueblo es conducido a la última ruina. Porque aunque enteramente no se inclinen al partido de los contrarios; con todo, se ven obligados a dudar de aquéllos en quienes debían tener puesta su confianza; y no pueden estar atentos con la misma firmeza a aquéllos en quienes se habían apoyado con fe entera; antes bien se introduce en sus ánimos una tempestad tan grande, por haber sido vencido el Maestro, que el mal viene finalmente a terminar en un naufragio.

Cuánta, pues, sea la perdición, y cuánto aquel fuego que se amontona sobre la cabeza de este infeliz, por cada uno de aquéllos que se pierden, tú no tendrás necesidad de aprenderlo de mí, sabiendo tú mismo muy bien todas estas cosas.

Dime ahora: ¿se me culpará de soberbia o de vanagloria, porque no quise ser causa a tantos de su perdición, ni procurar a mi mismo un castigo mayor del que tal vez me está allá reservado? ¿Y quién podría decir una cosa como ésta? Ninguno; sino es aquél que quiera neciamente acusarme y hacer del filósofo en los males ajenos.

Selección José Gálvez Krüger

Fuente: Biblioteca Electrónica Cristiana



67

I. Reg. IV. 18. 68

Exod. IV. 13. 69

Numer. XI. 15. Brixio omite la interpretación de estas palabras, que tal vez faltarían en el texto que tuvo presente. 70

Numer. XII. 3. 71

Exod. XXXIII. 11. 72

Joan. XII. 6. 73

Joan. XV. 22. 74

I Timoth. V. 22. 75

I. Pet. 3. 15. 76

Psal. 35. 6. I. Cor. 11. 6. y 26. cap. 12. 2. cap. 9. 22. 77

I. Tim. 4. 13. 78

2. Tim. 2. 24. 79

2. Tim. 3. 14. 80

2. Tim. 3. 16. 81

Tit. 1. 17. 82

Colos. 3. 16. 83

Colos. 4. 6. 84

I. Pet. 3. 15. 85

I. Thes. 5. 11. 86

I. Tit. 5. 17. 87

Mat. 5. 19.


88 Act. 20. 31.