Moral
De Enciclopedia Católica
Es necesario dejar clara, desde el principio de este artículo, la distinción entre moral y ética, términos que, con cierta frecuencia, se utilizan como sinónimos. La moral es un antecedente de la ética: se refiere a aquellas actividades concretas para las cuales la ética es la ciencia. Puede ser definida como la conducta humana en cuanto que está sometida libremente al ideal de lo que se considera correcto y apropiado. Este ideal que gobierna nuestras acciones libres es común a todos los hombres. Aunque existen amplias diferencias entre las distintas teorías sobre la ética, sin embargo hay un acuerdo fundamental en relación con las líneas generales de conducta que se consideran deseables tanto en la vida pública como en la privada. Por eso Hobhouse ha afirmado: "El estudio comparativo de la ética que, en sus primeras fases, resulta adecuado para impresionar a los estudiosos con un desconcertante sentido de la diversidad de los juicios morales, acaba más bien por impresionarles con una uniformidad que es más importante y de mayor alcance. En los datos que hemos registrado, correspondientes a amplias extensiones de espacio y tiempo, se observa que hay una recurrencia en los aspectos comunes de la moral ordinaria que, a mi modo de ver, no son menos impresionantes que las variaciones que también aparecen" (Morals in Evolution, I, 1, n. 11). Esta uniformidad se observa, claramente, más en los principios que en su aplicación. Las reglas de conducta reales difieren ampliamente. Mientras que el respeto a los padres puede ser reconocido universalmente como una obligación, ciertas tribus salvajes creen que el amor filial les exige abandonar a sus padres cuando aparecen los achaques y las enfermedades propios de la edad. Incluso aceptando todas estas diferencias, puede decirse que la voz común de la especie humana proclama que es bueno para un hombre respetar a sus mayores; cuidar y proveer de lo necesario a los hijos; controlar sus más bajos apetitos; ser honrado y justo en sus tratos, incluso cuando ello va en su propio perjuicio; mostrar benevolencia con el prójimo en momentos de angustia; soportar las penas y las desgracias con fortaleza. Y tan sólo en tiempos relativamente recientes se puede encontrar a personas que niegan que, más allá de todo lo anterior, el hombre debe honrar a Dios y preferir los intereses de su país a los suyos propios. De hecho, el avance de la moral no descansa tanto en el descubrimiento de nuevos principios como en la mejor aplicación de los que ya están aceptados, en el reconocimiento de su verdadera esencia y de su sanción última, en la ampliación de las áreas en las que deben mantenerse como un compromiso y en la eliminación de las corrupciones que no son compatibles con su observancia.
La relación entre moral y religión ha sido objeto de intensos debates durante el siglo pasado. En la más reciente filosofía ética, se mantiene vigorosamente que la acción moral correcta es completamente independiente de la religión. Esto es lo que mantienen las escuelas Evolucionista, Positivista e Idealista. Y se ha llevado a cabo una activa propaganda con objeto de reemplazar esta moral independiente por una moral basada en las creencias del Teísmo. Por otra parte, la Iglesia siempre ha afirmado que ambas están esencialmente conectadas y que la observancia de la ley moral es imposible fuera de la religión. Esto es una consecuencia necesaria de su doctrina respecto a la naturaleza de la moral. La Iglesia admite que la ley moral se puede conocer por medio de la razón: porque la regulación adecuada de nuestros actos libres, que es la esencia de la moral, consiste simplemente en su correcta ordenación con objeto de perfeccionar nuestra naturaleza racional. Pero la Iglesia insiste en que la ley obliga en última instancia por la voluntad del Creador, quien formó nuestra naturaleza y quien nos impone sus mandatos como un deber; y que su sanción última es la pérdida de Dios, como consecuencia de su violación. Es más, entre las obligaciones que prescribe la ley moral hay algunas que están relacionadas con la misma Divinidad y, como tales, son de suprema importancia. Allí donde la moral está divorciada de la religión, la razón podrá, sin duda, permitir al hombre reconocer ampliamente el ideal hacia el que apunta su naturaleza. Pero hay que buscar más allá pues, de lo contrario, el hombre desatenderá alguno de sus deberes más esenciales. Es más, perderá los fuertes motivos de obediencia a la ley proporcionados por el sentido de obligación hacia Dios y el conocimiento del tremendo castigo que se deriva de su incumplimiento (motivaciones que la experiencia demuestra que son necesarias como salvaguardia contra la influencia de las pasiones). Finalmente, sus actos, aunque estén de acuerdo con la ley moral, no estarán basados en la obligación impuesta por la voluntad divina sino en consideraciones sobre la dignidad humana y sobre lo que es bueno para la sociedad. Sin embargo, estas motivaciones no pueden ser consideradas, estrictamente hablando, como obligatorias. Pero donde falta una razón que obligue, los actos carecen de un elemento esencial para que sean verdaderamente morales. Además, en relación con esto, la Iglesia insiste en la doctrina del pecado original. Enseña que, en nuestra situación actual, hay una cierta oscuridad que empaña la visión que la razón tiene de la ley moral, además de un enfermizo apetito de independencia que nos empuja a transgredirla y una falta de control total sobre las pasiones; y que por culpa de esta tacha heredada, el hombre, a menos que sea ayudado por Dios, no es capaz de observar la ley moral a lo largo del tiempo. Newman ha descrito admirablemente, desde un punto de vista psicológico, esta debilidad en nuestra aceptación de la ley moral: "el sentido del bien y del mal . . . es tan delicado, tan vacilante, tan fácil de ser confundido, oscurecido, pervertido, tan sutil en sus métodos argumentativos, tan influenciable por la educación, tan manejable por el orgullo y la pasión, tan inconstante a lo largo del tiempo que, en la lucha por la existencia entre los diversos ejercicios y triunfos del intelecto humano, este sentido es, a la vez, el mejor de los maestros y el menos luminoso" (Newman, "Carta al Duque de Norfolk", sección sobre la conciencia).
Sin embargo, en relación con este asunto es necesario tener en cuenta también el argumento histórico. Se alega que existen varios hechos que vienen a demostrar que la moral puede disociarse de la religión. Se insiste en que (1) los pueblos más primitivos no relacionan sus creencias religiosas con el código moral que poseen; y que (2) incluso cuando la conciencia moral y el sistema religioso han alcanzado un alto nivel de desarrollo, las esferas de la religión y de la moral se contemplan a veces como separadas. Así, los habitantes de la Grecia clásica estaban influenciados en cuestiones de moral más por conceptos no religiosos, tales como la vergüenza natural (aidos) que por el temor a los dioses; mientras que un gran sistema religioso, el budismo, predicaba explícitamente la completa independencia del código moral respecto a cualquier creencia en Dios. A estos argumentos respondemos, primero: que los salvajes de hoy no son primitivos, sino degenerados. Es una simple superstición suponer que esos pueblos degradados pueden darnos alguna luz respecto a lo que eran las creencias del hombre en su estado primitivo. Para saber lo que es natural para el hombre debemos buscar entre los pueblos civilizados, que es donde el hombre se ha desarrollado normalmente. La evidencia que nos proporcionan está abrumadoramente a favor de la teoría de que la razón humana proclama la esencial dependencia de la moral respecto a las creencias religiosas. En relación con los argumentos que se exponen en sentido contrario, es preciso negar que la moral de los griegos estaba desconectada de la religión. Aunque es posible que ellos no se dieran cuenta de que las leyes prescritas por la vergüenza natural derivaban de un mandato divino, lo cierto es que la mayoría creía que su violación podría ser castigada por los dioses. Respecto a la creencia budista, hay que distinguir entre las enseñanzas metafísicas de Buda, o de algunos de sus discípulos, y la interpretación práctica de esas enseñanzas, tal como se deduce de la vida del gran número de seguidores de su doctrina. Tan sólo los monjes budistas han seguido realmente las enseñanzas especulativas de su maestro en este punto y han disociado la ley moral de la creencia en Dios. Sin embargo, la mayoría de sus seguidores nunca lo hizo. Pero incluso los monjes, al tiempo que negaban la existencia de un Dios personal, consideraban como herejes a todos los que pusieran en tela de juicio la existencia de un cielo y un infierno. De esta manera, ellos también ayudan a dar testimonio de que existe una universal aceptación de que la ley moral se basa en una sanción sobrenatural. Sin embargo, podemos admitir sin dificultad que allí donde las concepciones religiosas y el código moral eran inmaduros e inadecuados, la relación entre ambos estaba menos claramente arraigada en el pensamiento y era menos profunda en la práctica de lo que ocurrió cuando el hombre se encontró en posesión de una verdad más completa respecto a ellos. Una comunidad griega o budista pueden haber conservado una cierta salud de tono moral aún cuando la obligación religiosa de la ley moral sólo se sintiera oscuramente, mientras que los preceptos ancestrales y las obligaciones cívicas fueran consideradas como motivos preponderantes. Hay que hacer una gran distinción entre estos casos y los de aquellos pueblos que habiendo aceptado inicialmente la fe cristiana, con su clara aceptación de la conexión que existe entre la obligación moral y la ley divina, más tarde han repudiado esta creencia a favor de una simple moral natural. No hay comparación entre "Antecristianos" y "Postcristianos". A nuestro juicio, la evidencia parece demostrar que es imposible a estos últimos retornar a los terrenos inadecuados de la obligación que pueden ser, a veces, suficientes para los pueblos que se encuentran todavía en un estado inmaduro de conocimiento; y que para ellos el rechazo de la sanción religiosa va seguido, invariablemente, por una decadencia moral que ha llevado inmediatamente a las corrupciones de los más degradados periodos de nuestra historia. Se puede observar este fenómeno allí donde se ha extendido la gran revolución contra el cristianismo, que empezó en el s. XVIII y que tiene tantas influencias hoy en día. Naturalmente, es en Francia, país en el que empezó la revolución, donde el movimiento ha alcanzado su más completo desarrollo. Allí, sus efectos no son discutidos. La tasa de natalidad ha disminuido de tal manera que la población hubiera descendido de no haber sido por la inmigración de flamencos e italianos; la vida cristiana en familia está desapareciendo; el número de divorcios y suicidios se multiplica anualmente; uno de los síntomas más ominosos de lo que ocurre es el alarmante incremento de la delincuencia juvenil. Pero estos efectos no sólo se producen en Francia. Este movimiento ajeno al cristianismo se ha extendido a determinadas capas de la población en Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y Australia, países que ofrecen, en otros aspectos, una amplia variedad de circunstancias. Siempre se producen, aunque con diversos grados, los mismos resultados; por ello, un observador imparcial sólo puede llegar a la siguiente conclusión: que, para un pueblo que ha alcanzado la madurez , la moral es esencialmente dependiente de la sanción religiosa y que cuando ésta es rechazada la moral decae inmediatamente.
Aceptando que la religión es la base esencial de la acción moral, podemos ir más allá y preguntarnos cuáles son las condiciones clave necesarias para el crecimiento y el desarrollo tanto de la moral individual como de la moral colectiva. En un primer momento, pueden mencionarse tres, que son: (1) una adecuada educación de la juventud, (2) una opinión publica saludable, y (3) una legislación acertada. Sólo será necesario dar una breve pincelada sobre cada uno de estos puntos.
1. En el concepto educación incluimos la primera formación en el hogar y los años posteriores de vida escolar. La familia es la verdadera escuela de moral, una escuela que no puede ser reemplazada por nada. En ella se enseña al niño obediencia, confianza, autocontrol y otras virtudes primarias. La obligación de practicarlas se le inculca por aquellos cuya autoridad él reconoce de inmediato y en cuya palabra él no tiene ni sombra de duda; además, la observancia del precepto es fácil gracias al afecto que le une con las personas que se lo imponen. Por lo tanto, la Iglesia siempre ha declarado, con razón, que el divorcio es fatal para los verdaderos intereses de un pueblo. Allí donde el divorcio es frecuente, desaparece la vida en familia, en su más alto concepto, y con ella perecen los fundamentos de la moral de un pueblo. Del mismo modo, la Iglesia mantiene que durante los años de vida escolar la atmósfera religiosa y moral es de vital importancia y que sin ella la posesión de una cultura intelectual es un peligro más que una seguridad.
2. Apenas es necesario hacer nada más que llamar la atención sobre la necesidad de una opinión pública sana. La mayor parte de la gente no tiene ni posibilidad ni tiempo de determinar un estándar de nivel moral por sí misma. Acepta el que predomina a su alrededor. Si el nivel es alto, no se lo cuestionará. Si es bajo, no pretenderá alcanzar otro más elevado. Cuando las naciones eran católicas, la opinión pública estaba predominantemente orientada por la doctrina de la Iglesia. En nuestros días, está formada básicamente por la prensa; y puesto que la prensa en su conjunto contempla la moral al margen de la religión, los estándares propuestos son, inevitablemente, muy distintos de aquellos que la Iglesia hubiera deseado. De aquí, la inmensa importancia de una prensa católica que, incluso en un entorno no católico, pueda mantener una visión verdadera en las mentes de aquellos que reconocen la autoridad de la Iglesia. Pero la opinión pública está también ampliamente influenciada por asociaciones voluntarias de uno y otro signo; y en los últimos años los católicos han llevado a cabo una inmensa tarea organizando asociaciones con este propósito, entre las cuales el ejemplo más notable es la alemana Volksverein.
3. Puede decirse con razón que la mayor parte de la legislación de un país afecta, de un modo u otro, a su nivel moral. Por supuesto, este es el caso clarísimo de las leyes que se refieren a la familia o a la educación; y, junto a ellas, las leyes concernientes al consumo de alcohol y a las restricciones de la literatura perniciosa actúan sobre la moral pública por su objeto inmediato. Pero esto es también cierto en cualquier legislación que se refiera a las circunstancias de la vida de las personas. Por ejemplo, las leyes que establecen las condiciones de trabajo y que protegen al pobre de las manos de los usureros promueven la moralidad puesto que ponen al hombre a salvo de esa degradación y desesperanza que hacen prácticamente imposible la vida moral. Por lo tanto, es evidente lo necesario que resulta que la Iglesia tenga formada una opinión sobre todas estas cuestiones, y en todos los países, y que pueda hacer oír su voz. (Ver ÉTICA; LEY.)
Cathrein, Religion und Moral (Freiburg, 1900); Fox, Religion and Morality (New York, 1899); Devas, Key to the World's Progress (London, 1906); Idem, Studies of Family Life (London, 1886); Balfour, Foundations of Belief (London, 1895), Part I, i; Catholic Truth Society's Lectures on the History of Religions (London, 1910).
G. H. JOYCE Transcrito por Robert H. Sarkissian Traducido por Juan Ramón Martínez Maurica