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Sábado, 23 de noviembre de 2024

Diego Antonio de Parada

De Enciclopedia Católica

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Los Reyes de España siempre fueron muy escrupulosos en la elección del candidato que debían presentar al Papa para ocupar la sede de [Lima] En el caso del Arzobispo Diego Antonio de Parada se tuvo en cuenta su pertenencia a una antigua familia de Huete, en Castilla la Nueva, su experiencia de Profesor de Jurisprudencia y de Derecho Canónico en las Universidades más importantes y célebres de España, su paso por la Canonjía Doctoral de la Iglesia de Astorga, y su admirable gobierno de la diócesis de La Paz.

Después de haber regido a la Iglesia de La Paz durante nueve años, fue promovido al Arzobispado de Lima, en 1761, por el Rey Carlos III; tomando posesión de la sede limense el 23 de noviembre de 1762, en situación bastante precaria, debido a que aún no se había reedificado el palacio arzobispal, destruido por el gran terremoto del 28 de octubre de 1746. Vivió en casa alquilada mientras reconstruía, a sus expensas, la antigua vivienda de los Arzobispos que se encontraba inhabitable. La morada no sólo fue mejorada, sino que, además, se le acondicionaron espacios destinados al comercio. El dinero percibido por su alquiler fue tan considerable, que fue afectado para que sus sucesores contaran con un fondo para el reparto de limosnas.

En su trato con las personas, el Arzobispo Parada, no tenía aristas, llegando inclusive a captar la benevolencia de una persona de carácter tan difícil como el Virrrey [Manuel de Amat], personaje que - como es sabido - no tenía ninguna simpatía por la Iglesia, ni llevaba, precisamente, la vida de un asceta. El Arzobispo Parada regía su vida según el concepto que encierra este dístico: Laudatur merito laudator, amatur amator; ergo ut lauderis lauda, ut ameris ama. Se dice que era tan considerado, que de manera estudiada ocultaba sus conocimientos a los demás, y que cuando era necesario que emitiera su opinión, lo hacía tratando de no hacer sombra a los entendidos y de no humillar ni avergonzar a los ignorantes. Pero no se piense que era persona que suplía la falta de energía con la mansedumbre y la incapacidad con el trato almibarado. Todo lo contrario: era un hombre de gran talento, pero de mal genio y de temperamento bastante fuerte, inclinado al enojo y a la ira, defectos que combatió a lo largo de su vida, logrando alcanzar, pese a todo, un carácter benigno y conciliador.

Entre los problemas que debió enfrentar el gobierno de Parada, podemos mencionar: la demora en la tramitación de los documentos remitidos a la autoridad arzobispal, que remedia tratando de decidir en el día los asuntos sometidos a su consideración; la crisis que existía en la composición de las órdenes de religiosos y religiosas, causada por el ingreso de personas sin vocación, que trataban de “buscar la subsistencia en el ocio”, situación que empieza a remediar - siguiendo el ejemplo de su antecesor Escandón - con la reducción del clero, permitiendo sólo la ordenación de aquellos sujetos que habiendo podido superar las investigaciones más severas y secretas, gozaban fama de talento y de buenas costumbres, condiciones que requiere el servicio del Altar; “y esto después de haberlos hecho esperar 4, 5 y aún 12 años”. Este proceder permitió que el número de clérigos que alcanzaba a 500 a su llegada, pudiese ser reducido - para el año de su muerte, en 1779 - a sólo 260. Su gobierno se preocupó, también, de la educación de las niñas jóvenes y de la corrección de las mujeres extraviadas, creando para este fin el Colegio de la Caridad y de Amparadas de la Purísima Concepción.

Sin duda alguna, la más enojosa situación que tuvo que enfrentar este Prelado fue la expulsión de los jesuitas en 1767, sin poder hacer nada para evitarla. Convocó a sus sufragáneos, al Concilio (sexto) que se inició en 1172, donde no permitió que se materializaran las pretensiones de los enemigos de la Compañía de Jesús; es decir, la condenación de las doctrinas “relajadas y nuevas” que sustentaban en las cátedras los doctores de la Compañía de Jesús.

En el Concilio se trató el tema - mencionado líneas arriba - de la minoración del clero y de las condiciones que había de exigirse a los ordenados. El número de religiosos era elevadísimo, llegando inclusive a sobrar, pues excedía el número necesario para atender las necesidades de los fieles. Existía el vicio de abrazar la vida religiosa sin verdadera vocación, hecho que fue motivo de no pocos escándalos y malos ejemplos, además de contradecir lo elevado de su profesión. También se abordó el problema referido al ingreso de los indígenas a los seminarios. Ya para el siglo XVIII no había ninguna prohibición que les impidiese el ingreso, aunque también hay que decir que las vocaciones de este sector social eran poco numerosas. Las vocaciones de indios se manifestaron muy lentamente, y en época posterior.

El Concilio creyó necesario incluir en las actas, al final, el texto del Catecismo Menor y Mayor, en quechua y castellano, que aprobara la Asamblea. Aunque hubo algunos pedidos para que la redacción final de estos documentos fuese enmendada, prevaleció la opinión de mantener la redacción original.

Se puso énfasis en la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños y adultos, ya fuesen españoles o indios. No sólo se señaló la obligación de hacerlo, sino que además se plantearon algunas sugerencias para llevar a cabo esta cristianización.

Abordando el tema del dispendio que rodeaba la celebración de algunos sacramentos, el Concilio buscó reducir las ofrendas y oblaciones de los fieles, y declaró proscrita la costumbre de pedirlas. En cuanto a la celebración del matrimonio mandó que hubiese arras y anillos comunes, con el fin de evitar que los contrayentes incurrieran en grandes gastos.

Respecto del Concilio de 1772, es necesario decir que, aunque sus actas fueron remitidas al Consejo para ser transmitidas al Papa con el fin de pedirle su aprobación, esta última parte del proceso no llegó a verificarse por desinterés del Consejo. Por este motivo, las disposiciones de este Concilio, según el derecho, no tuvieron fuerza obligatoria.

Otros hechos destacables de este gobierno episcopal, fueron la promulgación de un Edicto, mediante el cual puso fin a la relajación del ayuno eclesiástico, siguiendo la línea de los Breves de Clemente XIII y Benedicto XIV, y la reducción de los asilos eclesiásticos, señalando para el goce de este derecho a la Iglesia Matriz de cada pueblo. Para el caso de Lima se designó a la Iglesia Metropolitana, y a la de San Marcelo, para los varones; y para las mujeres la del [Beaterio] de las Amparadas de la Concepción y la del Beaterio del Patrocinio. Pero, por no ser del agrado del Rey esta determinación, sólo la Catedral y la Iglesia de San Marcelo disfrutaron de este privilegio para toda clase de personas.

Este Arzobispo visitó por tres veces la arquidiócesis. La primera, personalmente, y las dos últimas a través de un vicario, debido a lo avanzado de su edad.

Pasó sus últimos días en el pueblo de Miraflores, en cuyo clima buscó el alivio para sus achaques. Luego de casi 17 años de gobierno, falleció a los 81 años el día 26 de abril de 1779. Su cadáver fue embalsamado y expuesto por tres días, al cabo de los cuales fue inhumado en la cripta de la Catedral.

Las fuentes básicas para el estudio de este personaje son :la ”¨Relación de las Exequias del Arzobispo Parada”, 1781. García y Sanz, Pedro; Apuntes para la Historia eclesiástica del Perú; segunda parte; Lima, Tipografía de “La Sociedad”, 1876. Vargas Ugarte, Rubén; Historia de la Iglesia en el Perú, tomo IV, Burgos 1961, Imprenta de Aldecoa.