Salmo 126: Catequesis de Benedicto XVI
De Enciclopedia Católica
Acaba de resonar la segunda parte del Salmo 131, un canto que evoca un acontecimiento capital en la historia de Israel: la traslación del arca del Señor a la ciudad de Jerusalén.
David fue el artífice de esta transferencia, atestiguada en la primera parte del Salmo, que ya hemos meditado. De hecho, el rey, había hecho el juramento de no establecerse en el palacio real hasta no haber encontrado una morada para el arca de Dios, signo de la presencia del Señor junto a su pueblo (Cf. versículos 3-5).
A aquel juramento del soberano le corresponde ahora el juramento del mismo Dios: «El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará» (versículo 11). Esta promesa solemne, en definitiva, es la misma que el profeta Natán había hecho, en nombre de Dios, al mismo David; afecta a la descendencia davídica, destinada a reinar de manera estable (Cf. 2 Samuel 7, 8-16).
2. El juramento divino involucra, sin embargo, el compromiso humano y de hecho está condicionado por un «si»: «si tus hijos guardan mi alianza» (Salmo 131, 12). A la promesa y al don de Dios, que no tiene nada de mágico, debe responder la adhesión fiel y activa del hombre en un diálogo que entrecruza dos libertades, la divina y la humana.
Al llegar a este punto el Salmo se transforma en un canto que exalta tanto los efectos estupendos del don del Señor como la fidelidad de Israel. Se experimentará, de hecho, la presencia de Dios en medio a su pueblo (Cf. versículos 13-14): será como un habitante entre los habitantes de Jerusalén, como un ciudadano que vive con los demás ciudadanos las vicisitudes de la historia, ofreciendo sin embargo la potencia de su bendición.
3. Dios bendecirá las cosechas, preocupándose de los pobres para que puedan saciarse (Cf. versículo 15); extenderá su manto protector sobre los sacerdotes ofreciéndoles su salvación, hará que todos los fieles vivan en la alegría y en la confianza (Cf. versículo 16).
La bendición más intensa queda reservada una vez más para David y para su descendencia: «Haré germinar el vigor de David, enciendo una lámpara para mi Ungido. A sus enemigos los vestiré de ignominia, sobre él brillará mi diadema» (versículos 17-18).
Una vez más, como había sucedido en la primera parte del Salmo (Cf. versículo 10), aparece en la escena la figura del «Ungido», en hebreo «Mesías», enlazando así la descendencia de David con el mesianismo que, en la relectura cristiana, encuentra su pleno cumplimiento en la figura de Cristo. Las imágenes que utiliza son sumamente vivas: David es representado como un retoño que crece con vigor. Dios ilumina al descendiente de David con una lámpara de luz intensa, símbolo de vitalidad y de gloria, una espléndida diadema marcará su triunfo sobre los enemigos y por tanto la victoria sobre el mal.
4. En Jerusalén, en el templo que custodia el arca y en la dinastía de David, se cumple la doble presencia del Señor, en el espacio y en la historia. El Salmo 131 se convierte, de este modo, en una celebración del Dios-Emmanuel que está con sus criaturas, vive junto a ellas y las ayuda, a condición de que permanezcan unidas a Él en la verdad y en la justicia. El centro espiritual de este himno es ya un preludio de la proclamación de Juan: «Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Juan 1, 14).
5. Concluimos recordando que el inicio de esta segunda parte del Salmo 131 fue utilizada habitualmente por los padres de la Iglesia para describir la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María.
San Ireneo, remontándose a la profecía de Isaías sobre la virgen que da a luz, explicaba: «Las palabras: "Oíd, pues, casa de David" (Isaías 7, 13) indican que el rey eterno, que según la promesa de Dios a David surgiría del "fruto de su vientre" (Salmo 131,11), es el mismo que nació de la Virgen, de la descendencia de David. Por ello, le había prometido un rey que nacería del "fruto de su vientre", expresión que indica una virgen encinta. Por tanto, la Escritura… hace referencia al fruto del vientre para proclamar que el nacimiento de quien tenía que venir acaecería de la Virgen. Así lo testimonió precisamente Isabel, llena del Espíritu santo, cuando dijo a María: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lucas 1, 42). De este modo, el Espíritu Santo indica a los que quieren escucharle que al dar a luz la Virgen, es decir, María, se cumplió la promesa hecha por Dios a David: suscitar un rey del fruto de su vientre» («Contra las herejías» --«Contro le eresie»--, 3,21,5: Già e Non Ancora, CCCXX, Milán 1997, p. 285).
De este modo, vemos la fidelidad de Dios en el gran arco que va desde el antiguo Salmo hasta la encarnación del Señor. En el Salmo ya aparece y resplandece el misterio de un Dios que habita en nosotros, que se convierte en uno de nosotros en la Encarnación. Y esta fidelidad de Dios es nuestra confianza en los cambios de la historia, es nuestra alegría.