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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Sacramento del Matrimonio

De Enciclopedia Católica

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Archivo:Matri.jpg Que el matrimonio cristiano (esto es, el matrimonio entre personas bautizadas) es realmente un sacramento de la Nueva Ley en el sentido estricto del término es para todos los católicos una verdad indudable. Según el Concilio de Trento este dogma siempre se ha enseñado por la Iglesia, y se define así en el can. I, Sesión XXIV: “Si alguien dijera que el matrimonio no es verdadera y propiamente uno de los Siete Sacramentos de la Ley Evangélica, instituido por Cristo Nuestro Señor, sino que fue inventado en la Iglesia por los hombres, y no confiere gracia, sea anatema”. La ocasión de esta solemne declaración fue la negación por los así llamados reformadores del carácter sacramental del matrimonio. Calvino en sus “Instituciones”, IV, xix, 34, dice: “Finalmente, está el matrimonio, que todos admiten que fue instituido por Dios, aunque nadie antes de la época de Gregorio lo consideró un sacramento ¿Qué hombre en su sano juicio lo consideraría así? El mandato de Dios es bueno y santo; así la agricultura, la arquitectura, la zapatería, o la peluquería son mandatos legítimos de Dios, pero no son sacramentos.” Y Lutero habla en términos igualmente vigorosos. En su obra en alemán, publicada en Wittenberg en 1530 con el título “Von den Ehesachen”, escribe (p. 1): “De hecho nadie puede negar que el matrimonio es una cosa externa y mundana, como la ropa y la comida, la casa y el hogar, sujeto a autoridad mundana, como lo demuestran tantas leyes imperiales que lo rigen”. En una obra anterior (la edición original de “De captivitate Babilonyca”) escribe: “No sólo el carácter sacramental del matrimonio carece de fundamento en las Escrituras; sino que las mismas tradiciones que afirman tal carácter sagrado para él, son una mera broma”; y dos páginas más adelante: “El matrimonio puede ser por tanto una imagen de Cristo y la Iglesia; sin embargo, no es un sacramento instituido divinamente, sino una invención de los hombres en la Iglesia, que surge de la ignorancia de la materia”. Los Padres del Concilio de Trento tuvieron evidentemente este último pasaje en la mente.

Pero la decisión de Trento no fue la primera dada por la Iglesia. El Concilio de Florencia, en el Decreto para los Armenios, ya había declarado: “El séptimo sacramento es el matrimonio, que es una imagen de la unión de Cristo y la Iglesia, según las palabras del Apóstol: Este es un gran sacramento, pero yo hablo respecto a Cristo y la Iglesia” E Inocencio IV, en la profesión de fe prescrita para los Valdenses (18 de Diciembre de 1208), incluye el matrimonio entre los sacramentos (Denziger-Bannwart, “Enchiridion”, n. 424). La aceptación de los sacramentos administrados por la Iglesia se había prescrito en general en los siguientes términos: “Y de ningún modo rechazamos los sacramentos que son administrados por ella (la Iglesia Católica Romana), con la cooperación del poder inestimable e invisible del Espíritu Santo, incluso aunque sean administrados por un sacerdote pecador, siempre que la Iglesia lo reconozca”, la fórmula continúa luego con cada sacramento en particular, tocando especialmente aquellos puntos que los Valdenses habían negado: “Por tanto aprobamos el bautismo de los niños...la confirmación administrada por el obispo...el sacrificio de la Eucaristía... Creemos que el perdón se concede por Dios a los pecadores arrepentidos...tenemos por honor la unción de los enfermos con aceite consagrado...no negamos que deban contraerse los matrimonios carnales, según las palabras del Apóstol”. Es, por tanto, históricamente seguro que desde el comienzo del Siglo XIII el carácter sacramental del matrimonio era universalmente conocido y reconocido como dogma. Incluso los pocos teólogos que minimizaban, o parecían minimizar, el carácter sacramental del matrimonio, consignaban en lugar destacado la proposición de que el matrimonio es un sacramento de la Nueva Ley en el sentido estricto del término, y luego buscaban ajustar sus tesis ulteriores sobre el efecto y la naturaleza del matrimonio a esta verdad fundamental, como será evidente en las citas que se dan más abajo.

La razón por la que el matrimonio no fue expresa y formalmente incluido entre los primitivos sacramentos y su negación calificada de herejía, debe buscarse en el desarrollo histórico de la doctrina referente a los sacramentos, pero el hecho en sí puede remontarse a los tiempos apostólicos. Con respecto a los diversos ritos religiosos designados como “Sacramentos de la Nueva Ley”, siempre hubo en la Iglesia una profunda convicción de que conferían la gracia divina interior. Pero su agrupación en una misma categoría se dejó para un periodo posterior, cuando los dogmas de fe en general comenzaron a ser científicamente examinados y sistemáticamente organizados. Además, que los siete sacramentos debieran ser agrupados en una categoría no era de ningún modo evidente. Pues, aunque se aceptara que cada uno de estos ritos confería la gracia interior, aun así, en contraste con su invisible efecto común, la diferencia en el ceremonial externo e incluso en la finalidad inmediata de la producción de gracia era tan grande que, durante un largo tiempo, impidió una clasificación uniforme. Así, hay una diferencia radical entre la forma externa con que se administran el bautismo, la confirmación, y el orden sacerdotal, por un lado, y, por el otro, las que caracterizan la penitencia y el matrimonio. Pues mientras que el matrimonio tiene la naturaleza de un contrato, y la penitencia la naturaleza de un proceso judicial, los tres mencionados en primer lugar toman la forma de una consagración religiosa de los recipiendarios.

Prueba del carácter sacramental del matrimonio cristiano

En prueba de la apostolicidad de la doctrina de que el matrimonio es un sacramento de la Nueva Ley, bastará mostrar que de hecho la Iglesia siempre ha enseñado en relación con el matrimonio lo que pertenece a la esencia de un sacramento. El nombre de sacramento no puede citarse como evidencia satisfactoria, puesto que no adquirió hasta un periodo posterior el significado exclusivamente técnico que hoy tiene; tanto en las épocas precristianas como en los primeros siglos de la Era Cristiana tenía una significación más amplia e indefinida. En este sentido debe entenderse la afirmación de León XIII en su Encíclica “Arcanum” (10 de Febrero de 1880): “A la enseñanza de los Apóstoles, en realidad, se han de remitir las doctrinas que nuestros santos padres, los concilios, y la tradición de la Iglesia Universal siempre han enseñado, a saber, que Cristo Nuestro Señor elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento”. El Papa subraya correctamente la importancia de la tradición de la Iglesia Universal. Sin ésta sería muy difícil conseguir de las Escrituras y los Padres una prueba clara y decisiva para todos, incluso los ignorantes, de que el matrimonio es un sacramento en el sentido estricto del término. El proceso de demostración sería demasiado largo y requeriría un conocimiento de la teología que el fiel ordinario no posee. En sí mismos, sin embargo, los testimonios directos de las Escrituras y de varios de los Padres son de peso suficiente para constituir una prueba real, pese a la negación de algunos teólogos pasados y actuales.

El texto clásico de las Escrituras es la declaración del Apóstol Pablo (Ef., 5, 22 y ss.), quien declara enfáticamente que la relación entre marido y mujer debe ser como la relación entre Cristo y su Iglesia: “Que las mujeres estén sujetas a sus maridos como al señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia. Es el salvador del Cuerpo. Así como la Iglesia está sumisa a Cristo, así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo, de su carne y de sus huesos” Después de esta exhortación el Apóstol alude a la institución divina del matrimonio con las palabras proféticas proclamadas por Dios a través de Adán: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne” Luego concluye con esta significativas palabras con las que caracteriza el matrimonio cristiano: “Este es un gran sacramento; lo digo respecto a Cristo y la Iglesia”

Sería precipitado, naturalmente, deducir de la expresión “Este es un gran sacramento”, que el matrimonio es un sacramento de la Nueva Ley en sentido estricto, pues el significado de la palabra sacramento, como ya se señaló, es demasiado indefinido. Pero considerando la expresión en su relación con las palabras que la preceden, se nos lleva a la conclusión de que debe ser tomada en el sentido estricto de un sacramento de la Nueva Ley. El amor de los esposos cristianos uno por otro debe estar modelado sobre el amor entre Cristo y la Iglesia, porque el matrimonio cristiano, como copia y muestra de la unión de Cristo con la Iglesia, es un gran misterio o sacramento. No sería un símbolo solemne, misterioso, de la unión de Cristo con la Iglesia, que toma forma concreta en los miembros individuales de la Iglesia, salvo que representara eficazmente esta unión, esto es, no meramente significando la unión sobrenatural de Cristo con la Iglesia, sino también originando que esa unión se lleve a cabo en los miembros individuales; o, en otras palabras, confiriéndole la vida sobrenatural de la gracia. El primer matrimonio entre Adán y Eva en el Paraíso fue un símbolo de esta unión; de hecho, meramente como símbolo, sobrepasó a los matrimonios individuales cristianos, puesto que era una figura precursora, mientras que los matrimonios cristianos individuales son representaciones posteriores. No habría razón, por tanto, por la que el Apóstol se refiriera con tanto énfasis al matrimonio cristiano como tan gran sacramento, si la grandeza del matrimonio cristiano no residiera en el hecho de que no es un mero signo, sino un signo eficaz de la vida de gracia. De hecho, estaría por completo en desacuerdo con la economía del Nuevo Testamento que tuviéramos un signo de gracia y salvación instituido por Dios que fuera sólo un signo vacío, y no uno eficaz. En otro lugar (Gál., 4, 9), San Pablo enfatiza en una forma más significativa la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, cuando llama a los ritos religiosos del primero “elementos sin fuerza ni valor” que no pueden conferir por sí mismos verdadera santidad, estando reservado el efecto de verdadera justicia y santidad para el Nuevo Testamento y sus ritos religiosos. Si, por tanto, califica el matrimonio cristiano de acto religioso, de gran sacramento, quiere decir que no lo reduce al plano inferior de los ritos del Antiguo Testamento, al plano de un “elemento sin fuerza ni valor”, sino más bien demuestra su importancia como signo de la vida de gracia, y, como los demás sacramentos, un signo eficaz. San Pablo, entonces, no habla del matrimonio como verdadero sacramento de manera inmediatamente aparente y explícita, sino sólo de tal modo que la doctrina debe deducirse de sus palabras. De ahí que el Concilio de Trento (Sesión XXIV), en el capítulo dogmático sobre el matrimonio, diga que el efecto sacramental de la gracia en el matrimonio está “indicado” por el Apóstol en la Epístola a los Efesios (quod Paulus Apostolus innuit). Para una ulterior confirmación de la doctrina de que el matrimonio bajo la Nueva Ley confiere la gracia y se incluye por tanto entre los verdaderos sacramentos, el Concilio de Trento se remite a los Santos Padres, a los primeros concilios, y a la tradición siempre manifiesta de la Iglesia Universal. La enseñanza de los Padres y la tradición constante de la Iglesia, como ya se ha señalado, exponen el dogma del matrimonio cristiano como sacramento, no en la terminología científica y teológica de la época posterior, sino sólo en la sustancia. Sustancialmente, a un sacramento de la Nueva Ley pertenecen los siguiente elementos:

debe ser un rito religioso sagrado instituido por Cristo; este rito debe ser un signo de santificación interior; debe conferir esta santificación interior en la gracia divina; este efecto de la gracia divina debe producirse, no sólo en conjunción con el respectivo acto religioso, sino por medio de él.

De aquí que, quienquiera que atribuya estos elementos al matrimonio cristiano, lo declara por tanto un verdadero sacramento en el sentido estricto del término.

A este efecto el testimonio se ha de encontrar desde los primeros tiempos cristianos en adelante. El más claro es el de San Agustín en sus obras “De bono conjugii” y “De nuptiis et concupiscentia”. En la primera obra (cap. xxiv en P.L., XL, 394), dice, “Entre todos los pueblos y todos los hombres el bien que se garantiza por el matrimonio consiste en la descendencia y en la castidad de la fidelidad de los casados; pero, en el caso del pueblo de Dios [los cristianos], consiste además en la santidad del sacramento, por razón de la cual se prohíbe, incluso después de que ha tenido lugar la separación, casarse con otro en tanto viva el primer cónyuge...igual que los sacerdotes se ordenan para reunir una comunidad cristiana, e incluso aunque tal comunidad no se constituya, el Sacramento del Orden permanece aun así en los ordenados, o igual que el Sacramento del Señor, una vez se confiere, permanece en uno que es expulsado de su cargo por una culpa, si bien en uno así permanece hasta el juicio”. En la otra obra (I, x, en P.L., XLIV, 420), el santo Doctor dice: “Indudablemente pertenece a la esencia de este sacramento que, cuando el hombre y la mujer están unidos en matrimonio, este vínculo permanece indisoluble a lo largo de sus vidas. En tanto que ambos vivan, permanece algo agregado al matrimonio, que ni la separación mutua ni la unión con un tercero puede hacer desaparecer; en tales casos, en realidad, subsiste para la agravación de la culpabilidad de su crimen, no para reforzar la unión. Tal como el alma de un apóstata, que estuvo una vez casado de manera similar con Cristo y ahora se separa de Él, no pierde, pese a su pérdida de fe, el Sacramento de la Fe, que ha recibido en las aguas de la regeneración”. En estas palabras, San Agustín coloca el matrimonio, al que llama sacramento, en el mismo nivel del Bautismo y el Orden Sacerdotal. Así pues, como el Bautismo y el Orden Sacerdotal son sacramentos en sentido estricto y están reconocidos como tales por el santo Doctor, considera también el matrimonio de los cristianos un sacramento en el pleno y estricto sentido del término.

Apenas menos claro es el testimonio de San Ambrosio. En su carta a Siricio (Ep. Xlii,3, en P.L., XVI, 1124), afirma: “Tampoco negamos que el matrimonio fue santificado por Cristo”; y a Vigilio escribe (Ep. Xix, 7, en P.L., XVI, 984): “Puesto que el contraer matrimonio debe ser santificado por el velo y la bendición del sacerdote, ¿cómo hablar de matrimonio cuando falta la unidad de fe?” De qué clase es esta santificación, el santo nos habla claramente en su obra “De Abraham” (I, vii, en P.L., XIV, 443): “Sabemos que Dios es la Cabeza y el Protector, que no permite que se profane el lecho matrimonial de otro; y además que el culpable de tal crimen peca contra Dios, cuya orden contraviene y cuyo vínculo de gracia pierde. Por tanto, puesto que ha pecado contra Dios, pierde ahora su participación en el sacramento celestial”. Según Ambrosio, por tanto, el matrimonio cristiano es un sacramento celestial, que liga a uno con Dios por los vínculos de la gracia hasta que estos vínculos se rompen por el pecado ulterior, esto es, es un sacramento en el sentido estricto y completo del término. El valor de este testimonio se podría debilitar sólo suponiendo que Ambrosio, al referirse a la “participación en el sacramento celestial” que declara perdido para los adúlteros, estaba realmente pensando en la Sagrada Comunión. Pero de esta última no hay en el caso presente ni la más ligera referencia; por consiguiente, debe entenderse aquí la pérdida de toda participación en la gracia del Sacramento del Matrimonio. Esta producción de gracia por medio del matrimonio, y por tanto su carácter de sacramento perfecto, se subrayó también por Inocencio I en su carta a Probo (Ep. Ix, en P.L., XX, 602). Declara inválido un segundo matrimonio durante la vida del primer cónyuge, y añade: “Apoyados por la Fe Católica, declaramos que el verdadero matrimonio es el que originariamente se funda en la gracia divina”. Ya en el Siglo II tenemos el valioso testimonio de Tertuliano. Mientras aún era católico, escribe (“Ad Uxorem”, II, vii, en P.L., I, 1299): “Si por tanto tal matrimonio complace a Dios, ¿por qué no debería ir felizmente, de forma que no sea perturbado por las aflicciones y necesidades y obstáculos y contaminaciones, puesto que disfruta de la protección de la divina gracia?”. Pero si la gracia divina y su protección son, como afirma Tertuliano, dadas con el matrimonio, tenemos en esto el momento distintivo que constituye una acción religiosa (ya conocida por otras razones como un signo de la gracia divina) un signo eficaz de gracia, esto es, un verdadero sacramento de la Nueva Alianza. Sólo con esta hipótesis podemos entender correctamente otro pasaje de la misma obra de Tertuliano (II, ix, en P.L., I, 1302): “¿Cómo podemos describir la felicidad de esos matrimonios que la Iglesia ratifica, el sacrificio refuerza, la bendición sella, los ángeles publican, el Padre Celestial contempla propicio?”

De mayor peso, si es posible, que el testimonio de los Padres respecto al carácter sacramental del matrimonio cristiano es el de los libros litúrgicos y sacramentarios de las diferentes Iglesias, Oriental y Occidental, que registran las oraciones litúrgicas y ritos transmitidos desde los tiempos más primitivos. Estos, es cierto, difieren en muchos detalles irrelevantes, pero sus características esenciales se deben remontar a las ordenanzas apostólicas. En todos estos rituales y colecciones litúrgicas, el matrimonio, contraído ante el sacerdote durante la celebración de la Misa, se acompaña de ceremonias y oraciones similares a las usadas en relación con los demás sacramentos; de hecho, varios de estos rituales expresamente llaman al matrimonio un sacramento, y, porque es un “sacramento de vivos”, requiere contrición por el pecado y la recepción del Sacramento de la Penitencia antes de que se contraiga el matrimonio (cf. Martène, “De antiquis ecclesiae ritibus”, I, ix). Pero la antigüedad venerable, en realidad la apostolicidad, de la tradición eclesiástica relativa al matrimonio se revela aún más claramente por la circunstancia de que los rituales y los libros litúrgicos de las Iglesias y sectas orientales, incluso de las separadas de la Iglesia católica en los primeros siglos, tratan el contraer matrimonio como un sacramento, y lo rodean con ceremonias y oraciones significativas e impresionantes. Los Nestorianos, Monofisitas, Coptos, Jacobitas, etc., están todos de acuerdo en este punto (cf. J.S. Assemani, “Bibliotheca orientalis”, III, i, 356; ii, 319 y ss.; Schelstrate. “Acta oriental. Eccl.”, I, 150 y ss.; Denzinger, “Ritus orientalium”, I, 150 y ss.; II, 364 y ss.). Las numerosas oraciones que se utilizan a lo largo de la ceremonia se refieren a una gracia especial que ha de concederse a las personas recién casadas, y comentarios ocasionales muestran que esa gracia ha de considerarse como sacramental. Así, el patriarca nestoriano Timoteo II, en su obra “De septem causis sacramentorum” mencionada en Assemani (III, i, 579) trata del matrimonio entre los demás sacramentos, y enumera varias ceremonias religiosas sin las cuales el matrimonio es inválido. Evidentemente, por tanto, incluye al matrimonio entre los sacramentos, y considera la gracia resultante de él una gracia sacramental.

La doctrina de que el matrimonio es un sacramento de la Nueva Ley nunca ha sido materia de disputa entre la Iglesia Católica Romana y ninguna de las Iglesias Orientales separadas de ella—una prueba convincente de que esta doctrina siempre ha formado parte de la tradición eclesiástica y deriva de los Apóstoles. La correspondencia (1576-81) entre los profesores de Tübingen, defensores del protestantismo, y el patriarca griego Jeremías, es bien conocida. Terminó con el rechazo indignado de este último de la sugerencia de que pudiera ser ganado a la doctrina de sólo dos sacramentos, y en su solemne reconocimiento de la doctrina de siete sacramentos, incluyendo el matrimonio, como la enseñanza constante de la Iglesia Oriental. Más de medio siglo después el Patriarca Cirilo Lucar, que había adoptado la doctrina calvinista de sólo dos sacramentos , fue por esa razón declarado públicamente hereje por los Sínodos de Constantinopla en 1638 y 1642 y de Jerusalén en 1672 – tan firmemente se había mantenido la doctrina de los siete sacramentos y del matrimonio como sacramento por los griegos y por los teólogos orientales en general.

En muy pocos casos aislados surgieron dudas respecto del carácter plenamente sacramental del matrimonio, cuando se hizo el intento de formular, según la ciencia especulativa, la definición del sacramento y determinar exactamente sus efectos. Sólo se puede mencionar a un destacado teólogo que negó que el matrimonio confiera gracia santificante, y por consiguiente que fuera un sacramento de la Nueva Ley en el sentido estricto del término—Durandus de St. Pourçain, después obispo de Meaux. Incluso él admitía que el matrimonio en alguna forma produce gracia, y por tanto debía ser llamado sacramento; pero era sólo la ayuda actual de gracia para someter la pasión, lo que deducía del matrimonio como efecto, no ex opere operato, sino ex opere operantis (cf. Perrone, “De matrimonio christiano”, I, i, 1, 2). Como autoridades sólo podía citar a algunos juristas. Los teólogos, con la máxima unanimidad rechazaron esta doctrina como nueva y opuesta a la enseñanza de la Iglesia, así que el célebre teólogo del Concilio de Trento, Domingo Soto, dijo de Durandus que sólo con dificultad había evitado el peligro de ser tachado de hereje. Muchos de los principales escolásticos hablaron en realidad del matrimonio como un remedio contra la sensualidad –vg: Pedro Lombardo (cuyos cuatro libros de sentencias fueron comentados por Durandus), y sus muy distinguidos comentaristas Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, Pedro de Palude. Pero no se excluye por eso el otorgamiento de la gracia santificante ex opere operato, al contrario, debe considerarse como el fundamento de esa gracia actual, y como la raíz de la que surge el derecho a recibir la ayuda divina que requiere la ocasión. Que esta es la enseñanza de esos grandes teólogos es evidente en parte por sus explícitas declaraciones referentes al sacramento del matrimonio, y en parte por lo que definían como elemento esencial de los Sacramentos de la Nueva Ley en general. Es suficiente con dar aquí las referencias: Santo Tomás, “In IV Sent.”, dist. II, i, 4; II, ii, 1; XXVI, ii, 3; San Buenaventura, “In IV Sent.”, dist. II, iii; XXVI, ii.

La razón real por la que algunos juristas dudaban en llamar al matrimonio un sacramento que otorga gracia era religiosa. Era seguro que un sacramento y su gracia no pueden ser comprados. Aun así tal transacción tenía lugar en el matrimonio, en cuanto que se pagaba una dote al hombre. Pero esta objeción carece de base. Pues aunque Cristo haya elevado el matrimonio o el contrato de matrimonio a la dignidad de sacramento (como se demostrará más abajo), aun así el matrimonio, incluso entre cristianos, no ha perdido por ello su significación natural. La dote, cuyo uso incumbe al hombre, se da como una contribución para soportar las cargas naturales del matrimonio, esto es, el sostenimiento de la familia, y la educación de la prole, no como precio del sacramento. Para una mejor comprensión del carácter sacramental del matrimonio cristiano como opuesto al no-cristiano, podemos brevemente establecer las relaciones de uno con otro, especialmente en cuanto que no se puede negar que todo matrimonio desde el principio ha tenido, y tiene, el carácter de algo santo y religioso, y puede por tanto ser designado como sacramento en el sentido más amplio de la palabra. En esta relación no podemos pasar por alto la instructiva encíclica de León XIII arriba mencionada. Dice: “El matrimonio tiene como autor a Dios; y fue desde el mismo principio una especie de prefiguración de la Encarnación de la Palabra Divina; por consiguiente, reside en él algo santo y religioso, no ajeno sino innato; no derivado del hombre, sino implantado por la naturaleza. No fue, por tanto, sin buenas razones por lo que nuestros predecesores, Inocencio III y Honorio III, afirmaron que un cierto sacramento del matrimonio existía incluso entre creyentes y no creyentes. Apelamos al testimonio de los monumentos de la antigüedad, como también a los modos y costumbres de aquellos pueblos que, siendo los más civilizados, tenían un sentido más fino de la equidad y del derecho. En las mentes de todos ellos estaba la convicción profundamente arraigada de que el matrimonio debía considerarse como algo sagrado. De ahí que, entre estos, los matrimonios se celebraran habitualmente con ceremonias religiosas, bajo la autoridad de pontífices, y con el ministerio de sacerdotes—tan grande, incluso en almas ignorantes de la doctrina celestial, era la impresión producida por la naturaleza del matrimonio, por la reflexión sobre la historia de la humanidad, y por la conciencia de la raza humana”.

El término “sacramento”, aplicado por el Papa a todo matrimonio, incluso los de infieles, debe tomarse en su sentido más amplio, y no significa nada sino una cierta santidad inherente al matrimonio. Incluso entre los israelitas el matrimonio nunca tuvo la importancia de un sacramento en el sentido estricto del Antiguo Testamento, puesto que incluso tal sacramento producía una cierta santidad (no en realidad la santidad interior que se hace efectiva por los sacramentos del Nuevo Testamento, sino sólo una pureza legal externa), y esto ni siquiera se relacionaba con el contrato de matrimonio entre los judíos. La santidad del matrimonio en general es de otra clase. El matrimonio original, y por consiguiente el matrimonio tal como se concibió en el plan original de Dios antes del pecado, debía ser el medio no meramente de la propagación natural de la raza humana, sino también el medio por el que la santidad sobrenatural personal debía transmitirse a los descendientes individuales de nuestros primeros padres. Era, por tanto, un gran misterio, pensado no para la santificación personal de los unidos por el lazo matrimonial, sino para la santificación de otros, esto es, de su descendencia. Pero esta santidad del matrimonio divinamente ordenada fue destruida por el pecado original. La efectiva santificación de la raza humana, o más bien de los hombres individuales, tuvo que ser llevada a cabo entonces en forma de redención por medio del Redentor Prometido, el Hijo de Dios hecho hombre. En lugar de su santidad anterior, el matrimonio conservaba sólo la significación de una imagen que representaba débilmente la santidad que en adelante iba a ser adquirida; prefiguraba la Encarnación del Hijo de Dios, y la estrecha unión que de ese modo iba a formar con la raza humana. Estaba reservado al matrimonio cristiano simbolizar esta unión sobrenatural superior con la humanidad, esto es, con los que se unían a Cristo en la fe y el amor, y ser un signo eficaz de esta unión.

Ministro del sacramento; materia y forma

Aunque la Iglesia fue consciente desde el principio de la plena sacramentalidad del matrimonio cristiano, aun así durante un tiempo hubo alguna inseguridad respecto a qué sea en el contrato de matrimonio la esencia real del sacramento, respecto a su materia y su forma, y a su ministro. Desde los primeros tiempos se ha sostenido esta proposición fundamental: Matrimonium facit consensus, esto es, el matrimonio se contrae a través del consentimiento mutuo y expreso. Aquí se contiene implícitamente la doctrina de que las personas que contraen matrimonio son ellas mismas los agentes o ministros del sacramento. Sin embargo, se ha subrayado de manera similar que el matrimonio debe contraerse con la bendición del sacerdote y la aprobación de la Iglesia, pues de otro modo no sería una fuente de gracia divina, sino de maldición. De ahí que pueda inferirse fácilmente que la bendición del sacerdote sea el elemento que otorga la gracia, o forma del sacramento, y que el sacerdote es el ministro. Pero esta es una conclusión falsa. El primer teólogo en designar clara y distintamente al sacerdote como ministro del sacramento y su bendición como la forma sacramental fue aparentemente Melchor Cano (muerto en 1560). En su bien conocida obra, “De locis theologicis”, VIII, v, expone las siguientes proposiciones:

Es, en realidad, una opinión común de las escuelas, pero no su doctrina segura y establecida, que un matrimonio contraído sin sacerdote es un sacramento verdadero y real; las controversias sobre este punto no afectan a materias de fe y religión; sería erróneo afirmar que todos los teólogos de la escuela católica defendían esa opinión.

En el curso del mismo capítulo, Cano defiende, como cuestión vital, la opinión de que sin el sacerdote y su bendición puede tener lugar un matrimonio válido, pero están ausentes la forma sacramental y el sacramento válido. Para esta opinión recurre a Pedro de Palude (“In IV Sent.”, dist. V, ii) y también a Santo Tomás (“In IV Sent.”, dist. I, i, 3; “Summa contra gentiles”, IV, lxxviii), como también a un cierto número de Padres y Papas de los primeros siglos, que compararon al matrimonio contraído sin bendición sacerdotal a un matrimonio adúltero, y por tanto no podían reconocer en él un sacramento.

El recurso a las autoridades arriba mencionadas, sin embargo, es poco afortunado. Santo Tomás de Aquino en el primer artículo citado por Cano titulado “Utrum consistant sacramenta in verbis et rebus” plantea la siguiente dificultad: “La penitencia y el matrimonio forman parte de los sacramentos: pero para su validez son innecesarias las palabras; por tanto no es cierto que las palabras formen parte de todos los sacramentos.” Esta dificultad la responde al final del artículo: “El matrimonio tomado como una función natural y la penitencia como acto de virtud no tienen forma de palabras: pero en cuanto que ambos pertenecen a los sacramentos que han de ser conferidos por los ministros de la Iglesia, en ambos se emplean palabras; en el matrimonio las palabras que expresan el consentimiento mutuo, y también las bendiciones que fueron instituidas por la Iglesia, y en la penitencia las palabras de absolución dichas por el sacerdote”. Aunque Santo Tomás menciona las palabras de bendición junto con las palabras del consentimiento mutuo, expresamente las llama una institución de la Iglesia, y de ahí que no constituyan la esencia del sacramento instituido por Cristo. Además, aunque parece entender que el matrimonio, también, debe administrarse por los ministros de la Iglesia, no puede negarse que las partes contrayentes en el matrimonio cristiano deben guiarse por reglas eclesiásticas, y no pueden actuar de otro modo que como ministros sometidos a la Iglesia o dispensadores del sacramento. Si, sin embargo, Santo Tomás en este pasaje atribuye a la bendición sacerdotal una influencia demasiado grande sobre la esencia del matrimonio, la corrige manifiestamente en su obra posterior, “Summa contra gentiles”, en la que indudablemente sitúa la plena esencia del sacramento en el consentimiento mutuo de las partes contrayentes: “El matrimonio, por tanto, puesto que consiste en la unión del hombre y la mujer, que se proponen engendrar y criar hijos para la gloria de Dios, es un sacramento de la Iglesia; por tanto las partes contrayentes son bendecidas por los ministros de la Iglesia. Y como en los demás sacramentos, algo espiritual se significa por una ceremonia externa, así aquí en este sacramento la unión de Cristo y la Iglesia está figurada por la unión del hombre y la mujer, según el Apóstol: ‘Este es un gran sacramento; lo digo respecto a Cristo y la Iglesia’. Y como los sacramentos hacen efectivo lo que significan, está claro que las personas que contraen matrimonio reciben por este sacramento la gracia por la que participan en la unión de Cristo y la Iglesia” De ahí que la plena esencia y el poder de producción de gracia del matrimonio consista, según Santo Tomás, en la unión del hombre y la mujer (en presencia del sacerdote), no en la bendición adicional del sacerdote prescrita por la Iglesia.

Lo mismo parece ser cierto en el pasaje de Pedro de Palude citado por Cano. Como su obra, "Commentarium in IV Librum Sententiarum" no es tan fácilmente accesible, podemos establecer con precisión la edición usada aquí: Lleva como nota final el comentario: Explicit scriptum in quartum sententarium Clarissimi et Acutissimi doctoris Petri de Palude patriarch Hierosolymitani, ordinis fratrum prædicatorum perquam diligentissime Impressum Venetiis per Bonettum Locatellum Bergomensem mandato Nobilis viri Octaviani Scoti Civis Modoetiensis Anno a natali partu Intemerate Virginis nonagesimotertio cum Quadringentesimo supra millesimum XII Kalendas Octobris." Aquí dice expresamente en dist. V., Q. xi (fol. 124, col. 1): “Parece que quien contrae matrimonio en estado de pecado no peca aunque la esencia del matrimonio consiste en el consentimiento mutuo, que las partes se expresan mutuamente; este consentimiento confiere el sacramento y no el sacerdote mediante su bendición; éste sólo confiere un sacramental.” Más adelante, en dist. XXVI, Q. iv (fol. 141, col. 4), dice: “El matrimonio es tal que su eficacia no se basa en el ministro de la Iglesia (el sacerdote). Su esencia, por tanto, puede existir sin el sacerdote, no porque sea un sacramento necesario – aunque en realidad es necesario para la sociedad humana, tal como el bautismo es necesario para el individuo – sino porque su eficacia no viene del ministro de la Iglesia. Sin embargo, tal vez no es legítimo contraer matrimonio excepto en presencia de la Iglesia y ante el sacerdote, si esto es posible”. Estos pasajes son claros. Es difícil ver por qué Melchor Cano intentó apoyar su opinión en las palabras iniciales de la primera cita. Supone él que de las palabras “parece que quien contrae matrimonio en estado de pecado no peca” se ha de sacar la conclusión de que de Palude quiere decir en este caso un matrimonio que no es un sacramento; pues administrar o recibir un sacramento en estado de pecado es un pecado grave, un sacrilegio. Pero por otro lado, ha de señalarse que de Palude en términos inequívocos declara que es el mutuo consentimiento el que confiere el sacramento. La palabra “parece” introduce meramente una dificultad; si esto expresa su propia opinión, no aclara, en cuanto a que el contraer matrimonio signifique la recepción del sacramento; en cuanto a la administración del sacramento considera probable que la administración de un sacramento en pecado sea un pecado adicional sólo en el caso de ministros ordenados para la administración de los sacramentos, pero las partes contrayentes en el matrimonio no son tales ministros.

La opinión de Cano sólo encuentra poco apoyo en las expresiones de los Padres o en las cartas papales, que establecen que el matrimonio sin sacerdote se declare impío, perverso o sacrílego, que no trae la gracia de Dios sino que provoca su ira. Esto no es nada más que lo que dice el Concilio de Trento en el capítulo “Tametsi” (XXIV, i, de ref. Matr.), a saber, que “la Santa Iglesia de Dios siempre ha detestado y prohibido los matrimonios clandestinos”. Tales afirmaciones no niegan el carácter sacramental del matrimonio así contraído, sino que condenan como sacrílega esa recepción del sacramento que en realidad deja abierta la fuente de la gracia, aunque coloca un obstáculo en el camino de la eficacia del sacramento.

Durante mucho tiempo, sin embargo, la opinión de Cano tuvo sus defensores entre los teólogos postridentinos. Incluso Prospero Lambertini, como Benedicto XIV, no rechazó su pronunciamiento, hecho en su obra “De synodo dioecesana”, VIII, xiii, de que la opinión de Cano era “valde probabilis”, aunque en su calidad de Papa enseñó clara y distintamente lo opuesto en su carta al arzobispo de Goa. Hoy debe rechazarse por todos los teólogos católicos y tacharse al menos de falsa. Las inferencias no contempladas por los originadores de esta opinión, pero deducidas más tarde y utilizadas en la práctica contra los derechos de la Iglesia, obligaron a los Papas sucesivos a condenarla formalmente. Católicos serviles y teólogos de corte especialmente la encontraron útil para justificar que el poder secular hiciera leyes relativas a la validez e invalidez, impedimentos dirimentes, y similares. Pues, si el sacramento consistía en la bendición sacerdotal y el contrato, como nunca se dudó, en el consentimiento mutuo de las partes, entonces evidentemente contrato y sacramento deben separarse; el primero debe preceder como fundamento; sobre él, como es natural, se fundaba el sacramento que tenía lugar por la bendición del sacerdote. Pero los contratos, que afectan a la vida social y civil, están sometidos a la autoridad del estado, de forma que éste puede hacer reglas y restricciones incluso respecto a su validez, cuando lo juzgue necesario para el bien público. Esta conclusión práctica fue sacada especialmente por Marco Antonio de Dominis, obispo de Spoleto, después apóstata, en su obra “De republica ecclesiastica” (V, xi, 22), y por Launoy en su obra “Regia in matrimonio potestas” (I, ix y ss.). A mediados del Siglo XIX Nepomuk Nuytz, profesor de la Universidad de Turín, defendió esta opinión con renovado vigor, para suministrar una base jurídica a la legislación civil sobre el matrimonio. La obra de Nuytz fue acto seguido condenada expresamente por Pío IX en la Carta Apostólica de 22 de Agosto de 1851, en la que el Papa declaraba como falsas específicamente las siguientes proposiciones: El sacramento del matrimonio es sólo algo que se añade al contrato de matrimonio y que puede separarse de él; el sacramento consiste sólo en la bendición del matrimonio. Estas proposiciones se incluyeron en el “Syllabus” de 8 de Diciembre de 1864, y deben ser rechazadas por todos los católicos. De manera similar se expresa León XIII en la Encíclica “Arcanum” arriba citada. Dice: “Es seguro que en el matrimonio cristiano el contrato es inseparable del sacramento y que, por esta razón, el contrato no puede ser verdadero y legítimo sin ser también un sacramento. Pues Cristo Nuestro Señor añadió al matrimonio la dignidad de un sacramento; pero el matrimonio es el contrato mismo, siempre que el contrato se haga legalmente...De ahí resulta claro que entre los cristianos todo verdadero matrimonio es, en sí mismo y por sí mismo, un sacramento; y que nada puede estar más lejos de la verdad que decir que el sacramento es un cierto ornamento añadido, o accesorio externo, que puede separarse y arrancarse del contrato a capricho del hombre”.

Como es seguro, por tanto, desde el punto de vista de la Iglesia que el matrimonio en cuanto sacramento se realiza sólo por el mutuo consentimiento de las partes contrayentes, es una cuestión de consideración secundaria cómo y en qué sentido han de tomarse la materia y la forma de este sacramento. La opinión que explica más correctamente esto es tal vez la que prevalece generalmente hoy; en todo contrato se han de distinguir dos elementos, la oferta de un derecho y su aceptación; la primera es su fundamento, la segunda su perfección jurídica. Lo mismo es cierto para el contrato sacramental de matrimonio; por tanto, en cuanto que en la mutua declaración de consentimiento se contiene una oferta del derecho de matrimonio, tenemos la materia del sacramento, y, en cuanto que en ella se contiene una mutua aceptación, tenemos la forma.

Para completar nuestra investigación referente a la esencia del Sacramento del Matrimonio, su materia y forma, y su ministro, tenemos aún que mencionar una teoría que fue defendida por algunos juristas de la Edad media y ha sido resucitada por el Dr. Jos. Freisen (“Geschichte des canonischen Eherechts”, Tübingen, 1888). Según ésta, el matrimonio en sentido estricto, y por tanto el matrimonio como sacramento, no se lleva a cabo hasta que la consumación del matrimonio se añade al consentimiento. Es, por tanto, la consumación la que constituye la materia o la forma. Pero como Fresisen se retractó de esta opinión que no podía armonizar con las definiciones de la Iglesia, ya no tiene interés actual. Esta opinión derivaba del hecho de que el matrimonio, según el mandato de Cristo, es absolutamente indisoluble. Por otro lado, es innegablemente la enseñanza y la práctica de la Iglesia que, pese al consentimiento mutuo, el matrimonio puede disolverse por la profesión religiosa o por la declaración del Papa; de ahí parecía concluirse que no había matrimonio real antes de la consumación, puesto que se reconoce que ni la profesión religiosa ni la declaración papal pueden llevar a cabo después una disolución. El error reside en tomar la indisolubilidad en un sentido que la Iglesia nunca ha sostenido. En un caso, es cierto, según el derecho canónico primitivo, la previa relación de esponsales entre hombre y mujer se convertía en matrimonio legal (y por tanto en Sacramento del Matrimonio), a saber cuando un desposorio válido era seguido por la consumación. Era una presunción legal que en este caso las partes desposadas deseaban atenuar la pecaminosidad de su acción tanto como fuera posible, y por tanto, la realizaban con la intención de matrimonio y no de fornicación. La causa eficiente del contrato de matrimonio, tanto como del sacramento, era incluso en este caso la intención mutua de matrimonio, aunque no se le diera expresión en la forma regular. Esta presunción legal cesó el 5 de Febrero de 1892, por Decreto de León XIII, pues se había quedado obsoleta entre los fieles y ya no se adaptaba a las condiciones actuales.

Diferencia entre el sacramento del matrimonio y los demás sacramentos

De todo lo que se ha dicho, resulta claro que mientras el matrimonio, puesto que es un signo exterior de gracia y también produce gracia interior, tiene la naturaleza común a todos los sacramentos, aun así, visto como un signo externo, es único y muy diferente de los demás sacramentos. El signo externo es un contrato; de ahí que el matrimonio, incluso como signo eficaz o sacramento, tenga precisamente la naturaleza y cualidad de los contratos, dependiendo su validez de las reglas para la validez de los contratos. Y, como podemos distinguir entre un contrato en su origen y un contrato en su continuidad, así podemos distinguir entre el sacramento del matrimonio in fieri e in facto esse. El sacramento in fieri es la arriba mencionada declaración mutua de consentimiento; el sacramento in facto esse es el lazo divino que une a las personas casadas de por vida. En la mayor parte de los demás sacramentos también hay esta distinción entre el sacramento in fieri e in facto esse; pero la continuidad de los demás sacramentos se basa principalmente en el carácter imborrable que imprimen en el alma del recipiendario. No ocurre así con el matrimonio; no hay en el alma del recipiendario cuestión alguna de nuevo ser físico o modo de ser, sino una relación legal que puede ser rota sólo, por regla general, por la muerte, aunque en casos individuales pueda volverse nulo de otras formas, supuesto que el matrimonio no se haya consumado. A este respecto, por tanto, el matrimonio, especialmente en cuanto sacramento, difiere de los demás contratos, puesto que no está sometido a la libre voluntad de los individuos. Por supuesto, la elección de un cónyuge y especialmente el contraer o no matrimonio están sujetos a la libre voluntad de los individuos; pero cualquier revocación o alteración esencial de los términos está más allá del poder de las partes contratantes; la esencia del sacramento contractual está regulada divinamente.

De mayor importancia aún es el aspecto contractual del sacramento in fieri. En los demás sacramentos, la administración condicional es admisible sólo dentro de estrechos límites. Sólo pueden ser cuestiones de presente o pasado, que, según que se verifiquen o no de hecho, aquí y ahora admitan o impidan la administración válida del sacramento. Pero generalmente incluso estas condiciones no tienen influencia sobre la validez; están puestas por motivos de un mayor respeto, así como para evitar incluso la apariencia de considerar el procedimiento sacramental como inútil. El Sacramento del Matrimonio, por el contrario, sigue la naturaleza de un contrato en todas estas cuestiones. Admite condiciones no sólo del pasado y presente, sino también condiciones futuras que pueden retrasar la producción del sacramento hasta que se cumplan las condiciones. En el momento en que se cumplen, el sacramento y su otorgamiento de gracia tiene lugar en virtud del consentimiento mutuo previamente expresado y que aún continúa. Sólo las condiciones dirimentes se oponen a la esencia del Sacramento del Matrimonio, porque consiste en un contrato indisoluble. Cualquiera de tales condiciones, tanto como las demás que se opongan a la naturaleza intrínseca del matrimonio, tienen como resultado la invalidez tanto del contrato como del sacramento. Una cualidad ulterior del sacramento del Matrimonio, no poseída por los demás sacramentos, es que se puede hacer efectivo sin la presencia personal de los mutuos ministros y recipiendarios. Un acuerdo consensual se puede hacer tanto por escrito como oralmente, y por poderes tanto como en persona. De ahí que estos métodos no se opongan a la validez del sacramento. Por supuesto que, según la ley eclesiástica, la forma prescrita para la validez es, por regla general, la declaración mutua de consentimiento, personal, ante testigos; pero ése es un requisito añadido a la naturaleza del matrimonio y a la ley divina, que la Iglesia puede por tanto, dejar de lado y de la que puede dispensar en casos particulares. Incluso el contraer matrimonio a través de representantes autorizados no se excluye de manera absoluta. En tal caso, sin embargo, este representante no se puede llamar el ministro, mucho menos el recipiendario del sacramento, sino meramente el agente o intermediario. La declaración de consentimiento hecha por él sólo es válida en cuanto que representa y contiene el consentimiento de su mandante; es éste último quien lleva a cabo el contrato y el sacramento, de ahí que el mandante sea el ministro del sacramento. Es el mandante, y no el agente, quien recibe el consentimiento y se casa con la otra parte, y también, por tanto, quien recibe el sacramento. No importa si el mandante, en el momento exacto en que se expresa el consentimiento por su agente, tiene uso de razón, o conciencia, o está privado de ella (vg.: por el sueño); en cuanto se da el mutuo consentimiento, el sacramento empieza a ser junto con el contrato, y el otorgamiento de la gracia tiene lugar al mismo tiempo, supuesto que no se coloque ningún obstáculo en el camino de su eficacia. El uso actual de razón no se requiere para ello más que para el bautismo de un niño o para la extremaunción de una persona inconsciente. Puede suceder incluso en el caso del matrimonio que el consentimiento, que se dio hace muchos años, sólo tenga efecto ahora. Esto ocurre en el caso de la llamada sanatio in radice. Por medio de ésta, un impedimento eclesiástico, que invalidaba el matrimonio hasta ahora, se suprime por la autoridad eclesiástica y el consentimiento mutuo previamente dado sin conocimiento del impedimento se acepta como legítimo, supuesto que es cierto que este consentimiento ha continuado habitualmente según su intención originaria. En el momento de la dispensa eclesiástica el consentimiento originario se convierte en la causa eficaz del sacramento y los hasta entonces presuntos, pero ahora reales, esposos reciben el efecto sacramental del aumento de la gracia santificante, siempre que no coloquen obstáculos en el camino.

Extensión del sacramento del matrimonio

Como hemos subrayado varias veces, ni siquiera el matrimonio es un verdadero sacramento, sino sólo el matrimonio entre cristianos. En el sentido que aquí le damos uno se hace cristiano y sigue siéndolo por medio del bautismo válido. De ahí que sólo uno que ha sido válidamente bautizado pueda contraer un matrimonio que sea sacramento; pero puede contraerlo todo el que ha sido bautizado válidamente, tanto si ha permanecido fiel a la fe cristiana, como si se ha hecho hereje, o incluso infiel. Tal ha sido siempre la enseñanza y la práctica de la Iglesia. Por medio del bautismo uno “se convierte en miembro de Cristo y se incorpora al cuerpo de la Iglesia”, como declaraba el Decreto florentino para los Armenios; en lo que se refiere a la ley, sigue irrevocablemente sujeto a la Iglesia, y por tanto, en asuntos legales, ha de ser considerado siempre un cristiano. De ahí que sea un principio general que todas las personas bautizadas estén sometidas a las leyes eclesiásticas universales, especialmente a las leyes matrimoniales, salvo que la Iglesia haga una excepción para casos o clases particulares. De ahí que no sólo el matrimonio entre católicos, sino también el contraído entre miembros de sectas diferentes que hayan mantenido el bautismo y bauticen válidamente, sea indudablemente un sacramento. No importa si los no católicos consideran el matrimonio un sacramento o no, o si pretenden llevar a cabo un sacramento o no. Supuesto sólo que pretendan contraer un verdadero matrimonio, y expresen el consentimiento requerido, esta intención y esta expresión son suficientes para constituir un sacramento. Pero si se está absolutamente determinado a no llevar a cabo un sacramento, entonces, naturalmente, se excluye la producción de un sacramento, pero el matrimonio contraído será también nulo e inválido. Por mandato divino es esencial al matrimonio cristiano ser un sacramento; no está en poder de las partes contrayentes eliminar algo de su naturaleza; y una persona que tiene intención de hacer esto invalida toda la ceremonia. Es seguro, por tanto, que un matrimonio contraído entre personas bautizadas es un sacramento, incluso los llamados matrimonios mixtos entre un católico y un no católico, supuesto que el no católico haya sido bautizado válidamente. Es igualmente seguro que un matrimonio entre personas no bautizadas no es un sacramento en el sentido estricto del término.

Hay, sin embargo, gran inseguridad respecto a cómo han de considerarse los matrimonios que existen legítima y válidamente entre una persona bautizada y otra no bautizada. Tales matrimonios pueden darse de dos maneras. En primer lugar, un matrimonio se puede contraer entre no creyentes, uno de los cuales se hace cristiano después, mientras que el otro sigue siendo no creyente. (Aquí creyente y no creyente se toma en el sentido de bautizado y no bautizado). El matrimonio contraído válidamente mientras ambos eran no creyentes sigue existiendo, y aunque en ciertas circunstancias es disoluble, no se vuelve inválido simplemente por el bautismo de una de las partes, pues, como dice Inocencio III (en IV, xix, 8), “por el bautismo no se disuelve el matrimonio, sino que se perdonan los pecados”, y San Pablo expresamente afirma (I Cor., 7, 12 y s.): “Si un hermano tiene una mujer no creyente, y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene un marido no creyente, y él consiente en vivir con ella, no le despida”. Se trata aquí, por tanto, de un matrimonio que ulteriormente se ha convertido en un matrimonio entre un bautizado y un no bautizado. En segundo lugar, se puede tratar de un matrimonio que desde el principio era un matrimonio mixto, esto es, que se contrajo entre un creyente y un no creyente. Por la ley eclesiástica, tal matrimonio no puede tener lugar sin una dispensa de la Iglesia, que ha hecho de la disparidad de culto entre un bautizado y un no bautizado un impedimento dirimente. Con respecto a ambas clases de matrimonios se puede preguntar si tienen el carácter de sacramento, y si tiene el efecto de impartir gracia al menos a la parte bautizada. Respecto de la parte no bautizada, claramente no se trata de sacramento ni de gracia sacramental, pues el bautismo es la puerta para los demás sacramentos, ninguno de los cuales puede recibirse válidamente antes que él.

Las opiniones de los teólogos sobre este punto varían considerablemente. Algunos mantienen que en ambas clases de matrimonios mixtos la parte bautizada recibe la gracia del sacramento; otros niegan esto en el caso del contrato de matrimonio contraído por no creyentes que posteriormente se convierte en matrimonio mixto, y lo afirma en el caso de un matrimonio contraído por un creyente con un no creyente en virtud de una dispensa de la Iglesia; una tercera clase niega incluso que haya sacramento o gracia sacramental en ningún caso. La primera opinión fue sostenida como probable por Palmieri (De matrimonio christiano, cap. ii, thes. ii, Apend. 8, 3), Rosset (De sacramento matrimonii, I, 350), y otros; la segunda por los autores más antiguos, Soto, Tournely, Collet, y, entre los autores recientes, especialmente por Perrone (De matrimonio christiano, I, 306-311); Sasse y Christian Pesch se declaran al menos favorables al carácter sacramental de un matrimonio contraído con dispensa eclesiástica entre una persona bautizada y otra no bautizada, pero no expresan su opinión en los demás casos. La tercera opinión es sostenida por Vázquez y Tomás Sánchez, y en la época actual se defiende vigorosamente por Billot (De sacramentis: II, De matrimonio, tesis xxxviii, sec. 3) y Wernz (Ius Decretalium, IV, v, 44).

Ninguna parte aporta pruebas convincentes. Tal vez los fundamentos más débiles se aducen por los que, con respecto al matrimonio contraído por no creyentes, pretenden la sacramentalidad y la gracia sacramental tras el bautismo para la parte que, posteriormente al matrimonio, se bautiza. Estos fundamentos son principalmente negativos, por ejemplo, no hay razón por la que una persona no bautizada no pueda administrar un sacramento, como se hace claramente en el caso del bautismo; o por la que el efecto sacramental no pueda tener lugar en una parte cuando no puede tener lugar en la otra, como en el caso de un matrimonio entre personas bautizadas cuando una parte está en estado de gracia y la otra no, de forma que el sacramento del matrimonio confiere la gracia a la primera, pero no a la segunda. Aparte no es justo que la persona bautizada sea enteramente privada de gracia. En contra de esta opinión parece haber una poderosa razón en el hecho de que tal matrimonio contraído en infidelidad sea siempre disoluble, incluso después de años de duración, bien por el Privilegio Paulino, o bien por la autoridad plena de la Santa Sede. Y no obstante ha sido siempre un principio entre los teólogos que un matrimonio ratum et consummatum (esto es, un matrimonio que tenga carácter sacramental y se consume después) es por ley divina absolutamente indisoluble, de forma que ni siquiera la Santa Sede puede disolverlo bajo ningún concepto. De ahí parece deducirse que el matrimonio en cuestión no es un sacramento.

Anulado este argumento, junto con la razón de conveniencia arriba mencionada, habla a favor de la sacramentalidad de un matrimonio contraído con dispensa eclesiástica entre una persona bautizada y otra no bautizada. Tal matrimonio, una vez consumado, es absolutamente indisoluble, tal como lo es un matrimonio consumado entre dos personas bautizadas; en ninguna circunstancia puede recurrirse al Privilegio Paulino, ni puede concederse ninguna otra disolución por Roma (para documentos ver Lehmkuhl, “Theol. Mor.”, II, 928). Una razón ulterior es que la Iglesia reclama la jurisdicción sobre tales matrimonios mixtos, instituye impedimentos dirimentes para ellos, y concede dispensas. Esta autoridad respecto a los matrimonios la basa Pío VI en su sacramentalidad; de ahí que parezca que el matrimonio en cuestión deba incluirse entre los matrimonios que son sacramentos. Las palabras de Pío VI en su carta al obispo de Mutila son las siguientes: “Si, por tanto, estos asuntos (está hablando del matrimonio) pertenecen exclusivamente al fuero eclesiástico por no otra razón que la de que el contrato de matrimonio es verdadera y propiamente uno de los siete sacramentos de la Ley del Evangelio, entonces, puesto que este carácter sacramental es inherente a todas las cuestiones matrimoniales, deben estar todas sujetas a la jurisdicción exclusiva de la Iglesia”.

Sin embargo, estos argumentos fracasan de manera similar en aportar convencimiento. En primer lugar, muchos niegan que los matrimonios mixtos en cuestión pertenezcan exclusivamente a la jurisdicción de la Iglesia, sino que reclaman también un cierto derecho del Estado; sólo en caso de conflicto tiene preferencia la Iglesia; el derecho exclusivo de la Iglesia se limita a los matrimonios entre dos personas bautizadas. La Iglesia también tiene, sin duda, alguna autoridad sobre todos los matrimonios contraídos en infidelidad, en cuanto una parte recibe el bautismo, pero esto no prueba la sacramentalidad, tras la conversión de una parte, de un matrimonio contraído por infieles. Además, es inseguro si las cuestiones que afectan a la naturaleza del matrimonio cristiano están sometidas a la autoridad eclesiástica por la única razón de que el matrimonio cristiano fue elevado a la dignidad de sacramento, o por la razón más general de que es una cosa santa y religiosa. En el documento arriba citado Pío VI no decide este punto. En el caso de que esta última razón sea de suyo suficiente, entonces la conclusión es tanto más segura si, como dice Pío VI, “la elevación a la dignidad de sacramento” se toma como una razón. De hecho la elevación del matrimonio a sacramento puede servir bien como fundamento para la autoridad eclesiástica, incluso con respecto a un matrimonio que sea sólo un sacramento incompleto.

Como prueba positiva contra la sacramentalidad de los matrimonios mixtos que estamos tratando, los abogados de la tercera opinión subrayan la naturaleza del matrimonio como contrato. El matrimonio es un contrato indivisible que no puede ser una cosa para una parte y otra para la otra. Si no puede ser sacramento para una, entonces no puede ser sacramento para la otra. El contrato in facto esse no es realmente una entidad que existe en las partes, sino más bien una relación entre ellas, y en realidad una relación de la misma especie para ambas partes. Ahora bien, no puede ser un sacramento in facto esse, si en una de las partes la base de la relación no tiene carácter sacramental. Pero, si el contrato in facto esse no fuera sacramento, entonces el efectivo contraer matrimonio no puede ser un sacramento in fieri. Si la opinión opuesta fuera correcta, el contrato estaría más bien cojo, esto es, más firme en la parte creyente que la no bautizada, puesto que la mayor constancia del matrimonio cristiano surge precisamente de su carácter como sacramento. Pero una condición tan irregular parece opuesta a la naturaleza del matrimonio. Si se sugiere por el contrario que como resultado en casos extraordinarios estos matrimonios mixtos podrían disolverse igual que en el caso de los contraídos por dos personas no bautizadas, esta inferencia ha de rechazarse. Aparte de la cuestión de si la constancia interna no excluye por sí misma tal disolución, es enteramente cierto que, externamente, se garantiza la indisolubilidad más completa para tales matrimonios mixtos, o, en otras palabras, que la Iglesia que por su aprobación los ha hecho posibles, también los hace por sus leyes indisolubles. Una disolución en virtud del Privilegio Paulino no está así ciertamente disponible, puesto que podría ser utilizada in odium fidei, en ves de in favorem fidei. En cualquier caso, respecto de la aplicación de este privilegio, la Iglesia es juez e intérprete autorizada. Estos argumentos, aunque quizá no decisivos, pueden servir para recomendar la tercera opinión como la más probable y mejor fundada.

Aún subsiste una cuestión, sobre la que también los teólogos católicos están hasta cierto punto divididos, sobre si y en qué momento los matrimonios legítimamente contraídos entre los no bautizados se convierten en sacramento por el ulterior bautismo de las dos partes. Que nunca se convierte en sacramento fue enseñado en su día por Vázquez, y también por los canonistas Weistner y Schmalzgrüber. Esta opinión puede considerarse hoy como abandonada, y no se puede conciliar con las decisiones oficiales tomadas desde entonces por la Santa Sede. La discusión debe, por tanto, limitarse a la cuestión, de si a través del bautismo solo (esto es, en el momento en que se completa el bautismo del último bautizado de los dos cónyuges) el matrimonio se convierte en un sacramento, o si para eso es necesario la renovación de su mutuo consentimiento. Bellarmino, Laymann, y otros teólogos defendían esta última opinión; la primera, que ya fue mantenida por Sánchez, es hoy aceptada generalmente, y es seguida por Sape, Rosset, Billot, Pesch, Wernz, etc. Esta opinión se basa en la enseñanza eclesiástica que declara que entre los bautizados no puede haber verdadero matrimonio que no sea también un sacramento. Ahora bien, inmediatamente después del bautismo de ambos cónyuges, el matrimonio ya contraído que no se disuelve por el bautismo, se convierte en un “matrimonio de bautizados”; pues si no fuera inmediatamente un “sacramento”, el principio general arriba mencionado, que Pío IX y León XIII proclamaron como doctrina incontestable, sería falso. Por consiguiente debemos decir que, por medio del propio bautismo, el matrimonio existente pasa a ser un sacramento. Puede surgir sólo una dificultad en la determinación de dónde ha de buscarse en tal caso la materia y la forma del sacramento, y qué acto del ministro completa el sacramento. Este problema, parecería, se resuelve más fácilmente recurriendo al consentimiento mutuo virtualmente subsistente de las partes, que ya ha sido formalmente dado. Este deseo virtual de ser y seguir siendo cónyuges del matrimonio, que no se anula por la recepción del bautismo, es una entidad en las partes en la que se puede encontrar la administración del sacramento.

SANCHEZ, Disputatio de s. matrimonii Sacramento, especialmente II; PERRONE, De matrimonio christiano (Roma, 1858), I: ROSSET, De Sacramento Matrimonii tractatus dogmat., mor., canon., liturg., judiciarius (1895), especialmente I; PALMIERI, De matrimonio christiano (Roma, 1880); WERNZ, Jus Decretalium, IV; Jus Matrimoniale Eccl. cath. (Roma, 1904); FREISEN, Gesch. des kanon. Eherechts bis zum Verfall der Glossenlitteratur (Tübingen, 1888); GIHR, Die hl. Sakramente den kath. Kirche fur die Seelsorger dogmatisch dargestellt, II (Friburgo, 1899), vii. También obras que contiene tratados sobre los sacramentos en general, tales como las de SCHANZ; SASSE; PESCH, Proel. Dogmat., VII; BILLOT, etc.

AUG. LEHMKUHL Transcrito por Bobie Jo M. Bilz Traducido por Francisco Vázquez