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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Baalim Baal

De Enciclopedia Católica

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(Baalim) (Hebreo Bá'ál; plural, Be`alîm.)

Palabra perteneciente a las más antiguas raíces del vocabulario semita y que significa principalmente "señor" o "dueño". Así en el idioma hebreo un hombre es llamado baal de una casa (Ex 22,7; Jc 19,22), de un campo (Jb 21,39), de ganado (Ex 21,28; Is 1,3), de riquezas (Qo 5,12) o inclusive de una esposa (Ex 21,3; cf. Gn 3,16). La posición de la mujer en el hogar oriental explica porqué ella nunca es llamada Ba`alah de su marido. También leemos sobre un carnero, "baal" de dos cuernos (Dn 8,6.20) y acerca de un baal de dos alas (un ave: Qo 10,20). José fue llamado despectivamente por su hermano un baal de los sueños (Gn 37,19). Y así encontramos más ejemplos (véase 2R 1,8; Is 41,15; Gn 49,23; Ex 24,14; etc.). Ciertas inscripciones registran evidencia de que la palabra se utilizaba de manera similar en otras lenguas semíticas. En la Biblia Hebrea el plural, be`alîm, se encuentra con los diversos significados del singular, mientras que en las traducciones antiguas y modernas se usa sólo para referirse a las deidades. Diferentes comentaristas han asegurado que deben ser entendidos como baalim los emblemas o imágenes de Baal (hámmanîm, máççebhôth, etc.). Sin embargo, es difícil sostener esta opinión con los textos porque éstos regularmente se refieren así, en ocasiones con desprecio, a los baales locales o especiales.

BAAL COMO DEIDAD

Cuando se aplicaba a una deidad, la palabra baal retenía su connotación de propiedad y por lo tanto se acostumbraba ponerle un calificativo. Los documentos hablan, por ejemplo, de los baales de Tiro, de Harran, de Tarso, de Hermón, de Líbano, de Tamar (un río al sur de Beirut) y de los cielos. Por otra parte, varios baales gozaban de atributos especiales: había un baal del convenio (Bá`ál Berîth (Jc 8,33; 9,4); cf. 'El Berîth (ibid. 9, 46)); uno de las moscas (Bá`ál Zebub, 2R 1, 2-3.6.16,); probablemente uno de la danza (Bá`ál Márqôd); tal vez uno de la medicina (Bá`ál Márphê) y algunos otros. Entre todos los semitas, la palabra en una u otra forma (Bá`ál en el oeste y el sur; Bel en Asiria; Bal, Bol, o Bel en Palmira) expresa recurrentemente la señoría de la deidad sobre el mundo o parte de él. No necesariamente todos los baales – de diferentes tribus, lugares, santuarios -- fueron concebidos como idénticos; cada uno pudo tener su propia naturaleza y su propio nombre; el baal de Arvad, que en parte tenía forma de pez, fue probablemente Dagón; el baal de Líbano, posiblemete Cid "el cazador"; el baal de Harran, el dios luna; en tanto que en varias ciudades sabeas mineas y en muchos santuarios caananitas, fenicios o palmirenos era el sol el baal que adoraban, aun cuando Hadad parece haber sido el baal más importante entre los sirios. La variedad del Antiguo Testamento da a entender, con el artículo o por la adición de otra palabra, que habla de Baalim, en plural, aun cuando especifica el singular Baal.

La concepción original es más incierta. De acuerdo con W. R. Smith, el baal es un dios local el cuál, a través de la fertilización de su propia región mediante manantiales y arroyos, llega a ser su legítimo dueño. Autoridades reconocidas, sin embargo, se oponen a esta opinión y, revirtiendo el argumento anterior, sostienen que el baal es el amo y señor del lugar y de todos los elementos que son causa de su fecundidad; es él quien da "pan, agua, lana, lino, aceite y bebidas" (Os 2,7); él es el principio viril de la vida y la reproducción en la naturaleza y de esta manera es en ocasiones honrado con actos de la más sucia sensualidad. Ya sea que esta idea conduzca a la concepción monoteísta de la deidad suprema o provenga de ella -- el Señor de los Cielos de quien los diversos baales pudieran ser así muchas manifestaciones -- dejaremos que sean los especialistas quienes lo determinen. Hay quienes piensan que la Biblia favorece este punto de vista debido a que su lenguaje con frecuencia parece implicar la creencia en un baal por excelencia.

LA ADORACIÓN DE BAAL ENTRE LOS GENTILES

La evidencia difícilmente tiene el peso suficiente como para justificar que hablemos de una adoración a Baal. La adoración a Baal tan frecuentemente aludida y descrita en las sagradas escrituras quiza pueda ser mejor definida como adoración a Cid, adoración a la luna, adoración a Mélek (Moloc) o adoración a Hadad, según los lugares y las circunstancias. Lo más probable es que muchas de las prácticas mencionadas fueran comunes a la adoración de todos los baales; unas pocas más son ciertamente específicas.

Debe señalarse aquí una costumbre común entre los semitas. Movidos con mayor probabilidad por su deseo de asegurar la protección del baal local para sus hijos, los semitas siempre mostraron una preferencia por nombres compuestos con el de la deidad; nombres como Asdrúbal (`Azrû Bá`ál), Aníbal (Hanni Bá`ál), Baltasar o Belsaruzar (Bel-sar-Ushshur), han llegado a ser famosos en la historia. La ocurrencia de dichos nombres, pertenecientes a diferentes nacionalidades, está registrada tanto en la Biblia como en escritos e inscripciones antiguos.

La adoración de Baal se llevaba a cabo en los recintos sagrados de los lugares grandes, tan numerosos en esas tierras (Nm 22,41; 33,52; Dt 12,2; etc. ) o en templos como los de Samaria (1R 16,32; 2R 10,21-27) y Jerusalén (2R 9,18) e inclusive en terrazas sobre las casas (2R 23,12; Jr 32,29). Es posible que el mobiliario de dichos santuarios variara según los baales honrados ahí. Cerca del altar, que en todos los casos existía (Jc 6,25; 1R 18,26; 2R 11,18; Jr 11,13; etc.), se podía encontrar, según la ciudad o el sitio de que se tratara, una imagen de la deidad (Hadad era representado por un ternero) o bien el bætylion (esto es, la piedra sagrada que en Canaán, por lo regular, tenía forma cónica), que originalmente pretendía representar al mundo, morada del dios, el hammanim (posiblemente cipos o pilastras; Lv 26,30; 2Cro 24,4; etc.) y la asherah (erróneamente interpretada como "arboleda" en algunas biblias; Jc 6,25; 1R 14,23; 2R 17,19; Jr 17,2; etc.), un poste sagrado, algunas veces quizá un árbol, cuyo significado original está lejos de estar claro, junto con el de la estela de ofrenda o conmemorativa (máççebhôth, usualmente mal traducida como "imágenes"), con más o menos ornamento. Se quemaban incienso y esencias (2R 22,5; Jr 7,9; 11,13; y conforme a la Biblia Hebrea 32,29), se servían bebidas (Jr 19,13) y se ofrecían al baal sacrificios de bueyes y otros animales; sabemos que no era raro que se quemaran niños de ambos sexos en sacrificio a Mélek (Moloc, Molech) y 2Cro 28,3 (quizá 2R 21,6) nos dice que ocasionalmente eran elegidos jóvenes príncipes para esta severa deidad. En varios santuarios, grandes grupos de sacerdores, distribuidos en varias clases (1R 18,19; 2R 10,19; 23,5; So 1,4; etc.) y vestidos con atuendo especial (2R 10,22) llevaban a cabo la función sagrada; rogaban a gritos al baal, dirigían danzas alrededor del altar y en sus frenesí se cortaban con navajas y lancetas hasta quedar completamente cubiertos de sangre (1R 18,26-28). Mientras tanto los adoradores seglares también oraban, se arrodillaban y rendían homenaje besando a las imágenes o símbolos del baal (1R 19,18; Os 13,2 Biblia Hebrea) o inclusive sus propias manos. A esto hay que añadir las prácticas inmorales aceptadas en varios santuarios (1R 14, 24; 2R 23,7; Dt 23,18) en honor al baal como varón de la reproducción y a su pareja Astarté (Aserá, Astarot).

ADORACIÓN DE BAAL ENTRE LOS ISRAELITAS

Nada pudo ser peor para una fe espiritual que esta sensual religión. De hecho, tan pronto los israelitas viniendo del desierto tuvieron contacto con los adoradores de Baal, con la astucia de los madianitas y los atractivos de la adoración licenciosa ofrecida a la deidad moabita (probablemente Kemós), fácilmente fueron apartados de su lealtad a Yahveh (Nm 25,1-9). A partir de aquí el nombre de Baal Peor (Beelphegor) quedó como una mancha en la historia temprana de Israel (Os 9,10; Sal 106, 28). El terrible castigo infligido sobre los culpables tranquilizó por un tiempo las conciencias de los hebreos. Nos resulta difícil decir qué tanto duró la impresión; pero sabemos esto: que cuando se habían asentado en la tierra prometida, los israelitas, nuevamente abandonando al Dios verdadero, rindieron homenaje a las deidades de sus vecinos canaanitas (Jc 2,11.13; etc.). Ni siquiera las mejores familias pudieron o se atrevieron a resistir la seducción; el padre de Gedeón, por ejemplo, aun cuando su fe en el baal parece haber sido poco ferviente (Jc 6,31), había erigido un altar idolátrico en Ofrá (Jc 6,25). "Y el Señor, estando disgustado contra Israel, los dejó en manos de los enemigos que habitaban a su alrededor". Los mesopotamios, madianitas, amalecitas, amonitas y sobre todo los filisteos fueron sucesivamente los vengadores providenciales de los desatendidos derechos de Dios.

Durante los reinados de corte bélico de Saúl y David, los israelitas en su totalidad pensaron poco en sacudirse el yugo de Yahveh; también al parecer, esa fue la situación bajo el reinado de Salomón, aunque el ejemplo dado por este príncipe debe haber hablado muy mal de estos temas. Después de la división de su imperio, el Reino del Norte, conducido en principio por sus dirigentes hacia una adoración ilegítima de Yahveh, se hundió rápidamente en las más irreverentes supersticiones canaanitas. Esto fue de lo más fácil porque algunas costumbres, al parecer, trajeron cierta confusión a las obnubiladas mentes de la gente ignorante del pueblo. Nombres como Esbáal (1Cro 8,22; 9,39), Merib Báal (1Cro 8,34; 9,40), Baalyadá (1Cro 14,7) dados por Saúl, Jonatán y David a sus hijos sugieren que posiblemente Yahveh fue tratado como un baal. El hecho ha sido discutido; pero la existencia de un nombre como Bealías (es decir, "Yahveh es baal", 1Cro 12,6) y la afirmación de Oséas (2,16) son argumentos que no pueden soslayarse. Es verdad que la palabra fue usada más tarde sólo en referencia a la adoración idolátrica y considerada detestable al grado que bosheth, vergüenza, fue frecuentemente empleada como sustituto en los nombres compuestos dando así formas tan inofensivas como Elioda (Baalyadá 2S 5,16), Yerubbesheth (Yerubbaal 2S 11,21), Isboseth (Isbaal 2S 2,10) y en otra parte Miphiboseth (Meribaal 2S 9,6; 21,8); pero esas correcciones se debieron a un espíritu que prevaleció solo hasta siglos después de la época sobre la cuál trataremos en este momento.

La ascensión de Ajab al trono de Israel inauguró una nueva era, la de la adoración oficial. Casado con la princesa sidonia Jezabel, el rey erigió al baal de la ciudad de la que ella era nativa (Cid o Melcart) un templo (1R 16,31-32) en el cual oficiaba un numeroso grupo de sacerdotes (1R 18,19). A ello se refiere Elías en 1R 19,10.14 cuando menciona un estado de abandono de la verdadera fe en la caída del Reino del Norte: "Los hijos de Israel han abandonado tu convenio: han derrumbado tus altares, han pasado por la espada a tus profetas. Solo quedaron siete mil hombres cuyas rodillas no se han doblado ante Baal" (1R 19,18). Ocozías, hijo de Ajab y Jezabel, siguió los pasos de sus padres (1R 22,54) y aunque Joram, su hermano y sucesor, se deshizo del maccebhoth levantado por su padre, la adoración a Baal no fue desterrada de Samaria (2R 3,2-3) hasta que sus seguidores fueron masacrados y su templo destruido bajo el mandato de Jehú (2R 10,18-28). Con todo lo violenta que fue esta represión, apenas si sobrevivió al príncipe que la había emprendido. Los anales de los reinados de sus sucesores dan testimonio de que la corrupción religiosa volvió a prevalecer y el autor del Segundo Libro de los Reyes resumió así esta triste historia: "Abandonaron todos los preceptos del Señor su Dios: y se fundieron dos becerros y cipos [asherah] y adoraron a todos los astros del cielo y sirvieron a Baal. Y consagraron a sus hijos e hijas por el fuego y practicaron las adivininaciones y encantamientos y se entregaron a hacer el mal ante el Señor para provocarlo. Y el Señor se indignó contra Israel y los echó de su presencia... e Israel fue desterrada a Asiria hasta el día de hoy" (2R 17,16-18.23).

Mientras tanto, al reino de Judá no le fue mejor. Ahí también los príncipes, lejos de contener la tendencia de la gente hacia la idolatría, fueron ellos mismos sus instigadores y cómplices. Establecida por Joram (2R 8,18), probablemente a sugerencia de Atalía su esposa, quien era hija de Ajab y Jezabel, la adoración fenicia fue continuada por Ocozías (2R 8,27). Sabemos por 2R 9,18 que se había dedicado un templo a Baal en la Ciudad Santa por uno de esos príncipes o por Atalía. A la muerte de esta última, su templo fue destruido por la gente fiel y los muebles y decoración hechos pedazos (2R 11,18; 2Cro 23,17). Si bien esta reacción no acabó completamente con la adoración a Baal en Judá, dejó muy poca de ella viva, ya que por más de un siglo no se registra ningún caso de idolatría en las sagradas escrituras. En el reino de Ajab, sin embargo, encontramos no solo su reflorecimiento sino que éste se dio con la complacencia de las autoridades. No obstante, un cambio había tenido lugar en la idolatría de Judá: en lugar del baal sidonio, Melék (Moloc), la cruel deidad de los amonitas, se convirtió en el favorito de la gente (2Cro 28,2; 2R 16,3-4). La erradicación por Ezequías de sus ritos bárbaros --que aparecieron de nuevo con el apoyo de Manasés por cuya influencia las deidades astrales sirio babilónicas fueron agregadas al panteón de los idólatras de Judá (2R 23,4-5)-- no produjo resultados duraderos y después de su muerte las diversas supersticiones en auge mantuvieron influencia hasta que "el Señor echó de su presencia a Judá y Jerusalén" (2R 23,32-37; 24,9-19; y en otras partes).

Fueron las invasiones de los babilonios las que asestaron un golpe de muerte al culto a Baal en Palestina. En la repatriación, Israel será el pueblo de Yahveh y Él su Dios (Ez 14,11), y Baal se convertirá en cosa del pasado.

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CHARLES L. SOUVAY Transcrito por Beth Ste-Marie Traducido por EMG