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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Cister: Historia XV

De Enciclopedia Católica

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La restauración del siglo XIX: la Común Observancia

Los regímenes conservadores que volvieron al poder después de 1815 no eran contrarios a la religión. En algunos países, la cooperación voluntaria con la Iglesia se acercó a una nueva alianza entre «trono y altar». A pesar de esto, las órdenes monásticas no gozaron de la cordialidad oficial. Era todavía evidente la aversión de los ilustrados hacia las «inútiles» abadías; tampoco se podía permitir la reorganización de las comunidades disueltas sin poner en peligro los bienes de los nuevos dueños de las propiedades monásticas confiscadas; y por último, en una tensa atmósfera de nacionalismo, recaía la sospecha de deslealtad o antipatriotismo sobre las órdenes religiosas que tenía conexiones internacionales o superiores extranjeros. Estas fueron sólo algunas de las razones por las cuales las abadías cistercienses que sobrevivían en Europa Central fueran incapaces de lanzar una campaña vigorosa de renovación y se vieron condenadas a subsistir durante décadas enteras en absoluto aislamiento. Los Estados Papales fueron el único país donde no pudieron prevalecer esas condiciones. En realidad, los primeros pasos para la restauración, no sólo de monasterios individuales, sino también de la Orden Cisterciense como organización, se dieron en Roma, bajo los auspicios papales. El papa Pío VII restableció Casamari en 1814, siguiendo el mismo camino en 1817 dos antiguas abadías romanas: Santa Croce in Gerusalemme y la que fuera casa fuliense de San Bernardo alle Terme. Pronto, unos pocos monasterios sirvieron nuevamente, y los representantes de seis casas pudieron reunir un capítulo en 1820. Tomaron el nombre de «Congregación Italiana de san Bernardo», adoptaron la constitución de la desaparecida Congregación de Lombardía y Toscana, convocaron capítulos congregacionales cada cinco años y eligieron un «Presidente general», por el término también de cinco años. Debe darse un significado particular a la iniciativa italiana, porque la Santa Sede consideraba al «Presidente general» de la Congregación heredero legítimo del Abad General de Cister. El primero en ostentar este título fue Raimundo Giovannini, al que sucedieron Sixto Benigni y José Fontana. Todos ellos ejercieron el derecho de confirmar elecciones abaciales, aun entre los trapenses, e hicieron repetidos, aunque infructuosos intentos, para establecer relaciones más amistosas con las abadías cistercienses fuera de Italia. El más notable de estos esfuerzos fue el acercamiento de Fontana a la Congregación Suiza en 1825, proponiendo la reanudación de las relaciones legales entre ambas Congregaciones. Sin embargo, los abades suizos declinaron el ofrecimiento, temiendo represalias de su gobierno. Una campaña anticlerical posterior, que puso fin a la vida cisterciense en Suiza, justificó ampliamente la precaución de los abades.

Revolución de 1830

La revolución de 1830 separó a Bélgica de Holanda, y el nuevo gobierno belga, a diferencia del régimen anterior, mostró mucha mejor voluntad hacia la Iglesia Católica. Los supervivientes de los cistercienses de Lieu-Saint-Bernard sin casa ni hogar, que permanecían organizados bajo los sucesores del último abad legítimo, no podían volver a ocupar su abadía. En 1833, encontraron un hogar adecuado en Bornem, que fue reconocido como sucesor de Lieu-Saint-Bernard dos años más tarde. Al año siguiente, se restauró allí la vida monástica del todo. El último monje sobreviviente de Val-Dieu, Bernardo Klinkenberg, readquirió las ruinas de su abadía en 1840 y, con la ayuda de Bornem, pudo restaurar la vida comunitaria en 1844. Las dos abadías formaron el «Vicariato de Bélgica», y aceptaron como estatuto básico la In Suprema, promulgada por Alejandro VII en 1666. A la cabeza de la organización figuraba el «Vicario general», elegido por cinco años. Cada cinco años se reunían capítulos que representaban a ambas comunidades. Después de la restauración, los primeros novicios belgas fueron educados en Santa Croce, en Roma, pero, de acuerdo con sus propios estatutos, aprobados por la Santa Sede en 1846, las abadías conservaban su independencia.

Resurgimiento de la común observancia en Europa

El resurgimiento de la Común Observancia en Francia fue iniciado como un esfuerzo personal de un piadoso sacerdote diocesano, el abbé León Barnouin, quien, en honor de la Inmaculada Concepción (dogma definido en 1854), restauró la vida monástica en la antigua abadía cisterciense de Sénanque, en la diócesis de Aviñón, en 1855. El abbé Barnouin recibió el nombre de María Bernardo, concluyó su noviciado en Roma, y la nueva Congregación permaneció afiliada a la Congregación de San Bernardo en Italia por algún tiempo. Pero la floreciente comunidad se independizó pronto y formó la Congregación de Sénanque en 1867. En un breve lapso, la abadía restableció otros tres monasterios abandonados, entre ellos el famoso centro del monacato pre-benedictino francés de Lérins (Provenza), que posteriormente se transformó en centro de toda la Congregación. Éste fue el único grupo en la Común Observancia que retenía un tipo de vida de carácter puramente contemplativo. Sin embargo, su disciplina no era tan estricta como la de los trapenses, razón por la cual frecuentemente se hace referencia a esta Congregación como la «observancia media» (observancia media). El grupo de abadías que se salvaron del desastroso reinado del emperador José II podrían haber iniciado un movimiento de restauración a una escala verdaderamente impresionante. Quedaban ocho abadías en Austria, dos en Bohemia, dos en la zona de Polonia ocupada por Austria y una en Hungría, trece monasterios en total, la mayoría de los cuales muy poblados, en posesión de sus antiguos claustros y de buena parte de sus propiedades del siglo XVIII. La política oficial que prevalecía en la monarquía de los Habsburgo hasta 1850, llamada Josefinismo, el triste legado de José II, impidió que los monjes tomaran iniciativa alguna dirigida a una reconstrucción auténtica. Esta política estaba basada en la premisa de que la Iglesia era un departamento gubernamental encargado de inspeccionar la moral de los ciudadanos. Las comunidades monásticas, que el gobierno terminó por tolerar, debían probar su utilidad ejerciendo un ministerio pastoral activo, enseñando o realizando otras obras de caridad. Pero se abolió la exención monástica, se prohibió cualquier contacto con el Papado o superiores extranjeros y, dado que los monjes eran considerados como simples auxiliares en el ministerio pastoral, todas las abadías quedaron bajo la estricta supervisión de los obispos diocesanos. El férreo control gubernamental sobre la educación de los clérigos, tanto regulares como seculares, aseguró una nueva generación convenientemente adoctrinada en el espíritu del josefinismo, y capaz de llevar a cabo las tareas sacerdotales en concordancia con tales instrucciones por tiempo indefinido. Es fácil prever el impacto de esta política en la vida interna de cada comunidad, y queda bien ilustrado con el ejemplo de Zirc, en Hungría, una casa que dependía originariamente de Heinrichau, en Silesia. Después de la supresión de esta última abadía en 1810, Zirc fue independiente. En 1814, el emperador Francisco 1 nombró al abad de Pilis y Pásztó, recién unidas, como nuevo abad de Zirc. De esta forma los tres monasterios húngaros quedaban unificados de forma permanente bajo una sola cabeza, el abad de Zirc. Mas, en pago por el favor imperial, los monjes debieron asumir la dirección de dos gimnasios, anteriormente a cargo de los jesuítas, a más de otro en Eger, que ya estaba regido por los monjes de Pásztó. Tales tareas aumentaron considerablemente la carga que ya significaba atender a casi una docena de parroquias. Debido a que el abad disponía de unos treinta y cinco sacerdotes, prácticamente todos los monjes capacitados estaban empleados en trabajos pastorales o de enseñanza, quedando en la abadía de Zirc sólo los novicios y el personal administrativo absolutamente necesario. En tales circunstancias, no se podían observar ni el horarium tradicional, ni los estatutos del siglo XVIII. El oficio divino recitado en común se redujo a las horas del día, y todas las demás observancias monásticas sufrieron una reducción similar. Zirc, incapaz de establecer contacto con las altas autoridades de la Orden, cayó bajo la jurisdicción del obispo de Veszprém. Éste realizó visitas periódicas a la abadía y, en 1817, les dio una serie de reglas adaptadas a las nuevas circunstancias. En 1822, una conferencia episcopal húngara emprendió la recopilación de nuevos Estatutos para los monjes, pero el texto nunca recibió aprobación gubernamental y pronto cayó en el olvido. Por consiguiente, hasta la década de 1850, la vida de los monjes estaba basada puramente en costumbres locales, que satisfacían las necesidades sacerdotales elementales, pero ignoraban las tradiciones monásticas. En las otras doce abadías austro-húngaras imperaban condiciones similares. Habían desaparecido los conversos, pero cuatro o cinco abadías tenían cada una alrededor de cincuenta sacerdotes, con un número adecuado de nuevas vocaciones para asegurar su continuidad. Las cargas, sin embargo, eran pesadas. Stams, en el Tirol, tenía a su cargo dieciocho parroquias, y las otras no le iban a la zaga. En 1854, las trece abadías tenían a su cargo un conjunto de ciento treinta y ocho parroquias, a las que se sumaban otras cuarenta y cinco iglesias no parroquiales, y capillas atendidas por los monjes. Casi todas las parroquias tenían escuela primaria. Neukloster y Ossegg tenían a su cargo gimnasios, y otras cinco abadías preparaban a cierto número de profesores para escuelas secundarias de la vecindad. Zwettl mantenía un asilo para treinta mendigos, y otras cinco abadías sostenían instituciones similares, aunque más pequeñas. Heiligenkreuz, Zwettl y Lilienfeld organizaron pensionados para niños cantores. En ese mismo año (1854), el número total de sacerdotes en las trece comunidades era de cuatrocientos treinta y tres. Por consiguiente, es innecesario destacar que, después de cumplir con sus tareas externas, los monjes no tenían ni tiempo para entregarse a sus obligaciones monásticas con celo y devoción. En realidad, sólo en Rein, Stams, Ossegg y las dos casas polacas de Mogila y Szcszyrzyc se recitaba el Oficio divino completo en comunidad. En otros lugares el oficio comunitario quedaba notablemente reducido. En Neukloster, los monjes sólo podían cumplir con la Pretiosa (una parte de Prima) a las 7 de la mañana. Se necesitaba dar a los monjes una educación apropiada, para que pudieran ocuparse intensamente en la enseñanza y el trabajo pastoral. Durante el régimen de José II, miembros de ambos cleros, regular y secular, se vieron forzados a concurrir a «seminarios generales» recién organizados, para poder ser educados en el espíritu del josefinismo. En 1790, se permitió de nuevo a las comunidades religiosas proveer independientemente a la educación de sus miembros, siempre y cuando tuvieran profesores con títulos expedidos por el gobierno y aceptaran el uso de textos impuestos en forma obligatoria. Heiligenkreuz organizó una escuela de Teología de acuerdo con estas normas, al cual concurrían también clérigos de otras cuatro abadías. Stams abrió una institución similar, pero los otros monasterios enviaban a sus estudiantes de teología a los seminarios diocesanos más cercanos. La duración del curso de estudios era de cuatro años, aunque en el tercero se permitía a los clérigos hacer los votos solemnes, si tenían veintiún años, edad mínima prescrita por el gobierno. Los maestros empleados en los gimnasios, además de los estudios ya mencionados, debían obtener el título de habilitación en una Universidad estatal. Por otro lado, las reglamentaciones gubernamentales, impuestas con todo rigor, no sólo impedían que las abadías cistercienses establecieran relaciones legales con el Presidente general en Roma, sino que hicieron también que la cooperación organizada entre ellas, dentro del imperio de los Habsburgo, fuera extremadamente difícil y aun arriesgada, porque una organización de ese tipo les podría hacer aparecer como sospechosos a los ojos de las autoridades. El Procurador cisterciense en Roma pudo recoger alguna información de las condiciones imperantes en Austria, únicamente a través de cartas informales o de noticias traídas por viajeros. En 1846, Alberico Amatori, el Procurador general romano, dirigió una carta al abad de Heiligenkreuz, en la cual le confesaba su ignorancia de la situación, hasta del número de casas cistercienses en Austria, y le pedía información. Urgía al abad para que explorara la posibilidad de una cooperación más íntima con Roma, y le ponía el ejemplo de la Congregación Belga recién organizada. El Procurador no recibió ninguna respuesta optimista de Heiligenkreuz, pero las revoluciones de 1848-1849 hicieron tambalear los fundamentos de la monarquía y dieron por resultado un cambio fundamental en las relaciones Iglesia-Estado. La nueva constitución de 1849 reconoció la autonomía de la Iglesia en Austria y la subsiguiente Conferencia episcopal en Viena comenzó a aprovechar tal concesión. En 1850, el joven emperador Francisco José abolió el placet (consentimiento) imperial, quedando libres de este modo las comunicaciones con Roma. Por último, el concordato de 1855 rompió definitivamente con el josefinismo, con lo cual el clero de Austria volvió a ser de nuevo parte de la Iglesia universal.

Asambleas abaciales de 1851

En ese clima político profundamente cambiado, surgió la posibilidad de una asamblea abacial en 1851. La agenda propuesta incluía: la formación de una provincia cisterciense austríaca: la restauración de la exención monástica; el establecimiento de relaciones con el Presidente General en Roma; los reglamentos para la administración de escuelas y parroquias y, por último, la reforma de la disciplina monástica. Dado que ninguno de los abades había pertenecido a una organización de esa índole, la iniciativa fue tomada por algunos de ellos en forma privada. La reacción inmediata de los otros fue cauta en extremo. A pesar de sus temores de provocar la ira episcopal, los abades llevaron a cabo sus asambleas de forma casi clandestina, en Baden, cerca de Viena, a fines de octubre de 1851. Entre los numerosos problemas, recibió atención especial el de la exención, pero los tímidos abades se limitaron a esperar a que la Santa Sede tomara la iniciativa en la materia. No se hizo nada en los otros campos, excepto la resolución de encontrarse nuevamente en un futuro cercano; el esbozo de una constitución provincial y el establecimiento de relaciones directas con Roma. Para preparar ese segundo encuentro, varios abades visitaron al Nuncio Apostólico en Viena, oportunidad en que escucharon por primera vez que todos los problemas relativos a las órdenes religiosas en Austria serían decididos por medio de una visita apostólica. Se les informó también de que la iniciativa había sido tomada en la Conferencia episcopal de 1849, cuando los obispos se quejaron del decadente estado de la disciplina monástica en toda la monarquia, y pidieron la intervención de la Santa Sede en un asunto tan delicado. Estas sorprendentes noticias redujeron en gran parte el significado de la asamblea programada, aunque los abades se reunieron en Viena a mediados de mayo de 1852. Inmediatamente decidieron preparar un informe detallado a la Santa Sede sobre el estado dificultoso y triste por el que atravesaba la Orden en Austria. En un documento muy franco, los abades admitían espontáneamente que durante el siglo pasado «la disciplina se había debilitado, había disminuido la regularidad y las virtudes monásticas habían desaparecido en gran parte», pero hacían recaer toda la responsabilidad en la política anti-religiosa del gobierno. La patética representación contenía sólo tres peticiones específicas: el nombramiento de un cardenal protector; la autorización para tener un procurador en Roma; y la organización de una provincia cisterciense austríaca bajo la autoridad del Abad General. El documento fue entregado al Nuncio en Viena, quien, a su debido tiempo, lo remitió a Roma. La respuesta de Pío IX estaba dirigida al Abad de Rein. El papa elogiaba la solicitud y buena voluntad de los abades para realizar una reforma, pero todas las decisiones finales dependían del resultado de la visita apostólica. El 25 de junio de 1852, el Papa eligió a Federico Cardenal Schwarzenberg, arzobispo de Praga, para el cargo de Visitador. En Hungría se otorgó la misma autoridad al Arzobispo de Esztergom. Sin embargo, como sólo había una abadía cisterciense en dicho país, la visita a los cistercienses, incluida Zirc, fue responsabilidad de Schwarzenberg. El Cardenal era un prelado con vastos conocimientos y gran celo, que cumplió su tarea con seriedad, aunque delegó la visita efectiva de cada abadía al obispo Agustín Hille. Fue este último el que llamó a la puerta de las abadías cistercienses acompañado en su viaje por Salesius Mayer, un monje piadoso y erudito, perteneciente a Ossegg, en Bohemia, que después prestó servicios como profesor de teología moral y rector de la Universidad de Praga, y terminó su vida (1876) como abad de Ossegg. El infatigable Padre Mayer influyó poderosamente en la naturaleza, alcance y éxito de la visita a las abadías cistercienses. Como preparación de la visita, se pidió a cada casa que presentara un informe completo sobre todos los aspectos de su vida monástica, incluyendo una copia de los reglamentos observados en la comunidad. Cosa característica de las condiciones imperantes, únicamente Ossegg pudo mostrar sus estatutos. Todos los otros monasterios vivían sin reglamentos valederos, siguiendo simplemente costumbres transmitidas por generaciones anteriores de monjes. La visita a las abadías cistercienses se llevó a cabo entre 1854 y 1855, seguida por la promulgación de cartas constitucionales especiales para cada comunidad. Esos documentos estaban basados en una declaración de principios formulados por el Cardenal, pero se adaptaban a las condiciones locales. Como broche de todo el proceso, el 12 de agosto de 1856, Schwarzenberg envió a Roma un informe detallado de la visita y recomendaciones. Los padres visitadores, establecía el Cardenal, fueron recibidos en todas partes «con los más grandes honores y aperturas de corazón» y la mayoría de los monjes mostraron «amor por la Orden y deseo de progreso». Sin embargo, «la disciplina estricta que hizo una vez que la Orden de san Bernardo se distinguiera, y que todavia es practicada en la Estricta Observancia de los trapenses, está ausente de los conventos austríacos, y considerando los actuales monjes y las condiciones presentes, no puede ser introducida». En verdad, como el Cardenal observaba, mientras que la mitad, o incluso un porcentaje mayor de miembros vivieran fuera de la abadía en forma permanente, realizando tareas pastorales o docentes, era completamente imposible introducir una disciplina uniforme. Hizo todo lo que pudo para dar énfasis a los elementos esenciales de la vida monástica, pero sólo esperaba mejoras sustanciales después de un notable aumento de los miembros de las comunidades y una reducción gradual de las tareas externas. También afirmaba el Cardenal, que el primer paso hacia el mejoramiento sería la organización de una provincia cisterciense autónoma. Los detalles prácticos de la reforma quedarían sometidos a un capítulo provincial, donde conjuntamente con la nueva constitución debía surgir un libro básico de Estatutos uniformes. La asamblea tan anunciada, y preparada con tanto cuidado, fue inaugurada en Praga por el cardenal Schwarzenberg, el 30 de mayo de 1859. Todos los monasterios cistercienses estuvieron debidamente representados, y aun los cenóbios de monjas afiliados enviaron a sus capellanes como delegados; en total concurrieron veintiocho personas. También apareció por primera vez el prior de Mehrerau, en nombre de la comunidad Suiza de Wettingen, exiliada, que en 1854 pudo encontrar un nuevo hogar en Mehrerau, una abadía benedictina abandonada en Austria. En cuanto a los temas de importancia, la conferencia estaba muy lejos de la unanimidad. Las diferencias de opinión en materia de disciplina monástica estaban muy acentuadas por el orgullo nacionalista. Después que las revoluciones de 1848-1849 fueran sofocadas en forma sangrienta, los polacos, checos y en especial los húngaros, tenían sus propios motivos de quejas y se mostraban habitualmente desconfiados hacia cualquier movimiento que implicara dominación austríaca. Fue una coincidencia desafortunada que el hermano del cardenal Schwarzenberg, Félix, como primer ministro de Austria (1848-1853) fuera odiado a muerte como opresor. No obstante, después de unas semanas de ardua labor se alcanzó el propósito de la reunión: se aceptó un libro nuevo de Estatutos, se construyó el marco legal para una Congregación autónoma, y hasta se eligió al primer Vicario General. El conjunto de reglamentos, los llamados «Estatutos de Praga», alcanzaron a formar un folleto de cuarenta y cuatro páginas que pronto fue publicado. Se supuso generalmente que el texto era obra de Salesius Mayer, pero sus elementos más importantes se basaban en los estatutos de la provincia cisterciense de Bohemia y Moravia, del siglo XVIII, que a su vez eran adaptación de la In Suprema de Alejandro VII, promulgada en 1666. Mientras que, por un lado, eran manifiestos los honestos esfuerzos por mantener la continuidad de las tradiciones cistercienses, por otro se prestaba la debida atención a las exigencias contemporáneas. La recitación o canto de todo el oficio canónico debía estar precedida por el oficio de la Santísima Virgen, y eran absolutamente obligatorios en todas las abadías. Se dio nuevo énfasis a los ejercicios espirituales, tales como la meditación diaria, la lectura espiritual y los retiros espirituales, lo mismo que las reglas de ayuno y abstinencia. Aunque el carácter de las reglas estaba muy lejos de la severidad de la de los trapenses, los Estatutos de Praga, si hubieran sido observados, habrían restaurado la disciplina monástica a un nivel respetable. La constitución provincial exigía un Vicario General electo por todos los abades por un término de seis años. Debía ser ayudado en sus tareas por tres Asistentes elegidos en forma similar. El Capítulo provincial debía ser convocado cada tres años. De igual modo, la visita a cada abadía realizada por el Vicario General debía efectuarse trienalmente. Los reglamentos también pedían un Procurador general en Roma, y dejaban la puerta abierta para el nombramiento de un futuro Abad General y Capítulo General, que volverían a entrar en funciones en una fecha posterior. La fructífera asamblea concluyó con la elección del primer Vicario general de la nueva Congregación, en la persona de Luis Crophius, abad de Rein. El Cardenal Schwarzenberg aprobó los nuevos Estatutos el 5 de abril y los envió conjuntamente con toda la documentación pertinente a Roma, para su ratificación final por la Congregación de Obispos y Regulares. El hecho de que los Estatutos de Praga nunca recibieran esa sanción, redujo considerablemente su efectividad, pero todavía en 1859 constituían un paso decisivo en la historia de la Común Observancia. Un pasado lleno de sinsabores había quedado atrás, y se abría el camino hacia una mejor organización externa, un desarrollo más rápido y una espiritualidad más profunda. Mientras tanto, la condición de la Iglesia en Austria había cambiado, estimulando al Presidente General en Roma a hacer otro intento para lograr una cooperación más íntima con sus hermanos cistercienses de allende los Alpes. Cuando Angel Geniani, abad de Santa Croce, estuvo a punto de convocar un Capítulo para la Congregación Italiana en 1856, envió una invitación a los abades de Bélgica y Austria, y los estimuló para que concurrieran. Como todavía se estaba desarrollando la visita en Austria, y no quedaba claro si se les invitaba para participar activamente, o para ser simples espectadores, la contestación fue negativa en ambos países. El sucesor inmediato de Geniani, Teobaldo Cesari, continuó con el mismo ímpetu y presionó en favor de un Capítulo General, usando su influencia en la Curia en beneficio de dicho proyecto. Siguió con gran interés la evolución de la reunión de Praga, donde también se discutió la función del Abad General, aunque los abades austríacos fracasaron en llevar hasta las últimas consecuencias este tema. En 1856, renovó la invitación de su predecesor para concurrir a un Capítulo General, pero infructuosamente. En 1863, Cesari hizo otro intento, esta vez por medio del Nuncio en Viena, que se había convertido en entusiasta sostenedor de la idea. Las miras del plan apuntaban a una sesión plenaria del Capítulo General, a la cual hasta se invitó a los abades trapenses. Por desgracia, ese proyecto tan prometedor no recibió apoyo de Austria, y fue igualmente rechazado por Estanislao Lapierre, abad de Sept-Fons y Vicario de la «Antigua Reforma». No queda completamente clara la razón de la frialdad de los austríacos hacia la iniciativa de Cesari, pero se puede suponer, por lo menos, que una de las razones de sus preocupaciones era la constante tensión política entre Italia y Austria, que desembocó en abiertas hostilidades en 1859 y 1866. Esta suposición parece estar corroborada por el hecho de que el infatigable Cesari se valió de los húngaros, mucho más amistosos, para sus sucesivos intentos. Sin embargo, expresó simplemente en 1865 su deseo de visitar informalmente las abadías austríacas, y pidió al abad de Zirc que explorara la actitud de sus colegas respecto a la misma. El comienzo de la guerra austro-prusiana (1866) y, como consecuencia, la entrada de tropas italianas en Venecia, estropeó el plan. Pero, en 1867, Cesari hizo una visita en Bélgica de las dos abadías del país, y en su viaje de retorno visitó algunas comunidades austríacas y la húngara de Zirc, que le impresionaron muy favorablemente, y llegó a la convicción de que era la época apropiada para convocar el muy postergado Capítulo General. A comienzos de 1868, Cesari envió sus planes a la Congregación de Obispos y Regulares y la respuesta fue rápida y favorable. El 27 de marzo, la Congregación promulgó un documento reconociendo a Cesari como General de ambas Congregaciones, la belga y la austríaca autorizándolo a convocar «tan pronto como fuera posible» un Capítulo General. Cesari no perdió el tiempo, e invitó a todos los abades de ambas Congregaciones a reunirse el próximo septiembre en Roma. A petición de los sorprendidos abades, el Capítulo se diferió, sin embargo, hasta el 6 de abril de 1869, y ésta es la fecha en que se inició la asamblea en la abadía de San Bernardo alle Terme. La tan anunciada reunión resultó a todas luces poco propicia. Aunque invitada, la Congregación de Sénanque no envió ningún representante; tampoco lo hizo Mogila, de Polonia. Sin contar a Cesari, que presidía, se hicieron presentes sólo cuatro italianos, quienes al ver que las discusiones se referían casi exclusivamente a problemas austríacos, se retiraron después de la tercera sesión. Tomando en consideración el hecho de que los trapenses ni siquiera fueron invitados, surgió repentinamente la duda de si la reunión podía calificarse de Capítulo General o era simplemente una asamblea especial de los abades austríacos y belgas. Nunca se explicó oficialmente la negativa actitud hacia la Estricta Observancia. Con certeza, una razón fue el propio rechazo de los trapenses, que ya estaban considerando la posibilidad de formar su propia organización independiente. Otro motivo – quizá el principal – fue el temor de que una gran cantidad de representantes trapenses pudiera dominar por completo a una Asamblea, por otra parte modesta. A despecho de problemas tan importantes, después de diez días de intensas negociaciones, el Capítulo pudo decidir, por lo menos, sobre dos puntos de su agenda: el Abad General, y la reorganización del Capítulo General. Se resolvió que el Abad General debía residir en Roma, ser abad de la Común Observancia y elegido en forma vitalicia por todos los otros abades de la misma observancia en una sesión especial del Capítulo General. El abad Cesari fue aceptado como primer General, en honor a su previo nombramiento por parte de la Congregación. Las tareas principales del General consistían en visitar las abadías cada diez años, la convocación del Capítulo General y la presidencia del mismo. Debía ser ayudado por un Procurador General elegido, pero en problemas que involucraran a abadías concretas, debía actuar sólo por la mediación del abad afectado. El Capítulo General debía reunirse en Roma cada diez años, aunque, en caso de muerte del Abad General, el Procurador General debía convocar a una sesión especial para la elección de un nuevo General. Constituían un grave problema el número de miembros y el derecho a votar, en vista de la gran desigualdad numérica entre las Congregaciones. Se pidió a la Congregación de Obispos y Regulares que arbitrase en la diferencia, porque la conferencia era incapaz de llegar a una decisión unánime. Sobre la extensión de la jurisdicción capitular, no se llegó a una decisión específica, pero todos estuvieron de acuerdo en el principio que no tenía autoridad para cambiar las constituciones congregacionales aprobadas por la Santa Sede. Los abades decidieron pedir de nuevo la rápida aprobación de los Estatutos de Praga por la Congregación. En otras materias, tales como la observancia uniforme del voto de pobreza y la posibilidad de abrir un colegio de teología común en Roma, no se tomó decisión alguna. Ni los abades austríacos, ni la Congregación de Obispos y Regulares consideraron que los problemas que quedaron pendientes después del Capítulo tuvieran importancia vital. Cuando murió el Abad General Cesari en 1879, los Estatutos de Praga todavía estaban esperando ser aprobados y, dado que el Capítulo general de 1880 no se preocupó por el asunto, todo fue tranquilamente olvidado. El único hecho notable del Capítulo fue la elección del nuevo General en la persona de Gregorio Bartolini, abad de Santa Croce en Roma. Sin embargo, el Capítulo se realizó en Viena, porque el gobierno se había apoderado de ambas abadías romanas de la Orden y las había convertido en cuarteles. El mismo Bartolini tuvo que vivir en un pequeño departamento adyacente a su iglesia titular. El Capítulo de 1891 se reunió también, por la misma razón, en Viena y hubo de topar con la misma emergencia. Bartolini murió en 1890, y por consiguiente, debía elegirse un sucesor. Sin embargo, el factor perturbador lo constituía el hecho de que no había ningún abad italiano vivo y ninguna abadía italiana disponible donde el nuevo General pudiera establecer la casa generaliza, y eso creaba un nuevo problema. En consecuencia, la Orden se dirigió a la Santa Sede para pedir que el nuevo General, que presumiblemente no sería italiano, pudiera vivir y actuar fuera de Roma. La petición fue otorgada, y la elección del Capítulo recayó en el abad de Hohenfurt, Leopoldo Wackarz, Vicario general de la congregación austríaca, un venerable octogenario. Hechos más memorables ocurrieron en 1891, en relación con el octavo centenario del nacimiento de san Bernardo. Los trapenses tomaron parte en gran número de reuniones y celebraciones realizadas en toda Francia, y como recuerdo permanente, reeditaron la importante colección de fuentes conocida como el Nomasticon cisterciense. La Común Observancia encontró apropiado honrar al Santo por medio de una serie de publicaciones monumentales de gran erudición. Con toda seguridad la más sobresaliente fue Origines Cistercienses, una lista de todos los monasterios cistercienses a lo largo de la historia, obra de un estudioso monje de Zwettl, Leopoldo Janauschek, que todavía resulta indispensable en la actualidad. El mismo Janauschek editó en cuatro volúmenes la Xenia Bernardina, que incluía la bibliografía Bernardina completa. En 1889, la iniciación de la Cistercienser – Chronik por Gregorio Müller señala un jalón para el estudio del pasado cisterciense. Una empresa similar en lengua francesa y respaldada por la Congregación de Sénanque y editada en Hautecombe, L’Union Cistercienne, duró desgraciadamente sólo cuatro años. El Padre Imre Piszter de Zirc, publicó en dos volúmenes su obra magna Vida y Obras de san Bernardo, que coincidió con la aparición de la famosa biografía del Santo escrita por Vacandard. Otro miembro distinguido, profesor de Historia de la Universidad de Budapest y futuro abad de Zirc, Remigio Békefi, comenzó una serie de monografías en varios volúmenes cubriendo la historia cisterciense en Hungría. La única sombra proyectada en la festiva escena era la inminente ruptura dentro de la Orden – todavía una nominalmente entre los trapenses y la Común Observancia. No era algo sorprendente, pero el editor de la Cistercienser – Chronick calificaba el hecho como «grave en sus consecuencias», que «llenaría de pena» los corazones de todos los cistercienses. El Padre Müller, autor de la breve comunicación, que había trabajado más que ningún otro para despertar entre las filas de la Común Observancia una valoración más profunda de las tradiciones cistercienses, admitió pronto que el Abad General y el Capítulo General de su observancia no habían prestado a los trapenses la debida consideración, pero creía aún que la ruptura era innecesaria, y terminaría por perjudicar a ambas ramas de la Orden. Esas ideas no eran raras tampoco entre los padres trapenses. En vísperas del octavo centenario de la fundación de Cister, el Capítulo General de la Estricta Observancia (1898) dio pasos tendientes a la reunión de las ramas separadas de la Orden sobre la base de la constitución trapense aprobada recientemente. Por medio de ciertas conexiones romanas se hizo llegar la propuesta al Capítulo General de la Común Observancia, reunido en Hohenfurt. Sus términos, según interpretaron los abades en Hohenfurt, implicaban la práctica absorción de la Común Observancia por los trapenses, y por lo tanto el ofrecimiento no pudo ser considerado como un acercamiento práctico hacia tal meta. Se lo rechazó diplomáticamente. Una de las mayores diferencias que separaron durante el siglo XIX a las dos ramas de la Orden fue el grado y significado de la uniformidad y control central. Cada abadía, como componente de la Congregación trapense, estaba estrechamente supervisada y se suponía que seguiría los Estatutos comunes con rígida uniformidad. La consecuencia final de esa política fue la eventual fusión de las congregaciones, la eliminación de la variedad de observancias y la aparición de la Orden de la Estricta Observancia unida. En 1893, se logró la uniformidad y la dominación completa por el Capítulo General trapenses con un grado mayor de efectividad que en cualquier otra época de la historia cisterciense. A lo largo de la misma centuria, en agudo contraste, las abadías pertenecientes a la Común observancia retuvieron en gran parte su autonomía. El «pluralismo» prevalecía con más frecuencia entre las antiguas abadías del Imperio Austro-húngaro. Esas comunidades se habían ejercitado en el difícil arte de sobrevivir durante varias décadas, y se habían vuelto desconfiadas ante una posible intervención extranjera, de cualquier origen o naturaleza. El retorno a controles efectivos, mediante capítulos congregacionales o generales, no les parecía de vital importancia, y la observancia de un código de disciplina uniforme les resultaba menos deseable aún. Es verdad, que terminaron por crear un Abad General y restauraron el Capítulo General como organismos convenientes para su representación o publicidad, pero les cercenaron cuidadosamente la autoridad, mientras conservaban con orgullo sus costumbres específicas y su organización interna. Juzgar del éxito de la Común Observancia de acuerdo con el grado de centralización lograda, sería completamente utópico, a la vez que falso. El progreso puede ser únicamente valorado, si se consideran a fondo otros aspectos de la vida monástica. La evidencia más simple es el crecimiento numérico. Considerando a la provincia austríaca en conjunto, las cifras son particularmente expresivas. En 1854, el total de miembros ascendía a cuatrocientos noventa y nueve, e incluía a cuatrocientos treinta y tres sacerdotes. En 1898, las cifras habían aumentado a quinientos ochenta y uno para el total, del cual cuatrocientos ochenta y tres eran sacerdotes. Mientras tanto, los italianos sufrían grandes pérdidas debido a la secularización de sus casas, y las dos comunidades belgas se mantenían igual, sin ningún cambio importante en ninguna dirección. La Congregación de Sénanque, por su parte, de un puñado de fundadores en 1853, alcanzó un total de ciento cincuenta y siete monjes en 1899, incluyendo cuarenta y nueve sacerdotes, veintinueve clérigos, trece novicios y sesenta y seis conversos; era pues, la única Congregación dentro de la Común Observancia donde la reaparición de los hermanos legos era significativa. Mehrerau, fundada por unos pocos refugiados suizos en 1854, constituyó otro éxito. En muy poco tiempo, Mehrerau no sólo se convirtió en una comunidad considerable, sino que, en 1888, los padres pudieron reorganizar la antigua abadía alemana de Marienstatt, fundando con ella una nueva «Congregación suizo-alemana». En 1898, los miembros de ambas abadías alcanzaban a ciento veinticuatro, de los cuales cincuenta y tres eran sacerdotes, veinticinco clérigos, siete novicios y treinta y nueve conversos. Sin embargo, el desarrollo más espectacular pertenece a Zirc, en Hungría, que triplicó sus miembros y, en 1898, había alcanzado el impresionante total de ciento treinta y ocho, contándose entre ellos ciento tres sacerdotes. Este éxito hizo posible que, en 1878, los monjes pudieran hacer frente a la carga financiera que significaba San Gotardo, dependiente de Heiligenkreuz (Austria), y abrir al mismo tiempo su cuarto gimnasio, añadiendo el quinto en los primeros años del siglo siguiente, en Budapest. Es, en realidad, poco corriente que, en 1898, el número de sacerdotes en la Común Observancia fuera de seiscientos cuarenta y cuatro, más alto que la cifra correspondiente en las estadísticas de la Estricta Observancia. La enorme disparidad entre las dos ramas de la Orden en lo que se refiere al número total de miembros está dado por el hecho de que, mientras la Común Observancia tenía sólo ciento cuarenta y seis hermanos legos, los trapenses contaban con cerca de dos mil conversos. La abnegada dedicación al duro trabajo, en especial en el campo de las actividades educativas y pastorales, puede demostrarse mediante cifras estadísticas recogidas en 1898. Cerca de la mitad de los sacerdotes realizaban trabajos parroquiales, teniendo a su cargo, en conjunto, más de un cuarto de millón de almas. Del resto de los sacerdotes, ciento dieciocho estaban empleados como profesores en los gimnasios de la Orden, que gozaban del crédito público y oficial. La mayoría eran instituciones por ocho años, que ofrecían cursos universitarios preparatorios desde el quinto al duodécimo año. Los aranceles eran mínimos, pero las escuelas estaban dedicadas a la educación de la élite intelectual, y como tales, eran consideradas entre las mejores, especialmente las húngaras. La mayoría de los novicios de Zirc, que crecía vertiginosamente, se reclutaban en los colegios cistercienses. Se hicieron grandes esfuerzos por dotar de instrucción apropiada a cada miembro de la Orden; por lo tanto, se requería para la admisión capacidad intelectual. A excepción de aquellos pocos que deseaban ser conversos, cada miembro profeso debía recibir una preparación formal en Filosofía y Teología, y aquellos destinados a la enseñanza debían alcanzar grados avanzados en las distintas artes y ciencias. Entre ellos, veinticuatro monjes eran doctores en Teología, veintidós doctores en filosofía, tres doctores en Leyes. El número de publicaciones eruditas aumentó de forma sostenida durante toda la centuria. El hecho de que Cistercienser – Chronick fuera una revista mensual, editada y escrita por y para los monjes de Austria y Hungría, puede ser citado como una prueba más del amor al estudio que imperaba. La Italia unificada fue un país donde, después de 1860, la Orden estuvo expuesta a vejámenes sin límites. El gobierno anticlerical se apropió de los edificios monásticos, especialmente para usos militares, y sólo se dejaron las iglesias para beneficio de los feligreses. Tal fue el destino que tuvieron en 1871 las dos grandes abadías romanas, perdieron ambas al mismo tiempo sus valiosísimas bibliotecas. Para asegurar su supervivencia, los monjes desalojados adquirieron en 1876 una modesta residencia en Cortona, donde, después de 1883, comenzaron a recibir novicios. En un intento de realizar una reseña de los logros de la Común Observancia en el siglo XIX, se puede señalar que, aunque las observancias monásticas estaban reducidas a lo esencial, la Orden progresó significativamente en número, nivel de erudición, servicios pastorales y educativos, y aseguró a los cistercienses una alta reputación en todos los niveles de la sociedad contemporánea.

Fuente: http://omesbc.wordpress.com

Selección: José Gálvez Krüger