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Jueves, 21 de noviembre de 2024

Corazón de María: Agonizante y resucitado

De Enciclopedia Católica

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El corazón de María consoladora, Paráclito85 y nutricio de la Iglesia vivió siempre en un crecimiento constante en la caridad, que fue más rápido después de la Pascua de su Hijo. Teniendo siempre delante de los ojos “la figura de Jesucristo crucificado” (cf. Gál 3, 1) y viendo sin cesar, en la Iglesia, los poderosos efectos de su Resurrección (cf. Ef 3,20), llevó una vida de “dolor y de muerte (...) El amor hace nacer su dolor, y este dolor debía darle la muerte; y el amor venía en su auxilio para hacerla vivir con el fin de hacer vivir también al dolor (...) Siempre veía a Jesucristo en las agonías de la Cruz; siempre tenía no tanto los oídos sino el fondo del alma atravesado por ese último grito de su Bien amado espirante; grito verdaderamente terrible y capaz de desgarrar el corazón”, dice magníficamente Bossuet87. Su Corazón inmaculado, que no había merecido la muerte, moría, a diario (1 Cor 15, 31), de amor por Cristo Crucificado; mucho más que San Pablo, María podía decir: “estoy crucificada con Cristo”(Gál 2, 19). El mismo amor que hacía palpitar su Corazón virginal en unión con la Pasión de Cristo, detuvo sus latidos en una muerte física en el preciso instante en que llegaba, en su último acto de libertad, a su punto culminante: en el momento de la muerte María era “más llena de gracia, más santa, más bella, más divinizada, incomparablemente más que los más grandes santos o los ángeles más sublimes, separados o reunidos”88, y también más llena de amor. Que el corazón de María murió, es una verdad cierta enseñada por el Magisterio ordinario de la Iglesia89. Una verdad llena de enseñanzas salvíficas para la vida del pueblo de Dios, y que la Iglesia podría inclusive definir solemnemente si lo juzga oportuno. Para el fin que nos proponemos aquí, ilustrémosla, ayudados de la liturgia bizantina y de San Juan Damasceno. El Corazón de María no murió como los otros, porque su muerte fue privilegiada en su causa, en su naturaleza y en sus efectos. Su causa: “no es de asombrarse que la Virgen salvadora del mundo haya muerto, si el mismo Creador del mundo murió en la carne”90; no convenía que María, criatura de Cristo y redimida por Él, fuese preservada de la muerte. María no es Dios, sino la Madre de Dios “que no saca de ella el nacimiento intemporal de su divinidad”, “no la llamamos diosa – muy lejos de nosotros esas fábulas de la impostura griega - puesto que anunciamos su muerte”, y es precisamente por ello que “la reconocemos como Madre del Dios encarnado”91; la muerte de María viene a confirmar el carácter histórico del dogma mariano, muy lejano de cualquier docetismo. ¡“Murió, pues, la fuente de la vida, la Madre de mi Señor! Sí, hacía falta que el ser formado de la tierra retornase a la tierra y por esta vía subiese al cielo (...)”92. Su naturaleza: “¡Oh incomparable tránsito que te valió la gracia de emigrar hacia Dios! Porque si esta gracia es concedida por Dios a todos los servidores que tienen su espíritu, sin embargo la diferencia es infinita entre los esclavos de Dios y su Madre. Entonces, ¿cómo llamaremos a este misterio que se verifica en ella? ¿Una muerte? Pero si tu alma toda santa y bienaventurada es separada de un cuerpo bendito e inmaculado, y ese cuerpo es depositado en la tumba; no permanece en la muerte y no es destruido por la corrupción. Por aquella, cuya virginidad permaneció intacta después del parto, al partir de esta vida, el cuerpo fue conservado sin descomposición y colocado en una morada mejor y más divina, lejos de los alcances de la muerte, capaz de durar por toda la infinidad de los siglos. Tu cuerpo desaparece en la muerte, sin embargo tú haces brotar para nosotros los raudales inagotables de la vida inmortal”93. En una palabra, el Corazón de María, Corazón virginal, murió, pero no conoció la corrupción del cadáver. ¿Cómo imaginarnos los últimos momentos de María? El doctor de Damasco lo hizo con no menos esplendor poético que profundidad teológica; he aquí la oración que pone en labios de María agonizante: “En tus manos, Hijo mío, entrego mi alma. Recibe mi alma que te es querida y que preservaste de toda falta. A ti, y no a la tierra, entrego mi cuerpo (...) Llévame cerca de ti, para compartir tu morada. Me apresuro en regresar a ti, que descendiste hacía mí suprimiendo toda distancia. En cuanto a mis hijos 94 bien amados que tú quisiste llamar tus hermanos, consuélalos tú mismo por mi partida. Agrega a la que ya tienen, una nueva bendición, por la imposición de mis manos”. Pero la Iglesia peregrinante, piensa el Damasceno, desea conservar a María : “Quédate con nosotros, tú que eres nuestro consuelo, nuestra única confortación sobre la tierra. No nos dejes huérfanos, oh Madre; a nosotros que enfrentamos el peligro por tu Hijo compasivo. ¡Que podamos guardarte como descanso en nuestros trabajos, como refresco en nuestros sudores! Si te vas tú, morada de Dios, déjanos partir contigo a nosotros los llamados tu pueblo a causa de tu Hijo. En ti tenemos la única consolación que nos ha sido dejada sobre la tierra. ¡Dichosos de vivir contigo si vives; de seguirte en la muerte si mueres! ¿Pero qué decimos si mueres? Para ti hasta la muerte es una vida, y una vida mejor, preferible, sin punto de comparación con la vida presente. Pero para nosotros ¿la vida seguirá siendo vida si estamos privados de tu compañía? Tales eran las palabras, concluye S. Juan Damasceno, que los Apóstoles, “con todo el conjunto de la Iglesia”, dirigían a la Bienaventurada Virgen95”. Se capta el pensamiento subyacente a este magnífico lirismo; la Iglesia de todos los tiempos, hija y pueblo de María, porque es el pueblo de Dios en Jesucristo, debe reunirse místicamente alrededor del lecho mortuorio de su Madre, para luego hacerlo en su tumba96 , para morir con ella en el mundo y pasar a Dios. El diálogo con el corazón agonizante de María forma parte de la estructura de la vida eclesial. ¿Cómo no van a estar presentes los hijos de María en la muerte de su Madre? Por esto, como lo exponemos más adelante97 desearíamos la transformación, en el rito latino, de la vigilia de la Asunción en fiesta de la Dormición de María (fiesta que existe en el rito copto). Hay también en el símbolo de la bendición de María, la conciencia vivida de que muriendo, María no abandona el mundo, como lo dice claramente la liturgia bizantina: “En tu maternidad conservaste la virginidad; después de tu Dormición, no abandonaste el mundo, Madre de Dios; fuiste trasladada a la Vida, tú que eres la Madre de la Vida, para que por tu intercesión liberes nuestras almas de la muerte”98. No obstante, lo que está ausente del grandioso pensamiento del Oriente cristiano, sobre la muerte de María, es la idea de una ofrenda hecha por María, a través de su Corazón, en unión con la Pasión de su Hijo para la salvación del mundo: la idea de una muerte co-sacrificial. Sin embargo, el Damasceno habla, rápidamente por cierto, de los efectos de la muerte de María: “No fue solamente la muerte quien te volvió dichosa, sino fuiste tú misma que hiciste resplandecer la muerte; disipaste su tristeza y mostraste que es alegría”99. La muerte de María, como un sol, hace resplandecer la nuestra, a la que comunica su alegría. Para aquella que rompió “los lazos de la muerte”, la muerte será un puente que conduzca a la vida, un paso a la inmortalidad”100. San Juan Damasceno, como la liturgia bizantina, afirma la resurrección de María, lo que subraya nuevamente su muerte previa. “Hacía falta que, una vez arrojado el peso terrestre y opaco de la mortalidad, la carne convertida en crisol de la muerte incorruptible, resucitara de la tumba revestida del brillo de la incorruptibilidad”101, “Tu muerte te transporta a una vida verdaderamente divina y permanente, oh Inmaculada, para contemplar en la dicha a tu Hijo y Señor”, comenta la liturgia bizantina”102. El corazón de María, cuyos latidos se detuvieron por amor a los hombres mortales, palpita de nuevo, gloriosamente resucitado, con indefectible amor por la humanidad entera. Se le puede aplicar lo que dice San Juan Damasceno del cuerpo de María: es este Corazón maternal y virginal “la fuente de toda resurrección” (to tês pantôn anastaseôs aition) 103. En el pensamiento del Damasceno, la Asunción se presenta como una glorificación espiritual y corporal de los méritos del Corazón inmaculado de María. Espiritual ante todo, coloca sobre los labios de la Iglesia esta oración elevada a Jesús en favor de su Madre, antes de su muerte: “¡Desciende, desciende, Oh Soberano, ven a dar a tu Madre la recompensa que merece por haberte nutrido! Abre tus manos divinas; recibe el alma maternal, tú que sobre la cruz encomiendas tu espíritu en las manos del Padre. Dirígele un dulce llamado: me hiciste tomar parte de tus bienes, ven a disfrutar de lo que me pertenece”104. Glorificación inclusive corporal de los méritos de la Virgen compasiva: “(María) debía ser arrancada de la tumba y asociada a su Hijo (...) Hacía falta que aquella que había contemplado a su Hijo en la cruz y recibido entonces en el Corazón (egkardion) la espada de dolor que le había ahorrado en su nacimiento, lo contemplara sentado al lado de su Padre.105 Vemos entonces que el Corazón de María mereció -mérito de conveniencia- su propia glorificación privilegiada en el misterio de la Asunción. El Doctor de Damasco, que es tal vez más el poeta y el cantor de la muerte amante de María que de su gloriosa resurrección, y que parece experimentar, frente a la partida de la Madre de Dios, algo de la compasión de los medievales frente a los dolores de María al pie de la Cruz, no concibe que la Iglesia no se reúna en un duelo a la vez triste y alegre para celebrar el último latido del Corazón mortal de la Inmaculada y el primer latido de su Corazón inmortal y resucitado. Para él -las citas que hemos hecho lo muestran suficientemente-, es indudablemente como Corazón de la Iglesia que el Corazón de María muere y resucita: muerto por y para los pecados de los hombres; resucitado por el despliegue pleno de su justificación, con el fin de que María pudiese interceder físicamente por ellos. (Cf. Rm 14, 7-9). Y “ella murió por todos, con el fin de que los vivos no vivan más para ellos mismos, sino por aquella que murió y resucitó por ellos” (cf. 2 Co 5, 15). María puede decir a todos “Hágannos un lugar en sus corazones (...) están en mi corazón para vida y para muerte (cf 2 Co 7, 2-3). La resurrección gloriosa del Corazón de María, como lo ha dicho muy bien el padre Schillebeeckx a propósito de la Asunción, es “la cumbre de la eminente redención de María; marca nuevamente el carácter único de su sublime redención”, al mismo tiempo que es la condición de su parte privilegiada en la distribución de los frutos de la Redención. “María, dice además el teólogo dominico, participa por su Asunción en el poder de Jesús como Señor. Su resurrección es en ella la “puesta en potencia” de su maternidad hacia los hombres (cf. Rm 1,4). La realeza de la Virgen es el fruto por excelencia de su redención y de su colaboración en la redención; es participación en la glorificación de su Hijo sentado a la derecha del Padre, como Redentor de María y del Mundo”106. Para nosotros, seres corporales, que no vemos nuestras almas inmortales, el aspecto más sensible del misterio de la Asunción concierne al cuerpo de María; pero para María el punto decisivo es relativo a su alma. La glorificación de María es ante todo, la entrada inmediata, en el momento de la muerte, de su alma inmortal en el acto único, permanente y definitivo de la visión cara a cara de su Hijo y Creador. Aquí, abajo, el alma de María no veía - al menos no habitualmente - la divinidad de su Hijo, en la que creía como nosotros, pero más que nosotros. Para ella, el instante de la muerte física es también el de la inefable sorpresa espiritual concerniente a la misteriosa Persona divina de su Hijo, oculta hasta ese momento. El Corazón de María descubre la persona de su Hijo que es Luz y Amor. Pero el instante de la muerte es también, para la Virgen Santa, aquello que marca, con el término de su único trayecto terrestre (He 9, 27; LG 48, 59) la imposibilidad de hacer en el futuro nuevos actos meritorios de libertad. Bendita imposibilidad, más importante que la ausencia de toda corrupción en su cuerpo muerto, separado de su alma. Tal como cada uno de nosotros debe aceptar los límites inherentes a su condición de criatura, María comulga, en alegría y en acción de gracias, con la voluntad de las tres Personas divinas, eliminando de manera irrevocable su posibilidad de crecer en la caridad y de merecer nuevos incrementos de gloria celeste. Límite interno de su libertad, coincidente con el alcance bienaventurado del punto culminante del poder de esta libertad; a saber, su grado definitivo e insuperable de caridad por su Creador y Redentor. Para María, la hora de la muerte implica el descubrimiento de la Trinidad bienaventurada, presente en las más íntimas profundidades de su alma desde su Concepción inmaculada; visión de la eterna generación de su Hijo por el Padre y de la eterna espiración del Espíritu de amor por el Padre y el Hijo, que une el ósculo de este Espíritu. Descubrimiento pleno: ha caído el velo del cuerpo. La vida entera de María fue un peregrinaje de fe, de esperanza y de caridad en medios de las angustias y de los sufrimientos; una carrera velozmente e intensamente amante (cf. 1 Co 9, 24-27). Su alma, ontológicamente inmortal, no conoció nunca la muerte del pecado: sobrenaturalmente inmortal, mereció para su cuerpo una resurrección anticipada. Este mérito conoció dos momentos claves: - por un lado, María mortal, consintiendo en la Encarnación confiere al Verbo eterno una carne mortal para la salvación de todos aquellos que han muerto en Adán, como consecuencia de su pecado; Agustín lo comprendió: para él, Cristo debe a María la posibilidad misma de morir por nuestra salvación, puesto que recibió y asumió de ella una naturaleza mortal; - por otro lado, para San Francisco de Sales (sermón 61), María murió de la herida mortal del amor recibido al pie de la Cruz; su muerte, intencionalmente presente, aceptada y ofrecida al pie de la Cruz, forma parte de su cooperación única con el único Redentor. En dependencia de Él y gracias a Él, mereció nuestra salvación y de esta forma, muriendo con Él, nos engendró - nueva Raquel - (cf Gn 35, 16-19) en la vida eterna. Concebido de esta manera, el misterio de la muerte de María está en cierta manera integrado en el misterio de su Asunción gloriosa y abarca casi todo el tiempo de la Iglesia terrestre por sus implicaciones y consecuencias. El corazón, la inteligencia y la voluntad de la Inmaculada Madre de Dios ven y aman al Cristo total, que incluye su cuerpo social y místico, la Iglesia, pero no totalmente, en el sentido que la infinitud divina del Salvador permanece incomprensible para María glorificada; es decir no puede ser comprendida y amada por su Madre tanto como es cognoscible y amable. Jesús trasciende a María eternamente. Nuestra hermana no puede penetrar, dice Suárez, ni todos los pensamientos ni todos los actos interiores de su humanidad, que también la sobrepasa. Sin embargo, durante su exilio terrestre, aceptando desconocer todo lo irrelevante para el ejercicio de su misión, María mereció conocer ahora - en el Verbo, su Hijo, visto cara a cara - nuestras miserias y considerarlas en su misericordiosa y poderosa intercesión, más poderosa que aquí abajo. Conoce en nosotros nuestras oraciones y ora con nosotros y por nosotros, supliendo su indignidad y su enfermedad de tal manera que todo recae en su gloria, en la de su Hijo y en la nuestra. En otros términos, en el Corazón resucitado de María, como en los otros elegidos, pero más, el acto de la visión beatífica apunta también sobre objetos secundarios, vistos en el objeto primario, el Dios uno y trino. Por consecuencia, María no conoce sólo de manera global los peligros a los que estamos expuestos sino, además, de manera particular las necesidades espirituales de cada uno de nosotros. Orando por la salvación de sus hijos terrestres, María ora en ese mismo acto por el cumplimiento pleno de su propia beatitud accidental (aquella que deviene de las otras criaturas racionales); conoce además, en el seno de su gloria, su carencia actual y su plenitud futura. El Corazón de María permanece en una especie de carencia en tanto el número de los elegidos no sea completado (cf. Ap 6,11). María, necesitada de nosotros para la plenitud de su propia alegría, nos atrae sin cesar hacia ella, por su piedad por nosotros. Los que recitan los misterios del Rosario han tenido esta dichosa experiencia. Es lo que el Misal mariano expresa en el prefacio de la fiesta de María Reina del Universo:

“La Virgen María, tu humilde servidora soportó el dolor y la afrenta de la cruz de su Hijo, tú la elevaste por encima de los Ángeles, ella reina en la gloria con Cristo, intercediendo por todos los hombres, Abogada de gracia y Reina del universo”

Muriendo por amor a nosotros y resucitando por nuestra justificación, el Corazón de María no deja de querer encaminarnos hacia la visión de su Hijo, hacia una camaradería corporal con Él.

Bertrand de Margerie S.J.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para la Enciclopedia Católica