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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Abandono en Francisco de Sales

De Enciclopedia Católica

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SAN FRANCISCO DE SALES, DOCTOR DEL ABANDONO

Siendo el único doctor saboyano y francés de la Iglesia universal, Francisco de Sales es también el doctor por excelencia del abandono a la Providencia, es decir de una orientación espiritual considerada algunas veces[1] como la expresión de una contribución especialmente francesa al patrimonio espiritual de la Iglesia.

En la medida en que semejante afirmación contenga una parte de verdad, los escritos - y la vida -de San Francisco de Sales son largamente la causa de semejante afirmación.

Tomando como punto de partida las cartas del santo a Santa Juana de Chantal, examinaremos su noción del abandono a Dios en su Tratado sobre el Amor de Dios, y en sus Conversaciones; mostraremos cómo este abandono alcanza un punto culminante en el abandono a la Iglesia al seno del sacramento de penitencia y se completa por el abandono horizontal a los hombres en la vida cotidiana para desembocar finalmente en una cristología de abandono, es decir en una visión del misterio de Cristo, hombre “abandonado” abandonándose al Padre y a su propia Persona divina que no lo abandona nunca.

Es en calidad de teólogo del primer mandamiento y de imitador de Cristo amante que Francisco reflexiona sobre el abandono.


Francisco de Sales, consejero epistolar de abandono: 1616

Correspondiendo a una actitud más antigua[2] en él, la práctica del abandono es subrayada por Francisco de Sales de una manera más concreta en sus múltiples intercambios con la Madre de Chantal durante el año 1616.

El jueves Santo 31 de Marzo, el Obispo de Ginebra envía un pequeño tratado[3] que él mismo califica “de compendio de las resoluciones más convenientes a su adelantamiento en el puro amor de Nuestro Señor crucificado”.

“Caminen, escribe el santo, invariablemente en espíritu de simplicidad, abandonando y entregando toda su alma, sus acciones y sus éxitos a la buena voluntad de Dios, por un amor de perfecta y absoluta confianza, abandonándose a la gracia y al favor del amor eterno que la Providencia tiene por ustedes (...) Echen su cuidado en nuestro Señor y los nutrirá (Sal. 54,23). Echen todo su corazón, sus pretensiones, sus cuidados y sus afectos en el seno paternal de Dios y los conducirá así donde su amor quiere”

Estas líneas nos manifiestan el abandono como una síntesis viva entre fe, esperanza y caridad[4] teniendo las tres por objeto el amor eterno que Dios tiene por nosotros.

Cristo crucificado es el modelo de esta caridad confiada y esperante: “Imitemos, prosigue el santo, al divino Salvador que como Salmista perfectísimo, canta los soberanos rasgos de su amor sobre el árbol de la Cruz; concluyéndolos de esta manera: “Padre en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46) (...) ¿Qué resta si no expirar y morir de muerte de amor, no viviendo más para nosotros mismos sino Jesucristo viviendo en nosotros (Gal. 2,19-20)?

(...) Entonces todos los acontecimientos son recibidos suavemente: porque, ¿quién estando en las manos de Dios y quién reposando en su seno[5] , quién habiéndose abandonado a su amor y habiéndose entregado a su arbitrio, qué cosa puede estremecerlo y moverlo? Ciertamente, en toda ocurrencia (...) pronuncia de corazón esta santa aquiescencia del Salvador: “Sí Padre, porque así lo has querido” (Mt. 11,26).

Vemos ya despuntar, aquí, la “cristología de abandono” sobre la cual volveremos: para el Obispo de Ginebra, el abandono prolonga y manifiesta en nosotros la actitud de Cristo crucificado delante de su Padre, encomendándose al Padre, muriendo de una muerte de amor para con Él y para cumplir su voluntad tanto en su muerte como en su vida. El perfecto salmista que es Jesús crucificado retomando inseparablemente sobre la cruz los Sal. 22,2 y 31,6, los dos gritos, uno de abandono pasivo y otro de entrega activa de sí[6] entre las manos del Padre, pone el acento principal, piensa Francisco de Sales, sobre esta entrega, siempre insinuando que la aceptación de un cierto abandono pasivo, sensible, es la materia misma del abandono activo del ápice, suprasensible, de su alma espiritual.[7]

Sin embargo, el pequeño tratado de 1616, a la luz de la fraternidad eucarística del Jueves Santo, reúne ya el abandono horizontal al abandono vertical, viendo en aquella un fruto sabroso de éste:

Entonces estaremos disueltos en el prójimo, porque veremos esas almas en el pecho del Salvador (...) Es este prójimo querido, en el seno y en el pecho del Salvador, amadísimo y tan amable que el Amante muere de amor por él. (...) Este amor natural de las correspondencias, de las simpatías, y de las gracias será purificado y reducido al amor todo puro de la voluntad de Dios (...) Sobre estos fundamentos, abandonémonos nosotros mismos en el fondo del Corazón traspasado de Nuestro Señor. Haga de nosotros y en nosotros la voluntad real de este Corazón soberano (...) Que por siempre nuestro corazón muera para revivir eternamente[8] de la muerte de su amor”.

La idea es clara y sorprendente: el abandono vertical al Padre y horizontal al prójimo, al punto de “sufrir sus imperfecciones” y de amarlo inclusive cuando se muestre “enojoso”. Este doble abandono, único de la unidad misma de la única y doble caridad, sólo es posible por la mediación del Corazón traspasado de Cristo. Es allí donde el prójimo se vuelve amable y puede ser amado. En este Corazón encontramos no solamente la posibilidad de abandonarnos con Él al Padre, sino además la de abandonarnos al prójimo, siendo Jesús el prójimo más próximo.

Todo indica pues que, para nuestro Doctor, el abandono visible al prójimo es el signo, el medio y el fruto del abandono invisible al Creador. En otros términos, no hay abandono a la voluntad de Dios sin abandono de la voluntad del prójimo, dentro de los límites de la razón y de la fe. Encarnándose, el Hijo de Dios perfecciona la transformación del abandono vertical en abandono horizontal.

Entre tanto, la Madre de Chantal comienza su retiro anual. El 18 de mayo de 1616, Francisco de Sales aprueba que “continúen el ejercicio del renunciamiento a ustedes mismas” a la vez que las alentaba a realizar algunos actos: Realicen algunas acciones en forma de oraciones jaculatorias, en aprobación del renunciamiento, como por ejemplo: Bien lo quiero, Señor, arranca, arranca intrépidamente todo lo que envuelve mi corazón. Oh, Señor, no exceptúo nada, arráncame a mi mismo. Oh, yo mismo que te abandono para siempre, hasta que mi Señor me ordene retomarte.”[9]

El abandono implica la abnegación. Es decir, el renunciamiento a la voluntad propia, como el santo lo subrayará hablando del abandono al prójimo.

Es probable que los problemas planteados y resueltos por la dirección espiritual en un marco epistolar jugaron un rol en la preparación y el génesis de la presentación más sistemática del abandono tal cual los encontramos en el libro IX del Tratado del amor de dios, libro IX que constituye sin duda, en este tratado, “el más original y el más típicamente salesiano”[10] .


Por encima de la resignación, la indiferencia y el abandono

Mencionado ya en una carta a Juana de Chantal fechada el 11 de febrero de 1607. El Tratado apareció finalmente en 1616.

Después de haber subrayado la trascendencia de la abnegación cristiana con relación a la resignación estoica de un Epicteto,[11] el Obispo de Ginebra nos da a entender que Job está más cerca de Epicteto y será superado por Pablo. El Doctor del abandono parece distinguir así un abandono propio de la Antigua Alianza y un abandono más característico de la Nueva Alianza:

“Esta unión y conformidad a la voluntad divina se hace o por la santa resignación o por la santa indiferencia.

Ahora bien, la resignación se practica en forma de esfuerzo y sumisión: bien se querría vivir en lugar de morir, sin embargo, ya que es la voluntad de Dios que uno muera, se acepta. Se desearía vivir si agradase a Dios y además se desearía que Dios quisiese hacer vivir: se muere de buen corazón, pero se viviría con mayor gusto (...) Job, en sus trabajos, hace este acto de resignación (2, 10) ¿“Si aceptamos la felicidad como un don de Dios, por qué no aceptar igualmente la desdicha? ¿Por qué no sobrellevar las penas y trabajos que Él nos envía? Soportar, sobrellevar, aguantar: palabras de resignación y aceptación, en forma de sufrimiento y de paciencia”.[12]

En suma, para nuestro autor, la resignación trae consigo una cierta reserva frente a la voluntad de Dios aceptada sin embargo, pero con esfuerzo, por no haber podido obtener de Él lo que se desearía más intensamente; sin embargo en tanto que incluye sumisión, es una “santa resignación”.

Frente a ella, Francisco precisa la trascendencia de la “santísima indiferencia”: “La resignación prefiere la voluntad de Dios a todas las cosas, pero no deja de amar muchas otras cosas además de la voluntad de Dios.

Ahora bien, la indiferencia está por encima de la resignación, porque ella no ama nada si no por el amor de la voluntad de Dios, ninguna cosa toca el corazón indiferente en presencia de la voluntad de Dios (...) El corazón indiferente ama todavía más (que la consolación) la tribulación porque no ve nada más amable en ella que la voluntad de Dios.[13]

Francisco de Sales cita como modelo “la indiferencia del incomparable San Pablo” que acepta (Flp. 1,23-24) la persecución de su exilio terrestre renunciando al Paraíso inmediato, por amor y servicio a la Iglesia. Nos propone, así, como modelo no tanto a Job el resignado sino a Pablo el indiferente, el de la mirada fija en la Cruz de Jesús. El justo de la Antigua Alianza podía contentarse con la resignación, el discípulo perfecto de Jesús, el compañero perfecto de la Nueva y Eterna Alianza se alegra de sufrir con Cristo crucificado. Besa pues, aceptando la voluntad divina, “con una dilección igual, la mano derecha de su misericordia y la mano izquierda de su justicia”, “permanece en paz viendo a los hombres réprobos.[14] Porque “la voluntad muerta a sí misma” no tiene más “ningún querer particular, permaneciendo anonadada en ella misma y toda convertida en aquélla de Dios (...) es la soberana perfección de nuestra voluntad el estar unida así a la voluntad de Dios”. El corazón “embarcado en la voluntad divina” no dice más “hágase tu voluntad y no la mía”, porque ya no tiene ninguna voluntad a la cual renunciar, sino dice “Señor, encomiendo mi voluntad entre tus manos” (Lc. 23,42.46).[15]

Encontramos pues aquí la “cristología de abandono” evocada más arriba. Más precisamente, Jesús sufriente es visto presentándonos distintamente y sucesivamente, durante su Pasión, el modelo de una “oración de resignación” en el Huerto de los Olivos. Luego las “verdaderas amarguras de su alma” (“Dios mío, Dios mío ...) y finalmente “el abandono admirable de su cuerpo y de su vida entre las manos de aquellos que lo crucificaron, pone también su alma y su voluntad, por una indiferencia perfectísima, entre las manos de su Padre eterno”[16]

Señalemos, de paso, un paralelismo singular entre las manos de los verdugos de Jesús y las manos de su Padre: como si el autor hubiese querido decir: no hay forma de abandonarse al Padre sin abandonarse a sus enemigos.

El grito interrogativo: “Dios mío, Dios mío ¿por qué?”, que expresa el sentimiento de un abandono sensible, por parte del Padre, es relativizado - a los ojos del Doctor francés - por el grito de abandono espiritual entre las manos del Padre: es a Él a quien Jesús moribundo entrega su alma, sabiendo que ésta no ha sido abandonada por el Padre. Las manos de los verdugos se muestran a Jesús como sostenidas por las manos del Padre. El grito supremo no es más el del sufrimiento delante del abandono sensible del Padre, sino más bien el del abandono gozoso del Salvador del mundo, victorioso de este mundo, mediante su sufrimiento, al Padre que le entrega el mundo.[17]

Es precisamente porque Francisco de Sales identifica abandono al Padre y muerte de amor del Hijo único, que el abandono de los hijos adoptivos es percibido por él como un tránsito,[18] un paso hacia la vida inmortal: participante en el misterio pascual del Hijo único, el abandono es la pascua de los hijos adoptivos.

De donde resulta para nuestro santo una nueva similitud entre el Hijo y los hijos : así como la persona divina del Hijo único asume una voluntad humana en la cual recibe los acontecimientos, la muerte querida por el Padre, al punto que esta voluntad humana deja a la eterna voluntad divina común al Padre y al hijo querer en ella la muerte de amor, de la misma manera “podemos recibir los acontecimientos de la voluntad celeste por una simplísima tranquilidad de nuestra voluntad que, no deseando cosa alguna, acepta simplemente todo lo que Dios quiere que sea hecho en nosotros, sobre nosotros y de nosotros”.[19]

Con una extrema sutileza psicológica, San Francisco de Sales descompone así los dos quereres de Dios sobre el ejercicio de nuestra voluntad. Por un lado, “Dios me ha comunicado que quería que santificase el día de descanso; puesto que quiere que yo lo haga, quiere luego que yo lo quiera hacer y que para eso tenga mi propio querer mediante cual sigo al suyo”. He ahí la voluntad divina de mi voluntaria cooperación humana; voluntad comunicada.

Por otro lado, Dios quiere que “me deje conducir por su voluntad divina mediante un consentimiento admirable” - recepción de la voluntad divina - “unión o más bien unidad de nuestra voluntad con la de Dios”, a través de un consentimiento que Dios mismo opera en nosotros (cf. Flp. 2,13: pues es Dios el que obra en vosotros el querer y el obrar conforme a su beneplácito”): voluntad de aceptación.

Recordemos que las expresiones salesianas (recepción de, y consentimiento a, la voluntad divina) dejan intacta la distinción entre criatura y Creador: la personalidad de Aquél al cual él se abandona y que opera en él este abandono. Está permitido pensar que la distinción entre las dos naturalezas de Cristo, una creada, otra increada, lo mismo que la contemplación de la obediencia de Cristo en tanto que hombre, al Padre, hasta la muerte, facilitaron a Francisco de Sales el alejamiento respecto de una concepción panteísta del abandono, de la cual algunos místicos musulmanes dan ejemplo - ejemplo que sin duda no conoció.

Si no se trata, para él, de abandonarse a un universo divinizado ni a un “dios cósmico”,[20] Francisco es un maestro del humilde y dulce abandono horizontal al prójimo, signo visible del abandono a Dios.


El abandono al prójimo y a la Iglesia

Tal es el tema desarrollado en la primera parte de la decimoquinta “conversación espiritual”.

Apoyándose sobre el testimonio y la práctica de San Anselmo, Francisco deduce de los Evangelios el abandono al prójimo: “Nuestro Señor ha mandado que hagamos a los otros lo que desearíamos que se nos hiciera a nosotros (Mt. 7,12; Luc 6, 31) Yo quisiera que Dios hiciese mi voluntad y por consiguiente hago gustoso la de mis hermanos y la de mis prójimos, a fin de que plazca a este buen Dios hacer algunas veces la mía (...) Fuera de lo que es la voluntad de Dios por Él manifestada, la mejor y más segura forma que tengo para conocer su graciosa voluntad es escuchar la voz de mi prójimo: porque Dios no me habla para declararme su voluntad. Las piedras, los animales, las plantas no hablan; entonces aparte del hombre no hay nadie que pueda manifestarme la voluntad de mi Dios. Dios me ordena la caridad para con el prójimo; es una gran caridad conservarse en unión los unos con los otros y para lograr aquello no encuentro mejor medio que ser dulce y condescendiente”.

Naturalmente, M. de Ginebra estaba consciente de los límites de semejante condescendencia: “San Anselmo se somete a todo lo que no es contrario a los Mandamientos de Dios o de la santa Iglesia (...) Su regla general era : en cosas indiferentes, condescender con todo y con todos”.[21]

Semejante condescendencia universal constituye de hecho una imitación y una prolongación de aquella que Dios mismo manifiesta con respecto al género humano en el misterio de la Encarnación : Dios adapta su manera de hablar a las posibilidades de acogida y de inteligencia del género humano, así como un adulto se adapta al lenguaje de los niños.[22]

A decir verdad, el término “abandono al prójimo” se ajusta más al pensamiento profundo del humilde obispo de Ginebra que el término “condescendencia”: Ya en el francés del Siglo XVII[23] este último término expresaba una consciencia de superioridad que no convenía mucho[24] a una persona preocupada por ser cada vez más el humilde discípulo de Jesús, humilde de corazón. Por el contrario el abandono al prójimo manifiesta mejor la disponibilidad frente sus deseos y requerimientos. Para el cristiano, se trata de abandonarse a la condescendencia de Dios respecto de él y, de rebote, a la que el prójimo le manifiesta al desear tener necesidad de él.

Sin embargo nuestro santo va más lejos diciéndonos explícitamente que, tratándose de la voluntad de aceptación a Dios y de su voluntad manifestada, el abandono al prójimo no es solamente un medio, sino inclusive el medio por excelencia de conocer esta voluntad. Sin negar que esta voluntad se manifiesta también a través de la naturaleza física, los accidentes, las enfermedades, y la muerte, Francisco insiste sobre todo sobre su descubrimiento por medio del prójimo. Deseando habitualmente cumplir la voluntad del prójimo en la medida en que ella no contradiga la voluntad manifestada del legislador supremo, quiero someterme a la voluntad del Padre, como miembro del Hijo, bajo el soplo del Espíritu. El abandono al prójimo abraza la misericordiosa condescendida de la Trinidad hacia el animal social y racional que es la persona humana.

Cristo Jesús es mi prójimo más cercano; por los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, culmina en mí y por mí, su abandono al Padre misericordioso. Entregándose a mí en la comunión, me hace abrazar, en la adoración de un perfecto abandono, la voluntad del Padre que es su propio alimento. Concediéndome el valor de confesar mis pecados a su representante, me da la fuerza de abandonar mis pecados a su misericordia de abogado y de intercesor frente al Padre. Aceptando el perdón de mi expiador crucificado, renuncio a mi pecado entre sus manos, me despojo de todos los abusos que he hecho de mi propia libertad. Abandonándome a la ternura de la Iglesia, que toda entera suplica a Cristo reconciliarme con su Padre, practico inseparablemente el abandono vertical al Altísimo y el abandono horizontal a todos mis prójimos que Cristo quiere reunir en su única y universal Iglesia. Echo mi abyección en la santidad misericordiosa de nuestra Iglesia.

Si es cierto que estas consideraciones superan la letra del texto salesiano, no es menos cierto que la prolongan de manera homogénea en su misma línea. San Francisco de Sales, en efecto, es inseparablemente el Doctor del abandono y el Doctor, el consejero ardiente de la humilde y sacramental confesión semanal de las faltas veniales.[25] Mediante esta confesión frecuente, en armonía con la voluntad manifestada de Dios, y significada precisamente por la Iglesia,[26] el bautizado abandona entre las manos del confesor que la Iglesia le envía la apreciación de su orientación hacia el fin último.

Se podría objetar que el bautizado elige a su confesor e inclusive, según Francisco de Sales, con gran cuidado,[27] excluyendo a los sacerdotes que le parecieran ineptos - aun si gozan de la misión canónica y hayan sido enviados por la Iglesia a confesar.

La observación es justa pero no impide el ejercicio del abandono. Por que éste no elimina de ninguna manera el juicio personal: para consentir a la voluntad de Dios manifestada a través de los acontecimientos, hace falta previamente que la consciencia esté bien formada y, a menudo reformada, lo que supone un ejercicio de la libertad personal y de la razón[28]. Desde este punto de vista, el abandono, lejos de despersonalizar, acompaña el ejercicio y el crecimiento de la personalidad, favorecida por la mediación eclesial.

En suma, se podría decir que el abandono salesiano a la graciosa voluntad de las personas divinas está mediatizado por el ejercicio personal de la razón, de la libertad y de la fe en la Iglesia - ejercicio personal presente en el acto de amor al prójimo. Y esta mediación se enraíza en una reflexión cristológica.


La cristología de abandono

Resumamos, recapitulemos y profundicemos lo que hemos dicho. El abandono a la graciosa voluntad de Dios, para Francisco de Sales, la fe en Dios Trino, creador y gobernador del universo; el abandono tal como lo concibe el Doctor francés supone también la Encarnación de la segunda persona, el Verbo, suscitando en María un libre consentimiento a su humanización.

Subrayemos aquí que para nuestro autor, el Niño Jesús se abandonó entre los brazos de su Madre como más tarde, sobre la Cruz, se abandonará entre las manos de su Padre Eterno. Haría falta citar aquí extensamente el libro IX. Cap. 14 de su Tratado del Amor de Dios.

Más exactamente, el abandono mariano del Niño Jesús es para él la imagen perfecta de su abandono no a la voluntad manifestada sino a la aceptación del Padre.

En este contexto, varias expresiones salesianas indican en su autor simultáneamente la preocupación de afirmar, por un lado, la existencia en Jesús y en todo hombre de un verdadero y activo querer humano y por otro lado su pasividad delante del obrar divino cuando la resignación es superada en el abandono a la voluntad eterna.

“Dios quiere que tenga mi propio querer”, esto me lo notifica a través de sus mandamientos; quiere que siga su deseo.

Mientras que su voluntad de aceptación da lugar a dos actitudes contrastantes en el ser humano: sea “querer que los acontecimientos se produzcan según la voluntad de Dios y este querer es muy bueno”, sea “recibir los acontecimientos de la voluntad divina a través de una simplísima tranquilidad de nuestra voluntad que, no queriendo cosa alguna, acepta simplemente todo aquello que Dios quiere que se haga en nosotros, sobre nosotros y de nosotros”.

En el misterio de Cristo Niño, Francisco de Sales (citamos siempre el mismo capítulo, hacia el final) contempla “su propia libertad (humana) para querer y no querer las cosas” y el hecho de dejar a su Madre “el cuidado de hacer por Él lo que era requerido”. Esta segunda actitud, sobre todo, le parece ser el modelo de la nuestra: No nos contentemos con desear y querer las cosas sino dejemos a Dios quererlas y hacerlas por nosotros del modo que quiera” y “descarguemos en Él todas nuestra preocupación, pues Él se cuida de nosotros” (1 Pe 5,7).

Con nuevos refinamientos psicológicos, Francisco comenta estas últimas palabras: “Toda nuestra preocupación, es decir tanto la que tenemos por recibir los acontecimientos como la de querer o no querer; porque Él tendrá cuidado de querer por nosotros lo mejor”. Se trata pues de “recibir la solicitud” inclusive del ejercicio o del no ejercicio de la libre voluntad.

El lector es conducido a preguntarse si Francisco de Sales no habría estado dividido entre la preocupación dogmática de no negar la libertad humana y la existencia permanente, inclusive en los más altos grados de la vida espiritual, inclusive en Cristo, de un libre querer siempre activo, y la preocupación de favorecer la pasividad delante del actuar divino. Salvo mejor opinión, no parece haber llegado a una síntesis de estos dos puntos de vista. Se puede preguntar, por otro lado, si otras hubiesen podido ser alcanzadas de mejor manera. Tocamos allí el misterio profundísimo de la sinergia entre el obrar humano y el obrar divino, en el ser humano ordinario y en caso único y extraordinario del Verbo encarnado.

Tal vez se podría - en la línea de los grandes teólogos medievales, de Tomás de Aquino a Juan Duns Scoto - decir que, a imagen de Cristo en tanto que hombre, recibimos de Dios, autor de la naturaleza y de la gracia, Creador y divinizador de nuestras libertades, el acto por el cual queremos libremente sus voluntades, el acto por el cual nosotros queremos con Él que sea, participando en el querer eterno, sin ser la causa de su Ser. (Cf. 2 Ped. 1,7)

En todo caso, es sorprendente constatar que no se encuentra (salvo una más amplia información) en Francisco de Sales una profundización sobre la relación entre la voluntad humana y voluntad divina de Cristo en la línea de Máximo el Confesor; así como nuestro santo considera el abandono del Niño Jesús entre los brazos de su Madre más bien que el abandono de María entre las manos traspasadas de su Hijo cerca de la Cruz y, en unión con Él entre las manos del Padre (no olvidemos entretanto el Sermón de 1618 sobre la Asunción (Œvres, t. IX, p. 180). Nada hay, tampoco, hasta donde yo sé, sobre el paralelismo entre Jesús niño en los brazos de su Madre y Jesús muerto recibido por María en la espera, llena de fe, de su Resurrección. La cooperación de María en el Misterio Pascual del abandono del Hijo entre las manos del Padre está menos presente en el horizonte del obispo de Ginebra que en un san Juan Eudes.

Sea lo que sea, el abandono pascual a la voluntad del Padre integra y sobrepasa, a imagen de la Nueva Alianza con relación a la Antigua, el abandono de resignación del profeta Job: “Nuestro Salvador, después de la oración de resignación que hizo en el Huerto de los Olivos, y de su captura, se dejó prender y conducir de buen grado por aquellos que lo crucificarían, con un abandono admirable de su cuerpo y de su vida entre sus manos; también pone su alma y su voluntad, mediante una indiferencia perfectísima, entre las manos de su Padre eterno (...) concluyendo toda su vida y su Pasión con estas incomparables palabras : Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”[29] .

Más “paulino” que “Jobiano”, el amor de abandono, iluminado por la cruz de Jesús, está “en su excelencia cuando recibimos no solamente con mansedumbre y paciencia las aflicciones, sino cuando así las queremos, las amamos y las acariciamos a causa de la voluntad divina de la cual proceden”.[30]

Lejos de declarar (como parecen hacerlo muchos, incluidos ciertos pastores, en el contexto del Sida) que Dios no quiere el sufrimiento de los hombres, Francisco de Sales ve en el sufrimiento “los escalones para subir al cielo; los medios para aprovechar la gracia y los méritos para obtener la gloria”; contempla “estos justos castigos de nuestras faltas inundados y aromatizados con la suavidad y clemencia divina”[31]. Tal es el resultado de la Pasión de Jesús crucificado.

Del mismo modo que Dios quiso la Pasión de Jesús no por ella misma, sino por la salvación del mundo, así quiere la participación de cada persona humana en esta Pasión para su propia salvación: “Los Apóstoles están alegres de estar tristes, contentos de ser pobres, revigorizados por vivir entre los peligros de la muerte y gloriosos de ser envilecidos, porque tal era la voluntad de Dios”.[32]

De ahí surge la clara afirmación salesiana: la voluntad de Dios está desigualmente presente en el matrimonio y en la virginidad “en la modestia ejercida entre las consolaciones y en la paciencia practicada entre las tribulaciones; el indiferente prefiere esta porque tiene más de la voluntad de Dios”.[33]

He ahí un aspecto fundamental del pensamiento salesiano : la voluntad divina, a la cual el bautizado debe abandonarse para ser conforme a Cristo crucificado, se encuentra más en las desolaciones que en las consolaciones, en el padecer amante más que en el gozar.

El abandono que presenta a nuestros espíritus, como un valor supremo, el obispo de Génova, es pues concebido como abandono al Padre, con el Hijo, por el Hijo, y en el Hijo: no es un simple abandono de criatura a Creador, ni incluso solamente de hijo adoptivo a Padre adoptante, sino además y sobre todo de hijo crucificado a Padre crucificador. Es un abandono cristiano y pascual. Un abandono “sin dicha”[34] a la graciosa voluntad del Padre, en medio de un “diluvio de tristezas”, a imagen del “Salvador en el día de su Pasión” : “habiendo retirado toda su santa dicha en la cima de su espíritu (...) sus ojos lánguidos y cubiertos por las tinieblas de la muerte, no lanzaban más que miradas de dolor, así como el sol lanzaba rayos de horror y de espantosas tinieblas.”[35]

Este abandono al Padre en el Hijo está sin embargo a la vez penetrado y desbordado por el abandono del Hijo al Padre : el abandono de Jesús es el abandono del Predestinador predestinado[36] del cual las virtudes humanas participan en el supremo grado posible, en el absoluto de la caridad, de sus perfecciones divinas; mientras que - a imagen del joven Francisco de Sales durante su prueba de 1586 en el colegio de Clermont - el cristiano abandona el cuidado de su salvación a la voluntad salvífica de su Salvador con la cual desea cooperar fielmente, indiferente a lo que atañe a su adelantamiento en las virtudes, uniendo su voluntad a la de Dios en la permisión de sus pecados pasados, con un corazón perplejo que ama sin saber - con una absoluta certeza - que complace al bien amado.[37]

Bajo esta relación, el abandono cristiano, asimilándolo a Cristo crucificado, difiere sin embargo del de Jesús en la cruz : el Salvador abandonaba al Padre su salvación corporal y ni que decir de la salvación de su alma[38]; el cristiano abandona al Salvador y a su Padre la salvación de su alma y la de su cuerpo : “entrego mi espíritu, mi alma, mi cuerpo y todo lo que tengo entre tus manos benditas para que hagas de ellos lo que quieras.”[39]

Es precisamente la Pasión de Cristo, su ofrenda del abandono sensible en que se encontraba su alma humana lo que merece al cristiano la gracia del abandono total, y espiritual, y corporal, entre las manos del Padre; el abandono de Jesús crucificado es el fundamento que hace posible el nuestro: “Hace falta fundar nuestra confianza sobre la infinita bondad de Dios y sobre los méritos de la muerte y pasión de Nuestro Señor Jesucristo”. Apoyados sobre semejante fundamento, podemos practicar siempre, inclusive en las perores desolaciones, el abandono y esperar recibir de Dios, en el futuro, la gracia: “Jamás estamos reducidos a un extremo tal que no podamos esparcir siempre delante de la divina Majestad los perfumes de una santa sumisión a su santísima voluntad y de una continua promesa de no quererlo ofender en lo más mínimo”.[40]

Se capta aquí la originalidad radical, con relación a un abandono judío o musulmán, del abandono practicado por el discípulo de Jesús, bautizado con su Sangre, saciado con esta misma Sangre Preciosa : el cristiano cree que Cristo, a través de su muerte abandonada en el doble sentido de esta palabra[41] le ha merecido la gracia sobrenatural de abandonarse durante su vida y sobre todo en la hora de su muerte, en el amor, a la voluntad salvífica del Padre y es con el confiado deseo de la esperanza que espera de las manos y del Corazón de su Redentor la gracia suprema de la perseverancia final[42] en el acto y en el estado del abandono.

La principal originalidad de esta cristología de abandono consiste en el reconocimiento de una jerarquía de valores entre las siete palabras de Cristo en la cruz: el grito de derelicción, tomado del Salmo 22,2 no es la última palabra del Señor, como podría creerse leyendo el evangelio según Mateo, sino el grito lucano del abandono activo, recibido del Salmo 31 el que constituye esta última palabra.

“Se está siempre deseoso de saber cuál fue la última palabra, al morir, de alguien que se ama (...) Esta última palabra, es articulada por Jesús con toda su gran voz (...) Es verdaderamente digna de Él. Es la pura expresión del hombre que ha vivido absolutamente por Dios, el grito de ternura y de respeto del Hijo que no existe más que en el Padre. Jesús recibió de las manos de Dios su alma humana; la entrega religiosamente en las manos de Aquél que se la da (...) ella no muere, conserva su vida de espíritu en Aquél que permanece Padre y morada de los espíritus; porque no es Dios de muertos sino de vivos”[43]


Apéndice: La queja es compatible con el abandono

Para el obispo de Ginebra, “hay diferencia entre mencionar su mal y quejarse (...) En muchas ocasiones, se está obligado a mencionarlo, como se está obligado a remediarlo, pero esto debe hacerse tranquilamente, sin magnificarlo mediante palabras ni quejas”, dice inspirándose en Santa Teresa (Camino de la perfección, cap XI, carta 1716; Œuvres, XIX, 361). Porque quejarse “de ser miserable, tales palabras son deshonestas para una servidora de Dios y no son tanto las impaciencias más que las enojos”. Es decir, la falta de sumisión trae implícita la rebeldía (Carta 513; 1609; Œuvres, XIX, 122),

La queja es una ocasión de pecado, inclusive es ordinariamente un pecado: “Es cosa cierta que, para lo ordinario, quien se queja peca”. (Introducción a la vida devota, III.3). “No se quejen pues, mi querida Filotea, porque uno no se queja sino de lo que desagrada” (Ibid. III; 16) y el abandono quiere, precisamente, abrazar la graciosa voluntad de Dios (cf. Mt. 11,26).

En efecto, “la humildad, la paciencia, el amor a Aquél que nos da la cruz requieren que la recibamos sin quejarnos” (XIX, 361).

Evitar la queja en la prueba es imitar a Jesús crucificado. En su sermón 29 para el Viernes Santo 17 de abril de 1620, Francisco profundiza este tema: explicando la palabra “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46), el predicador dice: “Se recogía en sí mismo y consideraba el misterio de su abyección (...) Sin embargo, no hay que entender que el Padre lo haya abandonado de tal manera que hubiese retirado su protección paternal a un Hijo tan amable, porque eso no es posible, puesto que estaba junto y unido a la divinidad. Pero en cuanto al sentimiento de esta unión, estaba retirado en lo profundo de su espíritu, quedando el resto del alma absolutamente desamparada”.

Sin embargo, agrega el santo, “Jamás se escuchó salir queja alguna de la boca del Salvador: ‘Maltratado y afligido, no abrió la boca’” (Is. 53,7). Esta palabra del desamparo (Mt. 27,46), prosigue el obispo, “de ninguna manera fue pronunciada para quejarse, sino solamente para enseñarnos cómo en lo más recio de nuestros abandonos espirituales debemos dirigirnos a Dios y quejarnos sólo ante Él, único que debe ver nuestra aflicción, sufriendo de tal manera que los hombres apenas puedan percatarse de ello.

El Hijo y la Madre se miraban con compasión, no se quejaban. Jesús no se quejó nunca” (Œuvres IX, 279-282).

En el contexto global de los diversos pareceres del obispo de Ginebra sobre las quejas, se hace evidente que la expresión citada (“No debemos quejarnos más que a Dios solo”) significa en realidad el deber de no mencionar su mal más que a Dios o a sus representantes, siguiendo la distinción indicada al comienzo de nuestro apéndice. El uso de las palabras que hace nuestro Doctor no es pues siempre perfectamente coherente, pero la tendencia global es del todo clara. El rechazo salesiano de las quejas y de las lamentaciones, frente a los hombre e incluso frente a Dios, parece haber influido en San Pablo de la Cruz, en quien se muestra más radical, especialmente porque el fundador de los Pasionistas parece asociarlo más al tema dialéctico de la nada y del todo que es Dios.

Bertrand de Margerie S.J.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para la Enciclopedia Católica

Tomado de “L’Abandon a Dieu” . Téqui, editores.


NOTAS

1. Ver por ejemplo K. Kavanaugh, “Self abandonment”, spiritual, New Cath. Enclycl., Washington, 1967, t. 13, p. 60.

2. A partir de 1586, Francisco sufrió una terribre tentación de desesperanza, de la que triunfó por un acto heroico de abandono (Œvres, t. 22, pp. 19-20) y el voto de rezar el Rosario todos los días.

3. Œvres, t. 26, opúsculos (t.5): opúsculo XXIII, pp. 272-276.

4. Kavanaugh (op. Cit., n1): “dynamic mingling of faith, hope and love, that unites the soul to God and to his accion”

5. Alusión manifiesta a Jn. 1,18 y 13,23-25.

6. Mt 27, 46 y Lc 23, 46: cada uno de los dos evangelistas nos habla de un grande grito (phonè mègalè)

7. Sobre los sentidos variados del grito de abandono en los diferentes evangelistas, ver L. Caza. Mon Dieu, mon Dieu, pourquoi m’ as-tu abandoné, Montrél-Paris

8. Entendemos de esta manera el pensamiento del autor: “Que nuestro corazón muera para que la muerte amante de Cristo, nuestro amor, nos haga revivir en la vida eterna”

9. St. François de Sales, Lettres intimes, presentadas por A. Ravier, Lettre 54, Paris, 1991. P. 193.

10. P. Serouet, DSAM, art. Fr. De Sales, t.5 (1964) col. 1659.

11. Traité de l’ Amour de Dieu (sigla : TAD), 1. IX, ch. 2, p. 113 (éd. D’ Annecy, 1894).

12. Ibid., cap. 3, p. 118.

13. Ibid., cap. 4, pp. 119-120.

14. Ibid., cap. 13, p. 136.

15. Ibid., cap 13. P. 151.

16. Ibid., cap. 15, p. 159.

17. Cf. Jn 15, 11; 16, 33 ; 17, 11.

18. TAD, IX, cap. 13, p. 149.

19. Ibid., cap. 14. P. 153.

20. Título de un volumen de A. J. Festugière (Paris, 1949) describiendo la teodicea de los estoicos.

21. St Fr. De Sales, Entretiens XV, Œuvres, t. VI, p.268.

22. Vaticano II, Constitución Dei Verbum sobre la Revelación, § 13, citando a san Juan Crisóstomo, hom. 17, 1 sobre el Génesis, MG 53, 134.

23. Ver el diccionario Robert, en la palabra condescendencia.

24. Sin embargo S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II.II.161.6.1, admite que un cristiano puede considerarse superior (en ciertos puntos) a otros a causa de los dones recibidos de Dios.

25. S. Francisco de Sales, Introduction à la vie dévote, II, p. 19; ver B. De Margerie, Du confessional en littérature, Paris, 1989, pp. 203 ss.

26. Ver especialmente Juan Pablo II, Réconciliation y pénitence, 1984, § 32.

27. St. Fr. De Sales, Introduction à la vie dévote, I.4; Margerie, Du confessional en litterature (citado n. 25), pp. 186-189.

28. Lo que resulta de la filosofía cristiana que Francisco de Sales opone al estoicismo: TAD IX, ch. 2, p. 114; y primera redacción, ibid., p. 467.

29. TAD, IX, cap.15, p. 159.

30. Ibid, ch. 3, p. 117.

31. Ibid.

32. Ibid., cap. pg. 123´; cf 2Cor. 6,4-10.

33. TAD, IX, cap. 4, p. 121.

34. Ibid., cap. 11, p. 145.

35. Ibid.

36. Cf. S. Agustin, De prædestinatione Sanctorum, XV.30 ; S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III.24.3 sed contra ; Margerie, Le Christ pour le monde, 1974, p. 374.

37. Alusiones a los títulos de los cap. 7 a 11 del libro IX del TAD

38. Cf. Hb 5, 7-8 : Salvado de la muerte, vuelto perfecto, el Hijo devino para todos aquellos que lo obedecen principio de salvación eterna”. Se notará el contraste entre salvación temporal frente a la muerte y salvación eterna (frente al infierno) lo mismo que su síntesis en Cristo: salvándose de la muerte temporal por la Resurrección, Cristo devino salvador para la vida eterna.

39. St. François de Sales, Entretiens spirituels, II, p. 27.

40. Ibid., pp. 30 y 27.

41. Abandono pasivo y activo: cf. M.J. Lagrange, L’Evangile de Jésus-Christ, Paris, 1954, p. 631: “el abandonado se abandona”

42. Concilio de Trento (DS 1566); Margerie; Le Christ pour le monde, Paris, 1971, pp. 125-126.

43. R. Bernard, O.P., Le Mystère de Jésus, Paris, 1957, t. II, p. 510.