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Domingo, 24 de noviembre de 2024

La fe como camino

De Enciclopedia Católica

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De Benedicto XVI a Francisco. El camino de la fe.


Pedro Hidalgo Díaz, pbro.

Bajo este título quisiera proponerles unas reflexiones sobre la fe intentando asumir el compromiso al que nos invitaba el papa Benedicto en la Carta Apostólica de convocatoria del Año de la Fe. Se lee allí: «Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año» (Porta fidei, 9). En octubre del año 2011, en un primer encuentro organizado por el Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, el Santo Padre Benedicto XVI anunció que convocaría el Año de la Fe, cuyo objetivo sería «dar un renovado impulso a la misión de toda la Iglesia de conducir a los hombres fuera del desierto en el cual frecuentemente se encuentran hacia el lugar de la vida, a la amistad con Cristo que nos dona la vida en plenitud» y afirmaba con convicción: «será un momento de gracia y de compromiso por una más plena conversión a Dios, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo» . Conducir a los hombres fuera del desierto, nos ofrece una imagen de camino, que se concreta en guiarles al lugar de la vida, a la amistad con Cristo. Pocos meses después, en su viaje apostólico a México, el Santo Padre, hablando de la Misión Continental, señaló que uno de los cometidos de la misma es que los cristianos y las comunidades cristianas «resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar “la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar” (Discurso a la Curia Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final. En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, “es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7)”» .

El Año de la Fe se inauguró en el contexto de la XIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que abordó el tema de la nueva evangelización. Benedicto XVI señala que «el período de la nueva evangelización ha comenzado con el Concilio; esta era fundamentalmente la intención del papa Juan XXIII; ha sido muy subrayada por el papa Juan Pablo II y su necesidad, en un mundo que está cambiando notablemente, se hace siempre más evidente» y aclara el sentido de esa necesidad que es «que el Evangelio se debe expresar en modos nuevos; necesidad también en el otro sentido, que el mundo tiene necesidad de una palabra en medio de la confusión, en la dificultad de orientarse hoy. Hay una situación común en el mundo, existe la secularización, la ausencia de Dios, la dificultad de encontrar acceso, de verlo como una realidad che concierne mi vida». Y en esta tarea de la nueva evangelización «por una parte debemos partir del problema común: cómo hoy, en este contexto de nuestra moderna racionalidad, podemos descubrir de nuevo a Dios como la orientación fundamental de nuestra vida, la esperanza fundamental de nuestra vida, el fundamento de los valores que realmente construyen una sociedad». El núcleo de la evangelización, afirma el papa, «está en anunciar un Dios que responde a nuestra razón, porque vemos la racionalidad del cosmos, vemos que hay algo detrás, pero no vemos cómo esté cercano este Dios, cómo me concierne y esta síntesis del Dios grande y majestuoso y del Dios pequeño que está cerca de mí, me orienta, me muestra los valores de mi vida», es preciso unir corazón y razón, en modo tal que cooperen mutuamente, porque sólo así el hombre está completo y puede realmente ayudar y trabajar por un futuro mejor» . La nueva evangelización engendra la fe que enseña que «en Cristo, Dios ha venido realmente al mundo, ha entrado en nuestra historia, ha puesto su morada entre nosotros, cumpliéndose así la íntima aspiración del ser humano de que el mundo sea realmente un hogar para el hombre. En cambio, cuando Dios es arrojado fuera, el mundo se convierte en un lugar inhóspito para el hombre, frustrando al mismo tiempo la verdadera vocación de la creación de ser espacio para la alianza, para el «sí» del amor entre Dios y la humanidad que le responde. Y así hizo María como primicia de los creyentes con su «sí» al Señor sin reservas» . La eficacia de la nueva evangelización, en la que estamos todos comprometidos, depende de la fe. Supone la fe en los agentes de la misma y está orientada a suscitar la fe en los destinatarios, de tal modo que puede decirse que allí dónde se aprende a vivir la fe se ha comenzado la nueva evangelización. Y la fe provoca alegría. Esta reflexión quiere ser una invitación a pensar en la fe, su naturaleza y algunas de sus exigencias a la luz de las enseñanzas de Benedicto XVI y de Francisco. En medio de la preparación de estas reflexiones se promulgó la primera Encíclica de papa Francisco, Lumen Fidei. En el número 7 de dicho documento se lee: «Estas consideraciones sobre la fe, en línea con todo lo que el Magisterio de la Iglesia ha declarado sobre esta virtud teologal, pretenden sumarse a lo que el Papa Benedicto XVI ha escrito en las Cartas encíclicas sobre la caridad y la esperanza. Él ya había completado prácticamente una primera redacción de esta Carta encíclica sobre la fe. Se lo agradezco de corazón y, en la fraternidad de Cristo, asumo su precioso trabajo, añadiendo al texto algunas aportaciones». Esto hace que las reflexiones puedan unificarse.

I. Aportes para la comprensión del acto de fe en la enseñanza de Benedicto XVI Desde su profundo conocimiento y agudeza de buen teólogo, Benedicto permite comprender el acto de la fe como una opción que la persona hace libremente como respuesta a la revelación del Dios Amor y que compromete la vida entera. Se intentará presentar algunas dimensiones de la fe que subraya especialmente el papa Benedicto.

a) Creo porque soy amado. La fe como experiencia de amor

La fe supone una experiencia fundamental y enriquecedora que llena de alegría profunda: la experiencia de sentirse amado. Quien se sabe y se siente amado por Dios, cree. Todo creyente es, ante todo, un ser que se sabe y se experimenta amado por Otro, por Dios que es Amor. La primera carta de san Juan nos transmite un texto que podría describir la esencia del acto de fe: «Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene» (1 Jn 4, 16). Benedicto XVI en la Misa inaugural de su pontificado proclamó: «No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él.» La fe es experiencia de amor recibido, amor que está en la base de la propia existencia, porque el hecho de existir se debe a que somos amados por Dios. Y desde esa verdad existencial se entiende que la vocación del hombre es el amor y sólo en el amor logra su plena realización. En el n. 7 de la Carta apostólica Porta fidei el papa enseña que «la fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos». El creyente es alguien que ha experimentado el amor de Dios y quiere responder buscando unirse con el Señor. Se trata de una unión que no suprime ni anula la individualidad sino que abre posibilidades, perspectivas, ideales, y posibilita que el hombre dé lo mejor de sí. El cristiano descubre que su vida es un regalo de Dios que le ha sido donada para que lleve a su mejor cumplimiento todas sus posibilidades y capacidades. El camino de la fe será el despliegue, con la ayuda de Dios, de todas esas posibilidades y capacidades presentes en el propio ser. Creer es por eso uno de los grandes regalos que el hombre puede recibir, regalo destinado por Dios a todos, pero que no todos acogen. Creer es acoger el amor, entrar en la corriente de un Amor que da sentido a la existencia, que ayuda a descubrir la belleza de la vida y la alegría profunda del corazón. ¿Cómo fortalecer nuestra fe? Escribe el papa en Porta fidei: «la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios».

b) La fe como adhesión al Señor

Escribe el papa Benedicto: «La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este "estar con él" nos lleva a comprender las razones por las que se cree». La decisión de estar con el Señor, de vivir la existencia con Él es la sustancia del acto de fe. El creyente auténtico es quien decide vivir con el Señor, desde el Señor, para el Señor. Fue la experiencia de san Pablo que le llevó a escribir en su carta a los Filipenses: «Para mí la vida es Cristo» (Filp 1, 21). Tener fe es abrirse a la acción del Espíritu Santo y reconocer en Cristo la Palabra del Padre y, mediante la adhesión a Cristo, vivir para Dios y según Dios. Un hombre que profesa la fe cristiana es alguien para quien no existe otro amor más grande, otra pasión más fuerte, otro interés más importante que Jesucristo. ¡Esa es la fe! Es más que un bonito sentimiento, que unos conocimientos o unas experiencias rituales, aunque incluye todo lo anterior. Lo fundamental del acto de fe, lo primero, es la adhesión de corazón. El acto de fe supone una experiencia de abandono en Dios, supone una decisión importantísima, una opción y elección fundamental. Se lee en Porta fidei n. 10: «En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios». Quien conoce a Jesucristo, quien recibe noticia de Él y su evangelio ha de tomar una decisión: entregarse a Dios. Ante Cristo no se puede permanecer indiferente, ya el Señor señaló: «El que no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30). Y esto porque conocer a Jesucristo es conocer el amor divino, y ante Quien ama de un modo sin par no se puede permanecer indiferente. El paradigma de la fe es Abraham. En el Canon Romano o Plegaria Eucarística I, en el centro de la celebración eucarística, la liturgia de la Iglesia alude a Abraham llamándole «nuestro padre en la fe». Abraham es paradigma de fe porque se abandonó en Dios, porque confió incluso en medio de la prueba. Abraham obedeció. ¡Y esa es la fe! Obediencia, aceptación de los designios de Dios, confianza en su palabra, aunque no se entienda nada. Esta fe precede a la aceptación de los contenidos de la fe, al aspecto cognitivo. La fe cristiana tiene como paradigma a María, la Virgen Santísima. Solicitada por el Señor para ser la Madre del Mesías, aunque las cosas no terminan de estar claras, María acepta la invitación divina con su emocionante: «He aquí la sierva del Señor. Que se haga en mí según tu palabra». María es la creyente por excelencia del Nuevo Testamento, la que después de esa aceptación sabe estar con Jesús y seguirle desde su nacimiento hasta la cruz. Y aún después de la resurrección sigue adherida a su Hijo, estando con los discípulos, continuadores de la misión de Cristo. María encuentra en la fe el sentido de su vida, o quizás mejor, la fe le ayuda a descubrir el sentido de su vida: cooperar en el plan de salvación. Luego de María serán los discípulos del Señor quienes nos muestren que la fe es adhesión de corazón a Jesús, encontrar en Él la razón de la existencia. Es un camino no siempre triunfal y victorioso. A veces puede estar marcado por la negación, por la caída, como en el caso de Pedro. Pero siempre es posible, por la misericordia del Señor, retomar o reemprender el camino.

c) La fe como experiencia de sentido

El Papa Benedicto es consciente que el hombre de hoy, como el hombre de todo tiempo, busca incesantemente la vida, la plenitud, la felicidad, en una palabra: el sentido de su vida. Hablando a los jóvenes en Polonia, el Papa trata del deseo de una vida plena, feliz, realizada. Tal deseo es puesto por Dios en el alma. El Santo Padre usa una metáfora e indica el deseo de una casa que hay en todo hombre. Dios lo infunde y no abandona al hombre en la fatigosa construcción de esa casa que se llama vida . Construir esa casa que todo hombre anhela sólo es posible con Cristo. Hay que «construir sobre Cristo y con Cristo», es decir, hay que escuchar a Jesús, hay que cumplir las palabras de Jesús. Se trata de construir la casa de la vida con Alguien que es siempre fiel, con Alguien que permanece fiel así nosotros seamos infieles . «Construir sobre Cristo significa fundar en su voluntad todos los deseos, esperanzas, sueños, ambiciones y todos los proyectos. Significa decir a sí mismo, a la propia familias, a los amigos y al mundo entero y sobre todo a Cristo: “Señor, en la vida no quiero hacer nada en contra tuya, porque Tú sabes qué cosa es lo mejor para mí. Sólo tú tienes palabras de vida eterna” (cfr. Jn 6, 68) . Conviene construir sobre Cristo y no ha de haber temor de hacerlo porque él está al lado nuestro en la buena y en la mala suerte y tiene sed de este vínculo con él, de esta relación estrecha que es el fundamento de la auténtica humanidad . La Iglesia ha de ayudar a los hombres a construir “su casa”. Por eso el Papa continuaba: «¡No tengan miedo de construir su vida en la Iglesia y con la Iglesia! Estén orgullosos del amor por Pedro y por la Iglesia confiada a él. ¡No se dejen ilusionar por aquellos que quieren contraponer a Cristo con la Iglesia! Hay una única roca sobre la cual vale la pena construir la casa. Esta roca es Cristo. . Sintetizando un poco lo dicho, podemos oír al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. En cierta ocasión señaló: El Evangelio no ha perdido su contenido, y tampoco Cristo se ha marchado (...) Es necesario retornar a su presencia y desde ella empezar nuevamente. Lo que es central debe seguir siéndolo. La Iglesia ha equivocado el camino cuando se ha esforzado por mostrarse útil y buena como organización humanitaria, sin el testimonio de Cristo y de Dios. Está claro que el compromiso social de la Iglesia es de máxima importancia, como tarea que le fue encomendada por el Señor. Pero debe ser evidente que la Iglesia no es una mera organización de acción social, sino que su acción nace de una fuerza de Amor más profunda que se comunica con toda sencillez, y que la Iglesia existe no porque nosotros queramos estar en el candelero, sino porque «el amor de Cristo nos empuja» La Iglesia ha de ser entregada a su misión porque el hombre necesita a Dios, necesita a Cristo. Si Dios está ausente de la vida del hombre, si Jesús está ausente de la vida, al hombre le falta un guía, una amistad esencial, una alegría importante para la vida. Falta la fuerza para crecer como hombre, para superar los vicios y madurar humanamente, dice el papa a unos nños . La Iglesia ha de ser intermediaria en el encuentro de los hombres con Dios haciéndose lugar de la ternura y la misericordia.

d) La razonabilidad de la fe

En el numeral 8 de la Carta Apostólica Porta fidei, con la que convocó el Año de la Fe, el papa Benedicto XVI escribe: «Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo». ¡Qué importante e interesante desafío lanza el Papa! Intensificar la reflexión sobre la fe es una invitación a humanizar nuestra fe y así, haciéndola más humana, impregnará mejor nuestro ser y creará esa especie de «nueva naturaleza» que la fe ha de ser para el cristiano. Digo humanizar la fe porque la reflexión presupone la razón, y reflexionar sobre la fe es admitir que ésta tiene una racionalidad, que es razonable y por tanto es un acto verdaderamente humano que hace bien al hombre pues le ayuda a crecer y desplegar sus mejores capacidades: las espirituales, las que enriquecen y ennoblecen la vida humana. Por otra parte, la fe ensancha el horizonte de la razón. Dicha reflexión sobre la fe a la que se alude tiene una finalidad muy clara: ayudar a los creyentes a una adhesión al Evangelio más consciente y vigorosa en el momento de cambio que vivimos. El cambio de época que vivimos no permite seguir viviendo con la fe del carbonero. La época actual en la cual muchos hombres y mujeres viven como si Dios no existiera, época en la que -como señaló alguna vez el Santo Padre- Cristo pareciera un tema del cual no hay que hablar y si de lo hace debe hablarse en voz baja y oculto en una esquina, requiere de cristianos que conozcan su fe y la razonabilidad de la misma. Todo cristiano de nuestro tiempo ha de ser algo teólogo y apologeta. Teólogo no en sentido académico (eso sería imposible) pero sí creyentes que sientan la exigencia de buscar las razones de su fe para poder adherirse a ella con mayor entusiasmo y vigor y poder presentar su fe a otros hombres y mujeres de nuestro tiempo. Pero todo cristiano ha de ser también algo apologeta, esto es, capaz de defender su fe, de dar razón de su fe y su esperanza. El mundo contemporáneo, en el cual el relativismo se enseñorea con notable reconocimiento, requiere católicos convencidos de su fe, conocedores de la misma y capaces de defender no sólo con pasión sino sobre todo con razón, con inteligencia. Cuando se reflexiona sobre la fe, ésta madura. No hemos de olvidar que la conversión es, ante todo, cambio de mentalidad, es primero conversión de la mente para poder luego incidir en el corazón y en la conducta. Deseaba el papa Benedicto que el Año de la Fe ayudase «para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre». Cuando se reflexiona en la propia fe surge la imperiosa necesidad de transmitir esa fe que se ha descubierto como don precioso.

e) La dimensión cognitiva de la fe

«Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año», escribe el papa Benedicto XVI en el n. 9 de la Carta Apostólica de indicción del Año de la Fe. Redescubrir los contenidos de la fe exige conocer, profundizar en el conocimiento y reflexionar sobre los contenidos esenciales de la fe que, unidos y sintetizados, se encuentran en el Credo. Los católicos sabemos que no es suficiente el acto del corazón por el cual nos adherimos a Dios y le reconocemos como la realidad fundamental de nuestra vida. Si bien ese acto de fe es de capital importancia, la fe ha de crecer por medio del conocimiento de los contenidos de la doctrina católica. ¿Por qué? Porque el Dios a quien nos adherimos con el acto de fe, el único Dios, ha salido de sí mismo y gratuitamente se ha comunicado al hombre indicando quién es Él, quién es el hombre y qué es lo que el hombre debe hacer para alcanzar su plena salvación. Dios se ha revelado y esa revelación tiene unos contenidos que es preciso acoger conociéndolos para que la existencia del creyente esté orientada por los principios que de la Revelación se derivan. Los contenidos de la fe que surgen de la Revelación divina son la doctrina que la Iglesia enseña. En la celebración litúrgica del bautismo de los niños, concluyendo la profesión de fe de los padres y padrinos, el celebrante dice: «Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos profesar». La fe del católico no es sólo el acto por el cual se adhiere a Dios sino también los contenidos que la Iglesia transmite por encargo del Señor. El papa afirma que « el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor» (Porta fidei, 10). Conocer los contenidos de la fe no es algo optativo para el católico sino una condición inherente a su situación de creyente, pues ese conocimiento es el que le permite asentir, realizar con la inteligencia y la voluntad el acto humano que le convierte en creyente. Y además, mediante el conocimiento de la fe accede al misterio de la salvación, comprende la grandeza y maravilla del amor divino desplegado en la historia de la salvación. No es, pues, un lujo el conocimiento de los contenidos de la fe sino una necesidad derivada de la constitución de la fe cristiana. Por eso el creyente católico debe tener un anhelo ferviente de conocer su propia fe para conocer así mejor al mismo Señor, para conocerse a sí mismo desde Dios y conocer también el proyecto de vida que Dios tiene para él.

f) La responsabilidad social de la fe

En el numeral 10 de la Carta Apostólica Porta fidei el papa Benedicto hace unas afirmaciones de gran profundidad. Escribe el Sucesor de Pedro: «El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado». Esta afirmación es suficiente para pensar en su hondo significado. Con no poca frecuencia se encuentra personas que piensan que la fe es una realidad que ha de vivirse en la esfera más privada de la vida, y por eso mismo, es vista como algo sumamente íntimo, carente de implicancias sociales. Sin embargo, creer no es un hecho privado. Personal sí, incluso personalísimo, pero no privado. Es un hecho personal porque el acto de fe compromete al hombre entero en su absoluta libertad. Es el hombre que posee inteligencia, voluntad y libertad quien cree y en el acto de fe se compromete toda la inteligencia, toda la voluntad y toda la libertad. No hay un aspecto de la persona que no quede comprometido e involucrado en el acto de fe. La fe ilumina la inteligencia, educa la voluntad, perfecciona la libertad. Y todo eso mediante la respuesta personalísima que la persona da a Dios que se revela. Pero ese acto personalísimo tiene una dimensión social. En primer lugar, porque la fe llega por medio de la Iglesia. Dios llama a la fe, la infunde, pero lo hace por medio de la Iglesia. Es gracias a la comunidad eclesial, que de algún modo interviene, que la persona recibe el anuncio del evangelio, es a través de otros que la persona se forma en la fe, es a través de otro que la persona es bautizada. Y esto para vivir en la comunión, que es la Iglesia, la relación con otros creyentes. El papa afirma también que «la fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree». Esta responsabilidad social de la fe fundamenta la dimensión pública del acto creyente que, entre otras cosas, lanza al testimonio, al esfuerzo por compartir la experiencia de fe con otras personas para que puedan vivir también la experiencia del amor divino y de la salvación. « La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso», escribe el papa. El testimonio cristiano, suscitado por el Espíritu Santo, supone el esfuerzo por armonizar la fe con la razón para estar cada vez mejor preparados a fin de dar razón de lo que se cree. El Año de la fe ha de suscitar en los católicos la responsabilidad social de la fe. El cristiano que en verdad ama a Cristo debe experimentar la urgencia de la caridad de Cristo y no puede vivir tranquilo mientras sabe que hay hermanos que necesitan a Cristo para aprender el arte de vivir, para encontrar las respuestas profundas a los interrogantes de la vida, para ponerse en vías de salvación. Que este año se avive en nosotros la responsabilidad social de la fe.

g) Fe y renovación de la Iglesia

Afirmar que la Iglesia necesita renovarse es algo que algunos admiten con gran serenidad mientras otros experimentan incomodidad ante esa afirmación. Los que admiten que la Iglesia pueda renovarse no siempre entienden lo mismo por dicha renovación. Hay quienes la entienden como una simple aplicación de principios de la sociología o psicología organizacional a las estructuras eclesiales. No faltan quienes piensan que se trata de volver a usos y costumbres de épocas anteriores. Otros, en cambio, piensan que hablar de renovación de la Iglesia es profanar la concepción del misterio de la Iglesia. Cabe entonces preguntarse: ¿Se puede hablar de una renovación de la Iglesia? La respuesta la podemos recabar del Concilio Vaticano II que en la Constitución dogmática sobre la Iglesia afirma: «la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación» (LG 8). El Magisterio eclesial expresado en el Concilio admite que la Iglesia busca sin cesar la renovación, pues en el mismo número se dice de ella que es semper reformanda. Pero ¿qué entender por renovación cuando esta expresión se aplica a la Esposa de Cristo? En su Carta apostólica Porta fidei n. 6 el papa Benedicto escribe: «La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó». La renovación eclesial es, entonces, mucho más que una renovación de estructuras, de sistemas, de infraestructura o de estrategias. No se trata de eso ni de recuperar costumbres en desuso o buscar medios para una eficiencia vista desde los criterios humanos. Cuando se dice renovación aplicado a la Iglesia se trata de una auténtica conversión de quienes la formamos, de un esfuerzo real y sincero por dejar que la Palabra de Dios plasme la vida del creyente y así, el testimonio del fiel muestre la fuerza de la acción divina. La Iglesia se renueva en la medida que cada uno de sus miembros vive la fe con autenticidad. En la medida que los miembros de la Iglesia vivamos de modo coherente nuestra fe, la Iglesia cumplirá la misión que proviene de su ser más profundo: reflejar el misterio de Dios amor, la comunión trinitaria. Y así, viviendo la experiencia eclesial el hombre puede conocer a Dios. Frente al Año de la Fe al cual el papa Benedicto nos ha convocado es oportuno tomar conciencia del don que hemos recibido el día de nuestro bautismo: la fe que nos hace hijos de Dios y, entonces, conviene renovar el compromiso de vivir la fe, convencidos de que la fe no es sólo un cumplimiento ritual, ni sólo el conocimiento de un cuerpo doctrinal, ni simplemente una ética comunitaria. La fe auténtica es don divino que hemos de acoger, virtud teologal que se ha de cultivar, convencidos que la fe plasma toda la existencia humana según el modelo que nos ha dado Jesucristo, nuestro Señor. Gracias a la fe, en la medida que ésta se acoge con libre disponibilidad, « los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida (…) La “fe que actúa por el amor” (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre» (Porta fidei, 6). La fe da forma a la vida, plasma la existencia, se experimenta en el día a día de nuestra vida. Es importante hacerse consciente de esta gran verdad y no pensar en la fe como algo que sirve sólo en ciertas fiestas religiosas del año o en las celebraciones religiosas a las que acudimos. La fe se ha de transformar en cada uno en una nueva naturaleza que se asume libremente al adherirse a Jesucristo y su Evangelio y que determina el pensamiento, la acción, los deseos, las elecciones de cada día. Cuando los hijos de la Iglesia nos comprometemos en vivir la fe auténticamente y, por ende, a pensar, desear, sentir, elegir y actuar como Cristo, la Iglesia se renueva haciéndose capaz de cumplir su misión principal: reflejar a Cristo y poner a los hombres en contacto con el Salvador.

II. Aportes para la comprensión de la Fe desde la enseñanza de papa Francisco

El gran aporte que el papa Francisco da acerca de la Fe lo encontramos en su primera encíclica que, si bien ha sido escrita sobre una redacción hecha por Benedicto XVI es, finalmente, documento del papa Francisco. Ya en su primera aparición en el balcón de la Basílica Vaticana, el papa Francisco aludió a la fe como camino, aludiendo al camino que iniciaba él con la Iglesia de Roma: « Y ahora, comenzamos este camino: Obispo y pueblo. Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad a todas las Iglesias». La idea de la fe como camino la propone en más de una ocasión nuestro actual Pontífice. Así, por ejemplo, en el Via Crucis celebrado con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud en Río, dijo refiriéndose a Pedro: « En aquel momento, Pedro comprendió que tenía que seguir al Señor con valentía, hasta el final, pero entendió sobre todo que nunca estaba solo en el camino; con él estaba siempre aquel Jesús que lo había amado hasta morir.». En otra ocasión, refiriéndose al significado de la vida «nómade» de los representantes pontificios, les dice: «Diría que da el sentido del camino, que es central en la vida de fe, empezando por Abrahán, hombre de fe en camino: Dios le pidió que dejara su tierra, sus seguridades, para ir, confiando en una promesa, que no ve, pero que conserva sencillamente en el corazón como esperanza que Dios le ofrece (cf. Gn 12, 1-9)». Quisiera ofrecer algunos aportes de la enseñanza del papa Francisco sobre la fe.


a) La fe como experiencia de amor

Hablando a los movimientos apostólicos y nuevas realidades eclesiales, en ocasión de la Vigilia de Pentecostés, el papa Francisco propone la fe como experiencia de amor que el creyente vive al experimentar que Dios le espera. Decía el papa: «encontrar a alguien que te está esperando. Tú vas pecador, pero Él te está esperando para perdonarte. Ésta es la experiencia que los profetas de Israel describían diciendo que el Señor es como la flor del almendro, la primera flor de primavera (cf. Jer 1, 11-12). Antes de que salgan las demás flores, está él: él que espera. El Señor nos espera. Y cuando le buscamos, hallamos esta realidad: que es Él quien nos espera para acogernos, para darnos su amor. Y esto te lleva al corazón un estupor tal que no lo crees, y así va creciendo la fe. Con el encuentro con una persona, con el encuentro con el Señor» . La convicción de la fe como experiencia de amor se presenta con fuerza y claridad en la primera parte de la encíclica Lumen Fidei. Luego de presentar la fe de Abraham que da inicio a la fe de Israel, y habiendo tratado de la fe del pueblo de la Antigua Alianza, el Santo Padre trata de la plenitud de la fe cristiana colocando en el centro de la misma la experiencia de amor que Cristo dona a los hombres. Ese primer capítulo de la encíclica llega a su cenit en el número 21: «Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: « No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí » (Ga 2,20), y exhortar: « Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17). En la fe, el « yo » del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3).»



b) La fe como encuentro con Cristo

Papa Francisco, con un talante más pastoral que académico, prefiere el lenguaje existencial y en ese sentido gusta de presentar la fe como encuentro con Cristo. Cristocentrismo de la fe y relacionalidad con Cristo son clave hermenéutica de su concepción de la fe. Así, como ejemplo, podemos proponer alguna intervención del papa comentando la experiencia de ese gran Sucesor de Pedro que fue Pablo VI: «”¡Oh Cristo, Tú nos eres necesario!”. Sí, Jesús es más que nunca necesario al hombre de hoy, al mundo de hoy, porque en los “desiertos” de la ciudad secular Él nos habla de Dios, nos revela su rostro. El amor total a Cristo emerge en toda la vida de Montini, también en la elección del nombre como Papa, que él explicaba con estas palabras: es el Apóstol “que amó a Cristo en modo supremo, que en sumo grado deseó y se esforzó por llevar el Evangelio de Cristo a todas las gentes, que por amor a Cristo ofreció su vida” (Homilía [30 de junio de 1963]: AAS 55 [1963], 619). Y esta misma totalidad la indicaba al Concilio en el discurso de apertura de la segunda sesión en San Pablo Extramuros, al señalar el gran mosaico de la basílica donde el Papa Honorio III aparece en proporciones minúsculas a los pies de la gran figura de Cristo. Así estaba la Asamblea misma del Concilio: a los pies de Cristo, para ser siervos suyos y de su Evangelio (cf. Discurso [29 de septiembre de 1963]: AAS 55 [1963], 846-847).Un profundo amor a Cristo no para poseerlo, sino para anunciarlo. Recordemos sus apasionadas palabras en Manila: “Cristo: sí, yo siento la necesidad de anunciarlo, no puedo callarlo... Él es el revelador del Dios invisible, es el primogénito de toda creatura, es el fundamento de todas las cosas; Él es el Maestro de la humanidad, es el Redentor... Él es el centro de la historia y del mundo; Él es Aquél que nos conoce y nos ama; Él es el compañero y el amigo de nuestra vida; Él es el hombre del dolor y de la esperanza; es Aquél que debe venir y que debe un día ser nuestro juez y, como esperamos, la plenitud eterna de nuestra existencia, nuestra felicidad” (Homilía, 29 de noviembre de 1970: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1970, p. 2). Estas apasionadas palabras son palabras grandes. Pero yo os confío una cosa: este discurso en Manila, pero también el de Nazaret, fueron para mí una fuerza espiritual, me hicieron mucho bien en mi vida. Y vuelvo a este discurso, vuelvo una y otra vez, porque me hace bien escuchar hoy esta palabra de Pablo VI. Y nosotros: ¿tenemos el mismo amor a Cristo? ¿Es el centro de nuestra vida? ¿Lo testimoniamos en las acciones de cada día?» . A los jóvenes, en Río de Janeiro, el papa les exhorta a vivir la fe como experiencia de sentido, acogiendo a Cristo, dejando entrar a Cristo en la vida, poniendo a Cristo en el centro de la vida. Casi como un ruego y a la vez invitación cordial que se acoge como mandato sabio dice el papa: «Jesús nos trae a Dios y nos lleva a Dios, con él toda nuestra vida se transforma, se renueva y nosotros podemos ver la realidad con ojos nuevos, desde el punto de vista de Jesús, con sus mismos ojos (cf. Carta enc. Lumen fidei, 18). Por eso hoy les digo a cada uno de ustedes: “Poné a Cristo” en tu vida y encontrarás un amigo del que fiarte siempre; “poné a Cristo” y vas a ver crecer las alas de la esperanza para recorrer con alegría el camino del futuro; “poné a Cristo” y tu vida estará llena de su amor, será una vida fecunda. Porque todos nosotros queremos tener una vida fecunda. Una vida que dé vida a otros». Es urgente al cristiano acoger a Jesús que se ofrece como Salvador. Desde la más genuina experiencia ignaciana el papa invita a reconocer a Jesús como Salvador. Dice a los Cardenales: Impulsados también por la celebración del Año de la Fe, todos juntos, pastores y fieles, nos esforzaremos por responder fielmente a la misión de siempre: llevar a Jesucristo al hombre, y conducir al hombre al encuentro con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, realmente presente en la Iglesia y contemporáneo en cada hombre. Este encuentro lleva a convertirse en hombres nuevos en el misterio de la gracia, suscitando en el alma esa alegría cristiana que es aquel céntuplo que Cristo da a quienes le acogen en su vida .

Pero para experimentar a Jesús como Salvador es preciso acogerle. Por eso dice a los jóvenes: «Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren en su vida, dejen entrar la simiente de la Palabra de Dios, dejen que germine, dejen que crezca. Dios hace todo pero ustedes déjenlo hacer, dejen que Él trabaje en ese crecimiento» .

c) La fe como encuentro con la Verdad y el Amor

En su encíclica el papa afirma que el hombre tiene necesidad de la verdad, «porque sin ella no puede subsistir, no va adelante. La fe sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos. Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad…O bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios de nuestro estado de ánimo o de la situación de los tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida» (LF, 24). Hoy, en medio de una crisis de verdad, es importante el encuentro con «la verdad grande, la verdad que explica la vida personal y social en su conjunto», pero que a veces es vista con sospecha . En ese contexto Francisco señala la importancia del tipo de conocimiento que ofrece la fe. La fe ofrece un conocimiento que se vincula al amor y por eso ofrece un nuevo modo de ver la realidad. Escribe el papa: «La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad» (LF 26).

El conocimiento de la fe es un conocimiento vinculado al amor y permite una mejor comprensión del mundo. Afirma el papa Francisco: «El conocimiento de la fe, por nacer del amor de Dios que establece la alianza, ilumina un camino en la historia. Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite comprender su designio a lo largo del tiempo. Mediante la experiencia de los profetas, en el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la ciudad santa, Israel ha intuido que esta verdad de Dios se extendía más allá de la propia historia, para abarcar toda la historia del mundo, ya desde la creación. El conocimiento de la fe ilumina no sólo el camino particular de un pueblo, sino el decurso completo del mundo creado, desde su origen hasta su consumación» (LF 28).

El conocimiento de la fe, vinculado al amor, permite escuchar a Dios y verle. Es por medio de Jesucristo, acogiéndole, que se puede escuchar y ver. Y aún tocar, según el lenguaje joaneo, es decir, experimentar . El cristiano es invitado a vivir una fe que ilumina su camino y le permite encontrarse con Jesús y servirle. Se trata de reconocerle y en todo servirle, como propone la espiritualidad de contemplativos en la acción propia de la Contemplación para alcanzar amor de los Ejercicios Espirituales. Pero para esto es necesaria ante todo la escucha, como primera actitud en el proceso del conocimiento de la fe. Aplicando esta actitud a la Virgen María, decía el papa: «Escucha. ¿De dónde nace el gesto de María de ir a casa de su pariente Isabel? De una palabra del Ángel de Dios: «También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez...» (Lc 1, 36). María sabe escuchar a Dios. Atención: no es un simple «oír», un oír superficial, sino que es la «escucha» hecha de atención, acogida, disponibilidad hacia Dios. No es el modo distraído con el que muchas veces nos ponemos delante del Señor o de los demás: oímos las palabras, pero no escuchamos de verdad. María está atenta a Dios, escucha a Dios. Pero María escucha también los hechos, es decir, lee los acontecimientos de su vida, está atenta a la realidad concreta y no se detiene en la superficie, sino que va a lo profundo, para captar el significado. Su pariente Isabel, que ya es anciana, espera un hijo: éste es el hecho. Pero María está atenta al significado, lo sabe captar: «Para Dios nada hay imposible» (Lc 1, 37). Esto vale también en nuestra vida: escucha de Dios que nos habla, y escucha también las realidades cotidianas: atención a las personas, a los hechos, porque el Señor está a la puerta de nuestra vida y llama de muchas formas, pone signos en nuestro camino; nos da la capacidad de verlos. María es la madre de la escucha, escucha atenta de Dios y escucha igualmente atenta a los acontecimientos de la vida» .

d) Fe y confesión del Crucificado En la primera homilía pronunciada como Papa, Francisco presentó tres actitudes necesarias para el cristiano: caminar, edificar, confesar. Decía el papa: «Podemos caminar todo lo que queramos, podemos edificar tantas cosas, pero si no confesamos a Jesucristo, la cosa no funciona. Nos convertiríamos en una ONG (Organización No Gubernamental) de piedad, pero no en la Iglesia, esposa del Señor. (…) Cuando no se confiesa a Jesucristo, me viene la frase de León Bloy “Quien no reza al Señor, reza al diablo”. Cuando no se confiesa a Jesucristo, se confiesa la mundanidad del diablo, la mundanidad del demonio. (…) El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Yo te sigo, pero no hablemos de Cruz. Esto no cuenta”. “Te sigo con otras posibilidades, sin la Cruz”. Cuando caminamos sin la Cruz, cuando edificamos sin la Cruz y cuando confesamos un Cristo sin Cruz, no somos Discípulos del Señor: somos mundanos, somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor. Quisiera que todos, luego de estos días de gracia, tengamos el coraje (…) de confesar la única gloria, Cristo Crucificado. Y así la Iglesia irá adelante» Al concluir el ejercicio de la Via Crucis, dijo el papa: «En esta noche debe permanecer sólo una palabra, que es la Cruz misma. La Cruz de Jesús es la Palabra con la que Dios ha respondido al mal del mundo. A veces nos parece que Dios no responde al mal, que permanece en silencio. En realidad Dios ha hablado, ha respondido, y su respuesta es la Cruz de Cristo: una palabra que es amor, misericordia, perdón. Y también juicio: Dios nos juzga amándonos. Recordemos esto: Dios nos juzga amándonos. Si acojo su amor estoy salvado, si lo rechazo me condeno, no por él, sino por mí mismo, porque Dios no condena, Él sólo ama y salva» .

e) Fe que se transmite en la liturgia Comentando el pasaje evangélico de la Visitación de María a su prima Isabel, el Santo Padre ofrece un impulso que ayuda a pensar en la misionareidad de la Iglesia que brota de la fe. Tomando como modelo a la Santísima Virgen dice: «María se puso en camino y «fue de prisa...» (cf. Lc 1, 39). El domingo pasado ponía de relieve este modo de obrar de María: a pesar de las dificultades, las críticas recibidas por su decisión de ponerse en camino, no se detiene ante nada. Y parte «deprisa». En la oración, ante Dios que habla, al reflexionar y meditar acerca de los hechos de su vida, María no tiene prisa, no se deja atrapar por el momento, no se deja arrastrar por los acontecimientos. Pero cuando tiene claro lo que Dios le pide, lo que debe hacer, no se detiene, no se demora, sino que va «deprisa». San Ambrosio comenta: «La gracia del Espíritu Santo no comporta lentitud» (Expos. Evang. sec. Lucam, II, 19: PL 15, 1560). La acción de María es una consecuencia de su obediencia a las palabras del Ángel, pero unida a la caridad: acude a Isabel para ponerse a su servicio; y en este salir de su casa, de sí misma, por amor, lleva cuanto tiene de más valioso: a Jesús; lleva al Hijo» . La fe cristiana muestra su autenticidad en el anuncio de la misma. Transmisión y anuncio. Uno de los medios de transmitir la fe al que el papa Francisco da especial importancia es la liturgia. La fe, siendo una realidad personal, se recibe gracias a la mediación de la comunidad eclesial. Nadie puede donarse la fe a sí mismo. La fe viene de Dios a través de la comunidad en un acto litúrgico que es la base de todos los demás: el bautismo. El bautismo es el inicio formal del camino de la fe y es experiencia litúrgica, posibilitando así que la liturgia transmita la fe. Sin liturgia no habría bautismo, no habría Iglesia . La liturgia es un modo de transmisión de la fe que ha de ser reconocido y que requiere un compromiso vital de los creyentes. Escribe al respecto el papa Francisco: «La transmisión de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo. Pudiera parecer que el bautismo es sólo un modo de simbolizar la confesión de fe, un acto pedagógico para quien tiene necesidad de imágenes y gestos, pero del que, en último término, se podría prescindir. Unas palabras de san Pablo, a propósito del bautismo, nos recuerdan que no es así. Dice él que “por el bautismo fuimos sepultados en él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rm 6,4). Mediante el bautismo nos convertimos en criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios (…) En el bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del bien. Es transferido a un ámbito nuevo, colocado en un nuevo ambiente, con una forma nueva de actuar en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida, entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados» .

El bautismo, inicio formal de la fe, no es sólo un rito litúrgico, sino también el momento de la transmisión de la fe. La persona recibe también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir. Se hace así posible el trinomio: lex orandi, lex credendi, lex vivendi. La celebración del bautismo no se agota en lo ritual. El bautismo compromete a recibir la doctrina de Jesucristo que está orientada a plasmar la vida entera. La doctrina no está orientada tan sólo a aportar unos conocimientos teóricos al bautizado sino a que éste configura su vida entera según la doctrina. Así se enlazan celebración litúrgica, doctrina profesada y vida cotidiana. La liturgia orienta a la vida y sólo cuando orienta hacia la vida despliega todas sus posibilidades. La liturgia transmite la fe salvando, dando nueva vida, nuevas posibilidades de vivir la vida según el estilo de Jesucristo. En el bautismo brilla la dimensión eclesial de la transmisión de la fe, pues sólo es posible la real adhesión a Dios si se escucha la invitación divina en la celebración litúrgica, que es de la Iglesia. Todo cristiano, mediante la celebración del bautismo, es insertado en el misterio pascual de Cristo y es llamado a conformar su vida con la de Jesucristo; gracias al bautismo la existencia cristiana está marcada por el ritmo pascual de muerte-sepultura, vida-resurrección, crucifixión del hombre viejo-liberación del pecado y camino en la vida nueva. Es preciso que de la vida nueva comunicada en la celebración sacramental se pase a una vida cotidiana renovada según la imagen de Cristo . También, en relación con la transmisión de la fe en los sacramentos, escribe el papa Francisco en su primera encíclica: «En la celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en particular mediante la profesión de fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un conjunto de verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda la vida se pone en camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. Podemos decir que en el Credo el creyente es invitado a entrar en el misterio que profesa y a dejarse transformar por lo que profesa. Para entender el sentido de esta afirmación, pensemos antes que nada en el contenido del Credo. Tiene una estructura trinitaria: el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu de amor. El creyente afirma así que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las cosas, es la comunión divina. Además, el Credo contiene también una profesión cristológica: se recorren los misterios de la vida de Jesús hasta su muerte, resurrección y ascensión al cielo, en la espera de su venida gloriosa al final de los tiempos. Se dice, por tanto, que este Dios comunión, intercambio de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de abrazar la historia del hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión, que tiene su origen y su meta última en el Padre. Quien confiesa la fe, se ve implicado en la verdad que confiesa. No puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su ser haciéndolo parte de una comunión grande, del sujeto último que pronuncia el Credo, que es la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el misterio de la vida nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo» . En el texto citado el papa Francisco da especial importancia a la profesión litúrgica de la fe, aclarando que la profesión de fe inserta en una vida nueva que se hace camino de comunión con Dios. La fe que se transmite en la liturgia, es ante todo, experiencia vital, acontecimiento salvador, vivencia eclesial. La fe es transmitida y puede ser acogida por el fiel como inspiración para el camino de la vida; como principio rector de la vida; como ampliación del horizonte de la existencia humana haciéndola tender hacia la comunión plena con Dios.

f) Fe que se explicita en el testimonio cristiano Papa Francisco propone la importancia del testimonio en la transmisión de la fe. «la comunicación de la fe se puede hacer sólo con el testimonio, y esto es el amor. No con nuestras ideas, sino con el Evangelio vivido en la propia existencia y que el Espíritu Santo hace vivir dentro de nosotros. Es como una sinergia entre nosotros y el Espíritu Santo, y esto conduce al testimonio. A la Iglesia la llevan adelante los santos, que son precisamente quienes dan este testimonio. Como dijo Juan Pablo II y también Benedicto XVI, el mundo de hoy tiene mucha necesidad de testigos. No tanto de maestros, sino de testigos. No hablar tanto, sino hablar con toda la vida: la coherencia de vida, ¡precisamente la coherencia de vida! Una coherencia de vida que es vivir el cristianismo como un encuentro con Jesús que me lleva a los demás y no como un hecho social. Socialmente somos así, somos cristianos, cerrados en nosotros. No, ¡esto no! ¡El testimonio! (…) Porque la fe es un encuentro con Jesús, y nosotros debemos hacer lo mismo que hace Jesús: encontrar a los demás. Vivimos una cultura del desencuentro, una cultura de la fragmentación, una cultura en la que lo que no me sirve lo tiro, la cultura del descarte» .

A modo de conclusión La doctrina de los últimos papas es la doctrina común de la Iglesia acerca de la fe, que por otra parte, es tarea de ellos custodiar. Pero en el modo de presentar esa doctrina común destaca la consideración de la fe como camino. Camino que parte de la experiencia del amor, que se vive en el amor de la persona que tiene como referente la Cruz, y se proyecta en el testimonio cristiano. La fe nace de Dios, es don divino, virtud teologal. Supone la acción de Dios que se revela, la Palabra de Dios que es anunciada y el corazón humano que responde a esa revelación divina y se deja plasmar por la gracia que transforma. La fe es el encuentro entre el Dios vivo, que es Amor y el ser humano que se reconoce criatura y decide dejarse conducir por su Señor. En la carta apostólica Porta fidei, con la que convoca el año de la fe, el papa Benedicto recuerda que atravesar la puerta de la fe «supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él». Porque la fe es camino que culmina con el paso de la muerte a la vida eterna, no se le puede considerar como algo adquirido de una vez para siempre, para que nos guíe siempre, para que nos ilumine, hay que cuidarla como la llama del cirio se cuida para que no se apague por la fuerza del aire. Benedicto mostró, desde el inicio de su pontificado, la preocupación « de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo». La fe, porque es encuentro con Cristo Salvador, produce alegría y entusiasmo. Alegría en el creyente, en el que se sabe amado por el Señor, buscado y sostenido en la vida por el Señor. Pero también entusiasmo para que este creyente comparta con otros su alegría y llame a otras personas a la misma experiencia de fe. La alegría de la fe produce ardor de evangelizador y convierte a todo creyente en un agente de evangelización. El católico del tercer milenio ha de oír al Sucesor de Pedro que nos advierte acerca de nuestra responsabilidad de ser fieles al Señor. «No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51)». La apelación de Benedicto XVI para no dejar de ser sal y luz, como nos pidió Jesús, nuestro Señor, ha de ser oída por quienes queremos ser siempre discípulos de Jesucristo e hijos fieles de la Iglesia. Es preciso controlar la calidad de nuestra fe y cuidar que ésta no se adultere. El antídoto para que la sal de la fe no se vuelva insípida en nosotros y la luz de la fe no se apague es el sugerido por el Santo Padre: nutrirse de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Podríamos concluir estas reflexiones citando una de las alocuciones del papa Francisco a los jóvenes en Río de Janeiro: «la fe en nuestra vida hace una revolución que podríamos llamar copernicana, nos quita del centro y pone en el centro a Dios; la fe nos inunda de su amor que nos da seguridad, fuerza y esperanza. Aparentemente parece que no cambia nada, pero, en lo más profundo de nosotros mismos, cambia todo. Cuando está Dios en nuestro corazón habita la paz, la dulzura, la ternura, el entusiasmo, la serenidad y la alegría, que son frutos del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22), entonces y nuestra existencia se transforma, nuestro modo de pensar y de obrar se renueva, se convierte en el modo de pensar y de obrar de Jesús, de Dios. Amigos queridos, la fe es revolucionaria y yo te pregunto a vos, hoy: ¿Estás dispuesto, estás dispuesta a entrar en esta onda de la revolución de la fe?. Sólo entrando tu vida joven va a tener sentido y así será fecunda» .