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Martes, 26 de noviembre de 2024

San Juan Crisóstomo: Libro del Sacerdocio III

De Enciclopedia Católica

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I Para probar que no hemos rehusado este honor con ánimo de injuriar a los que nos han honrado, ni pretendiendo por esto hacerles algún ultraje, pudiéramos alegar lo que dejamos dicho. Pero que tampoco lo hemos rehusado, arrebatados de alguna especie de soberbia, procuraré ahora, en cuanto me sea posible, hacerlo también patente; porque si se dejara a mi elección el aceptar un gobierno militar, o un reino, y yo abrazara este sentimiento, con razón podría alguno sospechar esto de mí; o en tal caso, ninguno me culparía de soberbia, sino que todos me tendrían por un loco.

Pero proponiéndoseme el sacerdocio, que es tanto más excelente que un reino, cuanta es la distancia que hay entre el espíritu, y la carne; ¿tendrá alguno el atrevimiento de acusarme de soberbia? ¿No es, pues, una cosa absurda, tratar, y acusar como a locos a los que desprecian cosas de poca monta, y a los que hacen esto con otras de mucho mayor consideración, absolviéndolos de locura, acusarlos de soberbia? Esto es lo mismo que tratar, no como a soberbio, sino como a hombre privado de sentido, a aquél que rehusara gobernar una torada, y que no quisiera ser vaquero; y que del que se negase a recibir el imperio de todo el mundo, y el mando de todos los ejércitos de la tierra, se asegurase, no que estaba loco, sino poseído de soberbia.

Pero no, no es esto así: los que hablan de este modo, se desacreditan más a sí mismos, que a nosotros; porque el pensar solamente que la naturaleza humana pueda despreciar tan gran dignidad, es un indicio suficiente de la opinión que tienen de ella, los que profirieron esto: porque si no la tuvieran por una cosa de poca consideración, y monta, de ningún modo les hubiera venido al pensamiento una sospecha semejante. ¿Cuál es, pues, la causa, de que ninguno jamás ha tenido el atrevimiento de formar semejante pensamiento sobre la naturaleza de los ángeles, y de decir, que hay un alma humana, que por soberbia no se dignaría de aspirar a la dignidad de aquella naturaleza? Son grandes las cosas que nos figuramos de aquellas potestades; y esto no nos permite creer, que pudiese el hombre pensar cosa mayor que aquel honor: por tanto, con más razón pudiera alguno acusar de soberbia a nuestros mismos acusadores; porque no podrían sospechar de los otros una cosa como ésta, si ellos primero no la despreciasen como de ningún valor.

II. Si después dicen que hemos hecho esto, atendiendo a la gloria, se manifestarán repugnantes, y que se contradicen a sí mismos. A la verdad, yo no sé qué otras razones más eficaces que estas podrían alegar, si quisieran defendernos de ser acusados de vanagloria.

Si hubiera entrado en mi ánimo semejante deseo, debía yo antes haberlo aceptado, que rehusado; ¿y por qué? porque de esto me hubiera resultado mucha gloria. Porque hallándome en tal edad, y que hace poco aparté de mí los pensamientos del siglo, si de repente hubiera comparecido para con todos tan admirable, que pudiese ser preferido a los que han consumido toda su vida en tan grandes fatigas, y hubiese tenido más votos que ellos, ¿no hubiera sido ésta una cosa, que a todos los hubiera movido a pensar, que en mí se hallaban prerrogativas tan grandes y admirables, y que me hubiera granjeado el respeto, y veneración de todos? Pero ahora, a excepción de algunos pocos, la mayor parte de la Iglesia no me conoce, ni aun por el nombre; de modo, que no todos saben, sino algunos pocos, que yo lo haya rehusado; y de estos, no creo que todos sepan la verdad del hecho. Y aun es verosímil, que muchos se persuadirán, que, o no hemos sido elegidos, o que después de la elección, se nos ha removido por habernos juzgado incapaces, y no que voluntariamente nos hemos retirado.

III. Basilio: Bien está esto: pero aquéllos que están informados de la verdad, no podrán menos de admirarse.

Juan: Pero estos, tú decías, que nos acusaban de vanagloria, y de soberbia. ¿De dónde, pues, podemos prometernos alabanzas? ¿del vulgo? éste no sabe bien la verdad del hecho. ¿De algunos pocos? pero aun en este caso nos ha salido todo al contrario. Ni tú por otro motivo has entrado en este discurso, sino por saber qué podríamos responder a éstos. ¿Mas por qué trato estas cosas con tanta sutileza? Aunque todos supiesen la verdad, quiero que esperes un poco, y que conozcas claramente, que ni aun así debíamos ser condenados de soberbia, o de vanagloria.

Fuera de esto, verás también claramente, que no es pequeño el peligro que amenaza, no sólo a los que tengan semejante atrevimiento, si es que se encuentra alguno, que no me lo puedo persuadir, sino también a los que tienen esta sospecha de los otros.

IV. Porque el sacerdocio se ejercita en la tierra, pero tiene la clase de las cosas celestiales, y con razón; porque no ha sido algún hombre, ni ángel, ni arcángel, ni alguna otra potestad creada, sino el mismo Paráclito el que ha instituido este ministerio, y el que nos ha persuadido, a que permaneciendo aun en la carne, concibiésemos en el ánimo el ministerio de los ángeles.

De aquí resulta, que el sacerdote debe ser tan puro, como si estuviera en los mismos cielos entre aquellas potestades. Terribles a la verdad, y llenas de horror eran las cosas que precedieron el tiempo de la gracia, como las campanillas, 34 las granadas, las piedras preciosas en el pecho, y en el humeral, la mitra, la cidaris, o tiara, el vestido talar, la lámina de oro, el sancta sanctorum, y la gran soledad 35 que se observaba en lo interior de él. Pero si alguno atentamente considerase las cosas del Nuevo Testamento, hallará, que en su comparación son pequeñas aquéllas tan terribles y llenas de horror, y que se verifica aquí lo que se dijo de la ley: 36 «Que no ha sido glorificado el que lo ha sido en esta parte por la gloria excelente».

Porque cuando tú ves al Señor sacrificado y humilde, y el sacerdote que está orando sobre la víctima, y a todos teñidos de aquella preciosa sangre; ¿por ventura crees hallarte aún en la tierra entre los hombres, y no penetras inmediatamente sobre los cielos, y apartado de tu alma todo pensamiento carnal, con un alma desnuda, y con un pensamiento puro no registrar las cosas que hay en el cielo?

¡Oh maravilla! ¡oh benignidad de Dios para con los hombres! ¿Aquél que está sentado en el cielo juntamente con el Padre, en aquella hora es manoseado de todos, y se da a sí mismo a todos los que quieren, para que lo estrechen, y abracen? y esto lo hacen todos con los ojos de la fe:

¿Te parecen, por ventura, dignas de desprecio estas cosas, o ser tales, que alguno pueda levantarse contra ellas? ¿Quieres también por otra maravilla conocer la excelencia de este sacrificio? Ponme delante de los ojos a un Elías, 37 y una innumerable muchedumbre que le cerca, la víctima puesta sobre las piedras, y a todos los otros en una gran quietud y silencio, y sólo al profete en oración: después, en un punto, el fuego que se desprende de los cielos sobre la víctima: maravillosas son estas cosas, y llenas de pasmo.

Pasa después de allí a las que se hacen al presente, y las encontrarás, no sólo maravillosas, sino que exceden todo asombro. Se presenta, pues, el sacerdote, no haciendo bajar fuego del cielo, sino al Espíritu Santo; y permanece en oración, no para que consuma las cosas propuestas una llama encendida en lo alto, sino para que descendiendo la gracia sobre la víctima, por medio de ella se enciendan los ánimos de todos, y queden más brillantes que la plata purificada en el fuego. ¿Quién, pues, podrá despreciar este tremendo misterio, si no es que sea enteramente furioso, o que estuviere fuera de sí? ¿Ignoras, acaso, que el alma humana no pudiera sufrir aquel fuego del sacrificio, sino que todos serían enteramente destruidos sin un fuerte auxilio de la divina gracia?

V. Porque si alguno considerase atentamente lo que en sí es, el que un hombre envuelto aún en la carne y en la sangre, pueda acercarse a aquella feliz e inmortal naturaleza; se vería bien entonces, cuán grande es el honor que ha hecho a los sacerdotes la gracia del Espíritu Santo. Por medio, pues, de éstos se ejercen estas cosas y otras también nada inferiores, y que tocan a nuestra dignidad y a nuestra salud. Los que habitan en la tierra, y hacen en ella su mansión, tienen el encargo de administrar las cosas celestiales y han recibido una potestad que no concedió Dios a los ángeles ni a los arcángeles; porque no fue a estos a quienes se dijo: 38 «Lo que atáreis sobre la tierra, quedará también atado en el cielo, y lo que desatáreis, quedará desatado». Los que dominan en la tierra tienen también la potestad de atar, pero solamente los cuerpos; mas la atadura de que hablamos, toca a la misma alma y penetra los cielos; y las cosas que hicieren acá en la tierra los sacerdotes, las ratifica Dios allá en el cielo, y el Señor confirma la sentencia de sus siervos.

¿Y qué otra cosa les ha dado, sino toda la potestad celestial? 39 «De quien perdonáreis, dice, los pecados, le son perdonados, y de quien los retuviereis, les son retenidos». ¿Qué potestad puede darse mayor que ésta? 40 «El Padre ha dado al Hijo todo el juicio». Pero veo que toda esta potestad la ha puesto el Hijo en manos de éstos. Como si hubieran sido ya trasladados a los cielos, y levantándose sobre la humana naturaleza, y libres de nuestras pasiones, así han sido ensalzados a tan gran poder.

Fuera de esto, si un rey hiciese tal honra a uno de sus súbditos, que a su voluntad encarcelase, o por el contrario librase de las prisiones a todos los que quisiese, ¿no sería éste mirado como feliz, y con respeto por todos? ¿Y el que ha recibido de Dios tanto mayor potestad, cuanto es más precioso el cielo que la tierra, y las almas que los cuerpos, podrá parecer a algunos que ha recibido una honra de tan poca consideración, que pueda, ni aun pasarles por el pensamiento, que a quien se confiaron estas cosas, pueda despreciar el beneficio? ¡Oh, vaya fuera semejante locura!

Lo sería, sin duda, manifiesta el despreciar una dignidad tan grande, sin la cual no podemos conseguir, ni la salud, ni los bienes que nos están propuestos. 41 Porque ninguno puede entrar en el reino de los cielos, si no fuere reengendrado por el agua, y por el espíritu. 42 Y aquél que no come la carne del Señor, y no bebe su sangre, es excluido de la vida eterna. Ni todas estas cosas se hacen por medio de algún otro, sólo por aquellas santas manos; quiero decir, por las del sacerdote, ¿Cómo, pues, podrá alguno, sin estos, escapar del fuego del infierno, o llegar al logro de las coronas que están reservadas?

Estos pues son a quienes están confiados los partos espirituales y encomendados los hijos que nacen por el bautismo. Por estos nos vestimos de Cristo y nos unimos con el Hijo de Dios haciéndonos miembros de aquella bienaventurada cabeza; de modo que para nosotros justamente han de ser mas respetables, no sólo que los potentados y que los reyes, sino aun que los mismos padres; porque estos nos han engendrado de la sangre y de la voluntad de la carne, pero aquéllos no son autores del nacimiento de Dios y de aquella dichosa regeneración de la verdadera libertad y de la adopción de hijos según la gracia.

VI. Los sacerdotes 43 de los judíos tenían potestad de curar la lepra del cuerpo, mejor diré, no de librar, sino de aprobar solamente a los que estaban libres de ella. Y tú no ignoras con qué empeño era apetecido entonces el estado sacerdotal. En cambio nuestros sacerdotes han recibido la potestad de curar, no la lepra del cuerpo, sino la inmundicia del alma; no de aprobar la que está limpia, sino de limpiarla enteramente.

De modo que los que a estos desprecian, son mucho más execrables y merecen mayor castigo que Dathan y quienes le siguieron. 44 Aunque aquéllos pretendían una dignidad que no les correspondía, tenían de ella al mismo tiempo una opinión maravillosa, lo que manifestaron con el mismo hecho de desearla tan ardientemente. Éstos en cambio, en el tiempo en que el sacerdocio se halla en un grado de tanto honor y ha tomado tan gran incremento, han manifestado un atrevimiento mucho mayor que aquéllos, aunque de diverso modo. Porque no es lo mismo, por lo que toca a razón de desprecio, el desear un honor que no te conviene, o el despreciarlo; sino que esto es tanto peor que aquéllo cuanta es la diferencia que hay entre el despreciar una cosa y admirarla. ¿Cuál es, pues, aquella alma desgraciada, que desprecie bienes tan grandes? yo no diré que hay alguna, sino es que fuere agitada de un furor diabólico.

Pero nuevamente vuelvo al lugar de donde salí. No solamente por lo que toca a castigar sino también para beneficiar, dio Dios mayor potestad a los sacerdotes que a los padres naturales. Y hay entre unos y otros tan gran diferencia como la que hay entre la vida presente y la venidera; porque aquéllos nos engendran para ésta, y éstos para aquélla. Aquéllos no pueden librar a sus hijos de la muerte corporal, ni defenderlos de una enfermedad que los asalte; pero estos han sanado muchas veces nuestra alma enferma y vecina a perderse, haciendo a unos la pena más llevadera y preservando a otros desde el principio para que no cayesen; y no solamente enseñándoles y amonestándoles, sino también socorriéndolos con oraciones. Y esto, no sólo cuando nos vuelven a engendrar, sino porque después de esta generación, conservan la potestad de perdonarnos los pecados. 45 ¿Enferma alguno entre vosotros? llame a los ancianos de la Iglesia, y estos rueguen sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si hubiere hecho pecados, le serán perdonados. Fuera de esto, los padres naturales, si sus hijos ofenden a algún gran príncipe, o potentado, en nada los pueden favorecer; porque los sacerdotes los han reconciliado, no con los príncipes, o con los reyes, sino con el mismo Dios enojado. ¿Y habrá alguno, después de todas estas cosas, que se atreva a acusarnos de soberbia?

Yo creo que, por lo que dejo dicho, quedarán las almas de los que me escuchen tan ocupadas de religioso temor, que no condenarán de soberbia o atrevimiento a aquéllos que huyen, sino quienes por sí mismos se apresuran a procurar este honor. Porque si aquéllos a quienes se encomendó el gobierno de las ciudades las arruinaron cuando no se han portado con la mayor prudencia y cautela, y se perdieron a sí mismos, ¿cuánta virtud, tanto propia como sobrenatural, te parece que necesita para no errar aquél a quien tocó por suerte el adornar la Esposa de Cristo?

VII. Ninguno amó más a Cristo que San Pablo, ninguno dio muestras de mayor cuidado que él, ninguno fue hecho digno de mayor gracia. Con todo, después de tantas prerrogativas, teme aún y tiembla por esta potestad y por aquéllos que le están encomendados. 46 «Temo, dice, no sea que como la serpiente engañó a Eva con su astucia, así se aparten vuestros pensamientos de aquella simplicidad que teníais para con Cristo». Y en otro lugar: 47 «He estado con grande temor, y temblor por lo que toca a vosotros». Un hombre arrebatado al tercer Cielo, y hecho participante de los Arcanos de Dios, y que sufrió tantas muertes como días vivió después de su conversión; un hombre que no quiso usar de la potestad que había recibido de Cristo, para que no se escandalizase alguno de los fieles.: Si él, que aun se excedía en la custodia de los divinos mandamientos, y que de ningún modo buscaba lo que era suyo sino el bien de sus súbditos estaba siempre con tanto temor cuando volvía la consideración a la grandeza de este ministerio, ¿qué será de nosotros, que frecuentemente sólo buscamos nuestros intereses, que no sólo no sobrepasamos los divinos mandamientos sino que por la mayor parte no los cumplimos? 48 ¿Quién, dice él, enferma, y yo no enfermo? ¿quién se escandaliza, y yo no me siento abrasar? Tal ha de ser necesariamente el sacerdote, y no solamente así; porque estas cosas son de poca, o de ninguna consideración, respecto de las que diré.

¿Y cuáles son estas? 49 Yo deseaba, dice, ser anatema de Cristo por mis hermanos unidos a mí según la carne. Si alguno puede proferir semejante palabra, si alguno tiene un alma que toque en este deseo, merece justamente ser reprendido, si es que huye. Pero si alguno se halla tan necesitado de esta virtud como yo me hallo, justo es que sea abominado, no cuando huye sino cuando acepta. Porque si se propusiese la elección para una dignidad militar, y los que hubieran de conceder este honor, poniendo en medio un herrero, o un zapatero, u otro artesano de esta clase, le confiasen el mando del ejército, yo no alabaría a este infeliz, si no huyera e hiciera cuanto estuviera de su parte, para no caer en una ruina inevitable; porque si basta simplemente el ser llamado pastor, y desempeñar de cualquier modo que sea este ministerio, ni en este se encuentra peligro alguno, puede enhorabuena acusarnos de vanagloria todo aquél que quisiere.

Pero si el que toma sobre sí este cuidado necesita tener una gran prudencia, y aun más que ésta, una gracia muy grande de Dios, rectitud de costumbres, pureza de vida, y mayor virtud que la que puede hallarse en un hombre, ¿me negarás el perdón, porque no he querido sin consejo, y temerariamente, perderme? Porque si uno, conduciendo una nave mercantil, bien pertrechada de remeros y colmada de inmensas riquezas, y haciéndome sentar junto al timón, me mandase doblar el Mar Egeo o Tirreno; yo, al oír la primera palabra, rehusaría semejante comisión; y si alguno me preguntase, por qué; le respondería, que por no echar a pique el navío.

VIII. Pues si donde la pérdida se extiende tan solamente a las riquezas, y el peligro a la muerte corporal, ninguno puede acusar a los que usen de la mayor cautela, cuando a los que naufragan, les espera no caer en este mar sino en un abismo de fuego, y les aguarda una muerte, no la que separa el alma del cuerpo, sino la que envía la una juntamente con el otro a una pena eterna. Te enojarías conmigo, y me aborrecerías, porque precipitadamente no me había arrojado a tan grande ruina; no así, te ruego, y suplico. Conozco bien este ánimo débil, y enfermo; conozco la grandeza de aquel ministerio, y la dificultad grande que encierra en sí este negocio. Son, pues, en mucho mayor número las olas que combaten con tempestades el ánimo del sacerdote que los vientos que inquietan el mar.

IX. Y sobre todos los males, aquel terribilísimo escollo de la vanagloria, más peligroso que los prodigios que fingen los poetas. Muchos, en la realidad, pudieron, navegando, pasar éste sin recibir daño alguno; pero a mí me parece tan peligroso, que aun ahora, cuando ninguna necesidad me arrebata a semejante abismo, apenas puedo verme libre de este mal.

Si alguno pusiese en mis manos semejante carga, sería lo mismo que si me atase las manos atrás, y me diese por presa a las bestias que habitan en aquel escollo, para que cada día me despedazasen.

¿Y cuáles son estas bestias? La ira, la tristeza, la envidia, la altercación, las calumnias, las acusaciones, la mentira, la simulación, las asechanzas, las imprecaciones contra los que no han hecho mal alguno, la alegría en los trabajos de los ministros, la tristeza por su buen porte en el cumplimiento de su obligación, el amor de las alabanzas, el deseo de honra (que es lo que sobre todas cosas precipita el ánimo humano) las doctrinas acomodadas al gusto de los oyentes, las viles adulaciones, las lisonjas bajas, el desprecio de los pobres, los obsequios a los ricos, los honores inconsiderados y las gracias dañosas, que igualmente son peligrosas a los que las hacen y a los que las reciben; el temor servil, y que solamente conviene a los esclavos más viles; el no tener libertad para hablar; una humildad toda aparente, pero ninguna en la realidad; el no aplicar las reprensiones y el castigo, o tal vez emplearlas sin medida contra personas humildes, no habiendo quien se atreva, ni aun a abrir la boca contra aquéllos que tienen el gobierno.

Estas son las bestias, y otras aun mayores, que mantiene en su seno aquel escollo; de las cuales, los que una vez llegaron a ser sorprendidos, caen por necesidad en una esclavitud tan grande, que no pocas veces hacen a gusto de las mujeres muchas cosas, que tengo por conveniente no explicar. 50 La ley divina las ha excluido de este ministerio; pero ellas procuran con el mayor tesón introducirse en él; y ya que por sí mismas nada pueden, lo hacen todo por medio de otros, y es tan grande el poder que se han arrogado, que a su voluntad aprueban, o excluyen los sacerdotes. No se ve bien cumplido aquí lo que se dice proverbialmente el mundo al revés: 51 los súbditos guían a los superiores; y ojalá fueran hombres y no aquéllas a quienes no se ha permitido el enseñar, ¿y qué digo el enseñar? 52 ni aun hablar en la Iglesia les permitió San Pablo. Yo he oído contar a alguno, que se han tomado tanta libertad, que reprendían a los prelados de las Iglesias y los gritaban más ásperamente que los señores a sus propios esclavos. Ni crea alguno, que yo pretendo comprender a todos en los cargos que acabo de decir; porque hay muchos, sí, muchos hay que se libraron de estas redes, y son en mucho mayor número, que los que han quedado aprisionados en ellas.

X. Ni tampoco podría acusar al sacerdocio de estos males: no sería yo tan desatinado. Porque todos aquéllos que tienen juicio, no culpan del homicidio al puñal, ni al vino de la embriaguez, ni a la fuerza de la injuria, ni a la fortaleza de un atrevimiento inconsiderado, sino a los que abusan de los dones que recibieron de Dios: a éstos son a quienes castigan; porque el sacerdocio justamente nos acusará, que no le tratamos con rectitud. No es este causa de los males que dejamos dichos, sino nosotros, que en cuanto está de nuestra parte, lo afeamos con tantas manchas, confiándolo a cualquier persona.

Estos, pues, sin entrar primero en el conocimiento de sus propias almas, y sin atender a la gravedad del negocio, reciben alegremente lo que se les da; pero cuando llegan a la práctica, deslumbrados de su poca experiencia, envuelven en mil males a los pueblos que les han sido confiados. Esto, pues, esto es lo que ha faltado poco para sucederme a mí, si Dios prontamente no me hubiera preservado de tales peligros, mirando por su Iglesia, y por mi alma. ¿De dónde, dime, juzgas que nacen tan grandes inquietudes en las Iglesias? yo creo que no proceden de otra parte, sino de hacerse sin consejo, y sin reparo las elecciones de los prelados; porque es necesario que sea muy robusta la cabeza, para que pueda regir, y poner en orden los malos vapores que suben de la parte inferior de lo restante del cuerpo; pero sí por sí misma es débil, y enferma, y que no puede desechar aquellos insultos de que se engendran las enfermedades, se debilita de día en día más y más, y juntamente consigo pierde lo restante del cuerpo: para que no sucediese esto al presente, me ha conservado Dios en el orden de los pies, que por suerte me tocó desde el principio. Otras muchas cosas hay, ¡oh Basilio! otras muchas cosas hay además de las dichas, que deben hallarse en el sacerdote, y que nosotros no tenemos; y la primera de todas es, que ha de tener el alma enteramente pura del deseo de este grado; porque si se inclina con un afecto desordenado a semejante dignidad, después de haberla conseguido, enciende una llama mucho más vehemente; y dejándose llevar por la fuerza, a trueque de hacérsela estable, se ve obligado a incurrir en infinitos males, ya siguiendo la adulación, ya sufriendo cosas indignas y serviles, ya derramando y consumiendo mucho dinero. Y porque no parezca tal vez a algunos que cuento cosas increíbles, paso ahora en silencio, que muchos peleando por esta dignidad, han cubierto de cadáveres las Iglesias y han dejado desiertas las ciudades.

Debía, pues, según yo pienso, mirarse con tanta religión este ministerio que debía rehusarse al principio como carga; y después de hallarse en ella, no esperar los juicios de los otros, si acaeciese incurrir en algún delito que mereciese la deposición, sino previniéndolo, eximirse por sí mismo de esta dignidad; porque así es probable, que se inclinaría Dios a misericordia. Pero el retener con obstinación esta dignidad contra lo conveniente, es privarse de todo perdón, es irritar más la ira de Dios, añadiendo al primer pecado otro mayor; pero no, no habrá alguno tan obstinado. Porque mala cosa es sin duda, mala, el apetecer esta dignidad. Ni yo me opongo, diciendo esto, a lo que escribe San Pablo; antes entiendo, que voy enteramente conforme con sus palabras. ¿Qué es, pues, lo que dice? 53 (a) «Si alguno desea el obispado, desea una buena obra». No digo que es malo el desear la obra, sino el apetecer la autoridad, la dominación.

XI. Este es aquel deseo, que juzgo yo se debe desterrar del ánimo con el mayor cuidado, procurando no dar lugar desde el principio, a que quede ocupado de este deseo, para poder obrar con libertad en todas las cosas. Aquél que no se deja arrastrar de alguna ambición de manifestarse brillante con esta potestad, tampoco teme el dejarla; y no temiendo, puede obrar en todo con aquella libertad que conviene a los cristianos. Pero los que están recelosos, y temen el ser removidos, sufren una esclavitud amarga, y llena de muchos males, y se ven obligados frecuentemente a ofender a Dios, y a los hombres. Conviene, pues, que no tengamos un ánimo dispuesto de esta suerte; sino que así como en las guerras vemos combatir con denuedo, y morir con fortaleza a los soldados valerosos, del mismo modo los que entran en este ministerio, deben estar dispuestos a ejercer los empleos del sacerdocio y a dejar la dignidad como corresponde a hombres cristianos, y que saben que semejante dejación no trae consigo menor corona que el mismo ministerio; porque cuando uno sufre y padece un caso semejante, por no incurrir en una cosa indecente e indigna de aquella dignidad, atrae mayor castigo a los que injustamente le han depuesto, y para sí consigue un premio más colmado. Dice la Escritura: 54 «Vosotros sois bienaventurados, cuando os ultrajaren, persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros, mintiendo por ocasión mía, alegraos, y regocijaos, porque vuestro premio es grande en los cielos». Y esto cuando sea depuesto por los de su mismo orden, o por envidia, o por congraciarse con otros, o por odio, o por otro motivo poco justo; pero cuando sucede sufrir esto de los contrarios, creo que no se necesitan palabras para demostrar la utilidad que les ocasionan con su malicia. Lo que conviene, pues, observar por todas partes con la mayor atención es que no quede escondida alguna centella de este deseo. No será toco de estimar que los que desde el principio tienen pura el alma de esta pasión, puedan librarse de ella cuando lleguen a este grado. Pero si alguno, aun antes de conseguirle, alimenta dentro de sí esta cruel y terrible fiera, no te podré explicar en qué incendio tan grande se arroja después de haberlo conseguido. Nosotros, pues, (ni creas que por modestia quiero en modo alguno disimularte la verdad) tenemos el alma muy poseída de este deseo; y este es el motivo, que no nos ha espantado menos que todos los otros, y que nos ha dado ocasión para esta fuga. Porque así como los que aman los cuerpos mientras pueden estar cerca de las personas amadas, sufren su pasión con mayor impaciencia; pero cuando les sucede estar apartados, cuanto les es posible, de los objetos de su cariño, destierran al mismo tiempo aquella manía; del mismo modo los que apetecen este grado, cuando se acercan a él se les hace un mal insoportable; pero cuando han depuesto la esperanza, juntamente con ella han apartado de sí el deseo. Esta, pues, es una causa no despreciable, la que aunque fuera sola, bastaría por sí misma para tenernos lejos de esta dignidad.

XII. Pero se añade otra, que no es menor. ¿Cuál es ésta? Es necesario que el sacerdote sea vigilante, 55 perspicaz, y que por todas partes tenga innumerables ojos, como aquél que no vive para sí solo, sino también para tan gran muchedumbre. Ahora bien, tú mismo confesarás que yo soy perezoso, omiso, y que apenas basto para procurar mi salud; aunque por el amor que me tienes procuras, más que todos, ocultar mis defectos. No me tienes que alegar aquí el ayuno, las vigilias, el dormir sobre la tierra desnuda, ni otras austeridades y maceraciones del cuerpo porque sabes muy bien cuán lejos estoy yo de todas estas virtudes; y aunque con diligencia las practicara, ni aun así por esta lentitud me podrían aprovechar cosa alguna para este ministerio. No hay duda que podrían ser muy útiles a un hombre, que metido en su aposento, atendiese y cuidase solamente de sus cosas; pero respecto de aquél que está dividido para atender a tan gran muchedumbre, y que tiene sus particulares cuidados sobre cada uno de sus súbditos, ¿qué utilidad de alguna consideración pueden traer para el provecho de estos, si no tiene un ánimo muy fuerte y varonil?

XIII. Y no te admires si juntamente con tan gran tolerancia, pido en el alma otra prueba de valor. Vemos, a la verdad, que muchos, sin dificultad desprecian los manjares, las bebidas, la cama blanda, y particularmente, aquéllos que tienen una naturaleza un poco agreste y que se han criado así desde sus primeros años; y a otros muchos también, a quienes por la disposición del cuerpo y por la costumbre es fácil y llevadera la aspereza que se encuentra en estos trabajos.

Pero el sufrir una injuria, un daño, una palabra molesta, los dicterios de los inferiores, vengan, o no vengan al caso, las quejas vanas e inconsideradas, tanto de los superiores como de los súbditos, no es de muchos sino de uno u otro. Y verás, que aquéllos que se manifiestan fuertes en aquellas cosas padecen en éstas tales vahidos que se enfurecen mucho más aun que las bestias más feroces. A este género de sujetos, los tendremos principalmente apartados del sacerdocio.

Porque de que un obispo no sea inclinado a la abstinencia de las viandas, ni a caminar descalzo, no por esto dañará al común de la Iglesia; pero una ira desordenada, ocasiona grandes males al que es poseído de ella, y a los prójimos. Contra los que no ejercitan aquellas cosas, no hay amenaza alguna de parte de Dios; pero a los que inconsideradamente se dejan llevar de la ira, se les amenaza con el infierno, 56 y con el fuego del infierno.

Así el que ama la vanagloria cuando llega a tener la dominación de muchos suministra al fuego mayor materia; y del mismo modo, el que ni consigo mismo, ni en una conversación de pocos puede dominar la ira, fácilmente se deja transportar por ella; y si llega el caso de que se le fía el gobierno de todo un pueblo, como una bestia fiera acosada por todas partes de innumerables personas, no podrá jamás vivir en quietud y ocasionará males infinitos a los que están confiados a su fe.

XIV. Ninguna cosa, pues, impide tanto la pureza del ánimo, ni embota la perspicacia del entendimiento como una ira desordenada y que se transporta con gran ímpetu. Porque ésta, dice la Escritura, 57 pierde a los prudentes.

Del mismo modo que en una batalla dada de parte de noche, ofuscada la vista del alma, no sabe distinguir los amigos de los enemigos, ni a los que tienen honor de los que no lo tienen, sino que los trata a todos sin diferencia alguna; y aunque deba recibir algún mal, todo lo sufre fácilmente por saciar el placer del ánimo. Es el ardor de la ira un cierto placer que tiraniza al alma con más rigor que el mismo deleite, turbando enteramente toda la tranquilidad de su constitución; porque con facilidad la levanta a la soberbia y la excita a enemistades fuera de propósito y a un odio inconsiderado; y con frecuencia la dispone a hacer ofensas temerariamente, y sin juicio, y la obliga a ejecutar, y decir otras cosas semejantes; siendo, entretanto, el alma arrastrada de la furia de la pasión, sin tener donde, apoyando su fuerza, pueda resistir a un ímpetu tan fuerte.

Basilio: No puedo sufrirte ya más tiempo que hables con tal disimulo. ¿Quién es, pues, dime, el que ignora, cuán ajeno estás de semejante enfermedad?

¿Qué quieres, respondí yo, ¡oh feliz varón! ponerme cerca de la llama, e irritar una fiera que se está quieta? ¿Ignoras, acaso, que no me ha sucedido esto por virtud propia, sino por el amor que tengo a la quietud, y a la soledad? El que se siente tocado de este achaque podrá librarse de aquel incendio, permaneciendo en soledad y frecuentando el trato de uno u otro amigo solamente; pero no si se mete en un abismo de tantos cuidados. En este caso, no sólo arrastra a sí mismo al precipicio de la perdición, sino a otros muchos también en su compañía y los hace que atiendan menos a cultivar la mansedumbre.

Sucede, pues, naturalmente, que el vulgo de los que deben obedecer, se miren frecuentemente como en un ejemplar original en las costumbres de los que los gobiernan, procurando asemejarse a ellos. ¿Cómo podrá uno que padece tumores, hacer cesar las inflamaciones en los súbditos? ¿y cuál será en un pueblo, el que deseará moderar prontamente los ímpetus de la ira, viendo al superior iracundo? Porque no es posible, no, que estén ocultos los defectos de los sacerdotes; antes bien, aun los más pequeños, se hacen públicos prontamente. El atleta puede a la verdad ocultarse, aunque sea muy débil, mientras se está quieto en casa sin entrar en lucha con alguno; pero cuando despojándose desciende al combate, fácilmente se descubre lo que es. Igualmente, pues, aquellos hombres que pasan una vida privada y libre de negocios, tienen en la soledad un velo que cubre sus defectos; pero si se presentan en público, se ven obligados a despojarse de la soledad que les servía como vestido y a manifestar a todos desnudas sus almas, por los movimientos externos.

Así como sus buenas acciones son a muchos de gran utilidad, convidándolos a una igual imitación, así también sus delitos los hacen más perezosos en la práctica de la virtud y los disponen a que se entorpezcan en las fatigas de las buenas obras. De todo lo cual resulta ser necesario que por todas partes brille la hermosura de su alma para que pueda alegrar e iluminar las de aquéllos que los miran. Porque los pecados de la gente ínfima, hechos como a lo oscuro, sirven de ruina solamente a los que los cometen; pero el de un hombre de consideración, y conocido de muchos, trae un daño común a todos, haciendo que los que han caído, sean más remisos en los sudores de las cosas buenas, y excitan a soberbia a los que quieren atender a sí mismos.

Fuera de esto, las caídas de la gente ínfima, aunque lleguen a publicarse, a ninguno ocasionan una herida tan profunda; pero los que se hallan puestos en lo alto de este grado, están, en primer lugar, patentes a todos, y después, aunque sean muy tenues las cosas en que falten, se descubren estas muy grandes a los otros; porque no miden el pecado por la grandeza del hecho, sino por la dignidad de aquél que lo ha cometido. Se necesita, pues, que el sacerdote esté pertrechado de un gran cuidado y de una perpetua vigilancia sobre su vida, como de unas armas de diamante, y que vele con la mayor atención, para que no haya alguno, que encontrando algún lado descubierto y abandonado le de una herida mortal. Porque todos le cercan dispuestos a herirle y derribarle; y no sólo toda suerte de enemigos, sino muchos también de aquéllos que se le venden por amigos.

Es por tanto necesario que sean elegidas tales almas, como en otro tiempo manifestó la gracia de Dios fueron los cuerpos de aquellos santos en el horno de Babilonia. 58 No es el sarmiento, ni la pez, o la estopa alimento de este fuego, sino otro mucho más nocivo. Porque no es lo que tienen debajo, aquel fuego sensible; sino que es la llama de la envidia, la que los cerca, y la que consumiéndolo todo, se levanta por todas partes y los asalta escudriñando su vida con más diligencia, que hizo entonces el fuego con los cuerpos de aquellos niños. Luego que encuentra una pequeña porción de estopa, inmediatamente se pega; y no sólo consume aquella parte débil y viciada, sino que abrasa y oscurece con aquel humo toda la restante estructura, aunque fuera más resplandeciente que los rayos del sol.

Siempre que la vida del sacerdote estuviere por todas partes bien compuesta, no podrá ser cogida por asechanzas; pero si tuviere el menor descuido, por pequeño que sea, (como es creíble que sucederá a un hombre que pasa este mar de la vida lleno de tantos extravíos) nada le aprovechan todas las otras buenas acciones para poder librarse de las lenguas de sus acusadores: por el contrario, aquella pequeña falta basta para oscurecer todo lo restante.

Todos quieren juzgar al sacerdote, no como a hombre vestido de carne, y a quien ha tocado una naturaleza de hombre, sino como a un ángel libre de toda otra enfermedad.

Así como todos temen y lisonjean a un tirano mientras se mantiene en el dominio, porque no pueden derribarle de aquel puesto pero cuando ven que sus intereses toman otro semblante contrario, dejada la máscara de aquel fingido honor, los que poco antes se manifestaban sus amigos, se le convierten de repente en contrarios y enemigos declarados, y registrando cuál es el lado que tiene más flaco, le embisten y privan del Imperio. Así con los sacerdotes, aquéllos que poco antes, y cuando se hallaba sobre el candelero, le honraban y respetaban; luego que encuentran un mínimo pretexto, se preparan fuertemente para derribarlo, no sólo como a tirano, sino como a una cosa peor aun que tirano. Y así como aquél teme principalmente a los que le hacen guardia a sus costados; así éste teme también, más que a todos, a los que le sirven en el ministerio; porque ningún otro desea tanto su dignidad, ni sabe sus cosas tan bien como estos: estando a su lado, si sucede alguna cosa de éstas, la saben antes que los otros, y pueden fácilmente ser creídos; aunque sea calumniándolos, y haciendo grandes las cosas de poco cuerpo, pueden cogerle sorprendido con este engaño. Así se verifica en sentido contrario el dicho del Apóstol: 59 “Si padece algún miembro, se alegran todos los miembros; y si es honrado un miembro, padecen todos los miembros;” a no ser que alguno de señalada piedad pueda mantenerse fuerte contra todas estas cosas.

¿Y es posible que nos envíes a una guerra tan grande? ¿Has juzgado, acaso que mi ánimo bastará para mantener una batalla tan varia y de tan diferentes especies? ¿De dónde y de quién lo supiste? Porque si Dios te lo ha revelado, muéstrame el oráculo y obedezco; y si no puedes mostrármelo, sino que das tu voto siguiendo el concepto de los hombres, aparta tu ánimo de semejante error; porque por lo que toca a nuestras cosas, es justo que sigamos antes nuestro juicio que el de los otros: 60 “Pues ninguno conoce las cosas de un hombre, sino el espíritu que está dentro de él”. Que nosotros nos hubiéramos hecho ridículos a nosotros mismos, y a los que nos hubieran elegido, en el caso de haber aceptado esta dignidad, y que con gran daño hubiéramos tenido que volvernos a este estado de vida, en que al presente nos hallamos, ya que no antes, a lo menos al presente, creo que quedarás persuadido por estos discursos. Porque no solamente la envidia, sino otra cosa más terrible aun que la envidia, suele armar a muchos contra aquél que la tiene. Porque así como los hijos codiciosos de dinero no pueden sufrir la larga vejez de sus padres; así algunos de estos tales, cuando ven que el sacerdocio dura mucho tiempo, ya que el matarlo no porque esto sería una iniquidad, procuran derribarlo de aquel grado, deseando todos entrar en su lugar, y esperando cada uno, que recaerá en él el ministerio.

XV. ¿Quieres que te muestre otro género de esta contienda llena de mil peligros? Ve, pues, y atiende a las fiestas públicas en que se acostumbran hacer las elecciones de los prelados de la Iglesia y verás al sacerdote acosado de tantas acusaciones, cuanto es el número de aquéllos a quienes preside. Todos los que tienen parte en la colación de esta dignidad se dividen en esta ocasión en muchos partidos, sin que alguno pueda ver aquel congreso de presbíteros, ni concordes entre sí, ni con aquél que ha obtenido el obispado; sino que cada uno forma su partido, queriendo uno a este y el otro al otro. La causa de esto es el que no miran todos a una cosa, que es a la que sólo debían mirar, esto es, a la virtud del ánimo; sino que se mezclan otros motivos, por los que se confiere esta dignidad. Como por ejemplo: uno dice, elíjase éste, porque es de ilustre nacimiento; el otro, porque posee inmensas riquezas, y no tendrá necesidad para mantenerse de las rentas de la Iglesia; otro, porque del partido de los enemigos ha pasado al nuestro. Quién procura adelantar su amigo a los otros, quien al pariente, quien al lisonjero y ninguno quiere atender al que es idóneo, ni hacer la prueba de la virtud del ánimo.

Ahora, estoy yo tan lejos de creer, que son estas causas suficientes para la prueba de los sacerdotes, que ni aun si se encontrara alguno adornado de una gran piedad, que sin duda no conduce poco para este ministerio, ni aun a este me atrevería a elegir inconsideradamente por solo este título, si no juntaba a la piedad una prudencia consumada. Porque yo he conocido a muchos, que habiéndose macerado, y afligido con ayunos, mientras han podido permanecer en la soledad y atender a sus cosas solamente, merecieron la divina aceptación y añadieron cada día a aquella filosofía una porción no pequeña; pero después que entraron a gobernar un pueblo y se vieron obligados a corregir las ignorancias del vulgo, los unos no pudieron, ni aun a los principios, mantenerse en el ministerio, y los otros obligados a permanecer en él, luego que abandonaron aquella primera diligencia y austeridad, ocasionaron a sí mismos un gravísimo daño y a los otros no sirvieron de algún provecho.

Pero ni aunque uno hubiera permanecido toda la vida en el ínfimo grado de este ministerio, y hubiera llegado así a la última vejez, no promoveríamos a éste inconsideradamente a un grado más alto por respeto de sus años. ¿Pues qué, si pasada ya toda esta edad, permanece aún menos apto? Ni yo digo esto, pretendiendo defraudar las canas del honor que les es debido, ni tampoco establecer una ley por la que enteramente sean removidos de este ministerio los que vienen del orden solitario, habiendo habido muchos venidos de él, que resplandecieron en esta dignidad; lo que intento demostrar, es que si ni la piedad por sí sola, ni una larga vejez son suficientes para hacer digno del sacerdocio al que las posee, mucho menos podrán los motivos que dejamos dichos.

Pero no faltan algunos que proponen otros más absurdos: unos son alistados en el orden clerical para evitar que se inclinen al partido de los contrarios; y otros por su misma iniquidad, para que olvidados, no ocasionen mayores males. ¿Puede darse cosa más inicua que ésta, que unos hombres malvados y llenos de mil vicios sean honrados por aquellas mismas cosas por las cuales deberían ser castigados, y que por las que ni aun podrían atravesar los umbrales de la Iglesia, por estas mismas suban a la dignidad sacerdotal? ¿Y buscamos aún, dime por tu vida, cuál sea la causa de la divina indignación, cuando confiamos las cosas más santas, y más tremendas a hombres inicuos, y de ningún valor, para que todas las trastornen? Porque cuando han llegado a la administración de cosas, que de ningún modo conviene a unos, o son muy superiores a las fuerzas de los otros, hacen que la Iglesia en nada difiera del Euripo.

Yo, a la verdad, me reía antes de los príncipes seculares porque hacen la distribución de los empleos, no en atención a la virtud y dotes del ánimo, sino a proporción de las riquezas, del número de los años, o patrocinio de los hombres; pero después que he oído haberse introducido también en nuestras cosas el mismo modo irracional, no he tenido ya por tan grande este desorden. ¿Qué maravilla, pues, que se vean cometer estos errores por unos hombres entregados a los placeres de la vida, amigos de reputación para con la muchedumbre, y que todo lo hacen con el fin de amontonar riquezas? Cuando aquéllos que fingen vivir libres de todo esto, no se hallan más bien dispuestos, sino que altercando por las cosas celestiales, como si se deliberase sobre algunas yugadas de tierra u otra cosa semejante, eligiendo temerariamente a hombres de ninguna consideración, los ponen en el gobierno de unas cosas por las que el Unigénito Hijo de Dios no rehusó evacuar su gloria, 61 hacerse hombre, tomar la forma de siervo, ser afeado con salivas, ser azotado y sufrir, según la carne, una muerte ignominiosa.

Y no paran en esto, sino que añaden otros absurdos mucho mayores: porque no solamente admiten a los indignos, si no que excluyen a los que son útiles. Y como si se debiese arruinar por las dos partes la firmeza de la Iglesia, o como si no bastase la primera causa para irritar la divina indignación, así añaden esta segunda, que no es menos grave. Porque yo juzgo ser igualmente malo el tener apartadas a las personas útiles, que el introducir a las inútiles. Y esto se hace para que el rebaño de Cristo no pueda por parte alguna hallar algún consuelo, ni aun siquiera respirar.

¿No son estas cosas dignas de mil rayos? ¿No merecen un infierno mucho más terrible que el que nos está amenazado? ¿Y con todo, sufre y tolera estos males aquél que no quiere la muerte del pecador, 62 sino que se convierta y viva? ¿Quién podrá admirar bastante su bondad y amor para con los hombres? ¿Cómo no quedará pasmado de su misericordia? Las personas dedicadas a Cristo destruyen la heredad de Cristo mucho más aun que sus mismos contrarios y enemigos. Y el buen Señor usa aún de clemencia y convida al arrepentimiento. Gloria a ti, ¡oh Señor! gloria a ti. ¡Qué abismo de amor para con el hombre hay en ti! ¡qué inmensidad de paciencia! Aquéllos que por tu nombre, de hombres viles y oscuros llegaron a los honores y se hicieron respetables y visibles, se sirven de este honor contra el mismo que los honró. Tienen atrevimiento de ejecutar las cosas más indignas, desacreditan las cosas santas, dejando a un lado y excluyendo a los buenos, para que los malvados puedan sin estorbo, y con la mayor seguridad trastornarlo todo a su placer.

Y si quieres saber las causas de este mal, las encontrarás semejantes a las primeras; pero que tienen por raíz, o digámoslo así, por única madre, a la envidia. Estas, a la verdad, no son de una misma suerte, sino que difieren entre sí; porque uno dice se deseche aquél, porque es joven; el otro, porque no sabe adular; otro, porque ha ofendido a fulano; el uno, porque fulano no se disguwte, viendo reprobado el que él ha propuesto, y elegido éste; el otro, porque es moderado y de costumbres apacibles; el otro, porque es terrible a los que obran mal; y otro por otras causas semejantes, porque no les faltan pretextos, cuantos quieran. Y aun, cuando no tengan otro, traen el de que son en gran número los sacerdotes, y que no conviene conferir esta dignidad inconsideradamente, sino poco a poco, y por sus grados. Tampoco les falta modo de hallar otros motivos, cuantos quisieren.

Ahora, yo aquí blandamente quiero preguntarte: ¿Qué hará el Obispo, combatiendo con tantos vientos? ¿Cómo podrá mantenerse fuerte contra olas tan furiosas? ¿Cómo rechazará todos estos ataques? Porque si dispone la cosa ajustado a las reglas de la recta razón, todos se vuelven enemigos y contrarios suyos, y también de los que han sido elegidos. Todo lo hacen con el fin de mantener su tesón contra él, excitando sediciones cada día e imponiendo mil cosas injuriosas a los que han sido elegidos, hasta conseguir excluirlos o introducir a los suyos. Sucede aquí casi lo mismo, que como cuando un piloto de un navío lleva navegando en su compañía piratas que continuamente, y a cada hora, ponen asechanzas a su vida, a la de los marineros y a la de los pasajeros. Porque si recibiendo gente que no debía admitir, hace más caso de su favor que de la propia salud, tendrá, en lugar de aquéllos, a Dios por enemigo. ¿Qué cosa puede haber más terrible que esta? y le darán que hacer mucho más aun que antes, ayudándose todos mutuamente y haciéndose con la unión mucho más fuertes. Porque así como cuando soplan de partes contrarias vientos furiosos, el mar que hasta entonces permanecía tranquilo, en un punto se embravece y se encrespa, sumergiendo a los navegantes; del mismo modo la tranquilidad de la Iglesia, recibiendo en sí hombres pestilenciales, se llena de tempestades y de naufragios.

XVI. Piensa, pues, cuál debe ser aquél que ha de resistir a tempestad tan grande, y templar de modo tales cosas que no impidan la pública utilidad. Porque es necesario que se muestre grave, pero sin fausto; rígido, pero humano; entero, pero afable con todos, sin aceptación de personas, pero oficioso; humilde, y no servil; de espíritu vehemente, pero blando, para poder combatir fácilmente contra todas estas cosas, y promover con toda libertad al que es idóneo, aun cuando todos lo resistan; y con la misma, no admitir al que no es tal, aunque todos juntos conspiren a que se admita, y no atender a otra cosa, que a la edificación de la Iglesia, y no hacer nada por odio, o por favor.

¿Te parece que con razón hemos rehusado este ministerio? Pues aún no te lo he expuesto todo, porque tengo otras muchas cosas que decirte. Pretendo que no te sea molesto el sufrir a un amigo sincero y fiel, que quiere persuadirte se halla fuera de todos aquellos cargos que le hacías. Esto te será muy útil, no sólo para nuestra defensa, sino también para cuando llegares, como sucederá brevemente, a la administración de este empleo; porque es necesario, que el que ha de pisar este camino de vida, no ponga las manos sobre tal ministerio, sin haberlo primero examinado todo con la mayor madurez. ¿Y por qué esto? porque ya que no sea otra cosa, hallándose informado de todo, tendrá la ventaja de que nada se le hará nuevo cuando ocurrieren estas cosas.

¿Quieres, pues, que vengamos a tratar primero de la presidencia de las viudas, o del cuidado de las vírgenes, o de la dificultad de la parte judiciaria? porque sobre cada una de estas se pide diverso cuidado, y mayor temor aun que cuidado. Y para dar principio de aquéllo, que entre todo parece lo más fácil, el cuidado de las viudas parece que no trae otro pensamiento a los que están encargados de ellas, que el consumo del dinero. Pero no es así, sino que se requiere también aquí mucha diligencia, cuando se llegare al caso de ponerlas en lista; porque de elegirlas sin consideración, y como vienen, se han originado males infinitos, habiendo entre éstas, quienes han corrompido las familias, han causado divisiones en los matrimonios, y frecuentemente han sido cogidas en hurtos y en otras feas ganancias, y han practicado otros tratos poco decentes. Ahora bien, el alimentar con dinero de la Iglesia semejantes mujeres, atrae sobre sí el castigo de la parte de Dios, y de parte de los hombres, el que sea en gran manera blasfemado, y desalienta a aquéllos que están bien dispuestos para hacer bien. Porque, ¿quién querrá, que el dinero que ha mandado se ofrezca a Cristo, se emplee, y consuma con aquéllos que afean y calumnian el nombre de Cristo? Por esto es necesario un diligente examen, para que no consuman la mesa de las que se hallan imposibilitadas, no solamente las que dejamos dichas, sino también aquéllas, que pueden sustentarse con el trabajo de sus manos.

Después de este diligente examen, se sigue otro cuidado no pequeño; esto es, que los alimentos nunca falten, sino que corran abundantemente como de una fuente. Es un mal en cierta manera insaciable la pobreza involuntaria, lleno de quejas, y de desagradecimiento; y se requiere mucha prudencia, mucha atención para cerrarle la boca, quitándole todo motivo de queja.

Muchos hay, que cuando ven a alguno superior a todo interés, sin otro examen lo califican por idóneo para este empleo. Pero yo juzgo que no le basta por sí sola, esta superioridad de ánimo; bien, que es necesario ver, si tiene ésta antes que las otras; porque sin ella sería un disipador, y no un tutor, un lobo en vez de pastor; o si juntamente con ésta, posee también otra. Esta es la que a los hombres ocasiona todos los bienes; quiero decir, la paciencia, que conduce el ánimo y lo guía como a un puerto tranquilo. Las viudas son una casta de gente, que por su pobreza, por su edad y por su sexo usan de una libertad de hablar (porque es mejor decirlo así) sin medida: gritan sin venir al caso y se quejan fuera de propósito, lamentándose sobre aquellas mismas cosas de que deberían mostrar agradecimiento, y reprendiendo lo mismo que deberían alabar. Y a todo esto conviene, que el que las tiene a su cargo, no se mueva por sus rumores intempestivos, ni por sus quejas sin razón. En atención a su infelicidad, es justo que sea compadecido este género de personas, y que de ningún modo sean injuriadas; porque el insultar sus calamidades, y añadir la injuria al trabajo que tienen por su pobreza, sería tocar en lo último de la crueldad.

Por esto un varón muy sabio, que atiende a la condición y soberbia de la naturaleza humana, y tiene bien conocida la índole de la pobreza, capaz de acobardar el ánimo más generoso e inducirlo a despojarse de la vergüenza y arrojarlo a pedir muchas veces unas mismas cosas; para que ninguno que se ve acosado de los pobres, se mueva a ira, y quien debe socorrerlos, irritado de verse continuamente envestido de ellos, no se haga su enemigo; lo invita a ser apacible y de fácil entrada a los necesitados, diciendo: 63 “Inclina de buena gana tus orejas al pobre y respóndele con mansedumbre palabras de paz”. Dejando a un lado a aquél que puede ser ocasión de impaciencia, (porque, ¿qué se puede decir a un infeliz, que yace en la miseria?) habla sólo con el que puede soportar su enfermedad, exhortándole, a que antes de darle nada, lo alivie con el agrado de su semblante y con la mansedumbre de las palabras.

Si hubiere, pues, alguno que no usurpe lo que está destinado para el sustento de las viudas; pero que las injurie y se irrite contra ellas, cargándolas de afrentas; no solamente no alivia con su liberalidad la tristeza que nace de la miseria, sino que con las injurias hace el mal mucho mayor.

Pues por la necesidad en que las pone la falta de alimento, se ven ciertamente en la precisión de ser muy descocadas; pero con todo, sienten semejante violencia. Cuando, por temor del hambre se ven obligadas a mendigar; y por mendigar, a ser descaradas; y por ser así, a dejarse cargar de mil villanías, se apodera de su ánimo una violenta melancolía, y que de mil diversos modos las cubre de una gran oscuridad. Es, pues, necesario que el que tiene a su cargo el cuidado de éstas, esté dotado de un espíritu tan elevado, que no solamente no aumente trabajo a su ánimo con la indignación y enojo; sino que por medio de sus exhortaciones y consuelos mitigue la mayor parte del dolor que tienen en su desdicha.

Porque así como aquél que es ultrajado, aunque sea socorrido largamente, no siente la utilidad del dinero, por la herida que le causó el ultraje; así aquél, que tratares con humanidad y blandura, si juntamente con el consuelo recibe alguna dádiva, se alegra y se regocija, y lo cuenta por don doblado, en atención al buen modo con que se le ha dado. Ni yo digo esto por propia autoridad, sino por la de aquél, que ha dado las advertencias que quedan dichas: 64 “Hijo mío, dice él, no quieras poner ultraje en los beneficios, ni en algún don la aspereza de palabras. ¿No es verdad, que el rocío hace pasar el ardor? pues así son mejores las palabras que el don. Mira como las palabras son un bien mayor, que el mismo don; y uno y otro se halla en un hombre dotado de gracia”.

El que está destinado para estas cosas ha de ser adornado, no sólo de suavidad de costumbres, y de paciencia, sino que ha de hacer al mismo tiempo de sabio ecónomo; porque si le falta esta cualidad, quedarán expuestos al mismo desfalco los caudales de los pobres. Hubo uno, a quien estaba encargado este ministerio; el cual, habiendo juntado una gruesa suma de dinero, en la realidad no lo gastó consigo mismo, ni tampoco con los pobres, a excepción de una pequeña cantidad, sino que ocultaba la mayor parte, enterrándola; hasta que sobreviniendo un contratiempo, puso todo aquel dinero en manos de los enemigos. Se necesita, pues, de una grande providencia, para que ni sobren, ni tampoco hagan falta las facultades de la Iglesia. Es, pues, necesario, que todas las rentas se repartan prontamente entre los pobres y conviene tener depositados los tesoros de la Iglesia en la buena voluntad de los súbditos.

Y por lo que toca al hospedar los peregrinos y a las curaciones de los enfermos, ¿cuánto consumo de dinero crees tú que pide esto, y cuánta diligencia y prudencia en quien tiene el cuidado? porque aquí el gasto no es inferior al que queda dicho, y muchas veces es mayor; y se necesita, que el que preside, sea un provisor adornado a un tiempo de piedad, y de prudencia para disponer a los que tienen facultades a que ofrezcan a porfía, y sin pena, lo que poseen, cuidando de no ofender los ánimos de los bienhechores, al paso que solicita proveer al alivio de los enfermos. Se necesita, pues, que manifieste en esta ocasión una magnanimidad y atención mucho mayor; porque los enfermos son en cierto modo una cosa llena de fastidio, y sin acción. Y si por todas partes no se aplica una gran diligencia y cuidado; basta un descuido, aun en lo mínimo, para ocasionar gravísimos males a los enfermos.

XVII. Por lo que toca al cuidado de las vírgenes, es tanto mayor el temor, cuanto es este un bien más precioso, y el rebaño más digno de un rey que los otros; pero habiéndose introducido ahora en el coro de estas santas una infinidad de gente llena de innumerables males, el trabajo se hace más difícil. Pues así como no es lo mismo el pecado de una doncella noble, que el de su sierva; así tampoco el de una virgen, y el de una viuda: porque éstas tienen por una cosa indiferente el usar de las burlas, el injuriarse mutuamente, el adular, el ser descaradas, el dejarse ver por todas partes, y el andar vagueando por la plaza; pero la virgen se ha impuesto mayores obligaciones: es emuladora de la filosofía celestial, y hace profesión de representar en la tierra el modo de vivir de los ángeles; y su propósito es, hacer, vestida de esta carne, aquéllo que hacen las potestades incorpóreas. No le conviene hacer frecuentes e inútiles salidas de casa, ni se le permite emplearse en discursos vanos y fuera de propósito, debiendo ignorar aun el nombre de las villanías y de la adulación.

Por esto tiene necesidad de una guardia muy segura y de mayor atención, porque el enemigo de la santidad está siempre alerta y les pone asechanzas pronto a devorarlas, si acaso desliza alguna, o cae. Además muchos hombres procuran seducirlas, juntándose a todos estos el furor de la naturaleza, y por decirlo en una palabra, tiene que estar preparada a sostener dos guerras; una que la asalta exteriormente, y otra que la turba por la parte interior.

Por esto, grande debe de ser el temor de quien tiene sobre sí este cuidado, esperándole mayor peligro y dolor si acaeciese (lo que jamás suceda) alguna cosa que no se quiere: 65 “porque si una hija escondida, ocasiona vigilia a un padre, y el cuidado que tiene de ella, aparta el sueño de sus ojos”; siendo tan grande su temor, o de que sea estéril, o de que se le pase la edad de poderse casar, o de que pueda ser odiada de su marido: ¿qué padecerá aquél, que no tiene el pensamiento puesto sobre alguna de estas cosas, sino de otras mucho mayores? Porque aquí no se trata del desprecio de un marido, sino del que se hace al mismo Cristo: ni la esterilidad se reduce solamente a oprobios, sino que el mal va a terminar en la perdición del alma. 66 “Porque todo árbol, dice la Escritura, que no da buen fruto, es cortado, y se arroja al fuego.” Y a la que es aborrecida por el esposo, no basta tomar libelo de repudio, y retirarse; si no que le dan por pena del odio un eterno castigo.

Y el padre natural tiene muchas cosas, que le hacen fácil la custodia de la hija; porque la madre, la ama, la multitud de los criados, y la seguridad de la casa, sirven al padre de socorro para guardar más fácilmente la virgen. Ni se le permite salir en público de continuo, ni cuando sale tiene necesidad de hacerse ver de todos los que la encuentran; siendo cierto, que no menos la oscuridad de la tarde, que los muros de la casa, pueden ocultar a la que no quiere dejarse ver. Fuera de que no tiene pretexto alguno, por el que esté obligada a comparecer delante de los hombres. Porque ni el pensamiento de las cosas necesarias, ni los ultrajes de los hombres injuriosos, ni alguna otra causa semejante, la pone en necesidad de tal encuentro, sirviéndole el padre por todos. A ella sólo le queda un cuidado, que es no hacer ni decir cosa que sea indigna de su persona, ni de la honestidad que le conviene.

Pero aquí son muchas las cosas, que hacen al padre espiritual difícil, o tal vez imposible la custodia; porque ni puede tenerla consigo dentro de casa, por no serle decente, ni sin peligro semejante cohabitación. Y aun cuando de aquí no sintiesen daño, y guardasen constantemente una sincera santidad, deberían, no obstante, dar cuenta de aquellas almas que habían escandalizado del mismo modo que si entre sí hubieran pecado. Ahora, siendo esto imposible, no se pueden fácilmente conocer los movimientos del alma, ni cercenar las cosas que brotan superfluamente, ni cultivar mejor las que están en buen orden, y proporción, reduciéndolas a mejor estado: ni es fácil tampoco indagar las salidas de casa; porque la pobreza y el desamparo en que se halla, no le permiten inquirir sutilmente la honestidad que le conviene. Estando obligada a hacer por sí todas las cosas, tiene con esto muchos pretextos de salir de casa, si no quiere vivir honestamente. Y es necesario, que el que la manda, esté continuamente dentro de ella, y corte estas ocasiones, atendiendo a proveerlas de todo lo necesario, y de una mujer, que la sirva en estas cosas. Es necesario tenerla lejos de los funerales y de las vigilias nocturnas; porque sabe aquella astutísima serpiente, sabe sembrar su veneno por medio aun de las obras buenas. Y se necesita, que la virgen por todas partes esté cercada de un muro y que salga pocas veces de casa en todo el año, y solamente cuando la obliguen motivos inevitables y forzosos.

Y si alguno dijere que ninguna de estas cosas es obra que debe tratar el obispo, sepa que en cada una de ellas, los cuidados y las culpas recaerán sobre él. Es, pues, mejor, que manejándolo por si todo, se libre de los cargos, que es necesario vengan sobre él por los delitos de los otros; y que dejada a otros la administración, tenga que temer dar cuenta de lo que otros hicieron.

Fuera de esto, el que todo lo maneja por sí, fácilmente ejecuta todas las cosas; pero el que es obligado a hacer esto, a fuerza de persuadir los pareceres de todos, no consigue el quedar libre de dar por sí tanto alivio, cuantas son las inquietudes y turbaciones que le ocasionan los que se le atraviesan y contrastan sus sentimientos.

No podría yo reducir a número todos los cuidados que se requieren sobre las vírgenes; porque aun cuando debe hacerse la elección de ellas, el que tiene a su cargo este ministerio no tiene que atender a un negocio de poca consideración.

La parte que pertenece a los juicios encierra infinitas molestias, un grandísimo trabajo y tantas dificultades, cuantas no sostienen los jueces seculares; porque el hallar lo justo no es pequeña dificultad; y aun después de hallado, es difícil el no violarlo. Y no solamente aquí se encuentra trabajo y dificultad, sino un peligro no pequeño; porque algunos de los más enfermos, después de haberse enredado en pleitos y negocios, hicieron naufragio en la fe por no tener quien los socorriese. Muchos también de los que recibieron alguna injuria aborrecen a los que no les dan auxilio, del mismo modo que a los que los injuriaron; ni quieren hacerse cargo del desorden de las cosas, ni de la dificultad de los tiempos, ni de la cortapisa que tiene la potestad sacerdotal, ni de otra semejante, sino que son jueces inexorables, y que no entienden de otra defensa, sino de verse libres de los males de que se hallan oprimidos; y aquél que no puede ponerlos en libertad, aunque exponga mil motivos, de ningún modo podrá escapar de que le condenen.

Pero supuesto que he hecho mención de lo que es patrocinio, espera te declararé otra causa que hay de quejas; porque si el que posee un obispado no va rodando cada día por todas las casas, más aun que los que no tienen otra ocupación, se le originarán de aquí disgustos increíbles. Y no sólo sucede esto con los que están enfermos, sino también con los sanos, deseando ser visitados por el obispo, inducidos, no de algún motivo de religión, sino que por la mayor parte pretenden esto por honor y por dignidad. Si alguna vez sucede que lo haga con más frecuencia con alguno de los más ricos y poderosos por pedirlo así alguna necesidad urgente en utilidad del común de la Iglesia, sin otra reflexión se le apropia la reputación de lisonjero y adulador.

¿Y qué hablo yo de patrocinios, y de visitas? solamente por las salutaciones, cargan sobre él un tan grande peso de quejas, que oprimido muchas veces, se ve abatido por la tristeza. Deben dar cuenta aun de sus miradas; porque el vulgo examina con sutileza sus acciones, aun las más sencillas, y consideran el tono de la voz y el gesto del semblante, y miden la cantidad de la risa. A fulano, dice alguno, se le ha sonreído y le ha saludado con un semblante alegre y en voz alta; pero a mí, solamente de paso y por encima; y si estando muchos sentados no vuelve la vista cuando habla a todas partes, reciben esto los demás como un ultraje. ¿Quién, pues, que no tenga un espíritu muy robusto, podrá resistir a tantos acusadores, ya sea para quedar libre enteramente de sus cargos, o para poder desembarazarse de ser culpado? Porque es necesario no tener acusadores, mas si esto es imposible, conviene dar descargo a los delitos que se le acumulan. Y si aun esto no es fácil porque algunos encuentran su gusto en acusar temerariamente y sin consideración, se necesita resistir generosamente a la tristeza de sus quejas.

El que es acusado justamente, soporta con facilidad al que le acusa; porque no habiendo acusador más acervo que la misma conciencia, si éste nos sorprende primero, que es el más terrible de todos, sufrimos más fácilmente a los acusadores externos, en quienes se halla mayor suavidad.

Pero aquél en quien no se halla conciencia de algún hecho malo, cuando es acusado injustamente se deja llevar con prontitud por la ira, y con facilidad pierde el ánimo, si por otra parte no está bien preparado de antemano para soportar las manías del vulgo. Porque no es posible, no, que deje de inquietarse aquél que es temerariamente calumniado y condenado, y que no sienta en sí algún movimiento a la vista de una cosa tan poco razonable.

¿Y quién podrá contar los dolores que padecen, cuando es necesario separar a alguno del cuerpo de la Iglesia? ¡Ojalá el mal se quedase sólo en dolor! pero al presente se experimenta una ruina no pequeña. Hay, pues, que temer, no sea que castigado más de lo justo, no padezca lo que dejó dicho San Pablo; esto es, “que quede anegado de la abundancia del dolor”.

Extremada diligencia se necesita aquí también, para que no se le convierta en ocasión de mayor daño, lo que había de ser motivo de su alivio: porque el médico que no hubiere cortado bien la herida, tendrá parte en la ira que corresponde a cada uno de los pecados que cometiere aquél, después de semejante curación. ¿Cuántos castigos no puede temer, cuando se le pida cuenta, no solamente de los pecados en que por sí mismo ha incurrido, sino cuando se vea puesto en el último riesgo por lo que hicieron los otros? Y si tememos por la cuenta que hemos de dar por nuestros propios pecados, como que no podremos escapar de aquel fuego, ¿qué no podrá temer ha de sufrir, aquél que tenga que defenderse de tantas cosas? En confirmación de esta verdad, oye a San Pablo, o mejor diré, al mismo Cristo, que hablaba en él: “Obedeced a vuestros superiores y estadles sujetos, porque ellos velan sobre vuestras almas, como que han de dar cuenta de ellas”.

¿Te parece de poca consideración el temor que consigo lleva esta amenaza? no es fácil decir cuan grande sea. Ahora bien, todas estas cosas bastan para persuadir a los más tercos y obstinados que esta huida la hemos hecho, no sorprendidos de algún motivo de soberbia o vanagloria, sino solamente temiendo a nosotros mismos y atendiendo a la suma gravedad del ministerio.

Selección: José Gálvez Krüger

Fuente: Biblioteca Electrónica cristiana]]


34

Exod. 28. Véase la misteriosa explicación de todos estos ornamentos en Agustín Calmet y en el Tabernaculum fœderis de Bernardo Lamy. 35

Sólo el Sumo Sacerdote entraba una vez al año en lo interno del Santuario, en la Fiesta de la Expiación. 36

II Cor. III. 10. 37

3 Reg. 18. f. 38

Mat. 18. 18. 39

Joan. 20. 23. 40

Jo. V. 22. 41

Joan. 3. 5. 42

Jo. 4. 52. 43

Lev. 14. 44

Numer. 16. Estos fueron Core y Abiron, los cuales movieron una sedición contra Moisés y Aarón, pretendiendo serles iguales; pero la tierra, que se abrió bajo de sus pies y los tragó vivos, castigó su soberbia. 45

Jacob. V. 14. 46

2. ad Cor. 12. 2. 47

I Cor. 2. 5. 48

2 Cor. 11. g. 49

Rom. 9. 3. 50

I Cor. 14. 34. 51

I. Tim. 2. 12. 52

I Cor. 14. 34. 53

I Tim. 3. a. 54

Mat. V. 11. 55

I. Tim. 3. 2. 56

Matth. 5. 22. 57

Prov. XV. 1. 58

Daniel. 3. c. 59

I. Cor. 12. 26. Las palabras del Apóstol son estas: Et sive patitur unum membrum, compatiuntur omnia membra: sive glorificatur unum membrum, congaudent omnia membra. 60

I Cor. 2. 11. 61

Mat. 26. 67. Philip. 11. 7. 62

Ezech. 18. 23. y 23. 33. 63

Ecles. 4. v. 8. 64

Ecl. XVIII. 15. 65

Eccl. 42. 9.

66 Matth. 3. 10.