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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Cister: Historia VI

De Enciclopedia Católica

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Privilegios y desarrollo constitucional y administrativo

En sus comienzos Cister no buscó, en franco contraste con Cluny, ni inmunidades fiscales ni exenciones de la jurisdicción episcopal. Los fundadores del Nuevo Monasterio hicieron voto de vivir exclusivamente de los frutos de su propio trabajo, y en la medida que no interfiriera con la observancia monástica, no veían razón alguna para renunciar a la obediencia debida normalmente a los obispos diocesanos. No obstante, en el transcurso de varias décadas, la Orden naciente estaba encaminada a conseguir un status ampliamente privilegiado tanto en materia financiera como jurisdiccional. El cambio no fue precipitado por una modificación de ideales o actitudes, sino por el crecimiento explosivo de la institución. La rápida sucesión de las fundaciones y el crecimiento sin precedentes de sus miembros gravaron en tal forma la función de cada abadía, que cualquier alivio económico era recibido con gratitud. En forma similar, no parecía posible preservar la unidad y la administración efectiva de la red de casas subordinadas en continua expansión sin una limitación de la autoridad diocesana. La facilidad y rapidez con que la Orden obtuvo inmunidades y exenciones, son testigos fieles del hecho de que los papas consideraban razonable otorgar esos favores debidos a sus propios méritos y en gran parte como merecida recompensa a los servicios que la Orden realizó en beneficio del papado. La exención del pago de diezmos, fuente tradicional de recursos eclesiásticos, fue una inmunidad que facilitó enormemente el crecimiento de la Orden, pero a su vez se convirtió en el origen de mucha envidia y una abierta hostilidad en los círculos eclesiásticos. Desde la época carolingia se los consideraba una compensación por el trabajo pastoral y su total se dividía en tres o cuatro partes: una para el obispo, otra para los clérigos inferiores, la tercera se gastaba en el mantenimiento de la iglesia, y finalmente se separaba algo para alivio de los pobres. Aunque debido a su naturaleza los diezmos debían ser cobrados por el clero secular, eventualmente los monasterios, y aun propietarios laicos, se adueñaron de ellos. Un tópico importante de la Reforma Gregoriana fue la exigencia de restituir el derecho de diezmos usufructuados por propietarios seculares y monasterios. Durante todo el siglo XI, tales resoluciones fueron dictadas en un buen número de sínodos, pero los diezmos monásticos quedaron rodeados de cierta ambigüedad. Las excepciones relativas a los monasterios parecían tener su justificación porque la mayoría de las abadías estaban constituidas en gran parte por sacerdotes, que desempeñaban tareas pastorales. Además, la posesión de esos diezmos se fundaba en algunos casos en costumbres inmemoriales o privilegios papales. Sin embargo, los reformadores monásticos de los siglos XI y XII renunciaron unánimemente a sus pretensiones sobre diezmos, y determinaron que vivirían de su propio trabajo manual. Los primitivos reglamentos de Cister no son sino el eco de la opinión del abad Odón de Saint-Martin, quien declaró en Tournai en 1092, entre muchas otras cosas, que «estaba determinado a no aceptar altaria, iglesias o diezmos, sino vivir exclusivamente del trabajo de sus manos… porque tales beneficios debían pertenecer únicamente a los clérigos, no a los monjes». Después de renunciar al derecho de aceptar diezmos, los cistercienses tuvieron todavía que solucionar otro .phpecto importante del mismo problema: si los monjes debían abonar diezmos por sus posesiones. Dado que muchas de las primeras fundaciones se hicieron en «desiertos» o en tierras vírgenes, no cultivadas, donde no se había abonado diezmos por bastante tiempo, no surgieron grandes inconvenientes. Aun cuando las donaciones incluían tierras gravadas con impuestos, la pobreza manifiesta de los cistercienses, su trabajo tesonero de pioneros, justificaba la remisión de los mismos. Más aún, según el testimonio de cartularios del siglo XII, los obispos y otros recolectores de diezmos aceptaron voluntariamente eximir a las nuevas fundaciones de tales cargas. En 1132, la política prevalente recibió sanción oficial por medio de la bula de Inocencio II, quien, como muestra de gratitud hacia san Bernardo, estableció que nadie podía exigir diezmos a las abadías de la Orden. Se reconoció universalmente la justicia de este privilegio. Como señala el documento de fundación de Bonnefont (1136), «dado que los hermanos cistercienses no recibían diezmos ni impuestos, nadie puede exigir o aceptar (tales cosas) de ellos». Pronto surgieron graves problemas donde algunas abadías cistercienses continuaban expandiéndose al mismo tiempo que aceptaban tierras previamente gravadas: la suma percibida por el clero diocesano disminuyó considerablemente, de suerte que el mantenimiento de ciertas iglesias rurales se hizo imposible. Respondiendo a esas reclamaciones, Adriano IV hizo en 1156 una distinción cuidadosa entre las tierras explotadas inicialmente por los cistercienses (novalia), y otras donaciones sujetas previamente al pago de impuestos. Decretó en consecuencia que, mientras la Orden podía seguir gozando de la inmunidad habitual en lo concerniente a novalia, los monjes debían pagar diezmos en cambio por sus posesiones encuadradas en la segunda categoría. Alejandro III (1159-1181), otro papa que tenía mucho que agradecer a los cistercienses, retornó a la interpretación original, más amplia, de esta inmunidad, pero previno repetidas veces «que aquellos cuya atención debe estar dirigida al cielo, deben esforzarse por todos los medios para poner límite a su expansión en la tierra». Una recomendación menos gentil se encuentra en una carta que el caballero inglés Pedro de Blois dirigió al Capítulo General antes del año 1180. Afirmaba «que las oraciones y las lenguas de todos los hombres deberían haber sido elevadas para alabar vuestra santidad, si no hubiereis robado lo que no os pertenecía… Y, ¿por qué debe peligrar el derecho de otra persona, si sus tierras engrosaron vuestras posesiones?… Si Su Santidad el Papa, como indulgencia especial, os dio el privilegio en un momento en el cual vuestra Orden se regocijaba de su pobreza, ahora que vuestras posesiones se han multiplicado hasta la inmensidad, esos privilegios deben reconocerse como instrumentos de la ambición». El Capítulo General de 1180 admitió la gravedad de los cargos y, «en vista de los grandes escándalos que se originan a diario, en todas partes, debido a la retención de diezmos», ordenó su pago sin dilación o resistencia. El Capítulo de 1190 tomó medidas aún más drásticas contra la «avaricia» evidente de ciertos abades y prohibió en lo sucesivo cualquier compra de tierras. Estas medidas no tuvieron, por supuesto, todos los resultados prácticos que se pretendía, y así llegaron a Inocencio III, en 1213, nuevas acusaciones. El Obispo de Pécs en Hungría se quejó que los cistercienses de su diócesis continuaran extendiendo sus viñedos y, mientras se negaban a pagar los diezmos, vendían el vino a su beneficio. Bajo el impacto de éstos y otros cargos similares, el IV Concilio de Letrán (1215) reguló definitivamente el pago de los diezmos. De acuerdo a la nueva legislación, los novalia así como también las propiedades que poseyeran antes de 1215 y fueran cultivadas por los mismos monjes para cubrir sus necesidades, quedaban exentas como hasta entonces, pero las tierras que se adquirieran posteriormente con propósitos de explotación estarían sujetas a gravámenes. Dado que después de esta fecha, más y más fincas cistercienses fueron transferidas a arrendatarios campesinos para su cultivo, Honorio III extendió en 1224 el privilegio a las antiguas posesiones cistercienses, aun cuando ya no fueran trabajadas por los hermanos conversos; lo mismo ocurrió con las huertas, y zonas pesqueras. Algunos años más tarde (1244), Inocencio IV agregó a esta lista bosques, minas de sal, molinos, lana, ovejas y leche. Por entonces, llegaba a su fin la expansión de las posesiones cistercienses en Europa occidental. La economía monástica se orientó hacia la comercialización y los diezmos perdieron mucho de su valor inicial. Los abades de la Orden rechazaron los diezmos o rentas eclesiásticas similares como donaciones, obedeciendo a la legislación primitiva de Cister; y las infracciones a esta regla fueron solamente esporádicas hasta 1147, año en que fue admitida la Congregación de Savigny. Muchas de las abadías recién incorporadas ya poseían las fuentes de ingresos prohibidas, pero continuaron gozando de ellas por la lenidad del Capítulo General. Su ejemplo resultó contagioso; hacia el final del siglo la mayoría de las abadías cistercienses se convirtieron en «diezmeras», recolectoras y usufructuarias de los diezmos. El privilegio de exención de la autoridad diocesana fue un problema igualmente debatido, pero de naturaleza más compleja. En este punto tampoco los fundadores de Cister tenían intención de seguir el ejemplo de Cluny; por consiguiente, todas las fundaciones de la primera época fueron hechas con el debido respeto a los derechos episcopales. Más aún, es muy probable que el apoyo entusiasta que la jerarquía les diera a los cistercienses en aquella época se debiera a la sumisión de los monjes a los obispos locales. El «Privilegio Romano» de Pascual II en 1100 era simplemente un documento que otorgaba la protección papal contra interferencias indebidas y maliciosas en la vida interna de la comunidad. Las bulas siguientes de aprobación de la Carta de Caridad fueron más significativas, ya que en la medida en que sancionaban la constitución cisterciense, eliminaban automáticamente la supervisión episcopal de las elecciones abaciales, al mismo tiempo que el derecho de visita canónica de las distintas abadías. Dada su posición, san Bernardo pudo muy bien haber empleado su influencia para extender los privilegios cistercienses, pero en su De consideratione dirigida a Eugenio III, criticaba acerbamente a quienes alimentaban tales ambiciones. Mas por entonces ya había eximido Inocencio II a los abades cistercienses de concurrir a los sínodos diocesanos (1132), y en 1152 permitió Eugenio III que continuaran los oficios litúrgicos cistercienses aun dentro de los territorios en interdicto. Alejandro III, que demostró una buena voluntad extraordinaria hacia la Orden en materia de diezmos, garantizó en 1169 el reconocimiento total a los abades cistercienses, aun si los obispos locales les negaban su bendición, y prohibió que los obispos locales ejercieran toda especie de coerción bajo amenaza de excomunión contra los abades de la Orden. Todos los privilegios que se otorgaron anteriormente fueron confirmados y ampliados en 1184 por una bula promulgada por Lucio III, quien liberó a las abadías cistercienses de la autoridad primitiva de los obispos. Este documento no fue el último en el proceso de gradual exención que condujo finalmente a la exención total; pues el papel preponderante que la Orden iba asumiendo cada vez más en la cura pastoral de los trabajadores y aldeas bajo dominio señorial cisterciense, necesitaba de una clarificación legal más explícita. El derecho a predicar y a administrar los sacramentos se convirtió en motivo de constante irritación, lo mismo. que la elevación del prestigio social de los abades, el uso de las insignias episcopales (a partir del siglo XIV), su poder de conferir órdenes menores y su lucha por la precedencia en distintas funciones públicas. La separación progresiva entre abades y jerarquía secular fue desafortunada, y en detrimento de ambas partes. La división y aun la enemistad entre las filas eclesiásticas y monásticas facilitó la intervención secular y condujo a un despojo despiadado de abadías, ya sea mediante impuestos confiscatorios, o con la imposición de abades comendatarios. La constitución cisterciense tuvo que sufrir importantes modificaciones debidas al cambio de posición de la Orden dentro de la Iglesia. Una razón obvia fue el hecho que la Carta de Caridad original no podía prever todos los problemas resultantes de la expansión geográfica de la Orden. Brevemente, podemos resumirlos así: la debilidad del Capítulo General; la aparición de «líneas» o filiaciones organizadas y sostenidas con firmeza por los protoabades; y los repetidos intentos de los abades de Cister de explotar este desequilibrio en beneficio propio. Alrededor de la mitad del siglo XII, se hizo bien evidente que el Capítulo anual distaba mucho de ser la asamblea general de todos los abades de la Orden. Los peligros, los gastos, y el tiempo que suponía el viaje mantenía alejados a la mayoría de los abades de las casas de fuera de Francia, y es difícil creer que en una reunión común estuvieran presentes más del tercio de todos los abades. Esto dio como resultado, que los Padres Capitulares tuvieran una información pobre acerca de las condiciones locales en ciertas regiones y no estuvieran por consiguiente en posición para tomar medidas correctivas adecuadas y aplicables. El cambio constante entre los integrantes del Capítulo dificultaba que se siguiera una línea de conducta y un plan consecuente, siendo así muchas de sus resoluciones contradictorias y fortuitas. Tal ineficacia se agravaba por una falta de registro adecuado y efectiva promulgación. El vacío de autoridad fue llenado fácil y naturalmente por los padres inmediatos, quienes dependían en última instancia de uno de los cinco protoabades. Estos abades (de Cister, La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo) ejercían un rígido control para mantener la cohesión de sus respectivas filiaciones, y a su vez, los abades de éstas se dirigían a ellos para recibir directivas. Esto fue muy evidente en ocasión de Capítulos Generales, cuando la bien disciplinada familia de Claraval, que sobrepasaba numéricamente a todas las demás «líneas», controlaba con facilidad las deliberaciones. Aunque ni los protoabades ni sus «filiaciones» estaban reconocidos como entidades legales en la versión original de la Carta de Caridad, la modificación definitiva de la misma les otorgó poderes considerables y los facultó colectivamente para deponer al abad de Cister y gobernar la casa madre mientras estuviera en sede vacante. Estas ambigüedades legales dieron como triste resultado la creciente suspicacia, tensión y hostilidades periódicas entre los abades de Cister y sus cuatro colegas principales, así como la lucha por el control del Capítulo General. Si se puede dar crédito a una tradición muy posterior, el primer choque serio entre Cister y Claraval ocurrió en 1168, cuando el recién electo Abad de Cister Alejandro visitó Claraval, donde depuso al abad Gaufredo por su «conducta reprensible». Aunque el Capítulo General apoyó a Alejandro, Gaufredo tuvo más éxito en Roma, y se pudo poner fin al escándalo solamente después de largas y dolorosas negociaciones. En 1202, comenzó un nuevo conflicto entre Cister y los protoabades que culminó con la deposición del abad Guido de Claraval en 1213. El hecho estaba a punto de atraer la atención del IV Concilio de Letrán en 1215, cuando Inocencio II intervino defendiendo la posición del abad Arnaldo Amaury de Cister, pero sin eliminar los fundados motivos de irritación. A la reconciliación de 1222 siguió un recrudecimiento de las hostilidades bajo el abadiato de Juan de Cister (1236-1238), un inglés que fuera con anterioridad abad de Boxley, quien trató infructuosamente de forzar al Capítulo a pagar las deudas de la abadía de Cister, que ascendían a cuatro mil marcos. Estos incidentes, aunque desafortunados, eran sólo el preludio de la profunda enemistad entre Cister y Claraval, que tuvo lugar entre 1263 y 1265 y puso a prueba por primera vez el poder de cohesión de la Orden. Los líderes de la disputa fueron el abad Jaime de Cister (1262-1266) y el abad Felipe de Claraval (1262-1273), ambos electos al mismo tiempo, ambos con fuertes personalidad, intransigentes, polifacéticos, y decididos ambos a poner fin a problemas ya antiguos, cada uno según su propio punto de vista. Se rompieron las hostilidades al tratar el Capítulo General de 1263 la organización del definitorium. Este organismo surgió del Capítulo General de 1197 como un comité ejecutivo encargado de la preparación del Capítulo y la redacción de sus estatutos. Hasta 1265 no estuvo bien definida su composición y autoridad legal, y antes de esa fecha, su funcionamiento y la calidad de sus miembros fue objeto de un difícil tira y afloja entre Cister y las protoabadías. Al iniciarse el Capítulo de 1263, los ataques contra la legalidad de la elección del abad Jaime y las quejas contra su negativa a aceptar el nombramiento de los protoabades como definidores, crearon desde el comienzo una atmósfera explosiva. Pronto llegó la noticia de que el abad Felipe había sido electo obispo de Saint-Malo; pero éste, sospechando que era simplemente una maniobra para alejarlo de la escena, rechazó la elección y decidió ir a Roma a presentar sus motivos de queja personalmente a Urbano IV. Aunque el Abad de Cister le ordenó volver bajo pena de excomunión, continuó su viaje a Roma, donde el papa no sólo aceptó sus razones para rechazar el obispado, sino que el 15 de marzo de 1264 nombró a Nicolás, obispo de Troyes, a Esteban, abad de la benedictina Marmoutier y a Gaufredo de Beaulieu, confesor dominico del rey Luis IX, para investigar las causas del problema. La labor de la comisión fue tan infructuosa como las repetidas intervenciones del santo Rey, gran amigo y benefactor de la Orden. En un ambiente de mutua desconfianza y con la anuencia papal, el abad Felipe no concurrió al Capítulo de 1264, sospechando la traición y quizás el encarcelamiento en Cister. La muerte de Urbano IV complicó aún más la situación, aunque su sucesor, Clemente IV, elegido a comienzos de 1265, siguió la crisis cisterciense con el mismo interés. Nombró una nueva comisión para terminar la negociación inacabada: el Obispo de Puy, el Abad benedictino de Chaise-Dieu y Humberto de Romans, que recientemente se había retirado del cargo de Maestro General de los dominicos. El 9 de junio de 1265, se publicó la bula Parvus fons, conocida en la historia cisterciense como Clementina. Entre las muchas decisiones, la bula intentó poner fin al problema de los definidores, ordenando que, antes del Capítulo anual, cada uno de los protoabades presentara cinco nombres al Abad de Cister, quien debía elegir a cuatro de ellos, agregándoles sus propios elegidos (en número también de cuatro) y los mismos protoabades como miembros ex officio; el definitorium debía constar de veinticinco miembros en total. No está aclarado quién fue el verdadero responsable del texto de la bula, pero el hecho que la comisión papal fuera enviada a Cister para explicar su contenido al Capítulo General de 1265, parece indicar que aquélla, o por lo menos el muy experimentado Humberto de Romans, tuvieron cierta influencia en su redacción. Tan pronto como el Capítulo comenzó sus sesiones a mediados de septiembre, la bula y su interpretación se convirtieron en objeto de enconadas discusiones, porque los protoabades se quejaban de que la nueva fórmula daba todavía mucho poder arbitrario al Abad de Cister. Por suerte estaba presente Guido, que previamente había desempeñado ese cargo y por entonces era cardenal presbítero de San Lorenzo in Lucina y legado papal. Todos los participantes al Capítulo sometieron a su arbitrio el problema de la selección de definidores. El cardenal Guido decidió que cada uno de los cuatro protoabades deberían nombrar dos abades para el definitorium, que no podían ser rechazados por el Abad de Cister, quien a su vez debía designar a los otros dos entre los tres restantes. El compromiso fue aceptado por el Capítulo y eventualmente por el Papa. Las otras decisiones de la Parvus fons tenían la finalidad de restringir los poderes excesivos de padres inmediatos y visitadores y reforzar la autoridad del Capítulo General. De esta forma, las abadías en sede vacante podrían quedar libres de gobernarse bajo la dirección temporal de los priores; la elección abacial sería decidida exclusivamente por la votación de la comunidad local; el recientemente electo Abad de Cister asumiría sus funciones sin ser confirmado por los cuatro protoabades. Por último, la visita regular a Cister por los cuatro protoabades debía tener lugar anualmente para la fiesta de Santa María Magdalena (22 de julio), pero los visitadores, tanto de Cister como de cualquier otro monasterio no tenían poderes para deponer abades sin el proceso legal correspondiente y la autorización del Capítulo General. Deponer ipso facto a un abad quedaba restringido únicamente a casos de ofensas públicas flagrantes o de abandono de sus funciones. Se facilitó el funcionamiento del Capítulo General como organismo de trabajo al otorgar un status legal al hasta aquí informal definitorium, como consejo interior ejecutivo encargado de la preparación de una agenda y un medio de ayuda para la redacción de los estatutos. No obstante, la aparición de este cuerpo tan poderoso tendió a reducir el papel activo de otros participantes del Capítulo, y desalentó la presencia de otros abades que no tenían oportunidad de ser definidores. Más aún, la selección de los definidores, como preludio de las sesiones formales del Capítulo, sirvió de ocasión para manipulaciones políticas que no favorecieron en absoluto la tan necesaria armonía entre los protoabades. El hito siguiente en la historia legal de la Orden fue la Fulgens sicut stella, una constitución apostólica emitida por el cisterciense Benedicto XII en 1335, y conocida popularmente como la Benedictina. Fue un documento de unas ocho mil palabras, cuyo último tercio constituye el primer código para la formación cisterciense, que será comentado posteriormente. La mayor parte de la constitución encaja dentro del esquema general de legislación religiosa fomentada por el Papa. En cuatro años, formuló constituciones similares para los monjes negros, los mendicantes y los canónigos agustinos, todas ellas concebidas dentro de un espíritu de muy avanzada centralización burocrática, cuyo modelo era la propia corte papal en Avignon. Estos documentos constituyen el fundamento de la futura legislación medieval relativa a las órdenes religiosas. La Clementina introdujo una reforma constitucional; la Benedictina fue básicamente una reforma de la administración financiera. Hacía mucho que había pasado el tiempo en que, siguiendo las indicaciones de la Regla, un único mayordomo podía dirigir por sí solo todas las necesidades materiales de un monasterio. Las otrora modestas granjas cistercienses se convirtieron en enormes estados feudales, y al mismo tiempo, la evolución de la economía europea hizo que su administración se volviera cada vez más compleja. Con la acumulación de bienes materiales, aumentó también el peligro de desastres naturales, guerras, apremios ilegales y extorsiones inmoderadas de príncipes codiciosos, por no mencionar los amenazantes problemas de ajustamiento a un sistema económico que estaba cambiando sus fundamentos. A despecho de sus vastas extensiones, un gran número de monasterios había sido víctima de circunstancias desafortunadas y estaban seriamente endeudados. Para poner fin a estos males, la Benedictina restringía el poder ilimitado de los abades en materia de finanzas, y establecía un sistema de controles. Se garantizaban derechos de supervisión a las comunidades o al Capítulo General, y en los casos más importantes la Santa Sede se reservaba la decisión final. Los documentos de transacciones legales, si requerían el consentimiento de la comunidad, debían llevar estampado el sello oficial del monasterio. La Constitución creó el puesto del bolsero, con la misión de registrar las entradas y los gastos del monasterio y de hacer una memoria financiera anual de aquellos bienes gravados fiscalmente. En párrafos posteriores subrayaba la importancia de los Capítulos Generales, e instaba enérgicamente a una asistencia regular. Se les recordaba a los abades que, a pesar de la aguda disminución de vocaciones, no debían ser admitidos novicios que no tuvieran cualidades apropiadas para la vida religiosa. El papa insistía también en la sencillez en el comer y el vestir, aunque en algunos casos se otorgaba una dispensa general de abstinencia a los abades y sus séquitos. Se condenó y prohibió terminantemente una nueva disposición que proveía de celdas individuales en lugar del dormitorio común. En el primer anteproyecto del documento había una innovación revolucionaria: el papa proponía que, además de los abades, cada comunidad estaría representada en el Capítulo anual por un delegado elegido por simple mayoría. Esta modificación, inspirada indudablemente en la constitución dominicana, causó alarma general entre los abades de la Orden, quienes en un largo memorial protestaron contra ésta y otras reducciones del poder abacial, dando por resultado la eliminación del proyecto de un delegado conventual en la redacción final. La tarea del bolsero fue otro detalle impopular de la reforma administrativa y a petición de los abades fue modificado muy pronto por Clemente VI, sucesor inmediato de Benedicto XII. De la lectura de la Benedictina, se sigue que, a pesar de los abusos esporádicos o señales de mala administración, la Orden en conjunto todavía observaba los altos ideales de sus fundadores, gozando con justicia de muy buena reputación y mereciendo el apoyo elocuente del pontífice en la introducción de la Constitución, cuyos conceptos tan elevados son el reconocimiento solemne del carácter activo, de la Orden, al atribuirle ambos papeles, de Marta y de María: «Brillando como la estrella de la mañana en medio de un cielo cubierto de nubes, la Sagrada Orden Cisterciense toma parte en los combates de la Iglesia Militante mediante sus buenas obras y edificantes ejemplos. Por la dulzura de la santa contemplación y el mérito de una vida pura, se esfuerza con María para ascender a la montaña de Dios, mientras que con actividades dignas de elogio y piadoso ministerio busca imitar los trabajos afanosos de Marta. Celosos de la adoración divina para asegurar la salvación, tanto de sus miembros como de los extraños, se dedican al estudio de las Sagradas Escrituras para aprender de ellas la ciencia de la perfección; llena de empuje y generosidad en obras de caridad para cumplir la ley de Cristo, esta Orden ha merecido propagarse de un confín a otro de Europa. Gradualmente, fue ascendiendo hasta la cima de las virtudes y en ella abunda la gracia del Espíritu Santo que se complace en inflamar los corazones humildes.»

Entre otras innovaciones administrativas importantes, que respondían a necesidades prácticas más que a una acción legislativa, se destaca como la más significativa la creación del cargo de «procurador general» de la Orden, que debía atender el creciente volumen de trámites legales en Roma, o durante la mayor parte del siglo XIII en Aviñón. Alrededor del 1220, este cargo era desempeñado en Roma por dos clérigos seculares. Durante todo el resto de la centuria, canónigos seculares continuaron en esta función con tareas similares, bajo la dirección de uno u otro de los abades cistercienses en Roma o Casamari; sus sueldos, doce marcos anuales, eran pagados de los fondos que el Capítulo General había dispuesto para ello. En algún momento dado del siglo XIV, miembros prominentes de la Orden asumieron esa función, pero según consta en los documentos, era simplemente un «procurador general» en lugar de dos, que dirigía una oficina con algunos secretarios. Celoso defensor de los privilegios cistercienses, todos los abades de la Orden debían canalizar sus causas legales en la Curia por medio de él. Pedro Mir, un doctor en teología parisino y posterior Abad de Grandselve es el primer procurador general del cual se hace mención directa, allá, por el año 1390. En los siglos posteriores, el papel de procurador se hizo cada vez más importante, en especial durante la lucha enconada de las observancias en el siglo XVII. Probablemente influidos por los franciscanos, los cistercienses también buscaron un «cardenal protector» en la Curia. Sin duda alguna, muchos cardenales cistercienses «habían protegido» a la Orden por algún tiempo, pero el título de protector de la Orden (protector ordinis) aparece por primera vez en 1260, refiriéndose al Cardenal Juan de Toledo, un cisterciense nacido en Inglaterra. Nunca se especificó claramente el papel del protector, y parece haber sido más un título honorífico que un cargo, a menos que el cardenal hubiera sido nombrado para una misión concreta por el Capítulo General o la Curia. Un problema espinoso, que los autores de la Carta de Caridad no habían podido prever en absoluto, apareció con los fuertes gastos a que Cister tenía que hacer frente durante las sesiones del Capítulo General. Para que la alimentación y el albergue no resultaran tan gravosos, el personal de Cister (que no resultaba imprescindible), era transferido temporalmente a granjas y otras casas de la vecindad, mientras que los abades visitantes recibían la orden de permanecer en dicho monasterio solos, dejando su séquito y caballerías en alguna abadía próxima. Los alimentos necesarios eran recolectados y en parte también donados, antes de la apertura de las sesiones. De acuerdo con las crónicas del Capítulo de 1199, el pescado fue enviado a Cister desde un lugar tan lejano como Lausana. En 1204, Guiard, señor de Reynel, cedió a Claraval derechos de pesca en su propiedad desde los ochos días anteriores hasta los ocho días posteriores del Capítulo General. Una parte de la pesca estaba destinada indudablemente a Cister, como contribución de Claraval a la alimentación de la asamblea. Según las crónicas del siglo XII, es cierto que las donaciones se recolectaban entre los abades asistentes, pero evidentemente no había una suma fija y el pago no era obligatorio. El Capítulo de 1212 insistía simplemente en que las donaciones recogidas para ser usadas en tal ocasión beneficiaron a todos los participantes por igual. La Parvus fons de 1265 designaba a dos abades para supervisar toda la operación. Mientras tanto, la Orden solicitaba insistentemente de amigos y benefactores donativos o fuentes de recursos permanentes con el mismo propósito. De acuerdo con los registros del Capítulo, los reyes, príncipes y miembros de la jerarquía contribuían frecuentemente con cifras sustanciales. El rey Alejandro III de Escocia (1214-1249) ofreció veinte libras esterlinas anuales, Bela IV de Hungría (1235-1270) donó las rentas de varias iglesias en Transylvania, Luis IX de Francia (1226-1270), y su madre Blanca de Castilla, aseguraron a Cister varias rentas a perpetuidad, y su ejemplo fue seguido por otros miembros de la familia real. El rey Ricardo I de Inglaterra hizo en 1184 la más memorable de todas las donaciones: poco antes de partir para su conocida cruzada, cedió los abundantes ingresos de la iglesia de Scarborough, cerca de York, para sostener al Capítulo General, bajo la condición de que la Orden mantuviera un vicario encargado de los ministerios pastorales, supervisado por el Abad de Rievaulx. Las entradas eran tan abundantes, que la clerecía de York estaba poco dispuesta a aceptar el drenaje de abultadas sumas con destino a una lejana abadía francesa. Por esta razón, los usufructuarios de beneficios, tanto seculares como religiosos, trataron de aprovechar cualquier pretexto para bloquear la administración cisterciense de la iglesia, que llegó a ser muy precaria, especialmente durante la guerra de los Cien Años (1337-1453) entre Francia e Inglaterra. El litigio por la posesión de Scarborough se prolongó desde fin del siglo XII hasta la víspera de la Disolución, y marca un récord, como el pleito de mayor duración de toda la historia cisterciense. Desde el punto de vista legal, el éxito más importante del Capítulo General lo constituyó el registro sistemático y la publicación periódica de sus propios estatutos, que solucionó, por lo menos parcialmente, los problemas, que cada abadía tenía que hacer frente al tratar de aplicar la ingente cantidad de decisiones anuales, muchas veces incongruentes. El primer volumen de esta colección, titulado Libro de Definiciones (Libellus definitionum) se completó en 1202, bajo los auspicios de Arnaldo Amaury, abad de Cister. El Capítulo de 1204 insistía que «el libro debía obtenerse lo antes posible». Así en el futuro ninguno de los abades podía excusarse en la ignorancia. El nuevo código se componía de 15 capítulos en el siguiente orden: 1, fundación de abadías; 2, admisión de novicios, profesiones de monjes y bendición de abades; 3, el Oficio Divino; 4, sobre los privilegios e inmunidades; 5, el Capítulo General; 6, el capítulo diario de faltas; 7, visitas regulares y poderes de los padres inmediatos; 8, oficiales monásticos y obreros; 9, sobre los viajes de los monjes; 10, recepción de huéspedes, y entierros dentro de las abadías; 11, práctica de la pobreza; 12, compras y ventas; 13, alimentación y vestido; 14, hermanos conversos; y, para terminar, 15, una serie de reglamentaciones sin clasificar. El código fue actualizado en 1220, 1240 y 1257, reteniendo la misma estructura básica. La publicación de la Parvus fons en 1265 exigía un reajuste más profundo, que sólo se consiguió en 1289. No cambiaron ni el título, ni la estructura de la colección original, pero el primer capítulo incluía los textos de la Carta de Caridad en su versión definitiva y de la Parvus fons. Como otra innovación, había leyes y normas relativas a las monjas cistercienses, a continuación del capítulo 14. En 1316, el Capítulo General ordenó una nueva compilación de las leyes cistercienses, y cuando se presentaron al Capítulo General el año siguiente, la convención no sólo la aceptó, sino declaró obsoletas todas las colecciones anteriores, que quedaron por lo tanto suprimidas. El título del nuevo código fue Libro de las Definiciones Antiguas (Libellus antiquarum definitionum). A pesar de algunas características nuevas, este trabajo conservaba los quince capítulos tradicionales. A consecuencia de la publicación de la Fulgens sicut stella, se vio claro que era inminente otra revisión fundamental. Como en casos anteriores de adaptaciones, se nombró a un grupo de abades para la ardua tarea, que se terminó cuatro años más tarde. No obstante el autor de la Fulgens sicut stella, Benedicto XII, un eminente canonista, quedó insatisfecho con los resultados. En el Capítulo de 1339, su sobrino, un cisterciense, el cardenal Guillermo Le Court (Curtí), protector de la Orden, hizo conocer sus objeciones y la asamblea estuvo de acuerdo en que era necesario un estudio más exhaustivo. El nuevo texto fue aprobado y promulgado en 1350 con el título de Nuevas Definiciones (Novellae definitiones); comprendía únicamente el material acumulado desde 1316. En muchos casos, las leyes nuevas modificaban el Libro de las Definiciones Antiguas, pero la nueva colección no estaba destinada a reemplazar a la anterior; en la práctica siguió siendo necesario el uso simultáneo de ambos códigos. Varias veces se propuso la fusión de los dos libros en uno, especialmente en 1487, pero el plan nunca llegó a concretarse. De este modo, las «Antiguas» y «Nuevas» definiciones continuaron siendo usadas como manuales legales de la vida cisterciense hasta el advenimiento de la revolución Francesa, aun cuando muchas de sus prescripciones fueron sustancialmente modificadas por la legislación posterior.


Bibliografía

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L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet