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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Confesión Sacramental

De Enciclopedia Católica

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Pecado y conversión del Hijo Pródigo que soy

“Tengo necesidad de tus criaturas, pero no de ti, mi Creador”

Paradoja: el pecador se ama hasta despreciar a Dios, pero desprecia, también su verdadero yo, en su alma inmortal. He huido de mi propia interioridad.

Respuesta del Padre celeste:

Mi fortuna devino en hambruna; el mundo, don de Dios, se transforma en castigo misericordioso, para mi conversión.

Hemos pecado de diferentes maneras:

a) Venialmente: enfriamiento de nuestra caridad con consecuencias eternas. b) Mortalmente: ruptura radical con la Trinidad: opción fundamental ingrata y odiosa para la muerte espiritual. c) no solamente personalmente, sino socialmente: mis faltas más secretas, al privar a los otros de gracias suplementarias, facilitaron sus pecados, de los que soy indirectamente culpable. d) esta opción contra Dios puede volverse definitiva al momento de la muerte; trocarse en pecado final de impenitencia, eternizando en el infierno la muerte espiritual. ¡Última consecuencia del pecado original y de los pecados actuales!. Cristo en 16 pasajes de su Evangelio, nos revela la existencia del infierno eterno para preservarnos de él. De ahí el carácter racional del temor al infierno, único capaz - en ciertos momentos- de refrenarnos frente al abismo del pecado mortal.

II CONVERSIÓN A SÍ Y A DIOS POR LA CONTRICIÓN

El pródigo alienado termina por disgustarse de vivir fuera de sí mismo, absorbido por las criaturas, por sus pasiones, por su orgullo. Vuelve a sí mismo para regresar al Padre, mediante el examen de conciencia:

a) Sea por la contrición imperfecta (Lc 15,17): “muero de hambre” física, “temo el purgatorio y el infierno; por tanto me vuelvo a Dios”. Amor real, en cierta medida interesado, que es desde ya un gran don de Dios, porque prepara a un ser carnal al amor perfecto;

b) Sea por la contrición perfecta (Lc 15,18): “Padre, he pecado contra ti, no merezco ser llamado hijo tuyo”. Conversión debida, no al temor por los castigos terrestre o eternos de Dios - temor de esclavo - sino por el temor filial de ofenderle y de perderle. Dios es amado en sí mismo y por sí mismo, más allá de su dones, promesas y amenazas: “porque tú eres mi padre”.

El acto de contrición imperfecta, cuyos motivos nos son más accesibles, nos prepara para el acto de contrición perfecta, en el cual ya se recibe el perdón de Dios: porque incluye la decisión de recurrir mediante la confesión al poder de las llaves (Mt. 16; Jn 20). En la Misa ofrecemos el sacrificio del Hijo para nuestra propia conversión; de ahí la utilidad de hacer celebrar Misas para nuestra conversión.

La Confesión

Resumen de la homilía del Padre Bertrand de Margerie S.J. En la Iglesia de San Luís de los franceses en Lisboa (Portugal) Para el segundo domingo de cuaresma de 1988

A la luz del Transfigurador transfigurado escuchamos, siguiendo la voluntad del Padre, hablar a Cristo - a través de su Iglesia - de la institución de la Confesión, objeto de nuestra fe, de nuestro amor y de nuestra esperanza.

Fe: creemos, con la Iglesia en la institución divina del Sacramento de la reconciliación, que incluye la acusación de las faltas. Porque Cristo (Jn. 20) confirió a los Apóstoles y a sus sucesores el poder y la misión de perdonar o de retener los pecados cometidos por los bautizados después del bautismo. Un médico no puede curar una herida que ignora o que se le rehúsa mostrar. No la puede conocer más que por la confesión del enfermo. ¿Cómo podría el sacerdote - parcialmente sucesor de los Apóstoles - saber si debe retener los pecados o personarlos, si el penitente no le hace ninguna precisión sobre su pecado pasado o sobre su voluntad (o desinterés) de una penitencia futura?.

Si es cierto que la Escritura es ofrecida a todos los bautizados, no es menos cierto que fue a la Iglesia Jerárquica, (a los Doce y a sus sucesores) que Cristo confió su Palabra; es decir, la misión de interpretarla. La Iglesia leyó en Jn. 20 la voluntad de Cristo de vernos confesar nuestros pecados graves a sus representantes, no de una manera genérica (“soy un pecador”) sino específica (“he cometido adulterio”) y numérica (“siete veces”).Una caída aislada, puntual, es muy distinta de un vicio habitual. Cristo quiere curar nuestros actos concretos.

La confesión no es una tortura. Los pecados olvidados, luego de un examen diligente, son perdonados. Pero deben ser acusados en la próxima confesión. La imposibilidad física (mutismo, olvido involuntario) o moral (riesgo de escrupulosidad) dispensa de la integridad material.

2) Amamos, Señor, tu voluntad. ¿Pero para qué quieres nuestras confesiones? Porque Tú nos salvas por tu Encarnación, prolongada en tu Iglesia. Tú eres el Dios hecho hombre; Tú has expiado nuestros pecados humanamente; Tú quieres que nos confesemos a hombres enviados por Ti para tal efecto. Hay ahí, una humilde reparación del orgullo, raíz de todos nuestros pecados; y al mismo tiempo una liberación psicológica.

3) Esperamos de la todopoderosa misericordia de Cristo la voluntad de hacer buenas confesiones, durante toda nuestra vida, frente a buenos confesores.

Si temes confesarte, es que temes a tu confesor. He aquí el remedio: pide la gracia y el valor de confesarte. Pide para tu confesor las luces y palabras que - a juicio de Cristo - necesita tu alma. Entonces, estarás dispuesto a beneficiarte hasta de sus palabras más sencillas, que son rayos del Corazón de Jesús.

Creemos en el perdón de los pecados. Lo queremos y lo esperamos.