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Martes, 3 de diciembre de 2024

Lenin y su influencia en el siglo XX

De Enciclopedia Católica

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El líder

Vladimir Ilich Ulianov –escribió bajo el seudónimo de “Lenin” desde finales de 1901 en adelante– es indudablemente la figura más importante de la revolución de octubre de 1917, que llevó al poder a los bolcheviques quienes iniciaron un cambio radical no sólo en la historia rusa, sino también en lo que respecta a la historia universal. Los efectos de esta revolución, comparable por su importancia a la francesa, caracterizan las transformaciones políticas y sociales de nuestro tiempo. Ambas revoluciones están inscritas en el proyecto del hombre europeo-occidental moderno que desde mediados del siglo XVII, busca planificadamente convertirse en el “amo y señor” de la naturaleza transformándola a sus necesidades, codicia y caprichos. Unos en el afán de adquirir más riquezas “egoístamente” para un pequeño grupo de privilegiados y, otros en el afán de distribuirla “solidaria o consensualmente” entre todos los miembros de la sociedad.

Lenin, que desde joven se tomaba las cosas muy en serio, era apodado “el viejo” en los pequeños círculos marxistas universitarios que frecuentaba cuando sólo tenía veintiséis años–, destacando en el estudio, asimilación y puesta en práctica de la doctrina marxista; doctrina que asumió desde la perspectiva de una verdadera conversión como la que exigía Platón para el verdadero filósofo que debería vivirla religiosamente [1]. Conversión, significa en el sentido originario, localmente simbólico,“volverse”,“girar”, esto es, el “volverse” de “toda el alma” hacia la luz de la idea del Bien, al origen de todo. La esencia de la educación filosófica –afirmaba el célebre filósofo ateniense– consiste en una conversión para alcanzar la verdad, que implica separarse de todas aquellas cosas que dispersan del hic et nunc y volverse para contemplar el Bien, si se desea generar orden y justa medida en todo el desorden que existe dentro y fuera de uno.

Lenin, por su parte, no contemplará la verdad del más allá, pero sí la de este mundo, de este valle de lágrimas en el que abundan las injusticias sociales. Verdad cuya solución se encuentra –a su parecer y convicción– en la “doctrina marxista todopoderosa y absolutamente verdadera”, que permitirá acabar con el mundo burgués y crear uno nuevo a imagen y semejanza del proletariado en el que los seres humanos recuperen su candorosa naturaleza; y, para lograrlo hay que entregarse por entero a dicha causa sin mayor interés particular que el de servir a todos los demás.

Un profundo y ardiente humanitarismo, semejante al religioso, era el que lo impulsaba a actuar, llegando incluso al ascetismo que comentaba su pareja y camarada Nadia Krupskaia: “renunció a todas las cosas que le interesaban –el patinaje, la lectura del latín, el ajedrez, incluso la música– para concentrarse exclusivamente en trabajo político”[2] . Sin embargo, su humanitarismo era una pasión muy abstracta, semejante a la que sintió Jean-Jacques Rousseau, el primer intelectual en proclamarse el amigo y amante de toda la humanidad. Pero, de un humanitarismo sólo para ser exaltado en versos y crear la correspondiente mistificación popular. “El era humano –exclama el poeta– hasta el fin en sumo grado;/ llévalo/ y atorméntate/ con un dolor humano”[3] ; pues, “abarcaba a la humanidad en general –indica Paul Johnson–, pero según parece sentía escaso amor, o siquiera interés, por la humanidad en particular. Veía a las personas con quienes trataba, sus camaradas, no como individuos sino como receptáculos de sus ideas…de hecho, carecía de amistades, y sólo tenía alianzas ideológicas…ningún colega, por cercano que fuese, podía afirmar que tenía un lugar especial, por mínimo que fuese, en el corazón de Lenin”[4] .

Así, libre de los defectos usualmente presentes entre los ambiciosos políticos, como son la vanidad, conciencia de su trascendencia, y placer en el ejercicio de la autoridad, siempre se mostró austero y sencillo, jamás exigió mayores comodidades materiales para sí y los suyos; como gobernante, “en calidad de presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo –relata Gerard Walter– cobraba 500 rublos al mes, que era la tarifa asignada a todos los comisarios del pueblo y, en general, a todos los dirigentes responsables del partido. En noviembre de 1918, teniendo en cuenta la depreciación de las asignaciones soviéticas, el secretario administrativo del Consejo de comisarios aumentó, por su propia autoridad, el sueldo a Lenin a 800 rublos; inmediatamente recibió, firmada por éste y por la vía oficial, una severa censura” .[6]

A la doctrina marxista, verdad científica, filosofía verdadera –como recalcaba Friedrich Engels [6]– o ciencia verdadera, Lenin se entregó en cuerpo y alma, convirtiéndose en un “materialista militante” que buscaba incorporar a “todos los partidarios del materialismo consecuente y militante al trabajo común, a la lucha contra la reacción filosófica y los prejuicios filosóficos de la llamada «sociedad instruida»”[7] . El fruto de esta entrega se verá con el transcurrir de los años cuando contribuya en dar solución a problemas teóricos del marxismo –escribiendo centenares de textos, millones y millones de palabras que analizan, afirman, predican, adoctrinan, critican, increpan, desprecian e ironizan; palabras convencidas de su verdad, de la razón de quien las profiere–; pero, donde más brillará su genio será en los asuntos prácticos, organizando la revolución de la que era un fanático partidario y creando el nuevo estado del que se convertirá –plenamente maduro– en su fundador.

En efecto, Lenin defendió la meta de una sociedad sin clases, criticó la situación imperante y consideró absolutamente necesaria la tarea de transformar el mundo. Estaba convencido que la lucha de las clases oprimidas por su liberación era el motor de la historia. Así como que la superestructura ideológica –derecho, filosofía, política, religión– respondía a las condiciones productivas de una época histórica concreta; era, pues, un continuador de la obra de Karl Marx y sus ideas coincidían plenamente con la escatología del filósofo de Tréveris ; por tal razón, intentó adaptar consecuentemente el marxismo a la realidad rusa, concediendo particular atención a la cuestión agraria. Sus primeros escritos abordan sobre todo los problemas suscitados en el pueblo por el tránsito al capitalismo y demostrar en contra de la opinión de Marx que el proletariado podía triunfar en un país como Rusia de tan escaso desarrollo capitalista. “La revolución en Rusia es –afirmaba en El desarrollo del capitalismo en Rusia fechada en 1899– inevitablemente una revolución burguesa. Esta tesis marxista es absolutamente irrefutable. No se la debe olvidar jamás. Siempre hay que aplicarla al análisis de todas las cuestiones económicas y políticas de la revolución rusa. Se ha puesto plenamente de relieve el papel dirigente del proletariado, así como que su fuerza en el movimiento histórico es inconmensurablemente mayor que su proporción numérica en la masa total de la población. La base económica de uno y otro fenómeno queda demostrada en este trabajo”[ .[9]

En cuestiones filosóficas, Lenin profundizó y desarrolló la teoría gnoseológica marxista, encauzada sin duda por Marx y Engels, pero no analizada, ampliada y expuesta con claridad. Para tal efecto publicó Materialismo y empiriocriticismo en 1909, donde señala que el conocimiento es una “representación” del mundo “real en sí”, es decir, existente fuera del hombre, en la conciencia humana; es un proceso de aproximación progresiva y paulatina de la percepción humana al mundo real y contiene, pese a su relatividad e imperfección condicionada por el tiempo, un número creciente de elementos o “átomos” de verdad absoluta. Llama a la materia realidad absoluta, independiente a la conciencia humana; el materialismo histórico, entonces, no es otra cosa que el reconocimiento de una realidad objetiva independiente de nuestra conciencia. Tan notable como el fondo de la obra es la forma, el tono polémico, apasionado, a menudo furioso, que deja traslucir la escritura. En esta se reflejan con toda claridad las enardecidas pugnas políticas entre las distintas facciones políticas del momento, particularmente el encabezado por Bogdanov.

La maquinaria universal de transformación: El Partido

El genio de Lenin destaca nítidamente en la capacidad organizativa, decisión y claridad de objetivos para la acción práctica, que en su caso era el de organizar la revolución y luego ordenar el nuevo estado.

Los juicios de los marxistas de fin del siglo pasado no se limitaban a valorar las cualidades positivas de Lenin –su poder de convicción, su fuerza de voluntad, su tesón para lograr los fines que se había propuesto, su capacidad de trabajo–; también criticaban esos rasgos caracterológicos negativos en el plano humano, pero indispensables en la lucha partidista. En cuanto decidía algo, Lenin no dudaba de lo acertado de su decisión; defendía sus opiniones con auténtico fanatismo e intentaba convencer a los demás con todos los medios a su alcance; y, no hay “hombre que personifique mejor que Lenin –advierte Paul Johnson– la sustitución del impulso religioso por la voluntad de poder…cuanto más pura [e intelectualizada] la religión, más peligrosa. En una etapa anterior, sin duda habría sido un líder religioso…su puritanismo, su apasionada convicción de la propia virtud, y sobre todo su intolerancia…[lo hacían muy próximo a] Juan Calvino” . [10]

Máximo Gorki –citado por León Trostky en su versión sobre el líder de la revolución rusa–, describiéndolo expresó: “«es una encarnación de la voluntad tensa hacia el objetivo con perfección asombrosa»; una tremenda fuerza de voluntad de poder que lograba imponerse por la persuasión que ejercía sobre los demás, «cautivante aunque a primer vista insignificante –decía Potressov, amigo de Lenin hasta 1903–, algo tosco y dotado, en apariencia, de escasa capacidad de fascinación». Según Axelrod, Lenin, además de hombre culto –muchos entonces lo eran– ,«sabía lo que quería hacer y cómo. Olía a tierra rusa»; y, Pléjanov, decano del marxismo ruso, afirmó, impresionado por Lenin: «Esta es la pasta de la que están hechos los Robespierre»” . [11]

Y, es que al igual que el líder jacobino, Lenin será un intransigente defensor de la necesidad de una revolución. De este cambio social se había convencido desde su juventud cuando había conocido y frecuentado a los partidarios del populismo ruso –encarnado, representado, dirigido e influido por personalidades de gran valor intelectual y alta estatura moral como Belinski, Herzen, Bakunin, Chernishevski, Lavrov, Mijailovski, Dobrolúibov, entre otros–, fundadores de una estirpe de revolucionarios y apóstoles de una revolución espiritualmente jacobina, convencidos de la necesidad de un poder dictatorial en el camino hacia la sociedad igualitaria y fraterna con la que se venía soñando [12] en Europa desde que la postulara Platón y que inundó el intelecto de los filósofos o intelectuales ilustrados del Siglo de las Luces, para seguir por cauces positivos y “científicos” con la propuesta marxista.

En este aspecto la opinión de León Trostky –su más estrecho colaborador en los primeros años de la revolución– es concluyente al definirlo como, “el mayor utilitarista que jamás produjo el laboratorio de la historia” . [13] Aunque era un hombre de amplia cultura, lo que no se relacionaba con sus ideas no le interesaba. No consideraba y no podía considerar a la gente, los libros, los acontecimientos, más que en función de ese único objetivo de su existencia. “Es muy difícil definir a un hombre con una sola palabra –remarca Trostky-; decir que fue «grande» o que fue «genial», es una vez más no decir nada. Aún así, si hubiera que explicar a Lenin de forma muy sucinta, querría insistir sobre el hecho de que ante todo vivió tenso hacia su objetivo” . [14]

“Ese doctrinarismo –advierte por su parte Hermann Weber– no dejaba espacio a la duda y fue una de las claves de su éxito...Lenin consideraba normal esa actitud: Cuando una persona quiere comer –dijo el líder en cierta ocasión a su amigo Krshishanovski–, lo quiere de verdad; cuando desea dormir, no le importa que la cama sea blanda o dura, y cuando odia, odia con toda su alma”. [15]

Y, Leszek Kolakowski agrega otros rasgos de este singular temperamento: “Lenin nunca creyó en la posibilidad de imparcialidad o neutralidad en ninguna esfera de la vida, incluida la filosofía. Cualquiera que dijese no pertenecer a ningún partido, o se declarara neutral, era un enemigo secreto…en cualquier cuestión de la que se ocupó en todo momento, todo lo que le interesaba era si era bueno o malo para la revolución o, después, para el gobierno soviético…[para él] todo lo que sirve o perjudica a los fines del partido es moralmente bueno o malo, respectivamente, y nada más es moralmente bueno o malo…la toma y mantenimiento del poder es el único criterio de moralidad y de todos los valores culturales. Ningún criterio puede descalificar a una acción favorable al mantenimiento del poder, y no pueden reconocerse valores a partir de otra base…[Así], la invasión armada de un Estado extranjero es liberación, la agresión es defensa, las torturas representan la noble rabia del pueblo contra los explotadores. No hay absolutamente nada en los peores excesos de los peores años del estalinismo que no pueda justificarse por principios leninistas…La omnipotencia de la Mentira no se debió sólo a la perversidad de Stalin, sino que fue la única forma de legitimar un régimen basado en principios leninistas.

De esta forma, el eslogan constantemente repetido durante la dictadura de Stalin: «Stalin es el Lenin de nuestros días», era completamente adecuado” . [16]

Expresión precisa de esta especial personalidad es su actividad partidaria y las contribuciones que a ese respecto hizo a la doctrina marxista. Para él, el partido es el instrumento para gestar y llevar a cabo la revolución. De acuerdo con esta postura, Lenin, desde fechas muy tempranas, examinó la forma de crear en Rusia una organización combativa y apta para enfrentarse al aparato de poder del zarismo. Él, concebía la estructura y la misión del partido así: tenía que ser un partido de cuadros, eficaz, centralizado, disciplinado, profesionales de la revolución entregados por completo a su misión, capaz de preparar la revolución, dirigirla y encaminarla hacia su meta. El partido encarna la conciencia del proletariado porque conoce las leyes del desarrollo social y comprende la misión histórica de la clase proletaria, independientemente de lo que pueda pensar el proletariado real y empírico sobre sí mismo o sobre el partido. “El partido –declama el poeta que confiesa que el citado poema es lo más importante de todo lo creado por él– es la espina dorsal de la clase obrera…es la inmortalidad de nuestra causa entera…es lo único que jamás me traicionará…/ El partido y Lenin son hermanos gemelos…” .[17]

Con el partido de “militantes profesionales” que Lenin creó, “se propuso hacer uso de todas las energías destructivas contra el sistema existente –advierte Leszek Kolakowski–, intentando eventualmente destruir, como fuerzas sociales independientes, a todos los grupos que encarnaban estas energías. El partido había de ser una especie de maquinaria universal, uniendo energías de toda fuente en una sola corriente. El leninismo fue la teoría de esta maquinaría que, ayudada por una extraordinaria combinación de las circunstancias, mostró ser eficaz por encima de todas las expectativas y cambió la historia del mundo”. [18]

El triunfo que logró en la jornada de octubre significó que sus tesis eran correctas y confirman su capacidad como organizador y dirigente marxista convicto, confeso y consecuente. Indudablemente, “fue el primer ejemplar –acota Paul Johnson– de una nueva especie: el organizador profesional de la política totalitaria” [19].Y, su famosa divisa: “Sin teoría revolucionaria no hay acción revolucionaria” cobró plena validez; y, el líder de la revolución rusa pasó a pertenecer “a ese grupo de marxistas que no pueden contentarse con interpretar el mundo –señala José Stalin–, sino que deben ir más lejos, para transformarlo. Este grupo lleva el nombre de bolchevismo, de comunismo; y el jefe y organizador de este grupo es Lenin” . [20]

De ahí que Trostky no se equivoca ni exagera al reconocer que si, “Marx está por entero en el Manifiesto del Partido Comunista, en el prefacio a su Crítica y en El Capital. Aunque no hubiese sido el fundador de la Primera Internacional, siempre habría sido lo que es ahora. A Lenin, por el contrario, lo tenemos por completo en la acción revolucionaria. Sus obras científicas no son más que preparación para la acción. Aunque no hubiese publicado en el pasado ni un solo libro, siempre habría entrado en la historia tal y como ahora entra: como jefe de la revolución proletaria, como fundador de la Tercera Internacional” . [21]

Es más, si Lenin no hubiera existido, quizá la fulgurante expansión mundial de la teoría marxista no se hubiese dado y Marx, habría muerto varios lustros antes de que los postmodernos proclamaran –tan apresurada como interesadamente– su óbito. Sin embargo, las circunstancias históricas fueron otras. Objetivamente, Rusia era un país en el que debatían occidentalistas y eslavófilos que camino seguir para adquirir y consolidar las metas propuestas irreversiblemente por el zar Pedro I; y, subjetivamente, el marxismo como religión de la ciencia será inculcado en un pueblo modelado por el sentimiento religioso y ávido de cambios propuestos y predicados por los defensores de las corrientes en debate que se caracterizaban por su profunda coherencia entre su palabra y la acción. Y, Lenin, en este aspecto, será un formidable ejemplo a seguir y con él, el marxismo, que exige unidad de teoría-praxis, encajará “perfectamente en uno de los rasgos esenciales de la intelligentsia rusa del siglo XIX –advierte atinadamente Francisco Díez del Corral– presente en las grandes novelas de los autores rusos de la época y especialmente en Dostoievski: la carnalización de las ideas, su práctica…La idea es acto y su valor solo en él se cumple. Para ellos, como para Marx, el pensamiento es vida y no hay contemplación sin acción y transformación. De ahí la pasión devoradora con que esta intelligentsia acogió y recibió una teoría que, en ese sentido de praxis, tan bien se amoldaba a su talento existencial”. [22]

Que la obra, tanto teórica –los cientos de escritos dejados que antes adornaban más de una biblioteca de «progresista» reconocido– como práctica, haya sido realizada apasionada, intransigente y hasta fanáticamente no deja de ser cierto. Todas ellas son creaciones de un fanático de la revolución. ¿Será posible encontrar algún revolucionario que no sea o pueda dejar de ser «fanático»? Más aún, “¿Se puede hacer una revolución sin fanatismo revolucionario? Ocurre que un revolucionario no solo debe estar convencido de lo que hace –añade sesudamente Francisco Díez del Corral–, sino que necesita estarlo. La convicción es en él no tanto algo a lo que se accede, como algo de lo que se parte: el motor de su acción. A diferencia del científico, para quien la duda constituye el método de progreso, el revolucionario progresa en su acción a través de la convicción de ser el depositario de la verdad absoluta. En este sentido, la creencia no es un atributo sino, efectivamente, una necesidad…elimina en él la incertidumbre, letal para la acción… Lo que exige voluntad e inteligencia: voluntad para no ceder ante cualquier tentación desistidora e inteligencia, también, para buscar, y descubrir, las razones de la propia razón que forja esa voluntad. Una inteligencia que es a la vez el único medio para que la convicción no se tome a sí misma como infalibilidad, lo que es ya cosa distinta: el infalible se cree Dios, mientras el creyente, más modestamente, le sirve. Lenin, y en este punto todos están de acuerdo, además de sobrio era modesto”.

La “destrucción” del viejo mundo y realización de la utopía del proletariado

El triunfo de la revolución de octubre de 1917 –era el 25 de octubre y el 7 de noviembre en el calendario europeo–, significó la victoria del proletariado y el leninismo, que acometió el intento de transformar la vida para evitar que se repitan esos ataques de locura de la humanidad en esa cadena incesante de guerras y echar, al mismo tiempo los cimientos de una cultura superior, o mejor dicho, el inicio de la verdadera historia humana, tal como había sido anunciado por Karl Marx y Friedrich Engels en su célebre Manifiesto de 1848 y corroborado científicamente –al decir de Marx– por el resultado de sus estudios económicos y sociales en su no menos renombrada Contribución a la crítica de la economía política de 1859, que demarca el nacimiento del materialismo histórico, supuestamente, el método de investigación científico más perfecto que permite alcanzar la verdad sobre los acontecimientos sociales.

Desde esa fecha, lo que fue un ideal, sintetizado profética y optimistamente en los siguientes términos: “Los proletarios no tienen nada que perder en la revolución comunista más que sus cadenas…en cambio, tienen, un mundo que ganar” [24]; tiene ahora la seguridad del conocimiento científico o positivo, de la verdad prometeicamente liberadora.

Verdad que el filósofo –que a sí mismo se consideraba un “buey para su clase”, anunciaba sacrificadamente desplegando una poderosa verbosidad moralizante de la que estuvo dotado [25], que lo convirtieron en un pensador muy atrayente e influyente. Un profeta que anunciaba la plena realización del progreso de la humanidad; pero,“fue un falso profeta –sentencia Karl Popper–, que profetizó sobre el curso de la historia y sus profecías no resultaron ciertas. Sin embargo, no es ésta mi principal acusación. Mucho más importante es que haya conducido por la senda equivocada a docenas de poderosas mentalidades, convenciéndolas de que la profecía histórica el método científico indicado para la resolución de los problemas sociales. Marx es responsable de la devastadora influencia del método del pensamiento historicista en las filas de quienes desean defender la causa de la sociedad abierta . [26]

Para quienes creen y participan de la profecía proletaria, el triunfo de la revolución de octubre no tuvo otro sentido que cerrar la «prehistoria de la humanidad»; cancelar una etapa que uno de sus conductores y más conspicuo y abnegado militante como lo fue León Trostky, describió el acontecimiento en dos obras magistrales de la literatura e historiografía universal; la dedicada a su vida y la consagrada a la historia de la revolución rusa. “El panorama que se ha desarrollado ante los ojos de mi generación, que ya está entrando en los años maduros o declinando hacia la vejez –decía el Comisario y creador del ejército rojo–, puede describirse esquemáticamente como sigue: En el transcurso de algunas décadas de fines del siglo XIX y comienzos del XX la población europea hubo de someterse a la disciplina inexorable de la industria. Todos los aspectos de la educación social se tuvieron que rendir al principio de la productividad en el trabajo. Esto trajo consigo magnas consecuencias y parecía abrir ante el hombre una serie de nuevas posibilidades. En realidad, lo que hizo fue desencadenar la guerra.

Claro es que la guerra hubo de convencer a la humanidad de que no estaba, ni mucho menos, degenerada, como tanto clamara la mentándose la anémica filosofía sino por el contrario, pletórica de vida, de fuerzas, de ánimos y de espíritu emprendedor. Y la guerra sirvió también para evidenciar a la humanidad, con una potencia jamás conocida, su enorme poderío técnico. Era algo así como si un hombre, delante de un espejo, ensayase a herirse el cuello con la navaja de afeitar para cerciorarse de que su garganta estaba sana y fuerte. Al terminar la guerra de 1914 a 1918, se proclamó que a partir de aquel momento era un deber moral sagrado dirigir todas las energías a sanar aquellas mismas heridas que por espacio de cuatro años se habían estado predicando como un sagrado deber moral.

El trabajo y el ahorro no sólo se ven restaurados en sus antiguos derechos, sino atenazados por la férrea tenaza de la racionalización. Las tituladas “reparaciones” corren a cargo de las mismas clases, los mismos partidos e incluso las mismas personas a cuyo cargo corriera también la devastación. Y donde, como en Alemania, se implantó un cambio de régimen político, llevan la batuta en el movimiento de reconstrucción personajes que en la campaña de destrucción figuraban en segundo o tercer orden. En síntesis, a esto se reduce todo el cambio...

La revolución de octubre ha echado las bases de una nueva cultura concebida para el servicio de todos, y justamente por ello adquiere de inmediato una importancia internacional. Aun si, como resultado de circunstancias desfavorables y bajo los golpes del enemigo, el régimen soviético –admitámoslo un instante– fuese transitoriamente derrocado, la insurrección de Octubre continuaría ejerciendo una influencia indeleble sobre toda la evolución ulterior de la humanidad.

La lengua de las naciones civilizadas separa claramente dos épocas en el desarrollo de Rusia. Si la cultura engendrada por la nobleza ha introducido en el lenguaje universal barbarismos tales como zar y progrom; octubre ha internacionalizado palabras como bolchevique y soviet. Esto sería suficiente para justificar la Revolución proletaria si, por otra parte, se estima que ella tiene necesidad de justificación...Es indudable que la misión que se propuso no está aún cumplida, pues se trata de un problema que, lógicamente, sólo puede verse resuelto en el transcurso de varios años. Y podemos decir aun más: que es necesario considerar la Revolución Rusa como el punto de partida de la nueva historia de la humanidad”. [27] ¿Será verdaderamente renovadora la etapa que se abrió con este acontecimiento revolucionario? Veamos.

Lenin, como principal conductor del movimiento revolucionario, ya en el poder, puso inmediatamente en práctica sus tesis sobre el desarrollo que había de emprender Rusia en términos capitalistas, aprovechando todo lo valioso que había creado el capitalismo que se encontraba en su fase última de existencia; planteamientos que había expuesto en su escrito publicado a comienzos de 1917, firmado con el seudónimo de Vladimir Iljin, intitulado El imperialismo, fase superior del capitalismo. En éste sostenía que, el imperialismo había cohesionado al mundo unificándolo dentro de una estructura económica única –lo que hoy en día llamamos globalización–, y por eso, la revolución era factible en naciones tan atrasadas como Rusia, que por sí mismas, aisladas, no estaban aún maduras para poner en práctica la revolución social. En el contexto de la revolución mundial, el proceso podía iniciarse precisamente en dichos países, siempre que la clase obrera demostrara tener conciencia revolucionaria, tuviese un partido comunista como el que él había formado.

Medio año después, afirmaría que la revolución rusa había que convertirla en el prólogo de la revolución mundial socialista, en una etapa más hacia esa revolución. Esta postura enlazaba con la teoría defendida por el bolchevismo en 1905, que afirmaba que en Rusia únicamente era posible una revolución democrática, y con las tesis de abril de 1917, en las que Lenin proclamaba la revolución socialista, erigiéndola en su objetivo más inmediato, asumiendo así las ideas básicas de Trostky sobre la “revolución permanente”, que años después ocasionaría más de una escisión entre los revolucionarios, con muertes, desapariciones y pérdidas de la razón incluidas.

Por este motivo, ya estando en el poder y ejerciendo la dictadura del proletariado, emprende la reconstrucción de la maltrecha economía de su país, y, consecuentemente con la doctrina marxista, apunta al desarrollo de las fuerzas productivas o medios de producción que lleven al progreso material de la sociedad, requisito indispensable para alcanzar el objetivo final, el comunismo. Progreso del que había hablado el positivista Auguste Comte y reconocido que lo introdujo como creencia y sentimiento el judeocristianismo, pero que equivocadamente lo situaron en la esfera espiritual cuando lo correcto es orientarlo en los asuntos industriales y materiales, que a través de una educación positiva, técnica y filosófica –que despierte la innata solidaridad humana–, termine por fundar una nueva religión, la positivista –que tendrá como ángel guardián a la mujer que cumplirá su santo destino social “si el hombre la alimenta”– , como la máxima expresión del progreso de la humanidad que vivirá cordialmente con arreglo a las leyes morales de la armonía universal [28].

Lenin comparte con Marx la convicción de que estas posturas religiosas, encubren el verdadero sentido del progreso de la humanidad, que no es otro que el de carácter material o productivo; actitudes que no son más que metafísica sin sentido y que propagarlas es volver a entregar opio al pueblo sufriente, al que hay que obligarle a ver su miseria para que busque salir de ella con plena conciencia, trabajo y lucha; pero, un trabajo que lo realice y libere plenamente.

Así, en un opúsculo editado en abril de 1918, titulado Las tareas inmediatas del estado soviético, explica el por qué se ha visto obligado a recurrir a los viejos métodos burgueses y aceptar pagos excesivamente elevados para contratar los “servicios” de los profesionales burgueses más relevantes, medida que no implica una mera interrupción de la ofensiva contra el capital, sino también un paso atrás del poder soviético socialista, pero un paso dialéctico, porque es para aprender de ellos y así construir el socialismo. Hay que explicar a las masas proletarias, decía, con absoluta franqueza cómo y por qué hemos dado este paso atrás, y deliberar después la forma de recuperar el terreno perdido. Quien no quiera entender la práctica le enseñará; pero, “quien no está con nosotros está contra nosotros. Las personas al margen de la historia sólo existen en la imaginación”, sentenciaba [29].

El cumplimiento de estas medidas y el esfuerzo que puso en ellas el laborioso pueblo ruso trajo consigo, sin lugar a dudas, un gran desarrollo tecnológico y económico sólo comparable con el que se inició entre los siglos XVII–XVIII por obra del zar Pedro I, [30] quien al quedar encantado del desarrollo europeo hizo todo lo posible para que su tierra e inmensas estepas alcancen también el progreso y refinamiento europeo; cambios que impondrá de manera irreversible, violenta y autoritariamente, muy acorde a la tradición autocrática rusa.

Después de los acontecimientos de octubre y los siguientes meses y,“tras los estragos y escaseces de la guerra civil –anota Eward Carr en su monumental obra dedicada a la revolución rusa– vino un breve respiro en el que el nivel de vida, tanto de los obreros como de los campesinos, despegó lentamente algo por encima de los miserables niveles de la Rusia zarista. Durante la década que comenzó en 1928 estos niveles se redujeron una vez más bajo las intensas presiones de la industrialización; y los campesinos debieron atravesar los horrores de la colectivización forzosa. Apenas había comenzado una recuperación cuando el país se vio expuesto al cataclismo de una guerra mundial, en la que la URSS fue el blanco de la más duradera y devastadora ofensiva alemana en el continente europeo. Estas aterradoras experiencias dejarían su marca, material y moral, sobre la vida soviética y sobre las mentes de los dirigentes y el pueblo soviéticos. No todos los sufrimientos del primer medio siglo de la revolución pueden atribuirse a causas internas o al puño de hierro de la dictadura estaliniana.

Sin embargo, en los años cincuenta y sesenta comenzaron a madurar los frutos de la industrialización, la mecanización y la planificación a largo plazo. Según los criterios occidentales quedaban aún muchos aspectos primitivos y retrasados. Pero los niveles de vida mejoraron sustancialmente. Los servicios sociales, incluyendo la sanidad y la enseñanza primaria, secundaria y superior, se hicieron más efectivos y se difundieron desde las ciudades a la mayor parte del país. Los más notorios instrumentos de la opresión de Stalin fueron desmantelados. El patrón de vida de la gente ordinaria mejoró. Con la celebración del quincuagésimo aniversario de la revolución, en 1967, fue posible hacerse una idea de la magnitud del avance. En ese medio siglo la población de la URSS creció de 145 millones a más de 250; la proporción de la población residente en las ciudades había subido de menos del 20 a más del 50 por ciento. Esto significaba un inmenso crecimiento de la población urbana, en la que la mayor parte de los recién llegados eran hijos de campesinos y nietos o bisnietos de siervos. El obrero soviético, e incluso el campesino soviético, era en 1967 una persona muy diferente de lo que habían sido su padre o su abuelo en 1917. Difícilmente podía dejar de ser consciente de lo que la revolución había hecho por él; y eso pesaba más que la ausencia de unas libertades que nunca había disfrutado ni soñado en disfrutar. La dureza y la crueldad del régimen eran reales. Pero también lo eran sus logros…Si bien es cierto, que la trayectoria de la revolución fue imperfecta y ambigua, ha producido repercusiones más profundas y más duraderas en todo el mundo que cualquier otro acontecimiento histórico de los tiempos modernos” ,[31] concluye el primer genuino historiador del régimen soviético –como lo llama Isaac Deutscher–, que mantiene objetividad en todo momento, dejando al lector que juzgue sobre los hechos y sucesos que va narrando[32].

Ahora bien, este destacado desarrollo económico, social, tecnológico e industrial, tenía como meta que el trabajo –manual en los inicios de la historia de la humanidad y que hizo posible la evolución del mono al hombre–, [33] exprese no sólo la fuerza de trabajo del hombre sino que se desarrolle haciendo que los productos de esta fuerza creadora –manual e intelectual– sean de propiedad de su creador: el hombre socialmente productivo, que establece relaciones de producción que devienen en culturales y, de reproducción de índole biológico.

Que el trabajo deje de ser algo exterior al trabajador, es decir, algo que no forma parte de su esencia; “en que el trabajador –recalca Marx–, no se afirma en su trabajo, sino que se niega en él, no se siente feliz, sino desgraciado, no desarrolla al trabajar sus libres energías físicas y espirituales, sino que por el contrario mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. El trabajador se enajena, pierde su esencia; y, sólo se siente él mismo fuera del trabajo, y en éste se encuentra fuera de sí. …el trabajo no es voluntario, libre, sino obligado, trabajo forzoso. El trabajo exterior, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo en que se sacrifica a sí mismo y se mortifica finalmente, la exterioridad del trabajo para el trabajador le revela el que no es su propio trabajo, sino un trabajo ajeno; no le pertenece a él, ni él se pertenece a sí mismo, sino que pertenece a otro. Como en la religión, donde la propia actividad de la fantasía humana, del cerebro y corazón humanos, obra como si se tratase de una actividad independiente del individuo, divina o diabólica, así también la actividad del obrero no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo”[34].

El trabajo proclamado con toda claridad como lo que realiza al ser humano –en el que participan tanto hombre como mujer, particularmente ellas que tradicionalmente eran consideradas como criaturas dignas de protección–[ ] aunque para su desarrollo haya tenido que sacrificar su esencia, enajenándose y dando origen a la propiedad privada sobre los medios de producción que a su vez hace posible el retorno –a través de la lucha de clases y partos sangrientos– a la recuperación de la esencia perdida; pero, esta vez el ser humano gozará de un increíble desarrollo tecnológico e industrial que no sólo hará que el trabajo deje de ser extenuante para convertirse en grato y feliz, sino que garantizará la satisfacción de las necesidades de todos los millones de congéneres que el ser humano pueda reproducir. El ser humano –afirma Marx–, habrá retornado a sí mismo, a su primigenia naturaleza candorosa, a ese humanismo esencial del que partió.

¿Qué naturaleza humana ha sido, de acuerdo a la teoría de la evolución a la que se adhiere Marx, candorosa o buena? Los datos demuestran lo contrario, y así, resalta Norberto Bobbio, un artículo de Michelle Marsonet, “que considera como un error fundamental de Marx su antropología, según la cual el hombre es un ser capaz de una infinita perfectibilidad” [37]; la misma que se sustenta en un origen perfecto, de una esencia no enajenada.

Esta explicación sobre la esencia humana y la del trabajo que ofrece el marxismo, resulta ser muy semejante con la singular creencia judeo-cristiana que predica que el trabajo dignifica o realiza al hombre y que éste –de acuerdo al texto bíblico, Génesis,3, 14-24– en el paraíso o jardín donde había sido puesto la criatura humana era placentero y jubiloso y, adonde ¡el propio Dios venía tomar la brisa de la tarde! Fue el pecado, fruto de la desobediencia inducida por la soberbia humana que hizo posible la pérdida de este paradisíaco estado y, el trabajo vino a convertirse en una fatiga que sudor produce pero por el cual comemos y vivimos.

La diferencia sustancial de la propuesta marxista sería la ausencia de Dios trascendental, puesto que el hombre se convertirá en la divinidad –tal como lo habían enseñado en la época contemporánea Ludwig Feuerbach con su teoría del amor como uno de los componentes de la esencia humana y, Auguste Comte con su propuesta de religión positiva–, divinidad que será el proletariado en su accionar mismo, la clase social llamada a sepultar el mundo dividido en clases sociales. A este proyecto Lenin sirvió estupendamente, fundando un centro de poder desde donde irradiará su influencia a través de las múltiples cátedras del ateísmo científico que se difundirán por el mundo, constituyendo una escolástica –igualmente dependiente del libro y de verdades indiscutibles como la tradicional–; pero, con una gran diferencia, mientras los escolásticos trabajaron a partir de una tradición amplia, multilingüe y formada en épocas diferentes, la filosofía o escolástica soviética trabajó a partir de una tradición más bien pequeña, que se constituyó en torno a hombres que vivieron y murieron en el intervalo de unos ciento seis años. “Los viejos mitos habían caído –advierte Leszek Kolakowski–, pero los hombres buscaban aún un significado a la vida; el socialismo abría brillantes perspectivas y era capaz de inspirar sentimientos de unidad y entusiasmo que merecían ser llamados religiosos. Marx no sólo fue un hombre académico, sino también un profeta religioso. En la religión socialista Dios era sustituido por la humanidad, una creación superior en la que el individuo podía hallar por fin un objeto de amor y culto; de esta forma podía trascender a su insignificante yo y experimentar el gozo de sacrificar su propio interés para el infinito aumento del ser colectivo. la identificación efectiva del hombre con la humanidad le liberaría del temor del sufrimiento y a la muerte, restauraría su dignidad y fuerza espiritual, y reforzaría sus facultades creativas. La nueva fe era una premonición de la gran armonía del futuro: la moralidad individualidad sería anulada por la moralidad colectiva, adquiriendo así sentido las acciones humanas. El verdadero creador de Dios era el proletariado, y su revolución era el acto fundamental de creación de Dios”[38].

Ninguna otra creencia mágica, mítica o tradicional como quieran llamarle, elaborada por mente humana de este a oeste en el globo terráqueo, proclama algo así con respecto al trabajo; pues, todas coinciden en caracterizarlo como una carga o mal necesario pero jamás como actividad placentera; y, algunos incluso llegaron a considerarlo como impropia e indigna para todo hombre libre y virtuoso.

Así por ejemplo, en nuestras latitudes, los aztecas, creían que los dioses habían decretado que los hombres jamás holgasen sino que siempre trabajasen, pero, para disipar la carga le entregaron también la planta del agave –que surge de los huesos de una virgen que habían comido y enterrado los dioses-, de la cual los hombres hacen el vino que beben y con el cual se emborrachan[39].

Los andinos o incas, cuando trabajaban consideraban que le rendían culto y cuidado a la tierra o pachamama, madre dadora de vida por lo que lo realizaban festivamente en comunidad o ayllu, ayudándose de la coca para disipar las molestias del esfuerzo inevitable que conlleva el cuidar a esta madre un tanto exigente pero pródiga. [40]

Y los japoneses, creían que la pareja divina Izanagi e Izanami les habían ordenado trabajar para vivir y conseguir así todo lo necesario que demanda la existencia, pero no vivir para trabajar; pues, el esfuerzo que demanda tal actividad podría convertir la vida en tediosa e insoportable[41].

Como un último ejemplo, citaré a los griegos en cuya comunidad se crearía el mito más profundo sobre la condición humana y su fatigosa y trágica existencia. Hesíodo, en el relato referido a Prometeo, puntualiza que el trabajo es un mal necesario para poder subsistir y mantener al otro mal igualmente necesario que es la mujer –bajo la forma de Pandora,“bello mal…espinoso engaño, irresistible para los hombres,…de ella desciende la estirpe de femeninas mujeres,... vientres tan solo…gran calamidad para los mortales, con los varones conviven sin conformarse con la funesta penuria, sino con la saciedad”– [42], a la que hay que alimentar porque en ella nos reproducimos y logramos así desarrollar nuestra sociedad y cultura. Males introducidos entre los hombres como castigo de Zeus ante el atrevimiento y falta de respeto del divinal Prometeo; divinidad que “en última instancia –observa Mircea Eliade- en vez de beneficiar a la humanidad, fue el causante de su actual postración” [43].

Sin embargo, esta visión pesimista de la historia humana, condenada por la “bribonería” de un titán, no se impuso de manera definitiva; otros poetas como Esquilo, celebrará el sacrificio de Prometeo considerándolo el más grande benefactor y civilizador de los hombres. Años después, este mismo mito será retomado por el sofista Protágoras –según cuenta Platón en su diálogo que lleva el nombre del ilustre sofista–, para destacar que lo que hace que el hombre se realice como tal, que logre su función propia o GD,JZ, es la habilidad política que sólo se puede desarrollar gracias al sentido moral o vergüenza y la justicia que entregó la divinidad. La técnica o las actividades industriosas –logradas gracias al fatigante trabajo– son necesarias mas no realizan ni menos dignifican al ser humano. Incluso, especifica que la técnica es selectiva pero que el sentido de la justicia y la moral están distribuidos entre todos los mortales. “Que todos participen de ellos –habría sentenciado Zeus– pues, no existirían las ciudades si participaran sólo unos pocos de entre ellos, como sucede en los otros saberes técnicos. Incluso, sí, dales de mi parte una ley que al que no sea capaz de participar de la moralidad y la justicia le maten como a una enfermedad de la ciudad” [44].

Así, los mortales deben buscar vivir una vida acorde a sus limitaciones mortales, buscando la perfección en sus propios términos, produciéndose la sacralidad de la condición humana como producto de una religiosidad que valora el presente. “El simple hecho de existir, de vivir el presente –remarca Mircea Eliade–, puede implicar una dimensión religiosa, que no siempre resulta evidente, puesto que la sacralidad queda en cierto modo «disimulada» en lo inmediato, en lo «natural» y cotidiano. El «gozo de vivir» descubierto por los griegos nunca es un regodeo de tipo profano, sino que revela la bienaventuranza de existir, de participar –siquiera de manera fugitiva- en la espontaneidad de la vida y en la majestuosidad del mundo. Como tantos otros antes y después que ellos, los griegos aprendieron que el mejor medio de escapar del tiempo es explotar las riquezas, insospechables a primera vista, del instante vivo”. [45]

La explicación tradicional de los griegos, contenida en el aludido y famoso mito, funda la pedagogía clásica profundamente humanista que se va a diseminar por la iniciativa de Alejandro Magno al fundar la civilización helenística que difundirá el helenismo o humanismo –cuyo representante más importante es Isócrates y no Platón como comúnmente se afirma–, que incluso ejercerá su influencia en la tosca y pragmática Roma y a través de ella llegará hasta finales del renacimiento italiano.

Esta pedagogía helenística o humanista, se interesa por el hombre en sí mismo, no por el técnico o sabiduría técnica que se especializa para una tarea particular, preferentemente de carácter productivo. En este aspecto la pedagogía y el horizonte cultural antiguo –de la que Europa se declara heredera– se oponen netamente a la cosmovisión y educación que ha impuesto Europa a nivel terráqueo, desde los inicios de la época moderna hasta nuestros días, en la que se busca formar antes que nada técnicos o especialistas reclamados por una civilización prodigiosamente diversificada y por una técnica arrolladora. Así, Adam Smith, padre de la economía burguesa y capitalista, lamentaba la existencia de «esa no próspera raza de hombres comúnmente llamados hombres de letras», que deben ser alimentados por quienes desempeñan trabajos verdaderamente productivos[46].

El marxismo y su continuación el leninismo al apostar por este desarrollo tecnológico con la convicción de que se volverá a relaciones de producción comunitarias donde se realice a plenitud la naturaleza y esencia humana, apostó por el mismo programa de la cultura europea moderna y contemporánea –que la ha asimilado como parte de su psique y weltanschauung– más que por un sistema en particular; pues, no importa cómo se implementa el programa sino que cumpla con sus objetivos. Puede ser de manera democrática o liberal o también de forma socialista y dictatorial.

Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, en nombre del proletariado completó lo que los sucesores de Pedro I no habían logrado plenamente, el triunfo total e implementación completa y a una velocidad vertiginosa del proyecto industrial, tecnológico, modernizador y “humanista” de la Europa moderna. Las cosas se facilitaron por la presencia de la dictadura del proletariado –único poder político y poseedor de todos los bienes materiales importantes, sin contrapeso alguno representado por la Iglesia, los aristócratas o burgueses, que fueron aniquilados– y, el apoyo que recibió el nuevo estado por parte de las potencias europeas, interesadas en contar con mayores mercados de consumo y compra de materias primas para la insaciable maquinaria industrial en marcha a nivel planetario.

A su muerte, ocurrida en enero de 1924, no sólo había dejado un digno sucesor de su obra sino que estaban en marcha los cambios económicos, tecnológicos y sociales debidamente programados que serán implementados disciplinada e inflexiblemente, como el acero, por sus inmediatos continuadores. Dejó tras de sí la estructura más detallada de la tiranía estatal que el mundo había visto hasta ese momento. La utopía proletaria se había hecho realidad y con mucho vigor se escuchaba el lema agitado por millones de gargantas, ¡Proletarios de todos los países, uníos! Y, así, el proyecto europeo envuelto en utopía proletaria, como incendio se difundió a todos los continentes, logrando un segundo gran éxito en la tradicional China con el triunfo de Mao Tse Tung en 1949.

Lenin, será inmortalizado en la memoria de la gente. Petrogrado, la ciudad de Pedro I, pasó a llamarse Leningrado y se erigieron estatuas suyas en todas las capitales de la república. Su cadáver –contra su voluntad pero en honor al nuevo culto– será momificado y expuesto en catafalco de vidrio en un mausoleo situado cerca a los muros del Kremlin, para ser visto y llorado por millones de visitantes –a excepción de Nadia Kruspkaia, que jamás lo visitó, quizá porque sabía que su última voluntad no fue respetada–[47].

Pero, el tiempo pasa y nada es inalterable en este bajo mundo; la concentración de poder en un solo partido y dentro de él en una sola persona traerá graves consecuencias. Por un lado, la natural y sana competencia es obstaculizada por la burocratización inevitable y, todo desarrollo tecnológico –más aún si se trata de un crecimiento sumamente sofisticado como el que se dio y se está viviendo actualmente– trae consigo inevitablemente la aparición de la pirámide o jerarquía social; el problema es quién manda a quién y qué parámetros tendremos en cuenta para hacer tales distinciones.

Obviamente los criterios políticos-ideológicos fueron los que primaron y permitieron consolidar una nueva clase social dominante, que valiéndose de los medios del estado acumularon riquezas y se entregaron a una campaña de expansión imperialista –los países de Europa del Este junto con otros del cercano oriente pasaron a formar parte de la Unión Soviética– bajo el pretexto de la internacionalización del movimiento comunista, como señala la letra de la organización y el Partido.

Este reacomodo de las clases sociales realizado en la creencia que serán suprimidas, ha sido narrado dramáticamente por George Orwell, quien en animalitos de granja encuentra dignos representantes de sus pares humanos inmiscuidos en luchas y proyectos “muy inteligentes” en el afán de liberarse de los humanos abusivos y explotadores. Al final de la trama, “los animales asombrados –después de observar la acalorada discusión entre Napoleón [el cerdo dirigente y revolucionario] y el señor Pilkington [humano destronado del poder]–, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo, y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro”[48].

Así también les sucedió a los jerarcas soviéticos y al religioso pueblo ruso. Lucharon para liberarse de los explotadores y cayeron en las manos de otros más despiadados, que incluso les obligaban a participar de su gran farsa como si estuviesen conquistando y realizando la ansiada utopía proletaria. [49]Sin embargo, ya no se pudieron ocultar más sus males tras un muro instalado en la mitad de la ciudad de Berlín al poco tiempo de la caída del régimen nazi. A mediados de la década de 1980, la Unión Soviética y los países de Europa del Este ya no podían más con la agobiante crisis económica y política que padecían. Mijaíl Gorbachov sería el encargado de emprender las reformas necesarias al sistema, pero, no fueron suficientes la perestroika y el glasnost; el sistema colapsaba definitivamente, cuestión que ocurrió en 1989 y por último en 1992, con la caída del muro de Berlín, simbólicamente el mundo asistió a la muerte del régimen que se iniciara en octubre de 1917. Dos años después la Unión Soviética dejó de existir.

Leningrado dejó de llamarse así para volver a su nombre primigenio, las estatuas de Lenin y Marx, fueron derruidas de sus pedestales, y, lo único que queda hasta ahora es la momia insepulta del creador del fracasado estado que los rusos no saben donde esconder. La envoltura proletaria se dejó de lado, sin embargo, la transformación de Rusia había quedado garantizada, ciertos reajustes eran necesarios para revitalizar la maquinaria que aplastó cualquier vestigio de la tradicional cultura rusa. La polémica de 1840 entre occidentalistas y eslavófilos ha concluido a favor de los primeros; y, las formas democráticas y liberales –elevadas a categorías de validez universal y únicas formas posibles de organización y gobierno– serán presentadas y difundidas por el mundo globalizado para terminar de imponer completamente el proyecto europeo de transformación y dominio irresponsable de la naturaleza[50].

China, por su parte, que en las primeras décadas del siglo XIX no participaba de las disputas tecnológicas ni territoriales en la que estaban enfrascados los países europeos, motivo por el cual, Napoleón Bonaparte ya derrotado y recluido en la isla de Santa Elena, al enterarse de los proyectos políticos de la Santa Alianza, liderada por Klemens Metternich exclamó: ¡Es una idea que me han robado! Soy el primero en haber afirmado la necesidad de unificar Europa bajo los mismos preceptos legales y económicos, una gran Comunidad Europea. Y algo más, debemos unirnos y cuidar de no despertar a ese león dormido que es China, pues el día que se despierte de ellos será el futuro [51].

Y, el león despertó al anochecer europeo que contempló el paso del meteoro napoleónico [52], y mucha hambre es la que traía –después de siglos de letargo en el que se hallaba–; apetencia que satisfará tragándose el bocado del proyecto europeo moderno; primero, servido de manos de los nacionalistas y, luego entregado por las endurecidas y “candorosas” manos del proletariado al mando del Gran Timonel –quien aseveraba que Dios no es otro que las masas populares– y que presentó a China ante el mundo como la gran potencia antigua y nueva a la vez y aportó su parte al proyecto de “renovación” de la humanidad. Y, a diferencia de Stalin que estuvo interesado en el “socialismo en un segundo país”, Mao Tse Tung al igual que Lenin apuntó hacia la continuación de la revolución mundial[53].

Desde 1949 a la fecha, con las restructuraciones y purgas internas que ha vivido el comunismo chino, el proyecto europeo sembrado en tierras bañadas por el Amarillo o Huang He, ha empezado a dar magníficos frutos que incluso los ha llevado a amenazar a la potencia actual, Estados Unidos de Norteamérica en el reparto de los mercados y fuentes de materias primas [54] . El mundo parece ser de ellos como lo vaticinara el pequeño y gran corso dos siglos atrás. La consigna ¡Proletarios del mundo, uníos! se ha convertido de manera más realista en ¡Amos del mundo y la naturaleza, uníos!

Empero con el triunfo total del proyecto europeo moderno que exalta el dominio sin límites de la naturaleza y la imposición de una sola cultura –considerada a sí misma como la civilización– por ser superior, toda la naturaleza y las diversas expresiones culturales están en grave peligro de supervivencia; pues, este proyecto es transformador y destructor de la naturaleza en el que está incluido el hombre mismo, por lo que resulta antihumanista.

Así vemos que la voracidad humana no sólo está destruyendo irreversiblemente la naturaleza sino que ha terminado por imponer relaciones mercantiles entre los seres humanos, que denunciara magníficamente Karl Marx, pero que tratando de superarla con su doctrina –paradójicamente por lo expuesto anteriormente– ha terminado sirviendo al triunfo del proyecto de la Europa moderna hoy en día plenamente tecnologizada y globalizada, que está dando los últimos retoques de perfeccionamiento a la implementación de su proyecto al imponer una educación básicamente tecnocrática sin mayor contenido filosófico e ideológico, para así formar únicamente “máquinas vivas de producción, servicio y de consumo”, que no piensan y si lo hacen que repitan –creyendo que están pensando– que son libres, democráticas, tolerantes, relativistas y ateas; es decir, el nihilismo más negativo y pleno del que hablaba Friedrich Nietzsche [55].

El vacío espiritual, la pérdida del sentido de la vida y el desengaño existencial fueron y son temas recurrentes en la literatura y filosofía post-modernas, que nacen como respuesta espiritual al nihilismo que recorre Europa y el mundo como un fantasma que no asusta sino que envilece. Piénsese, por ejemplo, en la obra literaria de Thomas Steams Eliot, James Joyce, F. Kafka, Eugène Ionesco, Samuel Beckett, entre otros; y, en el filosofar de Jean-François Lyotard, Gianni Vattimo, Jean Baudrillard, entre los más representativos. Todos ellos comparten el sentimiento que expresara Charles Baudelaire en el siguiente aforismo: «El progreso no es sino el paganismo de los imbéciles».

Así, en una sociedad enferma y sin esperanza, el individualismo ateo, consumista y hedonista –que no tiene nada que ver con el epicureísmo–, sólo se ocupa del «yo» que busca bienes materiales, placeres y salud para vivirla. No en vano en las listas de los best-sellers abundan los libros de técnicas sexuales, de meditación trascendental, de cuidados del cuerpo, de realización personal y liderazgo. Como advierte Humberto Eco, en labios del protagonista de su novela El péndulo de Foucault, “si ,los vendedores de libros antes colocaban las obras del Ché, ahora ofrecen herboristería, budismo, astrología…”[ ]

¿Qué hacer?

Evidentemente dejar de lado estas utopías proletarias o sueños de la razón que resultan ser verdaderamente monstruosos, y una pesadilla para quienes las experimentaron y experimentan aunque tratando de imponer sus desvaríos a otros; sopores que nos impiden ver el verdadero problema que es la ideología subyacente al proyecto de la cultura europea moderna y que agravan aún más el malestar de la cultura humana como lo señalara acertadamente, por ejemplo, Sigmund Freud [57].

Busquemos vivir en una sociedad o cultura organizada a la medida y posibilidades de los seres humanos que valiéndose de la razón sepan encontrar la justa medida; que sepan respetar las diversas manifestaciones culturales –en cuyo contexto de su propia weltanschauung resuelvan sus problemas de convivencia social– y, vivir en armonía con las demás especies existentes en el planeta tierra. [59]

En cuanto al respeto de las diversas manifestaciones culturales, Werner Sombart, señalaba que en tanto el gigante –refiriéndose al capitalismo y yo agregaría el sueño monstruoso de la razón europea de mediados del siglo XVII–, se mantenga esplendoroso,“haciendo saltar en pedazos las férreas cadenas de las religiones ancestrales, no va a dejarse maniatar sin más por los hilos de la seda de una doctrina estilo Weimar-Königsberg. Lo único que puede hacerse,…es tomar medidas protectoras para la seguridad del cuerpo y del alma,…y organizarse bien para sofocar las llamas que amenazan destruir las apacibles cabañas de nuestra cultura”. [59] Respetemos las modestas cabañas-moradas –si la comparamos con las “esplendidas” mansiones o edificios de la cultura europea moderna y tecnificada– de las diversas formas culturales en las que viven y se organizan muchos seres humanos en el planeta azul.

Y, en relación con la convivencia armoniosa con los demás seres vivos existentes en el globo terráqueo, dejemos de lado la creencia que somos “amos y dueños” de la naturaleza para transformarla a nuestros deseos, apetitos y caprichos desbordantes e irracionales. Entendamos que la técnica o tecnología –que en sí misma no es dañina– utilizada bajo la convicción de ser los amos absolutos de la naturaleza –y unos amos sumamente abusivos, codiciosos y explotadores– es dañina y perniciosa, y que, por tanto, es mejor dejarla de lado, no comprometerse con ella.

Para con los seres vivos, el respeto hacia ellos se viabilizará si aceptamos El Contrato Animal que propone Desmond Morris, no sólo como forma de recuperar nuestra estima como seres capaces de razonar y entender el lugar que ocupamos en el cosmos, sino como un recurso de mera supervivencia. Pues, si seguimos comportándonos de la manera irresponsable y sonámbula como hasta ahora se ha venido haciendo, la tierra explotará irremediablemente como lo denuncia Giovanni Sartori [61] en una reciente publicación del 2003, donde llama la atención del estado de emergencia terminal que está viviendo la madre tierra, maltratada por sus ingratos, irresponsables y demenciales hijos.

Y, en cuanto al uso de la técnica por parte de los seres humanos ésta debe ser utilizada de manera racional, es decir, hacer uso de ella en tanto nos beneficie para vivir armoniosamente con el medio natural y entre nosotros mismos, una verdadera vida humana, plenamente humanista. Pues, si el objetivo es la formación del ser humano como tal, la técnica brinda los bienes materiales para poder vivir pero debe ser cuidadosamente tratada porque nos puede llevar a la búsqueda insaciable de mayores refinamientos que nos hagan olvidar el objetivo fundamental, el ser humano.

El pensamiento antiguo y tradicional, rehusó deliberadamente comprometerse e internarse por la senda en la que se ha precipitado tan ciegamente la civilización europea moderna y contemporánea. Senda que unos –llamados burgueses o capitalistas– y, otros –llamados proletarios o bolcheviques– han llevado hasta los últimos extremos del mundo este proyecto “civilizador y humanista”.

Los chinos, por ejemplo, tomaron sus precauciones, por eso las enseñanzas de Confucio y Lao Tse –dentro de su propia weltanschauung–, son esencialmente, una colección de principios de conducta y prescripciones morales que sirven a la formación del ser humano. Mucho más que las cosas materiales, los chinos valoraban las cosas del espíritu. Sabían apreciar el valor del ingenio capaz de combinar diversos materiales para hacer una máquina que produzca bienes a bajo costo, pero estimaban más el arte de hacer posible que los seres humanos convivan en armonía y felicidad. Valoraban la riqueza –siempre han sabido valorarla– pero veían poco provecho en las riquezas que no deparaban a su poseedor satisfacción, tiempo libre para gozar de la vida y un sentimiento de seguridad en la estimación del prójimo. [62]

Los griegos, por su parte, en sus explicaciones tradicionales, particularmente la del mito de Prometeo, señalaron claramente cuál era el fin de su B"4δ,\", la formación de seres humanos. Para lograr este fin tuvieron que apelar –como lo hicieron otras tantas culturas en la antigüedad– a la existencia de esclavos, que permitieran la existencia de hombres libres –que gocen de ocio como condición sine qua non– que alcanzarían cierto refinamiento material e espiritual que los realizaría como seres humanos pensantes y dialogantes. Esta situación ha despertado muchas objeciones; pues, parece contradictorio que en un contexto así se haya desarrollado un profundo humanismo.

Para desbaratar la objeción que nos plantea la postura antigua –advierte Henri-Irénée Marrou– no basta “explicarla en función de los orígenes aristocráticos de la cultura clásica: es muy cierto que la existencia de la esclavitud les permitía a los griegos identificar al hombre libre con el noble desocupado, a quien el trabajo de los demás liberaba de toda tarea envilecedora y le dejaba tiempo disponible para una vida de ocios elegantes y de libertad espiritual. Pero, repito una vez más, las formas contingentes de la historia sirven de vehículo y los encarnan, a ciertos valores que las trascienden; procuremos más bien «comprender», en vez de explicar, lo cual resulta tanto más provechoso cuanto más difícil” [63].


Tratando de comprender el asunto –más que satanizar sin entrar en la reflexión como frecuente y lamentablemente sucede–, lo que Aristóteles dejó planteado, más allá de su conservadurismo y vergonzosos argumentos para defender más que justificar la esclavitud [64], es que toda vida humana que quiera satisfacer esos deseos o inclinaciones desbordantemente naturales hacia la dominación o poder, la riqueza, los placeres y la pereza o el ocio y la vida refinada material e intelectual –como los ha sintetizado el pequeño y agudo Voltaire en su “Diccionario filosófico” -, tendrá que desarrollar una tecnología determinada, un saber práctico productivo en el que se distingan los roles, quién trabaja para quién; quién goza del tiempo libre para ese refinamiento que se ha venido en llamar la realización plena del ser humano, pero que tiene su costo, pues serán muchos los que tendrán que trabajar para esos pocos privilegiados –mejor dotados por la naturaleza o tocados por la fortuna–, que podrán realizarse plenamente como humanos, incluso llevando la facultad del pensar hasta sus cimas más elevadas como es la ciencia en el sentido que le dieron sus creadores los griegos.

Por eso, es una ilusión creer que con la desaparición nominal de la esclavitud ha desaparecido el problema que advirtiera agudamente Aristóteles con gran lucidez: la relación forzosa entre el trabajo necesario y el ocio fundamental para la realización de la persona humana, de quien quiera, auténticamente llamarse libre ;[66] es más, actualmente no habrá esclavitud pero la jornada laboral se ha ido extendiendo cada vez más que los seres humanos hemos terminado cumpliendo jornadas como esclavos, que curiosamente se sienten libres. ¿Libres de qué y para qué? Si unos trabajan infatigablemente para pagar sus deudas por placeres y gustos refinados, y, otros para poder subsistir únicamente. No se trabaja para vivir sino se vive para trabajar.

He ahí el problema, a mayor tecnología refinada más grandes las diferencias y males sociales que resultan de la codicia que despierta la posesión de los bienes que ofrece la sofisticada tecnología. Empero, ¿serán verdaderamente necesarios los bienes materiales que la industria y tecnología contemporánea crea y renueva a velocidad vertiginosa? Pues, si nuestras vidas se hacen dependientes de ellos entonces asumamos las terribles consecuencias sin quejarnos; y, los únicos que tendrían el derecho a hacerlo serían las demás especies vivas que el ser humano se está encargando de eliminar cuidadosa y meticulosamente, en aras de satisfacer sus insaciables apetitos, caprichos y afán de riqueza.

Ahora bien, el cumplimiento de estas medidas correctivas, requiere fundamentalmente, de una disponibilidad a ser mesurado y dejar de lado el nocivo orgullo etnocéntrico y eurocentrista que ha propugando la cultura europea desde mediados del siglo XVIII hasta nuestros días.

En las actuales circunstancias no nos vendría mal escuchar a la musa jonia, portavoz del señor que mora en Delfos, que aconsejó en labios de Heráclito: Es más urgente sofocar la hýbris que cualquier incendio”.

Fernando Muñoz Cabrejo

Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima

Selección de imágenes: José Gálvez Krüger

Notas

[1]Vid. Platón, República VII, 518 C-D / Fedro, 279 B-C. / Cf. Reale, Giovanni. Platón. En búsqueda de la sabiduría secreta. pp.335-34. Editorial Herder, S.A. Barcelona, 2001.

[2]Vid. Johnson, Paul. Tiempos Modernos. p.62. Javier Vergara Editor. S.A. Buenos Aires, 1988.

[3] Vid. Mayakovski, Vladimir. Vladimir Ilich Lenin. p.173.Editorial Progreso. Moscú.

[4]Ibid. p.62.

[5]Vid. Lenin. p.483. Editorial Grijalbo, S.A. México,1959.

[6] Vid. Anti-Dühring. Sección Primera, III. p.23. Editorial Grijalbo, S.A. México, 1975.

[7] Vid. “El significado del materialismo militante”. En Obras Escogidas. t. III. p.689. Editorial Progreso. Moscú, 1979.

[8] Cf. Kolakowski, Leszek. Las principales corrientes del marxismo. t..II. pp.355-356.Alianza Editorial, S.A. Madrid, 1982.

[9]Vid. Ob. cit. pp.13-14. Editorial Progreso, URSS, 1981.

[10] Vid. Ob. cit.. p. 62.

    . 

[11] Vid. Lenin. pp.215-216. Ediciones Ariel. Barcelona, 1972. El juicio de George Valentinovich Plekhanov [1856-1918], padre del marxismo ruso y poseedor de un amplio conocimiento de historia, literatura universal y pensamiento social, resultó completamente certero; pues, Lenin tuvo mucho del célebre líder de los jacobinos que sería conveniente recordar en esta nota ampliatoria. Maximiliano de Robespierre [1758-1794], era de rostro enjuto y felino, expresión fría, tez biliosa y mirada desconcertante y, de maneras secas y afectadas. Hablaba en tono dogmático e imperativo, y cuando reía, lo hacía de modo violento, sarcástico. Su voz era fea y chillona. En el retrato de Greuze –quizá el mejor que de él tenemos–, Robespierre parece una vieja biliosa, agresiva y al propio tiempo tímida. Su vanidad era muy grande y, fuera de Rousseau y Racine sólo se leía a sí mismo. Su habitación estaba adornada con retratos suyos. Sobrio en el comer, jamás bebía alcohol; en cambio, le gustaban mucho los dulces. Fanático de las buenas costumbres y la moralidad, inspiró rigurosísimas medidas contra la prostitución. Su influencia sobre las mujeres fue grandísima y quizá jamás hombre político moderno estuvo rodeado de tantas mujeres como él. “Lo estuvo sobre todo por su misticismo virtuoso –esclarece Mario Mazzucchelli–, por sus aires sacerdotales, que tanta influencia tuvieron sobre una categoría de mujeres histéricas, exaltadas, románticas, atraídas por su naturaleza a admirar a los ascetas y a los seres de excepción…Despertaba un sentimiento que se acercaba más a la devoción que al amor…[producía] una seducción especial provocada por su absoluta inflexibilidad…que no transigía con nadie y con nada….Así, aquel hombre que no se preocupaba de ninguna mujer era admirado por todas, no sólo porque era fuerte y famoso, sino también porque sus doctrinas, al proteger casi teóricamente, por lo menos, a los oprimidos, daban satisfacción, como observó acertadamente D’Alméras, a la debilidad femenina, a su instintiva necesidad de protección”. [Vid. Robespierre. pp.295-296]. Su amigo, el pintor David, lo llamó irreverentemente el “Cristo de la Revolución”. [Cf. Reglá, Juan. “Maximiliano de Robespierre”. pp.421-422]. Desde marzo de 1790 en que es elegido presidente del Club de los Jacobinos o de la Montaña, irá asumiendo paulatinamente posiciones más radicales en su afán de acabar con los símbolos de todo poder: el dinero y las monarquías. Aspiraba para tal fin, a una religión fraternal, sincera e informal. Confiaba hacer servir revolucionariamente ese instinto, natural en mucha gente, de buscar consuelo, fuerza y respuesta en una causa sobrehumana. No creía, como Marx, que la religión fuese “el opio del pueblo”, decía más bien que, “la idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del alma es un llamado continuo a la justicia; es, por lo tanto, social y republicana. Si Dios no existiese, habría que inventarlo”. [Vid.. Mazzucchelli, Mario. Ob. cit. pp.263-264]. En su afán por limpiar la corrupción existente y garantizar un mundo mejor –como el dominico renacentista Girolamo Savoranola [1452-1498]–, se convierte en un implacable líder que no tendrá mejor arma que el terror y la guillotina –creada por el Dr. José Guillotin– para lograr sus “nobles” fines. Por la defensa de los derechos del pueblo que llamaba “sagrados” no dudó en condenar al rey Luis XVI, María Antonieta entre los más afamados nobles y, todos aquellos que fueran sospechosos de no apoyar la revolución en ese período comprendido entre diciembre de 1793 a julio de 1794, en el que corroboró el apelativo con el que el pueblo parisiense lo había aclamado desde 1791: “El incorruptible o el incorruptible defensor del pueblo”. Tal fue el ambiente de terror que generó que sus propios correligionarios, incapaces de ser tan “puros” como él terminarán por apresarlo y darle muerte el 28 de julio de 1794, de la misma manera que él había ordenado para miles de ciudadanos calificados como antirrevolucionarios, teniendo como escenario la plaza de la Revolución. La escena es descrita por Mario Mazzucchelli en los siguientes términos: “El verdugo, después de haber atado a Robespierre a la madera, le arrancó bruscamente las vendas de la herida [tenía la mandíbula destrozada y tres dientes menos por los golpes propinados al momento de la violenta y sorpresiva captura]. Lanzó el reo un rugido parecido al de un tigre moribundo, que se oyó hasta el extremo de la plaza. Un murmullo de terror sacudió a la multitud…Luego se escuchó un rumor sordo, y la cabeza del tirano cayó en la cesta. Al pueblo se le enseñaron tres cabezas: la de Robespierre, de Dumas y de Hanriot: el «dictador», su «juez» y su «soldado»; como para significar, el Terror ha terminado para siempre. ¿Quién pudo sospechar en aquel instante que el rumor sordo significaba no sólo la muerte de un hombre sino también de la revolución?”.[Vid. Ob. cit. p.427]. Una muerte que él había profetizado en unos versos escritos probablemente en 1784: Le seul tourment du juste à son heure dernière, / et le seul dont alors je serai déchiré,/ c’est de voir en mourant la pâle et sombre envie / distiller sur mon front l´opprobe et l’infamie,/ de mourir pour le peuple, et d’en être abhorré.../ ...El único tormento del justo en su postrera hora, / y el único que conmigo podría acabar, / es el ver moribundo, como la lívida y sombría envidia / destila sobre mi frente el oprobio y la infamia,/ es morir por el pueblo y ser aborrecido por él..”.[Vid. Mazzucchelli. Ob. cit. p.29]. Sin embargo, muchos años después, paradójicamente el pueblo francés echará de menos a su incorruptible “guillotinador” para que limpie la creciente podredumbre que se irá apoderando de los distintos regímenes, democráticos o monárquicos, que se sucederán en los años siguientes. Corrupción que se hará inevitable si tenemos en cuenta que Europa ha sido anegada “por la codicia –advierte Werner Sombart– hasta tal punto, que puede ser considerada ya como característica constitutiva de la psique del hombre moderno”. [Vid. El Burgués. p.44]. Y, en esa perspectiva de obsesiva y maniática limpieza social, el contemporáneo Horacio Sanguinetti en la presentación a La razón del pueblo escrita por Robespierre señala que, “aquel abogadito provinciano, tenaz, presuntuoso, «casi insoportable como los principios», rodeado por otros jóvenes igualmente disconformistas e intransigentes con la maldad y el privilegio, acometió en su corta vida pública una de las tareas más enormes reservadas a la humanidad. No llegó a concluirla, acaso porque estaba demasiado impaciente y quiso forzar el tiempo y acelerar el porvenir. Por eso pagó con la vida y con la execración de su memoria. Pero marcó, y eso es lo que caracteriza las revoluciones auténticas, una frontera, un límite, una consecuencia. Nada fue después de Robespierre, exacta ni aproximadamente como antes. Y de él puede decirse que hoy cada hombre le adeuda por lo menos algo de su dignidad cívica y de su sitio sobre la tierra”. [Vid. Ob. cit. pp. 58-59].

[12]Sueños que producirán monstruos como lo graficara estupendamente el pintor Francisco de Goya [1746-1828] en su aguafuerte y aguantina “El sueño de la razón produce monstruos” de 1797-1798, donde el artista mientras descansa es amenazado por murciélagos con ojos de lechuza;…¿de filósofos?... una terrible pesadilla.

[13] Vid. Mi Vida. p.364. Editorial Pluma. Bogotá, 1979.

[14] Vid. Lenin. p. 217. Ediciones Ariel, S.A. Barcelona, 1972. Es del caso resaltar que, León Trotski, uno de los personajes más resplandecientes del siglo XX, no sólo fue un estrecho colaborador de Lenin, sino que “parece haber nacido –observa Emil Ludwig– para completar a Lenin… lo eligió [como cercano colaborador] porque él, precisamente carecía de ese talento oratorio irresistible, de ese poder de convicción frente a las masas y de esa actitud para la acción, que constituían las más brillantes cualidades de Trotsky. Como orador y escritor, Trotsky era infinitamente superior a Lenin. En cambio su energía era mediocre, insuficiente para capacitarlo en la dirección absoluta de la revolución. Lenin, con su sobrio carácter, lo completaba y llenaba ampliamente estas lagunas, en una especie de contrapeso. Ni Zinoviev, ni Radek ni aun Boukharin, tres hombres que conocí en su época más brillante, igualaban la inteligencia extraordinaria de Trotsky”. [Vid. Stalin o el milagro ruso. pp.51-52].

[15] Vid. Lenin. p.47, 52. Salvat Editores, S.A. Barcelona, 1986.

[16]Vid. Ob. cit. pp. 502, 503, 504 y 505. Sin embargo, hay quienes hasta ahora se empecinan en diferenciar la personalidad de ambos líderes comunistas, resaltando el refinamiento intelectual de Lenin y la tosquedad y “ totalitaria” vocación opresora de Josef Vissariónovich, llamado Stalin [1879-1953]; lo cual no se ajusta a los hechos y fuentes que nos hablan de estas dos particulares personalidades. Así, por ejemplo, Emil Ludwig considera que, “la similitud que se comprueba entre los discursos de Lenin y los de Stalin se explica perfectamente a causa del temperamento idéntico de los dos hombres: a los dos les gusta hablar de cifras y circunscribirse estrictamente a los hechos…[Stalin] .fue el hombre que cerró el período revolucionario y dirigió poderosamente la reconstrucción y construcción industrial del país,…demostró como heredero de Lenin, poseer cualidades extraordinarias para continuar su obra…[y] sólo podía obtener grandes resultados ejerciendo el poder absoluto.[Vid. Ob. cit. pp. 35, 45-46, 63-64].

[17] Vid. Mayakovski, Vladimir. Ob. cit. pp. 95-97.

[18] Vid. Ob. cit. p. 405.

[19] Ibíd. p.63.

[20] Vid. Lenin. p.2. Ediciones Lenguas Extranjeras. Pekín,1976.

[21] Vid. Lenin. p.257.

[22] Vid. Lenin. Una biografía. p.53.

       Ediciones Folio, S.A. 2003. 

[23] Ibid. pp. 63-64.

[24]Vid. Manifiesto Comunista. En Obras Escogidas. t. I. p.50. Editorial Progreso, Moscú.

[25]Aunque sea más palabra que acción, pues, no se muestra muy consecuente y coherente en el respeto a cuestiones tan delicadas, moral y jurídicamente, como el reconocimiento y asistencia de un hijo o hija, elemento primario de una sociedad que debe ser cuidadosamente criado y educado para evitar que los males e injusticias sociales se produzcan y sigan reproduciéndose. Resulta un golpe muy desagradable saber lo que Karl Marx hizo con Helen Demuth –conocida en la familia como “Linchen o Lenita”– y el hijo que tuvo con ella de nombre Henry Frederick –llamado Freddy– registrado con el apellido Demuth, pues, su padre Karl Marx nunca lo reconoció como tal. En las primeras décadas del siglo XX, el caso era conocido por todos los más renombrados dirigentes socialistas, próximos al circulo de Friedrich Engels; pero,“no se hablaba del asunto –comenta Werner Blumenberg, uno de los pocos biógrafos del célebre comunista que menciona el tema–, en parte porque el hecho les parecía escandaloso a la luz de la moral burguesa imperante en la época, y en parte porque no se ajustaba a los rasgos heroicos e idílicos propios de un ídolo de las masas. Se borraron, pues, todas las huellas de su hijo, y sólo la casualidad preservó de la destrucción una carta de Louise Freyberger-Kautsky dirigida a August Bebel que aclara el asunto”. [Vid. Marx .p.139]. Friedrich Engels, el “General” –como habían empezado a llamarle Jenny Marx y sus hijos, por sus conocimientos en materia de guerra–, días antes de morir confesó quienes eran los padres de Freddy –de rostro genuinamente judío y cabellos negro-azulados muy parecidos a los del padre– y, que Eleanor conocida como Tussy niega el hecho porque quiere convertir a su padre en un ídolo. Sin embargo, en la voluminosa y detallada biografía que escribe Gustav Mayer sobre Friedrich Engels no se menciona ninguna palabra sobre la incómoda cuestión; y, en la que traza paradigmáticamente Franz Mehring en torno a Karl Marx, tampoco se dice nada sobre el tema y por el contrario se resalta la vida sacrificada, “siempre en situación angustiosa”, que como Prometeo llevó Marx en aras de la liberación del proletariado y la finalización de todas las injusticias, contando con el apoyo de su esposa Jenny que será ensalzada a su muerte por su dolido esposo en estos términos:“…si ha habido en el mundo alguna mujer que pusiese su mayor dicha en hacer dichosos a otros, era ésta a quien hoy enterramos”. [Vid. Carlos Marx. pp. 219, 541].



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