Belarmino, San Roberto: Sobre las siete palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz, Capítulo Capítulo II, El primer fruto que ha de ser cosechado de la consideración de la primera Palabra dicha por Cristo sobre la Cruz
De Enciclopedia Católica
Habiendo dado el significado literal de la primera palabra dicha por Nuestro Señor en la Cruz, nuestra próxima tarea será esforzarnos por recoger algunos de sus frutos más preferibles y ventajosos. Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los Efesios: «Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento» 37 . Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto. Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de dientes, o un dolor de cabeza, o un dolor en los ojos, o en cualquier otro miembro de nuestro cuerpo, nuestra mente está tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional. Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara y continua agonía. Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras tantas cruces. Sin embargo, oh caridad, verdaderamente sobrepasando nuestro entendimiento, Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo, sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: «Padre, perdónalos». ¿Qué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos, sus traidores y parricidas? Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento. Observo tu corazón en medio de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian la paz.
Esto es lo que es cantado en el Cántico del amor sobre la virtud de la perfecta caridad: «Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo» 38 . Las grandes aguas son los muchos sufrimientos que nuestras miserias espirituales, como tormentas del infierno, cargan sobre Cristo a través de los Judíos y los Gentiles, quienes representaban las pasiones oscuras de nuestro corazón. Aún así, esta inundación de aguas, es decir de dolores, no puede extinguir el fuego de la caridad que ardió en el pecho de Cristo. Por eso, la caridad de Cristo fue más grande que este desborde de grandes aguas, y resplandeció brillantemente en su oración: «Padre, perdónalos». Y no sólo fueron estas grandes aguas incapaces de extinguir la caridad de Cristo, sino que ni siquiera luego de años pudieron las tormentas de la persecución sobrepasar la caridad de los miembros de Cristo. Así, la caridad de Cristo, que poseyó el corazón de San Esteban, no podía ser aplastada por las piedras con las cuales fue martirizado. Estaba viva entonces, y él oró: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» 39 . En fin, la perfecta e invencible caridad de Cristo que ha sido propagada en los corazones de mártires y confesores, ha combatido tan tercamente los ataques de perseguidores, visibles e invisibles, que puede decirse con verdad incluso hasta el fin del mundo, que un mar de sufrimiento no podrá extinguir la llama de la caridad.
Pero de la consideración de la Humanidad de Cristo ascendamos a la consideración de Su Divinidad. Grande fue la caridad de Cristo como hombre hacia sus verdugos, pero mayor fue la caridad de Cristo como Dios, y del Padre, y del Espíritu Santo, en el día último, hacia toda la humanidad, que había sido culpable de actos de enemistad hacia su Creador, y, de haber sido capaces, lo hubiesen expulsado del cielo, clavado a una cruz, y asesinado. ¿Quién puede concebir la caridad que Dios tiene hacia tan ingratas y malvadas criaturas? Dios no guardó a los ángeles cuando pecaron, ni les dio tiempo para arrepentirse, sin embargo con frecuencia soporta pacientemente al hombre pecador, a blasfemos, y a aquellos que se enrolan bajo el estandarte del demonio, Su enemigo, y no sólo los soporta, sino que también los alimenta y cría, incluso hasta los alienta y sostiene, pues «en Él vivimos, nos movemos y existimos» 40 , como dice el Apóstol. Ni tampoco preserva solo al justo y bueno, sino igualmente al hombre ingrato y malvado, como Nuestro Señor nos dice en el Evangelio de San Lucas. Ni tampoco nuestro Buen Señor meramente alimenta y cría, alienta y sostiene a sus enemigos, sino que frecuentemente acumula sus favores sobre ellos, dándoles talentos, haciéndolos honorables, y los eleva a tronos temporales, mientras que Él aguarda pacientemente su regreso de la senda de la iniquidad y perdición.
Y para sobrepasar varias de las características de la caridad que Dios siente hacia los hombres malvados, los enemigos de su Divina Majestad, cada uno de los cuales requeriría un volumen si tratáramos singularmente con cada uno, nos limitaremos ahora a aquella singular bondad de Cristo de la que estamos tratando. ¿«Pues amó Dios tanto al mundo que dio su único hijo»? 41 . El mundo es el enemigo de Dios, pues «el mundo entero yace en poder del maligno» 42 , como nos dice San Juan. Y «si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él» 43 , como vuelve a decir en otro lugar. Santiago escribe: «Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» y «la amistad con el mundo es enemistad con Dios» 44 . Dios, por tanto, al amar este mundo, muestra su amor a su enemigo con la intención de hacerlo amigo suyo. Para este propósito ha enviado a su Hijo, «Príncipe de la Paz» 45 , para que por medio suyo el mundo pueda ser reconciliado con Dios. Por eso al nacer Cristo los ángeles cantaron: Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz» 46 . Así ha amado Dios al mundo, su enemigo, y ha tomado el primer paso hacia la paz, dando a su Hijo, quien puede traer la reconciliación sufriendo la pena debida a su enemigo. El mundo no recibió a Cristo, incrementó su culpa, se rebeló frente al único Mediador, y Dios inspiró a este Mediador devolver bien por mal orando por sus perseguidores. Oró y «fue escuchado por su reverencia» 47 . Dios esperó pacientemente qué progreso harían los Apóstoles por su prédica en la conversión del mundo. Aquellos que hicieron penitencia recibieron el perdón. Aquellos que no se arrepintieron luego de tan paciente tolerancia fueron exterminados por el juicio final de Dios. Por tanto, de esta primera palabra de Cristo aprendemos en verdad que la caridad de Dios Padre, que «tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna» 48 , sobrepasa todo conocimiento.
Selección: José Gálvez Krüger
Fuente: Biblioteca Electrónica Cristiana
37
Ef 3,19. 38
Cant 8,7. 39
Hch 7,59. 40
Hch 17,28. 41
Jn 3,16. 42
1Jn 5,19. 43
1Jn 2,I[5]. 44
Stgo 4,4. 45
Is 2,6. 46
Lc 2,14. 47
Hb 5,7. 48
Jn 3,16.