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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Sistema de Leibniz

De Enciclopedia Católica

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Gottfried Wilhelm von Leibniz nació en Leipzig el 21 de junio (1 de julio) de 1646. En 1661 entró a la Universidad de Leipzig como estudiante de filosofía y leyes, y en 1666 recibió el grado de doctor en Derecho en Altdorf. Al año siguiente, conoció al diplomático Baron von Boineburg por cuya sugerencia entró al servicio diplomático del Elector de Mainz. Del año 1672 al 1676 trabajó como representante diplomático de Mainz ante la corte de Luis XIV. Durante este período tuvo la oportunidad de visitar Londres, donde conoció a los más eruditos matemáticos, científicos y teólogos ingleses de ese momento. En París hizo amistad con prominentes representantes del catolicismo y comenzó a interesarse en las cuestiones que constituían tema de discusión entre católicos y protestantes. En 1676 aceptó el puesto de bibliotecario, archivista y consejero de la corte ante el Duque de Brunswick. El resto de su vida lo pasó en Hanover, excepción hecha de un breve intervalo durante el cual viajó a Roma y Viena con el propósito de consultar ciertos documentos relativos a la historia de la casa de Brunswick. Murió en Hanover el 14 de noviembre de 1716.

Como matemático, Leibniz tiene el honor de haber inventado, con Newton (en 1675), el cálculo diferencial. Como científico, apreció y promovió el uso de la observación y la experimentación: "Prefiero- dijo- a un Leeuwenhoek que me dice lo que ve que a un Descartes que me dice lo que piensa" Como historiador, enfatizó la importancia del estudio de documentos y archivos. Como filólogo, acentuó el valor del estudio comparativo de las lenguas e hizo algunas contribuciones al estudio del alemán. Como filósofo es, sin duda, el mayor pensador alemán del siglo XVIII, dado que Kant es ubicado entre los pensadores del siglo XIX. Finalmente, como estudioso de la política, percibió la importancia de la libertad de conciencia e hizo persistentes, aunque poco exitosos, esfuerzos por reconciliar a católicos y protestantes.


LEIBNIZ Y EL CATOLICISMO


Cuando Leibniz llegó a ser bibliotecario y archivista de la casa de Brunswick en 1676, el Duque de Brunswick era Johann Friedrich, recientemente convertido al catolicismo. Casi inmediatamente Leibniz empezó a intervenir a favor de la causa de la reconciliación de católicos y protestantes. En París conoció a varios prominentes jesuitas y oratorianos, y fue entonces cuando inició su célebre correspondencia con Bossuet. Con el permiso del Duque y la aprobación no sólo del Vicario Apostólico sino del mismo Inocencio XI, se inauguró en Hanover el proyecto para buscar una base de asentimiento entre católicos y protestantes. Leibniz pronto ocupó el lugar de Molanus, Presidente del Consistorio Hanoveriano, como representante de las posiciones protestantes. Intentó reconciliar el principio católico de autoridad con el principio protestante de libre investigación. Favoreció una especie de cristianismo sincretista que había sido primeramente propuesto por la Universidad de Helmstadt, la cual adoptó como su credo una fórmula ecléctica constituida por los dogmas que supuestamente sostenía la iglesia primitiva. Por último, redactó una declaración de doctrina católica, titulado "Systema Theologicum", del que él nos dice que no sólo contó con la aprobación del obispo Spinola, de Wiener-Neustadt, quien dirigió, por así decirlo, el asunto por la parte católica, sino también "del Papa, de los cardenales, el General de los jesuitas, del Jefe de los Palacios Sagrados y de otros." Las negociaciones continuaron incluso hasta después de la muerte del Duque Johann Friedrich en 1679. Conviene dejar en claro que Leibniz fue motivado tanto por motivos patrióticos como por consideraciones religiosas. Él veía claramente que una de las fuentes de debilidad de los Estados Alemanes era la falta de unidad religiosa y la ausencia de un espíritu de tolerancia. Indudablemente que el papel asumido por Leibniz fue más el de un diplomático que el de un teólogo. Sin embargo, su correspondencia con Bossuet y con Pelisson y su amistad con varios católicos prominentes produjo un cambio real en su actitud hacia la Iglesia y, aunque adoptó personalmente un credo un tipo de racionalismo cristiano ecléctico, en 1696 dejó de asistir a las ceremonias protestantes. Las causas del fracaso de sus negociaciones han sido resumidas distintamente por varios historiadores. Pero algo ha quedado en claro: Luis XIV, quien a través de Bossuet había profesado su aprobación del proyecto de Leibniz, tenía muy fuertes razones políticas para ponerle obstáculos en el camino a sus esfuerzos conciliadores. Debe añadirse que Leibniz también fracasó en su otro plan de conciliación, o sea, su proyecto de unidad entre los mismo protestantes.


LEIBNIZ Y LAS SOCIEDADES ERUDITAS


En 1700, merced a la munificencia de su alumna real, la Princesa Sofía Carlota, esposa de Federico I de Prusia, Leibniz fundó la Sociedad (posteriormente llamada Academia) de Ciencias de Berlín y fue nombrado su primer presidente. En 1711, y luego en 1712 y 1716, se entrevistó con Pedro El Grande, a quien sugirió la fundación de instituciones semejantes en San Petersburgo. Durante su visita a Roma, en 1698, fue electo miembro de la Pontificia Accademia Fisico-Mattematica.

LAS OBRAS DE LEIBNIZ


Desde el descubrimiento en Hanover, en 1903, de quince mil cartas y fragmentos inéditos de las obras de Leibniz, el mundo de la erudición ha llegado a percibir la fuerza de uno de los dichos del mismo Leibniz: " No me conoce quien me conoce únicamente por mis trabajos publicados." (Qui me non nisi editis novit, non novit). Las obras publicadas durante su vida o inmediatamente después de su muerte son, en su mayoría, tratados sobre porciones de su filosofía. Ninguno de ellos da cuenta cabal de su sistema en su totalidad. Los más importantes son: "Disputatio metaphysica de principio individui," "La monadologie ","Essais de théodicée", y "Nouveaux essais sur l'entendement humain," una réplica, capítulo por capítulo al "Ensayo" de Locke De los tratados de Leibniz sobre tópicos religiosos, los más importantes son: "Dialogus de religione rustici", un fragmento, fechado en Paris en 1673, que trata de la predestinación, "Dialogue effectif sur la liberté de l'homme, et sur l'origine du mal," fechada en 1695 y que trata del mismo tema, "Cartas" a Arnauld y otros, acerca de la transubstanciación, Cartas, tratados, opúsculos, etc., de tipo conciliador, vgr.: "Variae definitiones Ecclesiae" , vgr., , "De persona Christi", "Appendix, de resurrectione corporum", "de cultu sanctorum", cartas a Pelisson, Bossuet, Madame de Brinon, etc. Contribuciones a la teología mística, vgr., "Von der wahren Theologia Mystica", "Diálogos", acerca de la psicología del misticismo. LA FILOSOFÍA DE LEIBNIZ


Como filósofo, Leibniz mostró ese plurifacetismo que caracterizó su actividad mental en general. Sus simpatías eran muy vastas, sus convicciones eran eclécticas, y su objetivo no era tanto el de un pensador sintético que hubiese fundado una nueva filosofía, sino el de un diplomático filósofo, que quisiera reconciliar todos los sistemas ya existentes a base de demostrar su armonía esencial. Consecuentemente, su punto de partida fue muy distinto del de Descartes. Descartes creía que su primera obligación era dudar de las conclusiones de sus predecesores. Leibniz era de opinión que su deber era mostrar cómo casi todos sus predecesores habían llegado a la verdad. Descartes estaba convencido, o por lo menos asumía la convicción, que todos los filósofos anteriores a él habían errado, dado que todos habían parecían haber caído en contradicciones inextricables. Leibniz estaba igualmente convencido que todos los grandes sistemas están fundamentalmente de acuerdo, y de que la unanimidad que muestran acerca de lo esencial es una buena indicación de que están en lo correcto. Consecuentemente, Leibniz resolvió no aislarse de los esfuerzos literarios, filosóficos y científicos de sus predecesores y contemporáneos. Más aún, resolvió utilizar todo lo que la mente humana había logrado hasta sus días y buscar el consenso donde parecían reinar la discordia y la contradicción, y, de ese modo, establecer una paz duradera entre escuelas contrarias. Incluso pensadores tan dispares como Platón y Demócrito, Aristóteles y Descartes, la Escolástica y los modernos naturalistas mantienen algunas doctrinas en común, y Leibniz considera la tarea de su filosofía realzar esas doctrinas, explicar sus múltiples alcances, resolver sus aparentes contradicciones y, así, lograr un triunfo diplomático allí donde otros, como Descartes, habían agravado la confusión. La filosofía a la que Leibniz asignó la pacificación como uno de sus objetivos, es un idealismo parcial. Sus afirmaciones principales son:

La doctrina de las mónadas, Armonía preestablecida, La ley de continuidad, Optimismo. La doctrina de las mónadas

Al igual que Descartes y Spinoza, Leibniz atribuye gran importancia a la noción de substancia. Pero mientras que aquéllos definen la substancia como existencia independiente, él la define en términos de acción independiente. La noción de substancia como esencialmente inerte (vea OCASIONALISMO) es fundamentalmente errónea. La substancia es esencialmente activa: ser es actuar. Ahora bien, ya que la independencia de la substancia es independencia en lo tocante a la acción, y no en lo tocante a la existencia, no hay razón para sostener, como lo habían hecho Descartes y Spinoza, que la substancia es una. Es indudable que la substancia es esencialmente individual puesto que es el centro de una acción independiente, pero no por ello deja de ser esencialmente múltiple, puesto que las acciones son muchas y variadas. Los múltiples e independientes centros de actividad son llamados mónadas. La mónada ha sido comparada al átomo y es, de hecho, parecida a él en muchos aspectos. Tal como el átomo, ella es simple (carente de partes), indivisible e indestructible. Sin embargo, la indivisibilidad del átomo no es absoluta sino únicamente relativa a nuestra capacidad de analizarlo químicamente, mientras que la indivisibilidad de la mónada es absoluta, pues siendo un punto metafísico, un centro de fuerza, es incapaz de ser analizado o separado de modo alguno. Más aún, según los atomistas, todos los átomos son iguales; según Leibniz no hay dos mónadas exactamente iguales. Por último, la diferencia más grande entre el átomo y la mónada es la siguiente: el átomo es material, y realiza solamente acciones materiales; la mónada es inmaterial y, dado que representa a otras mónadas, funciona de manera inmaterial. Consecuentemente, las mónadas, de las que están constituidos todos los seres, y que son en realidad la única substancia existente, son más como almas que como cuerpos. De hecho Leibniz no duda en llamarlas almas y en llegar a la conclusión obvia que toda la naturaleza está animada (panpsiquismo).

La inmaterialidad de la mónada consiste en su fuerza de representación. Cada mónada es un microcosmos, o universo en miniatura. Es mas bien como un espejo del universo entero porque está en relación con todas las otras mónadas y, así las refleja a todas ellas de tal modo que un ojo omnividente que vea una mónada puede ver reflejado en ella al resto de la creación. Claro que esta representación es diferente en diferentes clases de mónadas. La mónada increada, Dios, refleja todas las cosas clara y adecuadamente. La mónada creada que es el alma humana- la "mónada reina"- representa conscientemente pero con claridad imperfecta. Y según descendemos en la escala desde el hombre hasta la substancia mineral inferior, disminuye la región de representación clara y se incrementa la región de representación obscura. La extensión de la representación clara está en relación con su inmaterialidad. Cada mónada, excepto la mónada increada, es por tanto parcialmente material y parcialmente inmaterial. El elemento material de la mónada corresponde a la pasividad de la materia prima, y el elemento inmaterial a la actividad de la forma substantialis . De ese modo, pensaba Leibniz, la doctrina escolástica de la materia y la forma se reconciliaba con la ciencia moderna. Al mismo tiempo, imaginaba él, la doctrina de las mónadas encarna lo que hay de verdadero en el atomismo de Demócrito, sin excluir lo que hay de verdadero en el inmaterialismo de Platón.

Así pues, el universo, según lo representa Leibniz, está hecho de una infinidad de mónadas indivisibles que suben en una escala de inmaterialidad ascendente desde la más ínfima partícula de polvo mineral hasta el más alto intelecto creado. La mónada más imperfecta tiene únicamente un mínimo brillo de inmaterialidad, y la más perfecta contiene aún un resto de materialidad. De este modo la doctrina de las mónadas trata de conciliar el materialismo y el idealismo enseñando que todo lo creado es parte material y parte inmaterial. La materia no está separada del espíritu por una diferencia tan abrupta como la que Descartes imaginó que existía entre el alma y el cuerpo. Ni las funciones de lo inmaterial son genéricamente distintas de las de la substancia material. El mineral, que atrae y es atraído, tiene una fuerza de percepción incipiente o incoada. La planta, que se adapta a si misma de tantas maneras al ambiente, en cierto sentido está atenta a lo que la rodea, aunque no es consciente de ello. El animal se levanta en pasos imperceptibles sobre la mentalidad de la planta por su fuerza de sensación, y entre el animal más alto o "inteligente" y el más inferior de los salvajes no existe rompimiento violento en la continuidad del desarrollo de su poder mental. Todo esto lo sostiene Leibniz aparentemente sin pensar en la dependencia genética del hombre respecto del animal, del animal de la planta y de ésta del mineral. Él no tiene teoría alguna de ascendencia o descendencia. Se conforma con hacer notar la ausencia de rupturas en el plan de continuidad, según se presenta éste a su mente. No le interesa el problema de los orígenes, sino el problema cartesiano de su profesada antítesis entre mente y materia. El problema que todos los filósofos del siglo dieciocho se planteaban era el de cómo sortear la brecha imaginaria entre la mente que piensa y la materia extensa. Spinoza fusionó la mente y la materia en una substancia infinita; los materialistas fusionaron la mente en la materia; Hume rechazó los términos del problema al excluir mentalmente tanto la materia como la mente, dejando solamente las apariencias. Leibniz, el diplomático y pacificador, elevó la materia y rebajó la mente hasta que dieron lo que él consideró algo unísono. O, para recurrir a la forma original de hablar, él puso un puente sobre el abismo con su definición de la substancia como acción. La representación es acción. La representación es una función tanto de las así llamadas cosas materiales como de las generalmente llamadas inmateriales. La representación, elevándose desde la más rudimentaria "pequeña percepción" (petite perception) en el mineral, hasta la "apercepción" en el alma humana, constituye el vínculo de la continuidad substancial, el puente que une las dos clases de substancias, materia y mente, que Descartes había separado tan desconsideradamente. No cabe duda de que Leibniz estaba consciente de este objetivo de su filosofía. Su oposición al "cartesianismo inmoderado" queda patente en sus tratados filosóficos y en sus cátedras. Veía las conclusiones de Spinoza como el resultado natural de la descripción errónea de Descartes del concepto de substancia. Escribe: "Spinoza simplemente dijo en voz alta lo que Descartes estaba pensando sin atreverse a expresarlo". Pero aunque visualizaba una refutación al cartesianismo radical, del mismo modo deseaba, con su doctrina de las mónadas, detener la corriente de materialismo que privaba en Inglaterra y que pronto arrasó también en Francia con muchas de las ideas que él tanto defendía.

La doctrina de la armonía preestablecida

"Cada estado actual de una substancia simple es la consecuencia natural de su estado anterior, de tal modo que el presente es siempre causa del futuro" ("Monadologie," tesis xxii). "El alma obedece sus propias leyes y el cuerpo tiene sus leyes. Ambos están hechos el uno para el otro en virtud de la armonía preestablecida entre todas las substancias, ya que ellos son representaciones del único y mismo universo" (op. cit., tesis lxxviii). De la doctrina de Descartes de que la materia es esencialmente inerte, Malebranche había sacado la conclusión (q.v.) de que las substancias materiales no pueden ser verdaderas causas, sino sólo ocasiones para los efectos producidos por Dios (Ocasionalismo). Leibniz quería evitar esa conclusión. Al mismo tiempo, había reducido toda la actividad de la mónada a actividad inmanente. En otras palabras, él había definido la substancia como acción y explicado que la acción esencial de la substancia es la representación. Vio entonces claramente que no podía haber interacción entre las mónadas. Dice que la mónada "no tiene ventanas" a través de las cuales pueda penetrarla la actividad de otras mónadas. Así, el único recurso que le queda a Leibniz es sostener que cada mónada desarrolla su propia actividad; sigue, por así decirlo, su carrera representativa independientemente de las demás mónadas. Esto hará de cada mónada un monarca. Sin embargo, si no se diera algún control de la actividad de las mónadas, el universo sería un caos y no el cosmos que es. Debemos entonces concluir que Dios desde el inicio arregló el mundo de tal modo que los cambios en una mónada corresponden perfectamente a los de las otras mónadas de su sistema. En el caso del alma y del cuerpo, por ejemplo, ninguno puede ejercer una verdadera influencia sobre el otro. Sin embargo, igual que dos relojes que estuviesen tan perfectamente construidos y tan precisamente ajustados que, independiente el uno del otro, marcaran empero exactamente la misma hora, así mismo está arreglado que las mónadas del cuerpo lleven a cabo su actividad de tal modo que a cada actividad física del cuerpo corresponda exactamente una actividad psíquica de la mónada del alma. Esta es la famosa doctrina de la armonía preestablecida. "Según este sistema- dice Leibniz-, los cuerpos actúan como si (suponiendo lo imposible) no hubiese ningún alma. Y las almas actúan como si no hubiese cuerpos. Sin embargo, ambos, cuerpo y alma, actúan como si uno estuviese influyendo en el otro" (op. cit., tesis lxxxii). .Visto así, la mónada no es un monarca en realidad, sino un súbdito del Reino de Dios, que es el universo, "la verdadera ciudad de Dios"

Si aceptamos literalmente esta doctrina y negamos toda influencia de una mónada sobre otra, nos vemos inmediatamente forzados a preguntar: ¿cómo puede una mónada representar algo si no se actúa sobre ella? La respuesta de Leibniz será que él niega cualquier influencia externa, que él afirma que la mónada no tiene ventanas hacia fuera, pero que él nunca negó que en el corazón de la mónada hay una puerta que se abre hacia el infinito y que desde ahí se mantiene en contacto con todas las demás mónadas. Aquí Leibniz traslada el problema de la metafísica al misticismo. Si la armonía equivale a la unidad en la diversidad, en la armonía preestablecida la unidad no es unidad de origen sino unidad de destino final. Todas las cosas "cooperan" en el universo no tanto porque Dios es la fuente de la que todo procede, sino sobre todo porque Él es el fin al que todo tiende y la perfección que todo busca alcanzar.

Ley de continuidad

Por la descripción que se dio más arriba de las mónadas, queda claro que todas las cosas y condiciones creadas difieren gradualmente, apareciendo las inferiores como pertenecientes a un grado menor de las superiores. No hay "ruptura" en la continuidad de la naturaleza; no hay brechas entre minerales, plantas, animales y el hombre. La contraparte es la ley de los indiscernibles. En la naturaleza no puede haber duplicación innecesaria. No puede haber dos mónadas iguales. No puede haber dos objetos o dos eventos que sean exactamente iguales, pues si lo fueran- piensa Leibniz- no serían dos sino uno. La aplicación de esos principios llevó a Leibniz a adoptar el punto de vista que aunque cada cosa es distinta de todas las demás, no existen, sin embargo, los verdaderos opuestos. . El reposo, por ejemplo, puede considerarse como un movimiento infinitamente diminuto; los fluidos son sólidos con menor grado de solidez; los animales son humanos con una razón infinitamente pequeña, etc. Es obvia la aplicación de la teoría del cálculo diferencial.

Optimismo

En el centro del armonioso sistema de mónadas que llamamos universo está Dios, la monada original e infinita. Su poder, su sabiduría y su bondad son infinitos. Consecuentemente, cuando él creó el sistema de las mónadas, las creó tan buenas como podían serlo, y estableció entre ellos la mejor armonía posible. El mundo, por tanto, es el mejor mundo posible y la suprema ley del ser finito es la lex melioris. La voluntad de Dios debe realizar lo que su entendimiento reconoce como lo más perfecto. Leibniz imagina las mónadas posibles como presentes eternamente en la mente de Dios- existía en ellas el impulso hacía la actualización- y entre mayor fuera la perfección de la posible mónada, con mayor fuerza poseía ella tal impulso. Era por eso que, para expresarlo de algún modo, delante del trono de Dios se llevaba a cabo una especie de competencia en la que las mejores mónadas vencían, y, ya que Dios no puede ignorar que son las mejores, Él no puede sino querer su realización. Tras la lex melioris existe, por tanto, una ley aún más fundamental, la ley de la razón suficiente, que es la que dice que "las cosas o los acontecimientos son reales cuando existe suficiente razón para su existencia". Esta es una ley fundamental del pensamiento, al igual que una ley primaria del ser.

Puede decirse que las cuatro doctrinas recién descritas resumen la enseñanza metafísica de Leibniz. Ellas encuentran su principal aplicación en su psicología y en su teodicea.

Psicología

En sus "Nouveaux Essais", que fueron escritos para refutar el "Essay" de Locke, Leibniz desarrolla su doctrina sobre el alma humana y el origen y la naturaleza del conocimiento. La fuerza de representación, común a todas las mónadas, hace su primera aparición en las almas en forma de percepción. Cuando ésta alcanza el nivel de conciencia, se transforma en apercepción. Los cartesianos "han caído en un serio error al tratar como no existentes aquellas percepciones de las que no son conscientes". La percepción se encuentra en todas las mónadas; en las que llamamos almas existe la apercepción. Pero también existe una gran región subconsciente de las almas en las que hay percepciones. Estas son la fuente de las apercepciones, como lo son también de las voliciones, ya que el impulso, o apetito, no es otra cosa que la tendencia de una percepción respecto a otra. De la percepción, que existe en todo, hasta la inteligencia y la voluntad, que son peculiares del hombre, existen grados imperceptiblemente pequeños de diferenciación.

¿De dónde, entonces, salen las ideas? Esta pregunta ya había sido contestada en los principios generales de Leibniz. Puesto que la inteligencia no es sino una diferenciación de la acción inmanente poseída por todas las mónadas, nuestras ideas deben ser el resultado del movimiento autónomo de la mónada llamada alma humana. El alma "no tiene puertas ni ventanas" hacia el mundo exterior. Ninguna idea puede venir de esa dirección. Todas nuestras ideas son innatas. La máxima aristotélica de que "nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos", debe ser enmendada añadiendo la frase "excepto el intelecto mismo". El intelecto es la fuente y el sujeto de todas nuestras ideas. Esas ideas, si bien tienen un origen subjetivo, tienen un valor objetivo dado que, por virtud de la armonía preestablecida desde el inicio del universo, la evolución de la mónada psíquica de conocimiento virtual a real tiene su paralelo en el mundo exterior en la evolución de la mónada física de actividad virtual a real.

Leibniz no encuentra dificultad en establecer la inmaterialidad del alma. Todas las mónadas son inmateriales, o mejor dicho, parcialmente inmateriales y parcialmente materiales. El alma humana no es una excepción. Su inmaterialidad no es absoluta, sino únicamente relativa, en el sentido que su región de representación clara es de tal grado mayor que la región de representación obscura que ésta constituye prácticamente una cantidad insignificante. Del mismo modo, y hablando absolutamente, la inmortalidad del alma no es un privilegio único. Todas las mónadas son inmortales, puesto que cada una de ellas es una fuente autónoma de acción, que ni es dependiente de otras mónadas ni es influenciada por ellas y puede, consecuentemente, seguir actuando indefinidamente sin interferencia. El alma humana, empero, es peculiar en este aspecto, en cuanto es su conciencia (apercepción) la que la habilita para actuar su independencia. Es, por tanto, la conciencia que tiene el alma de su propia inmortalidad la que hace que la inmortalidad humana sea distinta de todas las demás.

Teodicea

La obra intitulada "Théodiceé", un tratado de teología natural, se pensó como una refutación del enciclopedista Bayle, quien había tratado de demostrar que la razón y la fe son incompatibles. En dicha obra Leibniz trata acerca de:

La existencia de Dios El problema del mal y, La cuestión del optimismo. Existencia de Dios

Leibniz, fiel a su temperamento ecléctico, admite la validez de todos los diversos argumentos acerca de la existencia de Dios. El aduce el argumento de la contingencia del ser finito, reforma el argumento ontológico usado por Descartes (ver DIOS), y añade el argumento de la naturaleza de la necesidad de nuestras ideas. Este tercer argumento es realmente de origen platónico. Su validez depende del hecho de que nuestras ideas son realmente necesarias, no simplemente en un sentido hipotético, sino en un sentido absoluto y categórico, y en la ulterior posición de que una necesidad de ese tipo no puede ser explicada a menos que aceptemos que exista un ser absolutamente necesario.

Problema del mal

Este problema es ampliamente discutido en la "Théodiceé" y en muchas de las cartas de Leibniz. La ley de continuidad demanda que no haya diferencias abruptas entre las mónadas. Por tanto Dios, aunque haya deseado crear el mejor mundo posible, y de hecho haya creado el mejor mundo que era posible in se, no pudo crear mónadas que fueran todas perfectas, cada una en su género. Dios no tenía necesidad por su propia naturaleza, pero, por así decirlo, fue obligado por las condiciones del problema, a lograr la perfección pasando por varios grados de imperfección. Leibniz distingue entre mal metafísico, que es mera finitud o imperfección en general, mal físico, que consiste en el sufrimiento, y mal moral, que es el pecado. Dios permite su existencia pues la naturaleza del universo exige variedad y gradación, pero los reduce a su mínima expresión, y las utiliza para servir un propósito superior: la belleza y la armonía de la creación en su totalidad. Leibniz enfrenta resueltamente el problema de reconciliar la existencia del mal con la bondad y la omnipotencia de Dios. Nos recuerda que nosotros vemos solamente una parte de la creación de Dios, la parte más cercana a nosotros mismos y que, por lo mismo, nos exige el mayor grado de simpatía. Deberíamos aprender, dice Leibniz, a ver más allá de lo que nos rodea inmediatamente, a observar el mundo más grande y más perfecto que está sobre nosotros. En aquello que implica nuestras simpatías, no debemos permitir la prevalencia del mal sobre nuestros sentimientos, sino que debemos ejercitar nuestra fe y nuestro amor a Dios, desde donde podemos ver la obra de Dios de forma más impersonal; deberíamos darnos cuenta que el mal y la imperfección están siempre y en todas partes para servir al objetivo de simetría, armonía y belleza.

Optimismo

Leibniz es, por tanto, un optimista tanto porque sostiene el principio metafísico general de que el mundo existente es el mejor mundo posible y porque en su discusión sobre el problema del mal intenta encontrar unos principios que puedan "explicar ante los ojos de los hombres los caminos de Dios" en una forma compatible con la bondad de Dios. Se había convertido en una especie de moda entre materialistas y librepensadores mostrar una imagen exageradamente pesimista del universo como lugar de penas, sufrimiento y pecado, y preguntar triunfantes: "¿Cómo puede un Dios bueno, si es omnipotente, permitir tal estado de cosas?". La respuesta de Leibniz, aunque poco original, es correcta. El mal no debe ser considerado únicamente en relación a las partes de la realidad sino en relación a la totalidad de la realidad. Muchos males son, "en otros aspectos", bienes. Y cuando, en último término, no podemos encontrar una solución final y racional a un problema que nos tiene perplejos, debemos apoyarnos en la fe, que asiste a la razón en especial en lo tocante al problema del mal.

La ética de Leibniz

Hemos visto que, aunque por definición la mónada es independiente y, por tanto, un monarca por propio derecho, al mismo tiempo, por virtud de la armonía preestablecida, la multitud de mónadas que forman el universo están organizadas en un reino de espíritus cuyo Supremo Gobernante es Dios; una ciudad de Dios gobernada por la Providencia Divina, o mejor aún, una familia de la que el padre es Dios. Hay "una armonía entre el reino físico de la naturaleza y el reino moral de la gracia" (" Monadologie ", tesis lxxxviii); las mónadas progresan hacia la perfección siguiendo líneas naturales, pero progresan simultáneamente a lo largo de líneas morales hacia la felicidad. La perfección esencial de una mónada reside, claro, en su perfecta distinción de representación. Entre más avanza el alma humana en distintividad de ideas, más obtiene un entendimiento claro de la conexión de todas las cosas y de la armonía del universo todo. De esa comprensión nace el impulso de amar a los demás, o sea, de buscar la felicidad de los demás del mismo modo como se busca la propia. El camino hacia la felicidad se encuentra en un incremento de la comprensión teórica del universo y en un incremento de amor que sigue naturalmente el incremento en conocimiento. El hombre moral, al mismo tiempo que promueve su propia felicidad buscando la felicidad de los demás, cumple también la voluntad de Dios. La bondad y la piedad son, por tanto, iguales.

LA INFLUENCIA DE LEIBNIZ

Por su controversia con Clarke respecto a la naturaleza del espacio y la existencia de los átomos, así como a causa de la rivalidad entre él y Newton respecto al descubrimiento del cálculo, Leibniz llegó a ser bien conocido en el mundo erudito de Inglaterra de fines del siglo diecisiete y de principios del dieciocho. Su residencia en París lo puso en contacto con los grandes hombres de la corte de Luis XIV, del mismo modo que con todos los escritores que en esa época se distinguían en el mundo de la ciencia o de la teología. Fue, sin embargo, en su propio país donde llegó a ser reconocido como filósofo. La multiplicidad de sus intereses y la variedad de tareas que se propuso lograr no fueron favorables para el desarrollo de sus doctrinas filosóficas. Fue gracias a los esfuerzos de su seguidor Christian Wolff (1679-1754), quien redujo sus enseñanzas a una forma más compacta, que pudo ejercer la influencia que logró sobre el movimiento conocido como la Iluminación Alemana. De hecho, hasta que Kant comenzó la exposición pública de su filosofía crítica, Leibniz fue la mente dominante en la filosofía de Alemania. Su influencia fue, vista globalmente, saludable. Es verdad que su filosofía no es real. Su concepto fundamental, el de la substancia, parece más propio de un poeta y de un místico que de un filósofo o de un científico. Sin embargo, como Platón, él ha de ser juzgado por lo elevado de sus especulaciones y no por su falta de precisión científica. Él hizo su parte para detener la ola de materialismo, y ayudó a preservar los ideales espirituales y estéticos hasta el momento en que pudieran ser tratados constructivamente, tal como fueron por los más grandes pensadores del siglo diecinueve.

WILLIAM TURNER Transcrito por Tomas Hancil Traducido por Javier Algara Cossío