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Domingo, 24 de noviembre de 2024

San Gregorio de Nazianzo

De Enciclopedia Católica

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Doctor de la Iglesia, nacido en Arianzo, en Asia Menor, c. 325; murió en el mismo lugar, 389. Fue hijo -uno de tres- de Gregorio, obispo de Nacianzo (329-374), en el suroeste de Capadócea, y de Nonna, una hija de padres cristianos. El padre del santo fue originalmente un miembro de la secta herética de los Hypsistarianos, y fue convertido a la catolicidad por la influencia de su piadosa esposa. Sus dos hijos, quienes parece nacieron entre las fechas de la ordenación de su padre y su consagración episcopal, fueron enviados a la famosa escuela de Cesarea, capital de Capadocea, y allí educados por Carterio, probablemente el mismo quien fue después tutor de San Juan Crisóstomo. Aquí comenzó la amistad entre Basilio y Gregorio que íntimamente afectó sus vidas, así como el desarrollo de la teología de su época. De Cesarea de Capadócea Gregorio procedió a Cesarea de Palestina, donde estudió retórica bajo Tespesio; y después a Alejandría, en la cual Atanasio era obispo, mientras al mismo tiempo estaba en el exilio. Partiendo por mar desde Alejandría hacia Atenas, Gregorio se perdió en una gran tormenta, y algunos de sus biógrafos infieren -aunque el hecho no es preciso- que mientras estaban en peligro de muerte, él y sus acompañantes recibieron el rito del bautismo. Ciertamente Gregorio no había sido bautizado en la infancia, pero fue dedicado a Dios por su piadosa madre, y hay alguna autoridad para creer que recibió los sacramentos, no en su viaje a Atenas, sino a su regreso a Nacianzo algunos años después. En Atenas Gregorio y Basilio, quienes se habían separado en Cesarea, se reencontraron, y renovaron su amistad de juventud, estudiando retórica juntos bajo los famosos profesores Himerio y Prohaeresios. Entre sus compañeros estudiantes se encontraba Juliano, después conocido como el apóstata, cuyo carácter real acierta Gregorio en haber discernido entonces y desconfiar enteramente de él. El estudio de los santos en Atenas (el cual dejó Basilio antes que su amigo) se extendió alrededor de diez años; y cuando partió en el 356 a su provincia nativa, visitando Constantinopla en su camino a casa, tenía alrededor de 30 años de edad.

Llegado a Nacianzo, donde sus padres se encontraban ya en edad avanzada, Gregorio, quien tenía para este tiempo firmemente resuelto dedicar su vida y talentos a Dios, ansiosamente consideraba el plan de su futura carrera. A un hombre joven con sus altos logros una distinguida carrera secular estaba abierta, fuera como abogado o como profesor de retórica; pero sus anhelos eran por la vida monástica o ascética, aunque esto no se mostraba compatible ni con los estudios de la Escritura en los cuales estaba profundamente interesado, ni con sus labores filiales en el hogar. Como era natural, consultó a su amado amigo Basilio en su perplejidad sobre su futuro; y él nos ha dejado en sus propios escritos la interesantísima narrativa de su intercomunicación en este tiempo, y de su común resolución (basada en algunos diferentes motivos, de acuerdo con las decididas diferencias de sus propios caracteres) de renunciar al mundo por el servicio únicamente de Dios. Basilio se retiró al Ponto para llevar una vida de ermitaño; pero descubriendo que Gregorio no podía unírsele allí, regresó y se estableció primero en Tiberina (cerca del propio hogar que Gregorio), luego en Neocesarea, en el Ponto, donde vivió en santo retiro por algunos años, y reunió a su derredor una hermandad de cenobitas, entre quienes su amigo Gregorio estuvo incluido por un tiempo. Tras un descanso de dos o tres años allí, durante los cuales Gregorio editó, junto con Basilio, algunos de los trabajos exegéticos de Orígenes, además de ayudar a su amigo en la compilación de sus famosa regla, Gregorio regresó a Nacianzo, dejando con lamentos la pacífica vida de ermitaño donde él y Basilio (como recuerda en su subsiguiente correspondencia) habían pasado un tiempo tan placentero en la labor tanto caritativa como intelectual. A su regreso a casa Gregorio fue útil en traer de nuevo la ortodoxia a su padre quien, quizás en parte a su ignorancia, había suscrito las creencias heréticas de Rimini; y el anciano obispo, deseando la presencia y apoyo de su hijo, transigió su escrupulosa simplificación del sacerdocio, y le obligó a aceptar la ordenación (probablemente en Navidad, 361). Herido y afligido por la presión puesta sobre él, Gregorio huyó de vuelta a su soledad, y a la compañía de san Basilio; pero tras la reflexión de algunas semanas regresó a Nacianzo, donde predicó su primer sermón del domingo de Pascua, y enseguida escribió la notable oración apologética, que es en realidad un tratado acerca del oficio sacerdotal, el fundamento del “De Sacerdotio” de Crisóstomo, del “Cura Pastoris” de Gregorio el Grande, y de incontables escritos subsiguientes sobre el mismo tema.

Durante los siguientes años la vida de Gregorio en Nacianzo se vio entristecida por las muertes de su hermano Cesario y de su hermana Gorgonia, en cuyos funerales predicó dos de sus más elocuentes oraciones, las cuales todavía existen. Por este tiempo Basilio fue hecho Obispo de Cesarea y metropolitano de Capadócea, y poco después el emperador Valencio, quien estaba celoso de la influencia de Basilio, dividió Capadocea en dos provincias. Basilio continuó reclamando jurisdicción eclesiástica, como antes, sobre la provincia entera, mas esto fue disputado por Antimo, obispo de Tiana, y jefe de la ciudad de Nueva Capadocea. Para fortalecer su posición Basilio fundó una nueva visión en Sásima, resuelto a tener a Gregorio como su primer obispo, y de acuerdo con esto lo hizo consagrar, aunque en gran manera contra su voluntad. Gregorio, sin embargo, se opuso a Sásima desde el comienzo; se consideraba él mismo completamente inadecuado para el lugar, así como el lugar lo era para él; y no pasó mucho antes de que abandonara la diócesis y regresara a Nacianzo como ayudante de su padre. Este episodio de la vida de Gregorio fue desafortunadamente la causa de un extrañamiento entre Basilio y él que nunca fue del todo sanado; además no hay registro existente de ninguna subsiguiente correspondencia entre ellos tras el retiro de Sásima por Gregorio. Mientras se ocupaba asiduamente con las tareas de ayudante de su anciano padre, este murió a principios del 374, y su esposa Nonna pronto lo siguió a la tumba. Gregorio, quien ahora se encontraba sin lazos familiares, dedicó a los pobres la vasta fortuna que había heredado, conservando para sí tan sólo un pequeño pedazo de tierra en Arianzo. Continuó administrando la diócesis por dos años, rehusando, sin embargo, volverse el obispo, y de continuo urgiendo en la designación de un sucesor para su padre. Al final del 375 se retiró a un monasterio en Seleuci, viviendo allí en soledad alrededor de tres años, y preparándose (aunque él no lo sabía) para lo que sería el trabajo estelar de su vida. Hacia el final de este periodo murió Basilio. El propio estado de salud de Gregorio no le permitió estar presente ni en su lecho de muerte ni en su funeral; pero sí escribió una carta de condolencias al hermano de Basilio, Gregorio de Nisa, y compuso doce hermosos poemas memoriales o epitafios a su difunto amigo.

Tres semanas después de la muerte de Basilio, Teodosio fue promovido por el emperador Graciano a la dignidad de emperador de Oriente. Constantinopla, la sede de su imperio, había sido por el espacio de alrededor de treinta años (desde la muerte del santo y mártir obispo Pablo) prácticamente otorgado al arrianismo, con un prelado arriano, Demófilo, entonado en santa Sofía. El remanente de los perseguidos católicos, sin iglesia ni pastor, apelaron a Gregorio para que fuera y se colocara él mismo a la cabeza y organizará sus diezmadas fuerzas; y muchos obispos apoyaron el llamado. Tras mucha incertidumbre dio su consentimiento, encaminándose a Constantinopla en los comienzos del año 379, y comenzó su misión en una casa privada que él describe como “el nuevo silo donde el Arca fue reparada”, y como “una Anastasia, la escena de la resurrección de la fe”. No solamente los fieles católicos, sino que también muchos herejes se reunieron en la humilde capilla de Anastasia, atraídos por la santidad de Gregorio, su aprendizaje y elocuencia; y fue en esta capilla donde entregó los cinco maravillosos discursos de la fe de Nicea -desdoblando la doctrina de la Trinidad mientras salvaguardaba la Unidad de la substancia de Dios- lo que le ganó, sólo a él de entre todos los maestros cristianos exceptuando al apóstol Juan, el título especial de el Teólogo o el Divino. También en este tiempo otorgó los elocuentes panegíricos sobre San Cipriano, San Anastasio, y los Macabeos, los que se encuentran entre los más finos trabajos oracionales. Mientras tanto se encontró a sí mismo expuesto a persecución de todo tipo desde el exterior, y de hecho fue atacado en su propia capilla, mientras bautizaba a sus neófitos de la Pascua, por una turba hostil de arrianos de Santa Sofía, entre ellos contando monjes arrianos y mujeres enfurecidas. Se entristeció, también, por disensiones entre su propio pequeño rebaño, algunos de los cuales abiertamente lo acusaron de sostener errores triteístas. San Jerónimo se volvió su discípulo y pupilo por ese entonces, y nos cuenta en reluciente lenguaje cuanto le debió a su erudito y elocuente maestro. Gregorio fue consolado por la aprobación de Pedro, patriarca de Constantinopla (la opinión de Duchesne de que el patriarca estuvo desde el principio celoso o suspicaz de la influencia del obispo capadóceo en Constantinopla no parece suficientemente apoyada por evidencia), y Pedro parece haber estado deseoso de verlo a él enfocado en el obispado de la capital del Este. Gregorio, sin embargo, desafortunadamente se dejó impresionar por un aventurero plausible llamado Hero, o Máximo, quien vino a Constantinopla desde Alejandría en la guisa (cabello largo, túnica blanca, y báculo) de un cínico, y profesaba ser un converso al cristianismo, y una ardiente admirador de los sermones de Gregorio. Gregorio le entretuvo hospitalariamente, le dio su completa confianza, y pronunció un panegírico público sobre él en su presencia. Las intrigas de Máximo para obtener el obispado para sí mismo encontraron apoyo en varias localidades, incluida Alejandría, la cual el patriarca Pedro, por qué precisa razón no es sabido, había tornado en contra de Gregorio; y ciertos obispos egipcios depuestos por Pedro, repentinamente, y en la noche, consagraron y entronaron a Máximo como obispo católico de Constantinopla, mientras Gregorio estaba confinado en cama por enfermedad. Los amigos de Gregorio, sin embargo, cerraron filas a su alrededor, y Máximo tuvo que huir de Constantinopla. El emperador Teodosio, a quien había recurrido, se rehusó a reconocer a ningún otro obispo que a Gregorio, y Máximo se retiró en desgracia a Alejandría.

Teodosio recibió cristiano bautizo a comienzos del 380, en Tesalónica, e inmediatamente dirigió un edicto a sus súbditos en Constantinopla, ordenándoles adherirse a la fe enseñada por San Pedro, y profesada por el Pontífice romano, quien solo merecía ser llamado católico. En noviembre, el emperador entró en la ciudad y llamó a Demófilo, el obispo arriano, a suscribirse al credo Niceno: pero se negó a hacerlo, y fue desterrado de Constantinopla. Teodosio determinó que Gregorio debía ser obispo en la nueva visión católica, y él mismo emperador le acompañó a Santa Sofía, donde fue entronado en presencia de una inmensa multitud, la cual manifestaba sus sentimientos mediante aplausos y otros signos de regocijo. Entonces fue Constantinopla restaurada a la unidad católica; el emperador, mediante un nuevo edicto, devolvió todas las iglesias para el uso católico; a los arrianos y otros herejes se les prohibió sostener asambleas públicas; y el nombre de católico fue restringido a los asiduos de la fe ortodoxa y católica.

Gregorio apenas se había establecido en el trabajo de la administración de la diócesis de Constantinopla, cuando Teodosio llevó a cabo su largamente anhelado propósito de convocar ahí un concilio general de la iglesia oriental. Ciento cincuenta obispos se reunieron en concilio, en mayo, 381, siendo el objeto de la asamblea, como Sócrates plenamente declara, confirmar la fe de Nicea, y nombrar un obispo para Constantinopla (véase CONSTANTINOPLA, PRIMER CONCILIO DE). Entre los obispos presentes había treinta y seis sosteniendo opiniones semi-arrianas o macedonias; ni los argumentos de los prelados ortodoxos ni la elocuencia de Gregorio, quien predicó en Pentecostés, en Santa Sofía, sobre el tema del Espíritu Santo, consiguió persuadirles en afirmar el credo ortodoxo. En cuanto al nombramiento del obispado, la confirmación de Gregorio a la visión sólo podía ser mera formalidad. Los obispos ortodoxos estuvieron todos a favor, y la objeción (lanzada por los prelados egipcios y macedonios quienes se unieron al concilio más tarde) de que esta traslación de una visión a otra era una imposición al canon del concilio de Nicea obviamente era infundada. Era bien conocido el hecho de que Gregorio, después de su forzada consagración a instancias de Basilio, nunca había entrado en posesión de la visión de Sásima y que después había ejercitado sus funciones episcopales en Nacianzo, no como obispo de esa diócesis, sino como mero ayudante de su padre. Gregorio sucedió a Melito como presidente del concilio, en lo que se encontró llamado a lidiar con la difícil cuestión de nombrar un sucesor del difunto obispo. Había un acuerdo entre las dos partes ortodoxas en Antioquia, de donde Melito y Paulino habían sido respectivamente obispos, de que el sobreviviente de cualquiera de los dos debía quedar como único obispo. Paulino, sin embargo, era un prelado de origen y crianza occidental, y los obispos orientales reunidos en Constantinopla renunciaron a reconocerlo. En vano Gregorio pidió, en aras de la paz, la permanencia de Paulino en la visión durante el remanente de su vida, ya bastante avanzada; los padres del concilio rehusaron oír el consejo, y resolvieron que Melito debía ser sucedido por un sacerdote oriental. “Fue en Oriente donde Cristo nació”, fue uno de los argumentos que ofrecieron; y el reproche de Gregorio, “Sí, y fue en Oriente donde fue sentenciado a morir”, no hizo vacilar su decisión. Flaviano, un obispo de Antioquia, fue electo para la visión vacante; y Gregorio, quien narra que el único resultado de su apelación fue “un gemido como el de una parvada de grajillas (especie de cuervo N. del T.)” mientras que los miembros más jóvenes del concilio “le atacaron como un enjambre de avispas”, renunció al concilio, y también dejó su residencia oficial, cerca del iglesia de los Santos Apóstoles.

Gregorio llegó a la conclusión de que no sólo la oposición y desilusión con las que se había encontrado en el concilio, sino que también su continua propensión a la enfermedad, justificaban, y en verdad demandaban, su renuncia a la visión de Constantinopla, que él había sostenido por tan sólo unos cuantos meses. Volvió a aparecer ante el concilio, culpado de estar listo para ser otro Jonás para apaciguar las violentas olas, y que todo lo que deseaba era descansar de sus labores, y tiempo de quietud para prepararse para morir. Los padres no hicieron protesta contra su anuncio, el cual algunos de ellos sin duda escucharon con secreta satisfacción; y de una vez Gregorio requirió y obtuvo permiso del emperador para renunciar a su visión. En junio, 381, predicó un sermón de despedida ante el consejo y en presencia de una abundante congregación. La peroración de su discurso es de belleza singular y conmovedora, e insuperable incluso entre sus muchas otras elocuentes oraciones. Tras esto dejó Constantinopla muy pronto (Nectario, un nativo de Sicilia, fue escogido para sucederle en el obispado), y se retiró a su antiguo hogar en Nacianzo. Sus dos cartas restantes dirigidas a Nectario en este tiempo son notables en tanto que aportan evidencia, por el espíritu y tono de ellas, de que él estuvo actuando por ningún otro sentimiento más que por aquellos interesados en la buena voluntad para con la diócesis de la cual estaba renunciando a su cuidado, y para con su sucesor en la sede episcopal. A su regreso a Nacianzo, Gregorio encontró la iglesia ahí en una condición miserable, estando infestada con la enseñanza errónea de Apolinaro el joven, quien se separó de la comunión católica unos pocos años antes, y murió poco después que Gregorio mismo. La preocupación de Gregorio era ahora la de encontrar un educado y celoso obispo que fuera capaz de drenar la inundación de herejía que amenazaba con abrumar la iglesia cristiana en ese lugar. Todos sus esfuerzos fueron al principio infructíferos, y consintió a la larga con mucha renuencia a tomar la administración de la diócesis él mismo. Combatió por un tiempo, con su usual elocuencia y tanta energía como quedaba en él, la falsa enseñanza de los adversarios de la Iglesia; pero se sentía él mismo muy debilitado en su salud para continuar el trabajo activo del episcopado, y le escribió al arzobispo de Tiana suplicándole en que proviniera con el nombramiento de un nuevo obispo. Su solicitud fue concedida, y su primo Eulalio, un sacerdote de santa vida a quien se encontraba muy ligado, fue idóneamente nombrado a la visión de Nacianzo. Esto fue a finales del año 383, y Gregorio, feliz de ver el cuidado de la diócesis confiada a un hombre conforme a su propio corazón, inmediatamente se retiró a Arianzo, el escenario de su nacimiento e infancia, donde pasó los restantes años de su vida en retiró, y en labores literarias, las cuales congeniaban mucho más con su carácter de lo que lo hacía el acoso del trabajo de la administración eclesiástica en aquellos problemáticos y tormentosos tiempos.

Volviendo la vista a la carrera de Gregorio, el difícil no sentir que desde el día en que fue impelido a aceptar las ordenaciones sacerdotales, hasta aquel que le vio regresar de Constantinopla a Nacianzo para terminar su vida en el retiro y la obscuridad, pareció estar constantemente puesto, mediante ninguna iniciativa suya, en posiciones aparentemente inadecuadas para su disposición y temperamento, y realmente no calculadas para el llamado del ejercicio de las más notables y atractivas cualidades de su mente y corazón. Afectivo y tierno por naturaleza, de un temperamento altamente sensitivo, simple y humilde, vigoroso y animoso por disposición, aunque susceptible a la irritabilidad y al decaimiento, constitutivamente tímido, y algo deficiente, como parece, en decisión de carácter y el autocontrol, fue muy humano, muy afable (fácil de amar N. del T.), muy entregado -sin embargo no, uno estaría inclinado a pensar, apto naturalmente para desempeñar la notable parte que desempeñó durante el período precedente y consecuente de la inauguración del Concilio de Constantinopla. Entró a su difícil y arduo trabajo en esa ciudad a sólo unos meses de la muerte de Basilio, el amado amigo de su juventud; y Newman, en su apreciación del carácter y la carrera de Gregorio, sugiere la impactante idea de que el heroico y elevado espíritu de su amigo entró en él, y le inspiró a tomar la importante y activa parte que recayó en él de reestablecer la ortodoxia y la fe católica en la capital oriental del imperio. Su actuar, en efecto, parece más bien a la firmeza e intrepidez, la alta solución y consistente perseverancia, características de Basilio, que a su propio carácter, el de un santo y escolar amable, fastidiado, retirado, temeroso, amante de la paz, quien hizo sonar la trompeta de guerra durante los turbulentos y alterados meses, en los mismísimos cuarteles y resistencias de militancia herética, hasta llegar al real y sofocante peligro a su seguridad, e incluso a su vida que nunca dejó de estar amenazaba. “Que juntos podamos recibir”, dijo en la conclusión del maravilloso discurso que pronunció sobre su difunto amigo, a su regreso a Asia de Constantinopla, “la recompensa del conflicto que hemos cobrado, que hemos prolongado.” Es imposible dudar, leyendo los detalles íntimos que él mismo nos ha ofrecido sobre su larga amistad, y profunda admiración de Basilio, que el espíritu de su pronto y bien amado amigo haya en alto grado modelado e informado su propia personalidad sensitiva e impresionable y que haya sido esto, bajo Dios, lo que le vigorizó e inspiró, tras una vida de lo que parecía, externamente, casi un fracaso, a cooperar en la grandiosa tarea de derrocar la monstruosa herejía que había por tanto tiempo devastado la mayor parte de la cristiandad, y trayendo por largo la pacificación de la Iglesia de Oriente.

Durante los seis años de vida que le quedaron después de su retiro final a su lugar natal, Gregorio compuso, con toda probabilidad, la mayor parte de sus copiosos trabajos poéticos que han llegado a nosotros. Estos incluyen un valioso poema autobiográfico de cerca de 2000 líneas, que forma, por supuesto, una de las más importantes fuentes de información para los hechos de su vida; alrededor de otros cien poemas más cortos relacionados con su carrera pasada, y un gran número de epitafios, epigramas, y epístolas a reconocidas personas de la época. Muchos de sus tardíos poemas personales refieren la continua enfermedad y severo sufrimiento, físicos y espirituales por igual, que lo asediaron durante sus últimos años, y sin duda le asistieron para perfeccionar en él aquellas tantas cualidades que jamás hicieron falta, fuertemente sacudidas a pesar de haber estado en los caminos y golpeteos de vida. En el pequeño pedazo de tierra en Arianzo, todo (como ya sea dicho) lo que le quedó de su rica herencia, escribió y meditó, como él cuenta, en torno a una fuente cerca de la cual había un paraje sombreado, su destino favorito. Allí, también, recibía ocasionales visitas de amigos íntimos, ocasionalmente también de extraños atraídos a su retiro por la reputación de su santidad y educación; y allí pacíficamente respiró por última vez. La fecha exacta de su muerte es desconocida, pero por un pasaje de Jerónimo (De Script. Eccl.) puede ser asignada, con tolerable certeza, al año 389 o 390.

Ahora debe ser dada alguna cuenta de los voluminosos escritos de Gregorio, y de su reputación como orador y teólogo, en lo cual, mas que sobre ningún otra cosa, descansa su fama como una de las más grandes luces en la Iglesia Oriental. Sus trabajos naturalmente caen bajo tres encabezados, puntualmente sus poemas, sus epístolas, y sus oraciones. Mucho, sin embargo de ninguna manera todo, de lo que escribió ha sido conservado, y ha sido frecuentemente publicado, la editio princeps de los poemas fue la Aldina (1504), mientras que la primera edición de sus obras recogidas apareció en París en 1609-11. El catálogo Boedliano contiene más de treinta hojas folio enumerando varias ediciones de los trabajos de Gregorio, de las cuales las mejores y más completas son la edición Benedictina (dos volúmenes folio, comenzada en 1778, terminada en 1840), y la edición de Migne (cuatro volúmenes XXXV-XXXVIII, en P.G., París, 1857-1862).

Composiciones Poéticas

Éstas, como ya se declaró, comprendían versos autobiográficos, epigramas, epitafios y epístolas. Los epigramas han sido traducidos por Thomas Drant (Londres, 1568), los epitafios por Boyd (Londres, 1826), mientras que otros poemas han sido graciosa y encantadoramente parafraseados por Newman en su “Church of the Fathers”. Jerónimo y Suidas dicen que Gregorio escribió más de 30,000 versos; si esta no es una exageración, enteramente dos tercios de ellos se han perdido. Delicados, gráficos, y fluidos como son muchos de sus versos, y dada la amplia evidencia del culto y dotado intelecto que los produjo, no pueden sostenerse en paralelo (la comparación sería una injusta, pues muchos de ellos no fueron expresamente escritos para superar y tomar el lugar de la obra de escritores paganos) las grandes creaciones de los poetas griegos. Aún Villemain, ningún mal crítico, ubica los poemas del rango frontal de las composiciones de Gregorio, y piensa tan altamente de ellos que mantiene que el escritor debe ser llamado, prominentemente, no tanto el teólogo del Oriente como “el poeta de la cristiandad oriental”.

Epístolas en Prosa

Éstas, por consentimiento común, pertenecen a las más finas producciones literarias de la época de Gregorio. Todas las que no sobreviven son composiciones granadas; y que el autor sobresalía en este tipo de composiciones es revelado por una de ellas (Ep. ccix, a Nicóbulo) en la cual se explaya con admirable razón sobre las reglas mediante las cuales todos los escritores de cartas debe guiarse. Fue por pedido de Nicóbulo, quien creía, y correctamente, que estas cartas contenían gran y permanente interés y valor, que Gregorio preparó y editó la colección conteniendo un gran número de las cuales han llegado hasta nosotros. Muchas de ellas son perfectos modelos del estilo epistolar -corto, claro, cobijadas en un admirablemente escogido lenguaje, y en cambio sagaz y profundo, juguetón, afectivo, y tierno.

Oraciones

Tanto en su propio tiempo, como en el general veredicto de la posteridad, Gregorio fue reconocido como uno de los más notables oradores que jamás hayan adornado la iglesia cristiana. Entrenado en las más finas escuelas de retórica de su época, hizo más que justicia a sus distinguidos profesores; y mientras que el pavoneo o la vanagloria fueron ajenas a su naturaleza, él francamente reconocía a conciencia sus notables dones oracionales, y su satisfacción al haber sido habilitado para cultivarlas enteramente en su juventud. Basilio y Gregorio, ha sido dicho, fueron los pioneros de la elocuencia cristiana, moderada en, e inspirada por, la notable y sustancial oratoria de Demóstenes y Cicerón, y calculada para mover e impresionar las más cultas y críticas audiencias de su época. Comparativamente sólo pocas de las numerosas oraciones elaboradas por Gregorio han sido preservadas para nosotros, consistentes en discursos dichos por él en muy variadas ocasiones, pero todas marcadas por las mismas elevadas cualidades. Fallas tienen, por supuesto: largas discreciones, excesivo ornamento, forzadas antítesis, elaboradas metáforas, y ocasional sobre abuso de diatriba. Pero sus méritos son por mucho más grandes que sus defectos, ni nadie puede leerlas sincerar arremetido por su noble fraseología, perfecto dominio del más puro griego, altas potencias imaginativas, lucidez e incisión de pensamiento, fiero celo y transparente sinceridad de intención, por las cuales son distinguidas. Difícilmente alguno de los restantes sermones de Gregorio son exposiciones directas de la Escritura, y por esta razón han sido adversamente criticados. Bousset, sin embargo, apunta con perfecta verdad que muchos de estos discursos realmente son no otra cosa sino hábiles entretejidos de textos de la Escritura, un profundo conocimiento de la cual es evidente desde cada línea de ellos.

Las declaraciones de Gregorio para posicionarse como uno de los más grandes teólogos de la iglesia temprana están basadas, aparte de su reputación entre sus contemporáneos, y el veredicto de la historia a su respecto, principalmente en los cinco grandes “Discursos Teológicos” los cuales pronunció en Constantinopla en el curso del año 380. Al estimar la visión y el valor de estos famosos pronunciamientos, es necesario recordar cuál era la condición religiosa de Constantinopla cuando Gregorio, ante la demandante instancia de Basilio, de muchos otros obispos, y de los adoloridos y cansados católicos de la capital oriental, fue allí mismo a sobrellevar la carga espiritual de los fieles. Fue menor como administrador, o como organizador, que como un hombre de una vida santa y de dones oracionales famoso a lo largo de la Iglesia Oriental, que fue pedido, y consentido, para asumir su difícil misión; y tuvo que ejercitar esos dones al combatir no una sino numerosas herejías las cuales habían estado dividiendo y desolando Constantinopla por muchos años. Arrianismo en cada forma y grado, incipiente, moderado, y extremo, fue desde luego el gran enemigo, pero Gregorio también tuvo que entrar la batalla contra la enseñanza Apolinaria, la cual negaba la humanidad de Cristo, así como en contra de la tendencia cristiana -más tarde desarrollada en Nestorianismo- que distinguía entre el hijo de María y el hijo de Dios como dos distintas y separadas personalidades.

Primero un santo, y después con teólogo, el uno de sus primeros sermones en la Anastasia Gregorio insistió en el principio de referencia al tratar sobre los misterios de la fe (un principio enteramente ignorado por sus oponentes arrianos), y también en la pureza de vida y ejemplo que todo el que tratara con estos elevados asuntos debía mostrar en la práctica si es que su enseñanza iba a ser eficiente. En el primero y segundo de los cinco discursos desarrolla estos dos principios en cierta amplitud, demandando en un lenguaje de maravillosa belleza y fuerza la necesidad de que todo aquel que conociera a Dios correctamente llevara una vida sobrenatural, y se aproximara tan sublime al estudio con una mente pura y libre del pecado. El tercer discurso (sobre el Hijo) está dedicado a la defensa de la doctrina católica de la Trinidad, y a la demostración de su consistencia con la primitiva doctrina de la Unidad de Dios. La existencia externa del Hijo y del Espíritu están reafirmadas, junto con su dependencia en el Padre como origen o principio; y la divinidad del Hijo está argumentada desde la escritura contra los arrianos, cuyo malentendido de varios pasajes de la escritura es expuesta y refutada. En el cuarto discurso, sobre el mismo tema, la unión de la naturaleza de Dios y la naturaleza humana en Cristo encarnado es proclamada y luminosamente probada desde la Escritura y la razón. El quinto y último discurso (sobre el Espíritu Santo) está dirigido parcialmente en contra de la herejía macedonia, que negaba toda la divinidad del Espíritu Santo, y también en contra de aquellos que reducían la Tercera Persona de la Trinidad a una mera energía impersonal del Padre. Gregorio, en respuesta a la contienda de que la divinidad del Espíritu no está expresada en la Escritura, cita y comenta diversos pasajes que enseñan la doctrina por implicación, añadiendo que la completa manifestación de esta gran verdad estaba planeada para ser gradual, siguiendo la revelación de la divinidad del Hijo. Es de hacerse notar que Gregorio en este momento formula la doctrina de la Doble Procesión, aunque en esta luminosa exposición de la doctrina trinitaria hay muchos pasajes que parecen anticipar la más completa enseñanza del Quicumque vult. Ningún resumen, siquiera una traducción verbal y fiel, pueden dar alguna idea adecuada de la combinación de sutileza y lucidez de pensamiento, ignorara belleza de expresión, de estos maravillosos discursos, en los cuales, como uno de sus críticos franceses verdaderamente observa, Gregorio “ha sumado y cerrado la controversia de un siglo entero”. La mejor evidencia de su valor y poder descansa en el hecho de que por catorce siglos han sido una veta de donde los más grandes teólogos de la cristiandad han sacado riquezas de sabiduría para ilustrar y sostener sus propias enseñanzas sobre los más profundos misterios de la Fe Católica.

Acta SS.; Vidas prefijas a MIGNE, P.G. (1857) XXXV, 147-303; Lives of the Saints collected from Authentick Records (1729), II; BARONIUS, De Vita Greg. Nazianz. (Rome, 1760); DUCHESNE, Hist. Eccl., ed. BRIGHT (Oxford, 1893), 195, 201, etc.; ULLMAN, Gregorius v. Nazianz der Theologe (Gotha, 1867), tr. COX (Londone, 1851); BENOIT, Saint Greg. de Nazianze (Paris, 1876); BAUDUER, Vie de S. Greg. de Nazianze (Lyons, 1827); WATKINS in Dict. Christ. Biog., s. v. Gregorius Nazianzenus; FLEURY, Hist. Ecclesiastique (Paris, 1840), II, Bk. XVIII; DE BROGLIE, L'eglise et l'Empire Romain au IV siecle (Paris, 1866), V; NEWMAN, The arians of the Fourth Century (London, 1854), 214-227; IDEM, Church of the Fathers in Historical Sketches; BRIGHT, The Age of the Fathers (London, 1903), I, 408-461; PUSEY, The Councils of the Church A.D. 31 - A.D. 381 (Oxford, 1857), 276-323; HORE, Eighteen Centuries of the Orthodox Greek Church (London, 1899), 162, 164, 168, etc; TILLEMONT, Mem. Hist. Eccles., IX; MASON, Five Theolog. Discourses of Greg. of Nazianz. (Cambridge, 1899).

D.O. HUNTER-BLAIR Trascrito por Mike Humphrey Traducido por Mauricio Villaseñor Terán