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Martes, 3 de diciembre de 2024

Papa Alejandro VI

De Enciclopedia Católica

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Rodrigo Borgia, nació en Xativa, cerca de Valencia, España, el 1 de enero de 1431. Murió en Roma, el 18 de agosto de 1503. Sus padres fueron Jofre Lançol e Isabella Borja, hermana del Cardenal Alfonso Borja, posteriormente Papa Calixto III.

El joven Rodrigo no había aún hecho una elección definitiva de profesión cuando la elevación de su tío al papado (1455) le abrió nuevas perspectivas a su ambición. Fue recibido en el seno de la familia cercana de Calixto y desde entonces los italianos lo conocieron como Rodrigo Borgia. Al igual que muchos otros jóvenes príncipes, fue incorporado forzadamente al servicio de la Iglesia, sin que la cuestión de la vocación fuera tomada en cuenta para nada. Luego de otorgarle varios beneficios muy ricos, su tío lo envió a estudiar leyes a la Universidad de Bolonia durante un año. En 1456, a la edad de veinticinco años, fue creado cardenal diácono de San Nicolo in Carcere, y mantuvo ese título hasta 1471, cuando se convirtió en cardenal obispo de Albano. Fue hecho cardenal obispo de Porto y decano del Sagrado Colegio (Eubel, Hierarchia Catholica, II, 12). Su posición oficial en la Curia después del 1457 fue la de Vicecanciller de la Iglesia Romana, y aunque muchos le envidiaban esa función tan lucrativa, parece ser que a todo mundo dejó contento durante su larga administración de la cancillería papal. Incluso Guicciardini admite que "en él se combinaban una rara prudencia y vigilancia, una reflexión madura, un maravilloso poder de persuasión, una habilidad y capacidad de conducir los asuntos más complicados". La lista de arzobispados, obispados, abadías y otras dignidades que él poseía, según las enumera el obispo de Mudena en una carta a la Duquesa de Ferrara (Pastor, History of the Popes, V, 533, versión inglesa), se asemeja al famoso catálogo de Leparella, y ello lo convirtió en uno de los hombres más ricos de su época. Pero si bien su casa era de una magnificencia notable, y él era un apasionado jugador de baraja, era totalmente abstemio en comida y bebida, y destacaba por sus habilidades administrativas. Al cumplir 29 años recibió una carta del Papa Pío II en la que éste le reprobaba fuertemente sus desmanes en Siena, que habían sido tan notorios que tanto el pueblo como la corte estaban escandalizados (Raynaldus Ann eccl. ad. an. 1460, n. 31). Continuó con sus malas costumbres incluso después de su ordenación sacerdotal en 1468. Sus contemporáneos alababan su figura apuesta e imponente, su actitud alegre, su manera persuasiva, su conversación brillante y dominio perfecto de la etiqueta de la alta sociedad. Se dice que el mejor retrato de él lo pintó Pinturicchio en el Appartimento Borgia del Vaticano. Yriarte (Autour des Borgia, 79) alaba su ambientación de grandeur incontestable. Alrededor de 1470 se relacionó con una dama romana, Vanozza Catanei, madre de sus cuatro hijos: Juan, César, Lucrecia y Jofre, nacidos, respectivamente, según Gregorovius (Lucrecia Borgia 13) en 1474, 1476, 1480, y 1482.


Borgia, por un escaso margen en la requerida mayoría de dos tercios, asegurado por su propio voto, fue proclamado papa en la mañana del 11 de agosto de 1492, y adoptó el nombre de Alejandro VI. [Véanse más detalles de este cónclave en Pastor, "Historia de los Papas", (Edición alemana, Friburgo, 1895), III, 275-278; también American Catholic Quarterly Review, abril, 1900]. La creencia generalizada era que obtuvo el papado a través de la simonía (Pastor, loc. cit.) lo cual no es improbable (Raynaldus, Ann. eccl. ad an. 1492, n. 26), aunque de cualquier modo será muy difícil probarlo jurídicamente puesto que la ley que entonces regía la elección era válida. No existe ninguna evidencia de que Borgia haya pagado a nadie un ducado para obtener su voto. Hace mucho que quedó desacreditada la versión de Infessura que hablaba de mulas cargadas de plata. Una lectura más acuciosa de la acusación de Pastor requiere una revisión, pues afirma (III, 277) que ocho de los veintitrés electores, o sea, Della Rovere, Piccolomini, Medici, Caraffa, Costa, Basso, Zeno, y Cibò, se mantuvieron firmes hasta el fin en contra de Borgia. Si eso fuera cierto, Borgia no podría haber asegurado la mayoría de dos tercios. Lo único que se puede afirmar con certeza es que el factor decisivo en su elección fue el apoyo que le brindó a Borgia el voto y la influencia del Cardenal Ascanio Sforza. Y es casi igual de cierto que la acción de Sforza no fue fruto de la plata sino del deseo de ser el principal consejero del futuro Papa. La elevación al papado de aquel que había conducido los asuntos de la cancillería romana con tanto acierto durante treinta y cinco años fue acogida con aprobación general. No se halla evidencia alguna de "la alarma y el horror" de los que habla Guicciardini. Los romanos, que habían llegado a ver a Borgia como uno de ellos, y que predecían un pontificado a la vez espléndido y enérgico, se sintieron especialmente complacidos por la elección, y manifestaron su contento con fogatas, procesiones de antorchas, guirnaldas de flores y arcos triunfales adornados con inscripciones extravagantes. Durante su coronación en San Pedro (26 de agosto), y al paso de la procesión a San Juan de Letrán, fue recibido con ovaciones "mayores", afirma el cronista, "que las que haya recibido cualquier otro pontífice". Inmediatamente procedió a confirmar la buena opinión que de él tenían los romanos poniendo fin a la criminalidad que reinaba en la ciudad, y cuya gravedad se puede inferir del comentario que hace Infessura acerca de que se habían cometido doscientos veintidós asesinatos en el espacio de unos pocos meses. Alejandro ordenó que se hicieran investigaciones, que se ahorcara a cada criminal sin mayor preámbulo y que su casa fuera arrasada. Dividió la ciudad en cuatro distritos, al frente de cada uno de los cuales puso a un magistrado plenipotenciario para que mantuviera el orden. Además, dispuso que el martes de cada semana fuera el día en que cualquier hombre o mujer pudiera hacerle conocer personalmente sus quejas, "y", dice el cronista, "se dedicó a ejercer la justicia en forma admirable". Tan vigoroso método de aplicar la justicia cambió la faz de la ciudad en poco tiempo, cosa que el agradecido populacho atribuyó a la intervención deDios.


Posteriormente Alejandro puso su atención en la defensa y embellecimiento de la Ciudad Eterna. Convirtió el Mausoleo de Adriano en una verdadera fortaleza, capaz de soportar cualquier sitio. Con la fortificación de la Torre Nona aseguró la ciudad contra ataques navales. Merece ser llamado el fundador de la Ciudad Leonina, la que él transformó en el barrio más de moda en Roma. Su magnífica Via Alessandrina, hoy día llamada Borgo Nuovo, continúa siendo hasta hoy la magna llegada a San Pedro. Bajo su dirección, Pinturicchio adornó el Appartimento Borgia en el Vaticano, indicándole el camino a su inmortal discípulo, Rafael. Su memoria está asociada, claro, con los edificios que él construyó, pero también con los que construyeron reyes y cardenales a los que él convenció de hacerlo. Durante su reinado Bramante diseñó, para Fernando e Isabel, esa joya exquisita de la arquitectura, el Tempietto, sobre el sitio conocido tradicionalmente como el del martirio de san Pedro. Si no fue Bramante, ciertamente fue algún otro de los grandes arquitectos, igualmente atraído a Roma por la fama de la liberalidad del Papa, quien construyó para el Cardenal Riario el magnífico palacio de la Cancellaria. En 1500, el embajador del Emperador Maximiliano puso la primera piedra de la hermosa iglesia nacional de los alemanes, Santa Maria dell' Anima. Para no quedarse atrás, el cardenal francés, Briconnet, erigió la Santa Trinità dei Monti, y los españoles Santa Maria di Monserrato. A Alejandro le debemos los hermosos techos de Santa Maria Maggiore, en cuya decoración fue utilizado, según la tradición, el primer oro llevado de América por Cristóbal Colón. Aunque nunca presumió de grandes conocimientos, siempre apoyó las artes y la ciencia. Siendo aún cardenal había escrito dos tratados sobre asuntos canónicos y una defensa de la fe cristiana. Reconstruyó la Universidad Romana y realizó generosas contribuciones para el mantenimiento de los profesores. Siempre se rodeó de personas muy cultas y sentía una predilección especial por los juristas. Su gusto por las representaciones teatrales fomentó el desarrollo del drama. Disfrutaba mucho de las ceremonias papales, a las que añadía gracia y dignidad con su figura majestuosa. Le gustaba escuchar a los buenos predicadores y admiraba la buena música. En 1497, Alejandro decretó que el "Praefectus Sacrarii Pontificii", mejor conocido como el "Sacristán del Papa", que en realidad fungía como párroco del Vaticano y guardián de la conciencia del Papa, debería ser permanente y exclusivamente un prelado de la Orden de San Agustín, ordenamiento que aún perdura. Alejandro se ganó la enemistad de España, la difamación de muchos contemporáneos de mente estrecha y la gratitud de la posteridad gracias a su actitud tolerante hacia los judíos, por más que sufrió coacciones para que los desterrara o molestara. Las grandes cantidades de peregrinos que llegaron a Roma en el año jubilar de 1500 constituyeron una magnífica demostración de la profundidad y universalidad de la fe popular. La capacidad de la ciudad para albergar y alimentar tantos miles de visitantes de todas partes de Europa fue presionada al máximo, pero Alejandro no escatimó gastos ni esfuerzos para dar seguridad y comodidad a sus huéspedes. La política que había heredado de su tío era la de mantener la paz entre los Cristianos y de formar una coalición entre la potencias europeas en contra de los turcos. Uno de sus primeros actos públicos fue evitar un choque entre España y Portugal acerca de los territorios recién descubiertos. Para ello trazó su línea de demarcación, acción de gran alcance pacificador y no de usurpación ni ambición. [Civiltà Cattolica (1865), I, 665-680]. Hizo lo mejor que pudo para disuadir a Carlos VIII de Francia de que invadiera Italia. El fracaso de ese intento se debe en no poca manera a la falta de patriotismo del mismo Giuliano della Rovere que, después, como Julio II, intentó inútilmente expulsar a los "bárbaros" a quienes él mismo había invitado. Alejandro emitió un sabio decreto en relación a la censura de libros, y envió a los primeros misioneros al Nuevo Mundo.


A pesar que estas y otras acciones semejantes podrían merecerle un lugar envidiable en los anales del papado, Alejandro continuó como papa el estilo de vida que había manchado su cardenalato (Pastor, op. cit., III, 449 152). Una cruel Némesis lo persiguió hasta su muerte en la forma de un desmedido afecto paterno por sus hijos. Es muy creíble el informe del embajador de Ferrara acerca de que el Papa había decidido mantenerlos lejos de Roma, pues todos los esfuerzos que hacía para promoverlos socialmente señalaban hacia España. Aún siendo cardenal, había casado a una de sus hijas, Girolama, con un noble español. Para su hijo Pedro Luis había comprado el ducado de Gandia del monarca español, y cuando Pedro murió, consiguió que lo heredara Juan, el hijo mayor de los que tuvo con Vanozza. Este desafortunado joven estaba casado con una prima del rey de España y fue el abuelo de san Francisco de Borja, cuyas virtudes compensaron muchos de los vicios de su parentela. El orgulloso padre cometió un gran error al elegir a su hijo César para ser el representante de los Borgia ante la Iglesia. En 1480, el Papa Inocencio VIII permitió que este muchacho pudiera ser elegible para las órdenes sagradas al dispensarlo de la irregularidad eclesiástica causada por su nacimiento de episcopo cardinali et conjugatâ, y le concedió varios beneficios españoles, siendo el último de ellos el obispado de Pamplona, en cuya vecindad, por una extraña fatalidad, encontró la muerte. Una semana después de su coronación como Pontífice, Alejandro nombró a César arzobispo de Valencia, pero César ni partió para España ni tampoco recibió las órdenes sagradas. También el hijo menor, Jofre, fue impuesto a la Iglesia española. Ulterior evidencia de que el Papa estaba decidido a mantener a sus hijos lejos de su corte fue que hizo que su hija Lucrecia se comprometiera en matrimonio con un noble español. El matrimonio, sin embargo, jamás se llevó a cabo. Era una costumbre establecida que los papas tuvieran representantes personales en el Sagrado Colegio Cardenalicio, de modo que Alejandro eligió para este puesto de confianza al hijo de su hermana, el Cardenal Giovanni Borgia. El posterior descuido de su decisión original respecto a sus hijos puede ser razonablemente atribuido a los perversos consejos de Ascanio Sforza, a quien Borgia había premiado con la vicecancillería, y que actuaba de facto como su primer ministro. El propósito central de la residencia de Ascanio en la corte papal era promover los intereses de su hermano, Ludovico il Moro, que había sido regente de Milán por muchos años, durante la minoría de edad de su sobrino Gian Galeazzo, y ya no quería ceder las riendas del gobierno a pesar de que el Duque había ya alcanzado la mayoría de edad. Gian Galeazzo no tenía poder para reclamar sus derechos, pero su esposa, mucho más asertiva, era nieta del Rey Ferrante de Nápoles, y sus incesantes peticiones de ayuda a su familia habían creado en Ludovico un constante temor de una invasión napolitana. Alejandro tenía muchas quejas verdaderas contra Ferrante, de las cuales la última se debía al apoyo financiero que el Rey le había otorgado a Virginio Orsini, vasallo del Papa, para la compra de Cervetri y Anguillara, sin el consentimiento de Alejandro. Dicha transacción significó un total desprecio de la autoridad papal, pero, además de eso, no pudo ser más desfavorable el sentimiento que causó la concesión de poder a una familia ya poderosa de por sí. Así fue como Alejandro pudo ser fácilmente inducido a aceptar una alianza defensiva con Milán y Venecia. La liga fue solemnemente proclamada el 25 de abril de 1493. Y se consolidó con el primero de los matrimonios de Lucrecia. Su primer marido fue un primo de Ascanio, Giovanni Sforza, Señor de Pesaro. La boda fue realizada en el Vaticano, ante la presencia del Papa, diez cardenales y los principales nobles de la ciudad con sus damas. La clase de excesos de esa ocasión, aún descontadas las posibles exageraciones y rumores, siguen siendo una mancha en el carácter de Alejandro. Ferrante hablaba de guerra, mas, gracias a la mediación de España, llegó a un acuerdo con el Papa y, como signo de reconciliación, entregó en matrimonio la mano de su hija Sancia al hijo menor de Alejandro, Jofre, a la que acompañó, como dote, el principado de Squillace. César Borgia fue creado cardenal el 20 de septiembre. La reconciliación de Ferrante con el Papa apenas llegó a tiempo.


Unos días después de haber sellado la paz, llegó a Roma un enviado del Rey Carlos VIII para exigir que su amo fuera investido como soberano de Nápoles. Alejandro se negó terminantemente y, a la muerte de Ferrante, en enero de 1494, desdeñando las amenazas y protestas de los franceses, confirmó al hijo de Ferrante, Alfonso II, como su sucesor, y mandó a su sobrino, Cardenal Giovanni Borgia, a Nápoles para que lo coronara. La política de Alejandro no sólo era dictada por un saludable deseo de mantener la paz en Italia, sino porque estaba consciente de que un poderoso grupo de sus cardenales, encabezados por el ambicioso Della Rovere, estaba promoviendo una invasión comandada por Carlos, con el objeto de deponerlo, bajo acusaciones de simonía e inmoralidad. En septiembre de 1494, los franceses cruzaron los Alpes y el día último de ese mismo año entraron en Roma, sin necesidad de utilizar ninguna otra arma, según comenta el mismo Alejandro sarcásticamente (Commines, VII, 15), que la tiza con que señalaban los albergues para sus tropas. Los barones del Papa desertaron uno tras otro. Colonna y Savelli fueron traidores desde el comienzo, pero lo que él sintió más profundamente fue la traición de Virginio Orsini, el comandante de su ejército. Cualquier otro papa más santo que Alejandro hubiese cometido el error fatal de inclinarse ante la fuerza bruta y rendirse incondicionalmente al conquistador de Italia; el más heroico de los papas no podría haber sostenido con mayor firmeza la estabilidad de la Santa sede en ese momento crucial. Desde lo alto de las murallas que se derrumbaban, en el castillo de Sant' Angelo, cuyas defensas no estaban aún completas, él miraba calmadamente hacia la boca del cañón francés. Y con la misma intrepidez hacía frente a la camarilla de los cardenales de Della Rovere que a gritos pedían su deposición. Al cabo de una semana quien tuvo que capitular fue Carlos. Este reconoció a Alejandro como legítimo papa, ante el enorme disgusto de Della Rovere, y confesó "su filial obediencia", dice Commines, "con toda la humildad posible", pero no obtuvo del Pontífice ningún reconocimiento de sus derechos sobre Nápoles. Carlos entró en Nápoles el 22 de febrero de 1495, sin tener que dar un solo golpe. Ante su llegada, el poco popular Alfonso abdicó en favor de su hijo Ferrantino, y este último, al no recibir ningún apoyo, se retiró a buscar la ayuda de España. Carlos desperdició dos meses en inútiles intentos por convencer al Papa, con promesas y amenazas, de que sancionara su usurpación, y mientras tanto una alianza poderosa integrada por Venecia, Milán, el Imperio, España y la Santa Sede, se estaba formando en contra suya. Finalmente, el 12 de mayo él se coronó a sí mismo, pero el siguiente mes de julio lo encontró huyendo a Francia a través de sus aliados italianos. Para el fin de ese año los franceses había retornado a Francia. Nadie deseaba que volvieran excepto el inquieto Della Rovere y los seguidores de Savonarola. La historia del fraile florentino deberá ser narrada en otra parte. Por ahora basta saber que el trato que le dio Alejandro fue extremadamente paciente y comprensivo.


La invasión francesa fue el parteaguas de la carrera política de Alejandro VI. Ese evento le enseñó que si él quería estar a salvo en Roma y tener el control de los territorios de la Iglesia, debería reducir a los barones insolentes y desleales que lo habían traicionado en su momento de peligro. Desafortunadamente, este laudable propósito se vio cada vez más y más identificado en su mente con estrategias encaminadas al engrandecimiento de su familia. En ese programa no había cabida para reformas de abusos. En contraposición, para obtener dinero para sus operaciones militares utilizó las funciones y los privilegios civiles y espirituales de modo escandaloso. Decidió comenzar con los Orsini, cuya traición en los momentos más críticos lo había puesto en una situación verdaderamente desesperada. Parecía ser el momento oportuno, pues Virginio, la cabeza de esa familia, estaba prisionero en manos de Ferrantino. Eligió a su joven hijo, Juan, Duque de Gandia, para que ocupara el puesto de comandante de sus tropas. La lucha se prolongó por meses. Los castillos menores de los Orsini terminaron rindiéndose, pero Bracciano, su fortaleza principal, resistió todos los embates de las tropas pontificias. Estas últimas fueron finalmente obligadas a levantar el sitio y el día 25 de enero de 1479 fueron vencidas lamentablemente en Soriano. Ahora ambos lados estaban dispuestos a negociar la paz. Mediante el pago de 50,000 florines de oro los Orsini recuperaron todos sus castillos excepto Cervetri y Anguillara, los cuales habían sido el motivo original de su pleito con el Papa. Para poder apoderarse de la fortaleza de Ostia, guardada por las tropas francesas del Cardenal Della Rovere, Alejandro inteligentemente solicitó la ayuda de Gonzalo de Córdova y sus veteranos españoles. La plaza se rindió al "Gran Capitán" en dos semanas. Al fracasar en su intento de obtener para su familia las posesiones de los Orsini, el Papa pasó a exigir el consentimiento de los cardenales para erigir Benevento, Terracina, y Pontecorvo como un ducado para otorgarlo al Duque de Gandia. El Cardenal Piccolomini fue el único miembro del Colegio que se atrevió a protestar en contra de esa enajenación indebida de la propiedad de la Iglesia. Una protesta incluso más fuerte que la del Cardenal de Siena, fue la que resonó a lo ancho del mundo una semana después cuando, el 16 de junio, el cuerpo del joven Duque fue encontrado flotando en el Tíber, con la garganta cortada y varias heridas profundas. Los historiadores han trabajado en vano para descubrir quién cometió ese crimen, pero éste ciertamente constituyó una invitación del Cielo al arrepentimiento, que nadie sintió más profundamente que el Papa. En los primeros espasmos del dolor, Alejandro incluso habló de renunciar a la tiara. Pero, luego de pasar tres días con sus noches sin comer ni dormir, reapareció en el consistorio e hizo pública su determinación de emprender esa reforma de la Iglesia "en la cabeza y sus miembros" que el mundo había estado esperando. Una comisión de cardenales y canonistas comenzó arduamente a elaborar normas que hacían prever los decretos disciplinares de Trento. Pero nunca fueron promulgadas. El paso del tiempo gradualmente atemperó el dolor y extinguió la contrición de Alejandro. A partir de entonces la voluntad de hierro de César se convirtió en la ley. Fue evidente desde el principio que él quería volar muy alto. Lo demostró con su decisión, a la que el Papa inicialmente se opuso, de renunciar al cardenalato y otras dignidades eclesiásticas, y convertirse en un príncipe secular. Las condiciones de Nápoles eran ciertamente atractivas. El galante Ferrantino había muerto sin descendencia y fue sucedido por su tío Federigo, cuya coronación fue posiblemente uno de los últimos, y quizás también uno de los primeros, actos eclesiásticos de César. Si lograra asegurar la mano de la hija de Federigo, Carlotta, Princesa de Tarento, él se convertiría en uno de los señores más poderosos del reino, con prospectos ulteriores de heredar la corona. Mas no hubo forma de vencer la repugnancia de Carlotta. Andaba César todavía buscando convencer a Carlotta cuando se culminó otro matrimonio que causó gran escándalo. El matrimonio de Lucrecia con Sforza fue declarado nulo sobre la base de la impotencia de este último, y ella fue dada en matrimonio a Alfonso de Biseglia, un hijo ilegítimo de Alfonso II.


Mientras tanto, las cosas en Francia habían tomado un rumbo inesperado que modificó significativamente el curso de la historia italiana y de la carrera de los Borgia. Carlos VIII murió en abril del 1498. Lo había antecedido a la tumba su único hijo, por lo que dejó su trono a su primo, el Duque de Orleans, el Rey Luis XII, quien en ese momento se encontraba necesitado de dos favores papales. Siendo él joven había sido obligado a desposar a Jean de Valois, la santa pero deforme hija de Luis XI. Aún más, para poder conservar la Bretaña, era esencial que pudiera casarse con la viuda de su difunto primo, la Reina Ana. Nadie culpa a Alejandro por haber concedido el esperado decreto de nulidad del matrimonio del Rey, ni por haberle dispensado el impedimento de afinidad. La comisión de investigación que él estableció encontró los dos datos fundamentales en los que se basó para declarar inválido el matrimonio de Jane: que no había existido consentimiento y que jamás se había consumado. Fue el uso político que le dieron los Borgia a esa circunstancia, y la posible alianza con Francia y la Santa Sede, lo que llevó a varias de las potencias europeas al borde del cisma. Pero nada amedrentó a Alejandro, ni las amenazas de un concilio, ni las de su derrocamiento, pues tenía el control absoluto del Sagrado Colegio Cardenalicio. Della Rovere se había convertido en su agente en Francia. Ascanio Sforza ya estaba para retirarse permanentemente de Roma. Luis había heredado de su abuela, Valentina Visconti, claros derechos para reclamar el Ducado de Milán, usurpado por los Sforza, y a nadie le ocultaba que deseaba ejercitarlos. A Alejandro no se le puede hacer responsable de la segunda invasión "bárbara" de Italia, pero ciertamente él no tardó ni un instante en aprovecharse de la situación para consolidar su poder temporal y el engrandecimiento de su familia. El 1 Octubre de 1498, César, que ya no era cardenal, sino que había sido designado Duque de Valentinois y Par de Francia. Partió de Roma para llevar al Rey Luis la dispensa papal y al ministro D'Amboise el capelo cardenalicio, y para buscarse una esposa de alto rango. Aún soñaba con la mano de Carlotta, quien residía en Francia, pero ya que la princesa persistía en su rechazo, aceptó en cambio la mano de una sobrina del rey Luis, la hermana del Rey de Navarra, Charlotte D'Albret. El 8 de octubre de 1499, el Rey Luis, acompañado del Duque César y del Cardenal Della Rovere, hizo su entrada triunfal en Milán. Esa fue la señal para iniciar las operaciones en contra de los pequeños tiranos que estaban devastando los estados de la Iglesia. Alejandro hubiera merecido mucho crédito por la realización de esa acción tan necesaria, si no hubiera sido porque sustituyó a los tiranos con miembros de su propia familia. Es imposible saber cuáles eran sus motivos finales. Aunque los tiranos expulsados jamás retornaron, la dinastía Borgia encontró un súbito fin en el pontificado de Julio II. Mientras tanto, César había llevado a cabo su campaña número 80 con tanto éxito que para el año 1501 se había convertido en amo de todos los territorios papales usurpados y hecho Duque de Romagna por el Papa, cuyo afecto por el brillante joven general se manifestaba también de otras maneras. Durante la guerra, sin embargo, y en pleno jubileo de 1500, aconteció otro asesinato en la familia. El 15 de julio de ese año, el Duque de Biseglia, esposo de Lucrecia, fue atacado por cinco asesinos enmascarados que lo hirieron de gravedad. Convencido que César estaba detrás del atentado, en cuanto se recuperó, el Duque intentó infructuosamente matar a su supuesto enemigo, pero el guardaespaldas de César lo eliminó fácilmente. Este último, habiendo completado la conquista de la Romagna en abril del 1501, empezó a soñar con la de la Toscana. Pero fue llamado a Roma para tomar parte en una empresa distinta. El 27 de ese mismo año el Papa depuso a su vasallo principal, Federico de Nápoles, acusándolo de haberse aliado con los turcos para perjudicar al Cristianismo, y aprobó el secreto Tratado de Granada, bajo cuyos términos el reino de Nápoles se dividía entre España y Francia.


Estaba bien clara la motivación de Alejandro para revertir su política en referencia a injerencia extranjera. Los Colonna, los Savelli, los Gaetani y otros señores del Patrimonio siempre habían sido apoyados en su oposición a los papas por la dinastía aragonesa, sin la cual se sentían impotentes. Excomulgados por el Pontífice por su rebeldía, ofrecieron rendir las llaves de sus castillos al Sagrado Colegio, pero Alejandro las exigió para sí. Los Orsini, quienes deberían haber adivinado que les tocaba el turno, fueron tan miopes que ayudaron al Papa en la ruina de sus enemigos hereditarios. Los castillos acabaron rindiéndose uno tras otro. El 27 de julio, Alejandro salió de Roma para inspeccionar sus conquistas y dejó a la recién enviudada Lucrecia en el Vaticano, con autoridad para abrir su correspondencia y conducir los asuntos ordinarios de la Santa Sede. Así mismo, convirtió las posesiones confiscadas de la mencionadas familias en dos ducados, uno de los cuales se lo otorgó a Rodrigo, el pequeño hijo de Lucrecia, y el otro a Juan Borgia, hijo suyo que había nacido poco después del asesinato de Gandia, y a quien le dio el nombre de pila de este último (Pastor, op. cit., III 449). Lucrecia, ya con veintitrés años de edad, no fue viuda por mucho tiempo. Su padre la destinó a ser esposa de otro Alfonso, hijo y heredero del Duque Ercole de Ferrara. Si bien a padre e hijo les repugnaba en principio la noción de una alianza matrimonial entre la orgullosa casa de Este y la hija ilegítima del Papa, fueron eventualmente influenciados favorablemente por el Rey de Francia. El tercer matrimonio de Lucrecia, celebrado a través de representantes en el Vaticano (30 de diciembre de 1501), excedió con mucho la extravagancia y el esplendor del primero. Si su padre pensaba que la nueva posición de su hija le serviría de instrumento para avanzar en sus combinaciones políticas, estaba muy equivocado. Se sabe que desde ese momento, y hasta el de su muerte en 1519, ella fue un verdadero modelo de esposa y princesa, alabada por todos por su amabilidad, virtud y caridad. La Lucrecia Borgia perversa que nos presentan el drama y la ópera es totalmente distinta de la Duquesa de Ferrara histórica. César, sin embargo, continuó con su carrera de simonía, extorsión y traiciones, y ya para finales del 1502 había coronado sus posesiones con la captura de Camerino y Sinigaglia. En octubre de ese año los Orsini comenzaron a conspirar con los generales del ejército de César para destruirlo. Mas éste, con frialdad y astucia, engañó a los conspiradores para atraparlos y los mandó matar. El Papa le dio seguimiento al golpe dado por su hijo y atacó a los Orsini con mayor éxito que anteriormente. El Cardenal Orsini, el alma de la conspiración, fue remitido al castillo de Sant' Angelo; doce días después era cadáver. No se tiene certeza sobre si murió de causas naturales o si fue ejecutado en privado. Sin perder un segundo, César se dirigió a Roma, y era tan grande el temor que inspiraba que los señores de la ciudad huyeron antes de que llegara, como si huyeran "de la faz de la Hidra", según lo describe Villari (I, 356). Para abril ya no les quedaba nada a los Orsini excepto la fortaleza de Bracciano, y tuvieron que pedir un armisticio. Así se culminó la humillación de la aristocracia romana. Por primera vez en la historia del papado el Papa fue, en sentido literal, el gobernante de sus posesiones.


Aún robusto y vigoroso a sus setenta y tres años, Alejandro anticipaba aún muchos años de reinado, por lo que procedió a fortalecer su posición llenando las arcas de su tesorería mediante métodos de dudosa moralidad. El Sagrado Colegio contaba con tantos de sus seguidores y paisanos que no tenía nada que temer en ese aspecto. Disfrutaba y se reía de los chistes burlones que circulaban por ahí, en los que se le acusaba de crímenes increíbles, y ni siquiera intentó defender su reputación. La guerra se había iniciado entre Francia y España por la repartición de los botines. Alejandro no había decidido a cuál lado apoyar de modo más ventajoso para él, cuando su carrera terminó abruptamente. El 6 de agosto de 1503, el Papa había cenado con César y otras personas en la casa del Cardenal Adriano da Corneto en una villa posesión de este último, y en forma imprudente permaneció al aire libre hasta pasada la media noche. Todos los comensales pagaron su descuido cayendo víctimas de la peligrosa fiebre romana. El día 12 el Papa hubo de guardar cama. El día 18 se concluyó que no tenía posibilidades de sobrevivir; se confesó, recibió los últimos sacramentos y esa noche expiró. La rápida descomposición y la apariencia hinchada del cuerpo dieron pie a las sospechas de envenenamiento, que se convirtieron en creencia común. Tiempo después se corrió el rumor que el Papa, por equivocación, había tomado una copa de vino envenenado que su anfitrión había preparado. Lo que sí es totalmente verídico es que el veneno que lo mató es el del mortal microbio de la campagna romana [Pastor, op. cit., III, 469-472; Creighton, Hist. of the Papacy (Londres, 1887), IV, 44]. Sus restos descansan en la iglesia española de Santa María de Monserrat.


Un juicio imparcial de la carrera de este personaje extraordinario debe, por principio de cuentas, distinguir entre el hombre y su puesto. "Un engarce imperfecto", dice el Dr. Pastor (op. cit., III, 475), "no afecta el valor intrínseco de una joya, ni la moneda de oro pierde su valor cuando pasa por unas manos sucias. Del sacerdote, como funcionario de una Iglesia santa, se espera una vida inmaculada, tanto porque por oficio él debe ser un modelo de virtud al que los laicos deben ver como ejemplo, como porque con su vida virtuosa puede inspirar a otros a respetar la sociedad de la cual él es un adorno. Pero los tesoros de la Iglesia, su carácter divino, su santidad, la revelación divina, la gracia de Dios, la autoridad espiritual, como bien se sabe, no dependen del carácter moral de los funcionarios de la Iglesia. Aún el más elevado de los sacerdotes no puede disminuir ni una jota del valor intrínseco de los tesoros espirituales que se le han confiado." Siempre ha habido hombres indignos en las filas de la Iglesia. Nuestro Señor vaticinó, como una de las pruebas más duras, la presencia en su Iglesia no sólo de falsos hermanos, sino de gobernantes que habrían de ofender con diversas formas de egoísmo tanto a los hijos de la familia como a "los que están fuera". De igual manera comparó a su amada esposa, la Iglesia, con el patio de la trilla, en el que caen juntos la paja y el trigo bueno hasta el momento de separarlos. Las denuncias más severas contra Alejandro, por proceder del ámbito oficial, son las de sus contemporáneos católicos: el Papa Julio II (Gregorovius, VII, 494) y el cardenal agustino y reformador, Egidio de Viterbo, en su manuscrito "Historia XX Saeculorum", conservado en la Biblioteca Angélica de Roma. El oratoriano Raynaldo (+ 1677), que continuó los semioficiales Anales de Baronius, le dio al mundo desde Roma (ad an. 1460, no. 41) el regaño paternal pero severo que envió al joven cardenal el Papa Pío II, y afirmó en otra parte (ad an. 1495, no. 26) que era la opinión común de los historiadores de su tiempo que Alejandro había obtenido el papado parcialmente con dinero y parcialmente con promesas y la persuasión de que él no intervendría en las vidas de sus electores. Mansi, el estudioso arzobispode Lucca, y editor y comentarista de Raynaldo, afirma (XI, 4155) que es más fácil guardar silencio que moderación acerca de este Papa. El severo juicio del difunto Cardenal Hergenroether, en su "Kirchengeschichte", o Manual de Historia de la Iglesia (4ª. ed., Friburgo, 1904, II, 982-983) es demasiado conocido como para que le dediquemos atención especial.


Los historiadores católicos han sido tan parcos en su defensa que a mediados del siglo XIX Cesare Cantu podía escribir que Alejandro VI era el único Papa que nunca tuvo un apologista. No obstante, ya desde ese tiempo algunos escritores católicos, tanto en libros como periódicos, han intentado defenderlo de las acusaciones más dolorosas de sus contemporáneos. En particular, merecen mencionarse dos: el dominico Ollivier, "Le Pape Alexandre VI et les Borgia" (Paris, 1870), de cuya obra únicamente apareció un volumen, que trata sobre el cardenalato del Papa; y "Papa Alessandro VI secondo documenti e carteggi del tempo", de Leonetti (3 vols., Bologna, 1880). Estos y otros documentos fueron ocasionados,en parte, por un laudable deseo de quitar un estigma que pesa sobre la buena reputación de la Iglesia Católica, y en parte, por las groseras exageraciones de Víctor Hugo y otros, que se permitieron todo tipo de libertades al tratar un nombre tan indefenso como detestado. Mas no se puede afirmar que esas obras hayan correspondido al celo de sus autores. Dr. Pastor las cataloga a todas ellas como fracasos. Tal es la opinión de Henri de l'Epinois en la "Revue des questions historiques" (1881), XXIX, 147, un estudio que hasta Thuasne, el hostil editor del "Diario de Burchard", llama "la guía indispensable de los estudiosos de la historia de los Borgia". Esa opinión es compartida por el Bollandist Matagne, en la misma revista, en sus ediciones de 1870 y 1872 (IX, 466-475; XI, 181-198), y por Von Reumont, el historiador católico de la Roma medieval, en Bonn. Theol. Lit. Blatt (1870), V. 686. Dr. Pastor considera que la publicación de los documentos en el suplemento del tercer volumen de la edición de Thuasne del Diario of Burchard (Paris, 1883) convierte en "imposible para siempre" cualquier intento de salvar la reputación de Alejandro VI. El Cardenal Hergenroether (op.cit. II, 583) cree que por ello mismo hay menos razón que sustente las acusaciones falsas que se han añadido a la lista, e. g. su intento de envenenar al Cardinal Adriano da Corneto y sus relaciones incestuosas con Lucrecia (Pastor, op. cit., III, 375, 450-451, 475). Otras acusaciones, dice el mismo autor, ya han sido tratadas con cierto éxito, por Roscoe en su "Vida de León X"; por Capefigue en su "Eglise pendant les quatre derniers siècles" (I, 41-46), y por Chantrel, "Le Pape Alexandre VI" (París, 1864). Contrariamente, si bien algunos escritores inmorales han tratado de sacar provecho de los indecentes párrafos que salpican las obras de Burchard e Infessura, no existe hoy ningún motivo que pueda considerarse mejor que en los días de Raynaldo y Mansi para ocultar o pervertir los hechos de la historia. "Soy católico", dice M. de l'Epinois (loc. cit.), "y un discípulo del Dios que aborrece la mentira. Yo busco la verdad, toda la verdad, y nada más la verdad. Aunque nuestro débiles ojos no reconozcan al principio su utilidad, y les es más fácil descubrir peligros y daños, la debemos proclamar sin miedo". El mismo excelente principio es afirmado por León XIII en su carta del 8 de septiembre de 1889 a los Cardenales De Luca, Pitra y Hergenroether acerca del estudio de la historia de la Iglesia: "El historiador de la Iglesia no tiene la facultad de disimular ninguna de las pruebas que la Iglesia ha debido soportar a causa de los pecados de sus hijos, y aún a veces de sus propios ministros". Hace mucho tiempo León Magno (440-461) declaró en su tercera homilía de Navidad que "la dignidad de Pedro no sufre merma ni siquiera en algún sucesor indigno" (cujus dignitas etiam in indigno haerede non deficit). La misma indignación que causa siempre la vida licenciosa de algún gran clérigo (expresado de forma noble por Pío II en la carta ya mencionada al Cardenal Rodrigo Borgia) es en sí misma un tributo al elevado ideal que la Iglesia ha presentado por tanto tiempo y con tanta magnitud al mundo a través de tantos santos ejemplos, y ha sido la causa, consecuentemente, de que en tiempos recientes se exija tanto a los sacerdotes. "A estos últimos no se les perdona nada", dice De Maistre en su gran obra "Du Pape", "porque todo se espera de ellos, y los vicios que son soslayados en Luis XIV se convierten en algo ofensivo y escandaloso en un Alejandro VI" (II, c. xiv). JAMES F. LOUGHLIN Transcrito por Gerard Haffner Traducido por Javier Algara Cossío

Imágenes: Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias del Trabajo Universidad de Sevilla. Colección del Bibliomata [1]. Selección José Gálvez Krüger