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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Ruperto de Deutz

De Enciclopedia Católica

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Monje benedictino del siglo doce. Su nombre es Ruperto de Deutz, una ciudad cercana a Colonia, sede de un famoso monasterio. Ruperto mismo habla de su propia vida en una de sus obras más importantes, titulada La gloria y el honor del Hijo del hombre, que es un comentario parcial al Evangelio de Mateo. Aún niño, fue acogido como “oblato” en el monasterio benedictino de San Lorenzo en Lieja, según la costumbre de la época de confiar a uno de los hijos a la educación de los monjes, pretendiendo hacer un don a Dios. Ruperto amó siempre la vida monástica. Aprendió bien pronto la lengua latina para estudiar la Biblia y para gozar de las celebraciones litúrgicas. Se distinguió por su integrísima rectitud moral y por el fuerte apego a la Sede de san Pedro. Su tiempo estuvo marcado por los enfrentamientos entre el Papado y el Imperio, a causa de la llamada “lucha de las investiduras”, con la que – como he señalado en otras catequesis – el Papado quería impedir que el nombramiento de los obispos y el ejercicio de su jurisdicción dependieran de las autoridades civiles, que estaban guiadas ante todo por motivaciones políticas y económicas, y no ciertamente pastorales. El obispo de Lieja, Otberto, se resistía a las directrices del Papa, y mandó al exilio a Berengario, abad del monasterio de San Lorenzo, precisamente por su fidelidad al Pontífice. En este monasterio vivía Ruperto, que no dudó en seguir a su abad al exilio, y sólo cuando el obispo Otberto volvió a entrar en comunión con el Papa volvió a Lieja y aceptó convertirse en sacerdote. Hasta aquel momento, de hecho, había evitado recibir la ordenación de un obispo en disensión con el Papa. Ruperto nos enseña que cuando surgen controversias en la Iglesia, la referencia al ministerio petrino garantiza la fidelidad a la sana doctrina y da serenidad y libertad interior. Tras la disputa con Otberto, tuvo que abandonar su monasterio dos veces más. En 1116 los adversarios querían incluso procesarle. Aunque absuelto de toda acusación, Ruperto prefirió dirigirse por un tiempo a Siegburg, pero dado que las polémicas no habían cesado cuando volvió al monasterio de Lieja, decidió establecerse definitivamente en Alemania. Nombrado abad de Deutz en 1120, permaneció allí hasta 1129, año de su muerte. Se alejó de allí sólo para una peregrinación a Roma, en 1124.

Escritor fecundo, Ruperto ha dejado numerosísimas obras, aún hoy de gran interés, también porque participó en varias importantes discusiones teológicas de su tiempo. Por ejemplo, intervino con determinación en la controversia eucarística, que en 1077 había llevado a la condena de Berengario de Tours. Este había dado una interpretación reduccionista de la presencia de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía, definiéndola como sólo simbólica. En el lenguaje de la Iglesia no había entrado aún el término “transubstanciación”, pero Ruperto, utilizando a veces expresiones audaces, se hizo decidido defensor del realismo eucarístico y, sobre todo en una obra titulada De divinis officiis (Los oficios divinos), afirmó con decisión la continuidad entre el Cuerpo del Verbo encarnado de Cristo y el presente en las Especies eucarísticas del pan y del vino. Queridos hermanos y hermanas, me parece que en este punto debemos también pensar en nuestro tiempo; también hoy existe el peligro de redimensionar el realismo eucarístico, es decir, de considerar la Eucaristía casi como solo un rito de comunión, de socialización, olvidando muy fácilmente que en la Eucaristía está presente realmente Cristo resucitado – con su cuerpo resucitado – que se pone en nuestras manos para hacernos salir de nosotros mismos, incorporarnos a su cuerpo inmortal y guiarnos así a la vida nueva. ¡Ese gran misterio de que el Señor esta presente en toda su realidad en las especies eucarísticas es un misterio que hay que adorar y amar siempre de nuevo! Quisiera citar aquí las palabras del Catecismo de la Iglesia Católica que traerán en sí el fruto de la meditación de la fe y de la reflexión teológica de dos mil años: “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente de hecho de modo cierto, real, sustancial: con su Cuerpo y su Sangre, con su Alma y su Divinidad. En ella está por tanto presente de forma sacramental, es decir, bajo las Especies eucarísticas del pan y del vino. Cristo todo entero: Dios y hombre” (CCC, 1374). También Ruperto contribuyó, con sus reflexiones, a esta precisa formulación.

Otra controversia, en la que el abad de Deutz se vio envuelto, tiene que ver con el tema de la conciliación de la bondad y la omnipotencia de Dios con la existencia del mal. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿cómo se explica la realidad del mal? Ruperto reaccionó contra la postura asumida por los maestros de la escuela teológica de Laon, que con una serie de razonamientos filosóficos distinguían en la voluntad de Dios el “aprobar” y el “permitir”, concluyendo que Dios permite el mal sin aprobarlo y, por tanto, sin quererlo. Ruperto, en cambio, renuncia al uso de la filosofía, que considera inadecuada frente a un problema tan grande, y permanece sencillamente fiel a la narración bíblica. Parte de la bondad de Dios, de la verdad de que Dios es sumamente bueno y no puede sino querer el bien. Así identifica el origen del mal en el mismo hombre y en el uso equivocado de la libertad humana. Cuando Ruperto afronta este argumento, escribe páginas llenas de inspiración religiosa para alabar la misericordia infinita del Padre, la paciencia y la benevolencia de Dios hacia el hombre pecador.

Como otros teólogos del Medioevo, también Ruperto se preguntaba: ¿por qué el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, se hizo hombre? Algunos, muchos, respondían explicando la encarnación del Verbo con la urgencia de reparar el pecado del hombre. Ruperto, en cambio, con una visión cristocéntrica de la historia de la salvación, ensancha la perspectiva, y en una obra suya titulada La glorificación de la Trinidad sostiene la postura de que la Encarnación, acontecimiento central de toda la historia, había sido prevista desde la eternidad, aún independientemente del pecado del hombre, para que toda la creación pudiese alabar a Dios Padre y amarlo como una única familia reunida en torno a Cristo, el Hijo de Dios. Él ve entonces en la mujer encinta del Apocalipsis toda la historia de la humanidad, que está orientada a Cristo, así como la concepción está orientada al parto, una perspectiva que ha sido desarrollada por otros pensadores y valorada también por la teología contemporánea, la cual afirma que toda la historia del hombre y de la humanidad es concepción orientada al parto de Cristo. Cristo está siempre en el centro de las explicaciones exegéticas proporcionadas por Ruperto en sus comentarios a los Libros de la Biblia, a los que se dedicó con gran diligencia y pasión. Encuentra así una unidad admirable en todos los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación hasta la consumación final de los tiempos: “Toda la Escritura”, afirma, “es un solo libro, que tiende al mismo fin [el Verbo divino]; que viene de un solo Dios y que ha sido escrito por un solo Espíritu” (De glorificatione Trinitatis et processione Sancti Spiritus I,V,PL 169, 18).

En la interpretación de la Biblia, Ruperto no se limita a repetir la enseñanza de los Padres, sino que muestra su originalidad. Él, por ejemplo, es el primer escritor que ha identificado a la esposa del Cantar de los Cantares con María santísima. Así su comentario a este libro de la Escritura se revela como una especie de summa mariológica, en la que se presentan los privilegios y las excelentes virtudes de María. En uno de los pasajes más inspirados de su comentario escribe Ruperto: “Oh predilectísima entre las predilectas, Virgen de las vírgenes, ¿qué alaba en ti tu Hijo predilecto, que exalta el entero coro de los ángeles? Se alaban la sencillez, la pureza, la inocencia, la doctrina, el pudor, la humildad, la integridad de la mente y de la carne, es decir, la virginidad incorrupta” (In Canticum Canticorum 4,1-6, CCL 26, pp. 69-70). La interpretación mariana del Cantar de Ruperto es un feliz ejemplo de la sintonía entre liturgia y teología. De hecho, varios pasajes de este Libro bíblico eran ya usados en las celebraciones litúrgicas de las fiestas marianas.

Ruperto, además, procura insertar su doctrina mariológica en la eclesiológica. En otras palabras, él ve en María santísima la parte más santa de la Iglesia entera. De ahí que mi venerado predecesor, el papa Pablo VI, en el discurso de clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, proclamando solemnemente a María Madre de la Iglesia, citó precisamente una proposición tomada de las obras de Ruperto, que define a María como portio maxima, portio optima– la parte más excelsa, la parte mejor de la Iglesia (cfr In Apocalypsem 1.7, PL 169,1043).

Queridos amigos, de estas rápidas pinceladas nos damos cuenta de que Ruperto fue un teólogo fervoroso, dotado de gran profundidad. Como todos los representantes de la teología monástica, supo conjugar el estudio racional de los misterios de la fe con la oración y con la contemplación, considerada como la cumbre de todo conocimiento de Dios. Él mismo habla alguna vez de sus experiencias místicas, como cuando confía la inefable alegría de haber percibido la presencia del Señor: “En ese breve momento – afirma – experimenté qué verdadero es eso que él mismo dice:Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (De gloria et honore Filii hominis. Super Matthaeum 12, PL 168, 1601). También nosotros podemos, cada uno de su propia forma, encontrar al Señor Jesús, que incesantemente acompaña nuestro camino, se hace presente en el pan eucarístico y en su Palabra para nuestra salvación.

Benedicto XVI