Libro de Daniel
De Enciclopedia Católica
En la Biblia hebrea, y en las más recientes versiones protestantes, el Libro de Daniel se limita a sus partes protocanónicas. En los Setenta, en la Vulgata y en muchas otras traducciones antiguas y modernas de la Biblia, el libro comprende tanto sus partes protocanónicas como deuterocanónicas, pues ambas tienen igual derecho de ser consideradas inspiradas, y a ser incluidas en cualquier tratado sobre el Libro de Daniel. Como en la Vulgata, casi todas las partes deuterocanónicas de ese escrito profético forman una especie de apéndice a su contenido protocanónico en el texto hebreo.
Contenido
Partes Protocanónicas
Contenido
El Libro de Daniel, según aparece hoy en la Biblia hebrea ordinaria, se divide generalmente en dos partes principales. La primera incluye una serie de narraciones hechas en tercera persona (capítulos 1-4), y la segunda una serie de visiones, descritas en primera persona (capítulos 7-12). El capítulo inicial de la primera serie puede considerarse como el prefacio de todo el trabajo. Presenta al lector a los héroes hebreos del libro: Daniel y sus tres compañeros cautivos, Anananías, Misael y Azarías, y registra la manera en la que esos jóvenes nobles obtuvieron un alto rango al servicio de Nabucodonosor a pesar de que se negaron a mancharse comiendo los alimentos reales. El segundo capítulo relata un inquietante sueño del rey que sólo Daniel pudo interpretar adecuadamente. El sueño de Nabucodonosor consistió en una enorme estatua elaborada con varios materiales y luego reducida a pedazos por una piedrecilla que luego se convirtió en una montaña y llenó toda la tierra. La interpretación de Daniel explicó que las diversas partes de la estatua, con sus diferentes materiales, simbolizaban igual número de monarquías con sus respectivos poderes, mientras que la piedra pequeña que los destruyó y creció hasta ser una gran montaña prefiguraba un reino universal y eterno que convertiría en pequeños trozos los demás reinos y el cual, claro, no es otro que el del Mesías.
La siguiente sección (3, 1-30; Vulgata 3, 1-23; 91-97) narra cómo los tres compañeros de Daniel, habiendo rehusado adorar una estatua colosal levantada por Nabucodonosor, fueron arrojados dentro de un horno ardiente del que fueron preservados a salvo, y a raíz de lo cual el rey emitió un decreto a favor de su Dios y los promovió a puestos de dignidad. La siguiente sección (3, 31- 4; Vulgata 3, 98-4) contiene la carta de Nabucodonosor a todos los pueblos y naciones, en la que les cuenta su sueño de un árbol gigante que era cortado por orden de Dios, y la interpretación que Daniel hizo del mismo. Así mismo, del cumplimiento de dicho sueño en forma de una locura que afectó al rey por siete años y cuya curación era la ocasión de esa carta de agradecimiento. El capítulo quinto (Biblia hebrea, 5-6,1) describe el banquete profano de Baltasar, la misteriosa escritura en el muro, la interpretación que Daniel hizo de tal escritura, y el derrocamiento, esa misma noche, del reino de Baltasar. En el sexto capítulo Daniel aparece presentado como objeto especial del favor de Darío el Meda y también de los celos de otros oficiales de la corona quienes finalmente terminaron por echarlo a la jaula de los leones a causa de su fidelidad en orar a Dios tres veces al día. Luego de su milagrosa salvación, Darío decreta que todos en su reino deben “temer al Dios de Daniel”.
La segunda parte del libro en la Biblia hebrea (7-12) la ocupan las cuatro visiones que Daniel describe en primera persona. La primera de esas visiones (cap. 7) se refiere al primer año del reino de Baltasar, y ofrece un cercano paralelo al sueño que se narra y explica en el capítulo segundo del libro. La visión nocturna versaba sobre cuatro bestias que salían del mar, simbolizando las fuerzas gentiles que serán juzgadas a su debido tiempo por el “anciano de días” y finalmente substituidas por el reino mesiánico, universal y eterno. Del mismo modo que la primera, la segunda visión (cap. 8) se atribuye al reino de Baltasar y representa las fuerzas mundanas bajo figuras animales. Daniel ve un carnero con dos cuernos (los medos y los persas) que avanza victorioso hacia el occidente, al norte y al sur, hasta que es atacado por el macho cabrío (los griegos) con un gran cuerno (Alejandro) que tiene entre los ojos. Este cuerno da origen a otros cuatro (los reinos griegos de Egipto, Siria, Macedonia y Tracia), y de uno de ellos crece un “cuerno pequeño”, a saber, Antíoco Epifanes. Definitivamente este príncipe no es mencionado por el ángel Gabriel, quien explica la visión a Daniel, pero sí está claramente señalado por la descripción de las acciones del “pequeño cuerno” contra los ejércitos celestiales y su príncipe (Dios), desacrando “el santuario”, interrumpiendo los sacrificios diarios por tres años y medio y, finalmente “quebrado sin intervención de mano alguna”
El siguiente capítulo contiene la profecía de las setenta semanas, refiriéndose al primer año de Darío, el hijo de Asuero. Mientras Daniel suplicaba a Dios que cumpliera las promesas de misericordia que había hecho en Jeremías, 29, 10 y ss., o en 25, 11, fue favorecido con la visión del ángel Gabriel. El celestial mensajero le explicó cómo debían entenderse los setenta años de desolación anunciados por Jeremías. Se trata de setenta semanas de años, que caen en tres períodos de siete, sesenta y dos y una semana de años, respectivamente. El primer período de siete semanas, o cuarenta y nueve años, se extenderá desde la salida de la “palabra” para la reconstrucción de Jerusalén hasta “el ungido, un príncipe”. Durante la segunda, de sesenta y dos semanas, o cuatrocientos treinta y cuatro años, la Ciudad Santa será construida, aunque “en la angustia de los tiempos”. Al final de ese período “un ungido” será separado, y el pueblo de un príncipe que vendrá “destruirá” la ciudad y el santuario. Él hará alianza con muchos durante una semana (siete años) y durante la mitad de la misma hará que cesen el sacrificio y la oblación y que reine la abominación de la desolación, hasta que encuentre su destino. La última visión, ubicada en el tercer año del reinado de Ciro, se narra en los capítulos 10-12. Su parte inicial (10-11,1) describe la visión con una referencia a Media, Persia y Grecia. La parte segunda (11) anuncia muchos eventos relacionados con los cuatro reyes persas, con Alejandro y sus sucesores y, más particularmente, con los hechos de un rey del norte, i.e. Antíoco Epifanes, contra Egipto, los judíos, el Templo, etc., hasta que llegue a su fin. La conclusión de la visión (12) declara cómo Miguel (el ángel guardián de Israel) salvará al pueblo. Se hace mención de la resurrección de los muertos, seguida de premios y castigos. Durante 1290 días, o cerca de tres años y medio, cesará el sacrificio diario y se establecerá la abominación de la desolación. Bendito aquel que se mantenga firme por 1335 días.
Objeto y unidad
De ese contenido se desprende con facilidad que el Libro de Daniel no pretende ser un resumen histórico del período del exilio babilónico, o de la vida del mismo Daniel, ya que ambas partes proclaman transmitir solamente algunos datos aislados relacionados con el exilio o con la vida del profeta. Del mismo contenido se puede igualmente ver que el objeto de ese escrito sagrado no pretende registrar lo substancial de discursos proféticos parecidos a los que constituyen la obra atribuida a distintos profetas en la literatura del Antiguo Testamento. Tanto en materia como en forma los contenidos de la profecía de Daniel son de un tipo peculiar que no tiene paralelo exacto en la Biblia, con excepción del Apocalipsis de San Juan. En Daniel, como en el último libro de la Biblia, se encuentra uno en presencia de contenidos cuyo propósito general es indudablemente fortalecer al Pueblo de Dios, víctima de crueles persecuciones, principalmente a través de visiones simbólicas que se refieren al “tiempo del fin”. Tal es el objetivo patente de las cuatro visiones que aparecen en la segunda parte del Libro de Daniel (caps. 7-12), e igualmente del sueño de Nabucodonosor, según se le describe y explica en el capítulo segundo de la primera parte de ese escrito inspirado. La persecución que ahí se narra es la de Antíoco Epifanes, y los judíos deben ser consolados por la perspectiva tanto del destino que aguarda al opresor como del establecimiento del reino universal y eterno de Dios. Las narraciones de los capítulos 3-6 tampoco difieren en su propósito general: en todos y cada uno de ellos triunfan finalmente los servidores constantes y generosos del verdadero Dios- Daniel y sus compañeros cautivos- mientras que sus opresores, por más numerosos y poderosos que puedan ser, son finalmente castigados u obligados a reconocer y promover la gloria del Dios de Israel. El objetivo apocalíptico del Libro de Daniel es admitido por casi todos los expertos actuales, lo cual está en armonía con el lugar que se le da a ese escrito sagrado en la Biblia hebrea, en la que no aparece entre los “profetas”, o segunda gran división del texto original, sino entre los “escritos”, o tercera parte de ese texto.
Casi todos los escritos apocalípticos delatan su carácter de compilación, por lo que uno puede sentirse naturalmente tentado a ver el Libro de Daniel- cuyo carácter apocalíptico acaba de ser descrito- como una obra de compilación. De hecho, muchos autores del siglo pasado- algunos de los cuales eran católicos- han propuesto fundamentos positivos que intentan probar que el autor del libro reunió sus documentos de la forma más propicia para apoyar su objetivo general. En la actualidad, sin embargo, casi se acepta universalmente la opinión contraria, que afirma la unidad literaria de la profecía de Daniel. Se percibe que el plan uniforme del libro, el acucioso arreglo de sus temas, la fuerte semejanza de lenguaje de sus dos partes principales, etc., son argumentos poderosos a favor de la última posición.
Autoría y fecha de composición
Una vez admitido que el Libro de Daniel es obra de un solo autor, nace la pregunta importante: ¿Es ese autor solitario el profeta Daniel, quien compuso el libro durante el exilio (586-536 a. C.), o, por el contrario, fue otro autor, desconocido a la fecha, quien compuso el libro en fecha posterior, aún indeterminada? La posición tradicional, vigente mayormente entre católicos, afirma que toda la obra, según se encuentra en la Biblia hebrea, debe ser adjudicado directamente a Daniel, cuyo nombre detenta. Admite esa opinión, sin embargo, que a través de los años se han introducido numerosas alteraciones al texto primitivo del libro. Dicha opinión sostiene, también, que las narraciones (caps. 1-6) en las que se describe a Daniel en tercera persona como actuando de la manera en que se describe, y las visiones simbólicas (caps. 7-13), donde él se describe a si mismo como favorecido con revelaciones celestiales, fueron escritas no simplemente por un autor contemporáneo del profeta, que habría vivido en Babilonia en el siglo VI a.C., sino por Daniel mismo. La diferencia en el uso de las personas gramaticales se ve como algo natural si se toma en cuenta el contenido de las dos partes del libro. Daniel emplea la tercera persona al registrar acontecimientos, ya que el acontecimiento es testigo de si mismo; la primera persona, al relatar visiones proféticas, dada la necesidad de que las comunicaciones del cielo sean atestiguadas por aquellos a quienes se les otorgan. En oposición a esta posición tradicional, que adjudica a Daniel la autoría del libro que lleva su nombre y que admite el período entre el 570 y el 536 a.C. como fecha de su composición, se destaca una teoría relativamente reciente que ha sido ampliamente aceptada por los eruditos contemporáneos. Basada principalmente en aspectos lingüísticos e históricos, esta teoría rival refiere el origen del Libro de Daniel, en su forma actual, a un escritor y a un período más tardíos. Afirma que este escrito apocalíptico es obra de un autor desconocido quien lo habría compuesto durante el período de los Macabeos, más específicamente durante el reinado de Antíoco IV, Epifanes (175-164 a.C.)
Lo que sigue son los testimonios extrínsecos que los estudiosos conservadores general y confiadamente utilizan para probar que el Libro de Daniel debe referirse al bien conocido profeta que lleva ese nombre y, consecuentemente, a una época muy anterior a la que proponen sus oponentes. La tradición cristiana, tanto en el Este como en el Oeste, ha sido unánime en admitir, desde el tiempo de Cristo hasta nuestros días, la genuineidad del Libro de Daniel. Su testimonio se basa sobre todo en Mateo 24, 15: “Cuando vean la abominación de la desolación de la que habla Daniel el profeta erigida en el lugar sagrado: quien lea que entienda”. En ese pasaje Cristo trata las visiones de Daniel como verdaderos oráculos, y expresamente nombra al profeta como su autor. Con ello, se dice, Cristo con su autoridad confirma la opinión aceptada por entonces por los judíos, que veía a Daniel como el autor del libro que lleva su nombre. La tradición judía, antes y durante el tiempo de Cristo, también rinde claro testimonio de la genuineidad de la profecía de Daniel. En sus “Antigüedades de los Judíos” (libro XI, cap. 8, 5), el erudito sacerdote judío y fariseo, Josefo (alrededor de 40-100 d.C.), escribe: “Cuando fue mostrado a Alejandro Magno (m.323 a.C.) el Libro de Daniel, en el que Daniel declaraba que un griego destruiría el imperio persa, él supuso que él era la persona de la que se hablaba”. Antes de la Era Cristiana, el primer Libro de los Macabeos (escrito en la primera parte del siglo primero a.C.) demuestra estar familiarizado con la versión de los Setenta de la profecía de Daniel (cf. I Mac., 1, 54; Dn., 9,27; I Mac. 2, 59 y Dn. 3,6), de donde se puede inferir lo siguiente:
· que en esa fecha el Libro de Daniel ya debe haber tenido un tiempo considerable de haber sido traducido al griego y
· que su composición debe haber antecedido con mucho más tiempo a esta traducción, de modo que es poco probable ubicar su origen bajo el reinado de Antíoco Epifanes.
También los oráculos sibilinos (libro III, versos 388 y ss), que supuestamente fueron escritos alrededor del 170 a.C., contienen alusiones a Antíoco IV y a los diez cuernos de Dn. 7, 7- 24, e indica, por tanto, una fecha anterior a la propuesta por quienes proponen la teoría de una fecha más temprana. Aún más particularmente, la traducción del Pentateuco de los Setenta, elaborada cerca del año 285 a.C., en Deut. 32,8 exhibe una doctrina acerca de los ángeles guardianes, aparentemente tomada del Libro de Daniel y así prueba la existencia de ese escrito sagrado desde mucho antes de la época de Antíoco Epifanes. Según Josefo (Contra Apion, VIII), finalmente, el canon del Antiguo Testamento de los judíos de Palestina, que siempre ha incluido a Daniel entre sus “escritos”, fue clausurado por Esdras (mediados del siglo V a.C.), o sea, en una fecha tan cercana a la composición del libro que se puede certificar fácilmente su genuineidad y explicaría naturalmente su inserción en el canon palestino.
Para fortalecer más la deducción hecha arriba a partir de esos testimonios externos, los eruditos conservadores hacen referencia a las siguientes bases, directas e indirectas. A lo largo de la segunda parte de su libro Daniel habla en primera persona y con ello se declara implícitamente como el escritor de los capítulos 7-12. No sólo eso, sino que en las palabras: “Entonces él [Daniel] escribió el sueño y narró la totalidad de los asuntos”, se tiene una afirmación que le atribuye explícitamente a él la escritura de la primera visión (cap. 8) e, implícitamente, la de las visiones subsiguientes, indisolublemente unidas a la del inicio. Así pues, si las visiones descritas en la segunda parte del libro son obra de él, lo mismo se debe admitir en lo tocante a las narraciones que constituyen la primera parte del libro (caps. 1-6), dada la reconocida unidad de la obra. Y del mismo modo se tiene evidencia intrínseca sobre la autoría de Daniel. También apuntan las bases intrínsecas en la misma dirección, ya que parecen demostrar que el autor del Libro de Daniel fue
· un residente de Babilonia
· alguien que escribió en el mismo período al que perteneció el profeta Daniel, y
· alguien que se puede identificar con el profeta mismo.
La primera de esas posiciones, se afirma, surge a partir de la gran familiaridad demostrada por el autor en la porción histórica del libro (caps. 1-6) con relación a las maneras, costumbres, historia, religión, etc. de los babilonios que él refiere en minucioso detalle. El color local de sus descripciones y la referencia exacta que hace de algunos hechos son tales que solamente se pueden explicar en un residente de Babilonia. También surge al comparar la forma de las profecías de Daniel en los capítulos 7-12 con las circunstancias que rodeaban a un habitante de Babilonia y, en particular, con los monumentos de ese país. Por ejemplo, la imaginería de la visión de Daniel en el capítulo séptimo es casi idéntica a la encontrada en los monumentos de las ruinas de Nínive; en los capítulos 8, 2 (texto hebreo), y 10,4, las orillas del río son utilizadas apropiadamente como escenas de las visiones de Daniel. Aunque el autor del Libro de Daniel se muestra muy conocedor de Babilonia, no demuestra lo mismo acerca de Persia y Grecia como debería esperarse si, en vez de haber vivido en el siglo seis a. C. hubiera sido contemporáneo de Antíoco Epifanes.
Esta ausencia de conocimientos precisos de los tiempos que siguieron al período babilonio ha servido a veces para probar la segunda posición: que el escritor pertenecía a ese período y no a otro. Más frecuentemente, sin embargo, y con mayor fuerza, las características lingüísticas del Libro de Daniel se han utilizado para establecer la segunda posición. Se ha afirmado, por una parte, que el hebreo de Daniel, con sus numerosos arameísmos, se parece bastante al de Ezequiel, y que, por ello, debe ser del período del exilio; por otra parte, que las partes arameas de Daniel (2,4-7) están en total acuerdo con el arameo de Esdras, mientras que se distinguen del lenguaje de las más antiguas paráfrasis arameas del Antiguo Testamento por sus expresiones hebreas. En particular, la fácil transición del hebreo al arameo (2,4), y su opuesto (8, 1 y ss.), se explica- por lo que se dice- solamente si suponemos que el escritor y los lectores del libro dominan ambos. Este manejo libre de ambos lenguajes no es creíble de la era macabea sino de la de Daniel, del exilio, puesto que ambos estaban en uso igualmente. Los fundamentos intrínsecos para establecer la última posición (que el autor del Libro de Daniel es el profeta que lleva ese nombre), puede ser resumida en la siguiente frase: aunque ningún otro vidente del exilio babilónico ha sido, ni será nombrado como el probable redactor de las visiones descritas en el escrito inspirado, Daniel, gracias a su posición en la corte de Babilonia, a su profundización en el pensamiento caldeo y al problema de su llamado, según Dios se lo había mostrado, estaba excelentemente capacitado en ese momento para escribir las profecías que se le habían hecho a favor de la tranquilidad de los judíos de su tiempo y de las épocas subsiguientes.
Los estudiosos que han examinado esta evidencia en forma minuciosa y sin prejuicios han concluido que los críticos racionalistas están definitivamente equivocados al negar totalmente el carácter histórico del Libro de Daniel. Sin embargo, muchos de ellos aún cuestionan la absoluta congruencia de las pruebas extrínsecas e intrínsecas aducidas para probar la autoría de Daniel. Con razón estos últimos académicos rechazan como falsa la aseveración de Josefo que ubica el cierre del canon del Antiguo Testamento en la época de Esdras. Y es bien conocido el prejuicio del mismo historiador judío quien tendía a magnificar todo aquello que tiene que ver con su nación. Tienen una razón válida para dudar de su afirmación que las profecías de Daniel fueron mostradas a Alejandro Magno cuando este príncipe pasó a través de Palestina. Fácilmente explican como una glosa posterior la presunta referencia a las expresiones de Daniel en la versión de los Setenta del Deuteronomio, y ven como compatible la familiaridad del primer libro de los Macabeos y la profecía de Daniel con la teoría que niega la autoría a Daniel. E incluso con la composición del Libro de Daniel en tiempos de Antíoco IV. En lo tocante al último testimonio externo a favor de la genuineidad de ese escrito sagrado, o sea las palabras de Cristo acerca de Daniel y su profecía, los mismos académicos piensan que, sin perder la reverencia hacia la persona de Cristo y la credibilidad que sus palabras merecen, tienen el derecho de no considerar el pasaje de Mateo 24,15 como definitivamente concluyente. Jesús no dice explícitamente que Daniel escribió las profecías que llevan su nombre. No se puede inferir, por tanto, de las palabras de Jesús algo que puede ser objeto de disputa, o sea que por referirse a los contenidos de un libro Él confirmaba la creencia tradicional en su tiempo acerca de su autoría. De hecho muchos estudiosos cuya creencia en Cristo está más allá de la duda- por ejemplo, los católicos Padre Souciet, S.J., el obispo Hanneberg, Francois Lenormant y otros- han creído que la referencia de Cristo a Daniel en Mt. 24,15 no tiene la autoría de Daniel, al contrario de lo que afirman los académicos tradicionales que se basan principalmente en sus palabras.
Habiendo mostrado, a su propia satisfacción, el carácter no concluyente de la evidencia externa, o principal defensa de la posición tradicional, los oponentes de la autoría de Daniel tratan de probar que la evidencia apunta en forma decisiva al origen tardío que ellos adjudican al Libro de Daniel. En pocas palabras, estos son sus argumentos principales:
· Tal como se encuentra actualmente en la Biblia hebrea, el Libro de Daniel contiene referencias históricas que tienden a probar que su autor no fue testigo ocular de los acontecimientos a los que se refiere, como hubiese sido el caso si el autor fuera el profeta Daniel. Si su autor hubiese vivido durante el exilio, se aduce, no hubiera afirmado: “en al año tercero del reinado de Joaquim, rey de Juda, Nabucodonosor, rey de Babilonia llegó a Jerusalén y la sitió” (Dn. 1,1), pues esto se opone a Jeremías 36,9,29.
· No hubiera repetido la palabra “caldeos” utilizándolo como el nombre de una casta erudita, ya que este sentido no era usual en el idioma asirio-babilonio y de un origen no posterior al exilio. No hubiera hablado de Baltasar como “rey” (5, 1,23,5, etc., 8, 1), o como “hijo de Nabucodonosor” (5,2,18,etc.), ya que Baltasar nunca fue rey, ni él ni su padre tuvieron relación de sangre con Nabucodonosor,
· Hubiese evitado la afirmación “Dario el Meda lo sucedió en el trono” de Baltasar (5,31), ya que no hay campo para tal gobernante entre Nabonahid, el padre de Baltasar, y Ciro, el conquistador de Babilonia,
· No hubiese hablado de “los libros” (Dn. 9,2; texto hebreo), una expresión que implica que las profecías de Jeremías formaban parte de una bien conocida colección de libros sagrados, lo cual no sucedió en tiempos de Nabucodonosor y Ciro, etc.
· Las características lingüísticas del libro, tal como existen en la Biblia hebrea, también apuntan, según se dice, a una fecha posterior al tiempo de Daniel. Su hebreo es del tipo distintamente posterior que siguió a la época de Nehemías. Tanto en su porción hebrea como en la aramea existen palabras persas y al menos tres palabras griegas, lo cual ciertamente debe referirse a un período más tardío que el exilio en Babilonia.
No satisfecho con la mera inferencia que negaba que el Libro de Daniel había sido compuesto durante la cautividad, los oponentes de la autoría de Daniel buscan llegar a una conclusión positiva respecto al origen de la fecha de su origen. Con este propósito examinan los contenidos de ese escrito inspirado y creen que, con observar sus partes a la luz de la historia, pueden concluir definitivamente que fue compuesto en el tiempo de Antíoco Epifanes. Es fácil observar, se nos dice, que el interés de las visiones que conforman la segunda parte de Daniel culminan en las relaciones entre los judíos y Antíoco. Es este príncipe el sujeto aparente de Dn. 8, 9-13; 23-25, y a quien probablemente se llama “pequeño cuerno” en Dn. 7, 8; 20-21; 25, mientras que algunos acontecimientos de su reinado son aparentemente descritos en Dn. 9, 25-27, como indudablemente lo son en Dn. 11, 21-45; 12, 6-7; 10-12. Se afirma que quien guarde eso en mente debe ser llevado por la analogía de la Escritura a admitir que el libro pertenece al período de Antíoco. La regla es que “aún cuando los profetas del Antiguo Testamento transmiten un mensaje divino referente a días muy lejanos, tienen en mente las necesidades del pueblo de sus propios días. Ellos les recriminan sus pecados, los consuelan en sus penas, les fortalecen su esperanza y alejan sus miedos. Pero si el libro fue escrito en tiempos de Ciro, en Daniel no hay huella alguna de ello. Su mensaje se refiere decididamente al tiempo del fin, al período de Antíoco y de los Macabeos”. Y esta conclusión se confirma cuando se ve que la narración de la primera parte, al ser estudiada en referencia a los eventos del reinado de Antíoco, imparte lecciones apropiadas a los judíos de ese período. La cuestión de alimentarse de carne (Dn. 1, 8 ss.) constituía en ese tiempo una prueba a la fe (cf. I Mac. 1, 65 ss; II Mac. 6, 18 ss; 7). Las lecciones del horno ardiente y el pozo de los leones (Dn. 3; 6) fueron totalmente adecuados en tiempo de los Macabeos cuando se castigaba a los judíos con la muerte para obligarlos a adorar deidades extranjeras (cf. I Mac. 1, 43-54). Los relatos acerca de la humillación de Nabucodonosor (Dn. 4) y del destino de Baltasar (Dn. 5) también fueron calculados particularmente para consolar a los judíos que eran cruelmente oprimidos por Antíoco y sus oficiales. Tal punto de vista acerca de la fecha del Libro de Daniel está en armonía con el carácter apocalíptico de toda la obra, y se puede confirmar, se dice, por ciertos datos de la historia externa del libro, como por ejemplo su lugar entre “los escritos” del canon palestino, la ausencia de cualquier huella de la influencia de Daniel sobre la literatura postexílica antes del período macabeo, etc. A pesar del hecho de que algunos de esos argumentos en contra de la autoría de Daniel aún no han sido completamente rechazados, los académicos católicos generalmente se atienen a la postura tradicional, aunque no los obligue a ello ninguna decisión de la Iglesia.
Profecía de las setenta semanas
Varias secciones del Libro de Daniel contienen predicciones mesiánicas, cuyo objetivo general ha sido suficientemente señalado al explicar los contenidos y el objeto de ese escrito inspirado. Una de esas predicciones, sin embargo, reclama una consideración especial, dado el interés especial relacionado con sus contenidos. Se conoce como la profecía de las setenta semanas y se encuentra en un pasaje obscuro (9, 24-27), del cual lo que sigue es su versión literal
24. Setenta semanas [literalmente heptads] están fijadas sobre tu pueblo y tu ciudad santa para poner fin a la rebeldía, para sellar los pecados, para expiar la culpa, para instaurar justicia eterna, para sellar visión y profecía, para ungir el santo de los santos [literalmente la santidad de la santidad]. 25. “Entiende y comprende: Desde el instante en que salió la orden de volver a construir Jerusalén, hasta un Príncipe Mesías, [hay] siete semanas y sesenta y dos semanas, [con] plaza y foso serán reconstruidos, pero en la angustia de los tiempos. 26. Y después de las sesenta y dos semanas un Mesías será suprimido, y no habrá para él..[ Sept. kai ouk estai]. y destruirá la ciudad y el santuario el pueblo de un príncipe que vendrá. Su fin será un cataclismo y, hasta el final, [habrá] guerra y los desastres decretados. 27. Él concertará con muchos una firme alianza una semana; y en media semana hará cesar el sacrificio y la oblación, y en el ala del Templo estará la abominación de la desolación, hasta que la ruina decretada se derrame sobre el desolador.
La dificultad de traducir este pasaje del texto hebreo solamente es superada por la de interpretar sus contenidos. La mayoría de los comentaristas admiten, claro, que las setenta semanas son semanas de años, que se dividen en tres períodos de 7, 62 y una semana de años, respectivamente. Pero no se ponen de acuerdo en lo que toca al punto exacto de partida y el término preciso de las setenta semanas. Del mismo modo, la mayor parte de ellos consideran que la profecía de las setenta semanas es una referencia mesiánica, pero incluso los interpretes católicos no están de acuerdo respecto a la naturaleza precisa de tal referencia. Algunos de entre ellos, siguiendo a Hardouin, S.J., a Calmet, O.S.B., etc., ven en el contenido de la profecía una referencia típica a Cristo, más que una literal como la que ha sido, y es aún, más usual en la Iglesia. En breve, las siguientes son las principales interpretaciones que se han dado a Dn. 9, 24-27.
· La primera es la visión antigua, que puede ser llamada tradicional, y que mantiene que la profecía de las setenta semanas se refiere directamente a Cristo encarnado, a su muerte, el establecimiento de la Nueva Alianza y la destrucción de Jerusalén por los romanos.
· La segunda es la de los estudiosos más recientes, principalmente los no católicos, los cuales refieren todo el pasaje directamente al tiempo de Antíoco Epifanes, con (generalmente cristianos) o sin (los racionalistas) ninguna referencia específica a Cristo.
· La tercera es la de algunos Padres de la Iglesia y de algunos teólogos recientes quienes entienden la profecía en forma escatológica, como una predicción del desarrollo del reino de Dios desde el fin del exilio hasta la plenitud de ese reino en la segunda venida de Cristo.
Texto y principales versiones antiguas
Una de las principales razones de la oscuridad que rodea la interpretación de Dn. 9, 24-27 radica en la condición tan pobre en que el texto original ha llegado a nosotros. No sólo en la profecía de las setenta semanas, sino a lo largo de sus secciones hebreas (Dn. 1-2,4; 8-9) y aramea (2,4-7), el texto deja ver varios defectos que es más fácil señalar que corregir. La lingüística, el contexto, y las traducciones antiguas de Daniel generalmente no ayudan gran cosa para intentar la restauración de la lectura primitiva. La más antigua de todas esas traducciones es la versión griega conocida como los Setenta, cuyo texto nos ha llegado, no en su forma original, sino en la forma que le dio Orígenes (fallecido alrededor del 254 d.C.) para la composición de su Hexapla. Antes de esa revisión hecha por Orígenes, el texto de los Setenta era considerado como tan falto de credibilidad, por la libertad de traducción y por las alteraciones que se le habían introducido, etc., que durante el siglo segundo de nuestra era fue rechazado por la Iglesia, la que adoptó mejor la versión griega de Daniel, elaborada en el mismo siglo por un prosélito judío, Teodoción. Esta versión de Teoditión era aparentemente una revisión muy hábil de los Setenta a partir del texto original y es la que se encuentra incorporada a la edición de los Setenta publicada por Sixto V en 1587. En la edición de los Setenta elaborada por el Dr. H.B. Swete las versiones de Orígenes y la de Teodoción fueron apropiadamente impresas lado a lado en páginas opuestas (vol. III, pp. 498 y ss.). La versión de las versiones protocanónicas del Libro de Daniel en la Vulgata latina es la traducción hecha por San Jerónimo a partir del mismo texto hebreo y arameo que se encuentran en las biblias hebreas actuales.
Partes Deuterocanónicas
Las secciones hebrea y aramea del Libro de Daniel, de las que hemos hablado hasta aquí, son las únicas que aparecen en la Biblia hebrea y que son reconocidas como sagradas y canónicas por los protestantes. Pero aparte de dichas secciones, la Vulgata y las traducciones griegas de Daniel (Setenta y Teodoción), a una con otras versiones antiguas y moderna, contienen tres partes muy importantes, que son deuterocanónicas. Ellas son:
· La oración de Azarías y el canto de los tres jóvenes, frecuentemente interpolados en el capítulo tercero, entre los versículos veintitrés y veinticuatro;
· La historia de Susana, encontrada como el capítulo 13, al fin del libro;
· La historia de la destrucción de Bel y del dragón, finalizando el libro como capítulo 14.
El primero de estos fragmentos (Dn. 3, 24-90) consiste en una oración en la que Azarías, de pie en medio del horno, pide a Dios que lo libre a él y a sus compañeros, Ananías y Misael, y que avergüence a sus enemigos (versículos 24-25); una breve información del hecho que el ángel del Señor salvó del peligro a los tres jóvenes mientras el fuego consumía a los caldeos sobre el horno (46-50); y una doxología (52-56) que culmina en un himno más conocido como el “Benedicite” (57-90). El segundo fragmento (cap. 13) narra la historia de Susana. Ella era la fiel esposa de un rico judío llamado Joaquim que vivía en Babilonia. Falsamente acusada de adulterio por dos ancianos indignos cuyos criminales avances ella había rechazado. Fue sentenciada a muerte por el tribunal antes de que fuera juzgada. Mientras era llevada a su ejecución, Daniel, movido por Dios, amonestó al pueblo por haber condenado a muerte a una hija de Israel sin suficiente deliberación. Él mismo examinó a los dos testigos separadamente y probó que su testimonio era contradictorio. En cumplimiento de la ley de Moisés (Deut.19, 18-19), los dos ancianos fueron ejecutados y “Daniel se hizo grande a los ojos del pueblo desde entonces”. La última parte deuterocanónica de Daniel (cap. 14) contiene la narración de la destrucción de Bel y del dragón. Cuenta primero la astuta manera como Daniel desengañó al rey, Ciro, que consideraba al ídolo babilonio llamado Bel como “un dios viviente” que realmente comía abundantes ofrendas, aunque quienes las comían eran los sacerdotes paganos y sus familias. En consecuencia, los impostores fueron muertos y Bel y su templo fueron destruidos. Enseguida narra, cómo Daniel causó la muerte de un dragón a quien los babilonios adoraban y a los que el rey deseaba adorar como a un “dios vivo”. Enfurecido, el pueblo forzó al rey a entregarles a Daniel y a arrojarlo en una cueva de leones. Daniel permaneció ahí por seis días, alimentado por el profeta Habakuk quien fue milagrosamente transportado desde Judea a babilonia. Al séptimo día, al encontrar el rey a Daniel vivo entre los leones, alabó en voz alta al Dios de Daniel y entregó a los acusadores de Daniel al mismo destino del que Daniel había escapado milagrosamente. Sin duda alguna, el griego es la forma más antigua en la que nos han llegado esas partes deuterocanónicas del Libro de Daniel, pero ello no constituye prueba de que fueron compuestas en ese lenguaje. Es más probable que haya existido un original hebreo que ya no existe. Es claro que la posición que ve estos tres fragmentos como textos escritos originalmente en un lenguaje distinto del griego hace más fácil suponer que eran partes integrales del libro desde el principio. Sin embargo, no soluciona el problema de su fecha y autoría. Algunos estudiosos conservadores (Vigoroux, Gilly, etc.) conceden que los dos últimos son probablemente obra de un autor distinto y posterior al resto del libro. Por otra parte, casi todos los escritores católicos sostienen que la oración de Azarías y el Canto de los Tres Jóvenes no pueden ser disociados del contexto anterior y posterior en Dn. 3, y que por lo tanto deben ser referidos al tiempo de Daniel si no es que al profeta mismo. En realidad existen dificultades insuperables para determinar una fecha tan temprana para Dn. 3, 24-90, de modo que este fragmento, al igual que los otros dos, deberían quizás ser adjudicados a algún autor desconocido que vivió mucho después del exilio. Finalmente, aunque las partes deuterocanónicas de Daniel parecen contener anacronismos, no deben ser tratados- como hizo San Jerónimo- como simples fábulas. Una investigación más objetiva probablemente admitirá que ellos encarnan tradiciones orales y escritas con cierto valor histórico. Pero, sea lo que se piense acerca de estas cuestiones literarias e históricas, no puede haber duda alguna que al decretar el carácter sagrado y canónico de estos fragmentos, el Concilio de Trento proclamó la creencia antigua y moralmente unánime de la Iglesia de Dios.
Fuente: Gigot, Francis. "Book of Daniel." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04621b.htm>..GIGOT
Traducido por Javier Algara Cossío