Escatología en los catecismos limenses
De Enciclopedia Católica
Este artículo tiene como objetivo presentar las enseñanzas sobre la escatología contenidas en los catecismos que surgieron del III Concilio limense (1582-1583). Como podremos apreciar, en estos documentos no se obvió las realidades eternas; más bien, se hicieron eco de la doctrina de la Iglesia. Con el fin de desarrollar este tema, en primer lugar, señalamos la enseñanza escatológica en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo. Luego, nos concentramos en la exposición y explicación sobre los novísimos que hacen estos documentos catequéticos. Al final, presentamos algunos pasajes de la vida de Santo Toribio dónde se manifiesta su anhelo por la vida eterna.
Contenido
La escatología en tiempos de Santo Toribio de Mogrovejo
Es importante contextualizar las enseñanzas sobre la escatología que se impartían en el tiempo de Santo Toribio de Mogrovejo. Es decir, conviene ubicarnos en la teología sobre el éschaton de ese momento histórico. En este sentido, vamos a exponer de una forma sintética cómo se planteaba la escatología desde mediados del siglo XVI. En primer lugar, es necesario remarcar que la enseñanza sobre la escatología a partir de 1563 está marcada por el Concilio de Trento. Pero, antes de este Concilio, el Magisterio ya había formulado enseñanzas importantes sobre las realidades últimas [1].
Así, aparte de las verdades escatológicas profesadas en el Credo como son la segunda venida del Señor, el juicio final, la resurrección de la carne y la vida eterna; es necesario referirnos a las enseñanzas del Concilio IV de Letrán (1215), el Concilio II de Lyon (1274), la Constitución Benedictus Deus (1336) y el Concilio de Florencia (1439-1445).
En la Profesión de fe católica —Firmiter— elaborada en el Concilio IV de Letrán (1215) se enseñó que resucitaremos con los cuerpos que ahora llevamos; asimismo, se presenta la realidad del infierno en la perspectiva del juicio final[2].
En el Concilio II de Lyon (1274) se aprobó la Profesión de fe del emperador Miguel Paleólogo. En este documento se enseñó la retribución mox post mortem que puede ser: el cielo, el purgatorio o el infierno. Interesa, sobre todo, remarcar que se habla de la existencia del purgatorio como ámbito donde las almas sufren penas que lavan y purifican y que pueden ser ayudadas con los sufragios de los vivos[3] . Benedicto XII redactó la Constitución Benedictus Deus (1336) y ahí enseñó dogmáticamente la visión beatífica para los santos [4]y la condenación eterna en el infierno para los que mueren en pecado mortal [5]. Por su parte, en el Concilio de Florencia, se redactó la Bula sobre la unión con los griegos: “Laetentur coeli” y en la cual se vuelve a insistir en la retribución mox post mortem y en la existencia del purgatorio [6].
Así llegamos al siglo XVI. La escatología católica va a ser sacudida por el planteamiento de Lutero sobre el purgatorio pues éste negará su existencia. ¿Cuáles eran los argumentos que esgrimía el ex monje agustino? En primer lugar, señalaba que la existencia del purgatorio no puede ser probada por las Escrituras —debemos hacer notar que, por esa época, ya negaba la canonicidad de Macabeos —. Pero sobre todo, la razón de fondo es su postura sobre la justificación. En efecto, Lutero enseñaba que el hombre es justificado de modo exclusivo por la fe en Cristo, a tal punto que siempre será interiormente pecador. Por eso, no tiene sentido postular un estado de purificación interior. Además —remarcaba Lutero— admitir la existencia del purgatorio significa dañar la obra redentora de Cristo, pues ¿acaso luego de la muerte de un hombre falta algo a la Redención realizada por Cristo para que su alma no vaya al cielo? A ello se suma que la existencia del purgatorio justifica las oraciones por los difuntos y las indulgencias. Pero, según la mentalidad de Lutero, nosotros no podemos interceder por alguien, el único mediador es Cristo[8] .
El Concilio de Trento dedicó una sesión a un tema escatológico[9] . Es la sesión XXV (1563). Ahí se abordó el tema del purgatorio[10] . La redacción del Decreto sobre el purgatorio enfatiza en la existencia de este estado propio de la escatología intermedia. Al mismo tiempo, señala una serie de medidas pastorales con el fin de que los obispos velen para que la enseñanza del purgatorio llegue a los fieles de una manera correcta. Así, ordena que en la predicación deben evitarse cuestiones sutiles o difíciles; además, se pide que no se divulguen ideas sobre el purgatorio que son inciertas o falsas, tampoco deben de enseñarse aspectos que suenen a curiosidad, superstición o lucro[ ]. Luego del Concilio de Trento se redactó el llamado «Catecismo Romano» . En este documento se explica la escatología cristiana en la primera parte que está dedicada al Símbolo de la Fe. Asimismo, será común, en los catecismos posteriores enseñar los llamados novísimos: muerte, juicio, infierno y gloria . Cuando Santo Toribio de Mogrovejo ejerció su ministerio episcopal en tierras peruanas —periodo que va del año 1581 hasta su muerte ocurrida en 1606—, la doctrina de la Iglesia sobre la escatología es la siguiente:
• En la escatología individual se habla de la muerte, el juicio particular y la retribución mox post mortem que puede ser el cielo, el purgatorio o el infierno. Es el estado propio del alma separada del cuerpo. • En la escatología universal se enseña la parusía, la resurrección de la carne —de gloria o de condenación— y el juicio final.
=La Escatología en los catecismos limenses
Santo Toribio de Mogrovejo tiene el mérito de ser uno de los primeros prelados que puso en marcha las directivas del Concilio de Trento. En efecto, convocó el tercer concilio limense que se realizó los años 1582 y 1583. Fruto de este Concilio salieron a la luz los siguientes documentos: la Doctrina cristiana, el Catecismo breve para los rudos y aplicados, Catecismo mayor para los que son más capaces, el Confesionario para los curas de indios y el Sermonario [14] . Se trata de materiales que fueron publicados entre los años 1584 y 1585. Cumplieron una gran labor en la enseñanza de las verdades de la fe, ya que además de exponer de una manera clara y sólida la doctrina de la Iglesia, fueron traducidos al quechua y al aymara, pues la intención no era otra que evangelizar a los habitantes de la extensa arquidiócesis de Lima. Este corpus limense tuvo una larga vigencia y se convirtió en un instrumento eficaz para la evangelización . A continuación, nos concentraremos en los temas escatológicos contenidos en los documentos que brotaron del III Concilio Limense.
Doctrina cristiana (1584)
La Doctrina cristiana o llamada Cartilla es un documento donde se expone de una manera sencilla y sintética las enseñanzas básicas que todo cristiano debe saber sobre la oración y las verdades de fe. Era lo primero que se enseñaba y de esa manera se introducía al catecúmeno en el proceso de evangelización [16]. La Doctrina cristiana empieza por enseñar la señal de la Cruz y luego instruye a los catecúmenos en las oraciones del Pater Noster, el Ave María, el Credo y la Salve. Luego, pasa a enseñar los artículos de fe, señalado que son catorce, siete pertenecen a Dios y siete a la humanidad de Nuestro Señor Jesucristo. Acto seguido, enseña los mandamientos de la ley de Dios, los mandamientos de la Iglesia, los sacramentos, las obras de misericordia —corporales y espirituales—, las virtudes teologales, las virtudes cardinales, los pecados capitales, los enemigos del alma, los cuatro novísimos y la confesión general [17]. Se concluye con una «suma de la fe católica». En relación con los novísimos se enseña que son cuatro:
«Cuatro cosas son las que el cristiano ha de tener siempre en la memoria, que son: muerte, juicio, infierno y gloria» [18].
La Suma de la fe católica explica en la primera enseñanza [19] que Dios uno, creador de todo, da la retribución eterna —gloria o pena—a cada hombre después de su vida terrena: «De Dios. Que hay un solo Dios, hacedor de todas las cosas. El cual, después de esta vida, da gloria eterna a los buenos que le sirven y pena eterna a los malos que le ofenden» [20] .
Catecismo breve para los rudos y ocupados (1584)
El Catecismo breve para los rudos y ocupados, como su nombre lo indica, es un documento corto que no desarrolla demasiado. Sin embargo, expone las verdades esenciales. Su intención es presentar la doctrina cristiana de manera didáctica y, en lo que podemos llamar, un nivel básico, de tal modo que pueda ser aprendida por todos incluso por los menos capaces. El estilo es de preguntas y respuestas con el fin de facilitar la memorización [21]. Con claridad se enseña que Dios mismo es el bien del hombre. En su vida terrena, el hombre está llamado a conocer y establecer una amistad con Dios. Si así lo hace, luego de esta vida, está el cielo:
«P. ¿Cuál es el bien del hombre? R. Conocer a Dios y alcanzar su gracia y amistad, y gozar de Él, después de esta vida en el cielo» [22].
Se indica que el alma del hombre es inmortal. Por ello, se puede hablar que existe «otra vida». Conviene indicar que una de las preocupaciones de los misioneros era remarcar a los naturales la verdad de la inmortalidad del alma, pues existían muchas creencias sobre los muertos que daban lugar a varias aberraciones [23]:
«P. ¿Pues, hay otra vida después de ésta para los hombres? R. Sí, hay, porque las almas de los hombres no mueren con los cuerpos, como las bestias, más son inmortales y nunca se acaban» [24].
El Catecismo enseña que la salvación sólo es posible por Cristo. En efecto, creer en Jesucristo y guardar su santa ley es lo que conduce a un hombre hacia la vida eterna:
«P. ¿Cómo alcanza el hombre, la gracia de Dios en esta vida, y después de ella la vida eterna del cielo? R. Creyendo en Jesucristo y guardando su ley» [25] .
Además, se enseña que la salvación no es automática. Es verdad que Jesucristo murió por todos; pero, para que el hombre sea salvo necesita la fe —creer en Cristo— y las obras:
«P. Díme ahora, pues murió Jesucristo por todos ¿sálvense todos los hombres? R. Los que no creen en Jesucristo, y los que aunque tienen fe no tienen obras ni guardan su ley, no se salvan. Más serán condenados a penas eternas del infierno» [26]. El fin último de aquel que cree en Jesucristo y guarda su ley es el cielo. Para los justos, cuando venga el Señor por segunda vez, el gozo eterno será en cuerpo y alma: «P. ¿Y los que creen en él y guardan su ley, serán salvos? R. Sí, serán, y gozarán en cuerpo y en alma de bienes eternos en el cielo; y por eso, ha de venir al fin del mundo Jesucristo, a tomar cuenta a todos los hombres, para lo cual resucitarán entonces todos los muertos» [27]. Se enseña la necesidad del Bautismo para alcanzar la salvación. Pero, tampoco basta ser bautizado sin más, pues si se vive en el pecado se pierde el cielo. Por eso, el bautizado que ha pecado, debe acercarse al sacramento de la confesión. En definitiva, quien vive el doble mandamiento del amor alcanza la vida eterna: «P. Pues, los malos que han pecado, dime, ¿tienen algún remedio para no ser condenados? R. Sí no son bautizados el único remedio es hacerse cristianos e hijos de Dios y de la Santa Iglesia por el Bautismo» [28]. «P. Y si son bautizados y han tornado a pecar ¿qué han de hacer para no ser condenados? R. Confesar sus culpas al sacerdote, arrepintiéndose de ellas» [29]. «P. ¿Y haciendo eso serán salvos? R. Sí, serán, si permanecen en cumplir los mandamientos de Dios y de la Santa Iglesia, que son: amar a Dios sobre todas las cosas y a su prójimo como a sí mismo» [30].
Catecismo mayor para los que son más capaces (1584)
El Catecismo mayor para los que son más capaces es un desarrollo más extenso de lo enseñado en el Catecismo menor [31] . Encontramos enseñanzas sobre la escatología en la primera parte denominada Introducción de la doctrina cristiana, la segunda que enseña el símbolo, y la cuarta que instruye sobre los mandamientos. En la parte introductoria, el Catecismo enseña que el hombre ha sido creado para ver a Dios y gozar de El en el cielo. Es decir que el fin último del hombre es la bienaventuranza eterna:
«P. ¿Para qué fue el hombre creado? R. El Señor y Hacedor de todo, creó al hombre para que le viese y gozase en el cielo; y todo lo demás hizo para que ayude al hombre ha alcanzar aquella vida bienaventurada» [32].
Se indica que después de esta vida, existe la posibilidad de la salvación o la condenación. Quien no conoce ni sirve a Dios va al infierno:
«P. ¿Y todos los hombres después de esta vida alcanzan esa bienaventuranza? R. No, Padre, solamente aquellos que son buenos y agradan a Dios» [33].
«P. Pues, los malos, que no conocen a Dios ni sirven a Dios ¿dónde van cuando mueren? R. Después de esta vida hay tormentos y penas sin fin para los malos que no sirven a Dios» [34].
La fe en Jesucristo, que lleva no sólo a confesar su nombre sino a obrar según la santa ley de Dios, hace posible que un hombre alcance la salvación: «P. Pues ¿qué es menester para agradar a Dios y salvarse? R. Creer en Jesucristo, Hijo de Dios y Señor nuestro, confesando su santo nombre, y guardar su ley esperando en él; y esto hace el que es buen cristiano» [35].
En la parte dedicada a explicar el símbolo se indica con claridad el juicio final en conexión con la venida gloriosa del Señor. Entonces, sólo habrá dos estados: gloria y condenación:
«P. ¿Cuándo nos ha de pedir esa cuenta? R. En el último día, cuando ha de venir con gran majestad y espanto del mundo a juzgar a todos los hombres vivos y muertos, cuantos fueron, son y serán, conviene a saber, a los buenos para darles gloria, porque guardaron sus santos mandamientos, y a los malos pena perdurable, porque no los guardaron; y eso nos dice la séptima palabra: “que allí ha de venir a juzgar los vivos y los muertos» [36].
Gracias a la acción del Espíritu Santo podemos alcanzar la vida eterna. En efecto, el Catecismo enseña que el Espíritu Santo hace posible la santificación de los fieles, infunde en ellos la caridad y obra el perdón de los pecados:
«P. Pues ¿cómo seremos buenos y santos para alcanzar la gloria que ha de dar Jesucristo? R. Esa es obra y Don del Espíritu Santo, que es Dios y santifica a los fieles en la Iglesia Católica, dando en ella caridad a los justos y perdón a los pecadores; y eso confesamos en las tres palabras siguientes: octava, nona y décima, diciendo: “Creo en el Espíritu Santo. La Santa Iglesia Católica. La comunión de los santos. El perdón de los pecados» [37].
Al explicar la resurrección final, se aclara que en el día postrero, es decir en la parusía del Señor, las almas de los difuntos —buenos y malos— se reunirán con sus cuerpos para nunca más morir. Entonces se dará el juicio final y los justos con sus cuerpos gloriosos reinarán eternamente con Dios. Por su parte, los condenados, también con cuerpos resucitados pero no gloriosos, padecerán eternamente: «P. Y en la otra vida venidera ¿qué será? R. Eso nos enseña la undécima y duodécima palabra, que son las últimas del Credo, diciendo “Creo la resurrección de la Carne y la vida perdurable”» [39].
«P. ¿Qué entendéis por la resurrección de la carne? R. Que en el día postrero, todos los hombres, tornado las almas a sus propios cuerpos por la virtud inmensa de Dios, parecerán ante el juicio de Dios para nunca más morir [40].
«P. Pues ¿buenos y malos, todos han de resucitar? R. Sí, pero en muy diferente manera. Porque los malos resucitarán para padecer en fuego eterno con cuerpos y almas, en compañía de los demonios; mas los buenos, con cuerpos gloriosos, para descansar con gran contento en compañía de los ángeles» [41]. «P. Y las almas ¿qué vida tendrán? R. Juntamente con los cuerpos vivirán vida eterna reinando con Dios, y gozando de aquellos bienes infinitos que nunca se acaban para siempre jamás. Amén» [42]. En la parte dedicada a explicar los mandamientos, el Catecismo señala la existencia del purgatorio. Se enseña este estado de purificación cuando se habla de la necesidad de orar por los difuntos. Quienes mueren en gracia de Dios, pero no han purificado sus pecados debidamente, deben ir al purgatorio. Los vivos pueden ayudarles con sus oraciones: «P. ¿Para qué rogamos por los difuntos? R. Porque hay purgatorio en la otra vida, donde padecen los que salieron de esta vida en gracia de Dios, pero todavía llevaron que purgar sus pecados. Y por eso la santa Iglesia hace memoria por los fieles difuntos. Y es obra de gran mérito y de misericordia rogar a Dios y hacer bien por ellos, porque sean perdonados y llevados a la gloria» [43].
Sermonario (1585)
Santo Toribio de Mogrovejo predicó con fidelidad la doctrina de la Iglesia. En efecto, se preocupó por exponer con claridad y sencillez las verdades de fe. En este sentido, no faltaron en sus predicas, aquellas verdades eternas o realidades últimas. Ya hemos mencionado que uno de los documentos que emanaron del III Concilio limense fue el llamado Sermonario. A este respecto, existen dos sermones donde se aborda concretamente temas escatológicos. El primero de ellos, es el sermón XXX: De los novísimos; mientras que el segundo es el sermón XXXI: Del juicio final. Sermón XXX: De los novísimos.
El sermón XXX expone de una manera sencilla las verdades de la muerte, la retribución mox post mortem y el purgatorio. Es decir, aborda las realidades propias de la escatología individual llamada de novissimis hominis. En relación con la muerte, se señala con claridad la universalidad de la muerte y que ésta es salario del pecado. Además, se muestra a Cristo como aquel que le ha cambiando el sentido a la muerte. Para un buen cristiano, la muerte es el paso para el cielo: «Todos los hombres buenos y malos hemos de morir. Ya lo veis que en esto no hay diferencia de ricos y pobres, de sabios y de ignorantes, de buenos y malos. La muerte nos vino por el pecado de nuestros primeros padres, Adán y Eva, como os dije en otro sermón. Pero Jesucristo nuestro Señor, haciéndose hombre por nosotros, quiso morir por destruir el pecado, y con su preciosa muerte librarnos de él. La muerte no hace mal a los buenos cristianos que esperan en Jesucristo y le aman. Antes es paso para ir a la bienaventuranza del cielo; y por eso hemos de vivir aparejados, porque cuando venga aquella postrera hora, nos halle en amistad de Dios» [43]. Se exhorta a los fieles para que no vivan apegados a los bienes terrenos. En efecto, cuando viene la muerte, ningún bien material nos podemos llevar. Ante la muerte, por ejemplo, el Inca es uno más: «Porque sabed, hermanos míos, que de esta vida miserable ninguna cosa llevan los hombres a la otra vida, sino las obras buenas y las malas que hicieron. Los hijos y la hacienda y los criados, y las casas y todo lo demás, todo se queda acá. Tan pobre y desnudo de todo esto va el Inca como el indio hatun luna (indio ignorante)» [44] Una vez que viene la muerte, remarca el sermón, ha terminado el tiempo de merecer. Por eso, es necesario aprovechar la vida presente pues Dios no ha querido revelarnos el día de nuestra partida al más allá: «Y sabed más: que en la otra vida ya no queda tiempo para enmendar lo que acá hubiéramos hecho mal. Ni hay lugar de hacer más bien ni más mal, sino sólo aquello que de acá llevamos nos ha de salvar o condenar. Y por esto nos amonesta el Apóstol que ahora que tenemos tiempo no nos cansemos de obrar bien (Ga 6, 9). Y en otra parte dice el Señor que no dilatemos de hacer penitencia de nuestros pecados, porque en viniendo la muerte se acaba todo y se cierra la puerta, así como el que trabaja en acabando el día no puede más trabajar, sino sólo llevar el jornal de lo trabajado (Ec. 5, 7). Y por eso, nos dice Jesucristo que estemos siempre apercibidos, porque no sabemos a qué tiempo vendrá la muerte (Jn 8, 24; Mt 24, 42). No quiso Dios que los supiésemos, porque siempre vivamos bien» [45]. El sermón instruye sobre la verdad del juicio particular [46]. Afirma que tras la muerte seremos juzgados por el mismo Jesucristo. Para que los fieles tengan una idea de este juicio, se usa la imagen de San Miguel pesando nuestras acciones. La intención es remarcar que en el juicio particular recibiremos lo que hicimos por nuestras obras ya sean buenas o malas. Esta retribución es eterna: «Porque habéis de saber que en arrancándose vuestra alma y saliendo de ese cuerpo, luego es llevada por los ángeles ante el juicio de Jesucristo. Y allí le relatan todo cuanto ha hecho bueno y malo; y oye sentencia de aquel alto Juez, de vida o muerte, de gloria o de infierno, como lo merece sin que haya más mudanza para siempre jamás. Y por eso, habéis visto pintado a San Miguel glorioso arcángel con un peso que está pesando las almas, que significa y quiere decir que en la otra vida se mira el bien y el mal que han hecho las almas, y conforme a eso reciben sentencia» [47]. Se enfatiza que este juicio será un examen riguroso. Por eso, el sermón insiste en la necesidad de prepararse para la muerte. Es este sentido, quien está enfermo debe llamar a un sacerdote, de tal manera que pueda recibir el sacramento de la penitencia. Quien muere en pecado mortal se condena por toda la eternidad: « !Oh hermanos, qué será parecer ahí ante Jesucristo! ¡Oh qué riguroso examen aquél! ¡Oh qué cosa tan temerosa esperar sentencia del Eterno juez! Por eso, vivamos bien desde luego; y si alguno ha vivido mal, no cese en sintiéndose enfermo en llamar al Padre y confesarse bien, y volverse a Dios y recibir los sacramentos: no sea que le tome en pecado la muerte, y sea condenado para siempre jamás» [48]. ¿Qué sucede luego de la muerte? El sermón remite a la doctrina de la Iglesia. Inmediatamente después de la muerte, puede darse: el cielo, el purgatorio o el infierno. Ahora bien, quienes como los mártires, los apóstoles y otros grandes santos mueren limpios de todo pecado van directamente al cielo: «Después de aquella sentencia de Jesucristo, habéis de saber que si el alma del cristiano fue tan pura y tan limpia en esta vida, que ningún pecado, ni aun chiquito, ni mancha ninguna no llevó, luego es llevada con gran gozo por los ángeles al lugar de la gloria de Dios y con los santos. Así fueron los mártires que murieron padeciendo por Cristo, y los apóstoles y muchos santos que celebra la Iglesia» [49]. Quienes mueren con pecados pequeños —denominados también veniales— deben ir al purgatorio, pues al cielo no entra nada manchado. Pero, además, el sermón se atreve a decir que la gran mayoría de los cristianos van al purgatorio tras la muerte. La razón es que la mayor parte de los que mueren están llenos de inmundicias, y así, no pueden acceder al cielo para entrar en comunión con Dios pues Él es la misma pureza: «Mas si tiene algunos pecados chiquitos, que llamamos veniales, o si no ha hecho entera penitencia por todos sus pecados de que se confesó y arrepintió, esta tal alma no va luego a la gloria, porque en la gloria no entra ni una mancha tan pequeña. Mas es llevada al lugar que se llama purgatorio, y allí está penando el tiempo que Dios le determinó hasta salir purgada de todas sus culpas. Y entended que los buenos cristianos la mayor parte va primero a este purgatorio que al cielo, porque Dios es muy limpio y muy justo, y los hombres estamos llenos de mil inmundicias, y harto bien es que no vamos condenados al infierno» [50]. En el purgatorio —explica el sermón XXX— las almas sufren penas debidas a un «fuego» [51]. Se usa la imagen del fuego que purifica los metales de la escoria para explicar como sería esta purificación. En todo caso, señala que la purificación tiene un fin: que el alma esté totalmente limpia para gozar de Dios: «Este lugar de purgatorio tiene terribles tormentos y fuego que reciamente abrasa y consume la malicia del pecado, así como el minero el mal metal, y que es tierra o plomo lo echa mal, más el bueno de plata lo mete en la guayra (horno o brasero para fundir plata) y en la hornaza, para que con el fuego se limpie de la escoria que tiene. Así hace Dios a los buenos, que son como oro y plata. Para que estén del todos limpios y resplandecientes, mételos en el horno del purgatorio, y allí tienen mucha paciencia y dan gracias a Dios conociendo que aquello justamente lo pasan por su pecados, que de allí irán a gozar de Dios» [52]. En relación con el purgatorio se expone la doctrina católica sobre la validez de los sufragios por los difuntos. El sermón remarca la importancia de las oraciones, los responsos y la Santa Misa, así como las limosnas. Aclara que las limosnas que los familiares ofrecen por sus difuntos, no es porque éstos necesiten bienes materiales, sino que la razón es que estas buenas acciones son recibidas por Jesucristo. Son méritos que los vivos pueden ofrecer al Señor por sus difuntos. Se trata de una consecuencia de la comunión de los santos. Asimismo, el sermón hace notar que debemos ser devotos de rezar por las almas del purgatorio. Ellas son «amigas de Dios» y una vez purificadas se convertirán en intercesoras nuestras: «De aquí es los que veis que usa la Santa Iglesia de decir oraciones y salmos cuando entierran un difunto, y decirle misas y responsos, y también de ofrecer limosnas sus parientes de trigo o carneros o cera u otras cosas. No porque de esto coma el alma del difunto. No digáis ni imaginéis tal, que es gran necedad y desatino pensar tal cosa. Sino porque lo que se ofrece a los Padres y a la Iglesia, y lo que se da a los pobres, lo recibe Jesucristo por aquellas almas que están en purgatorio» [53]. «Y con estos sufragios son ayudadas y salen más presto de aquella pena, y van muy contentas a descansar para siempre, y gozar de aquel inmenso mar de gloria que Dios tiene para sus escogidos. Y allí se acuerdan de los que hicieron el bien, y ruegan a Dios por ellos con gran voluntad. Así que, hijos míos, sed muy devotos de rezar y de hacer bien por las almas del purgatorio, que están allá penando y son amigas de Dios, y rogarán por vosotros en el cielo» [54]. Al final, el sermón XXX se detiene con cierta amplitud en el tema del infierno. ¿Cuál es la causa por la que un hombre va al infierno? Es la vida en el pecado. Podemos decir que la predicación sobre este novísimo es deudora de las imágenes propias de ese momento que eran: considerar el infierno como un «lugar» muy profundo, remarcar insistentemente el tormento causado por el «fuego eterno» y describir con imágenes vivaces el sufrimiento eterno de los condenados [55]: «De las almas de los malos que van en pecado, porque no creyeron en Jesucristo, o ya que creyeron, no guardaron sus mandamientos, ni hicieron penitencia, ni se confesaron bien, y así murieron ¿qué se hace de ellas? ¿Adónde van, o qué es lo que pasan en la otra vida?» [56]. «Es el infierno, hermanos, un lugar que está en lo profundo de la Tierra, todo oscuro y espantable, donde hay cien mil millones de tormentos» [57]. «Allí se oyen grandes gritos y llantos y rabiosos gemidos; allí se ven horribles visiones de demonios fierísimos; allí se gusta perpetua y amarguísima hiel; allí hieden más que perros muertos; allí rabian unos con otros y contra sí mismos, que se querrían despedazar, y contra su Hacedor, Dios omnipotente, que le querrían comer a bocados. Allí están deseando siempre la muerte, y no pueden morir; mas siempre tienen vivo el sentido para más padecer» [58]. «Allí arde un fuego que no se apaga, ni se atiza con leña; y les está comiendo las carnes y las entrañas sin aflojar un punto, y lo peor de todo, allí cuentan los días que están en tormento; y cada día se les hace mil años, y después de mil años están diez mil, después, mil millares de millares» [59]. El sermón exhorta a los fieles a percibir que tras la muerte hay una eternidad. Quien en esta vida terrena no vive practicando el bien pierde el cielo. En efecto, el tiempo presente tiene valor de eternidad; por ello, es necesario apartarse del pecado. Evocando la parábola del pobre Lázaro (cfr. Lc 16, 19-31), se remarca cómo quien no es capaz de atender a los necesitados, recibirá en el «más allá» la condenación eterna: «Ved, mis hermanos, qué cosas tan grandes son las de la otra vida, y cómo los que en esta vida no hacen el bien, y sólo buscan sus placeres, son condenados. Ved cómo los pobres y enfermos, si tienen paciencia y se encomiendan a Dios, tienen descanso en la otra vida. Ved cómo se pagan allá los contentos malos de acá, que porque no quiso dar una migaja de pan para dar de comer al pobre, está pidiendo una gota de agua rabiando de sed, y no se la dan. Ved cómo metidos una vez en aquella cárcel del infierno, jamás pueden salir de allí. Allí gritan y braman y se muerden la lengua y pelean con el fuego, y siempre padecen intolerables dolores» [60]. Se concluye invitando a los fieles a hacer penitencia, escuchar a los predicadores de la Iglesia y a alejarse de todo comportamiento inmoral: «Ved cómo, si no oís a los predicadores que de parte de Dios os avisamos, no tendréis remedio para siempre. Ahora que hay tiempo, ahora que os convida Dios, ahora que es de provecho lo que hiciereis, haced penitencia y llorad vuestros pecados, enmendad vuestra vida, confesad vuestras culpas, resistid al pecado y al deleite, diciendo: “No quiero deleite tan breve con tormento eterno, mas quiero aquí pasar trabajo y domar mi carne y quitar mis malos deleites. Y para ir al lugar de descanso y de gozo quiero apartarme de borracheras y de hechiceros y de mujeres, porque no vaya mi alma a aquel fuego que siempre arde y siempre atormenta. Quiero ser buen cristiano y hacer buenas obras y dar por amor de Dios lo que tengo, para que halle en la otra vida refrigerio. Quiero llamar a Jesucristo, y poner todo mi corazón en él, para que él me libre de aquellos tormentos, perdonándome mis pecados con su preciosa sangre, y llevándome cuando muera al lugar de bienaventuranza y vida eterna. Amén”» [61]. Sermón XXXI: Del juicio final. En el sermón XXXI se explican las realidades correspondientes a la escatología universal, es lo que clásicamente recibe el nombre De novissimis mundi. Es decir, se predica sobre la parusía, la resurrección de la carne y el juicio final. Al inicio, se enseña a los fieles que así como cada uno de los hombres tiene un fin en su vida terrena, de modo semejante, este mundo poseerá su término: «Así como cada uno de los hombres tiene fin y término de su vida y al cabo muere, y tras la victoria se sigue dar cuenta para recibir premio eterno, según ha vivido; así también todo este mundo visible ha de tener su fin y acabarse. Y entonces será el juicio universal de todos los hombres juntos, que serán juzgados por Jesucristo nuestro Señor. No hizo Dios estas cosas de acá de esta tierra para que los hombres permaneciesen en ella, sino para que usando de ellas bien, mereciesen alcanzar aquella vida del cielo» [62]. El día del juicio final es desconocido para los hombres. Sólo Dios lo sabe. En efecto, apelando a la Sagrada Escritura se remarca que «el último día» no puede ser materia de conocimiento alguno. Ese dato no interesa, lo que importa es estar preparados: «Cuándo haya de ser este día último en que se acabe este mundo y venga el Juicio final, nadie de nosotros lo sabe, ni aún los ángeles del cielo, sino sólo el Eterno Dios, en la manera que nadie de nosotros sabe cuándo morirá, pero ninguno duda que haya de morir. Así, no hay duda que ha de haber día último de juicio para todos los hombres, porque lo afirma Dios nuestro Señor en su Sagrada Evangelio, y todos los profetas y apóstoles en la Sagrada Escritura le dicen por palabra de Dios. Pero ni ellos, ni nadie fuera de Dios, sabe cuándo será este último día, para que todos estemos aparejados, que no sabemos si será en nuestro tiempo» [63]. El sermón explica el fin del mundo haciendo notar que éste fue creado de la nada pero que llegará el momento en que tendrá su fin. Apoyándose en la Sagrada Escritura, expone los llamados signos de la parusía: se predicará el Evangelio a todas las naciones y habrá signos cósmicos. En relación con estos últimos, la exposición es una descripción apocalíptica del fin de la historia: «Este mundo nació como niño, cuando Dios lo creó de nada. Han pasado por él muchos años, más de seis mil, y diversas edades; ya es viejo, y da muestras de quererse acabar. Pero antes que se acabe el mundo, se ha de predicar el Evangelio a todas las naciones del universo orbe, según que el Hijo de Dios lo dijo a sus discípulos (Mt 24, 14)» [64]. «Mas antes de venir aquel día último y temeroso, habrá señales en el cielo y en el mar y en la tierra, que pondrán gran espanto a los hombres. El Sol se oscurecerá y pondrá negro. La Luna se pondrá toda sangre, las estrellas caerán del firmamento, las virtudes y poder de los cielos se desconcertarán y turbarán. El aire echará truenos y rayos espesos como gotas de agua, la mar bramará y tragará la tierra, los ríos se alzarán en alto y combatirán con los montes, los montes se abrirán por medio y la tierra temblará, los edificios y torres vendrán con furia por el suelo. Entre los hombres habrá guerras crueles, y hambres y mortandades; y los que se escaparen de estos males con rayos de cielo y temblores de tierra peligrarán de muerte» [65]. La predicación no olvida uno de los signos parusiacos más misteriosos: la oposición al Evangelio que tiene como una de sus expresiones la aparición del Anticristo [66]. En efecto, el sermón enseña que antes de la consumación final, el diablo y sus secuaces concentrarán todas sus fuerzas maléficas para propagar sus mentiras entre los hombres y buscarán destruir la Iglesia de Cristo: «Porque sabed que el diablo al fin del mundo, sospechando que tiene poco tiempo para engañar y hacer el mal, juntará todas sus fuerzas y poder, y nuestro Dios le dará entonces larga licencia por los pecados del mundo. Y así levantará un hombre maldito, abominable, infernal, que llamamos Anticristo. Este hará bando contra Jesucristo y procurará destruir su Santa Iglesia; y con astucia y falsos milagros, y con promesas y amenazas, y con crueles tormentos, incitará a todos los cristianos a que renieguen del buen Jesús, y se pasen a él y le adoren» [67]. Haciendo una lectura literalista de ciertos pasajes bíblicos (cfr. Ml 3, 23; Mt 17, 10-13; Hb 11, 5), se enseña que momentos previos a la consumación de la historia, vendrán Elías y Henoc para pelear contra el Anticristo [68]. El maligno los vencerá, pero al final, vendrá Cristo y se dará la victoria final: «Y serán tantos sus hechos y sus mañas, y tendrá de su parte tantos letrados y tantos señores, y tanto poder del diablo, que casi todos se rendirán, y muy poquitos permanecerán en la fe de Jesucristo. Entonces vendrán los profetas Elías y Enoc, que Dios tiene guardados, y predicarán contra este maldito Anticristo; y él peleará con ellos, y al cabo los degollará y quedará victorioso, y los buenos muy afligidos» [69]. «Mas Nuestro Señor Jesucristo, habiendo piedad de los buenos, vendrá, y con la espada de su palabra destruirá a aquel malvado enemigo suyo, resucitando a sus profetas, y los cielos cantarán victoria por Jesucristo nuestro Salvador» [70]. La resurrección de la carne es predicada remarcando que se trata de una verdad confesada en el Credo de los cristianos. Es un acontecimiento parusiaco. Además, se hace notar que resucitaremos con nuestros propios cuerpos: «Y cuando ya todo este acabado, y todos los hombres hayan fenecido su tiempo, entonces enviará Dios del alto del cielo su gran Arcángel, y tocará una trompeta diciendo en voz poderosa: “Levantaos, muertos, y venid a Juicio”. A este pregón y voz de parte de Dios obedecerán todos los muertos, y será aquella grande maravilla que Dios por su Palabra tantas veces tiene dicha: que resucitarán los hombres cada uno con su propio cuerpo, el mismo que tuvo cuando murió. Esto es lo que confesamos todos los fieles cristianos en el Credo, diciendo: Creo la resurrección de la carne» . Para explicar el cómo de la resurrección, se utiliza la imagen paulina del grano de trigo que muere para florecer (cfr. 1 Co 15, 35-38) pero adecuándola a los oyentes, de ahí que se hable también del grano de maíz que se convierte en «choclo». Es de resaltar, el énfasis que se pone por remarcar el realismo de la resurrección : «Como el grano de maíz o de trigo primero se muere y pudre en la tierra, y después brota y sale en la espiga o en el choclo, no os dé pena, hijos míos, que vuestros cuerpos pasen ahora trabajo, no os preocupéis mucho de sepulturas muy honradas y pomposas. Vuestro Dios tiene cuenta con vuestros cuerpos, y él guarda vuestras cenizas, y no le faltará un polvito de la uña, ni del cabello. Todo lo mira y lo cuenta, y guarda en su eterno tesoro; y de allí saldrá todo el día del juicio» [73]. «Así que todos resucitaremos certísimamente aquel día, con estos mismos cuerpos y con estos ojos, y con estas manos y con estos huesos, y con esta carne y con este pellejo. No se perderá ni trocará un cabello, por la virtud de aquel gran Dios» [74]. Teniendo como trasfondo el relato de Mt 25, 31 ss, se presenta el juicio final. Este acontecimiento será el último acto parusiaco. En efecto, cuando venga Jesús, juez universal, se abrirá «el libro de la vida» (cfr. Ap 20, 12); y, entonces, se conocerá públicamente quienes son los salvados y los condenados, todos ya con sus cuerpos resucitados: «Allí se sacarán los libros en que están escritos los bienes y males de todos; y por obra admirable cada uno leerá allí toda su vida; y leerá todas las vidas de los otros; y verá quién merece muerte eterna, y quién vida eterna. ¡Qué sentirán los malos cuando vean volverse a ellos el Juez eterno con rostro aireado y mirarlos cono ojos feroces y con voz terrible decirles: Id, malditos enemigos míos, al eterno fuego infernal con el Diablo o ser atormentados para siempre sin fin!»[ ]. Con imágenes impactantes y con cierto lujo de detalles, el sermón explica el destino de los condenados. Al estilo de las predicaciones de esa época, se insiste en el aspecto temible del juicio final, será un verdadero dies irae. La intención es clara, pues al igual que como lo hacían los grandes profetas, se quiere mover hacia la conversión a los fieles[ ]: «Al punto se abrirá la tierra y los demonios fieros embestirán en los miserables condenados y bajarán al profundo infierno, dando gritos y rabiando, y allí quedarán sepultados en el fuego ardiente en cuerpo y alma, sin esperanza de jamás tener remedio eternamente ¿Quién no teme, hermanos míos, aquel día y hora espantable? Todos cuanto estamos aquí hemos de parecer allí; y todas nuestras obras y pensamientos han de parecer allí en público a todos. Bien será que ahora hagamos penitencia y vivamos bien, para que escapemos aquel día de la ira terrible de Dios. Bien será que ahora nos juzguemos y castiguemos nuestras culpas, para que Dios no perdone entonces»[ ]. Se describe también los «cielos nuevos y la tierra nueva» como hábitat de los cuerpos gloriosos de los justos. Si los condenados han perdido la felicidad eterna, los justos serán los compañeros eternos de Dios en un mundo transfigurado, donde todo reflejará la gloria del Señor: «En siendo llevados los malos al infierno, luego se cubrirá la tierra sobre ellos, y quedará muy contenta y descansada de haber echado de sí tan pesada carga. Y luego el agua se pondrá clara y hermosa como el cristal; y el aire y fuego en sus regiones muy suaves y alegres. Y los cielos aparejarán la morada de los justos queridos de Dios. La luna resplandecerá como el sol, y el sol, siete veces más que ahora. Y aquella dichosa compañía de los escogidos queridos de Dios, viendo la venganza y juicio que Dios ha hecho en los malos, cantarán victoria y alabanza diciendo: Grandes y maravillosas son tus juicios, ¿Quién no te obedecerá y adorará, Rey de los siglos? » [78]. ¿Cómo serán los cuerpos resucitados de los justos? El sermón XXXI sigue en este punto la enseñanza escolástica sobre los dotes de los cuerpos gloriosos resucitados. Según la teología escolástica, los cuerpos gloriosos serán: ágiles, claros, sutiles e impasibles [79]. Pero, además, se explica que los justos serán santuarios o moradas de Dios. En efecto, sus almas estarán colmadas por el mismo Dios: «En sus cuerpos serán más ligeros que águilas, más resplandecientes que el sol, más sutiles que el viento, más hermosos que el cielo. Sus almas serán como Dios, llenas del mismo Dios, iguales a los ángeles, hijos queridos y regalados de su Dios» [80]. El cielo que es la comunión eterna con Dios es, al mismo tiempo, comunión con los demás. El sermón XXXI no olvida la dimensión comunitaria de la vida eterna. En el cielo, todos los bienaventurados participan de todos los bienes, fundamentalmente, del bien infinito que es Dios: «Todos entre sí, entrañable amor, dando cada uno a los otros todo el bien que tiene. Gozándose todos del bien de cada uno, y cada uno gozando los bienes de todos. Y, sobre todo, viendo y gozando los tesoros de toda la hermosura y suavidad de nuestro Dios» . En síntesis, todo lo que podamos decir del cielo es deficiente, pues es una realidad inimaginable (cfr. 1 Co 2, 9). Es un verdadero misterio de comunión con Dios para todos los que le aman: «No se puede esto, hermanos pensar cómo es, y mucho menos se puede decir. Porque ni oyó oído, ni vio ojo, ni imaginó pensamiento la grandeza de los bienes que Dios tiene para los que le aman y sirven» . Al igual que el sermón XXX, se concluye exhortando a los fieles para que amen y sirvan a Dios con todas sus fuerzas. Ese es el camino que lleva al cielo: «Amad mucho a vuestro Dios, sirviéndole con todas vuestras fuerzas. Cumplid sus mandamientos, aunque os cuesta la vida. Y bienaventurados si así lo hacéis. Seréis de los queridos hijos de Dios. Gozaréis de aquella vida eterna que a los que le sirven finalmente promete Jesucristo. El cual con el Padre y con el Espíritu Santo, vive y reina Dios por todos los siglos de los siglos. Amén» .
EL DESEO DEL CIELO EN SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO
Santo Toribio de Mogrovejo, al igual que todos los santos de la Iglesia, tuvo una gran preocupación por aprovechar el tiempo presente. El Santo Arzobispo de Lima estaba convencido que sólo tenemos esta vida para alcanzar el cielo, la patria eterna. Por eso, señalaba que es necesario vivir el presente con un gran amor a Dios y los demás. A este respecto, su primer biógrafo, Antonio de León Pinelo relata que «no perdía un instante y solía decir: “No es nuestro el tiempo, es muy breve, y hemos de dar estrecha cuenta de él”. Y he ponderado de la vida de este gran varón, que en veinticinco años, que rigió la iglesia de Lima, no trató de otra cosa que de su salvación…Fue su vida una rueda, un movimiento perpetuo, que nunca paraba. Y si la del hombre, es milicia en la tierra, bien mereció el título de soldado de Cristo Señor Nuestro, pues nunca faltó a lo militante de su Iglesia, para conseguir el premio en la triunfante, que piadosamente entendemos que goza» [84]. Cuentan los testigos que, especialmente por los días de semana santa, repetía mucho las palabras escuchadas al popular predicador P. Lobo, en Salamanca: «Juicio, infierno, eternidad». Asimismo, Diego Morales –secretario del Prelado- declaró que «siempre andaba cuidando de la honra de Dios y que en nada fuese ofendido, y sentía sumamente cuando oía jurar a alguna persona y le reprendía y decía no juréis, vuestra palabra sea sí, sí; no, no; no ofendáis a tan gran Señor; y muy ordinariamente decía: reventar y no hacer un pecado venial; y así este testigo nunca jamás le vio ni oyó pecado mortal ni venial, ni imperfección chica ni grande, todo era dado a Dios y embebido en él» [85]. También, su sobrina Mariana de Guzmán Quiñones testificó: «Muchas veces le oyó decir esta testigo al dicho siervo de Dios: “reventar y no hacer un pecado venial”» [86]. Santo Toribio de Mogrovejo fue muy conciente que debía dar cuentas a Dios de su ministerio episcopal. En efecto, en diversas ocasiones, mostró un santo temor ante el juicio de Dios. En una carta escrita el año 1593 al Consejo de Indias señala: «Muchas veces he escrito sobre esto y no veo el remedio, no sé la causa de ello y en escribir esto entiendo hago mucho servicio a su Majestad y a todos los del Consejo deseándose rematen (liquiden) cuentas en vida y no se remitan a la muerte donde se tomarán estrechas y rigurosamente y no se pondrá pretender ignorancia de esto que tantas veces por mis cartas he representado (he repetido) poniendo por delante la muerte y juicio, infierno y gloria» [87]. Además, el Santo Pastor se preocupó para que los fieles cumplan ese deber tan cristiano que es el rezar por los difuntos. En este sentido, Santo Toribio impulsó una cofradía para rezar por las almas del purgatorio [88].
CONCLUSIONES
Los catecismos limenses exponen con fidelidad la doctrina de la Iglesia sobre la escatología. Estos documentos presentan la escatología que se ha forjado hasta ese momento, gracias a los concilios ecuménicos IV de Letrán (1215), II de Lyon (1274), Florencia (1439-1445) y Trento (1545-1563). A ellos se suma, la constitución Benedictus Deus (1336). Estos documentos catequéticos enseñan de manera clara y sencilla las realidades últimas del hombre y del mundo. En la escatología individual —De novissimis hominis— exponen las verdades esenciales sobre la muerte, el juicio particular y la retribución mox post mortem. Además, en la escatología universal —De novissimis mundi— se expone la segunda venida del Señor, el juicio final y la resurrección universal. En las enseñanzas escatológicas del Sermonario destacamos el uso de un lenguaje directo y vivaz. Se utilizan expresiones propias —tomados del quechua—para que los oyentes entiendan el mensaje. En la exposición sobre las verdades del purgatorio, el infierno y el juicio final, se usan imágenes llamativas que ciertamente suscitan temor, pero son las propias del estilo de esa época. Quizás para la mentalidad de hoy pueden resultar exageradas. En todo caso, conviene remarcar que el fin era que los fieles se conviertan, salgan del pecado, y vivan en gracia de Dios. El celo de Santo Toribio por presentar los novísimos a través de estos documentos catequéticos es un ejemplo para todos los pastores de la Iglesia, de tal modo que no dejen de predicar sobre las realidades últimas. La doctrina de la Iglesia sobre la escatología no ha cambiado, en esencia, es la misma de siempre. El reto es enseñarla con integridad, y al mismo tiempo, con un lenguaje interpelante para el hombre de hoy.
Pbro. Dr. Carlos Rosell De Almeida
Director de estudios teológicos de la Facultad de Teología Pontifica y Civil de Lima.
Revisado por José Gálvez Krüger