Sinodalidad: Un aspecto de la eclesiología de comunión
De Enciclopedia Católica
La sinodalidad es una de las expresiones de la comunión eclesial, ya que el Sínodo es una reunión de fieles cristianos que caminan juntos y en ese momento central de la vida de una Iglesia (diocesana, regional o nacional) buscan renovar la vida de fe a partir de la escucha de la Palabra del Señor que interpela, cuestiona, invita a tomar decisiones, renovar estructuras, reforzar la unidad. La sinodalidad es un rasgo que ha acompañado la historia de la Iglesia, sobre todo a la Iglesia de oriente y a las comunidades eclesiales.
La Iglesia latina, luego de una larga experiencia sinodal durante los primeros siglos de la era cristiana, fue abandonando un poco esta experiencia. No obstante, en las últimas décadas, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II y durante el pontificado de Su Santidad Juan Pablo II, se ha dado un resurgir de la experiencia sinodal. Por eso, si el objeto material de esta reflexión es la sinodalidad, se ha querido reflexionar sobre el tema a la luz del magisterio de Juan Pablo II, rindiendo así homenaje al actual Sucesor de Pedro. No se presentará la sinodalidad en el pensamiento de Juan Pablo II, cometido desproporcionado para una intervención de este género y más propio de una investigación más amplia, sino tan sólo a la luz de su magisterio doctrinal y pastoral.
Pero la sinodalidad no es un tema a se, sino que debe ser comprendida en el horizonte más amplio de la comunión eclesial. Por eso, para tratar el tema propuesto, se partirá de la eclesiología de comunión. Las reflexiones que se harán son de carácter teológico no canónico. Desde el punto de vista canónico hay muchos cuestionamientos a la sinodalidad como expresión colegial, objeciones y cuestionamientos que no serán abordados en esta reflexión.
Huelga decir que el tema será tratado desde una perspectiva católica, prescindiendo de otras experiencias de comunión como pueden ser la protestante y la de las Iglesias orientales. En la concepción protestante se expresa más el sentido de una democracia que puede incidir incluso en las cuestiones doctrinales, cosa que sería, desde todo punto de vista, inaceptable en la comunión católica. Desde el punto de vista de las Iglesias orientales, la comunión eclesial suprime el rol importantísimo del primado petrino.
Con estos presupuestos, iniciamos estas reflexiones sobre la sinodalidad como un aspecto de la eclesiología de comunión. Se comienza con una brevísima aproximación escriturística, para luego tratar de la eclesiología de comunión y, finalmente, la sinodalidad.
I. Elementos bíblicos que sustentan la idea de Comunión Eclesial
La noción de comunión tiene una indudable e incuestionable base bíblica. No se pretende, porque sería imposible, ser exhaustivos, sino simplemente se intenta presentar algunas líneas de fuerza que emergen de los textos de la Escritura. Como premisa hay que señalar que la amplitud y profundidad de la noción de comunión ha de ser enmarcada en el horizonte de la historia de la salvación, que es la historia del proyecto de Dios de llevar a los hombres a la comunión con Él. En esta historia, la etapa decisiva es la encarnación del Verbo, por medio de la cual Dios permite al hombre participar en la vida divina.
El acontecimiento Cristo atestigua que la salvación se realiza mediante la comunión. Pueden señalarse al menos tres etapas o momentos que subrayan esta realidad. Durante la vida pública de Jesús la comunión se expresa mediante la reunión de la primera comunidad de discípulos. En Pascua se expresa cuando Jesús atrae los hombres hacia sí, mediante su elevación y glorificación en la cruz. En Pentecostés con el don del Espíritu Santo.
Fruto, entonces, de la Encarnación del Verbo, es la Iglesia, la asamblea congregada, el contrario del drama de la torre de Babel, el cumplimiento de la asamblea sinaítica. La primera comunidad cristiana indicó con el término koinonía la forma y el contenido de la Ekklesía, es decir, el conjunto de relaciones nuevas que ligan a los cristianos con Dios en Cristo y a los cristianos entre sí. Esencial a la koinonía es la dimensión vertical, ya que la comunión es iniciativa del Padre que se funda sobre Cristo y sobre el Espíritu.
La comunión eclesial no es el resultado de la buena voluntad de los hombres que se asocian por algún interés o por amistad, sino que es, ante todo, un don que viene de lo alto, que brota de la voluntad del Padre de hacer partícipes a los hombres de la vida de su Hijo y solidarios entre ellos.
Particular importancia para comprender la noción de koinonía revisten los escritos paulinos. El primer elemento que caracteriza la concepción paulina de koinonía es su fundamentación en la vida trinitaria. Esto hace imposible reducir la koinonía a un aspecto meramente societario humano provocado por un interés particular o un fin común. La concepción paulina de koinonía es eminentemente religiosa: se funda sobre el evento extraordinario de la encarnación del Hijo de Dios. En razón de ese evento el hombre es radicalmente transformado en lo profundo de su ser, puede compartir la vida misma de Dios y gozar de un nuevo título de fraternidad.
Ese es el núcleo de la concepción paulina de la koinonía, la originalidad que la diferencia de otras concepciones grecas o judaicas. Para Pablo, la koinonía no corresponde a sociedad, en cuanto comunidad fundada sobre la naturaleza terrena del hombre koinonía se refiere, en primer lugar, a la relación de fe con las Personas divinas; es participación en la vida del Hijo (1 Cor 1, 9), en el Cuerpo y Sangre de Cristo (1 Cor 10, 16), en el Espíritu Santo (2 Cor 13, 13), en el evangelio (Flp 1, 5), en los padecimientos de Cristo (Flp 3, 10), en la fe (Fil 6), es comunión en el Cuerpo de Cristo (Col y Ef).
De esa participación en la vida divina deriva la solidaridad de los cristianos entre sí. La koinonía en su sentido vertical subraya la iniciativa divina pero no excluye la libre respuesta del hombre. La koinonía tiene una estructura sacramental. Siendo un hecho esencialmente espiritual, que se realiza en el Espíritu (2 Cor 13, 13) y se expresa en la fe, está ligada a los gestos sacramentales (al Bautismo en 1 Cor 1, 9 y a la Eucaristía en 1 Cor 10, 16).
Bautismo y Eucaristía constituyen la inserción más profunda en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. La novedad extraordinaria de la comunión con Dios comporta una novedad de relaciones de los cristianos entre sí. Según Pablo, esta novedad es ante todo un hecho espiritual, un compartir consolaciones y sufrimientos (Rm 12, 13; 2 Cor 1, 5-7; Flp 3, 10; 4, 14). Pero también tiene manifestaciones visibles y concretas, lo que se hace evidente, por ejemplo, en la colecta para los pobres (Rm 15, 26; 2 Cor 8, 4; 9, 13), porque en Cristo los cristianos poseen todo en común.
La importancia de la dimensión visible de la koinonía emerge también de la división de los sectores del apostolado (Gál 2, 9); también es evidente donde la comunión en la fe se da (Flp 1, 5; Fil 6), significa la activa colaboración en la tarea evangelizadora. Cuando se ve la koinonía como comunión espiritual (2 Cor 13, 13; Flp 2, 1), no se trata sólo de fraternidad de los espíritus sino de la concordia visiblemente operante. El carácter eminentemente religioso de la concepción paulina de koinonía no excluye, entonces, que ella tenga un contenido societario humano. Un texto particularmente elocuente en relación a la koinonía se encuentra en los Hechos de los Apóstoles 2, 42.
Los exégetas proponen diversas interpretaciones, las cuales no se excluyen. Algunas son: comunión de los espíritus, es decir, unanimidad; también comunión jerárquica, comunión de alimentos. Pero la interpretación más aceptada es: puesta en común de bienes, lo cual implica un aspecto económico y un aspecto caritativo, el último es raíz de lo anterior. En este sentido, el término koinonía es usado también en Hb 13, 16; Rm 15, 26; 2 Cor 8, 4; Flp 1, 5.
Si bien la comunión de bienes salía al frente de reales situaciones de pobreza, ella era algo más: era expresión visible de la comunión espiritual que ligaba a las diversas comunidades. Koinonía supone el intercambio espiritual y físico de dar y recibir del que habla Pablo en Rm 15, 26.
Para san Juan, los discípulos que acogen el anuncio de la Palabra de la Vida, entran en comunión con sus testigos (los apóstoles) y, por medio de ellos, con Jesús y con el Padre (1 Jn 1, 3; 2, 24). Además, los cristianos, unidos entre ellos, permanecen en el amor del Padre y del Hijo, como el Padre y el Hijo son el uno en el otro y no son sino una sola cosa, como los sarmientos unidos a la vid (Jn 14, 20; 15, 4. 7; 17, 20-23; 1Jn 4, 12).
La observancia de los mandamientos de Jesús es el signo auténtico del deseo de esta comunión permanente que es realizada por la potencia del Espíritu y es nutrida por el pan eucarístico. El capítulo 17 de san Juan debe ser considerado como el gran texto revelado sobre la profundidad interior de la comunión. Como brevemente se ha podido señalar, la categoría comunión, koinonía, tiene una profunda raigambre bíblica y, en el Nuevo Testamento, ha servido para indicar el misterio de la Iglesia de Cristo.
II. La Eclesiología de Comunión
Una característica resaltante de la concepción eclesiológica del Concilio Vaticano II se descubre en la llamada eclesiología de comunión, cuyos fundamentos puso el Concilio y los eclesiólogos la han desarrollado en la época posconciliar hasta hacer de la comunión el concepto central de la eclesiología. No se trata de una novedad absoluta sino de la revitalización de una verdad en la fe y en la vida de la Iglesia, que será muy fecunda para la Iglesia y para la eclesiología. Para algunos, «la innovación de mayor trascendencia del Vaticano II para la eclesiología y para la vida de la Iglesia ha sido el haber centrado la teología del misterio de la Iglesia sobre la noción de comunión».
Se debe tener presente que la idea de comunión dominó la conciencia eclesial y el pensamiento eclesiológico durante el primer milenio de la vida de la Iglesia y se ha manifestado especialmente fecunda en el patrimonio teológico y litúrgico de las Iglesias orientales. El Vaticano II, sobre todo en la constitución Lumen gentium, ha desarrollado el tema de la Iglesia-comunión en su doble dimensión: vertical, es decir, comunión de vida del hombre con Dios mediante Cristo y su Espíritu y horizontal, o sea, la comunión de los hombres entre sí en la familia humana, que, participando de la vida divina, se constituye en familia de los hijos de Dios. Naturalmente, la primera dimensión fundamenta la segunda.
La iniciativa es divina, por eso la Iglesia es misterio de comunión: Dios se comunica al hombre, lo eleva, lo asume en la intimidad de su vida divina. Sobre este fundamento los hombres, tan diversos entre sí, entran también en una relación de comunión íntima entre sí, que responde a las más vivas aspiraciones de la humanidad . La comunión eclesial es constitutiva del misterio de la Iglesia y por eso comporta el imperativo de manifestarla en sus estructuras sociales y realizarla en la vida de la Iglesia . En la perspectiva de la eclesiología de comunión, la eclesiología del Vaticano II se ha enriquecido con elementos de la rica concepción oriental de koinonía, según la cual, la Iglesia entera, es decir, fieles y ministros, es una communio o comunidad de todos en la misma fe, en la misma esperanza y en la única caridad, porque la koinonía con el Padre, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu, implica la comunión de todos los cristianos y se manifiesta en la fidelidad a los postulados de esta comunión entre las varias categorías de personas en la Iglesia, en espera de su consumación definitiva en el banquete escatológico. Con la acentuación de los elementos comunes a todas las categorías de personas dentro de la communio, basados en la realidad sacramental de la regeneración cristiana, obrada por el bautismo, se ponen en primer plano de la consideración la unidad, la solidaridad, la igualdad esencial en el orden de la dignidad propia de la existencia cristiana, la cualidad de los discípulos de Cristo, propia de todos los miembros de la comunidad; en una palabra, el misterio de comunión por el que todos somos hermanos en Cristo. Juan Pablo II, que quiere ser fiel al Vaticano II y busca la recta aplicación del mismo, hablando sobre la preparación al Jubileo expresa que «la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia» . En el Discurso inaugural de la Conferencia de Puebla, invita a profundizar en las enseñanzas de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II y afirma que «no hay garantía de una acción evangelizadora seria y vigorosa sin una eclesiología bien cimentada» . Se trata de la eclesiología de comunión. Dice el Papa que la comunión eclesial es el tema tratado en el documento final del Sínodo Extraordinario de 1985 al que los obispos han de volver continuamente para ser imbuidos de la profunda visión teológica de la Iglesia que constituye la base de todo ministerio pastoral . El Romano Pontífice hace suya la eclesiología de comunión. Esto se puede verificar en diversas intervenciones pontificias. El Papa presenta la visión teológica de la comunión que supone ante todo la participación, por la gracia, en la vida divina, que se realiza de modo especial por medio de los sacramentos y que explica la profunda comunión entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal . La exhortación apostólica Christifideles laici presenta la Iglesia como misterio «porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión)» . La comunión es el mismo misterio de la Iglesia; a esa noción teológica llevan las diversas imágenes que el concilio utiliza para hablar de la Esposa de Cristo ; la noción de comunión expresa la inseparable dimensión de comunión de los cristianos con Cristo y de los cristianos entre sí, la realidad de la Iglesia-comunión es entonces parte integrante, más aún, representa el contenido central del «misterio», o sea, del designio divino de salvación de la humanidad. Por esto la comunión eclesial no puede ser captada adecuadamente cuando se la entiende como una simple realidad sociológica y psicológica [...] Los vínculos que unen a los miembros del nuevo pueblo entre sí -y antes aún con Cristo- no son aquellos de la «carne» y de la «sangre», sino aquellos del espíritu, más precisamente, aquellos del Espíritu Santo, que reciben todos los bautizados (cf. Jl 3, 1) . Dando un paso adelante hay que señalar que la eclesiología de comunión se convierte, en el pensamiento de Juan Pablo II, en el horizonte desde el cual hay que situar todas las vocaciones en la Iglesia. Todos los miembros de la Iglesia están comprometidos en la vivencia de la comunión. Así, la comunión es una tarea de los miembros del colegio episcopal, y en particular del Sucesor de Pedro, quien no sólo habla de la comunión sino que la vive. En un discurso a los obispos de los Estados Unidos de América, reunidos con él en su viaje a los Estados Unidos en octubre de 1979, dice que en ese encuentro está experimentando la comunión eclesial. En el mismo discurso señala, además, que la comunión eclesial es corazón del misterio de la Iglesia, don del Espíritu que se manifiesta como comunión de fe y de amor; en virtud de la misma, el Papa se siente unido a sus hermanos obispos, quienes son servidores de esa comunión para que la Iglesia pueda presentarse como sacramento de unidad . Una idea similar expresa en un discurso a los obispos de las Antillas . Un texto especialmente elocuente se encuentra en un discurso del Santo Padre a los obispos nicaragüenses, en él señala que Un Obispo nunca está solo, puesto que se encuentra en viva y dinámica comunión con el Papa y con sus hermanos Obispos de todo el mundo. No estáis solos: os sostiene la presencia espiritual de este hermano mayor vuestro y os rodea la comunión afectiva y efectiva de miles de hermanos. Pero os quiero invitar a pensar en otra, más reducida pero no menos importante, dimensión de la comunión: la comunión entre vosotros mismos, miembros de esa querida Conferencia Episcopal de Nicaragua. Esta comunión, nacida de la participación en la plenitud del sacerdocio de Jesucristo, no es meramente externa, no está hecha de convenciones o protocolos; es una comunión sacramental y como tal debe ser puesta en práctica. Os confieso que no puedo tener gozo más grande que el de saber que entre vosotros prevalece, por encima de todo lo que pudiera dividiros, esta unidad esencial in Christo et in Ecclesia. Unidad tanto más exigente y necesaria cuanto de ella dependerá, por un lado la credibilidad de vuestra predicación y la eficacia de vuestro apostolado y por otro la comunión que, supuestas las conocidas dificultades, tenéis la misión de construir entre vuestros fieles [...] La Iglesia en Nicaragua tiene la gran responsabilidad de ser sacramento, es decir señal e instrumento de unidad en el País. Para ello debe ser ella misma, como comunidad, una verdadera unidad e imagen de la unidad . Los obispos, en el deseo de Juan Pablo II, no sólo han de vivir la comunión como sollicitudo omnium ecclesiarum sino que se han de hacer artífices de comunión en sus respectivas Iglesias. Para preservar la comunión eclesial, cada obispo ha de velar con sumo cuidado por la integridad de la doctrina de Cristo, especial signo e instrumento de comunión eclesial; por eso el Obispo ha de predicar y enseñar todas las verdades de fe, y a la vez defender la Palabra de todo intento de atentar contra su pureza e integridad, teniendo en cuenta que en la Iglesia no existen magisterios paralelos sino un solo magisterio eclesial auténtico, el que pertenece a los obispos y es ejercitado por cada uno en comunión con el Papa y el Colegio episcopal . Esa función magisterial proviene de la especial consagración recibida en la ordenación episcopal. La Iglesia es sacramento de comunión en torno al Resucitado, ella ha de vivir una unidad de amor, de comunicación, de entrega afectiva y efectiva, es unidad en la fe que supone «activa e infatigable evangelización» y una «lúcida y sistemática catequesis» sin las cuales la fe se debilitaría y correría serios riesgos la unidad verdadera. La unidad interna de la Iglesia exige el acatamiento pronto y sincero a la enseñanza de los Pastores a lo cual ayuda el sensus fidelium que es garantía y muralla invulnerable ante los ataques e insidias. Es unidad de los obispos entre sí, de los obispos con los sacerdotes y todo en torno a Pedro. Sólo así la Iglesia podrá ser fermento en el mundo, germen firmísimo de unidad y paz, dice el Papa a los obispos del Secretariado Episcopal de América Central, reunidos con él . La comunión tiene como cimiento: al único Señor que llamó a todos a ser sus ministros; la única verdad de la cual los obispos son maestros; la única salvación que anuncian y actualizan; la única caridad que congrega en la unidad. La mejor predicación de los obispos y el mejor servicio que pueden prestar a su gente es el testimonio de la unidad que supone el diálogo auténtico, la atención con los otros en los pequeños gestos de la vida cotidiana y la confianza que ha de llegar a ser el sentimiento profundo que permite aceptar con sencillez, en el campo de lo opinable, posiciones y opiniones diversas de las propias . También los presbíteros, en su vida y ministerio, han de ser artífices de comunión eclesial; de ello trata el Papa en la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, en la que, desde la eclesiología de comunión, traza el perfil del presbítero. Escribe el Santo Padre: «La eclesiología de comunión resulta decisiva para descubrir la identidad del presbítero, su dignidad original, su vocación y su misión en el Pueblo de Dios y en el mundo» . Una especial exigencia de comunión para el presbítero se deriva de su ministerio en relación con la Eucaristía, sacramento de la unidad y comunión eclesial. Al tratar de la vida consagrada, el Santo Padre la coloca también en el horizonte de la comunión eclesial. El Papa manifiesta que es en la comunión, donde las diversas formas de vida eclesial se relacionan recíprocamente; en la Exhortación Apostólica Vita consecrata escribe: Las diversas formas de vida en las que, según el designio del Señor Jesús, se articula la vida eclesial presentan relaciones recíprocas sobre las que interesa detenerse. Todos los fieles, en virtud de su regeneración en Cristo, participan de una dignidad común; todos son llamados a la santidad; todos cooperan a la edificación del único Cuerpo de Cristo, cada uno según su propia vocación y el don recibido del Espíritu (cf. Rm 12, 38). La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del Espíritu; está fundada en el Bautismo y la Confirmación y corroborada por la Eucaristía. Sin embargo, también es obra del Espíritu la variedad de formas. Él constituye la Iglesia como una comunión orgánica en la diversidad de vocaciones, carismas y ministerios. Las vocaciones a la vida laical, al ministerio ordenado y a la vida consagrada se pueden considerar paradigmáticas, dado que todas las vocaciones particulares, bajo uno u otro aspecto, se refieren o se reconducen a ellas, consideradas separadamente o en conjunto, según la riqueza del don de Dios. Además, están al servicio unas de otras para el crecimiento del Cuerpo de Cristo en la historia y para su misión en el mundo. Todos en la Iglesia son consagrados en el Bautismo y en la Confirmación, pero el ministerio ordenado y la vida consagrada suponen una vocación distinta y una forma específica de consagración, en razón de una misión peculiar . El principal aporte de los miembros de los Institutos de Vida consagrada a la comunión eclesial es el propio testimonio de vida, pues éste muestra que «la participación en la comunión trinitaria puede transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de solidaridad» . Es en la Exhortación Apostólica Christifideles laici que el Papa se hace especialmente pródigo para tratar el tema de la Iglesia como comunión. Por ese motivo, y por ser los laicos la parte mayoritaria en la Iglesia, se presentará un poco más ampliamente el aporte de los laicos a la comunión. La comunión trinitaria es el mismo misterio de la Iglesia, ella hace de los laicos «sarmientos radicados en Cristo, la verdadera vid, convertidos por él en una realidad viva y vivificante» ; por medio de los sacramentos de la iniciación el cristiano asume una nueva condición dentro de la Iglesia y desde entonces toda su existencia tiene como objetivo llevarlo a conocer la radical novedad que deriva del bautismo a fin de que pueda vivir sus compromisos bautismales en el marco de la comunión eclesial . La comunión eclesial es análoga a la de un cuerpo vivo y operante y se caracteriza por la diversidad y la complementariedad de las vocaciones, carismas, ministerios, situaciones de vida, que hacen que cada fiel laico se encuentre en relación con todo el cuerpo y le ofrezca su propia aportación; es un don del Espíritu Santo que los fieles laicos están llamados a acoger con gratitud y, al mismo tiempo, a vivir con profundo sentido de responsabilidad; el modo de actuarlo es la participación en la vida y misión de la Iglesia, a cuyo servicio ellos contribuyen con sus funciones y carismas, señala el Sucesor de Pedro . Dones del Espíritu a la Iglesia son los ministerios y carismas por medio de los cuales los laicos pueden participar en la vida de la Iglesia-comunión; tales carismas provienen de los sacramentos del bautismo, la confirmación y el matrimonio . Luego de haber tratado de la dignidad de los laicos y de su participación en la comunión eclesial, Juan Pablo II se ocupa de la corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia-misión. La comunión con Jesús genera comunión entre los cristianos; la comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera. Así, la comunión y la misión están profundamente unidas, se compenetran e implican mutuamente, hasta tal punto «que la comunión representa a la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión es para la comunión» . La entera misión de la Iglesia se concentra y despliega en la evangelización, por la que «la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; más precisamente, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la palabra de Dios, celebrada en los sacramentos, vivida en la caridad» . No es ajeno a nuestro conocimiento, el interés ecuménico del Papa Juan Pablo II. Su preocupación por la unidad de las Iglesias no brota de una moda, sino de la profunda convicción de que el ecumenismo es un modo de realización de la comunión eclesial. Con la encíclica Ut unum sint Juan Pablo II reafirma el carácter irrevocable del compromiso ecuménico fundado en la naturaleza de la Iglesia que la impulsa a vivir y realizar la comunión; la división entre los cristianos es un obstáculo a la credibilidad del evangelio, de allí que el ecumenismo tenga una profunda dimensión evangelizadora . La Iglesia católica basa su compromiso ecuménico en el designio de Dios, ella se sabe enviada a anunciar y testimoniar el misterio de comunión que la constituye, dice a propósito el Papa: Junto con todos los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos sacramento inseparable de unidad . La unidad por la que el Señor Jesús rogó antes de su pasión, y que Él dio a la Iglesia, pertenece al ser mismo de la comunidad y es dada por el Espíritu Santo, inserta a los fieles en la comunión trinitaria, por lo que, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna . Recogiendo la doctrina conciliar que reconoce los elementos de santificación y de verdad presentes fuera de la estructura visible de la Iglesia , el Santo Padre afirma que ellos constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre las otras comunidades cristianas y la Iglesia católica . El ecumenismo trata de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad . No puede dejarse de señalar la estrecha relación entre la comunión eclesial y la nueva evangelización, otro tema muy querido al Santo Padre. Hablando a los obispos del Perú les dice que la unidad eclesial, aquella que se alimenta en la Eucaristía y que expresa el ser profundo de la Iglesia, que es comunión, está ligada a la nueva evangelización. El Papa dijo textualmente: La unión de los Pastores entre sí y con el Sumo Pontífice, así como la que ha de haber entre los fieles con ellos, trasluce aquel rostro misterioso de la Iglesia, que es comunión. Por ello, arraigados en la verdad de Jesucristo, hemos de vivir dando siempre un testimonio coherente de unidad para que el mundo crea que Él es el Enviado del Padre, el Redentor de los hombres. No se trata de una unidad cualquiera, como podría ser la derivada de sentimientos meramente humanos, sino que se trata de aquella originada por la adhesión a la Palabra de la Verdad, esto es, a la persona misma de Jesucristo y su mensaje, animada y vivificada por la acción del Espíritu Santo. En nuestro esfuerzo por consolidar siempre esta unidad los fieles encontrarán asistencia y ayuda en el camino de la salvación, y nuestras obras tendrán la eficacia esperada . Y en la clausura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para América, dice que es de importancia fundamental para la nueva evangelización la comunión expresada en una efectiva colaboración entre las diversas vocaciones, los diversos carismas, apostolados y ministerios . Queda claro que para Juan Pablo II, en fidelidad al Concilio Vaticano II, la noción de comunión es esencial en toda reflexión creyente sobre la Iglesia y en la vida misma del Pueblo de Dios. Dicha comunión eclesial es una profunda realidad, con una dimensión vertical, que es la comunión con la Trinidad, experiencia fundamental y central de la vida cristiana . Esta realidad es el fundamento de la organización y actividad de la Iglesia a todo nivel. Una manera de vivir la comunión eclesial es la experiencia de los consejos parroquiales, consejos económicos, diversos comités . Con todo, antes de concluir este apartado, conviene precisar que el Santo Padre señala también que si bien en la Iglesia la comunión y la participación han de ser vividas, hay que estar atentos a evitar malentendidos por una mala comprensión de estas categorías; Juan Pablo II aclara que la comunión y participación eclesial no se pueden confundir con democracia . III. Una característica de la Iglesia Comunión: la Sinodalidad Entre los diversos aspectos de la vida eclesial que aluden a la comunión, hay que destacar la sinodalidad. La experiencia sinodal es antigua en la Iglesia y, como se ha señalado ya, es característica predominante en el Oriente cristiano. No obstante, puede decirse sin ambages, que el final del segundo milenio cristiano ha visto un renacer de esta institución antigua y dejada algo de lado en la historia de los siglos precedentes. En esta exposición se aludirá a dos experiencias de sinodalidad: el Sínodo de los Obispos y los Sínodos diocesanos. 1. El Sínodo de los obispos como expresión de comunión eclesial El Concilio Vaticano II revalorizó el principio sinodal , el mismo que fue reforzado por la institución del Sínodo de los Obispos, por parte de Pablo VI, mediante el «motu proprio» Apostolica sollicitudo (15-X-1965), decisión que algunos años después, recogerá el Codex Iuris Canonici (cc. 342-348) . La creación del Sínodo responde, muy probablemente, a diversas peticiones episcopales que, en la preparación del Concilio Vaticano II, pedían un senado de la Iglesia, un Consejo o un Colegio. El Sínodo se planteó como una consulta permanente que hiciese pervivir el espíritu del concilio, se vio como signo de colegialidad y de collegialis affectus . El Sínodo de los obispos, según el Concilio Vaticano II, es un «consejo estable de obispos» de carácter consultivo, que obra «en nombre de todo el episcopado católico» y participa «en comunión jerárquica de la solicitud por la Iglesia universal» . Pretende ser un instrumento de planificación en la pastoral de conjunto de la Iglesia universal, al facilitar la comunicación de ideas y experiencias entre el Papa y los obispos . En el estatuto de creación del sínodo de obispos se señalan algunos de sus fines generales, entre ellos: aconsejar y colaborar con el Papa en la marcha de la Iglesia y «facilitar la concordia de opiniones, al menos sobre los puntos esenciales de la doctrina y sobre el modo de actuar en la vida de la Iglesia» . El Codex Iuris Canonici en el canon 342 dice del sínodo que «es una asamblea de obispos escogidos de las distintas regiones del mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha entre el romano pontífice y los obispos y ayudar al papa con sus consejos». El Código no promovió la función representativa del Sínodo de los obispos y le concede sólo voto deliberativo todo esto se debe, muy probablemente, a la ausencia de precedentes de una delegación entre obispos para que participen en el gobierno de la Iglesia. Estas circunstancias hacen que tanto la identidad teórica como el funcionamiento práctico del sínodo estén expuestos a interpretaciones discordantes. Hay quienes critican el carácter meramente consultivo del Sínodo y su estrecha dependencia del Papa; esa praxis confirmaría que no es desarrollo efectivo de la colegialidad; otros, en cambio, consideran que es una nueva vía de comunicar el primado con las iglesias que se encuentra próxima a una acción estrictamente colegial y que de hecho ha significado una enorme aportación a la vida de la Iglesia . Ciertamente, no se trata aquí del Sínodo desde una perspectiva jurídica sino teológica. Visto teológicamente hay que entenderlo desde la comunión de las Iglesias, desde la representatividad eclesial en el seno de la unidad católica: si realmente las iglesias locales se insertan en el proceso sinodal y los obispos actúan como representantes de sus iglesias y de sus hermanos en el colegio, las muchas lenguas de la católica se harán presentes y harán resonar sus acentos en el ministerio universal de la unidad. Juan Pablo II ha fomentado el Sínodo de los Obispos, ha participado en ellos, ha seguido el desarrollo. La sinodalidad es una realidad querida al Papa. En una improvisación tenida al final de una reunión conmemorativa del vigésimoquinto aniversario de la Federación de las Conferencias de los Obispos Asiáticos, el Santo Padre dijo: «Ciò che sto cercando di sottolineare in questo momento è di altra natura. Forse l’attuale Papa sarà chiamato il Papa del Sinodo» . El sínodo de los Obispos, a pesar de no tener una competencia deliberativa -como lo han pedido diversas instancias- constituye una experiencia importante de colegialidad episcopal por ser un órgano de comunión, comunidad y comunicación . Hay que reconocer que la experiencia de los Sínodos ha ayudado a reforzar la unidad interna de la Iglesia. En sus más de treinta años de existencia, ha sido un órgano de ayuda al Papa en el gobierno eclesial, expresión de la solicitud episcopal por todas las Iglesias, instancia de intercambio de voces episcopales en temas vitales. Juan Pablo II, durante su pontificado, y aun antes, ha brindado una contribución decisiva a la sinodalidad episcopal. Como ya se ha señalado, él puede ser llamado «el Papa del Sínodo», el Papa cuyo ministerio está estrechamente ligado a la experiencia de sinodalidad episcopal. No cabe duda que Juan Pablo II aprecia vivamente la sinodalidad. Un libro editado por la Secretaría General del Sínodo de los Obispos en 1980, dice: «El acento que Karol Wojtyla, apenas elegido Papa, puso sobre el Sínodo de los Obispos como expresión de la colegialidad desde el primer discurso programático ha sido inmediatamente acogido como un posible rasgo que caracteriza el nuevo pontificado» . En dicho discurso, pronunciado al día siguiente de su elección a la Cátedra de Pedro, el 17 de octubre de 1978, Juan Pablo II dice: Colegialidad querrá decir, seguramente, adecuado desarrollo de Organismos en parte nuevos, en parte puestos al día, que puedan garantizar la mejor unión de los espíritus, de las intenciones, de las iniciativas en el trabajo de edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. A este propósito, mencionamos ante todo el Sínodo de los Obispos, constituido aun antes que terminase el Concilio por la gran mente de Pablo VI, y pensamos en las cualificadas y preciosas contribuciones que ya ha ofrecido . Las palabras de Juan Pablo II al inicio de su pontificado fueron realmente programáticas, un compromiso personal que puede verificarse en estos ya casi veinticuatro años de pontificado. El «Papa del Sínodo» ha convocado y acompañado, como Sucesor de Pedro, desde la quinta hasta la décima Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Además ha convocado la II Asamblea Extraordinaria para revisar la aplicación del Concilio Vaticano II a los veinte años del mismo y ha llevado adelante siete Asambleas Especiales, entre ellas las de carácter continental anunciadas en Tertio Millennio Adveniente , como preparación eclesial para cruzar el umbral del Tercer Milenio. A esto hay que añadir que desde la primera Asamblea General Ordinaria, convocada en 1967, él fue Padre Sinodal, si bien no acudió a Roma por solidaridad con el Cardenal Primado de Polonia, impedido de dejar el país. En 1969 tomó parte en la primera Asamblea Extraordinaria por nombramiento pontificio; en 1971 participó en la II Asamblea General Ordinaria, elegido por los obispos polacos; en 1974 fue nuevamente elegido por el episcopado polaco para representarlo y, además, fue nombrado Relator General. Para la cuarta Asamblea General de 1977 fue nuevamente elegido participante por el episcopado polaco y desde la II hasta la IV Asamblea General fue miembro del Consejo de la Secretaría General del Sínodo. Para la Quinta Asamblea, celebrada en 1980, fue el Praeses natus del Sínodo y, desde entonces, ha acompañado siempre con gran fidelidad los trabajos sinodales en los sucesivos Sínodos, hasta el último celebrado el año pasado. Juan Pablo II, identificado profundamente con el Sínodo, dijo en diciembre de 1978, al recibir al Consejo del Sínodo: «Consilium enim Secretariae Generalis Synodi Episcoporum est coetus mihi carus et familiaris; est profecto ambitus quidam, in quo egomet ipse, ut ita dicam, crevi» . Puede decirse, con el Cardenal Secretario General del Sínodo de los Obispos, que la convicción sinodal es la autorrevelación de una característica primordial de este Papa y de este pontificado, hasta el punto de definir en él una verdadera y propia conciencia de sinodalidad . Su aprecio por el Sínodo se muestra, además, en la continuación de la tradición iniciada por Pablo VI al promulgar la Exhortación Apostólica postsinodal Evangelii Nuntiandi, fruto del trabajo sinodal de 1974. Juan Pablo II ha publicado, después de cada Sínodo, una Exhortación Apostólica que recoge el pensamiento vertido por los Padres Sinodales en dichas reuniones eclesiales. También puede verse la valoración que el Papa hace de la sinodalidad en las recurrentes citas a diversos documentos propiciados por los diversos Sínodos. En 1990, en su discurso tradicional navideño a los Cardenales, a la Familia Pontificia y a la Curia Romana, trató del Sínodo de Obispos. Entonces afirmaba: Al ir con el pensamiento al evento conciliar de hace ya 25 años, no podemos no recordar con conmovida gratitud al Señor de la Iglesia, una institución, surgida en el clima de la celebración conciliar, que se mostró inmediatamente como especial expresión e instrumento de comunión eclesial. Me refiero al Sínodo de los Obispos… A la primera sorpresa provocada por la novedad, sucedió muy pronto la conciencia de un acontecimiento extraordinariamente importante por el reforzamiento de relaciones de renovada y profunda sensibilidad eclesial. La nueva institución apareció como un signo manifestativo y contemporáneamente premonitorio, especialmente para los Pastores de la Iglesia, de una estación fértil de frutos de compartir y de amor, como ayuda recíproca en el soportar los unos el peso de los otros . Y en 1995, en Yaoundé, refiriéndose a la Carta que instituía el Sínodo de los Obispos, el Papa decía: Con dicho documento se creó en la Iglesia una institución que podemos llamar providencial para el ejercicio de la colegialidad, de la caridad pastoral, de la comunión jerárquica de todo el cuerpo episcopal del mundo entero cum Petro et sub Petro. Desde entonces el Sínodo ha cumplido muchos pasos en el camino de la comunión y se prepara a dar otros nuevos pasos en este adviento del Tercer Milenio . El Sucesor de Pedro, que en el ejercicio de su ministerio petrino a favor de todas las Iglesias, ha querido contar con el Sínodo de los Obispos, en el discurso antes citado a la Curia romana y la Familia Pontificia, dijo al respecto: Cuando se habla de colegialidad efectiva y afectiva, al interior del Sínodo, no se pretende ciertamente introducir o sobreentender una jurídica contraposición de términos sino más bien indicar, en modo coherente con la naturaleza del Sínodo, aquella inconfundible disposición interior, que consiste en mantener vivo el espíritu colegial en el ejercicio concreto de la caritas pastoralis. Toma fuerza así también la vital relación existente entre la sollicitudo omnium ecclesiarum de todo Obispo y el Primado petrino, como ya he declarado en el pasado . Los textos citados hasta ahora, dada la brevedad de esta exposición, pueden ser suficientes para indicar la importancia que Su Santidad Juan Pablo II concede a la institución del Sínodo de los Obispos y, en general, a la experiencia de sinodalidad episcopal. Juan Pablo II toma muy en serio la idea expresada por el Concilio Vaticano II y antigua en la Iglesia, de que cada obispo, por la incorporación en el colegio, es sujeto de la sollicitudo omnium ecclesiarum. Dicha idea el Papa la ha expresado en otras ocasiones al hablar a distintos grupos de obispos, por ejemplo, a los obispos de Uruguay les dice que la colegialidad episcopal hace que el obispo sea servidor de la unidad en su Iglesia local, pero a la vez pide que actúe fuera de ese nivel para el bien de la Iglesia . 2. Los sínodos diocesanos Hacia el año 180 se reúnen los fieles de una Iglesia asiática para reaccionar contra el montanismo. Algunos historiadores ven en esa reunión la primera aparición del sínodo diocesano, denominado desde el s. III concilium o synodos. Entre los siglos VI y VII se emplea la expresión synodale concilium. Entre el 218 y el 222 se reúnen en Cartago setenta obispos africanos y numidios, dando inicio a los sínodos o concilios regionales. A mitad del siglo III se reúnen setenta obispos del centro sur de Italia. En el 314 se celebra el concilio de Elvira con cuarenta y siete obispos del sur de España. En el año 292 el papa Siricio reúne a la Iglesia de Roma para condenar algunos desvíos. Particular importancia reviste el sínodo de Auxerre, entre 585 y 601. Éste determina que se celebren sínodos diocesanos, además de los provinciales; de otro lado, de este sínodo es el primero que se conservan todas sus disposiciones. Además del obispo asistieron siete abades, veinticuatro presbíteros y tres diáconos. Recordemos que el obispo dirigía su diócesis con su presbyterium y sus diáconos, pero al multiplicarse las parroquias, hubo necesidad de mantener la unidad y la comunión de los presbíteros entre sí y con el obispo por medio de reuniones periódicas. Aparecieron así asambleas de presbíteros convocadas por el obispo, con periodicidad anual y duración de uno o dos días. En los sínodos diocesanos se comunicaban las decisiones de los concilios generales y se trataban problemas pastorales locales. A partir del siglo XI fue desapareciendo la costumbre de celebrar sínodos diocesanos; tal vez esto se debió a ciertos recelos del poder civil, a las sospechas ante un creciente nacionalismo y los miedos frente a una cierta democratización. También influyó una visión eclesiológica centrada en el clero como único sujeto que lleva adelante la vida eclesial. A partir del siglo XVIII los laicos estuvieron ausentes de los sínodos e, inclusive, se llegó a prohibir su participación en ellos. El código de 1917 legisló sobre el sínodo diocesano, respecto de la obligación de convocarlo (por parte del obispo), frecuencia (cada diez años), composición (sólo clérigos) y objeto (cuestiones del clero y del pueblo) (c. 356-362). Con la eclesiología de comunión privilegiada por el Vaticano II, se pasa de un sínodo clerical a una asamblea diocesana - con presencia de laicos - que intenta promover y evaluar la acción pastoral conjunta diocesana ; así es determinado en el Decreto conciliar Christus Dominus 36 y en el motu proprio Ecclesiae sanctae. El Directorio para el ministerio pastoral de los obispos de 1973 entiende el sínodo como «asamblea en la cual el obispo ejerce de un modo solemne el oficio y ministerio de apacentar la grey del Señor que se le ha confiado». El Código de Derecho canónico de 1983 dice que el sínodo es «reunión de sacerdotes y de otros fieles escogidos de una Iglesia particular, que prestan su ayuda al obispo de la diócesis para bien de la comunidad diocesana» . La Congregación para los Obispos y la de la Evangelización de los pueblos han publicado la Instrucción sobre los sínodos diocesanos; en ella se señala que «la finalidad del sínodo es prestar ayuda al obispo en el ejercicio de la función, que le es propia, de guiar a la comunidad cristiana». Queda claro que el carácter del sínodo es meramente consultivo. Después del Vaticano II se han celebrado muchos sínodos con la finalidad de ejecutar el «aggiornamento» propiciado por el concilio. Entre 1965 y 1990 se produjo una efervescencia sinodal notable en la Iglesia; en esos sínodos se trataron siempre problemas eclesiales de cierta envergadura. Según un autor, el sínodo diocesano pretende ser «medio de revitalización de la vida cristiana, vehículo de programación pastoral, ocasión para entrar en diálogo con la situación real y estímulo para profundizar el compromiso evangelizador» . Los sínodos de los años noventa han tenido un claro matiz pastoral, motivado muchas veces por las nuevas necesidades pastorales. Algunos sínodos alemanes (Friburgo y Limburg) trataron de la corresponsabilidad eclesial, de la diversificación de tareas en la Iglesia. Sínodos franceses de esta época propusieron temas como la remodelación y renovación de la parroquia, la pastoral de conjunto, la estructuración pastoral diocesana, la corresponsabilidad de los laicos en la vida eclesial. Juan Pablo II, quien ya en Polonia había vivido la experiencia sinodal convocando y realizando el Sínodo de Cracovia, convocó el II Sínodo diocesano de su sede: Roma. El anuncio lo hizo el 17 de mayo de 1986, en la Vigilia de Pentecostés. Durante algunos años, la Iglesia de Roma se puso de modo especial en camino, caminó junto con su pastor propio, Juan Pablo II. El Papa, el Cardenal Vicario, los obispos auxiliares, los presbíteros, religiosos, religiosas, laicos, por iniciativa de Juan Pablo II, tuvieron una escuela práctica de eclesiología del Concilio Vaticano II, eclesiología de comunión. El Sínodo romano ha sido todo un itinerario de siete años, un proceso de maduración lenta y progresiva y, por eso, a juicio de algunos, capilar y maduro. El Sínodo de Roma buscó la comunión eclesial entre los diversos, variados y preciosos carismas presentes en la Urbe; el diálogo entre las diversas realidades eclesiales que coexisten en esa amada y significativa porción del pueblo de Dios que peregrina en la historia. Roma tuvo ante sí el desafío de ser una Iglesia local, con sus características y notas, pero que a su vez es partícipe de la solicitud por la Iglesia universal propia de su Pastor. Roma, la Iglesia que preside a todas las demás en la caridad, animada por su obispo vivió una fuerte y larga experiencia de comunión eclesial en su Sínodo. Fue de interés el tema trazado por el Papa para el Sínodo romano: comunión y misión. Se tocaban así puntos neurálgicos del ser de la Iglesia. Ser pueblo de Dios habla de comunión. Pero no es una comunión replegada en sí misma sino comunión misionera. Un fruto de ese Sínodo fue la Missione cittadina, que movilizó a todas las fuerzas vivas de la Iglesia para hacer presente el evangelio de Cristo en la ciudad, convirtiendo a la Iglesia que camina en Roma en el pueblo de Dios en misión, donde se podía percibir el fuerte sentido de comunión desde, en y para la misión. El testimonio de Juan Pablo II, su rico y aún inexplorado pensamiento eclesiológico, su modo de concebir a los diversos miembros del pueblo de Dios nos llevan a pensar que así como puede ser llamado «el Papa del Sínodo», en cuanto a la sinodalidad episcopal se refiere, puede ser también el Papa que, desde su actuar, inspira toda experiencia sinodal en la Iglesia en cuanto experiencia de encuentro, de diálogo, de puesta en común de los propios dones y carismas, de corresponsabilidad en la vida del pueblo de Dios. La experiencia sinodal cobra sentido desde la convicción de que la Iglesia es misterio que vive en el tiempo; es misterio mas, al mismo tiempo, es realidad histórica encarnada en el tiempo, que se realiza en un espacio histórico determinado, es el significado eclesiológico de Lumen Gentium 8, que trata de la estructura teándrica de la Iglesia. Un sínodo particular es posible porque la experiencia eclesial de la Una, Santa y Católica se realiza en una concreción espacio-temporal que, sin perjudicar la catolicidad del Cuerpo de Cristo, hace mirar con especial detenimiento las coordenadas espacio-temporales en las que una determinada comunidad vive la experiencia eclesial. En esas circunstancias concretas, tomando prestadas las palabras del Cardenal Juan Landázuri en el Discurso inaugural de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, la Iglesia en un Sínodo, debe saber escuchar y saber estar. Saber escuchar lo que el Señor le dice, lo que el hombre espera y anhela. Saber estar como Dios quiere y como el hombre necesita para recibir la salvación que Dios, por medio de ella, quiere ofrecerle. Juan Pablo II, al inaugurar la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Puebla de los Ángeles, en su Homilía, tiene frases que, análogamente, pueden aplicarse a reuniones de tipo sinodal en las Iglesias locales. El Papa señalaba entonces que los reunidos para la cita latinoamericana esperaban el descenso del Espíritu Santo que les hiciera ver los caminos de la evangelización a través de los cuales la Iglesia debe continuar y renacer en el Continente; «la Iglesia busca los caminos que le permitan comprender más profundamente y cumplir con mayor empeño la misión recibida de Cristo Jesús» . A modo de conclusión En esta exposición se ha tratado de poner de relieve un aspecto de la eclesiología de comunión: la sinodalidad. Más en concreto, se ha tratado, como homenaje a Juan Pablo II, de reflexionar sobre el tema a la luz de su pensamiento. No se ha pretendido estudiar exhaustivamente el tema en el inmenso corpus doctrinal que el Santo Padre ha donado y dona a la Iglesia. Sólo se ha querido, modestamente, arrojar alguna luz sobre la temática, desde la doctrina pontificia. Queda claro que Juan Pablo II, fiel heredero del Concilio Vaticano II, como lo proclama al iniciar su pontificado , asume como visión eclesiológica, aquella que el Concilio privilegió, la eclesiología de comunión. La reflexión eclesiológica del Santo Padre se nutre del tema de la comunión y hace de dicha categoría teológica una de las categorías centrales de su magisterio eclesiológico, aún sin explorar exhaustivamente. Un aspecto de la eclesiología de comunión que Su Santidad privilegia tanto en la praxis cuanto en su reflexión es la sinodalidad. El largo elenco de Asambleas Sinodales convocadas por el Sucesor de Pedro y en las que él ha participado activamente testimonia que él valora mucho la experiencia sinodal como un modo concreto de vivir la comunión eclesial, comunión que tiene su origen en la Santísima Trinidad y que se traduce en los lazos de fraternidad y corresponsabilidad de los miembros de la Iglesia. La sinodalidad episcopal, ampliamente impulsada por Juan Pablo II, es un instrumento de la colegialidad episcopal que permite al Sucesor de Pedro ejercitar la sollicitudo omnium ecclesiarum propia de su ministerio petrino en comunión con sus hermanos obispos, también sujetos de esa misma solicitud y responsabilidad, en virtud de la ordenación episcopal que los incorpora en el colegio apostólico. Más allá de las discusiones que de hecho existen en torno a la sinodalidad, principalmente por su configuración canónica que hace del sínodo un órgano consultivo del Papa y no deliberativo, no puede negarse que, teológicamente hablando, el Sínodo de los Obispos, tal y como el Papa lo reconoce, es una institución providencial para el ejercicio de la colegialidad e instrumento y expresión de comunión eclesial. También se desprende, de la doctrina y la actuación de Juan Pablo II, el valor de los sínodos diocesanos o regionales, como instrumentos para ejercitar y vivir, los diversos estamentos del Pueblo de Dios, la corresponsabilidad en la misión de la Iglesia, que se fundamenta en los sacramentos de la iniciación cristiana. Toda esta experiencia de comunión eclesial, que procede de Dios Trino y se expresa en la comunión afectiva y efectiva de los miembros del pueblo de Dios, tiene sentido en orden a la nueva evangelización a la que Su Santidad Juan Pablo II ha convocado a toda la Iglesia. Evangelizar es la naturaleza propia de la Iglesia, su identidad más profunda, y en esa tarea evangelizadora, en fidelidad al deseo y mandato de Cristo, todos los bautizados, cada uno según su función en la Iglesia, tienen una responsabilidad, que la experiencia sinodal puede impulsar. Finalmente, con toda la Iglesia, invoquemos al Señor, para que, ayudada por todos los instrumentos que tiene para desarrollar su misión desde la comunión, sea «un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz, para que todos encuentren en ella un motivo para seguir esperando» porque se le descubre como «signo e instrumento de la comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí» .
Dr. Pedro Hidalgo, Pbro.
Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima
Rector Magnífico