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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Cónclaves: No siempre hubo I

De Enciclopedia Católica

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Dentro de unos días, tras la declaración de sede vacante cuando se haga efectiva la renuncia del Papa todavía felizmente reinante, habrá cónclave en la Iglesia para elegir a su sucesor. Será el segundo del siglo XXI y, de momento, el último de una larguísima serie que se remonta al siglo XI y fue sólo interrumpida en 1415, cuando la elección de Martín V fue decidida por el concilio de Constanza y no por los padres cardenales, pues los que había pertenecían a tres diferentes colegios en pugna (el romano, el aviñonés y el pisano), aunque en 1429 fue convalidada por el cónclave reunido en Peñíscola tras la renuncia del papa de la obediencia aviñonesa Clemente VIII (Gil Sánchez Muñoz).

El cónclave no siempre fue la forma de elegir al sucesor de Pedro. Para empezar, el primer papa fue nombrado directamente por Nuestro Señor Jesucristo, que le dio el poder de las llaves personalmente. Fue la primera y última vez, pues las elecciones siguientes fueron dejadas definitivamente al criterio de la Iglesia, la cual, siendo institución divina compuesta por hombres, se ha venido regulando en la materia de acuerdo con las distintas circunstancias sociales e históricas.

Así pues, en los primeros tiempos del Cristianismo, en el contexto de religión perseguida, fue natural que el Vicario de Cristo señalara a algún clérigo de su confianza para sucederle a su muerte: es lo que se entiende por sucesión testamentaria. San Lino (67-76), designado por san Pedro, habría, a su vez, designado a su condiscípulo san Anacleto (76-88); éste a san Clemente I (88-97), preconizado obispo por san Pedro, y Clemente a san Evaristo (97-105). Este tipo de sucesión papal se hizo más esporádico a medida que se fue imponiendo el sistema de elección por la comunidad de la iglesia de Roma a partir de san Alejandro I (105-115).

Sin embargo, aún en el siglo V el papa griego san Zósimo (417-418) fue elegido muy probablemente por indicación de su antecesor Inocencio I, a quien se lo había recomendado San Juan Crisóstomo. Un intento de consagrar la designación testamentaria y el primer texto legal de regulación de la sucesión de la sede romana fue el decreto promulgado por el papa san Símaco (498-514) el 1º de marzo de 499, en el curso de un sínodo en San Pedro, en el que participaron 72 obispos de Italia.

El Papa quería evitar con ello un cisma, como el que se suscitó en su propia elección un año antes, cuando, por injerencia del basileus Anastasio I, se le opuso un antipapa en la persona de Lorenzo, arcipreste de Santa Práxedes. En lo sucesivo cada papa establecería quién habría de sucederle. En caso de fallecer de improviso y sin haber podido indicar su voluntad al respecto, se procedería a la elección del nuevo pontífice por parte del clero romano con exclusión de los laicos. Estas normas, apenas se cumplieron. De hecho, a la muerte de Símaco, fue elegido unánimemente San Hormisdas (514-523) sin haber sido designado por aquél.

El último intento firme de hacer prevalecer la designación testamentaria fue el de Félix IV (526-530), que, sintiéndose enfermo e invocando el Decreto de Símaco, reunió al clero romano y al Senado, en cuya presencia impuso su propio palio al archidiácono Bonifacio señalándolo como a su sucesor. Efectivamente, un grupo de sacerdotes fieles al papa Félix eligió a Bonifacio II, pero otro grupo más numeroso de clérigos y laicos reunidos en la Basílica Julia le opuso a Dióscuro, aunque éste murió 22 días más tarde, acabando así el breve cisma.

Bonifacio intentó, a su vez, designar al diácono Vigilio como su sucesor, pero en 531, pero chocó con la oposición frontal de la corte de Rávena, donde residía el representante del emperador bizantino. El papa Agapito I (535-536) se opuso al Decreto de Símaco, que finalmente fue abandonado por el papa Vigilio (537-555), el cual aceptó por debilidad la injerencia del poder político.

En efecto, el emperador Justiniano I, que ansiaba reconstituir el Imperio Romano en su integridad, se sentía con el derecho a decidir sobre la elección del obispo de Roma, al que consideraba el más alto funcionario imperial en Occidente. En 554 hizo publicar su Pragmática Sanción, mediante la cual asociaba al papa al gobierno político de la Italia bizantina y aumentaba el poder de los obispos frente al de los funcionarios civiles del Imperio. Como lógica consecuencia, tanto el nombramiento del Romano Pontífice cuanto el de los obispos debían someterse desde entonces al placet imperial.

Un intento tardío –y fallido– de designación testamentaria fue el de Celestino III (1191-1198). En la Navidad de 1197, el nonagenario y valetudinario pontífice reunió a los cardenales para anunciarles su intención de abdicar, a condición de que eligieran como sucesor suyo al cardenal Juan de Santa Prisca, su más próximo colaborador y hombre de confianza. Los príncipes de la Iglesia rechazaron la idea y pocas semanas más tarde el papa murió. Fue elegido en cónclave el cardenal Lotario de los Condes de Segni, precisamente quien menos se hubiera esperado el difunto, que lo había mantenido relegado de la Curia Romana debido a una antigua rivalidad entre las familias de ambos (Orsini y Conti).

El nuevo papa, que tomó el nombre de Inocencio III (1198-1216), fue el más poderoso de toda la Historia de la Iglesia. Mucho más reciente es el caso del venerable Pío XII (1939-1958), el cual, aunque elegido normalmente en cónclave, fue concienzudamente preparado por su predecesor Pío XI (1922-1939), de quien era secretario de Estado, para sucederle.

En efecto, el papa Ratti –cosa inusitada en aquella época para el colaborador más directo del Sumo Pontífice– hizo viajar al entonces cardenal Pacelli por las dos Américas y Europa con el claro propósito de hacerlo conocido y entrenarlo. Además, no escondía su predilección por el que consideraba abiertamente su delfín. Solía decir en público, refiriéndose a él: “Farà un bel Papa” (“Será un gran papa”). Aunque no se pueda hablar estrictamente de una designación testamentaria, lo cierto es que el plan de Pío XI dio resultado.

Ya se ha visto cómo san Alejandro I (105-115) fue elegido libremente por la comunidad cristiana de Roma, apartándose así la sucesión papal por primera vez de la designación testamentaria. Durante los siguientes trescientos años la elección del obispo de Roma por su clero y pueblo funcionó más o menos regularmente, a pesar de algunas divisiones. Ello respondía a la romanización de la sede de Pedro, que no vio inconveniente en adoptar las tradiciones de la civilización antigua, uno de cuyos aspectos más importantes era el consorcio del Senado y del pueblo romanos, plasmado en el famoso acróstico S.P.Q.R. (SENATVS POPVLVS QVE ROMANVS).

Incluso en época imperial, este ideal de la República era formalmente respetado. Ahora bien, el clero de Roma fue asimilado al Senado, en tanto su feligresía lo era al populus. Era, pues, natural que clero y pueblo eligieran a su obispo. Este sistema quedó mediatizado por la Pragmática Sanción de Justiniano de 554, la cual acabó, además, con el Decreto de Símaco.

Antes de que el basileus bizantino se arrogase formalmente la prerrogativa del placet imperial a la elección papal hecha por el clero y pueblo romanos, ya había habido el antecedente de una suerte de confirmación en forma de carta que envió el emperador Valentiniano II al prefecto Piniano tras la exaltación de san Siricio (384-399) a la sede romana. Por su parte, Odoacro, rey de los hérulos, el conquistador de Roma en 476, había reivindicado su intervención en la elección papal y, a la muerte del papa san Simplicio en 483, había enviado a Roma un plenipotenciario con un decreto presuntamente firmado por el difunto pontífice, en el que se establecía que, en lo sucesivo, la elección de un nuevo papa debía ser consultada con los delegados reales.

Los electores dieron por bueno el documento y nombraron a un patricio romano de la familia de los Anicios: Félix III (483-492), el cual recibió el placet regio de Odoacro. Muerto éste, los reyes ostrogodos, que dominaban ahora en Italia, reivindicaron lo que consideraban el derecho de intervención real reconocido por Simplicio y lo ejercieron en algunas elecciones.

Tras la caída de los ostrogodos en 553 por obra del general bizantino Narsés, la injerencia política en la designación del obispo de Roma fue monopolio del basileus de Constantinopla.

La espera de la aprobación imperial hizo en muchas ocasiones retardar más de lo conveniente la consagración de un nuevo elegido como Papa, lo que fomentaba las diatribas e intrigas cuando no los desórdenes, que habían de ser reprimidos por la milicia.

Poco a poco fue ésta adquiriendo carta de ciudadanía como tercer elemento concurrente en las elecciones papales. Al lado del clero y del pueblo, el ejército comenzó a intervenir también en ellas, como quedó patente en la del papa Juan V (685-686). El problema de la demora de la confirmación imperial se había puesto de manifiesto en las consagraciones de San León II (682-683) y San Benedicto II (684-685), que tardaron respectivamente dieciocho y once meses.

La consideración de los gastos y la pérdida de tiempo ocasionados movieron al emperador Constantino IV Pogonato a delegar con carácter permanente su derecho personal en el exarca de Rávena, que hasta entonces había obrado sólo con la expresa autorización imperial dada cada vez. De todos modos, también la confirmación del exarca se hizo esperar en más de una ocasión.

A principios del siglo VIII el emperador Justiniano II, enemistado con el exarca, le arrebató el privilegio de confirmación de los papas electos. Por eso vemos a León III Isáurico darla inmediatamente desde Constantinopla a San Gregorio III (731-741).

Por otra parte, el Exarcado de Rávena y la Pentápolis fueron asediados en este tiempo por una nueva potencia que había surgido en el norte: el reino longobardo. El sucesor de San Gregorio III, el griego Zacarías (741-752) fue consagrado sin pedir ni esperar ninguna confirmación. Por lo demás, el emperador Artavasdes, concentrado en conservar el poder que había usurpado, se había desinteresado por completo de la suerte de la Italia bizantina.

Justamente bajo el pontificado de Zacarías ocurrió un hecho capital que iba a determinar el futuro del Papado e influiría en el sistema de elección de los romanos pontífices: el reconocimiento de Pipino como rey de los Francos y la famosa donación de 756.