Cister: Historia XIII
De Enciclopedia Católica
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Al borde de la extinción
Hacia mediados del siglo XVIII, las órdenes religiosas se encontraban en una posición ambigua. Todavía contaban con el apoyo de las masas básicamente devotas y ligadas a la tradición, pero estaban expuestas a la crítica despiadada de los intelectuales «ilustrados», que analizaban exhaustivamente cada institución del pasado a la luz de la utilidad social. Mientras la propaganda anti-religiosa quedó circunscripta a la élite intelectual, las órdenes religiosas no estuvieron en peligro inmediato. La amenaza se hizo realidad, sin embargo, cuando «déspotas ilustrados», entre ellos José II, se hicieron eco de esas críticas y se volvieron contra los monjes. Los dirigentes de las órdenes contemplativas se alarmaron, y trataron de asegurar la supervivencia de sus organizaciones comprometiendo a sus monjes en actividades de palpable significado social. La expresión más natural de esta tendencia fue una actividad pastoral en incesante aumento, compartida por gran número de abadías cistercienses. Aquellas abadías que contaban con suficientes miembros bien instruidos se interesaron en la enseñanza, considerada por mucho tiempo un campo legítimo de la actividad monástica. Entre todos los esfuerzos educacionales del siglo XVIII, la escuela establecida en la abadía de Rauden, en Silesia, bajo la inspiración del gobierno «ilustrado» de Federico II, fue probablemente la primera, pero con toda seguridad la de más éxito. En 1743, durante la Guerra de Sucesión en Austria, cuando la provincia quedó aislada de otros centros educativos, la abadía abrió una escuela de latín, que pronto evolucionó hacia un instituto completo de enseñanza secundaria o gimnasio. El número de alumnos, en su mayoría pensionistas, creció rápidamente, y por el año 1788, el monasterio alojaba a doscientos cuarenta y tres estudiantes. La enseñanza era gratis; por el pensionado se cobraba una pequeña suma. El colegio gozó de amplia reputación en todo el país y sobrevivió a la disolución de la abadía en 1810. Durante los sesenta y siete años de administración cisterciense, esta escuela graduó a dos mil estudiantes, de los cuales la cuarta parte llegaron a ser sacerdotes.
Coyuntura de la supresión de la Compañía de Jesús
La supresión de la Compañía de Jesús en 1773, dejó sin dirección numerosas instituciones educativas. La crisis representó una buena oportunidad para cierto número de comunidades cistercienses, que cerraron la brecha y salvaron los gimnasios abandonados. Tal fue el caso de Gotteszell en Baviera, donde, poco después de 1773, los monjes se hicieron cargo de la escuela de Burghausen, anteriormente dirigida por los jesuítas. Idénticas circunstancias indujeron a los monjes húngaros de Pásztó a aceptar el instituto jesuíta de Eger en 1776. Su ejemplo fue seguido por otras abadías de la región, y su reputación como «orden educativa» quedó sólidamente establecida. El Capítulo General de Cister, apremiado por las exigencias de la comisión de Regulares se interesó en varios esquemas, todos esbozados para demostrar la «utilidad» de la Orden. Sin embargo, fue durante el Capítulo General de 1786 cuando surgió un ambicioso plan apuntado a un objetivo triple, basado en una reorganización profunda del Colegio de San Bernardo en París. El plan de estudios, así como el personal docente y el conjunto de estudiantes de esa institución debían ser ampliados y desarrollados; la amenaza de supresión de casas despobladas podía ser eliminada transfiriendo sus ingresos al colegio; y para probar la utilidad social de la Orden, sería establecido un cierto número de escuelas gratuitas con pensionado, dirigidas por maestros formados en la institución parisina. La idea, sugerida por el preboste del Colegio, Santiago Francisco Frennelet, fue bien recibida, y el abad general Trouvé sometió el estudio de sus detalles a una comisión, llamadas con toda propiedad «oficina de utilidad». Empero el proyecto no constituía una novedad. La organización de pensionados fue propuesta originalmente, algún tiempo antes, por Antonio Chautan, abad de Morimundo, quien en la misma sesión del Capítulo General declaró estar preparado para abrir de inmediato tres instituciones de ese tipo dentro de sus propias filiales en Francia; cada una podría albergar 20 niños mayores de 9 años, elegidos «entre las filas de la nobleza y de los plebeyos pobres, pero capaces», estos últimos serían educados en forma gratuita. En las discusiones posteriores, Antonio Desvignes de la Cerve, abad de La Ferté, insistió en que los cursos dictados en el Colegio Parisino debían incluir la teología Moral, y así los monjes podrían ser más eficaces en la cura pastoral, cuando se requirieran sus servicios. Este mismo abad probablemente propuso que en el Colegio de San Bernardo de París se establecieran a perpetuidad quince becas de 100 pistoles (1 pistole = 10 libras turnesas) per capita, financiadas por los recursos de casas pequeñas unidas al colegio. Los becarios debían ser elegidos entre los miembros de los monasterios pobres, mientras se contaba con que las casas más ricas enviarían a París estudiantes adicionales pagados con sus propios fondos. El Abad General no sólo aprobó el proyecto, sino también reveló que ya había señalado especialmente dos casas para que se unieran al colegio de París, aunque las crónicas del Capítulo no identifican a esos monasterios por sus nombres. Al mismo tiempo, se autorizaba a la administración del Colegio para negociar un préstamo de 100.000 libras para la necesaria ampliación y remodelado de los edificios, que no pudo llevarse a cabo por razón de los acontecimientos de 1788. Los repetidos golpes dirigidos contra comunidades contemplativas se dieron en primer lugar dentro del dominio de los Habsburgo. En 1782, José II (1780-1790) ordenó el cierre de todas las instituciones religiosas que consideraba «inútiles». La cura parroquial se aceptaba como causa de excepción. La mayoría de las abadías cistercienses cayeron víctimas del decreto imperial, y sólo pudieron escapar aquellas casas donde la ejecución de la ley no había sido completada antes de la muerte prematura del emperador. Tal fue el caso de Bélgica, donde la firme resistencia local retrasó a las autoridades impacientes. De este modo, los catorce monasterios y los treinta y un conventos de monjas de la Orden prolongaron sus vidas por otra década, únicamente para ser consumidas en el incendio devastador de la Revolución. Francia fue el país donde las fuerzas de la destrucción adquirieron mayor magnitud, listas para asestar un golpe mortal al monacato, no sólo dentro de sus fronteras, sino en todas partes de la Europa continental, siguiendo el camino de las huestes victoriosas de Napoleón. La trágica cadena de acontecimientos se inició con el cambio de las reglas para la elección de los delegados destinados a representar al «primer Estado», el clero, en los Estados Generales de mayo de 1789. Luis XVI, para satisfacer al clero secular, declaró que en las asambleas electorales locales los cures debían emitir su voto individualmente, mientras cada monasterio estaba habilitado para un solo representante y un voto único. El resultado fue inevitable: sobre doscientos noventa y seis diputados por el primer Estado, sólo veintitrés representaban a las abadías, y aún este modesto número estaba formado por abades comendatarios, cuyo conocimiento e interés por los asuntos monásticos eran extremadamente limitados. Entre los delegados regulares, el único cisterciense fue Claudio Francisco Verguet, prior de Relecq, monje que había hecho su primera profesión en Cister y representaba a la diócesis de Saint Poldë-León. Cuando en junio la mayoría del clero secular decidió fundirse con el tercer Estado, llegó a su final dramático la largamente gestada revuelta de los curés. En la nueva Asamblea Nacional, las órdenes religiosas no tenían virtualmente representantes, y así desapareció el clero francés como entidad autónoma. Les quedaban unos pocos amigos, en cambio, el número de enemigos declarados crecía de día en día.
Impacto de la toma de la Bastilla
Las noticias aterradoras de los sangrientos sucesos del 14 de julio, que culminaron con la destrucción de la Bastilla, repercutieron en todo el país y provocaron el gran pánico, que fue seguido por la violencia generalizada contra las propiedades y viviendas de las clases privilegiadas. Muchas abadías compartieron el mismo destino de los palacios de la nobleza. Sin embargo, parece que fueron atacadas pocas casas cistercienses y, aun en esos casos, la furia de la plebe se dirigió contra los archivos monásticos, que se suponía contenían los documentos relativos a los impuestos u obligaciones feudales. Presionada por las condiciones alarmantes que imperaban en todo el país, la Asamblea decretó, entre el 4 de agosto y los días subsiguientes, la abolición de todos los privilegios del clero y la nobleza, incluyendo servicios, rentas, diezmos y toda otra fuente de recursos de origen «feudal». Se expresó repetidas veces la esperanza de una compensación y previsiones para el mantenimiento de las instituciones religiosas, pero no se tomó ninguna medida. Los monasterios comenzaron a sentir inmediatamente los resultados. Por falta de fondos, Sept-Fons se vio obligada a despedir en agosto a quince de sus treinta y seis novicios, en noviembre partió otro grupo y, en febrero de 1790, sólo quedaban dos novicios en la casa. La constante crisis financiera sirvió de justificación a la Asamblea del 2 de noviembre, para declarar que todos los bienes y propiedades de la Iglesia en Francia debían estar «a disposición de la Nación». Antes de que se pudiera reglamentar la confiscación legal, la plebe se sintió libre de servirse de todo lo que pudiera encontrar en los dominios monásticos. Aunque se había establecido que los bosques serían propiedad estatal, éstos se convirtieron en los objetivos principales para el despojo, porque la madera siempre podría convertirse en dinero efectivo. Mientras tanto, los monasterios estaban expuestos de continuo a la persecución y vejamen de los auto-proclamados comités locales. Los monjes, que siempre habían tenido algo que compartir con los pobres de la vecindad, comenzaron a sufrir hambre y privaciones extremas. Al llegar la primavera de 1790, las condiciones en algunos monasterios se volvieron a todas luces intolerables. En marzo, un grupo de abadías situadas en Champaña, entre ellas Cheminon, Trois-Fontaines, Montier, Haute-Fontaine, Boulancourt y Ecurey, enviaron una carta conmovedora al presidente de la Asamblea diciendo que si «él, en su sabiduría no podría hallar modo de remediar la situación, debería promulgar pronto la fecha para la evacuación de las casas, de lo contrario los religiosos se verían forzados a abandonar los monasterios para salvar sus vidas». El organismo de la Asamblea Nacional encargado de las órdenes religiosas era el Comité Ecclésiastique, establecido en agosto de 1789. Lo integraban quince legisladores, la mayoría laicos, y estaba dominado por el rapporteur, Juan Bautista Treilhard (1742-1810), un abogado muy trabajador, pero librepensador, futuro regicida y conde napoleónico. Sus convicciones religiosas se manifestaron claramente con su decisiva actuación en la legislación contra las órdenes monásticas, y su influencia en la redacción de la Constitución civil del clero.
El monacato discutido en la Asamblea Nacional
Trece cluniacenses que vivían a disgusto en Saint-Martin-des-Champs, en París, encontraron una excusa para intervenir directamente en los asuntos monásticos, y el 25 de septiembre presentaron una carta a la Asamblea ofreciendo su casa a la Nación, a cambio de pensiones anuales, expresando además «sus deseos de gozar de la libertad como cualquier otro francés». La Asamblea respondió el 28 de octubre suspendiendo las profesiones monásticas. Después de la decisión del 2 de noviembre, se sobreentendía que la venta de la propiedad monástica comenzaría con la secularización de los monasterios. En consecuencia, el asunto fue girado al Comité Eclesiástico, donde Treilhard tomó la iniciativa. El 17 de diciembre de 1789, presentó un proyecto que detallaba paso a paso la abolición de las órdenes monásticas, aunque una gran oposición evitó su discusión posterior. No obstante la decisión fue sólo pospuesta hasta que Treilhard lograra copar su Comité con otros anticlericales similares a él. De esta forma, entre el 11 y el 12 de febrero de 1790, se asestó el golpe después de acalorado debate. Fueron rechazados los alegatos en defensa de los cartujos, La Trapa y Sept-Fons. En realidad, la severidad del texto final, excedía a las propuestas iniciales de Treilhard. De acuerdo con sus términos, quedaban definitivamente prohibidas las profesiones religiosas y todos los monjes serían interrogados sobre sus intenciones. A los que eligieran abandonar los monasterios, se les prometía una pensión, aunque su montante, que oscilaba entre 700 y 1.200 libras, fue determinado más tarde. Para los que decidieran continuar en la vida monástica, se reservaba ciertas «casas de unión», pero no se añadían más detalles. En marzo, se ordenó a todas las casas religiosas presentar un informe con los nombres y edad de sus miembros; en abril, se hicieron inventarios por parte de las autoridades municipales y la administración de la propiedad monástica pasó a manos del estado; en mayo, magistrados locales tomaron declaración individual a los monjes sobre sus planes para el futuro. Aunque la mayoría de los religiosos eligieron las pensiones, muchos otros permanecieron indecisos. Por lo tanto, se llevaron a cabo nuevos interrogatorios en noviembre. Por entonces, la perspectiva de continuar una vida monástica auténtica se había reducido tan drásticamente, que muy pocos voluntarios ingresaron en las «casas de unión». Estas tétricas instituciones demostraron que no tenían ningún sentido. Una ley promulgada el 4 de agosto de 1792 declaró que todas las casas religiosas todavía existentes debían estar clausuradas al 1.0 de octubre del mismo año, con excepción de las comunidades vinculadas a hospitales y otras instituciones similares de caridad. Pocos días después, se prohibió el uso de hábitos o uniformes religiosos. A diferencia de la disolución del monacato inglés en el siglo XVI, en la supresión ordenada por la Asamblea Nacional Francesa, jamás se trató de exponer la corrupción monástica generalizada como motivo de la secularización. Las fuerzas que triunfaron finalmente contra los monjes, no fueron en modo alguno provocadas por faltas de los individuos o comunidades. Se originaron en los principios, y no dirigieron su furia contra los abusos, sino contra el monaquismo como un ideal, una forma de vida. A los ojos de los reformadores «ilustrados», el monaquismo aparecía como un símbolo del oscurantismo medieval, y sin posibilidades de salir de su estancamiento, y por consiguiente estaba destinado a ser quitado del paso si se quería alcanzar el progreso. Durante el debate decisivo en la Asamblea, el 12 de febrero de 1790, Barnave declaró con franqueza brutal: «las órdenes religiosas son incompatibles con el orden social y el bienestar público. Debéis destruirlas todas, sin restricción alguna». Pétion, hablando en el mismo tono, no se fundaba por cierto en la supuesta condición decadente de los monasterios, cuando añadía la exhortación de que «la conservación de algunos prepararía el renacimiento de todos». La venta de la propiedad monástica comenzó a fines de 1790, y se completó durante el curso de 1791. Los infortunados monjes ni siquiera podrían gozar de sus pensiones por mucho tiempo, ya que éstas estarían bien pronto condicionadas al juramento de fidelidad a la Constitución Civil del Clero. Los ex-religiosos que rehusaron obedecer la ley, no sólo perdieron sus pensiones, sino que se convirtieron en «sospechosos» expuestos a una persecución encarnizada. La parte técnica de la disolución y venta de la propiedad monástica estuvo a cargo de oficiales locales, que respondían a instrucciones recibidas de París. En mayo de 1790, se hicieron los inventarios y se interrogó a los monjes de Cister. El viejo y atribulado abad general Francisco Trouvé anunció valientemente que él quería «vivir y morir como religioso». Su ejemplo fue seguido por el prior y los priores anteriores. Once monjes y conversos hicieron declaraciones similares, con la salvedad de que su preferencia por la vida monástica se refería exclusivamente a Cister. Veintinueve, en su mayoría monjes jóvenes, desearon trocar la vida monástica por pensiones; otros dos tomaron sus decisiones condicionalmente. La mayoría de los monjes dejaron la abadía en septiembre, y en enero de 1791, los pocos que quedaban tuvieron que partir, porque la venta de la misma era ya inminente. El edificio conventual, con las 800 hectáreas de tierra adyacente, fue vendido el 24 de marzo por un total de 482.000 libras. El saqueo se había generalizado tanto, antes y después de esa fecha, que las autoridades, preocupadas, pidieron ayuda al ejército. Incluso enviaron una compañía de artillería desde Auxonne al escenario de los hechos, bajo el mando de un joven teniente llamado Napoleón Bonaparte. El octogenario abad general Trouvé fue uno de los últimos monjes en abandonar Cister. En su última comunicación a los cistercienses del extranjero, autorizó a sus vicarios en Alemania y Bélgica a conducir los asuntos de la Orden en sus respectivos países con plenos poderes. El 1 de abril, delegó sus poderes como abad general en el procurador romano de la Orden, Alanus Bagatti, abad de Santa Croce. Este documento ya estaba fechado en Vosne, donde Trouvé se retiro a vivir en casa de un sobrino. En la misma Vosne, cerca de Cister, falleció el Abad General el 1797. Procedimientos semejantes se llevaron a efecto casi simultáneamente en toda abadía de la Orden en Francia. Los documentos que se han rescatado, especialmente las declaraciones de los monjes relativas a sus intenciones de permanecer como tales o aceptar las pensiones, resultaron muy significativos. En su intento de probar la moral generalmente baja que imperaba entre los monjes de la época, los historiadores han señalado una y otra vez que, en 1790, la inmensa mayoría de ellos deseaba cambiar la vida del claustro por las pensiones y la libertad de establecerse en cualquier lado. Tales conclusiones revelan, sin embargo, la más completa tergiversación de la situación en que se encontraban los mismos. Cuando, en mayo de 1790, fueron obligados a elegir entre las pensiones o continuar la vida monacal, esto último era ya imposible. La disolución de las órdenes monásticas ya había sido decretada. La única alternativa aparente era ingresar en las «casas de unión», donde los monjes de varias comunidades serían apiñados hasta su extinción total. En esta coyuntura no se habían especificado ni la ubicación, regla, normas o demás detalles relativos a los nuevos establecimientos, razón por la cual los monjes tenían todo el derecho a suponer que se asemejarían más a prisiones o asilos de mendigos que a monasterios. Más aún, el sentido común obligaba a aceptar las pensiones, que no constituían ninguna falta contra sus votos. En un sentido legal, los votos monásticos no exigen la dedicación de toda una vida a un ideal abstracto, ni aun adherirse a un tipo particular de conducta, sino la estabilidad en un monasterio específico y la obediencia a un superior legítimo. Dado que, a comienzos de 1790, la secularización de las casas y comunidades estaba ya resuelta, los vínculos legales entre las abadías y los monjes concretos también habían sido rotos, dejando a éstos en libertad para elegir entre las alternativas razonables. Si su elección no fue heroica, no por eso significa una traición a sus votos, y menos una apostasía. Un examen imparcial de los documentos muestra la imagen de seres humanos profundamente turbados, confundidos y perplejos, en un intento desesperado de conciliar las exigencias de su conciencia con los dictados del sentido común. Los que, sin importarles nada, aprovecharon la ocasión y aceptaron las pensiones sin más, fueron una excepción, como también los que decidieron continuar la vida monástica sin condiciones. Cuando la estructura de la Orden comenzó a desintegrarse, saliendo a la luz los diversos individuos, con sus incontables problemas y ansiedades, expresadas con toda claridad en sus declaraciones, muchos de los inclinados a abandonar el monasterio y aceptar la pensión, se afanaron en justificar su decisión, mientras la gran mayoría de aquellos que eligieron seguir siendo religiosos hacían tal promesa sólo bajo ciertas circunstancias. Un número considerable de monjes rechazó simplemente hacer cualquier elección, indicando que no podían distinguir bien las alternativas. La diversidad de las respuestas hacen casi imposible la generalización y sería erróneo cualquier intento de clasificar el contenido de las declaraciones reduciéndolas a simples fórmulas. La persecución de los sacerdotes que se negaron a jurar lealtad a la Constitución Civil del Clero se desató con increíble crueldad, poco después de la expulsión de los monjes. Siguiendo la información proporcionada por el abad de Wettingen (Suiza), sólo un tercio de los que habían sido cistercienses obedecieron la ley. Para la mayoría no hubo otra elección que fugarse al exterior o hacer frente a la prisión, deportación y aun la muerte. No hay registros exactos de los juicios posteriores; sin duda alguna grandes contingentes encontraron albergue temporal en las casas cistercienses de los Países Bajos, Alemania, Suiza y Estados Pontificios, pero muchos de ellos murieron en condiciones inhumanas en las prisiones francesas o en el penal de la Guayana Francesa.
Refugio extranjero y llegada de los franceses
Los refugiados no pudieron gozar de una hospitalidad duradera de sus hermanos extranjeros. Las tropas francesas victoriosas invadieron bien pronto los países limítrofes imponiendo por las armas sus doctrinas revolucionarias. Los Países Bajos, su primera víctima, fue tratada con especial severidad. Los monasterios fueron visitados, se hicieron detallados inventarios, se gravó arbitrariamente a las abadías, y los religiosos fueron incesantemente molestados. Finalmente, las leyes de 1796 decretaron que todos los bienes monásticos deberían ser confiscados. Una vez más la negativa a prestar el juramento de lealtad a la constitución revolucionaria se convirtió en pretexto para la persecución de sacerdotes. Más aún, en represalia por la resistencia generalizada, un decreto de 1798 sentenciaba a todo el clero flamenco a ser deportado. El decreto se llevó a cabo sólo en forma parcial, pero centenares cayeron víctimas de la tiranía, entre ellos treinta y siete cistercienses. La penetración francesa en Italia trajo la destrucción de la mayoría de los monasterios allí establecidos. Los procedimientos legales contra los monjes diferían de estado a estado; pero los ejércitos franceses no respetaban derechos ni privilegios. En algunas abadías, el saqueo se agravó con los asesinatos. En Casamari, fueron muertos seis monjes en 1799 cuando trataban de evitar la profanación del Santísimo Sacramento. Entre 1806 y 1808, se suprimieron por decreto la mayoría de los monasterios supervivientes. Después de la instalación de la República Helvética en Suiza (1798), respaldada por Francia, los bienes monásticos quedaron bajo control del gobierno y se prohibió la recepción de novicios. Sin embargo, las tres abadías cistercienses escaparon de la supresión formal. Más aún, después de la secularización de las abadías alemanas en 1803, las abadías de Wettingen, Hauterive y Saint Urhan, completamente aisladas, formaron la Congregación Cisterciense Suiza, independiente, que también incluía once conventos de monjas de la misma Orden. Las tres abadías se alternaban en la dirección de la nueva organización, eligiendo un «abad general» por el término de tres años. Pío VII aprobó su Constitución en 1806, pero la vida de la Congregación siempre fue precaria. Después de las guerras napoleónicas, un gobierno suizo cada vez más liberal reanudó la legislación anticlerical. En 1830, se renovó la prohibición de recibir novicios y la propiedad monástica volvió a estar bajo supervisión. La supresión de Wettingen se llevó a cabo en 1841, seguida por la secularización de Hauterive y Saint Urban en 1848. La próspera Congregación de la Alemania superior fue presa de la voracidad de los príncipes germanos. La Paz de Lunéville (1801), que les fuera impuesta por Napoleón, confiscaba sus posesiones en el margen occidental del Rhin, pero los autorizaba a buscar una compensación a expensas de las propiedades eclesiásticas. La secularización general se hizo ley en 1803, sancionando la confiscación de todos los bienes monásticos y acordando sólo una pensión modesta a los monjes expulsados. Sin embargo el decreto no se ejecutó de inmediato en todos los estados germánicos. En Prusia se hizo efectivo en 1810; en Austria, donde José II no había dejado mucho por secularizar, las pocas abadías sobrevivientes continuaron su existencia. No obstante, fueron expropiados cuarenta y seis monasterios, y ochenta y tres cenobios cistercienses de monjas en toda Alemania. La fabulosa riqueza de las grandes iglesias, los objetos de arte de incalculable valor y todas las bibliotecas fueron vendidos o malgastados, mientras que los edificios eran demolidos, o se los adaptada a fines seculares. Después del desmembramiento final de Polonia (1795), tanto las autoridades rusas como prusianas suprimieron las abadías cistercienses dentro de sus respectivos territorios, y sólo dos casas polacas sobrevivieron, bajo control austríaco. La suerte corrida por las tres casas lituanas revelan un desarrollo bastante peculiar. Después de la repartición de Polonia, las órdenes religiosas bajo régimen ruso quedaron completamente aisladas y, en 1803, benedictinos y cistercienses formaron una Congregación unificada a la que posteriormente se unieron los camaldulenses y cartujos. Todo el conjunto estaba formado por ocho monasterios encabezados por un presidente elegido por tres años. En 1832, después de aplastar la insurrección polaca de 1830-1831, el gobierno ruso abolió las órdenes religiosas en Lituania; sólo escapó a esa medida la casa cisterciense de Kimbarowka, pero se le prohibió que aceptara novicios. También este monasterio fue suprimido en 1842; pero se permitió a los monjes permanecer hasta 1864, cuando, en represalia por una nueva revuelta polaca, la Iglesia Ortodoxa tomó posesión de la propiedad y el último prior y sus siete monjes fueron deportados a Siberia.
Bonaparte en España
Con la entrada en España de las tropas de Napoleón estaba echada la suerte de las órdenes religiosas. El rey Fernando VII fue obligado en Bayona a abdicar en favor de José Bonaparte, hermano del emperador. El «rey intruso» dispuso la secularización de las casas religiosas, pero la resistencia del pueblo español, que luchó sin tregua contra el invasor, no permitió que tal disposición fuera cumplida del todo. Derrotados los franceses, en 1814 regresó el rey Fernando VII de su destierro y con él fueron restablecidas todas las abadías. En 1820 una revolución disolvió nuevamente los conventos, aunque en 1823 con la entrada de los «Cien Mil Hijos de San Luis», fueron restablecidos el trono y las órdenes religiosas. Fallecido el soberano en 1833, dos años más tarde tuvo efecto la llamada «desamortización» (1835), después de un baño de sangre que salpicó a varios conventos. El decreto de la supresión afectó a 814 monjes de la Congregación de Castilla repartidos en 47 abadías, y en la Congregación de Aragón a 396 religiosos, repartidos en 16 monasterios. Muchos cenobios fueron saqueados, profanados y mutilados y todos abandonados. Los monjes en su mayoría adoptaron marchar al extranjero o servir en algún obispado como clero diocesano. En Portugal, se produjo un desarrollo paralelo. La guerra de la Península librada contra Francia devastó todo el país; la gran Alcobaça fue saqueada en 1811. La restauración de una auténtica vida monástica resultó imposible, aun después de la guerra. Durante los siguientes veinte años, el país se convirtió en escenario de guerras civiles intermitentes entre las fuerzas liberales y conservadoras. Como en España, terminaron por imponerse los liberales, y un decreto de mayo de 1834 secularizaba toda la propiedad monástica. El destino de los monjes y los edificios fue el mismo de sus semejantes en España. Así, el torbellino engendrado por la Revolución Francesa demolió casi totalmente los establecimientos monásticos en Europa, y dejó detrás suyo a unas pocas comunidades aisladas, completamente desmoralizadas por la violencia liberal y anticlerical. En condiciones favorables, los escombros de la destrucción física hubieran podido ser removidos con facilidad y reemplazados por nuevas iglesias y claustros, pero la hostilidad de un mundo apartado de las tradiciones religiosas, frustraba el inquebrantable deseo de sobrevivir de los monjes. Aún más perturbadora fue la desaparición de Cister, la muerte del último abad general y la imposibilidad de mantener capítulos generales, dejando a los restos de la Orden desorganizados y sin dirección por medio siglo. La supervivencia aislada de algunas abadías atestigua, con seguridad, la vitalidad de sus moradores, pero las líneas de ese desarrollo independiente no pudieron converger. Esto hizo extremadamente problemática la restauración de la Orden como institución con un gobierno central y orgánicamente coherente.