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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Angel de la Guarda

De Enciclopedia Católica

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Que toda alma individual tiene un ángel de la guarda nunca ha sido definido por la Iglesia, y, por consiguiente, no es un artículo de fe; pero es la “opinión de la Iglesia”, como San Jerónimo lo expresó: “qué grande la dignidad del alma, puesto que cada una tiene desde su nacimiento un ángel encargado de guardarla” (Comm. en Matt. XVIIII, lib.II).

Esta creencia en los ángeles de la guarda puede encontrarse por toda la antigüedad; paganos, como Menandro y Plutarco (cf. Euseb., “Praep. Evang.”, XII), y neoplatónicos, como Plotino, la sostuvieron. Fue también la creencia de los babilonios y asirios, como atestiguan sus monumentos, pues una figura de un ángel guardián ahora en el Museo Británico decoró antiguamente un palacio asirio, y podría servir bien para una representación moderna; mientras que Nabopolasar, padre de Nabucodonosor el Grande, dice: “Él (Marduk) envió una deidad tutelar (querubín) de gracia para ir a mi lado; en todo lo que yo hice, él hizo que mi trabajo tuviera éxito.”

En la Biblia esta doctrina es claramente discernible y su desarrollo está muy claro. En el Génesis, 28-29, los ángeles no sólo actúan como los ejecutores de la ira de Dios contra las ciudades de la llanura, sino que libran del peligro a Lot; en el Éxodo, 12-13, un ángel es el conductor designado de la hueste de Israel, y en 32, 34, Dios dice a Moisés: “mi ángel caminará delante de ti.” En un periodo muy posterior tenemos la historia de Tobías, que podría servir como comentario a las palabras del Salmo 90, 11: “que él dará orden sobre ti a sus ángeles; de guardarte en todos tus caminos” (Cf. Salmo 33, 8 y 34, 5). Finalmente, en Daniel se confía a diez ángeles el cuidado de distritos particulares; uno es llamado “príncipe del reino de los persas”, y Miguel es denominado “uno de los grandes príncipes”; cf. Deuteronomio 32, 8 (Setenta); y Eclesiástico 17,17 (Setenta).

Esto resume la doctrina del Antiguo Testamento sobre este punto; está claro que el Antiguo Testamento concebía los ángeles de Dios como sus ministros que llevaban a cabo sus órdenes, y a los que se daba a veces encargos especiales, relativos a hombres o asuntos mundanos. No hay una enseñanza específica. La doctrina se da más bien por sabida que expresamente expuesta; cf. II Macabeos 3, 25; 10, 29; 11, 6; 15, 23.

Pero en el Nuevo Testamento la doctrina se afirma con mayor precisión. Los ángeles son en todas partes los intermediarios entre Dios y el hombre; y Cristo selló el Antiguo Testamento al enseñar: “Guardaos de despreciar a uno de esos pequeños; porque yo os digo que sus ángeles, en los cielos, ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mateo, 18, 10). Un doble aspecto de la doctrina se presenta aquí ante nosotros: incluso los niños pequeños tienen ángeles de la guarda, y estos mismos ángeles no pierden la visión de Dios por el hecho de que tengan que cumplir una misión en la tierra.

Sin extendernos en los diversos pasajes del Nuevo Testamento en que se insinúa la doctrina de los ángeles de la guarda, bastaría mencionar al ángel que socorrió a Cristo en el huerto, y al ángel que libró a San Pedro de la prisión. Hebreos 1, 14 pone la doctrina en su luz más clara: “¿No son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?” Esta es la función de los ángeles de la guarda; están para conducirnos, si lo deseamos, al Reino de los Cielos.

Santo Tomás nos enseña (Summa Theologica I:113:4) que sólo los órdenes inferiores de ángeles se envían a los hombres, y por consiguiente que sólo ellos son nuestros guardianes, aunque Scotus y Durandus dirían más bien que cualquiera de los miembros de la hueste angélica puede ser enviado a ejecutar las órdenes divinas. No sólo los bautizados, sino toda alma que viene al mundo recibe un espíritu guardián; San Basilio, sin embargo (Homilía sobre el Salmo 43), y posiblemente San Juan Crisóstomo (Homilía 3 a los Colosenses) sostendrían que sólo los cristianos tenían ese privilegio. Nuestros ángeles de la guarda pueden actuar sobre nuestros sentidos (I:111:4) y sobre nuestras imaginaciones (I: 111:3)- no, sin embargo, sobre nuestras voluntades, excepto “per modum suadentis”, esto es, trabajando sobre nuestro intelecto, y así sobre nuestra voluntad, por medio de los sentidos y de la imaginación. (I:106:2; y I:111:2). Finalmente, no se separan de nosotros después de la muerte, sino que permanecen con nosotros en el cielo, no, sin embargo, para ayudarnos a alcanzar la salvación, sino “ad aliquam illustrationem” (I:108:7 ad 3am).

HUGH POPE Transcrito por Herman Holbrook Ad Dei gloriam honoremque angeli custodis mei Traducido por Francisco Vázquez