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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Evolución: La teoría de Darwin 150 años después

De Enciclopedia Católica

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El naturalista Charles Darwin [1809-1882], después de unos años de desorientación juvenil intentando estudiar medicina en la Universidad de Edimburgo y, luego teología y lenguas clásicas en Cambridge, vivirá entre 1831-1836, por espacio de cinco años, el acontecimiento más importante de su vida, el viaje de investigación científica a bordo del “Beagle” por América del Sur y las islas del Pacífico; expedición que le permitió no sólo descubrir su verdadera vocación de investigador de la naturaleza sino el de realizar múltiples observaciones de animales y plantas. El descubrimiento en Argentina de huesos fósiles de grandes mamíferos extinguidos y la observación de numerosas especies de pinzones en las Islas Galápagos, se incluyen entre los sucesos que lo llevaron a desarrollar sus teorías sobre la transmutación de las especies. En 1839, publicó una detallada descripción de ese viaje con el sugerente título Voyages of the Adventure and Beagle. Veinte años después, en 1859, enfrentado con la posibilidad que se le adelantara Alfred Russel Wallace, finalmente escribió y publicó sus ideas en lo que se convertiría su principal obra, The origin of Species, en la que explica la aparición de nuevas especies y la desaparición de las preexistentes como consecuencia de la selección natural.

Esta teoría es ampliada en 1871 cuando publica The Descent of Man and Selection in Relation to Sex, con la cual el origen de la vida y particularmente el del hombre, fue explicado desde una perspectiva completamente novedosa y revolucionaria. Su mayor descubrimiento radica en la ley que explica el origen y diseño de los seres vivos, a saber, la selección natural. Con este descubrimiento, Darwin extiende al mundo orgánico el concepto de naturaleza derivado de la astronomía, la física, la geología y la química; la noción de que los fenómenos naturales pueden ser explicados como consecuencias de leyes inmanentes, sin necesidad de postular agentes sobrenaturales. En este aspecto, Darwin se asocia y completa la revolución iniciada por Copérnico y Galileo, que todos los fenómenos de la naturaleza estarían ahora al alcance de las explicaciones científicas; explicaciones que él buscó manteniendo hasta su muerte ocurrida en 1882, aquello que más lo caracterizó como hombre de ciencia, el amor y la pasión por la verdad.

Tras su desaparición el legado de la obra darwiniana se ha ido acrecentando con el desarrollo de las ciencias del hombre que empiezan a ocuparse del “Homo sapiens” no sólo como algo más que una parte de la naturaleza, sino como parte de ella y por ello está sujeto a estudio por los métodos de la ciencia natural. “Ningún biólogo serio actual –advierte Francis Collins– duda de la teoría de la evolución como explicación de la maravillosa complejidad y diversidad de la vida. De hecho, lo relacionado de todas las especies a través del mecanismo de la evolución es un fundamento tan profundo para el entendimiento de la biología que es difícil imaginar cómo se podría estudiar la vida sin ella” .

La historia humana ya no se concebía como un drama divino; la diversidad de los orígenes de la moral y de las costumbres humanas ya no se consideraban meramente como consecuencias del pecado, y la ética podía estudiarse antropológicamente tanto como filosófica y teológicamente. Lo nuevo era la libertad de hacer estas cosas y las implicancias de la teoría de la evolución en relación a la creación divina, el sentido de la existencia humana, el fundamento de la moral y las diferencias sociales, entre otros temas, son lo que más le dan vigencia a la obra de Darwin. 

De todos estos temas, sólo me ocuparé de tres, a saber; primero, ¿La teoría de Darwin es atea y antirreligiosa?; segundo, las implicancias éticas y políticas de la teoría evolutiva y selección natural; y, tercero, la destrucción y muerte de la cuna del Homo sapiens, como resultado de la minuciosa aplicación del voraz proyecto “civilizador” y afán de dominio del europeo moderno del que no es ajeno el naturalista inglés. En el tratamiento de los mismos he procurado mantener el amor y la pasión por la verdad que caracterizó a nuestro homenajeado, Charles Darwin.


I


La publicación por Darwin de “El origen del hombre” fue, sin duda –afirma Wilfrid Le Gros Clark–, un acto de gran valor moral. Como es bien sabido, “El origen de las especies” despertó controversias muy acervas y es claro que muchas de las críticas más graves estaban en gran parte influidas por la implicación evidente, en el pensamiento de Darwin, de que el hombre mismo debía su origen a un proceso de evolución más que a un acto especial de creación. La insistencia de Darwin en la variación y la evolución, y su consiguiente ataque a las categorías fijas no era nuevo, pero realmente parecía contradecir ese pasaje del Génesis donde se dice que, “hizo Dios las alimañas terrestres según su especie, y las bestias según su especie, y los reptiles del suelo según su especie: y vio Dios que estaba bien”. Era como si cada especie hubiera sido creada desde el mismo comienzo tal y como tenía que ser. Y, por encima de todo, “Dios creó al ser humano a imagen suya”. De tal manera que los hombres no eran animales complejos sino reflejos o imágenes del propio Dios, y así parecía asegurada la condición privilegiada del ser humano.

Sin embargo, no se debe olvidar que Darwin mismo advirtió al inicio del resumen que preparó como último capítulo de su obra dedicada al estudio del hombre que, “muchas de las ideas expuestas tienen marcado sabor especulativo, y de algunas, ciertamente se probará que son erróneas; no obstante, siempre me esforcé en presentar las razones que me impulsaban a una opinión más que a otras”. Es decir, se trata de conjeturas o teorías propias de un científico que aspira a la verdad mas se sabe limitado para poseerla en su totalidad y ante esta limitación reconoce la posible participación de un ser divino en la creación del cosmos y del hombre aunque no haya sido un acto especial como se narra en el texto bíblico.

Una lectura de los escritos del célebre investigador de la naturaleza, alejada de todo oscurantismo positivista, nos lo muestra como un auténtico filósofo y científico semejante a los de la época auroral y trágica de la filosofía. La naturaleza, y todo lo existente, particularmente el ser humano, tiene un inicio y principio misterioso y, por tanto divino.

“Cuando Tales enuncia: «Todo es agua» –advierte  Nietzsche–, estremece al hombre y lo hace salir del manoseo vermiforme y de ese trastear por todos los rincones, tan característicos de las ciencias particulares…se trata, ciertamente, de medios de expresión muy pobres; en el fondo, son también metafóricos: una traducción infiel realizada a una esfera y a un lenguaje diferentes”.   Especulación, que tendrá un influjo muy profundo en los siguientes filósofos, particularmente en Heráclito, en quien la vibración de lo oculto, invade todas sus palabras. No en vano habría afirmado que, “la naturaleza trascendente ama esconderse”.  
     Charles Darwin, por su parte al igual que estos investigadores y especuladores, al final de su obra de 1859 reconoce que, “la diversidad de seres vivos existentes, ya sea plantas y animales, y que dependen unas de otras de modos tan complejos, han sido producidos por leyes que obran en deredor nuestro. Estas leyes, tomadas en su sentido más amplio son: la de crecimiento con la reproducción; la de herencia…; la de variabilidad…; y una razón de incremento tan elevada, que conduce a la lucha por la vida, y, como consecuencia, a la selección natural, que determina la divergencia de caracteres y la extinción de las formas menos perfeccionadas. Así, pues, el objeto más excelso que somos capaces de concebir, es decir, la producción de animales superiores, resulta directamente de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originalmente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas”. 

Por lo dicho, el orden del mundo biológico se explica en términos de la selección natural, y no las intenciones de Dios. Un proceso ciego, inconsciente y automático parece sustituir al designio consciente del Creador. Se pone en primerísimo plano la lucha por la existencia, en la que las variaciones aleatorias son seleccionadas si benefician al organismo y rechazadas si lo perjudican. La intencionalidad se ha transformado, al parecer, en azar, y en consecuencia el Homo sapiens se convierte en una especie animal más, el resultado azaroso de un proceso de evolución enormemente largo. Para los teólogos es fácil rechazar el darwinismo como una creencia en el sinsentido de la existencia. La teoría de la evolución se puede describir diciendo que proporciona una visión científica y unificada del mundo a expensas de cualquier sentido de valor o dignidad del hombre.

Empero, la teoría darwiniana no es tan opuesta a la interpretación mística-religiosa como aparentemente podría pensarse. Es cierto que la evolución ha suplantado a la creación de las especies, pero es demasiado precipitado suponer que la intencionalidad ha sido sustituida por el azar, o incluso el teísmo por el ateísmo. En 1873, el padre de la teoría evolucionista escribe: “…la imposibilidad de concebir que este grandioso y admirable mundo, con nuestras conciencias individuales, surgió por azar me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios, pero nunca he sido capaz de decidir si ese argumento es realmente de peso”. Incluso Thomas Huxley –gran amigo de Darwin y apasionado defensor de sus ideas, célebre por la violenta polémica que sostuvo en Oxford en 1860 con Samuel Wilberforce, obispo del lugar–, niega que las visiones teológica y mecanicista del universo tengan que ser necesariamente excluyentes. Admite que los fenómenos del universo podrían haber evolucionado intencionadamente a partir de lo que él llama la «organización primordial de las moléculas». La interacción exacta de intencionalidad y azar es claramente complicada y en cualquier caso difícil de demostrar, pero es curioso que ni Darwin ni Huxley se decanten de forma inequívoca por el azar.

¿Cómo explicar estas dudas en Darwin y Huxley? Alguna vez Darwin se llamó a sí mismo agnóstico –empleando el término acuñado por su entrañable discípulo y amigo Huxley– , de aquellos que no han renunciado a la fe en un ser superior, creador y providente del universo, que es únicamente “concebido –según sus propias palabras– por los entendimientos más elevados de todos los tiempos –y, confesionalmente agrega–; muchas supersticiones existentes aún son reliquias de las primeras creencias falsas en punto a religión. La forma perfecta de religión, la idea sublime de un Dios que odia la maldad y ama la justicia, fue desconocida en los antiguos tiempos”.

Hoy, con la nueva perspectiva que tenemos de la filosofía y ciencia en sus orígenes entre sus creadores los griegos, gracias a los estudios de Jacob Burckhardt, Friedrich Nietzsche, Erwin Rhode, Martin Nilsson, Giorgio Colli, Salvador Pániker, Fernando Bobbio, entre otros; y, habiendo conservado un mínimo de superstición –como recomienda Nietzsche– que nos permita entender el concepto de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron inspiración; podemos afirmar que Charles Darwin, está en la misma situación que los primeros filósofos y científicos, que ante la imposibilidad mortal y limitada de explicar lo existente, particularmente en su manifestación humana, desde sus orígenes, queda únicamente la aceptación sensata y sabia de la presencia de lo supremo o divino. “La verdad es necesaria –decía Demócrito–, no las palabras” .

La  teoría de la evolución es, pues, una teoría y pretenciosa especulación de querer dar cuenta del surgimiento de la vida y la diversidad de especies y seres existentes, particularmente el de la especie humana.

Si nos atenemos a los estudios contemporáneos, las pruebas relacionadas a la evolución humana han alcanzado vastas proporciones. Los estudios de anatomía comparada han multiplicado, casi indefinidamente, los detalles estructurales que enlazan al hombre mucho más íntimamente a la familia de los monos antropoides que a ningún otro grupo de primates, los descubrimientos genéticos así lo han confirmado de manera indudable, y las pruebas fósiles actuales remontan el origen de la familia a que el hombre pertenece no a unos cuantos miles de años, sino a un millón aproximadamente.

Sin embargo, siempre quedará algo sin conocer plenamente, como un enigma o misterioso para el hombre. ¿Cuál es el principio de toda esta evolución? “Me parece que la conclusión más segura –afirmaba Darwin en abril de 1873– es que todo el tema está más allá del alcance del intelecto humano…[aunque] cuando pienso en esto –agregaríamos citando su Autobiografía–, me veo obligado a acudir a una primera causa, dotada de una mente inteligente, en cierto grado análoga a la del hombre, y merezco ser considerado teísta…[Sin embargo], no puedo pretender aclarar en lo más mínimo estos abstrusos problemas. El misterio del principio de todas las cosas es insoluble para nosotros y, yo al menos, debo contentarme con seguir siendo un agnóstico” .

Ante la imposibilidad de la respuesta, sólo cabe el silencio y éste es el punto de partida de la actitud mística-religiosa que está al inicio de la filosofía y la ciencia, de ahí que Tales no desacralizara el mundo y afirmara que, “todo está lleno de dioses” ; y, en la época contemporánea, el filósofo vienés recomienda no olvidar esta sabiduría en términos enigmáticos: “De lo que no se puede hablar hay que callar… Lo inexpresable, ciertamente, existe. Se muestra, es lo místico”. Sabia actitud que conocían muy bien los iniciadores del auténtico quehacer filosófico y científico y, que lo supo experimentar y vivir Charles Darwin, como verdadero filósofo y científico.


II


Una de las principales conclusiones que Darwin encuentra en su estudio de 1871 es que, “el hombre, como cualquier otro animal, ha llegado, sin duda alguna, a su condición elevada actual mediante la lucha por la existencia, consiguiente a su rápida multiplicación; y si ha de avanzar aún más, puede temerse que deberá seguir sujeto a una lucha rigurosa. De otra manera caería en la indolencia, y los mejor dotados no alcanzarían mayores triunfos en la lucha por la existencia que los más desprovistos. De aquí que nuestra proporción o incremento, aunque nos conduce a muchos y positivos males, no debe disminuirse en alto grado por ninguna clase de medios. Debía haber una amplia competencia para todos los hombres, y los más capaces no debían hallar trabas en las leyes ni en las costumbres para alcanzar mayor éxito y criar el mayor número de descendientes”. La vida humana, es pues, lucha, competencia, combate, una constante agonía en la que triunfan los más fuertes y mejor dotados; y, así lo habían entendido algunas culturas como la griega en palabras de Homero, los cantos de Gilgamés en Mesopotamia y el mito cosmológico más antiguo que conocemos, la batalla de Marduk y de Tiamet. Por lo expuesto, podemos decir que lo único que en este aspecto Charles Darwin ha descubierto es el mecanismo interno de tal lucha o competencia que es el vivir. La incesante lucha entre los seres vivos es por el alimento y la reproducción en particular, que se da instintivamente obedeciendo impulsos ciegos, irracionales, de voluntad de poder que sólo desea vivir y vencer a la muerte, cuestión que satisfacen los seres vivos mediante la reproducción.

El ser humano no escapa a esta regla de selección natural, compite como especie con las otras especies existentes y entre sí, la lucha es por el alimento, territorio y por el derecho a la reproducción; disputa que de manera particular celebran los machos. Esta competencia los demás animales la realizan con las armas que la propia naturaleza les ha dotado como son las garras, colmillos, etc. Sólo hay un ser que dispone de armas que no han crecido con su cuerpo y de las cuales, por tanto, nada saben sus formas innatas de comportamiento; de ahí que no existan las consabidas y eficaces inhibiciones. Este ser es el hombre. Incesantemente aumenta el poder mortífero de sus armas, que se multiplica con el tiempo. Sin embargo, los instintos y las inhibiciones innatas necesitan, para desarrollarse, espacios de tiempo comparables a los que requieren para adquirir nuevos órganos, o sea períodos de una longitud tal que sólo están acostumbrados a ellos los geólogos y los astrónomos, pero de ningún modo los historiadores. Nosotros no hemos recibido las armas de la naturaleza, sino que las hemos producido con nuestra actividad libre. ¿Qué nos será más fácil? ¿Crear un arma o el sentido de responsabilidad que pide su uso, la inhibición sin la cual nuestra propia estirpe sería victima de sus realizaciones? Es necesario que adquiramos esta inhibición con nuestro libre albedrío, puesto que no podemos fiarnos de nuestros instintos. Instintos o impulsos de vida que en el caso del ser humano son canalizados por un cerebro pensante que elabora explicaciones o justificaciones más rápidamente que las propias inhibiciones.

Así tenemos que las diferencias sociales o jerarquías sociales son de acuerdo a Darwin, un asunto  completamente natural como resultado de la lucha y la competencia entre seres humanos dispares en capacidades y actitudes donde se imponen los más fuertes, existencia  que compartimos con los demás animales, particularmente con los primates y que han quedado plenamente demostrados por los estudios de Jane Goodall y Dian Fossey, entre otros. 

La justicia y la armonía social se debe buscar partiendo de esta constatación natural: siempre habrán diferencias sociales. “…la justicia es discordia –sentencia Heráclito– y que todas las cosas sobrevienen por la discordia y la necesidad…La guerra es el padre y el rey de todas las cosas; a unos los muestra como dioses y a otros como hombres, a unos los hace esclavos y a otros libres”. Las leyes dictadas por los hombres en pleno uso de la palabra que los distingue de los animales, tendrán como objetivo controlar o regir esta saludable lucha dictada por la necesidad, por la propia naturaleza que simplemente es y no cabe calificarla de mala o buena. He ahí el gran descubrimiento de Darwin y el punto de partida para una nueva genealogía de la moral. Por esta razón Nietzsche señalaba que era necesario ganar el interés de los fisiólogos y médicos para estos problemas, “todos los «tú debes» conocidos por la historia –a juicio del autor de la Genealogía de la Moral– o por la investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y la interpretación fisiológica, antes, en todo caso, que la psicológica; todos esperan igualmente una crítica por parte de la ciencia médica...Todas las ciencias tienen que preparar el terreno para la tarea futura del filósofo: entendida esa tarea en el sentido de que el filósofo tiene que solucionar el problema del valor, tiene que determinar la jerarquía de los valores” . Una orientación naturalista y sencilla del ser humano, que retomando la pregunta por el hombre allí donde la dejaron planteada Darwin y Nietzsche, se disponga a entender al ser humano que quizás sea algo más que una parte de la naturaleza, pero ciertamente forma parte de ella y por ello está sujeto a estudio por los métodos de la ciencia natural. Perspectiva de estudio que, dejando de lado las «muchas interpretaciones y significados secundarios vanidosos y exaltados» que se han depositado sobre el «texto fundamental» del ser del hombre. “¡Hombre!¡Qué es la vanidad del hombre –decía Nietzsche bajo el sugerente título Humano, demasiado humano– más vano al lado de la vanidad del hombre más humilde que, en el mundo y en la naturaleza se siente como ‘hombre’!” . Sólo penetrando en la base física del pensamiento moral y considerando su significado evolutivo tendrá el hombre el poder de gobernar su propia vida y la sabiduría necesaria para su cuidar su medio ambiente. Se encontrará entonces en mejor posición de elegir preceptos éticos y las formas de regulación social necesarias para mantener los preceptos acordes con la virtud propiamente humana y reconociendo como el mejor o más fuerte al que sepa cuidar y respetar los preceptos cívicos y jurídicos que nos permitan vivir en un ambiente sano y saludable. Por el respeto a la ley o leyes que garanticen una natural y sana competencia, “es necesario que el pueblo luche –diría Heráclito– como si se tratara de la muralla de la ciudad”.

De lo contrario tendremos explicaciones al dominio de unos pueblos sobre otros bajo el pretexto de una supuesta superioridad racial y cultural de la que hace gala también Darwin. Los capítulos 5-7 de la primera parte de su Origen del hombre, abundan en afirmaciones de esta índole; por citar un ejemplo, “Las naciones occidentales de Europa –sentencia el sabio naturalista– que tantas ventajas llevan en el presente a sus progenitores salvajes, se encuentran, por decirlo así, en la cima de la civilización, y no deben su superioridad primitiva a haberlo heredado directamente de los antiguos griegos, aunque sí les deben muchísimo a las obras escritas por este pueblo admirable”. Sí, no le deben a los griegos directamente el desarrollo cultural, pues, la Europa de la que habla orgullosamente Darwin y la Inglaterra que muchas veces exalta como la superior entre las mejores, es una civilización que ha apostado por el desarrollo tecnológico y el comercio entre cosas incluyendo entre ellas al hombre, cumpliendo el lema baconiano de “Saber es poder” y apropiarse de la naturaleza toda. En este aspecto nuestro afamado naturalista, no puede escapar al paradigma de dominación que venían imponiendo por todo el mundo, los europeos de aquellos años, particularmente los ingleses. La superioridad racial y cultural los asiste como producto de la selección natural, según la explicación “científica” a la que ha llegado después de sesudas cavilaciones uno de sus mejores investigadores y estudiosos de la corona británica. ¡Qué grave error!, semejante en grandeza a otro grande del pensar humano, pero, no ajeno a los prejuicios de su época como Aristóteles y sus comentarios sobre las culturas no griegas y la existencia por naturaleza de la esclavitud.

Sacudidos de estos prejuicios deberíamos tomar en cuenta los consejos de Konrad Lorenz entre otros etólogos para encontrar solución a los urgentes problemas de convivencia social que vive el mundo en la hora actual, pero, desde una condición más natural a la luz de la teoría de la evolución darwiniana. “Seguir una trayectoria de investigación que parte del animal y llega al hombre no significa «menospreciar la dignidad humana» –advierte el fundador contemporáneo de la etología–, del mismo modo que tampoco lo supone reconocer la teoría de la evolución…afirmamos que el estudio comparado permite descubrir aquellos rasgos específicos del ser humano que resultan nuevos en su evolución filogenética, que no se encuentran, con toda seguridad, en la serie de sus antecesores animales y lo diferencian nítidamente de los animales superiores actuales. Afirmamos que es posible ver con especial nitidez el componente esencial humano al descartarlo sobre aquel fondo de propiedades antiguas e históricas que el hombre sigue compartiendo aún hoy con los animales superiores” .

Todos los estudios actualmente realizados en esta perspectiva nos muestran que el animal vive en un nivel psicológico inaccesible a la moralidad; su vida es constitutivamente amoral. El hombre, en cambio, en uso de sus funciones específicamente humanas, como el lenguaje y el pensamiento conceptual, no sólo ha acumulado y transmitido saber sino que se organiza en torno a preceptos morales y como tal, está obligado a discernir a la luz de la razón cualquier impulso o instinto, juzgando si le es lícito seguirlo sin contravenir la ley moral . Y, no es que la razón libera al hombre de la naturaleza y del instinto, como sostiene Leopoldo Prieto López  ; sino que es mediante ella que podemos ejercer control sobre la naturaleza animal que poseemos. El hombre, partiendo de orígenes simiescos y humildes; y, habiendo gustado los frutos del árbol del conocimiento, ha debido abandonar – nos lo recuerda Konrad Lorenz– la placidez de una vida puramente instintiva y animalmente segura, adaptado a un espacio vital bien determinado. Empero, también “esos frutos le obligan a plantearse en todo momento la pregunta: ¿me es lícito ceder a la inclinación que me acosa o comprometo en tal modo los más altos valores de la sociedad”. En definitiva, la conciencia moral es patrimonio exclusivo del hombre, porque una “verdadera moral en el sentido más alto del término presupone actividades intelectuales de las que ningún animal es capaz” .

Es esta conciencia moral la única que nos puede ayudar a evitar ya no la creación, pues, ya existe, sino la radicalización de una «atmósfera de catástrofe mundial», no sólo por la amenaza de las armas nucleares sino por las manifestaciones cada vez más recurrentes de un afán irresponsable e infantil por satisfacer inmediatamente los deseos más primitivos y la correspondiente incapacidad para asumir una responsabilidad respecto a todo cuanto nos depare un distante futuro, como resultado de esta insaciable e irracional búsqueda de placeres meramente sensuales. Búsqueda que se facilita si tenemos en cuenta que la humanidad asiste a una degradación en masa, ajena a la naturaleza, amante exclusivamente de los valores comerciales; una humanidad de sentimientos empobrecidos, domesticada y desprovista de tradición cultural . Por tanto, “continúa siendo verdad que hacia finales del siglo XX –sentencia Giovanni Sartori–, el Homo sapiens ha entrado en crisis, una crisis de pérdida de conocimiento y de capacidad de saber” .

III

Uno de los grandes aciertos que tuvo Darwin en sus especulaciones teóricas sobre el ser humano, fue la de establecer la cuna de la humanidad en el continente africano. “Podemos, con gran probabilidad –decía en su obra dedicada a los orígenes del hombre–, afirmar que África fue antes habitada por especies que ya no existen, que eran muy parecidas al gorila o al chimpancé; y como quiera que estas dos especies son las que más se asemejan al hombre, es también probable que nuestros antecesores habitaran África más bien que otro continente alguno…”. Años después, en la década del sesenta del siglo pasado, Louis Leakey, tras largos años de paciente búsqueda estableció con mucha seguridad el valle de Olduvai en el África como cuna de la humanidad, cuestión que ha sido corroborada por los sucesivos descubrimientos de osamentas de proto-hombres que demuestran la cadena evolutiva hasta llegar al Homo sapiens que inició su aventura existencial hace cien mil años en esa zona y de donde partió para poblar toda la tierra. Desde unos comienzos sumamente sencillos hasta llegar a la sofisticada vida que ha alcanzado en la actualidad, pero, que sólo unos pocos privilegiados, “superiores” diríamos en la jerga especializada del naturalista inglés, gozan.

Sin embargo, el ser humano que de grato muy poco tiene no ha sabido conservar ni cuidar su cuna infantil, pues la ha destruido. Sí, África está destruida; destrucción que en sus inicios denunciara a mediados del siglo XVI, el dominico Fray Bartolomé De las Casas –defensor no sólo de los indios sino también de los guanches y de los negros–, quien llamaba la atención a sus hermanos de fe por las atrocidades cometidas contra los pobladores de Cabo Blanco hasta el Cabo de Santa Ana, quienes aterrorizados se alejaban cuanto podían de las costas. “Buenas noticias llevarían –advertía el célebre dominico– y se derramarían por todos aquellos reinos y provincias, de los cultores de Jesucristo y de su cristiandad” .

Por supuesto, nadie escuchó a Bartolomé De las Casas y si lo hicieron poca atención le prestaron. La destrucción continuó y hoy ese gigantesco continente está muerto. El África que actualmente vemos es sólo un gigantesco cadáver insepulto.

La reciente libertad conquistada por sus pueblos, en apariencia inyecta una nueva savia y un incontenible estallido de vida a un continente que por primera vez en su historia se veía libre del yugo opresor del hombre blanco; pero, observada con detenimiento la nueva situación, se llega a la conclusión que –salvo en contadísimas casos– las potencias colonialistas no habían decidido conceder dicha libertad porque así lo exigía el devenir histórico, sino porque hacía ya algún tiempo habían llegado a la conclusión de que aquel era un limón demasiado exprimido, y que para el poco jugo que daba, más valía deshacerse de él de una vez por todas.

Durante siglos, África había proporcionado esclavos y materia prima, pero abolida la esclavitud un siglo atrás, lo poco que quedaba de las materia primas no justificaba los gastos. Esquilmada, degradada, y en los últimos tiempos peligrosamente superpoblada, África, ya no es para nada atractiva comercialmente, salvo zonas como Sudáfrica, Zimbawue, Argelia o Angola . 

¿Quiénes fueron los responsables de esta destrucción y asesinato? Los europeos civilizados y refinados, particularmente ingleses, que partían de sus puertos persuadidos que eran los superiores por cultura y raza y llegados al África se dedicaron a explotar sus grandes recursos naturales incluyéndolos a los hombres, probablemente de aquellos que guardan los rasgos más cercanos a nuestros más antiguos ancestros; de ellos hicieron esclavos, en una época en que el pensar liberal –que tiene su cuna precisamente en Inglaterra– empezaba a señalar la igualdad de todos los hombres. John Locke, uno de los principales paladines de este pensar, “mientras escribía su Ensayo sobre el entendimiento humano –comenta Eduardo Galeano en su reciente publicación Espejos–, el filósofo contribuyó al entendimiento humano invirtiendo sus ahorros en la compra de un paquete de acciones de la Royal África Company. Esta empresa que pertenecía a la corona británica y a los hombres industriosos y racionales, se ocupaba de atrapar esclavos en África para venderlos en América. Según esta empresa, sus esfuerzos aseguraban un constante y suficiente suministro de negros a precios moderados”.

Ese pensar liberal pasará de la isla al continente europeo echando fuerte raíces en Francia, donde los ilustrados seguirán el ejemplo del liberal inglés. Así, Voltaire, el pequeñito y ruidoso filósofo, hará gran parte de su fortuna también con la venta de esclavos que se obtenían en el África. ¡Qué ejemplo de estos creadores de los Derechos Humanos! Hablar para la tribuna de igualdades y asolapadamente enriquecerse eternizando las desigualdades. Hablar del cuidado de la naturaleza y seguir incentivando el desarrollo de las fuerzas productivas o tecnología, que algún día, no muy lejano llevaran a “la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza y con el hombre, la verdadera solución del conflicto entre existencia y esencia …entre libertad y necesidad…es como naturalismo consumado = humanismo. Es el secreto descifrado de la historia y que se sabe como esta solución” .

Sin embargo, la destrucción del planeta tierra por parte del hombre continúa y de ello no se quiere tomar cabal conciencia. Si la humanidad insiste en seguir la vía del «desarrollo sostenible», pronto también la selva amazónica se encontrará en la misma triste situación que el África. En la frontera peruano-brasilera, por ejemplo, hay una zona llamada Iñapari, en la que se observa en el lado brasilero un enorme desierto ocasionado por la destrucción de la selva en el afán de convertirla en tierra de cultivo de soya para engordar el ganado; y, de los insumos de etanol y biodisel como son el bambú, la caña brava, el piñón blanco y la higuerilla” .

Y, en la tan promocionada China, en la que el proyecto europeo moderno fuera sembrado en las tierras bañadas por el río Amarillo o Huang He, ; primero,  por las manos  nacionalistas y, luego, por las endurecidas y  «candorosas» manos del proletariado al mando del Gran Timonel, ha empezado a dar sus «magníficos frutos»: La proliferación de fábricas, granjas y ciudades, está agotando los recursos del río Amarillo y extrayéndole, literalmente, hasta la última gota. La poco agua que no se usa y queda en el río está contaminada, mortal contaminación que procede de la falange de fábricas farmacéuticas y químicas ubicadas en Shizuishan, considerada hoy una de las ciudades más contaminadas del mundo. En un informe de 2007, el Ministro de Salud  de China, culpaba a la contaminación atmosférica y del agua por el alarmante aumento en los casos de cáncer en todo el país desde 2005; 19% en las áreas urbanas y 23% en el campo. Casi dos tercios de la población rural de China, más de quinientos millones de personas, usan agua contaminada por aguas negras o residuos industriales. No sorprende que el cáncer gastrointestinal en la actualidad sea la causa de muerte número uno en el campo. 

La difícil situación del río Amarillo, por lo expuesto, es indudablemente, una crisis ecológica de gran magnitud, que ha provocado la escasez del único recurso sin el cual no puede vivir ninguna nación, el agua . Una nación como la andina que tradicionalmente, aunque parezca paradójico, le rendía culto al agua, se encuentra en tan lamentable situación por la falta de sensatez y sentido común del llamado Homo sapiens.

Ante la enorme y fatal destrucción de la naturaleza, podemos preguntarnos con un sentimiento de extrema angustia: Quo vadimus, Homo sapiens? O decir con Edward Wilson que, “ha comenzado ahora otra catástrofe, la sexta de la historia fanerozoica, ocasionada esta vez por la actividad humana. Aunque no proviene de violentos sucesos cósmicos, puede ser tan mortífera como las anteriores…somos sin lugar a dudas el gran meteorito de estos tiempos” . Pues, si no se toman pronto medidas correctivas –entre ellas la de la retirada sostenible en lugar del desarrollo sostenible , evitar el anarquismo informático y mediático –, las estimaciones de los especialistas señalan que para mediados del presente siglo, los cambios climáticos podrán ser la principal causa de la extinción del 25% de las especies vegetales y animales.

Debemos cuidar primorosamente la tierra, es nuestro hábitat y en ella vivimos interrelacionados con los otros seres vivos, que como nos enseñó Charles Darwin mantenemos muchas afinidades como para desconocerlas y descuidarlas; pues, si no cuidamos de ella, ella cuidará de sí misma haciendo que ya no seamos bienvenidos. “Los que tengan fe –advierte James Lovelock– deben volver a contemplar nuestro hogar planetario como si estuviera vivo, como un lugar sagrado [Gaia], parte de la creación divina que nosotros hemos profanado …y [abrir el diálogo entre la fe y la ciencia], entre la fe y Gaia, que es la vía hacia la consiliencia” . Una tierra y naturaleza no sólo viva sino inteligente, como sugiere Jeremy Narby en su última y enteógena publicación .


Bibliografía

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