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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Suicidio

De Enciclopedia Católica

Revisión de 16:08 6 nov 2008 por Sysop (Discusión | contribuciones)

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Concepto y división

El suicidio es el acto en el cual uno mismo causa su propia muerte, sea destruyendo definitivamente la propia vida —por ejemplo, ocasionándose una herida mortal—, u omitiendo hacer lo necesario para escapar de la muerte —como por ejemplo rehusar abandonar una casa en llamas—. Por tanto, desde un punto de vista moral debemos tratar no sólo la prohibición del suicidio definitivo, sino también la obligación que le incumbe al hombre de preservar su vida.

El suicidio es directo cuando una persona tiene la intención de causar su propia muerte, ya como fin, ya como medio para lograr otro fin, como cuando un hombre se suicida para escapar condenas, vergüenza, ruina, etcétera. Es indirecto —aunque normalmente no se llame por este nombre— cuando la persona no lo desea, ya como fin o como medio; no obstante, comete un acto que de hecho provoca la muerte, como cuando se consagra al cuidado de los aquejados de la peste y sabe que sucumbirá en la tarea.

Moralidad

La enseñanza de la Iglesia católica sobre la moralidad del suicidio puede resumirse como sigue:

El suicidio directo y definitivo

El suicidio definitivo y directo perpetrado sin el consentimiento de Dios constituye siempre una injusticia grave para con Él. Destruir una cosa es deshacerse de ella como amo absoluto y actuar como alguien que posee dominio total e independiente sobre ella; mas el hombre no posee este dominio total e independiente sobre su vida, ya que el dueño debe ser superior a su propiedad. Dios se ha reservado la potestad directa sobre la vida; Él es dueño de su sustancia y le ha dado al hombre sólo el dominio práctico, el derecho de uso, con el cometido de proteger y preservar dicha sustancia, esto es, la vida misma. Por consiguiente, el suicidio es una tentativa contra la autoridad y el derecho de propiedad del Creador. A esta injusticia se añade una ofensa grave contra la caridad que el hombre se debe a sí mismo, ya que por su acción se priva del máximo bien que posee y de la posibilidad de alcanzar su fin último. Además, la gravedad del pecado empeora si al quitarse la vida se eluden las obligaciones existentes de la justicia o los actos de caridad, que podía y debía cumplir, tales como la piedad conyugal, paternal o filial. Que el suicidio es ilícito es la enseñanza de la Sagrada Escritura y de la Iglesia, la cual condena el acto como el crimen más atroz y, por el odio que le tiene y para suscitar el horror en sus hijos, le niega al suicida el sepelio cristiano. (Actualmente esto ha sido cambiado y si se le da sepultura cristiana por lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica en el numero 2283; “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por vías que él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento saludable. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida.”) Por otro lado, el suicidio se opone directamente a la tendencia más poderosa e invencible de toda criatura, especialmente del hombre: la conservación de la vida. Finalmente, para que un hombre sensato se quite deliberadamente la propia vida, debe primero, como regla general, haber aniquilado en sí mismo todos los goces de la vida espiritual, puesto que el suicidio está en total oposición a todo lo que nos enseña la religión cristiana sobre el fin y el objeto de la vida y, salvo en casos de locura, es la conclusión natural de una vida desordenada, débil y cobarde.

La razón que hemos presentado para probar la malicia del suicidio, a saber, el derecho y el dominio de Dios, justifica asimismo la modificación del principio general: como Dios es señor de nuestra existencia, Él puede con su propio consentimiento eliminar del suicidio todo lo que constituya su desorden. De este modo justifican algunas autoridades la conducta de ciertos santos, quienes, impelidos por el deseo del martirio y especialmente por el deseo de proteger su castidad, no esperaron que el verdugo los ejecutara, sino que de una manera u otra lo buscaron en sí mismos; no obstante, la voluntad divina debería manifestarse claramente en cada caso particular.

Se ha formulado la pregunta: ¿puede suicidarse un condenado si se lo ordena el juez? Algunos autores responden esta pregunta afirmativamente y basan su argumento en la facultad de la sociedad para castigar a ciertos malhechores con la muerte y de encargar el trabajo de verdugo a cualquiera; por consiguiente, también el malhechor puede llevar a cabo la sentencia. Nosotros compartimos la opinión más ampliamente aceptada, a saber, que esta práctica, frecuente en algunos países del Este, no es lícita. La justicia vengativa —y, en realidad, toda justicia— requiere una distinción entre el sujeto de derechos y el de deberes; en el caso presente, entre el que castiga y el castigado. Finalmente, el mismo principio que prohibe a uno ocasionar su propia muerte también le prohibe aconsejar, mandar u ordenar —con la intención directa de suicidio— que otro le ejecute.

El suicidio positivo e indirecto

El suicidio positivo pero indirecto cometido sin el consentimiento divino también es ilícito, a menos que, bien mirado, exista razón suficiente para hacer lo que traiga como resultado la muerte. De ahí que no sea pecado, sino un acto de virtud exaltada, el viajar a tierras salvajes para predicar el Evangelio o acudir a la cabecera de los aquejados por la peste y atenderlos, aun cuando los que eso hacen prevén la posibilidad de una muerte pronta e inevitable; tampoco es pecado que los obreros, en cumplimiento de sus deberes, suban a los tejados y a los edificios y se expongan con ello a la muerte, etcétera. Todo esto es lícito precisamente porque el acto mismo es bueno y recto, pues, al menos en teoría, las personas ya aludidas no persiguen, ni como fin ni como medio, el resultado funesto, es decir, la muerte; y, además, si resultase un mal, sería compensado en gran parte por el efecto bueno y provechoso que buscan. Por otro lado, es pecado exponerse al peligro de muerte para dar prueba de valor, para ganar una apuesta, etcétera, porque en todos estos casos el fin no compensa de ninguna forma el peligro de muerte que se corre. Para juzgar si existe o no razón suficiente para una acción a la que aparentemente le seguirá la muerte, deben considerarse todas las circunstancias, esto es, la importancia del resultado benéfico, la mayor o menor certeza de que se logrará, el mayor o menor peligro de muerte, etcétera, problemas que en un caso específico pueden ser difíciles de resolver.

El suicidio negativo y directo

El suicidio negativo y directo sin el consentimiento de Dios constituye el mismo pecado que el suicidio positivo. De hecho, el hombre tiene sobre su vida únicamente el derecho de uso con las obligaciones correspondientes de preservar el objeto del dominio de Dios: la sustancia de su vida. Por consiguiente, obviamente falla en esta obligación de usufructuario quien descuida los medios necesarios para la preservación de la vida, esto con la intención de destruirla, y, por tanto, viola los derechos de Dios.

El suicidio negativo e indirecto

El suicidio negativo e indirecto sin el consentimiento de Dios también es una tentativa contra los derechos del Creador y una injusticia para con Él cuando se descuidan sin causa suficiente todos los medios de conservación que se deberían utilizar. Si una persona como usufructuaria está obligada en justicia a preservar su vida, es lógico que está igualmente obligada a hacer uso de todos los medios ordinarios que se imponen en circunstancias normales, esto es:

debería emplear todos los medios ordinarios que la naturaleza misma facilita, tales como comer, beber, dormir y así sucesivamente;

además, debería evitar todos los peligros que pueden evitarse fácilmente; por ejemplo, huir de una casa en llamas, huir de un animal enfurecido cuando puede hacerse sin dificultad.

De hecho, descuidar los medios ordinarios para la preservación de la vida equivale a suicidarse, mas lo mismo no puede decirse con respecto a los medios extraordinarios. Así, los teólogos enseñan que para preservar la vida uno no está obligado a emplear remedios que, teniendo en cuenta la salud propia, se consideran como extraordinarios y suponen gastos extraordinarios; no hay obligación de someterse a operaciones quirúrgicas muy penosas ni a amputaciones considerables ni viajar al exilio para buscar un clima más benéfico, etcétera. Si hacemos una comparación, el arrendatario de una casa está obligado a cuidar de ella como conviene a un buen padre de familia, a utilizar los medios ordinarios para la conservación de la propiedad, por ejemplo, extinguir un fuego que sea fácil de extinguir, etcétera; pero no está obligado a emplear medios considerados extraordinarios, tales como procurar las últimas novedades que haya producido la ciencia para prevenir o extinguir un incendio.

Aplicación de los principios

Los principios esbozados en las cuatro proposiciones o divisiones dadas arriba deberían servir para la solución de casos particulares; sin embargo, la aplicación puede que no siempre sea fácil, y, de esta manera, una persona puede quitarse la vida mediante un acto objetivamente ilícito y aun así considerarse tolerable y hasta un acto de virtud exaltada.

Podría preguntarse si una persona puede realizar u omitir un acto que pueda dañar su salud y acortar su vida. Aplicando los principios anteriores: antes que nada está claro (por la 1.ª y 3.ª proposición, A y C) que no puede tener como objetivo adelantar la muerte; mas, haciendo a un lado esta hipótesis, puede decirse, por una parte, que exponerse sin razón suficiente a un abreviamiento considerable de la vida constituye un daño grave a los derechos del Creador; y por otro lado, si el peligro de muerte no es inminente, aunque es de temerse que la vida pueda acortarse aún por varios años, no es un pecado grave, sino venial. Este es el caso con el beodo, que por intemperancia causa su muerte prematura.

Nuevamente, debe tenerse en cuenta que, con la adición de un motivo razonable, la acción puede ser totalmente lícita y hasta un acto de virtud; así, el obrero no peca al dedicarse a los trabajos pesados, y los santos realizaron un acto muy meritorio y altamente virtuoso cuando, a fin de vencer sus pasiones, laceraron y torturaron sus cuerpos con penitencia y ayuno, y, con ello, fueron la causa de su muerte prematura.

Frecuencia del suicidio; causas principales

La plaga del suicidio pertenece especialmente al período de la decadencia de las civilizaciones de la antigüedad: griegos, romanos y egipcios. La Edad Media cristiana no conoció esta tendencia morbosa, mas ha vuelto a aparecer en los últimos tiempos, se ha desarrollado constantemente desde el Renacimiento y actualmente ha alcanzado tal intensidad entre las naciones civilizadas que puede considerarse uno de los males especiales de nuestros tiempos.

Este índice de suicidio obviamente incluye suicidios que se pueden atribuir a las enfermedades mentales, pero no podemos aceptar la opinión de un gran número de médicos, moralistas y juristas que, llevados al error por una filosofía errada, establecen como regla general que el suicidio siempre se debe a la demencia, ya que grande es el horror que este acto inspira en todo hombre cuerdo. La Iglesia rechaza esta teoría y, aunque acepta excepciones, considera que dichos desgraciados que intentan suicidarse, impelidos por la desesperación o la ira, a menudo actúan por malicia o cobardía culpable. De hecho, la desesperación y la ira no son generalmente movimientos del alma imposibles de resistir, especialmente si uno no descuida la ayuda que ofrece la religión, la confianza en Dios, la creencia en la inmortalidad del alma y en la vida futura de recompensas y castigos.

Se han presentado muchas y variadas razones para explicar el alto índice de suicidio, pero es más correcto decir que no depende de una causa particular, antes bien, en un conjunto de factores, tales como la situación social y económica, la miseria de un gran número, una búsqueda más febril de lo que se considera la felicidad y que a menudo termina en crueles decepciones, la cada vez más refinada búsqueda del placer, un estímulo más precoz e intenso de la vida sexual, el agotamiento intelectual, la influencia de los medios de comunicación y de las noticias sensacionalistas que provee a diario a sus lectores, las influencias de la herencia, los estragos del alcoholismo, etcétera. Pero es innegable que el factor religioso es muchísimo más importante, pues el aumento en los suicidios guarda relación con la descristianización de una nación.

Francia representa un ejemplo penoso paralelo a la descristianización sistemática; el número de suicidios por cada 100 000 aumentó de 8.32 en 1852 a 29 en 1900. La razón es obvia. La religión por sí sola, y especialmente la religión católica, nos instruye con respecto al seguro destino de la vida y de la importancia de la muerte; ella sola proporciona una solución al enigma del sufrimiento, ya que presenta al hombre viviendo en el exilio y al sufrimiento como el medio para conseguir la gloria y la felicidad de una vida futura. Por sus doctrinas de la eficacia del arrepentimiento y la práctica de la confesión, alivia el sufrimiento moral del hombre; prohibe y previene en gran medida los desórdenes de la vida; en pocas palabras, es de una naturaleza que previene las causas que se calculan impelen al hombre a la acción extrema.

Obras generales de teología y de filosofía moral, especialmente en referencia a los principios, la frecuencia y las causas del suicidio: WALTER in Staatslexikon (2.ª ed., Friburgo, 1903), s.v. Selbstmord; MASARYK, Der Selbstmord als sociale Massenerscheinung der modernen Civilisation (Viena, 1881); MORSELLI, Suicide, International Scientific Series (Nueva York, 1882); BAILEY, Modern Social Conditions (Nueva York, 1906); SCHNAPPER-ARNDT, Socialstatistik (Leipzig, 1906); KROSE, Des Selbstmord im 19en Jahrhundert (Friburgo, 1906); NIEUWBARN, Beknopt kerkelyk Handwoordenboek (Tilburgo, 1910); JACQUART, Essais de statistique morale: I, Le Suicide (Bruselas, 1908).

A. VANDER HEEREN Transcrito por Tomas Hancil Traducción de Manuel Rodríguez Rmz.