Papas muertos por enfermedad (II)
De Enciclopedia Católica
-Julio II (1503-1513). Ya debilitado por una grave indisposición nefrítica que le sobrevino durante la guerra de la Liga Santa contra Francia en 1512, fue atacado por una nueva crisis de la misma en forma de fiebre perniciosa que le llevó a la tumba en pleno Concilio Lateranense V (XVIII de los ecuménicos). Adriano VI (1522-1523). El agotamiento y el excesivo calor del verano le hicieron bajar prematuramente al sepulcro, en medio del odio de los romanos, que no perdonaban al noble Papa holandés su política de reforma y le hicieron victima de Pasquino, la popular estatua romana situada a las afueras de la Plaza Navona, que desde tiempos inmemoriales hasta hoy han aprovechado los romanos para expresar sus opiniones sobre las autoridades, sean civiles o religiosas.
-Pablo III (1534-1549). Arrebatado a los 81 años por unas fiebres violentas que hicieron presa en un organismo ya debilitado por los disgustos ocasionados al Pontífice por su propia familia.
-Julio III (1549-1555). Su óbito fue acelerado por una dieta que, sin embargo, se suponía debía curarlo de la gota que padecía, pero que obviamente no lo hizo. -Marcelo II (1555). Sufría de una grave ulceración en una pierna que precipitó el fatal desenlace, producido por una embolia tras solo veintidós dias de pontificado, quedando su nombre ligado al de la más celebre obra de Palestrina, la Missa Papae Marcelli, joya de la polifonía clásica romana.
-Pablo IV (1555-1559). Afectado de una hidropesía complicada con fiebres altas, que dieron cuenta de él mientras sus parientes se dedicaban a saquear sus apartamentos, preludio de los terribles disturbios que siguieron en Roma a su muerte.
-Pio IV (1559-1565). Habiendo escapado con bien de un atentado contra su vida, fue tanta la impresión que enfermó de la misma y ya no se recuperó, teniendo la dicha de exhalar el último suspiro en brazos de dos grandes santos: Carlos Borromeo y Felipe Neri.
-San Pio V (1566-1572). Aquejado de mal de vejiga, sus dolores se agravaron durante el invierno que siguió a la gran victoria de Lepanto. Sintiéndose próximo a morir, hizo que le llevaran a cumplir la visita de las siete Basílicas, muy de moda en aquella época. Al llegar a la Scala Santa, sus ultimas energías se agotaron y, al cabo de diez días, expiró.
-Sixto V (1585-1590). Debido a sucesivos ataques de la malaria crónica que sufría, murió este incansable reformador de la Curia Romana y constractor, al que Roma debe multitud de monumentos.
-Urbano VII (1590). Estando afectado también por la malaria, cuyo ataque mortal le sobrevino la noche siguiente a su elección, sucumbió a los doce días de pontificado y sin haber podido ser coronado.
-Gregorio XIV (1590-1591). Fue victima de sus médicos, quienes le sometieron a los más extraños tratamientos, como, por ejemplo, la administración de oro molido.
-Inocencio IX (1591). De naturaleza enfermiza, fue presa de la fiebre, pero aun así quiso efectuar la peregrinación a las siete basílicas con motivo del Adviento, de resultas de lo cual copio un enfriamiento que en menos de diez días lo mató, a los dos meses escasos de pontificado.
-León XI (1605). Ya anciano y de débil constitución, contrajo un resfriado al tomar posesión solemne de la basílica de San Juan de Letras a la semana de su coronación. Falleció diez días después, sin llegar a cumplir un mes en el solio de Pedro.
-Gregorio XV (1621-1623). De breve pero fecundo reinado, el mal de piedra le llevo al otro mundo.
-Inocencio X (1644-1655). De carácter voluble e irascible, que se agravó con la edad. Cuando enfermaba, se negaba a guardar cama y a que lo visitaran los médicos. En el verano de 1654 cayó gravemente indispuesto por las apreturas del calor y se vio constreñido a meterse en el lecho, del cual ya no se levantó. Su agonía fue lenta y muy larga, permitiendo a sus parientes apoderarse de todo lo que pudieron pillar en el Palacio Apostólico.
-Alejandro VII (1655-1667). Consumido por el clásico mal de piedra, era prácticamente un esqueleto cuando murió.
-Clemente X (1670-1676). Debido a una fiebre violenta que le sobrevino a los 86 años, partió en una semana de este mundo, rodeado de sus cardenales y de la reina Cristina de Suecia.
-Beato Inocencio XI (1676-1689). Atormentado por achaques seniles agravados por los disgustos que le procuró el destronamiento del católico rey de Inglaterra Jacobo II, sufrió durante dos meses su última enfermedad hasta que expiró a los 78 años en medio de acerbos dolores.
-Inocencio XII (1691-1700). Un recrudecimiento de la podagra en los primeros meses de 1700 le hizo padecer indeciblemente. Su muerte fue seguida por la de Carlos II de España, el cual, fiel al consejo del Papa, había nombrado heredero universal del inmenso Imperio español al nieto de Luis XIV, Felipe de Anjou, con lo que Europa se puso en pie de guerra.
-Inocencio XIII (1721-1724). Hombre valetudinario, que ya había debido renunciar a la sede de Viterbo por razones de salud, fue presa de constantes achaques, que le hicieron sucumbir sin poder ver resueltos los asuntos religiosos de Francia (especialmente, la controversia jansenista), que le preocupaban seriamente.
-Clemente XII (1730-1740). Acometido por una enfermedad rápida, murió a los casi 88 años, ciego y tras una trabajosa agonia.
-Benedicto XIV (1740-1758), del cual hemos hablado ya en otro artículo dedicado expresamente a él. Por los achaques de la edad, se vio constreñido desde primeros de 1758 a guardar cama -de la cual se alzaba por poco tiempo y a intervalos- y vio agravarse su delicado estado por una pulmonía que acabó con sus días cuando contaba 83 años.
-Clemente XIV (1769-1774). En sus últimos días fue atormentado por una crisis maniaco-depresiva que le hacía temer de manera enfermiza el asesinato. Dirigiéndose el día de la Anunciación de 1774 con su corte a la capilla papal que tradicionalmente tenia lugar en la iglesia de la Minerva, fue sorprendido por un terrible aguacero que lo empapó por completo. Como consecuencia del enfriamiento que contrajo, se le agravó el herpes que padecía, llegando a deformársele el rostro. Durante algunos meses, su estado tuvo altibajos, pero en septiembre empeoró hasta el punto de que se dice que perdió la razón. Recibidos los últimos sacramentos, recobró la lucidez y entro en plácida agonía, muriendo en el alba del día 22. La rápida descomposición de su cuerpo dio pábulo a toda una serie de habladurías sobre un presunto envenenamiento, por lo que se lo sometió a autopsia, cuyos resultados demostraron lo infundado de las sospechas. -Pio VI (1774-1799). Los vaivenes de su traslado forzado a Francia como prisionero del Directorio le hicieron enfermar, llegando en litera en estado grave a su encierro de Valence. Penó todavía durante cuarenta días hasta que expiró, perdonando a sus verdugos, a los 81 años de edad y veinticuatro y medio de reinado.
-Leon XII (1823-1829). De salud robusta y elegante presencia, la enfermedad ya había hecho presa en él en la época del conclave en que se le hizo Papa. Se cuenta que dijo a los cardenales: «No insistáis; elegís a un cadáver.» Diecisiete veces había recibido la extremaunción y su rostro se había vuelto descarnado y pálido. Enfermo gravemente apenas coronado, aunque curó milagrosamente. A pesar de sus prematuros achaques (provocados probablemente por un cáncer), se ocupaba personalmente de los asuntos de Estado e insistía en presidir las funciones pontificales. A su muerte, a los 68 años, su memoria fue vilipendiada por los liberales, que veían en el al mas intransigente reaccionario.
-Pio VIII (1829-1830). La gota que le atormentaba le atacaba de manera particularmente dolorosa en las rodillas, hasta el punto de que solo le permitía participar raramente en las funciones sagradas. Cesó de padecer el mismo día en que cumplía 69 anos, no sin antes haber lamentado amargamente la Insurrección de Julio, que había acabado con la monarquía católica y con la dinastía legitima en Francia.
-San Pio X (1903-1914). Profundamente afectado por el estallido de la Gran Guerra -que el había intentado por todos los medios evitar-, y debilitado por una crisis bronquial y la complicación de sus problemas de uremia -que le habían sobrevenido el ano anterior-, su corazón cedió tras rápida enfermedad cuando contaba 79 años.
-Benedicto XV (1914-1922). Su vida fue inesperadamente truncada en cuatro días, a los 67 años, por una indisposición gripal que degeneró en broncopulmonía. -Pio XI (1922-1939). Gravemente enfermo del corazón, rogaba a sus médicos que le prolongaran la vida hasta el 11 de febrero de 1939, décimo aniversario del Tratado de Letrán y fecha en la que pensaba denunciar públicamente al régimen fascista italiano y al nazismo en la alocución conmemorativa de la efeméride. Su muerte, acaecida el día 10, fue objeto de las más extrañas especulaciones, entre ellas las de asesinato. En unas Memorias atribuidas al cardenal Tisserant y dadas a la luz en 1972 simultáneamente por la revista francesa Paris-Match y la italiana Panorama, se reveló que Mussolini, conocedor de las intenciones del Papa, se había servido del doctor Petacci, padre de su amante Claretta, para matar a Pio XI. Este medico habría logrado introducirse en la habitación del enfermo gracias a su proximidad al arquiatra pontificio doctor Milani y le habría administrado una inyección letal. No parece que haya habido necesidad de este expediente, dado que el estado del enfermo era desesperado y se aguardaba el fatal desenlace de un momento a otro. Además, la especie fue desmentida expresamente por el cardenal Confalonieri, que por aquella época formaba parte de la Familia Pontificia y veló día y noche a la cabecera del papa Ratti durante su ultima enfermedad.
-Pío XII (1939-1958). Era de salud delicada, pero de una resistencia física a toda prueba. Fue la victima propiciatoria de la ineptitud medica del arquiatra pontificio, el oftalmólogo Riccardo Galeazzi-Lisi, que se haría tristemente celebre por su falta de escrúpulos durante la larga agonía del Papa. En 1954, aquejado de graves trastornos gástricos que se manifestaban por medio de un hipo violento, ya estuvo a punto de morir, como ya dijimos anteiormente. El papa Pacelli volvio a su febril actividad tras su milagrosa curación, concentrando cada vez mas poder en su persona. Parece ser que se sometió a un tratamiento a base de hormonas de simio patentado por el medico suizo Paul Niehans, gracias al cual pudo continuar sin mayores complicaciones su ritmo de vida vertiginoso. En el verano de 1958, su rápida declinación física se hizo patente. Una sucesión de síncopes y la reaparición del hipo maligno presagiaron el fin inminente. Por una inexplicable negligencia, se anunció la muerte de Pío XII el día 8 de octubre, cuando aún vivía. Hubo de desmentirse la noticia, pero al día siguiente esta cobro triste realidad: el Pontífice había entrado en agonia a consecuencia de un colapso cardiopulmonar hacia la medianoche, falleciendo por parada circulatoria encefálica a las 3.52 horas de la madrugada. El doctor Galeazzi-Lisi, valiéndose de su condición de medico del Papa, había tornado con una pequeña cámara unas fotos del moribundo, vendiéndolas a un semanario. El vergonzoso hecho le valió a su autor justamente la expulsión del Colegio Medico italiano.
-Juan XXIII (1958-1963). Roído por un cáncer de estomago que empeoró en 1962, apenas inaugurado el Concilio Vaticano II, siguió con interes las sesiones de la magna asamblea y desplegó una incesante actividad. Algunas hemorragias que le sobrevinieron en 1963 revelaron la gravedad de su estado. A pesar de ello, tuvo la suficiente presencia de animo para recibir el premio Balzan de la Paz, acoger en audiencia al yerno de Cruschov y publicar la encíclica Pacem in terris, que dio un vuelco a la política internacional pontificia. La agonía del «Papa bueno» fue seguida minuto a minuto por millones de personas a través de la radio. El 3 de junio moría con 81 años.
-Pablo VI (1963-1978). Padecía de artritis, agravada hasta tal punto en sus últimos años que se vio obligado, por las extremas dificultades al andar, a restaurar el uso de la silla gestatoria en sus comparecencias publicas. Cumplidos los 80 años, anunció la proximidad de su muerte y aún hubo de sufrir la de su querido amigo Aldo Moro, asesinado por las Brigadas Rojas. Durante los funerales, en la basílica de San Juan de Letrán, se oyó el desgarrador clamor del Papa: «¿Por que, Señor?» Fue la última vez que se le vio en público. Estando en su residencia veraniega de Castelgandolfo, su estado se agravó, aunque aún tuvo fuerzas para recibir la visita del nuevo presidente de Italia Sandro Pertini. Cuatro días después de esta audiencia, se sintió tan débil que no pudo presidir el Angelus de aquel domingo 6 de agosto de 1978, aunque ya tenía preparado el mensaje que debía dirigir a los peregrinos. A las 21.40 horas de aquel día de la Transfiguración dejaba este valle de lágrimas el Papa que tanto sufrió en la época del postconcilio y de la revolución cultural del 1968.
-Juan Pablo II (1978-2005). Después de un largísimo y fructífero pontificado, que incluyó toda una serie de enfermedades -entre las cuales sin duda la peor fue el Parkinson- provocadas muchas de ellas de modo más o menos directo por el atentado que sufrió en la Plaza de San Pedro el día de la Virgen de Fátima del 1981, y al que milagrosamente sobrevivió, el Papa “Grande” quiso que el mundo entero conociese su declinar físico y su agonía, apareciendo en público hasta pocos días antes de su muerte, ocurrida en las primeras vísperas de la fiesta -por él instituida- de la Divina Misericordia (o Domingo in albis) del 2005. Pocas veces como antes en la historia el pueblo fiel había pedido, como ocurrió con este gran pontífice, tras su muerte y con tanta insistencia, su pronta elevación a los altares (“Santo subito”)
RODOLFO VARGAS