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Sábado, 23 de noviembre de 2024

El Hombre, el «Animal credens» y «metaphysicus»

De Enciclopedia Católica

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El «Animal credens» y «metaphysicus»

De todas las criaturas existentes en la naturaleza solo el ser humano tiene la necesidad de responder al asombro o admiración que le provoca todo lo existente, particularmente su propia existencia y su asombro es mucho mayor cuando es consciente de la precariedad de su existir frente a la muerte.“Sin duda, el conocimiento de la muerte –señala el autor de El mundo como voluntad y representación–, junto a la consideración del sufrimiento y la penuria de la vida, es el mayor acicate para la reflexión filosófica y las explicaciones filosóficas del mundo. Si nuestra vida fuera infinita y carente de dolor quizá no se le ocurriera a nadie preguntarse por qué existe el mundo y tiene justamente esta índole, sino que todo se comprendería por sí mismo…La muerte es el auténtico genio inspirador o el musageta…de la filosofía y por eso ésta fue definida por Sócrates como «preparación para la muerte»…Difícilmente se filosofaría sin la muerte”.

El asombro decían los griegos, es una disposición propia y esencial del ser humano, ya Platón y Aristóteles, advirtieron que la filosofía y el filosofar –nos recuerda Martin Heidegger– pertenecen a aquella dimensión que nosotros llamamos estado de ánimo o disposición (en el sentido de estar dis-puesto o pre-disposición y determinado afectivamente o de disposición determinativa .“Los hombres comienzan y comenzaron siempre a filosofar movidos por la admiración –subrayó Aristóteles, siguiendo a su maestro–; al principio, admirados ante los fenómenos sorprendentes más comunes; luego, avanzando poco a poco y planteándose problemas mayores, como los cambios de la luna y los relativos al sol y a las estrellas, y la generación del universo” . El asombro despierta en el Homo sapiens la necesidad de una metafísica que lo convierten en un animal metafísico y su mayor reto es responder al enigma de su existencia y más aún, el que le inspira la muerte, de ahí que, el verdadero motor de la historia sea el temor a la muerte .

El filosofar en inherente a la condición humana, “filosofamos incluso cuando no tenemos ni idea de ello –agrega nuestro contemporáneo filósofo del Tercer Reich y no queda más que citarlo–, incluso cuando «no hacemos» filosofía. No es que filosofemos en este momento o aquél, sino que filosofamos constantemente y necesariamente en cuanto que existimos como hombres. Existir como hombres…significa filosofar. El animal no puede filosofar. Dios no necesita filosofar. Un Dios que filosofase no sería Dios porque la esencia de la filosofía consiste en ser una posibilidad finita de un ente finito. Ser hombre significa ya filosofar .

Ahora bien, la necesidad metafísica no va cogida de la mano de la capacidad metafísica, puesto que, cuanto más inferior sea el hombre intelectual y espiritualmente, tanto menos enigmática le parecerá la existencia misma; sin embargo, del temor a la muerte no se ha de librar ningún humano por más insensible, inculto y limitado que sea, y aunque no tenga mayores posibilidades de encontrar respuestas, si no está tan embotado como para no poder vivir la angustiante preocupación que causa el ser consciente de la muerte, estará en disposición de escuchar a los más «dotados», «superiores» y «nobles» de la humanidad, a esos pocos, que en cada época y cultura han desarrollado la admiración con ánimo y talento filosófico-metafísico , esbozando en el transcurrir histórico de las diversas culturas las variadas explicaciones «metafísicas» o «míticas», llamadas o clasificadas por los estudiosos de la antropología, historia, mitología o la religión, de acuerdo al orden de su creación y contenido conceptual como mágicas, mitológicas y filosóficas.

Por esta razón, en todas partes de nuestro planeta, en todos los tiempos y en todas las circunstancias –sentencia Joseph Campbell en El héroe de las mil caras–, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humanos. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten en las manifestaciones culturales humanas. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del hombre primitivo e histórico, los primeros descubrimientos, científicos y tecnológicos, las propias visiones que atormentan el sueño, emanan del fundamental anillo mágico del mito” .

Estas explicaciones nacidas de la satisfacción de la necesidad metafísica, permiten el despliegue y desarrollo en los seres humanos de la tendencia natural a elaborar «especulaciones» o «creencias» gracias al intelecto y el lenguaje sofisticado del que hace uso exclusivamente el Homo sapiens. Ahora bien, la capacidad racional, llamada «intelecto, razón, ratio o <@ØH», es y ha sido usada por todos los seres humanos –indistintamente de las épocas que hayan y sigan viviendo, y las culturas que hayan y sigan creando–, en dos momentos o etapas progresivas, de acuerdo a su propio desarrollo y madurez biológica, neurológica, psicológica y socio-cultural.

El primer momento o uso, primario y básico del pensamiento, comienza con la conciencia, llamado «fe/p…stij o fides», se caracteriza por mostrar a la razón, ingenua, confiada y por ende a-crítica, que nos dispone y permite «creer» en las «conjeturas» o «creencias», que elaboran y cuentan, particularmente los mejor «dotados» con respecto a la naturaleza, lo existente, la muerte y lo «supremo», «numinoso», «divino» o «santo»; y, también tener en cuenta y cumplir los «consejos» o «mandatos», que recomiendan para vivir y con-vivir en armonía.

Esta primera disposición mental, funciona también para los asuntos de la vida diaria, doméstica y común, que nos permite «creer» y «confiar» en la palabra de nuestros padres –célula primaria y núcleo formativo de la sociedad– y, luego en nuestro más lejano prójimo o los «otros». De ahí que, de manera natural, seamos dispuestos a «creer» y «confiar», sin mayor problema o filtro, en lo que nos diga, cuente y aconseje cualquiera de nuestros semejantes; disposición natural que solo se podrá encausar bien si los padres cumplen con su rol como tales y, la sociedad se encuentra sana y saludable en relación al respeto de sus tradiciones.

La segunda etapa o segundo uso del pensamiento, expresa un sofisticado desarrollo y madurez psicológica y socio-cultural, llamado «razón/ ratio o <@ØH», se caracteriza por mostrar al intelecto, perspicaz, desconfiado, escéptico, reflexivo y por ende crítico, que lleva a los mejor «dotados», como sucedió únicamente en Grecia a finales del siglo VII e inicios del VI a. de C., a jugar con el <@ØH y el 8`(@H, para peligrosa, osada y aventuradamente «reflexionar» y «cuestionar» sus ancestrales «creencias» en la búsqueda de la verdad y el fundamento de las mismas, elaborando otras «creencias» o «teorías», fruto de la sofisticada, crítica y pletórica razón.

Ambas etapas o usos progresivos de la capacidad racional o simplemente razón, son complementarias, son como «las dos alas» con las cuales el espíritu humano se ha ido elevando, paulatinamente hacia formas de vida más mesuradas y responsables, elaborando a través del tiempo sus diversas «especulaciones», «conjeturas», «creencias» y «reglas» o «valores», teniendo como meta una existencia armoniosa con la naturaleza y su prójimo; y, solo los griegos se propusieron, además de esta, emprender como un juego lingüístico la búsqueda y contemplación de la verdad.

Sin embargo, no podemos obviar que, la «fe» es esencial para el hombre, nace con la conciencia propiamente humana. La «fe», constituye la base que permite edificar y desarrollar cualquier «conjetura» o «creencia», ya sea de origen «numinoso» o «divino»; o también, producto de la «especulación» y «reflexión» propiamente humana. Y es que la «fe», como ya se anotó, nos dispone y permite confiar en la palabra y compromiso de nuestro semejante, el «otro», particularmente, de los mejor «dotados» o «superiores» que no solo brindan «especulaciones» sobre el mundo y la vida, sino que nos otorgan y viven las «reglas», «mandamientos» o «valores» de convivencia social que nos han de permitir vivir en armonía y paz; pues, hombre «superior» o mejor «dotado» es el que “pone sus palabras en práctica antes de decirlas –advertía Confucio– y después habla de acuerdo con sus acciones”

              Si no hay «fe» o se la niega o pierde –como actualmente viene ocurriendo en nombre de la ciencia y la tecnología, enemiga de todo saber mítico-religioso y tradicional, llamado despectivamente patriarcal–, no hay posibilidad de inculcar y mantener las «creencias», «ideales» o «valores», ya sean de origen «numinoso» o «divino»; o,  producto de la «reflexión» y del «diálogo» o «consenso», entre los seres humanos. Es más y lo recalco, sin «creencias», «ideales» o «valores» el ser humano no puede existir y realizarse como tal; pues, no solo es un animal metafísico sino un animal creyente. Los seres humanos necesitamos «creer», creer en algo, hacernos de «creencias», «ideales» o «valores», esa es nuestra naturaleza, el asunto está en responder, ¿a quién creemos y en qué creemos?  
               Sin «creencias», «ideales» o «valores» el mortal humano negaría su propia humanidad, quedándose en la condición de animal o convirtiéndose en un robot o el burócrata de un sistema impuesto –el del paradigma moderno que llamo «mammónico», en el que todos los valores son absorbidos en el hacer, producir y consumir, difundido y organizado por la Europa moderna a nivel planetario– , que es la amenaza para nuestras vidas con la que todos nos enfrentamos en la hora actual. 




             A su vez, sin «creencias», «ideales» o «valores», como ha ocurrido en muchas ocasiones en el transcurso de la historia, y con mayor recurrencia en el mundo moderno-contemporáneo, el ser humano se extravía y hunde en el más profundo nihilismo que lo lleva al aburrimiento  y la depresión más absoluta, pues, la vida deja de tener sentido y lo único que le queda es la muerte psicológica y por último, la biológica y existencial. Cuando la pérdida de la «fe» afecta a un individuo o algunos casos aislados, se trataría de enfermedades psicosomáticas y “tragedias” personales ; pero, cuando afectan a un colectivo o comunidad, estaríamos ante la decadencia o muerte de una cultura .   

           
              Por otro lado, hay que considerar que, las «creencias», se van hilvanando una tras otra a lo largo del tiempo, y “no deja de ser extraño el hecho de que la mayoría de nuestras creencias              –advierte James Shotwell– tengan su origen en creencias anteriores. No parece lógico, pero lo cierto es que llegamos a creer en una cosa a fuerza de creer en ella. La «fe» –p…stij/ fides– es el elemento básico del pensamiento. Comienza con la conciencia misma. Una vez comenzada, desarrolla una tendencia –una “voluntad”– a la conservación. A decir verdad, es casi la tendencia más arraigada en la mente social. Tan solo un largo entrenamiento científico puede mantener a un individuo alerta a la duda, o, dicho con otras palabras, preservarle de diluir sus propias creencias en las de los demás. Esta es la razón de que el mito haya desempeñado tanto tiempo un papel tan importante en la historia de la inteligencia humana, con mucho mayor entre todos los elementos de nuestra historia. La ciencia apenas si ha nacido ayer. Los mitos tienen antigüedad de milenios” . 
            En consecuencia, y por todo lo expuesto, podemos remarcar que, lo propio de la mente humana racional, no es la intuición simple y completa de la verdad de modo repentino, sino la pausada elaboración de «especulaciones» o «explicaciones» que aceptamos y asumimos, en primer lugar,  a-críticamente y que con el transcurrir de los años, en tanto sean útiles y convenientes para el colectivo cultural, se van convirtiendo en «creencias» que junto a las «costumbres» y «valores» que entronizan, identifican a una comunidad humana, constituyéndose en su cosmovisión o Weltanschauung.“La razón humana, es, pues, una razón «naturalmente fideísta». Y, sólo en este sentido, y solamente en este sentido –observa Lorenzo Vicente Burgoa–, puede aceptarse la expresión agustiniana del «credo ut intelligam/ creo para llegar a entender»: la creencia precede a la inteligencia en muchas ocasiones, en cuanto para llegar a entender necesitamos antes confiar en las enseñanzas de otros” .
                 Este es el dato y el hecho irrefutable que nos muestra la historia de la humanidad y la historia del pensamiento humano, ya sea en su vertiente mitológica, religiosa, filosófica o científica; el asunto es encontrarle una explicación que puede ser insistiendo en el saber tradicional mítico-religioso, o en el quehacer reflexivo-crítico de la filosofía o la ciencia; pero, y esto es muy importante y vital, sin apartarse de la primigenia y ancestral experiencia de «participation mystique»/ «participación mística», esa que llevó al Homo Sapiens a reconocerse como un ser limitado y finito. 


II Las creencias

                                  Las «creencias» son fenómenos psicológicos –siguiendo el análisis que del tema realiza Fernando Bobbio, en su libro que quizá sea uno de los mejores tratados que se haya escrito sobre Gnoseología a nivel internacional – y el resultado de la actitud que un sujeto adopta en relación a sus propios contenidos mentales; como fenómeno mental es difícil de separar de otros similares o muy próximos, tales como los del recuerdo o del hábito, de la esperanza o de la expectativa, del temor o la alegría o, incluso, del deseo o de la ansiedad. 
                    A su vez, como ya lo señalara Bertrand Russell, en las creencias, se distingue entre la actitud de la creencia –el creer–, el contenido de la creencia –lo creído–, el objeto de la creencia –la referencia externa que la hace verdadera o falsa–, y la relación entre el contenido y el objeto de la creencia. Cada uno de estos momentos, sin embargo, se debe subrayar, constituyen una unidad indesligable como fenómeno psicológico y mental, llamado «creencia» o «creencias». 
                   Ahora bien, más en detalle y en el análisis filosófico realizado por Bertrand Russell y seguido por Fernando Bobbio, se señala que, la actitud de creencia –el creer–, es la aceptación o el rechazo del contenido de la creencia –lo creído– y, según se adopte una u otra de estas posibilidades, el organismo seguirá una cierta línea de conducta. El contenido de la creencia es, siempre mental      –imágenes o proposiciones; de las primeras, hacen uso los animales gracias a su imaginación reproductiva o memoria imaginativa o fotográfica; y, de las proposiciones, hace uso exclusivo el ser humano, gracias al lenguaje lingüístico–; el objeto de la creencia es, generalmente, externo al organismo. Por otro lado, es importante no olvidar que muchos de nuestros contenidos mentales –se trate de imágenes o proposiciones– no despiertan en nosotros una actitud de creencia, pero muchos otros sí; y, esta actitud consiste, en el caso de las proposiciones, en aceptar o rechazarlas o, dicho de otro modo, considerarlas verdaderas o falsas y asumir las consecuencias prácticas correspondientes.
 
                  Y es esta actitud –la de considerar verdadera o falsa una proposición, subraya el filósofo barranquino y sanmarquino– la que ha originado múltiples confusiones que ha llevado a filósofos desde Platón a George Moore y Bertrand Russell, a sostener que las creencias son verdaderas o falsas. Cuando en realidad, lo único verdadero o falso son las proposiciones, la actitud de creencia    –el creer–, no es ni verdadera ni falsa; y, a la síntesis de la actitud y el contenido de la creencia –lo creído– se le puede clasificar por extensión o metafóricamente –y siempre con impropiedad–, de verdadera o falsa. 
                    Ahora bien, –¿cuándo creemos?, se pregunta el autor del citado tratado–; se cree en algo      –contesta, dejándose llevar por el uso de la tradición impuesta por Platón, continuada por el cristianismo y radicalizada por los positivistas y cientificistas contemporáneos–, cuando se toma la actitud correspondiente –el creer–, sin pruebas o razones valederas suficientes. Por ejemplo, cuando percibimos algo de manera defectuosa o incompleta, cuando nuestros recuerdos son débiles o vagos; y, también se trata de creencias cuando los hombres se dejan dominar por algunos de los productos de su imaginación y los creen hechos objetivos.
                  Sin embargo, si no dejamos de lado que, cada uno de los momentos de la «creencia», constituyen una unidad indesligable como fenómeno psicológico y mental, es imposible dejar de «creer», al margen que se tengan pruebas o razones valederas suficientes que confirmen la «creencia». Siempre el ser humano y particularmente los más «dotados» o «superiores», están elaborando «creencias» con respecto a los asuntos más importantes de la existencia humana; y, esta elaboración la razón, el intelecto o la mente, la realiza siguiendo un progresivo uso de su capacidad pensante: primero a través de la «fe», y progresivamente, usando la «razón», propiamente dicha. Ambas de manera irrenunciable y complementarias, aunque no todos lleguen a los refinamientos propios de la «razón» en su uso maduro, responsable y prudente, y también imprudente e irresponsable, como sucede y ha sucedido al perder el humano la conciencia de sus limitaciones. 
 
                    Por tal razón, desde Platón al contemporáneo Bertrand Russell, se define usualmente al conocimiento como una creencia verdadera o justificada; alternativamente, el conocimiento está constituido por el conjunto de creencias verdaderas o  justificadas. Cuestión que se acepta –afirma complaciente y condescendientemente nuestro citado autor– porque así lo ha consagrado la costumbre.  Empero, inmediatamente advierte que, como la fundamentación absoluta para la verdad de las creencias –excepto para las más elementales– es algo prácticamente imposible de lograr, aunque si se podrá justificar suficientemente a través de la experiencia o el cumplimiento de ciertas reglas formales, es completamente coherente y consecuente desairar la referida definición de conocimiento. 
                    Ahora bien, este rechazo Platón ya lo habría realizado y aconsejado –recuerda el autor de Teoría del conocimiento– pues, no valía la pena alimentar y tomarla en cuenta por considerarla cháchara o futilezas. Desprecio que el insigne discípulo de Sócrates expresa en los siguientes términos: “…Afirmaba que la opinión verdadera acompañada de una explicación es saber –detalla la máscara del anciano y crítico Platón que en esa ocasión se llama Teeteto– y que la opinión que carece de explicación queda fuera del saber…, las cosas de las que no hay explicación no son objeto del saber…, mientras que son objeto del saber todas las que poseen una explicación…, quién no puede dar y recibir una explicación de algo carece de saber respecto de ello. Sin embargo, si alcanza una explicación, todo esto le es posible hasta lograr la plena posesión del saber” .


                      Sin embargo, lo que no recuerda y olvida nuestro agudo pensador coterráneo, es que Platón, vive en los peores momentos de la crisis y enfermedad de la B`84H/ ciudad-estado de Atenas y de la cultura griega; período en el que los valores estaban trastocados y los jóvenes, creyéndose muy inteligentes, despreciaban a sus padres y a los antiguos por considerarlos «ingenuos que se conformaban con oír a una encina o a una roca, solo con que dijesen la verdad», prestando más atención a quién sea el que le hable y de dónde, sin fijarse únicamente en si lo que dicen es así o de otra manera .; es decir,  jóvenes soberbios por su refinada inteligencia y ganados por la prédica sofista que ha proclamado al hombre  «medida de todas las cosas».
                    En estas desalentadoras y desesperadas circunstancias, Platón,  considera como «creencia», a todo conocimiento que provenga de la percepción o de la explicación y el razonamiento humano que, confía soberbiamente en la «razón» y se ha distanciado de la «fe». Él, sin embargo, después de la muerte de su maestro Sócrates y fundación de la Academia, se ha consagrado a predicar un saber o conocimiento que deje de ser una mera «opinión»/«*`>"» o «creencia» para convertirse en el auténtico conocimiento, el «saber verdadero»/ «¦B4JZ:0» o simplemente el «saber», que proviene de lo divino; pues, en tan desgraciadas circunstancias , “si algo se salva y llega a ser como se debe   –confiesa  en la República–, en la actual constitución de la organización política, no hablarás mal si dices que se salva por una intervención divina” . 

Este «saber» y filosofar, completamente novedoso, es el resultado de una especulación mediante la «razón» –un pensar por conceptos– y, al mismo tiempo recurriendo y aceptando a la «fe» –un pensar por imágenes o metáforas– en simbiosis estructural y orgánica. Para decirlo con una metáfora, un filosofar, donde «logos» y «mito» –advierte Giovanni Reale–son el «sístole» y «diástole» del corazón del pensamiento platónico .

                   Platón, para demostrar que su «saber verdadero» es el resultado histórico de un desarrollo dialéctico donde el filósofo ha devenido en poeta-filósofo-teólogo-gobernante, tiene que remontar o superar el desenvolvimiento histórico del pensar entre los griegos que siguió la siguiente secuencia. 
      Al principio, a través de la «fe/B\FJ4H»  en el momento de la :"<\"/ locura que se complementa con la «razón/<@ØH » en el instante que el poeta crea el mito, se obtuvo un saber con fines prácticos-políticos, buscando la «prudencia» o «sensatez», confiando en el uso práctico de la capacidad racional –«ND`<0FJH»-«ND@<Xj »-«ND@<,Ã<»–, y política del mortal humano. 
       Más adelante, con la aparición de la filosofía y el filósofo, se exalta a la «razón/<@ØH», y se inicia la elaboración de la teoría filosófica, física o científica: un saber con fines teóricos-especulativos, buscando la «verdad» o «saber verdadero», confiando única y exclusivamente en el uso teórico de la capacidad racional  –«<`0:"»-«<@,Ã<»–, y especulativa del hombre. Aunque nunca se llegaría a negar la presencia de lo «divino» o «misterioso» se concluyó por apartarlo de toda injerencia en los asuntos humanos –particularmente en los de índole filosóficos y políticos–, proclamando al hombre  «medida de todas las cosas» .
                     Por esta razón, Platón a su vejez, se reafirma en sus juveniles y maduras convicciones: hacer de la filosofía un saber teórico con fines teórico-práctico-políticos y por ende religiosos, muy distante del filosofar inicial de los presocráticos, cuyo fin era definitivamente teórico-especulativo.
      Un saber que a diferencia del impartido por los poetas y filósofos anteriores, particularmente de los sofistas, se distingue por la posesión de la «verdad», «verdad absoluta» o «saber verdadero». 

Además que, en este «saber», “dios es la medida de todas las cosas –afirma triunfante y optimista el anciano Platón–; mucho más aún que, como dicen algunos, un hombre” .

                    Por todo lo expuesto, se entiende completamente el coherente pensar y filosofar de Platón, sostenido a lo largo de más de cuarenta años, que se explicita en el Teeteto cuando afirma: “…si investigamos qué es el saber –sentencia finalizando el diálogo y tomando la máscara del amado e inolvidable maestro–, es completamente estúpido decir que es la recta opinión acompañada del saber, ya sea de la diferencia o de cualquier otra cosa. Por tanto, Teeteto, resulta que el saber no sería ni percepción, ni opinión verdadera, ni explicación acompañada de opinión verdadera…Yo nada sé de estos conocimientos que poseen tantos grandes y admirables hombres del presente y del pasado. Sin embargo, mi madre y yo hemos recibido de Dios este arte de los partos y lo practicamos, ella, con las mujeres, y yo, con los jóvenes de noble condición y con todos aquellos en los que pueda hallarse la belleza” . 
                     Belleza que solo se encuentra en los mejor «dotados» o «bien nacidos», aquellos capaces de llegar a contemplar la «verdad», y con ella salvar a su amada e idolatrada Atenas, y por antonomasia a la B`84H/ ciudad-estado, que será organizada por los fílósofos, enemigos del diálogo y el consenso, y partidarios de la obediencia y adhesión total  al poseedor de la «verdad» o «verdad absoluta» que los guiará a la paz perpetua . Propuesta esta que paradójicamente ha creado el más aristocrático y linajudo de los atenienses y soberbios griegos que, sin embargo, es la especulación más magnifica, bella y persuasiva que se haya realizado y a la vez, la invención más anti-griega, anti-filosófica, anti-dialógica y anti-trágica que se haya concebido  y, de grandes repercusiones hasta nuestros días.

                   En el caso de la gnoseología, por ejemplo, como ha quedado expuesto y demostrado, es Platón quién inicia la negación de la «creencia», como natural e irrenunciable actitud del hombre a elaborar y tener conocimientos, verdaderos o falsos; pero, al fin y al cabo, conocimientos, explicaciones, teorías, historias o simplemente, «creencias». 
                 Después de Platón, con el triunfo del judeo-cristianismo y desarrollo de la Teología, se radicalizará a la «fe»  como fuente primera del «conocimiento verdadero» –como en el siguiente parágrafo se expondrá– y de la «Verdad»; y, paradójicamente a lo que hizo Platón, a este conocimiento se le llamará  «creencia», «creencia verdadera», y a su poseedor «creyente» o el que «cree», por supuesto, en el Único Dios, Verdad y Camino de Salvación. Quien niegue esta fe o profesa otra, será considerado «no-creyente» o simplemente «no-cree», y por ende, llamado y tratado despectivamente como «infiel», «libertino» y «ateo»  –como en su momento los llamó y trató Platón a todos los que no compartían su saber, verdad y propuesta política o camino de salvación ; es decir, un «incrédulo», sin «creencias», que solo posee «conocimientos», «ideales» o «valores» que provienen  de otra fe o de sus propios razonamientos; que por supuesto, no merecen la denominación de «creencias». 
                     Con el advenimiento del mundo moderno y aparición del culto a la «razón», se iniciaría hasta nuestros días una crítica y persecución a toda defensa de la «fe» –particularmente de origen judeo-cristiana– y de la naturaleza «creyente» del ser humano, y de la irrenunciable necesidad de las «creencias» para su existencia y realización plenamente humana; negación y persecución que se hará en nombre del conocimiento verdadero y científico, tal como lo propusiera el positivismo, marxismo, neopositivismo y el cientificismo y naturalismo de mediados del siglo pasado. 
                     Por todo lo expuesto, negar la naturaleza «creyente» y la necesidad de las «creencias» en los seres humanos, es apostar por la negación y alienación de la naturaleza y condición humana, con  las terribles consecuencias que esto acarrea. Es tiempo ya de corregir estos errores y excesos conceptuales que devienen en grandes equívocos teóricos y lo que es más grave, contraproducentes decisiones y conductas prácticos, sociales y políticos, que hoy en día no solo afectan y repercuten en la cultura europea o judeo-cristiana sino en toda la civilización humana. 
                     Quizás resulte una ayuda, en medio de tanto enredo conceptual intentar desatar esta GB@\"/ dificultad o incertidumbre, dando cuenta de los términos «fe»/«fides» y «razón»/«ratio», para averiguar sus orígenes, significado y variación en el desarrollo histórico, social y conceptual de la humanidad, como a continuación realizaré de la manera más breve y clara posible. 


III Fides et Ratio

1. Introducción

                         Las palabras «fe»/«fides»  y  «razón»/«ratio» e incluso, «religión» y «filosofía» se suelen utilizar en muchas ocasiones para referirse a facultades contrapuestas en el caso de «fe» y «razón», o formas de sabiduría radicalmente antagónicas cuando se trata de la «religión» y la «filosofía».

Acepciones impuestas por los estudiosos, humanistas, intelectuales o filósofos de la Europa renacentista, moderna y contemporánea; y, que repiten y recrean sin mayor reflexión los que se ocupan de estos temas como son los llamados estudiosos de las humanidades –filósofos, historiadores, literatos, lingüistas, artistas, comunicadores sociales, entre otros– de nuestro medio o aldea del mundo globalizado.

             Ahora bien, si nos atenemos a uno de los consejos de Confucio, tendríamos en cuenta que, “para que empiece a dominar el orden en las cabezas y los corazones de los hombres, es preciso, sobre todo que se llame a las cosas por su nombre simple y correcto; pues, no hay peor cosa entre los hombres que embrollar los nombres y conceptos. Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan y, si las palabras no se ajustan a lo que representan, los asuntos no se realizarán” .  Piénsese por un momento cuánto más simple y transparente aparecería la embrollada situación actual de los conceptos que encierran los vocablos «fe», «razón», «religión» y «filosofía» si se pusiera coto a los abusos que, con propaganda y eslóganes, se están cometiendo en todos los ámbitos que comprenden dichas palabras, en vez de usarlas en su significado claro y primigenio. 
             Por otro lado, “la única manera de liberar inmediatamente el saber de estas abstrusas cuestiones –recomendaba David Hume– es investigar seriamente la naturaleza del entendimiento humano” ; es decir, investigar e informarse sobre el funcionamiento de nuestro ser natural, particularmente sobre nuestro cerebro pensante que expresa el contenido de sus pensamientos  a través  de la palabra o el lenguaje. 
              Teniendo en cuenta, pues, los consejos de Confucio y David Hume, y atreviéndonos a  sacudirnos del etnocentrismo impuesto por los europeos, y prestando atención  a los estudios que la misma civilización europea promovió cuando decidió abrirse al conocimiento de las culturas no-europeas; es decir, el momento en que nace la etnología, y con ella  nuevas ciencias como la antropología cultural, historia de las culturas e historia de las religiones, entre otras; estaremos en inmejorables condiciones para comprender el desarrollo de la variedad de culturas y con ellas el nacimiento y significado primario de las palabras que son motivo de estudio y análisis en esta ocasión.
               Los vocablos «fe» y «razón» e incluso «religión» y «filosofía» son de origen greco-romanos, particularmente griegos, pues, “vemos con sus ojos y hablamos con sus expresiones –advertía exaltado Jacob Burckhardt–…Mediante su conocimiento del mundo, ilustran no sólo su propio ser, sino también el de todos los pueblos antiguos; sin ellos y sin los romanos, filohelénicos, no poseeríamos testimonio alguno de la época primitiva, porque todos los demás pueblos no se fijaron más que en sí mismos, en sus ciudadelas, en sus templos y en sus dioses…Todo el conocimiento posterior que poseemos del mundo no hace sino seguir tejiendo la tela empezada por los griegos…” .
                Sin embargo, no podemos obviar que para cuando nace la cultura europea en el siglo IX de nuestra era, Grecia y Roma ya están muertas y enterradas. Europa nace judeo-cristiana como resultado de un proceso histórico en el que el judeo-cristianismo, por un fenómeno de ósmosis cultural  –como lo ha llamado Henri-Irénée Marrou– se fue engullendo y nutriendo de los restos de la cultura Griega conservados a través de la Helenística que se había prolongado gracias a Roma . 

El judeo-cristianismo fue asimilando y tamizando, de acuerdo a sus propias «creencias», «convicciones», «cosmovisión» o Weltanschauung, todo el pasado cultural que se le ofrecía; y, en este proceso de sincretismo cultural, los vocablos «fe», «razón», «religión» y «filosofía», fueron tomando peculiares acepciones, propias del judeo-cristianismo y de grandes repercusiones en la historia de la cultura europea y de la humanidad civilizada, como se evidenciará a continuación.

                Empecemos precisando el siguiente dato histórico, la tela empezada por los griegos no se siguió tejiendo, como afirma equivocadamente el ilustre y eximio conocedor de las culturas griega y pagana, pues, se perdió con su muerte y el entierro que de ella hizo Alejandro. Lo que hicieron romanos y luego cristianos es crear otro tejido, teniendo como referente o modelo a los griegos, pero muy distante del original puesto que lo que llegó de ellos era lo que ya otros habían mezclado y confundido en el proceso iniciado por el genial hijo de Filipo II. 
             Es más, y esto se debe subrayar, “pocas épocas han tenido como el Medioevo cristiano occidental de los siglos XI-XV –advierte Jacques Le Goff– la convicción de la existencia universal y eterna de un modelo humano. En esta sociedad, dominada, impregnada hasta sus íntimas fibras por la religión cristiana, tal modelo, evidentemente, era definido por la religión y, en primer lugar, por la más alta expresión de la ciencia religiosa: la teología. Si había que excluir un tipo humano del panorama del hombre medieval era precisamente aquel de quien no cree de modo absoluto; el tipo que más tarde se llamará libertino, librepensador o ateo. Al menos hasta finales del siglo XIII…, no se encuentran en los textos más que un número insignificante de negadores de la existencia de Dios. Y en la mayor parte de estos casos uno también se puede preguntar si no se trata de una mala lectura de los textos o de extrapolaciones debidas a quienes han referido las palabras de estos originales aislados, extrapolaciones nacidas de excesos verbales, fruto de algún momento de ira o –para algún intelectual– de ebriedad conceptual…el no creyente, que se encuentra cercano a los «otros», ( el judío, el infiel, el pagano), es una figura muy rara en el Medievo, que no forma ni siquiera parte de los marginados del período…” . 
            De tal manera que, cuando el europeo del siglo de la Ilustración, exalte a la «razón», y reclame que sus raíces están enclavadas en Grecia, está cometiendo un monumental equívoco, propio de quien está perdiendo el control de sí mismo y no es capaz de ser objetivo en sus apreciaciones; imprecisión que en los años sucesivos los llevará a cometer muchos errores y excesos, particularmente cuando empiece a analizar sus propias creaciones culturales o realice el estudio de las otras culturas, ajenas completamente a sus tradiciones. Por ejemplo, a mediados del siglo pasado, Martin Heidegger –el último gran pensador de la Europa globalizadora– disertando sobre la filosofía afirmaba que, “la palabra «filosofía» al hablarnos en griego es, en cuanto palabra griega, un camino; camino que nos indica que la filosofía es algo que, por primera vez, determina la existencia del mundo griego. Y no sólo eso, la filosofía también determina el rasgo más íntimo de la historia europea occidental, por lo tanto, sólo Europa es en lo más profundo de su curso histórico originariamente «filosófico»” . Y podemos citar también, las grandes dificultades que tendrán los europeos para entender el «inconsciente» –tema vital, por ejemplo, para emprender el estudio de los orígenes y sentido de los mitos–, como señalara en su momento Karl Jung y también Joseph Campbell, y que he tratado de demostrar en este artículo. 
            Después de esta necesaria exposición histórica para precisar los procesos y mutaciones  sociales y espirituales que ha vivido la humanidad, particularmente la que tiene que ver con la cultura europea u occidental, vayamos al análisis de las palabras que nos convocan. 

2. Fides et Ratio

           El vocablo «fe», proviene del latín, la lengua de Roma, y se decía «fides»/ confianza, confianza en el «otro», en el prójimo con el que te comunicas y te pones de acuerdo en respetar ciertas normas o reglas de conducta, acuerdo que se celebra a través de la palabra. 

De ahí que los romanos personificaran a Fides/ Fe, como una de las virtudes cardinales de su moral, que estimaban sobremanera expresadas en la fidelidad –fiel, leal, seguro, constante– u honradez –honrado, honesto, honorable–. Fides divinizada tenía su templo en el capitolio al lado de Jupíter Óptimo Máximo, que fue erigido por el rey Numa, en los inicios de su historia. No en vano, Cayo Cornelio Tácito decía: «Fides, libertas, amicitia praecipua humani animi bona»/ «La fe, la libertad y la amistad son los principales bienes del espíritu humano» .

           Por otro lado, «fe», en griego se dice «B\FJ4H»/ fe-creencia, confianza, fidelidad, relacionado con «B\FJ,bT»/ creer, confiar en, fiarse de, tener fe, y «B,\2T»/ persuadir, convencer; y, de ahí deriva «B,42f»/ persuasión a través de la palabra. Y fue tal el poder de persuasión de la palabra, que los griegos harán de ella una divinidad: «A,42f».

La palabra/ 8`(@H se convertiría entre los griegos de finales del siglo VII e inicios del VI a. de C., en el instrumento de poder por excelencia que les permitió confiar en el «otro» para ponerse de acuerdo en el respeto de ciertas normas, valores o reglas de conducta, que los llevaría a vivir en un ambiente armonioso, confiable y saludable, en términos completamente humanos y efímeros, que ellos llamaron B`84H/ ciudad-estado, de variadas formas de gobierno, y de ellas, la más excelente, la democracia .

            Ahora bien, la «fe», es el término que por excelencia nos remite a la experiencia religiosa, a la «participación mística» –como la llama Lévy-Bruhl– o «sentimiento de criatura» –como lo denomina Rudolph Otto –, que fue la inicial vivencia que tuvo el hombre –nos recuerda Joseph Campbell– al inicio de su historia y por la cual se situaba como parte de un todo animado y armonioso; reconociéndose no sólo parte de él sino y esto es lo más importante, asombrándose de todo lo existente. Esta experiencia lo llevó a reconocerse como una criatura limitada y finita, tanto en lo que se refiere a sus capacidades gnoseológicas como a las existenciales, entre estas últimas, la conciencia frente a la muerte y, junto a la finitud de todo existir, se le impone también la inutilidad de todo esfuerzo. «Participación mística» que lo lleva a «concebir» o «creer» por «fe» –el elemento básico del pensamiento–, que hay algo que lo trasciende y es «misterioso», «numinoso», «divino» o «sagrado» .
           Y es la aceptación de la existencia o presencia de lo «trascendente», o «misterioso» lo que importa, que por supuesto, el hombre inevitablemente va a intentar desentrañar, conocer y mostrar a lo largo de su existencia e historia. La naturaleza divina es una que se muestra para el hombre a través de sus palabras de diversas maneras en el tiempo. “Ésta es la sabiduría –dice el inspirado poeta Marco Martos–…la palabra semeja al hombre, /es el hombre en el tiempo./ La palabra es Proteo y cambia/ con el día y la noche…Sé que Zeus es Dios, un pasajero/ en la mente del hombre, que es duradero” .
            El ser humano, inteligente, curioso, inquieto y aventurero es quien concibe y piensa a lo «misterioso», “como una especie de hecho tangible –subraya el autor de Los mitos en el tiempo–, en alguna parte; Dios como un hecho. Dios es simplemente nuestra propia noción de algo que simboliza la trascendencia y el misterio. El misterio es lo que importa, y podría encarnarse en un hombre o en un animal” .   
           Experiencia que se «convierte en acontecimiento» en una atmósfera festiva, de culto y misteriosa, de la que participa toda la comunidad mas no a todos se les «muestra», «presenta» o «revela» lo «divino», «misterioso» o los dioses. En la tradición religiosa griega, Homero señala que, “…los dioses son difíciles de ver con perfecta claridad”; y, “…no a todos aparecen –advierte– los dioses con perfecta claridad” . Ver u oír a los dioses, es un privilegio y la consecuencia de una forma especial, semidivina, de la existencia: la heroica y también del arte poético; es decir, es la experiencia propia y particular de los mejor «dotados» o «superiores» que, por su sensibilidad peculiar e intelecto superior acceden a esta reveladora experiencia y conocimiento metafísico .      
                             
            Y es el hombre «superior» o el mejor «dotado», llámesele profeta, poeta o iluminado, que afirma haber visto u oído a lo «divino» o «misterioso», quien después de haber vivido la particular experiencia religiosa en el momento de la :"<\"/ locura –tal como cuenta Platón– creará, inspirado y poseído por lo «divino» los cuentos o mitos –:Ø2@H– que va a comunicar a la comunidad, en un lenguaje sencillo y a la vez enigmático, colmado de metáforas o alegorías. 
           El :Ø2@H, como creación intelectual y especulativa, toma su elemento primordial de la «fe»/«B\FJ4H», tiene las siguientes acepciones: palabra, dicho; discurso público; conversación; narración; consejo, orden. A su vez, por su origen griego –donde la experiencia religiosa se caracteriza por contemplar y ser-contemplado por lo divino–, el que «ve», necesariamente teoriza o hace teoría –2,TD\"– sobre lo que contempla: los dioses o lo divino –2,`H–; es decir, en el contexto griego la experiencia religiosa culminaba en la elaboración del :Ø2@H  .
           Por esta razón, se caracteriza a la religión griega como la creadora de imágenes y por la adoración de las manifestaciones visibles de los dioses, que se representan a través de las palabras mediante los mitos-historias-metáforas-símbolos-imágenes que de ellos se elaboran y, también de las formas humanas como se manifiestan. En ambos casos, las  imágenes, resultan bellas, muy bellas, por lo que se ha considerado a los griegos como el pueblo mejor dotado para esta clase de creaciones que el mundo haya visto jamás; imágenes que seducen a la adoración y el culto y disipan el temor a la muerte, que es el punto de partida de todas estas elucubraciones . Característica que permite entender, porque el vocablo :Ø2@H, pasó a identificar la parte teórica-especulativa de la experiencia religiosa o simplemente, religión. 

            Desde otra perspectiva, particularmente la judeo-cristiana –donde la experiencia religiosa se caracteriza por escuchar y ser-escuchado por lo divino–, pero, dando cuenta de un fenómeno universal con respecto al uso básico del intelecto y sentido de la «fe», Joseph Ratzinger, aclara muy bien el tema al afirmar que, “…la fe procede de la «audición» y no de la «reflexión», como la filosofía. Su esencia no está en ser proyección o expresión de lo concebible, de aquello a lo que he llegado tras un proceso intelectivo personal. No, lo que caracteriza a la fe es que viene de la audición, que es recepción de lo no pensado, de tal modo que pensar, cuando se trata de la fe, es siempre re-flexión sobre lo que antes se ha oído y recibido…La fe, penetra en el hombre desde fuera y es esencial que venga de fuera. Repito una vez más que la fe no es lo que yo mismo me imagino, sino lo que oigo, lo que me interpela, lo que me ama, lo que me obliga, pero no como algo pensado o susceptible de ser pensado…Ha de ser, sin embargo, una aceptación responsable en la que lo oído jamás me pertenecerá por completo, ni podré aceptar lo recibido en toda su grandeza, pero sí podré írmelo apropiando cada día más porque para mí es lo más grande y a ello me he entregado…Al primado de la palabra y a la positividad de la fe, a los que acabamos de referirnos, hay que añadir el carácter social de ésta, lo que constituye una segunda diferencia respecto a la estructura individualista del pensar filosófico” . 
             Ahora bien, el mito/:Ø2@H en tanto palabra/8`(@H, es el producto de la «razón»/«ratio» o del «intelecto»/«<@ØH» humano y no es contraproducente a ella como algunos equivocadamente afirman; y, en cuanto «orden», «mandato» o «consejo», confirma que la divinidad cuando se revela a los mortales y lo hace de variadas  formas y con diversos nombres, tiene como objetivo fundamental entregar, inspirar o aconsejar las pautas o imperativos de orden social para que los seres humanos logren vivir en paz y armonía, consigo mismo, con el prójimo y con la naturaleza en general. 
            Cuando se escucha al 8`(@H, que viene de fuera y fluye a través del :Ø2@H, como es debido hay que tener en cuenta dos cuestiones: No olvidar y descuidar que, :Ø2@H es la palabra “en el sentido antiguo y venerable –advierte Karl Kérenyi, citando a Walter Otto– que no distingue entre la palabra y el ser” . Y por otro lado, no dejar de reparar en el significado de symbolum asociado al del mito.“Symbolum viene de symbollein, un verbo griego que significa concurrir, fusionar…el término expresa la unidad y a la vez la posibilita. El hombre tiene la fe exclusivamente como símbolo              –observa  Joseph Ratzinger–, como parte separada e incompleta que sólo podrá encontrar su unidad y totalidad en su unión con los demás: es decir, en el symbollein, en la unión con los otros, es donde únicamente puede realizar el hombre el symbollein, la unión con Dios. La fe exige unidad, pide con-creyentes” . 
              Esos con-creyentes, aparte de constituir una comunidad, que «vive» y «práctica» sus «creencias», expresadas en forma de mitos –nacidos, desarrollados y empoderados gracias a la «fe»–, están unidos en un ambiente de confianza, esa que ha despertado y propiciado el «otro» más por su conducta que por su saber teórico; pues, solo se es fiel al fiel. El «otro», no está  demás recalcarlo, en primer lugar, es el «superior» o el mejor «dotado»; y, lo complementa la comunidad de «con-creyentes», los «otros». Sin embargo, calar en lo profundo del significado de los mitos y el compromiso ineludible que demanda a sus creyentes de vivirlos o practicarlos, hoy en día no es nada fácil. 
             En primer lugar, porque el hombre contemporáneo ha perdido la primigenia y ancestral experiencia de «participation mystique»/«participación mística», esa que nos permitía considerar a la Tierra y todo el Universo como nuestra madre y relacionarnos con ella como lo hace el niño con su progenitora, en una relación natural y armoniosa. “Cuando las sociedades se desarrollaron saliendo de su condición primordial –advierte Joseph Campbell–, el problema fue mantener al individuo en esta participation mystique con la sociedad. Ahora, mirando alrededor, vemos que pocas probabilidades tenemos de lograrlo, especialmente si vivimos en una gran ciudad” .
            En segundo lugar, porque cuando se han estudiado los mitos fueron considerados como narraciones que se cuentan o contaban sin mayor compromiso vivencial, un estudio que se realizaba para satisfacer cierta curiosidad intelectual o literaria, particularmente del europeo moderno y contemporáneo. “No hay duda alguna de que, en su forma literaria presente –sentencia Bronislaw Malinowski–, esos cuentos han sufrido una transformación muy considerable a manos de escritores, comentadores, sacerdotes, eruditos y teólogos. Es preciso retornar a la psicología primitiva para comprender el secreto de su vida en el estudio de un mito vivo aún, antes de que, momificado en su versión clerical, haya sido guardado como una reliquia en el arca, indestructible aunque inanimada, de las religiones muertas…el mito es para el salvaje lo que para un cristiano de fe ciega es el relato bíblico de la Creación, la Caída o la Redención de Cristo en la Cruz. Del mismo modo que nuestra historia sagrada está viva en el ritual y en nuestra moral, gobierna nuestra fe y controla nuestra conducta, del mismo modo funciona, para el salvaje, su mito” .



3. Religio


                    La «religión», atendiendo a esa estructura común del fenómeno religioso y al origen latino de la palabra religio/ religare, queda claramente definida como conciencia escrupulosa y exigente en el cumplimiento de los deberes para con el prójimo y con los dioses; exigencia que los romanos denominaron «pietas»/«piedad» y «religio»/«religión», que constituye la parte práctica de la experiencia y vivencia religiosa  . 
                    Así visto y entendido el fenómeno religioso, podemos definir a la «religión» como una propiciación o conciliación de los poderes superiores al hombre, que se «cree» dirigen y gobiernan el curso de la naturaleza humana. Así definida, la religión consta de dos elementos, uno teórico –el mito– y otro práctico –la religión, propiamente dicha–; a saber, una «creencia» en poderes más altos que el hombre y un intento de éste para «propiciarlos», «obedecerlos» o «complacerlos». De los dos, es evidente que la «creencia» se formó primero, puesto que deberá creerse en la existencia o presencia de un ser «misterioso», «numinoso» o «divino» antes de percibirlo, obedecerle o intentar complacerle. Pero a menos que la «creencia» guíe a una «práctica» correspondiente, a una «ligazón» con lo «divino» y «misterioso», celebrando el culto correspondiente  y obedeciendo sus mandatos, no será religión, sino mera mitología o Teología. Todo hombre religioso tiene «fe»  mas no todo hombre con «fe» es religioso.
                  El mito o la «creencia» pues, se «vive» y «vivir» los mitos implica, una experiencia verdaderamente «religiosa», puesto que se diferencia de la experiencia ordinaria, de la vida cotidiana, común y silvestre. Vivir los mitos, lo religioso, por tanto es: «creer» lo que se narra, pensar lo que se «cree»  y especialmente «practicar», «obedecer» y «cumplir» aquello que la «divinidad» a través del hombre «superior» o el mejor «dotado», aconseja, dictamina y manda. Creencia, aceptación y obediencia que se facilita y viabiliza por la «fe» –que se acostumbra llamar por influencia del cristianismo, «fe ciega»– que alimenta, desarrolla y entroniza los mitos en cada individuo y en la comunidad, constituyendo el elemento esencial de toda cultura, su Weltanschauung. Lo religioso es, pues, la parte práctica de la experiencia religiosa, lo propiamente religioso, que tomados en conjunto –mito y religión–, tenemos por costumbre llamar religión ; hábito que muchas veces lleva a equívocos. 
                 Por otro lado, “la «religiosidad» de esta experiencia se debe al hecho de que se reactualizan acontecimientos fabulosos –detalla Mircea Eliade–, exaltantes, significativos; se asiste de nuevo a las obras creadoras de los Seres Sobrenaturales; se deja de existir en el mundo de todos los días y se penetra en un mundo transfigurado. Auroral, impregnado de la presencia de los Seres Sobrenaturales. No se trata de una conmemoración de los acontecimientos míticos, sino de su reiteración. Las personas del mito se hacen presentes, uno se hace su contemporáneo. Esto implica también que no se vive ya en el tiempo cronológico, sino en el Tiempo primordial, el Tiempo en el que el acontecimiento tuvo lugar por primera vez…En suma, los mitos revelan que el mundo, el hombre y la vida tienen un origen y una historia sobrenatural, y que esta historia es significativa, preciosa y ejemplar” .
                A este respecto, no podría dejar de citar un extenso y sumamente necesario texto de Bronislaw Malinowski en el que desentraña la naturaleza del mito y su función en las sociedades primitivas, que nos permite aproximarnos al sentido e importancia de los mitos, hoy en día abandonados, vilipendiados y desacreditados.“Estudiado en lo que tiene de vivo, el mito no es una explicación destinada a satisfacer una curiosidad científica –afirma en su clásico estudio de las mentalidades primitivas el fundador de la antropología social–, sino un relato que hace revivir una realidad original y que responde a una profunda necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones o imperativos de orden social, e incluso a exigencias prácticas. En las civilizaciones primitivas el mito desempeña una función indispensable: expresa, realza y codifica las creencias; salvaguarda lo principios morales y los impone; garantiza la eficacia de las ceremonias rituales y ofrece reglas prácticas para el uso del hombre. El mito es, pues, un elemento esencial de la civilización humana; lejos de ser una vana fábula, es, por el contrario, una realidad  viviente a la que no se deja de recurrir; no es en modo alguno una teoría abstracta o un desfile de imágenes, sino una verdadera codificación de la religión primitiva y de la sabiduría práctica…Todos estos relatos son para los indígenas la expresión de una realidad original, mayor y más llena de sentido que la actual, y que determina la vida inmediata, las actividades y los destinos de la humanidad. El conocimiento que el hombre tiene de esta realidad le revela el sentido de los ritos y de los preceptos de orden moral, al mismo tiempo que el modo de cumplirlos…El mito es un constante derivado de la fe viva que necesita milagros; del status sociológico, que precisa precedentes; de la norma moral, que demanda sanción. Nuestro intento de dar una nueva definición al mito es, quizás, en exceso ambicioso. Nuestras conclusiones implican un nuevo método de enfocar la ciencia del folklore, pues hemos mostrado que éste no puede ser independiente del ritual, de la sociología o incluso de la cultura material. Los cuentos populares, las leyendas y los mitos han de colocarse, por encima de su existencia plana en el papel, en la tridimensional realidad de la vida plena” . 
                Ahora bien, el mito como «creencia», sin lugar a dudas por todo lo expuesto, responde a una necesidad religiosa, a aspiraciones morales, a coacciones o imperativos de orden social, e incluso a exigencias prácticas, todas ellas de apremiante satisfacción con un único objetivo y propósito: enfrentar a la muerte, vencerla o negarla y, superar o mitigar el pánico que ella despierta. 
              La muerte, digámoslo una vez más, “por desgracia, no es ni vaga, ni abstracta, ni difícil de entender para ningún ser humano. Es, por el contrario, demasiado obsesionante y real –nos reafirma y recuerda el citado estudioso polaco–, demasiado concreta, demasiado fácil de comprender para cualquiera que haya sufrido una experiencia que afectara a sus parientes próximos o un presentimiento personal. De ser irreal o vaga, el hombre tendría gusto en hacer mención de ella; pero la idea de la muerte asusta con horror, con un deseo de huir de su amenaza, con la vaga esperanza de que pueda ser, no explicada sino entendida, irrealizada y, de hecho, negada” .
          
                  Como acontecimiento inevitable y natural del ciclo de la vida o del existir, la defunción, se puede presentar por el hambre, las enfermedades y la guerra, los tres ingredientes más famosos          –decía Voltaire– de este bajo mundo. De estos presentes, los dos primeros nos vienen de la Providencia o de la propia naturaleza; pero, la guerra, que reúne todos estos dones, nos viene de la naturaleza humana , que así como hace y crea cosas muy bellas también hace y realiza actividades muy atroces y crueles –que constituyen el lado oscuro de nuestra naturaleza–, entre ellas, sin lugar a dudas, la guerra. 
                    
                     Los griegos, por ejemplo, atribuían este desmesurado y terrible comportamiento a la à$D4H, uno de los impulsos más poderosos de la naturaleza humana que no solo lleva a dominar desmesuradamente a otros, sino que incluso alienta las empresas más sangrientas y homicidas que puedan organizar los seres humanos. Sófocles, en el primer canto del coro de Antígona (vv.332-375), desde la poesía y el más profundo sentir de los griegos, califica al hombre como JÎ *,4<`J"J@</ lo más pavoroso, inquietante y terrible de todas las criaturas existentes en la faz de la tierra .
                     El pecado original, desde la perspectiva judeo-cristiana, es la que explicaría esta tendencia al mal entre los humanos. Para otros, es la expresión de la vida y naturaleza misma, que es una constante lucha y competencia agónica, en la que triunfan los más fuertes y mejor dotados; y así lo habrían entendido algunas culturas como la griega, en palabras de Homero; la China, como lo advierte Sun Tzu en sus consejos; los cantos de Gilgames en Mesopotamia y el mito cosmológico más antiguo que conocemos, la batalla de Marduk y de Tiamet. Muchos siglos después de esta sabiduría ancestral, Darwin, solo habría descubierto el mecanismo interno de tal lucha o competencia, que es el vivir; y, a la vez, abrió una puerta novedosa para dar cuenta del por qué de las constantes conflictos armados entre los hombres y la forma de evitarlas, senda que han seguido y en ella permanecen estudiosos contemporáneos como Michael Ruse, Irenäua Eibl-Eibesfeldt, Richard Dawkins, Robert Ardrey,  Konrad Lorenz, entre otros .  
                      Sin embargo, sea cual fuese la causa de la muerte, la suprema y final crisis de la vida, el hombre al enfrentarse a ella, se vuelve a la promesa de la vida dejándose llevar por sus instintos, voluntad ciega de vivir o voluntad de poder, que provoca y produce una multiplicidad de manifestaciones violentas y complejas ; de ellas solo me ocuparé de la confusa e intrincada explosión de manifestaciones religiosas, entre ellas, la principal y fundamental: la búsqueda de la salvación .   
    La salvación se presenta como una necesidad, expectativa y estado de liberación; liberación que responde a una realidad biológica y psíquica que no “pierde su significado para la humanidad           –añade y redondea su entendimiento Karl Kérenyi– mientras exista el cautiverio –del tipo que sea– y los cautivos, cuyo estado es siempre también un estado psíquico real” . 
  
                   El cautiverio, más allá de su origen y connotación judío-mesiánica, no está demás recalcarlo, lo representan las múltiples necesidades que tiene que satisfacer el hombre para seguir viviendo y que le demandan mucho esfuerzo, trabajo y sacrificio que buscará realizar apoyándose en su saber; es decir, en sus creaciones tecnológicas y en especial sus «creencias», «valores» e «ideales» que profesan y han de practicar de manera religiosa y cumplida. Históricamente, la religión ha cumplido ese papel de manera ancestral y tradicional en todas las culturas humanas que se han desarrollado a lo largo de la historia. La religión es, indudablemente un saber práctico y utilitario, con un objetivo y propósito fundamental: la salvación. 
    Desde esta perspectiva, la diferencia entre las religiones no se harían –como acertadamente propusiera Arthur Schopenhauer– considerando si son monoteístas, politeístas, panteístas o ateas, sino solo si son «optimistas», o «pesimistas». 
    
                   Las religiones «optimistas», presentan la existencia en este mundo como justificada y es «hic et nunc»/ «aquí y ahora», donde se ha de conquistar la salvación, gozando de la vida presente            –«carpe diem»/ «goza del día presente» (Horacio)–, pero, tratando de instaurar una sociedad ordenada y satisfecha en sus necesidades primarias –biológicas-animales– y secundarias                    –propiamente humanas– en armonía con lo «numinoso» o «divino». Esta clase de religión la profesaban, por ejemplo, los chinos, judíos, andinos, griegos y romanos, por mencionar a las más importantes y ancestrales culturas. A estas religiones, las llamo, «no-trascendentales»; pues, no proclaman una vida y existencia más allá de la presente, y por supuesto no «creen» en la presencia de un alma inmortal. 
                  Entre los griegos, por ejemplo, la vida de los hombres era considerada como la de las hojas de los árboles, van y vienen, cumpliendo un sino invariable decretado por los mismos dioses, y que ellos y solo ellos la expresaron en una de sus creaciones más bellas, profundas y conmovedoras: la tragedia, la expresión poética más sublime del existir trágico de los mortales humanos. 
    Sin embargo, en ese transcurrir breve y efímero del existir, el ser humano ha de buscar vivir sensata y moderadamente –obedeciendo al dios que se muestra en Delfos –, como una criatura limitada, que ha alcanzado la salvación: vivir en un ambiente sano, saludable y viril, de confianza y armonía con sus semejantes y la naturaleza, gozando de la “bienaventuranza de existir, de participar –si quiera sea de manera fugitiva, recuerda Mircea Eliade– en la espontaneidad de la vida, en la majestuosidad del mundo…y, en la sacralidad de la condición humana” .
                           Las religiones «pesimistas» o «trascendentales»; por el contrario, no tienen mayor aprehensión por la existencia en este mundo por considerarlo doloroso y sin mayor importancia, un mundo en el que llevamos y soportamos un estado sumamente miserable, siendo lo más sensato y sabio, renunciar a él y encaminarse a una vida futura, trascendental. Esta clase de religión la profesaban, por ejemplo, los egipcios, órficos, indios y particularmente, el judeo-cristianismo. Las llamo «trascendentales» porque proclaman una vida y existencia más allá de la presente, y por supuesto «creen» en la presencia de un alma inmortal y predican el dualismo en la constitución de la naturaleza humana.
                  De todas estas religiones, sin lugar a dudas, el cristianismo encontró su mayor fuerza no solo en la forma de vivir su «fe»  –como demostraré más adelante– sino en el pesimismo, “en la confesión de que nuestro estado es sumamente miserable y al mismo tiempo pecaminoso –advierte Arthur Schopenhauer–, mientras que el judaísmo y el paganismo eran optimistas. Esa verdad sentida honda y dolorosamente por cada cual impuso en sus partidarios la necesidad de la redención…(los ingenuos realistas, a la par que optimistas y eudemonistas), o sea, banales compañeros y fervorosos filisteos, además de malos cristianos, pues el verdadero espíritu y núcleo del cristianismo, al igual que del brahmanismo y el budismo, es el reconocimiento de la futilidad de la dicha terrenal, hasta despreciarla por completo y volverse hacia una existencia enteramente otra e incluso contrapuesta: tal es –afirmo– el espíritu y el fin del cristianismo, el verdadero «humor de la cuestión» (Shakespeare, Enrique V, II, 1), y no, como ellos creen, el monoteísmo; por eso el ateo budismo está mucho más emparentado con el cristianismo que el optimista judaísmo y su variante, el Islam”   
                  Ahora bien, de todas las culturas desarrolladas en la historia de la humanidad, hasta donde sabemos, sería la de los romanos la que en su lenguaje habría recogido y expresado el sentido, eminentemente práctico del fenómeno religioso. Nadie como ellos han destacado como seres industriosos y técnicos, dados al dominio e imperio sobre la naturaleza y el ordenamiento social que realizaban y ejercían disciplinadamente, exigiendo un escrupuloso respeto a las normas de conducta familiar, social y laboral, por lo cual fueron desarrollando una tradicional cultura, muy puntillosa y exigente en reclamar coherencia entre el creer y el vivir, entre la teoría y la praxis. 

Una muestra contundente de esta férrea disciplina impuesta por los romanos, más aún en su época de esplendor, lo constituye su particular inclinación por el «corte de cabezas». Aunque para ellos, “el cortar cabezas no suponía necesariamente una actitud definible como crudelitas: el acto de cortar cabezas era –señala Andrea Giardina–, además de un medio obvio de intimidación, un signo de poderío, una manifestación de eficacia y de bravura. Los romanos eran un pueblo sutil, y la crudelitas la veían preferentemente en determinados comportamientos que a veces se asociaban con aquel acto: gozar de forma descompuesta ante la cabeza cortada de un adversario…” .

               La vocación de dominio –imperium– que particulariza y hace de los romanos unos seres muy prácticos y expertos, poseedores de sabiduría con fines utilitarios y convenientes, “estaba garantizada por tres factores –añade el eminente historiador del mundo romano–: el ejercicio de las armas (armorum exercitio), la disciplina de los campamentos (disciplina castorum) y el medio de utilizar el ejército (usus militiae). Esta refinada ciencia bélica impregnada de ética había llegado a ser el fundamento de la audacia, la certidumbre del éxito y, a la vez, se había convertido en un carácter peculiar del tipo romano. Sin embargo, Cicerón consideraba insuficiente esta definición; el factor militar no bastaba para explicar el dominio romano del mundo: «No hemos vencido a los españoles por nuestro número, ni a los galos con la fuerza, ni a los cartagineses con la astucia, ni a los griegos con las técnicas», sino con la escrupulosa observancia de la pietas, de la religio y de cierta sabiduría teológica propia de los romanos” .
                La religiosidad romana era esencialmente práctica y para nada comprometida con asuntos teóricos y especulativos, preocupados por la verdad de los mitos y de los dioses. “Todo romano era libre de pensar lo que quisiera acerca de los dioses –advierte Robert Ogilvie, fino y profundo estudioso contemporáneo de la religión romana–; lo que importaba eran los actos religiosos que llevara a cabo…, dado que la religión romana no ofrecía ningún dogma acerca del universo, el pueblo no tenía nada a que oponerse o que discutir…Aunque no pudieran explicar o justificar por qué elevaban sus oraciones o celebraban las ceremonias al uso, la mayoría de los romanos creyeron en su eficacia….La prueba fundamental para una religión es que funcione; y los romanos creyeron verdaderamente que su religión funcionaba…Los romanos podían proclamar…que su religión estaba verificada por la historia. La verdadera religión para ellos, en oposición a la superstición, consistía en «honrar convenientemente a los dioses de acuerdo con la costumbre ancestral» (Cornuto)” .  
              El poeta latino, Tito Lucrecio Caro, conocedor de la espiritualidad de su cultura, nos ha dejado un vivo retrato del hombre romano, sumamente respetuoso de sus creencias y escrupuloso practicante de las mismas; es decir, religioso. “No consiste la piedad en dejarse ver a cada instante    –señala el poeta inspirado, piadoso y religioso–,velada la cabeza, vuelto hacia una piedra, ni en acercarse a todos los altares, ni en tenderse postrado por el suelo y extender las palmas ante los santuarios divinos, ni en rociar las aras con abundante sangre de víctimas, ni en enlazar votos con votos, sino más bien en ser capaz de mirarlo todo con mente serena…la carencia de una explicación tienta nuestro espíritu vacilante y le hace preguntarse si este mundo tuvo nacimiento y si ha de tener fin,…Finalmente, cuando bajo los pies la tierra entera retiembla y las ciudades, sacudidas, caen o amenazan desplomarse, ¿qué maravilla que el humano linaje se tenga en poco y reconozca la gran potencia y asombroso poder de los dioses, capaces de gobernar el universo?” .  
            Razones estas, señaladas por los propios latinos antiguos y confirmadas por los estudiosos modernos y contemporáneos de dicha civilización, que nos llevan a entender y afirmar por qué Roma y su cultura haya legado a la humanidad, entre otras cuestiones, el término «religio»/«religión», para denominar al aspecto práctico del fenómeno religioso o experiencia singular y misteriosa de carácter social; vivida y experimentada por las diversas culturas y los hombres en todas las épocas desde la antigüedad hasta nuestros días. 

             Hasta aquí, también podemos afirmar que la religión tradicionalmente ha sido un saber eminentemente práctico, comprometido con la búsqueda de lo útil y conveniente para los individuos socialmente determinados. Un saber completamente alejado de la búsqueda de la verdad que es una preocupación teórica, especulativa e individualista, propia de la filosofía. La validez y vigencia de las «creencias» «valores» e «ideales» que preconiza una religión solo se comprueban en los hechos y la práctica de los «creyentes», teniendo mayor responsabilidad en vivir la «creencia» y cumplir con los «mandatos» los mejor «dotados» y «superiores», que enseñan más que con palabras, con su ejemplo de vida. Religión que no se vive o práctica está condenada al fracaso y pérdida de «creyentes», por esta razón, el escéptico moderno David Hume, no deja de ser agudo y muy acertado cuando señala que, “…Oíd las declaraciones verbales de todos los hombres: nada les parece más cierto que sus dogmas religiosos. Examinad sus vidas –añade irónicamente el autor de la Historia natural de la religión–: difícil será pensar que depositan alguna confianza en dichos dogmas” .    

             Ahora bien, señalar y afirmar que la religión no es un saber comprometido con la búsqueda de la verdad, es muy difícil de encontrar en los escritos de los estudiosos de las religiones –quizá por la influencia platónica o como europeos, influidos por su alma máter, el judeo-cristianismo, como más adelante demostraré–, como sí lo reconoce y encontramos en los trabajos de Joseph Campbell, quién después de haber estudiado todas las manifestaciones religiosas en el mundo, impulsado por ese incesante interés por comprender a la humanidad en general, llega a la siguiente conclusión: “En las mitologías…poco importa la cuestión de la verdad –sentencia el mitólogo contemporáneo–, Nietzsche decía que lo peor que podemos ofrecer a un hombre de fe es la verdad. ¿Es eso cierto? ¿A quién le importa? En la esfera de las imágenes mitológicas, el punto es que a la persona de fe le gusta de ese modo, porque toda vida está basada en ello. Cuestionamos la autenticidad cosmológica de la imagen arcaica del universo o de la noción de la historia del mundo que sustenta un sacerdote y nos responderá: «¿Quién eres tú, orgulloso intelectual, para dudar de esta cosa extraordinaria sobre la que he erigido mi vida?» .
                  Afirmación que se reafirma si tenemos en cuenta que el poeta Luciano de Samósata, a mediados del siglo II d. de C., en los inicios de la decadencia de Roma, signada por el abandono de las costumbres y tradiciones ancestrales, en su «inspirado» Zeus trágico, le concede la palabra al padre de dioses y hombres, quien manifiesta su preocupación ante los demás dioses, a quienes se dirige con las siguientes palabras: “…oh, dioses si consideráis que toda nuestra honra, gloria y ganancia son los hombres: si éstos se persuaden de que los dioses sencillamente no existimos, o, existiendo, no somos providentes respecto a ellos, quedaremos sin sacrificios, prebendas y honores en la tierra, y en vano nos sentaremos en el cielo, muertos de hambre, privados de aquellas fiestas, asambleas, juegos, sacrificios, festivales nocturnos y procesiones. Por tanto, en defensa de tales intereses, propongo que todos estudiéis algún plan salvífico ante esta situación…” . El plan requerido nunca se presentó y los hombres fueron tomando distancia de sus dioses y por ende, los «valores» e «ideales» se irán perdiendo en relación directa al abandono de la piedad y religiosidad que los había caracterizado; a los dioses, liderados por Zeus, solo les queda retirarse y dejar a los mortales a su suerte, que irán abandonando y eliminando sus «creencias», «valores», «ideales», «costumbres» y «tradiciones», en una palabra, su cultura.  
                 Por su parte, dos siglos más adelante a mediados del siglo IV d. de C., en plena decadencia de Roma, el retórico Quinto Aurelio Símaco y uno de los últimos defensores de las creencias tradicionales, llamadas por los cristianos paganas, decía: “Todo está lleno de Dios. Cualquier cosa que los hombres adoren, puede llamarse en justicia uno y lo mismo. Todos levantamos la mirada a las mismas estrellas; el mismo cielo está sobre nosotros; el mismo universo rodea a cada uno de nosotros. ¿Qué importa el sistema de conocimiento por medio del cual cada uno de nosotros busque la verdad? No es por una única senda por donde alcanzamos tan gran secreto” .
              Por otro lado, usando una acepción más amplia y flexible del término «religio»/«religión», como ya lo han venido haciendo los filósofos modernos –como más adelante se expondrá–, podemos afirmar que, la religión, religiosidad o coherencia de vida con respecto a las «creencias», «ideales» o «valores» –ya sean de origen «numinoso» o «divino», o producto de la «reflexión», y del «diálogo» o «consenso» entre los seres humanos o ciudadanos–, es una necesidad en el ser humano, difícil mas no imposible de realizar, pero, irrenunciable de cumplir dada su condición y naturaleza humana, acertadamente denominada, «Homo religiosus»/ «Hombre religioso».
             Ahora bien, la religiosidad o coherencia de vida con respecto a las «creencias», «ideales» o «valores», depende de la salud biológica, psicológica y social del individuo y la sociedad. Cuantos más sanos se encuentren los seres humanos, individual y socialmente determinados, se conducirán en sus vidas de manera más religiosa o respetuosa con sus tradiciones; y, por el contrario, tanto más enfermos se encuentren menos coherentes y religiosos se desenvolverán en su fatídico y tóxico existir.   


4. La revolución judeo-cristiana


             El triunfo del judeo-cristianismo, significará un acontecimiento de suprema importancia que va a provocar un gran cambio, de carácter irreversible en la historia de las religiones, pues, la religión cristiana se presentará como un saber práctico pero en posesión de la Verdad –verdad absoluta, revelada y encarnada–, que solo es posible por la «fe»/«fides» que prevalece sobre la «razón»/«ratio», de  manera muy singular. Saber que demarcará el único camino de salvación que han de tomar y transitar los mortales humanos hacia el reino de Dios. 

            La «fe», fue la fuerza motriz que logró este cambio revolucionario, y  fue también, la principal exigencia intelectual que el cristianismo hacia a sus seguidores y convertidos; la fe acompaña a la conversión , y es lo primero que el hombre realiza en su encuentro con Dios. Empero, la  «fe»/«fides» o «B\FJ4H», tomará con el cristianismo, un sentido que ya no guarda sino una lejana relación con su origen.  
           La «fe» es entendida y aceptada como un don gratuito que Dios –el Único Dios, Verdad y Camino de Salvación– hace al hombre, una virtud sobrenatural infundida por Él, que explica porque el hombre necesita y busca a Dios, creer en Él  y solo en aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios, escrita, transmitida y revelada. 

La «fe», es una luz y conocimiento sobrenatural con que, sin ver, creemos lo que Dios dice y la Iglesia nos propone; y, prevalece sobre la «razón»/«ratio» o el «intelecto»/«<@ØH» humano. Además, la fe, es necesaria para la salvación y, es un gusto anticipado del conocimiento que nos hará bienaventurados en la vida futura.

                 La «fe», como don y virtud sobrenatural infundida por Dios –el Único Dios, Verdad y Camino de Salvación– permite que el mortal humano crea y acepte que lo imposible es posible, “el B4FJ,bT< se encuentra en el evangelio de san Marcos en una manifestación –advierte Karl Kerényi– sumamente significativa: «Todo es posible al creyente» (9, 23 Bÿ<J" *b<"J" Jî4 B4FJ,b@<J4, omnia possibilia sunt credenti). Es evidente que la fe ha adquirido una importancia que jamás tuvo entre los griegos y los romanos. La pregunta es: ¿nunca la tuvo antes, ni siquiera en el Antiguo Testamento?...esa frase de Jesucristo…es, punto de partida…” , del gran cambio que indudablemente se va a producir en la historia de las religiones y la religiosidad humana. 
                  Se trata de la «fe» en el Dios Único y Verdadero que ha venido a calmar a los hombres y sus corazones, de tanto extravío y siglos de cautiverio, que después de la helenización emprendida por Alejandro y continuada por el Imperio romano, clamaban y reclamaban por la presencia del Redentor. Es la «fe» plena, “que comprende la fe en la fe y de la cual Jesús –añade y aclara el autor de La religión antigua– era más consciente que nadie. ¿No sabía Jesús que, a pesar de todo, no todo es posible al creyente? Era una manifestación de una audacia peculiar y poseía, sin embargo, la aspiración a ser verdad. No me queda más que decir que es el mito de la fe, un mito con que se inicia una nueva época de la religiosidad. Esta religiosidad rechaza por lo demás el mito. A raíz de la fe, el contenido de los evangelios es historia sagrada y no mito para los cristianos. Sin embargo, ni siquiera esta religiosidad se fundó sin un mito fundamental” .
                 Así la «fe», será proclamada y entendida como fuente primera del «conocimiento verdadero» y de la «Verdad»; y, paradójicamente a lo que hizo Platón, a este conocimiento se le llamará  «creencia», «creencia verdadera», y a su poseedor «creyente» o el que «cree», por supuesto, en el Único Dios, Verdad y Camino de Salvación. Quien niegue esta «fe», simplemente no tiene «fe» o la ha perdido, y será considerado «no-creyente», y por ende, llamado y tratado despectivamente como «infiel», «libertino» y «ateo». A este respecto, hay que señalar y subrayar que, Richard Reitzenstein, un gran filólogo, observó en 1927: “Hasta hace poco se consideraba una afrenta al cristianismo afirmar que en el paganismo también podía haber existido una fuerza o sentimiento religioso similar a la fe” . 
              Y este valioso dato, permite entender entre otras cuestiones, las afinidades y diferencias entre Platón y el judeo-cristianismo con respecto al trato que se merecen los de distintas «creencias» o «convicciones» religiosas-políticas. Platón, también llamó despectivamente «infiel» y «ateo» a todos los que no compartían su saber, verdad y propuesta política o camino de salvación; es decir, se trata de un «incrédulo», sin «creencias», que solo posee «conocimientos», «ideales» o «valores» que provienen de otra «fe» o de sus propios razonamientos, que por supuesto, no merecen la denominación de «creencias».
       En cambio, el cristianismo, se mostrará más duro en su trato para quienes no compartan o asuman su «fe», pues, los proclamará, sin «fe» alguna, es decir, «descreídos», sin «ideales» o «valores»; trato explicable por el ingrediente particular de la «fe» cristiana: excluyente, intolerante y dogmática, que paradójicamente, le permitió triunfar entre las demás religiones. 
        
                    Ahora bien, el iniciador de este gran cambio, es indudablemente Jesús –Dios encarnado y Verdad revelada– que, proclamaba la «Buena Nueva» o «Buena Noticia» de Dios en los siguientes términos: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la Buena Nueva” ; es decir, se inauguraba con Él, una nueva etapa: la del advenimiento del reino de Dios que solo se conseguirá si se profesa la «fe» en esta nueva y revolucionaria  religión, que es portadora de la Verdad y es el único e indubitable camino de salvación, difundido por los apóstoles de Jesús a través del «Evangelio», que es la palabra que mejor encierra sus enseñanzas, y que no satisfacen la de «Buena Nueva» o «Buena Noticia». 
                 El término «Evangelio», era usado por los emperadores romanos, “que se consideraban señores del mundo –nos aclara una vez más Joseph Ratzinger–, sus salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se llamaban «evangelios»,  independientemente de que su contenido fuera especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador –ésa era la idea de fondo– es mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino transformación del mundo hacia el bien. Cuando los evangelistas toman esta palabra –que desde entonces se convierte en el término habitual para definir el género de sus escritos–, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían por dioses, reclamaban sin derecho, aquí ocurre realmente: se trata de un mensaje con autoridad que no es sólo palabra, sino también realidad. En el vocabulario que utiliza hoy la teoría del lenguaje se diría así: el Evangelio no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo o transformándolo…Y aquí se manifiesta la palabra de Dios, que es palabra eficaz; aquí se cumple realmente lo que los emperadores pretendían sin poder cumplirlo. Aquí, en cambio, entra en acción el verdadero Señor del  mundo, el Dios vivo” .
            Sin embargo, el judeo-cristianismo, trae otra gran novedad con respecto a las demás religiones, pues, su peculiar «fe», optará por el Logos, por el Dios de los filósofos; es decir, por el uso de la «razón» aunque subordinada siempre a la «fe»,  para dar cuenta de la presencia de Dios, como Verdad y Único Camino de Salvación. Novedad que constituirá un gran cambio revolucionario en la historia de las religiones. 
            “La religión no iba por el camino del Logos sino que permanecía en él como mito inoperante. Por eso su inevitable hundimiento se debe a su escisión de la verdad –nos recuerda y enseña Joseph Ratzinger–, que hace que se la vea como pura institutio vitae, es decir, como pura organización y modo de configurar la vida. Frente a esta situación, Tertuliano enfatizó con palabras extraordinariamente valientes y majestuosas la postura cristiana cuando dijo: «Cristo no se llamó a si mismo costumbre sino verdad»…Con ello, el cristianismo se pone decididamente de parte de la verdad y se separa de una concepción de la religión que se reduce a un conjunto de ceremonias a las que, si se les busca una interpretación, al final se acaba encontrándoles un sentido… La fe cristiana optó, por el Dios de los filósofos frente a los dioses de las religiones, es decir, por la verdad del ser mismo frente al mito de la costumbre. Ésta fue la razón por la que se tachó de ateos a los miembros de la Iglesia primitiva…Justamente en la sospecha de ateísmo que tuvo que afrontar el cristianismo primitivo es donde se ve con toda claridad su orientación espiritual, su opción frente a la religio y la costumbre carente de verdad, su opción exclusiva por la verdad del ser” . 
            Así el cristianismo, desde sus orígenes más humildes hasta sus creaciones más refinadas, fue edificando la Teología católica, en la que destaca el fecundo diálogo entre «fe» y «razón», tomando categorías filosóficas para ponerlas al servicio de la «fe»; pero, esta vez, más que para buscar la verdad, se trata de ratificar la Verdad, absoluta, revelada y encarnada en la persona de Jesucristo.  
           En el primer Concilio de Nicea, en el año 325, el Magisterio de la Iglesia recurre por primera vez al uso de las categorías filosóficas, para tratar asuntos de «fe», el más importante: que el Hijo es de la misma sustancia del Padre, por tanto de condición divina; argumentación que sirvió para refutar el error de Arrio. Estos obispos, lejos de pretender hacer especulaciones filosóficas, se limitan a “responder piscatorie, non aristotelice –recuerda y remarca Joseph Ratzinger–, como pesadores, no como filósofos” . 
             San Agustín, culminando el período de la patrística y fundando la Teología cristiana, demostrará que la «razón» humana, especulativa y filosófica, está en capacidad de entender a Dios, siempre y cuando se subordine a la «fe»; y, solo manteniendo la relación en esos términos, esta será armoniosa y enriquecedora para los humanos mortales. 

“Crede ut intelligas; intellege ut credas”/ “Cree para que puedas comprender; comprende para que puedas creer”, son las dos famosas frases del obispo de Hipona que sintetizan su pensar y revelan la relación armoniosa entre «fe» y «razón» que estaba estableciendo y empoderando el cristianismo triunfante.“Históricamente esta síntesis se fue formando, ya antes de la venida de Cristo, en el encuentro entre la fe judía y el pensamiento griego en el judaísmo helenístico. Sucesivamente, en la historia, esta síntesis fue retomada y desarrollada por muchos pensadores cristianos. La armonía entre fe y razón significa sobre todo que Dios no está lejos: no está lejos de nuestra razón y de nuestra vida; está cerca de todo ser humano, cerca de nuestro corazón y de nuestra razón, si realmente nos ponemos en camino” .

         Seis siglos después de fundada la Teología cristiana, y constituida Europa con su cultura, profundamente cristiana, surge en las escuelas catedralicias, un nuevo modelo de filosofar desde la «fe», privilegiando la utilización del análisis lógico y racional, para llegar a rigurosas conclusiones. En este quehacer, destacará nítidamente san Anselmo de Cnterbury, quien ateniéndose al pensar agustiniano, promoverá el ejercicio de la «razón» lógica y filosófica, pero, subordinándola a la «fe».

“Fides quarens intellectum/ La fe que busca justificación racional”, es la frase que sintetiza su pensar y filosofar. “No intento, Señor, llegar a tu altura –reconoce humildemente san Anselmo–, porque de ningún modo puedo comparar con ella mi entendimiento, pero deseo entender de alguna manera tu verdad que cree y ama mi corazón. Y no busco entender para creer, sino que creo para entender. Y también creo esto: que si no creyera, no entendería” .

             En el siglo XIII, el de mayor esplendor y madurez de la cultura cristiana, Santo Tomás de Aquino, conducirá a la «razón» por caminos insospechados en el quehacer teológico, ayudándose con el filosofar aristotélico; pero, sin dejar de reconocer la inefabilidad del misterio revelado y aceptado por «fe». Para él, siempre habrá verdades que exceden las capacidades ordinarias de la razón humana, pero, que solo se podrán entender con certeza y sin error, si no nos apartamos de la «fe». Para él, la «fe» y la «razón» están en armonía, se relacionan como la «gracia» y la «naturaleza»; armonía que sintetizó en los siguientes términos: “Gratia non tollit naturam/ La gracia no suprime la naturaleza” . Por esta razón, Santo Tomás de Aquino es reconocido como el iniciador de un nuevo rumbo en el quehacer filosófico cristiano, aquel que no impide ir al mundo y la realidad perceptible para confirmar la presencia de Dios. 
             Él habría enseñado cómo mantener la relación armoniosa entre «fe» y «razón»,“solución casi profética –advierte S.S. Pablo VI– a la nueva confrontación entre la razón y la fe, consiste en conciliar la secularidad el mundo con las exigencias radicales del Evangelio, sustrayéndose así a la tendencia innatural de despreciar el mundo y sus valores, pero sin eludir las exigencias supremas e inflexibles del orden sobrenatural” .
          En las primeras décadas del siglo XVI, cuando el renacimiento estaba en pleno auge, y en medio de una profunda crisis de la Iglesia y la Teología cristiana, estalla el cisma que provocará Martin Lutero. El protestantismo inaugurado por él, traerá consigo una gran desvalorización de la 

«razón» y con ella nacería la confrontación entre «fides»/«fe» y «ratio»/«razón», que se irá acrecentando con el correr de los años y cambios de paradigma. “La postura luterana de la «sola fides» es llevada a tal grado que la razón humana queda totalmente desvalorizada. Así Martin Lutero plantea que la verdadera teología –señala Carlos Rosell De Almeida– es la llamada theologiae crucis, la que depende sólo de la fe, y gracias a la cual conocemos que Dios nos salva en Cristo. En cambio, la theologiae gloriae, o teología natural, carece de valor pues la razón está totalmente corrompida por el pecado, y es incapaz de brindarme un conocimiento salvador…al haberse abierto una separación irreconciliable entre la fe y la razón, cada ámbito irá por su lado, y entonces se forjarán planteamientos teológicos que oscilarán, unos en menoscabo de la fe, y otros en detrimento de la razón” .

                   Hasta aquí, por lo señalado y reseñado no se puede negar que la revolución iniciada por el judeo-cristianismo, en lo que respecta a historia de las religiones y la religiosidad humana, es y ha sido una revolución trascendental como no ha existido en la historia; revolución que afectará a todos los ámbitos del pensamiento y la cultura humana, “en la que se renunció a las obras de pensadores…, de filósofos, poetas…, a cambio de la revelación de los profetas y de un evangelio de renunciación al mundo. El éxito mismo de esta revolución –remarca James Shotwell– nos ciega para ver su significado, porque nuestra propia visión del mundo ha sido moldeada por ella” . 
            La ruptura entre «fides»/«fe» y «ratio»/«razón», continuaría en el mundo moderno y se acentuará en el siglo XVIII, el de la Ilustración, prolongándose hasta nuestros días. Una ruptura de enormes repercusiones en la cultura europea globalizadora, y por ende, de carácter universal.  
                   En lo concerniente a la Teología cristiana, la relación entre «fides»/«fe» y «ratio»/«razón», ha sido reconciliada por el trabajo de diversos teólogos que terminan por plasmarse en el documento pontificio que, en el año 1998, publicara Juan Pablo II con el expresivo título Fides el Ratio. Sobre las relaciones entre fe y razón, en el que se insiste en mantener la armoniosa relación y no abandonar jamás la primacía de la «fe» sobre la «razón». 
              “La fe y la razón (Fides y ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano              –advierte Juan Pablo II– se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo. La fe que se funda en el testimonio de Dios y cuenta con la ayuda sobrenatural de la gracia, pertenece efectivamente a un orden diverso del conocimiento filosófico. Éste, en efecto, se apoya sobre la percepción de los sentidos y la experiencia, y se mueve a la luz de la sola inteligencia. La filosofía y las ciencias tiene su puesto en el orden de la razón natural, mientras que la fe, iluminada y guiada por el Espíritu, reconoce en el mensaje de la salvación la  «plenitud de gracia y de verdad» (Cf. Jn. 1,14) que Dios ha querido revelar en la historia y de modo definitivo por medio de su Hijo Jesucristo (Cf. 1 Jn 5, 9; Jn. 5, 31-32)…El conocimiento de fe, en definitiva, no anula el misterio; sólo lo hace más evidente y lo manifiesta como hecho esencial para la vida del hombre: Cristo, el Señor, «en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación», que es participar en el misterio de la vida trinitaria de Dios” .
               La Teología cristiana, habiendo resuelto este enfrentamiento entre «fe» y «razón», provocado por Martin Lutero, hoy en día, manteniendo su condición de «ciencia de la fe», se encuentra con el gran compromiso de “atreverse a encontrar los nuevos signos –señala el S.S. Francisco–, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la palabra” .
             Por esta razón, el teólogo Carlos Rosell, en su bien informado escrito y elegantemente expresado, concluye que, “la teología…, no debe tener miedo de abordar con coraje las diversas situaciones complejas de la vida humana, las llamadas cuestiones de frontera. De esta forma, el teólogo abrirá, por usar una imagen, ventanas que iluminarán desde Cristo, modelo de hombre, la existencia humana” .


5. Filosofía y religión


                    La filosofía, iniciada por los griegos entre finales del siglo VII e inicios del siglo VI a. de C., fue un quehacer de pocos que confiaban plenamente en su «razón», madurada por la actividad política, y que emprendían un juego de la palabra y del buen razonamiento, en búsqueda de la verdad o el saber verdadero. Un juego “desmesurado e inútil para la vida”, como lo reconoce Aristóteles , pues distancia intelectualmente al filósofo del ciudadano. Un quehacer teórico, especulativo y contemplativo sin ningún interés práctico que los invitaba, peligrosamente, a tomar distancia de la sabiduría tradicional, esa que se fundaba en la  «fe» y creencias ancestrales. Sin embargo, su quehacer des-mesurado propio de des-mesurados hombres por su inteligencia, jamás perdió la conciencia de su ser limitado, de esa «participación mística», que les permitió no descartar y dejar de respetar lo «misterioso», «numinoso» o «sagrado», que se acepta por la «fe». 
                Para los filósofos griegos, la relación entre «fe» y «razón», siempre fue armoniosa; y, la mayor prueba al respecto es que, la verdad/ G8Z2,4" que buscaban, significaba para sus iniciadores, aquello que se des-oculta, des-nuda y des-cubre en una experiencia semejante a la religiosa, solo a los mejor «dotados» o «superiores», que en primer lugar, eran ciudadanos virtuosos, buenos y un ejemplo para su comunidad. Un hombre bueno, decía Platón, “es lo más sagrado de todo, y un malvado es lo más infame” .
             Esta relación armoniosa, aunque invirtiendo el orden y acentuando la primacía de la «fe» sobre la «razón» se mantuvo en el periodo medieval de la historia de la cultura europea hasta la violenta ruptura que ocasionara Martin Lutero. Separación que se continuaría al advenimiento del   mundo moderno y se acentuará en el siglo XVIII, el de la ilustración. En este período, incluso, el hombre exaltando el poder de la «razón», terminaría pregonando una nueva religión, que nace de la «razón» y exigiendo a sus «concreyentes», una «fe» ciega y dogmática para la misma. “Los impulsos intelectuales más fuertes de la Ilustración y su peculiar pujanza espiritual –nos recuerda Ernst Cassirer–, no radican en su desvío de la fe, sino en el nuevo ideal de fe que presenta y en la nueva forma de religión que encarna” . 
   
         A mediados del siglo XIX, los niveles de exaltación a la «razón» llegarían  a extremos sumamente radicales, con el positivismo y marxismo –fundadores de nuevas religiones–, y cientificismo contemporáneo; todas ellas, distanciándose o perdiendo la «participación mística» y, proclamando al hombre como «ser ilimitado», tal como lo definiera Ludwig Feuerbach en su célebre Esencia del cristianismo. 

Una ruptura de enormes repercusiones en la cultura europea globalizadora, y por ende, de carácter universal, que terminará erigiendo al hombre en dios, y en los últimos tiempos, sus creaciones tecnológicas, creadas a su «imagen y semejanza», están pasando a convertirse en las verdaderas divinidades y sus creadores, paradójicamente, en sus esclavos idólatras.

          Por eso que cuando en la Europa moderna y contemporánea, se declaren enemigos de la «fe» cristiana, y la empiecen a combatir, consciente o inconscientemente también empezarán a destruir esa actitud natural y básica de nuestro pensar que está programado para creer y para ello necesita tener «fe», confianza en el otro, en la palabra del otro, más aún de la palabra del «superior» de aquel que habla con verdadera sabiduría.
            Desde esa perspectiva se han realizado estudios sobre los griegos sumamente equivocados que Jean Pierre Vernant, entre otros, en su momento rectificó. Al dar cuenta de la relación del hombre griego y sus dioses, es decir, sobre su religión, se cometen los más frecuentes y graves equívocos, siendo muy recomendable evitar estudiarla desde la perspectiva cristiana o moderna, o desde una mezcla pálida y desdibujada de ambas.  Así tenemos que al no existir entre los griegos iglesia ni clero, ni tampoco dogmas y libro sagrado,  “la creencia en los dioses no puede tomar la forma ni de pertenencia a una iglesia –explica  el citado estudioso francés–, ni de la aceptación de un conjunto de propuestas presentadas como verdaderas y que, en su calidad de materia revelada, se sustraigan a la discusión y la crítica. El hecho de «creer» en los dioses por parte del griego no se sitúa en un plano propiamente intelectual, no intenta crear un conocimiento de lo divino, ni tiene ningún carácter doctrinal. En este sentido el terreno está libre para que se desarrollen, al margen de la religión y sin conflicto abierto con ella, formas de búsqueda y reflexión cuyo fin será precisamente establecer un saber y alcanzar la verdad en cuanto que tal.

El griego, por tanto, no se encuentra, en un momento u otro, en situación de tener que elegir entre creencia y descreimiento. Cuando se honra a los dioses conforme a las más sólidas tradiciones y cuando se tiene confianza en la eficacia del culto practicado por sus antepasados y por todos los miembros de su comunidad, el fiel puede manifestar una credulidad extrema, como el supersticioso ridiculizado por Teofrasto, o bien mostrar un prudente escepticismo, como Protágoras, que considera imposible saber si los dioses existen o no y que, tocante a ellos, no se puede conocer nada, o bien mantener una completa incredulidad, como Critias, que sostiene que los dioses han sido inventados para tener sometidos a los hombres. Pero la incredulidad tampoco es descreimiento, en el sentido en que un cristiano puede dar a este término. Poner en tela de juicio, dentro de un plano intelectual, la existencia de los dioses no choca frontalmente con la pietas griega, con intención de arruinarla, en lo que esta tiene de esencial. No podemos imaginarnos a Critias absteniéndose de participar en las ceremonias de culto o negándose a hacer sacrificios cuando fuera necesario. ¿Se trata quizá de hipocresía? Hay que comprender que, al ser la religión inseparable de la vida cívica, excluirse equivaldría a colocarse al margen de la sociedad, a dejar de ser lo que se es. Sin embargo, hay personas que se sienten extrañas a la religión cívica y ajenas a la polis; su actitud no depende del mayor o menor grado de incredulidad o de escepticismo, muy al contrario, su fe y su implicación en movimientos sectarios con vocación mística, como el orfismo, es lo que las convierte en religiosa y socialmente marginadas” .

Por lo expuesto, el movimiento espiritual de la sofística o la filosofía de la cultura que provocaron no tenía como objetivo enfrentar al ciudadano con sus creencias tradicionales, sino que se trataba de continuar con el juego intelectual iniciado por los jonios, pero esta vez, dedicándose a reflexionar exclusivamente sobre los asuntos humanos.

                   Sin embargo, el sofista, como también los otros filósofos, no dejaron de mostrarse respetuosos con las creencias tradicionales. Esto explica por qué Protágoras, al que Platón jamás lo trata sin respeto, cuando en el diálogo que lleva su nombre, para explicar el nacimiento de la cultura, no tiene ningún problema en recurrir al mito elaborado por Hesíodo. “… Ya que el hombre participó del don divino          –afirma entre otras cuestiones el célebre filósofo de Abdera–, *4" JZ< J@Ø 2,@Ø FL((X<,4"</ a causa de su parentesco con la divinidad  fue el único de los seres vivos en creer en los dioses y en tratar de fundar altares y estatuas de dioses” . Sin embargo, la frase en griego, algunos editores como Adam, la consideran interpolada. Y otros más radicales, como Carlos García Gual, se preguntan si no la habrán incluido los cristianos, o que Platón-Protágoras, al evocar la familiaridad de los hombres con los dioses, encuentre “un posible motivo de la invención del culto religioso” . Es decir, se duda que el sofista haya señalado ese parentesco porque desde la perspectiva moderna-contemporánea, ¡un filósofo no puede «creer» en poderes superiores o misteriosos!

Así se explica los grandes equívocos que al respecto se cometen; por ejemplo, el afamado profesor de Cambridge G.S. Kirk afirma que, “… el estadio de los mitos tuvo que desaparecer antes de que pudieran darse los primeros pasos conducentes a la filosofía, …, los mitos, más que facilitar su avance, cierran el paso a la filosofía. Quizá fue una suerte que, por razones que sólo podemos conjeturar remotamente, se permitiera que las funciones primarias de los mitos quedaran caducas en una fase prehistórica del desarrollo de la cultura griega o sólo se mantuvieron en pocos casos. Ya fuera eso el resultado o bien la causa del largo proceso organizativo que terminó en Hesíodo, la estructura sistemática que apareció…, culminó en la filosofía” .

Por su parte, Carlos García Gual, en una reciente publicación titulada Historia mínima de la mitología, sorprende por el sesgo cientificista o positivista de algunas de sus apreciaciones; por ejemplo, afirma que “frente a las explicaciones fabulosas de los mitos arcaicos, se desarrolló en la antigua Grecia una búsqueda denodada de un nuevo y más sólido tipo de saber, a partir de una teoría de la verdad que excluía o bien marginaba todas las fabulaciones mitológicas… y que… La tradición filosófica (preludio de la tradición científica europea) supone una alternativa crítica a la ingenua aceptación de los mitos, y comporta un rechazo escéptico de las creencias míticas como base de la explicación del universo. Es una actitud firme que invita a sustituir las creencias por las ideas nuevas… Los filósofos presocráticos, en la avanzadilla de la ilustración helénica, desautorizaron la sabiduría mítica, y a los mitos…” .

               Apreciaciones en las que se insiste en esa frase programática que dejara Wilhelm Nestle, en el título de su obra Vom Mythos zum Logos/ Del Mito al Logos (1940), y que estudios como los realizados por Jean-Pierre Vernant, entre otros, nos permiten superar, y, con ello, comprender mejor esa relación tan particular y armoniosa que los filósofos griegos supieron mantener entre «fe» y «razón», entre «mito» y «logos», y  entre «poesía» y «filosofía»; es tiempo ya de corregir grandes errores y enmendar el camino que nos lleve a la recuperación y mantenimiento de la «participación mística». 


IV

La coherencia de vida o religiosidad


              Ahora bien, cuando el mortal escucha como es debido el lÒgoj o la palabra  debe pensar en aquello que ha escuchado y ha de experimentar un cambio en su forma de ser y vivir; pues, “el pensar –sentencia Heidegger– cambia el mundo. Lo cambia llevándolo a la profundidad de pozo, cada vez más oscura, de un enigma, una profundidad que cuanto más oscura es, más alta claridad promete .Y el cambio consiste para el hombre en ser sensato y sabio. Pues, como decía Heráclito: “Ser sensato es máxima virtud; y es sabiduría decir la verdad y obrar de acuerdo con la naturaleza, escuchándola” .
          Ser sabio y sensato es ser moderado y prudente, reconociendo nuestra condición de creatura limitada que, formamos parte de un todo vivo que jamás podremos conocer y explicar plenamente; y, tampoco dominar y transformar en mercancías sin límite alguno. Armonizarse y sintonizarse con el universo, y seguir así, es la función principal del màtoj / mito o palabra del poeta, chamán, hablador, Pitia o  sacerdote que ha sido inspirado o poseído por lo divino; por eso el mito se nutre de la p…stij /«fe» que fue el punto de partida del saber tradicional de la cultura humana y, que acompaña a la conciencia y constituye la base que permite edificar y desarrollar cualquier «conjetura» o creencia»,
              Ahora bien, estas «creencias», «ideales» o «valores» –ya sean de origen «numinoso» o «divino», o producto de la «reflexión», y del «diálogo» o «consenso» entre los seres humanos o ciudadanos– no solo deben ser vividas y practicadas sino que deben ayudar, de manera efectiva y útil,  a satisfacer dichas necesidades –ya sea de carácter religiosa, moral o de orden social– para tener aceptación y vigencia. En el caso de las de origen «numinoso» o «divino», la «divinidad» al revelarse, entrega e inspira ese saber práctico y técnico, y el «creyente», debe rendirle el culto correspondiente, más allá de las ceremonias y liturgias, cumpliendo con sus «consejos», «leyes»», «mandatos» o «mandamientos». De igual manera, en el caso de las «creencias», «ideales» o «valores», nacidos de la «reflexión», y del «diálogo» o «consenso» entre los seres humanos o ciudadanos, se deben practicar, vivir y realizar, más allá de las palabras, juramentos o ceremonias cívicas y patrióticas. 

En ambos casos, cuando las «creencias», «ideales» o «valores» no satisfacen las necesidades biológicas y psíquicas de los «creyentes» o «concreyentes», estos pierden la «fe» en los mismos y abandonaran sus tradiciones y costumbres. Abriéndose así, dos posibilidades en cuanto a este fatídico desengaño de carácter personal y social.

                La primera posibilidad, en el caso de las «creencias» de origen «numinoso» o «divino», los «creyentes» abandonan a sus antiguos dioses y divinidades –como sucedía en las sociedades tradicionales y ancestrales–, se convierten a una nueva «fe» y rinden culto a otra divinidad o dioses; de igual manera, sucede con los partidarios de los «ideales»  o «valores»  de origen exclusivamente humano, abandonan su «fe» y buscan, por lo general de manera muy apasionada e irracional, convertirse a otra «creencia» o ideología. 
              La segunda posibilidad, para ambos casos, es que pierdan completamente la «fe» en las «creencias», «ideales» o «valores», y se vuelvan no solo des-creídos y renegados sino que se extravíen y hundan en el más profundo nihilismo que los llevará –aunque esto por lo general ha sucedido únicamente en las sociedades antiguas conquistadas por feroces prosélitos de divinidades intransigentes y excluyentes; y, es más común en las sociedades modernas y contemporáneas que han o están abandonado las «creencias», en lo «numinoso», «divino» o «sagrado»–, inevitablemente al aburrimiento, desolación y la depresión más absoluta: la vida ha dejado de tener sentido, mejor dicho no le encuentra o encuentran ningún sentido. 
                En esta segunda posibilidad, dramática, desgraciada y tóxica, lo único que le espera al des-creído es la muerte psicológica –la existencia de un zombi o guadameco– y, por último, la muerte biológica y existencial. Cuando la pérdida de la «fe» afecta a un individuo o algunos casos aislados, se trataría de enfermedades psicosomáticas y “tragedias” personales que se resuelven en unos cuantos años o décadas; pero, cuando afectan a un colectivo o comunidad, estaríamos ante la decadencia o muerte de una cultura, que tarda en resolverse uno o varios siglos, cuanto más demora el colapso final más espantosa y abominable resulta el proceso del ocaso irremediable.
                Solo Diógenes, que sepamos, en plena decadencia de la extraordinaria cultura griega y nacimiento de la helenística, en medio de un descomunal desorden y caos –el “mundo ha sido puesto al revés” –, supo seguir viviendo alegremente, pero, al elevado costo de renunciar a su condición humana que llegó a conocer y despreciar profundamente . “…el hombre fue el único tema de su reflexión y de su desprecio. Sin sufrir las falsificaciones de ninguna moral ni de ninguna metafísica     –anota el también desengañado Émile Cioran –, se dedicó a desnudarle para mostrárnosle más despojado y más abominable que lo hicieron las comedias y los apocalipsis…Sólo Diógenes no propone nada; el fondo de su actitud y la esencia del cinismo, está determinado por un horror testicular del ridículo de ser hombre” . 

Diógenes con su actitud, habría renunciado a su condición humana y con ello a toda búsqueda de salvación religiosa tradicional, para inaugurar, un camino de salvación totalmente inédito y nunca más recorrido por mortal alguno, religioso por la exigente coherencia y disciplina que demanda al «creyente» que ya no necesita ni busca «concreyentes»; pues, su salvación es completamente individual y egoísta. De ahí que no se equivoca Arthur Schopenhauer cuando al comentar la renuncia a este mundo y vida de constante dolor, diga que, “la renuncia cínica, prefiere rechazar de una vez para siempre todo remedio y alivio: esa renuncia cínica nos convierte en perros, como a Diógenes en el tonel. La verdad es que debemos ser miserables –añade el crítico y desencantado de los «ideales» de la Europa moderna– y lo somos. Además, la principal fuente de los peores males que atañen al hombre es el hombre mismo: «el hombre es un lobo para el hombre» (Plauto). Quien se hace cargo de esto último, contempla el mundo como un infierno que supera al de Dante y en el que cada uno ha de ser el diablo del otro…” . Sin embargo, pese a todo lo señalado, Arthur Schopenhauer y Émile Cioran, no son capaces de ver en la actitud de Diógenes, una experiencia religiosa, una religión individualista, ajena completamente a la tradicional, tanto griega como universal. BIBLIOGRAFÍA

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