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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Jean-Auguste Dominique Ingres

De Enciclopedia Católica

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Pintor francés, n. en Montauban el 29 de agosto de 1780; m. en París el 14 de enero de 1867. Su padre lo mandó a estudiar a Tolosa. A la edad de dieciséis entró en el famoso estudio de David (París). Éste, absorto en las teorías de Mengs y Wincklemann, había roto con las presunciones y los libertinismos del siglo xviii y condujo al arte de regreso a la naturaleza y a la antigüedad. En opinión de David, las antigüedades eran la máxima expresión de la vida, libres de todo lo meramente transitorio y lejanos a los caprichos del antojo y la moda. Ingres aceptó el programa de su maestro en su totalidad. Sin embargo, lo que para David constituía un sistema homogéneo, que contestaba las facultades gemelas de su vasto y poderoso organismo, significaba otra cosa muy distinta para el alumno. El joven artista estaba dotado de una maravillosa sensibilidad realista: nadie experimentó jamás tan meridianas, penetrantes y obvias impresiones, así como la capacidad para trasladarlas en su totalidad al papel o al lienzo. Pero estos dones excepcionales fueron perjudicados por una extremada carencia de ingenio y originalidad. Desafortunadamente, las enseñanzas de David le hiceron creer que el arte fino consistía en imitar lo antiguo y que la dignidad de un pintor lo constreñía a pintar temas históricos. Toda su vida, Ingres se hizo violencia para pintar escenas de la clase de las Sabinas de su maestro, tal como lo hizo en Los embajadores de Agamenón (Pais, Ecole des Beaux-Arts), cuadro ganador del Prix de Rome en 1801. Mas en lugar de ser una escena histórica o poética viva, esta pintura no es más que una colección de estudios, bordados con esfuerzo, y con un resultado carente de verdadera unidad.

Así, en Ingres siempre hubo una curiosa contradicción entre su temperamento y su educación, entre su habilidad y sus teorías. Y esta batalla secreta entre sus vehementes deseos realistas y sus convicciones idealistas explica las discordancias de sus obras. Al principio, sin embargo, su juventud fue el factor principal —aunque quizá también le favorecieran su obscuridad, la escasez de órdenes importantes y la necesidad de ganarse la vida—, pues nunca fue más fenomenal, o nunca fue más él mismo, que durante este período de su carrera (1800-1820). Su realismo absoluto y su intransigencia causaron que se le considerara en la escuela de David como excéntrico y revolucionario. Ingres había sido amigo de un escultor florentino llamado Bartolini, y sintió una fuerte atracción por las obras del período renacentista temprano, y por aquel arte vibrante de vida y casi febril en su manera de representar la naturaleza, ejemplos de los cuales hayamos en las obras de Donatelo y Filippo Lippi. Se volvió entusiasta de las escuelas arcaicas, de los extraños poemas de Osián, de los trajes medievales, en pocas palabras, de todo lo que al ser poco convencional le parecía acercarse más a la realidad, o al menos le emocionaba y llenaba de sensaciones. Fue catalogado de gótico, de imitador de Jean de Bruges (Jan van Eyck), y todas las obras que produjo en este tiempo llevan la marca de rareza. Esto es cierto especialmente en sus retratos. Los de Madame Rivière (Louvre, 1804), de Granet (Aix-en-Provence, 1806), de Madame Aymon, La Belle Zélie, (Rouen, 1806), de Madame Devançay (Chantilly, 1807) y el de Madame de Sennoues (Nantes, 1810) no tienen igual en todo el mundo, y merecen un lugar enseguida de las creaciones inmortales de Tiziano y Rafael. Nunca hubo una ausencia más total de estilo, de olvido de un propósito fijo, de esfuerzo sistemático o poético; nunca un pintor se dio más enteramente al realismo o se rindió más plenamente a su modelo, al objeto que se hallaba ante él. Ninguna obra nos ayuda a entender con mayor claridad la expresión de algo acabado, a no ser que sean esos pequeños bocetos dibujados por este mismo artista en los días de su pobreza, vendidos a veinte francos cada uno, y que ahora se conocen en todo el mundo como los dibujos a lápiz de Ingres. Los mejores han de verse en el Louvre y en la colección Bonnat de París y Bayona.

En 1806, Ingres partió para Roma, y en el Vaticano vio los frescos del mejor de los decoradores, el maestro del Parnaso y la Escuela de Atenas. Al instante se convenció de que esta era la belleza en su forma absoluta y de que estas pinturas contenían las fórmulas y los conceptos reveladores de una total definición del arte y de sus leyes inmutables. Y a este error suyo debemos no pocas de sus mejores obras; pues si no se hubiera creído equivocadamente un clasicista, no se hubiera sentido obligado a adoptar el constituyente esencial del idioma clásico, es decir, el desnudo. El desnudo, en el realismo moderno, da a entender lo inusual, sugiere algo furtivo y secreto, y sólo ocurre en el programa de los realistas como algo excepcional. Mientras que con Ingres, gracias al idealismo clásico de su doctrina, el desnudo siempre fue un objeto de estudio muy importante y sagrado. Y a este estudio aplicó, como con todas sus empresas, una delicadeza y una frescura de sentimiento, una exactitud de observación atenuada por un leve toque de atractivo sensual, el cual coloca estas pinturas entre sus más preciadas obras. Ningún francés llegó a dominar en igual medida, o con tanta similaridad al arte de los grandes, el gozo de dibujar y pintar un hermoso cuerpo, de reproducirlo en toda la gloria y la gracia de su juventud. El Edipo y la Bañista (1808), la Odalisca (1814), la Fuente (1818) —todos estos cuadros hallados el Louvre— están entre los más bellos poemas consagrados a la exposición de aquel nobilísimo significado de la figura humana. Con todo, siguen siendo apenas «estudios» incomparables. El pintor mientras tanto permanece incapaz de armonizar sus sensaciones para formar un cuadro vivo.

Este mismo gusto por lo curioso llevó a Ingres en este periodo a producir una gran cantidad de obras menores del tipo anecdótico e históricas, tales como Rafael y la Fornarina, Francesca da rimini (1819, en el Museo de Angers), etcétera, obras que a veces demuestran el ingenio, el romance y el capricho de una miniatura del Quattrocento. Aquí el estilo se convierte en una parte de la realidad y el arcaísmo del uno sólo sirve para resaltar con mayor claridad la originalidad del otro. En obras de esta clase, no hay otra más perfecta que su Capilla Sixtina (Louvre, 1814). Esta magnífica creación, aunque pequeña en tamaño, es quizá la obra más completa, mejor balanceada y de mayor firmeza que jamás haya creado el maestro. Para este tiempo, David, exiliado por la Restauración, dejó la escuela francesa sin representante; mientras que la escuela romántica, con la Medusa de Gericault (1818) y el Dante de Delacroix (1822), clamaba reconocimiento. Ingres, hasta ahora poco conocido en su soledad en Italia, decidió regresar a Francia y asestar un golpe temerario. Ya en 1820 envió al Salón su Cristo entrega las llaves a san Pedro (Louvre), una obra fría y sobria que ganó gran éxito entre los clasicistas. El cuadro El voto de Luis XIII (Montauban, 1824), homenaje a Rafael, apareció oportunamente como un contraste a La matanza de Quíos de Delacroix. Desde entonces, a Ingres se le respetó como dirigente de la escuela tradicional, y prueba su derecho al título con la producción de la famosa Apoteosis de Homero (Louvre, 1827).

Esto señala el comienzo de un nuevo período, en el cual Ingres, absorto en las obras decorativas, no es más que el defensor de la enseñanza clásica. Una y otra vez se violentó en la composición de obras enormes como el Martirio de san Sinforiano (Autun, 1835), La edad de oro (Dampierre, 1843-49), la Apoteosis de Napoleón, Jesús entre los doctores (Montauban, 1862), obras que suponen una labor de la máxima perseverancia, y que después de todo son solamente grupos de «estudios»: mosaicos cuidadosamente colocados y sin vida. Algunos de los retratos más bellos de Ingres, los de Armand Bertin (Louvre, 1831), de Cherubini (Louvre, 1842) y de Madame de Haussonville (1845), pertenecen a este período. Pero poco a poco renunció a los retratos, y deseó ser únicamente pintor de lo ideal. Sin embargo, ahora lo era menos. En sus últimas obras, su deficiencia en la composición se vuelve cada vez más evidente; su vida pasa sin acontecimientos de nota. En 1820 partió de Roma hacia Florencia, y en 1824 se estableció en París, ciudad a la que nunca dejó, excepto por seis años (1836-1842), los cuales pasó en Roma como director de la Villa Médici. Murió a la edad de 87 trabajando hasta el último día. Tal vez su prestigio y su alta autoridad valió algo en el renacimiento de la pintura decorativa ocurrido a mediados del siglo xix. Mas su legado indiscutible fue un principio de rareza o curiosidad y de excentricidad, copiada por artistas como Signol y Jeanniot. Ingres fue un naturalista que persistió en practicar el estilo más idealista del arte jamás emprendido en la escuela francesa. Como su gran rival Delacroix, puede decirse que fue un fenómeno aislado en el arte del siglo xix.

GAUTIER, Les Beaux-Arts en Europe (París, 1855); DELECLUZE, Louis David, son ecole et son temps (París, 1855); DELABORDE, Ingres, sa vie, sa doctrine (París, 1870); BLANCE, Ingres (París, 1870); DUVAL, L’Atelier d’Ingres (París, 1878); LAPAUZE, Les dessins d’Ingres (París, 1901): 7 vols. en folio y 1 vol. de impresos); DE WYZEWA, L’aervre peint de J.D. Ingres (París, 1907): D’AGEN, Ingres, d’apres une correspondance inedite (París, 1909). 

LOUIS GILLET Transcrito por Beth Ste-Marie Traducción de Manuel Rodríguez Rmz.