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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Sentido del dolor

De Enciclopedia Católica

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La Asociación Cultural Círculo de Encuentro sensible ante los desafíos del mundo de hoy, busca desde la fe de la Iglesia, contribuir en la forja de una cultura de vida que promueva los valores auténticamente humanos y responda a los anhelos más profundos del hombre contemporáneo. Con la mirada puesta en este horizonte hemos organizado una serie de conferencias que buscan responder a los cuestionamientos que surgen de dichos anhelos.

El 11 de abril de 2002, en el auditorio del Centro Cultural Peruano Japonés en la ciudad de Lima, se presentó la conferencia ¿Hay sentido en el dolor? a cargo de Rocío Figueroa Alvear, superiora en Italia de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y profesora de teología en el Seminario interdiocesano Juan Pablo II en Salerno, Italia.

Dicha pregunta fue abordada desde una reflexión antropológica y cristológica con el fin de iluminar el misterio del sufrimiento humano. Con una mirada esperanzadora presenta la posibilidad de vivir este peregrinar humano, con sus luces y sombras, alegrías y dolores, en un horizonte de fe y con una visión de eternidad.

La autora ha revisado el texto para la presente edición. Se ha conservado el estilo oral propio de la ocasión

Introducción

Profundizar en el misterio del ser humano ha sido una inquietud que ha acompañado la his-toria de los hombres y del pensamiento desde sus inicios. Ya sobre el dintel del templo de Delfos se leía la exhortación: «Conócete a ti mismo», testimoniando con ello un rasgo que distingue al ser humano de toda la creación. El hombre está llamado a ser «conocedor de sí mismo» . Blas Pascal comprendió esta característica única de la persona humana:

«el hombre no es más que una caña, la más frágil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para destruirla; un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastase, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, puesto que él sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo no sabe nada» .

Plásticamente describe la fragilidad humana junto a su grandeza. Sólo el ser humano es ca-paz de realizar la pregunta por la propia mismidad. Esta búsqueda existencial por la propia identidad revela la profundidad del ser humano y es un signo que apunta a una realidad que lo sobrepasa expresando el horizonte trascendente al que está llamado. Aquí reside su grandeza. El ser humano busca la verdad, y en esta búsqueda se descubre como un ser que tiende a la plenitud trascendente.

De la seriedad y el compromiso con que se asuma esta búsqueda dependerá el éxito de en-contrar la respuesta y la posibilidad de la propia felicidad y realización.

En esta búsqueda por la propia identidad la Revelación sale al encuentro del ser humano mostrándole su grandeza y dignidad. El hombre fue creado por Dios para entablar con él un diálogo de amistad y comunión. Romano Guardini expresa esta invitación afirmando: «me creó al llamarme a ser su “tú”» . El ser humano es persona en la medida que despliega su ser en la vivencia del encuentro plenificante: encuentro consigo mismo, con los demás y con el Tú divino . Ser persona significa ser único, irrepetible, llamado a la libertad y al desplie-gue en el amor y al encuentro profundo con Aquel que es Comunión de Amor.

Es gracias a esta dimensión de encuentro que el ser humano puede adentrarse en el miste-rio de su propia mismidad para desde ahí autoposeerse y asumir responsablemente la pro-pia existencia. Es en este camino de encuentro consigo mismo que todo hombre se enfrenta con preguntas fundamentales sobre sí mismo: ¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene el dolor? ¿Qué hay después de esta vida? Son preguntas acuciantes que esperan una respuesta que sacie el anhelo de encuentro con la verdad sobre la propia humanidad.

Quisiera detenerme en dos de estas preguntas: ¿Qué hay después de esta vida? ¿Hay senti-do en el dolor? Mi intención es ahondar en ambas preguntas para poder mejor responder desde la fe a la primera y fundamental cuestión: ¿Quién soy yo?


¿Qué hay después de esta vida?

Hay una realidad ante la cual nadie queda indiferente, y ésta es la muerte. Es ante ella don-de la persona experimenta su propia contingencia y fragilidad y «donde alcanza su cima el enigma de la condición humana» . La muerte es un hecho frente al cual ningún ser humano puede escapar. Muchos tratan de silenciar su existencia o evadir su presencia, pero tarde o temprano llega a todos. Sin embargo, no es una experiencia conocida, pues ningún vivo ha experimentado la muerte. Ninguno que haya atravesado el umbral de la muerte ha podido regresar a compartir su experiencia.

Por ello, es sólo a través de un “tú” cercano que el misterio de la muerte se aproxima y pone ante nuestros ojos su realidad inesperada. Ante la pérdida de alguien querido la muerte deja de ser una realidad abstracta e impersonal: «el sentimiento de la muerte como "mía" y de su proximidad se hace sentir de forma más viva en ciertos momentos de nuestra existencia: por ejemplo, con ocasión de una enfermedad grave, de la muerte de un amigo, de un pariente inmediato» . Según D. von Hildebrand, «es en la muerte de los seres a los que queremos profundamente y, en rigor, sólo en la de aquel al que amamos, con amor extremo, más que a todas las otras personas, donde nos encontramos con este fenómeno de una manera ple-namente existencial» . Se experimenta la muerte como real y como un acontecimiento que me atañe. De pronto, se percibe cercana como un hecho que tarde o temprano tocará las puertas de la propia vida. Se experimenta más claramente la caducidad de la existencia. An-te el tránsito de alguien cercano, se advierte como si la muerte truncara repentinamente y arrebatara sin aviso la vida rompiendo bruscamente su recorrido armonioso. Es éste un momento clave que lleva a muchos a revalorizar la propia existencia: la conciencia de su va-lor irrumpe con toda su carga existencial buscando reordenar la jerarquía de valores o las prioridades de la vida cotidiana. Todo adquiere una medida diversa. Uno es capaz de libe-rarse de una perspectiva superficial de la cotidianidad volviendo la mirada a lo esencial y sorprendiéndose ante las distracciones en las que muchas veces se había caído.

La realidad de la muerte estremece, pues no sólo cuestiona sobre la vida eterna sino que interpela el peregrinar humano. Preguntarse por el sentido de “mi” muerte es confrontarse con el misterio de la propia identidad. De pronto cada minuto que se recorre asume un peso eterno, pues de las opciones y de las decisiones cotidianas —grandes o pequeñas— de-penderá el destino eterno. La muerte implica un juicio sobre lo que es la vida.

Quisiera servirme del poeta César Vallejo para comprender cómo sus preguntas buscan una respuesta profunda al misterio de la muerte. Se suele decir que la literatura «es el espejo auténtico de una época en sus interrogativos más profundamente humanos» . Vallejo es un poeta que ante todo enfrenta el hecho de su propia muerte sin huirle: «Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París — y no me corro — tal vez un jueves, como es hoy, de otoño» .

Nuestro autor constata la realidad de su fin y comprende que la muerte es el paso ante el cual nadie irá acompañado, pues se muere solo. Al máximo uno podrá ser escoltado hasta el umbral por los seres más queridos, pero la muerte es el acto personal por excelencia. Es el momento en que se está solo ante uno mismo y ante la propia vida, es el momento del encuentro con uno mismo. Lo recita bellamente: «Jueves será, porque hoy, jueves, que pro-so estos versos, los húmeros me he puesto a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, con todo mi camino, a verme solo» . El poeta ha entendido que el misterio de la muerte tiene tal importancia que merece su reflexión y sus versos. Pensar en este misterio no es otra cosa que pensar en el sentido de la vida: «¿Soy un ser para la vida o un ser para la muerte?» .

Hay dos maneras de responder a esta pregunta. Una de ellas proclama que todo termi-na con este peregrinar humano, por lo que la existencia se limita al momento presente. Quien vive en esta dimensión fugaz y pasajera de la existencia encontrará como consecuen-cia lógica el vacío y el sinsentido de la vida en este mundo. Hoy son muchos los que viven bajo este prisma desesperanzado y nihilista, dignos representantes de un agnosticismo, co-mo el de un Camus que proclamaba: «Anteriormente se trataba de saber si la vida, para ser vivida, debía tener un sentido. Ahora parece, por el contrario, que se la vivirá tanto mejor cuanto menos sentido tenga» . Sin embargo, esta opción por el sinsentido con la mirada puesta en la "nada" pareciera que contradice la experiencia profunda del corazón humano.

¿Hay alguna experiencia humana que verifique y acerque a la verdad de la invitación del hombre a una vida eterna? ¿La vida eterna es una locura del cristianismo? En nuestro tiem-po se hace imprescindible acercarse a una vivencia cercana que sirva de clave hermenéutica para ahondar en el misterio de las realidades últimas. Trataremos de acercarnos al misterio de la vida eterna a través de una experiencia humana que apunta a la fe en la Resurrección: el hambre de Infinito y el anhelo de comunión.

La persona anhela permanecer y rechaza la posibilidad de destrucción. Todo su ser clama por permanecer en el ser y vivir para siempre. Mas aún, la persona es grito que pide permanecer, deseando la eternidad que no puede otorgarse a sí misma. Hay en el propio interior una exigencia que clama por no desaparecer y por no caer en la nada. Sin embargo, al constatar la propia fragilidad y contingencia se verifica que el ser humano es incapaz por sí solo de otorgarse esta vida eterna. El catecismo alemán lo expresa de esta manera: «El hombre es un grito de inmortalidad y de vida eterna, que él mismo no puede satisfacer por-que ese anhelo exige más de lo que el hombre puede dar. La respuesta sólo puede venir de la fuente y plenitud de la vida. Así, la nueva vida, la inmortalidad del hombre tiene un sentido dialógico: existencia que proviene totalmente de Dios y que se orienta totalmente a Dios» .

Otra clave existencial que nos puede abrir paso a esta verdad revelada es el anhelo de comunión. G. Marcel definía esta experiencia como el deseo del amante de que el amado no muera . Quien ama profundamente a alguien experimenta el anhelo intenso de una pre-sencia continua, un clamor que pide que la persona amada no muera ni desaparezca. Todo el ser del hombre parece que quisiera confirmar las palabras del Cantar de los cantares: «el amor es más fuerte que la muerte» (8,6). Esta hermosa cita expresa dos verdades fun-damentales: por un lado, el deseo profundamente humano de vivir el amor y la comunión y al mismo tiempo el anhelo de vivir este amor y esta comunión eternamente.

Hoy en día somos testigos de muchas traiciones al amor. Estamos ante una claudicación de la propia humanidad en que no pocos han renunciado a la posibilidad de vivir un amor indestructible o duradero. La desintegración del matrimonio y la familia muestran esta dra-mática realidad. Frente a este panorama desolador, el compromiso por ahondar en la ver-dad del corazón humano y descubrir en él la vocación a la comunión y el llamado a vivir el despliegue en el amor se vuelven esperanzadores.

Nuestra humanidad, con su impulso a permanecer en el ser y a vivir el despliegue del amor, clama por la vida eterna. Y en este tema el poeta peruano también nos acompaña. César Vallejo no concibe que la fuerza del amor no pueda triunfar sobre la muerte; todo su ser reclama un amor perpetuo que libre a la creatura de las garras de la destrucción mortal. Vallejo no es un nihilista, es hombre en busca de certezas que vayan más allá de la muerte. Traigamos a la memoria su poema Masa:

Al fin de la batalla, Y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre Y le dijo: No mueras, te amo tanto! Pero el cadáver ay! Siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle: No nos dejes! Valor! Vuelve a la vida! Pero el cadáver ay! Siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil, Clamando: "Tanto amor y no poder nada contra la muerte!" Pero el cadáver ay! Siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos, Con un ruego común: Quédate hermano! Pero el cadáver ay! Siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra Le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado; Incorporóse lentamente Abrazó al primer hombre; echóse a andar...


Este grito y clamor existencial no es una quimera ni una invención humana. Toca las fibras profundas del hombre que anda en búsqueda de eternidad. La sed por un encuentro plenifi-cante es un signo que señala el horizonte humano: la persona ha sido creada para vivir en comunión de Amor. Y es que «el germen de eternidad que lleva en sí mismo, irreductible a la sola materia, se subleva contra la muerte» . Ante este anhelo de amor pleno la realidad parece desengañar este clamor: si ya resulta difícil vivir el amor auténtico, la comunicación y el servicio en el encuentro con los demás, ¿qué podremos decir del anhelo profundo de vivir el amor eternamente?

Hay una clara conciencia de que el ser humano es incapaz de darse por sí mismo la perma-nencia y la eternidad que pide el amor. El primer anhelo que brota de la mismidad es que Alguien con mayúscula libere a la creatura de la muerte eterna, dándole la vida y haciéndole permanecer por siempre. La vocación a no morir expresa que el hombre está llamado a la esperanza. En el fondo se espera una existencia nueva, que comience a realizarse en este mundo y que después de la muerte se prolongue eternamente. Aquí se está ante una deci-sión: esperar o no esperar.

La fe viene en nuestro auxilio, confirmando la aún débil esperanza, pues fuera de Cristo ¿adónde podrá la persona encontrar fundamento a su esperanza? El fundamento de la espe-ranza cristiana en la vida eterna se afianza en las promesas del Señor Jesús: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Ésta es la vida eterna y el llamado a la plena comunión con Dios. Vallejo lo intuyó y anheló esta cena eterna en sus poemas: «cuando nos veremos con los demás, al borde de una mañana eterna, desayunados todos» . Sólo se podrá saciar el an-helo de Infinito y la búsqueda de permanencia, sólo el amor podrá ser más fuerte que la muerte cuando brote de la fuente inagotable de la Vida que es Dios, Uno y Trino. El ser humano es invitado a participar de la misma vida de la Trinidad. El Padre, el Hijo y el Espí-ritu Santo son esa comunidad eterna de Amor que invita a la creatura a participar de este amor por siempre.

Esta esperanza se ha hecho realidad en Jesucristo. En los albores de la humanidad el hom-bre pecó e introdujo a través de su propia libertad el mal en el mundo. El pecado de los primeros padres se propagó y se reedita incesantemente siendo todos testigos de sus nefas-tas consecuencias. Sin embargo, Dios Padre en su infinito amor no ha querido dejar al hom-bre a su suerte. En su designio divino envió a su Hijo quien a través de su Encarnación, Muerte y Resurrección ha revelado a la humanidad la plenitud de su Amor. Su resurrección es la culminación de toda una vida vivida en obediencia filial al Padre y en el amor extremo a los hombres. La resurrección no es sino el fruto de la existencia del Hijo Unigénito que en-tregando su vida a la muerte experimentó «el amor del Padre que es más fuerte que la muer-te» . La resurrección es el misterio de la revelación plena del amor, de un amor que triunfa y vence la muerte y el pecado. Juan Pablo II refiriéndose al misterio de la resurrección afir-ma que es «la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte» .

Por ello, la Cruz para el cristiano es el signo de la victoria y la reconciliación. Es el signo de la gloria de Dios, donde se manifestó el Amor del Padre que vence a la muerte. En el momento de la Cruz, no sólo se revela el amor del Hijo que entrega su vida en obediencia al Padre, es también la revelación del amor del Padre que corresponde al amor del Hijo otor-gándole la Vida en el Espíritu Santo. Y es con este amor que el Hijo de Dios vence a la muerte y el Padre lo resucita. El Hijo no fue sometido a la muerte porque Él es la Vida que hace posible a la humana criatura participar de la vida divina: «El que cree en mí, aunque muera vivirá» (Jn 11,25).


¿Hay sentido en el dolor?

Hay en esta vida dos realidades de las cuales se siente la necesidad de verse librados y de encontrarles un sentido profundo: el mal y el sufrimiento.

Por fe, sabemos que Dios es Amor y no busca ni desea el mal ni el sufrimiento para sus criaturas. El dolor se introdujo en el mundo por causa del pecado y el mal uso de la libertad humana. Dios Padre, siendo fiel a sí mismo, no puede negar su propia Verdad y racionali-dad; por ello, creando al ser humano con el don de la libertad, siguió fiel a su Plan creador corriendo el riesgo de ser rechazado por sus propios hijos. El respeto de Dios por la liber-tad humana y la coherencia de su designio salvífico llevan a comprender por qué el dolor y el sufrimiento fruto del pecado siguen presentes en este mundo. Sin embargo, Dios no abandonó a la creatura. Él nos dio la respuesta en su Hijo Jesucristo, quien decidió Él mis-mo recorrer el camino del dolor. Cristo revela el sentido del sufrimiento y es a través de Su Persona que se encuentra la luz para iluminar este misterio.

Ante todo es importante adentrarse en la experiencia de la persona cuando sufre. El poeta Vallejo testimonia con sus versos el drama y la hondura del dolor humano: «Hay golpes en la vida tan fuertes […] Yo no sé! […] Son pocos; pero son […] Abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte» . El poeta se pregunta por el sentido del sufri-miento y este interrogante lo eleva a Dios con un tono triste de reclamo: «Dios mío, estoy llorando el ser que vivo […] pero este pobre barro pensativo no es costra fermentada a tu costado, tú no tienes Marías que se van» . El espíritu contradictorio de Vallejo lo lleva en ciertos versos a culpar a Dios del dolor humano y a considerarlo lejano e indiferente ante las penalidades del hombre, pues Él no tiene «Marías que se van». Pareciera como si por mo-mentos Vallejo ignorara la Encarnación del Verbo eterno que se hizo uno de nosotros y no sólo vivió compadeciéndose con el dolor del hombre, sino que decidió recorrer el camino del sufrimiento para colmarlo de valor redentor. No pocas veces esta experiencia se repite en quien decide seguir coherentemente su fe. En los momentos de dolor resulta difícil perci-bir la presencia de Dios. Sin embargo, el Señor Jesús no está lejos del ser humano cuando sufre.

Quisiera detenerme en dos pasajes evangélicos para iluminar la realidad del dolor y sufri-miento y comprender la luz que arroja el misterio de Cristo. Hay dos momentos de la vida histórica de Cristo en que el sufrimiento y la obediencia alcanzan su clímax: Getsemaní y la muerte en Cruz.

Getsemaní

El evangelista Marcos nos narra que Cristo tomó consigo a algunos de sus apóstoles y se dirigió al huerto de Getsemaní, donde «comenzó a sentir miedo y angustia y les dijo: mi alma está triste hasta el punto de morir. Y avanzando un poco más se postró en tierra y suplicaba que, a ser posible, pasara de él aquella hora. Y decía: ¡Abba Padre! Todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú» (Mc 14,32). La versión de Lucas, atento a los detalles, añade que «sumido en agonía insistía más en su oración y su sudor se hizo gotas espesas de sangre que caían en tierra» (Lc 22,44).

Adentrándonos en el misterio de Getsemaní es conveniente preguntarse qué es lo que expe-rimenta el Señor Jesús en este momento: «¿Su tristeza es causada por la angustia de la muerte? ¿Se debió su sufrimiento al carácter mesiánico de la prueba de Jesús? ¿En Getse-maní experimenta el abandono por parte de Dios?» .

La primera reflexión que evoca este momento de tristeza y angustia es que sin lugar a dudas Getsemaní refleja de modo particular la dimensión humana del sufrimiento de Cristo. Hay una particularidad en la tristeza que experimenta. En los años de anuncio de la Buena Nue-va, Jesucristo pasó su vida compadeciéndose y sufriendo con los que sufren. En Getsemaní, en cambio, «él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelarse a la mi-sericordia» .

En esta ocasión se revela claramente que Cristo sufre como hombre. Su angustia se explica por el destino de muerte que le esperaba, sumado a todas las manifestaciones de pecado y sufrimiento que se dieron lugar en ese momento: la traición, la soledad, el abandono, las ca-lumnias, la injusticia, el dolor físico, la maldad de quienes planearon su fin, entre muchas más. Su humanidad gime ante la muerte violenta y despiadada que le espera. En Getsemaní el Señor Jesús enfrenta una intensa y radical prueba preparándose a través del encuentro con el Padre a vivir la pasión y muerte en Cruz.

Lo que aconteció en el Huerto de los Olivos evoca la verdad sobre el hombre que se es-tremece ante el mal y pide no beber el cáliz del dolor. Cristo revela la consustancialidad con los seres humanos, mostrando el realismo de su sufrimiento y su cercanía con todo el que sufre: «Realmente en aquella hora ya no sólo el romano Poncio Pilato sino toda la humani-dad entera debió presentar a Jesús en el balcón del universo proclamando: Ecce homo!» . Cristo, verdadero hombre, no se eximió de vivir el misterio del dolor humano.

Sin embargo, su tristeza no sólo se limitó al dolor producido por la cercanía de la muerte y la pasión inminente. La causa de su sufrimiento probado humanamente además de incluir una explicación existencial y psicológica se ha de remitir al hecho de que Cristo sufre desde su conciencia mesiánica de estar cargando los pecados de toda la humanidad. El Poema del Siervo doliente cobra vida en Getsemaní. Sólo desde esta conciencia mesiánica de que «eran nuestras dolencias las que él llevaba» (Is 53,5), se puede comprender la intensidad de la angustia que lo llevó a derramar gotas de sangre de dolor.

La fe nos invita a desentrañar lo que este misterio nos revela: Getsemaní es un momento crucial de la pasión, en el que el Señor Jesús haciendo pleno uso de su libertad acepta obe-dientemente el designio divino para la reconciliación de la humanidad. Toda su vida había vivido bajo el signo de una obediencia amorosa al Padre y en esta situación dramática re-afirma su deseo de cumplir hasta las últimas consecuencias su misión de Reconciliador.

En este momento experimenta las consecuencias de todo el pecado de la humanidad y per-cibe en su alma la lejanía del hombre con Dios. Vive una prueba desgarradora. Por un lado, es consciente de que el Plan del Padre le pide asumir el pecado y el sufrimiento humano de manera total; comprende que la Cruz reconciliará a la humanidad y que sólo Él, verdadero Dios y verdadero hombre, es capaz de cargar todo el dolor del mundo. Él es el Hijo de Dios sin pecado. Al mismo tiempo, sufre el horror y la angustia por el motivo doloroso de ese designio. Aquí el sufrimiento es transido por su obediencia al Plan divino y por su inten-ción junto al Padre de salvar al ser humano.

Llegados a este punto habría que preguntarse si Cristo experimentó en este momento el abandono del Padre. Desde la experiencia humana parece lógico que una primera reacción haya sido sentirse abandonado por el Padre. Sin embargo, un examen atento al texto evan-gélico aclara la realidad del hecho.

Jesús reza «Abbá, Padre; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú» (Mc 14,36). En esta oración el Señor Jesús se vuelve al Padre con la invocación Abbá. Esta invocación habla de su exclusiva relación filial, es su tierna expresión de confianza «¡Abbá, Padre!» . En este instante de intenso sufrimiento Cristo también se experimenta como el Hijo del Padre. No deja de lacerarle el horror de la pasión. El sufrimiento no desaparece pero está unido a su confianza filial: «aparta de mí esta copa», y su oración continúa: «pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú» (Mc 14,36).

En Getsemaní se cumple el «acto filial por excelencia» , pues su amor y su obediencia filial se disponen al sacrificio y a la donación de la propia vida. Si la pasión en la Cruz se inscribe en el designio reconciliador de la humanidad, el Hijo no retrocede en su adhesión a la obe-diencia al Plan divino en su amor por todos los hombres. Es una conciencia filial en el mo-mento culminante de su existencia. El Hijo no está sólo. El Padre también ofrece al Hijo en un acto de amor para la salvación de la humana creatura. En Getsemaní Cristo sufre huma-namente, sufre como Mesías inocente y vive en ese momento una profunda comunión con el Padre realizando el acto filial por excelencia: la obediencia total.

Y Getsemaní habla claro y fuerte para el ser humano que diariamente se enfrenta con todo tipo de sufrimientos y tristezas. El Hijo se ha unido a esta experiencia humana revelando al hombre cómo vivir esta dimensión de la existencia. El sufrimiento no desaparecerá mientras se peregrina en este mundo. Sin embargo, no estamos solos. Cristo ha sufrido humanamente e introduciéndose en el llorar humano lo ha redimido desde el interior, ha revelado que a pesar del penetrante dolor es posible vivir una profunda comunión con Dios y expresar la máxima confianza y súplica filial. Puede suceder en el camino de fe del cristiano, que en los momentos de dolor le sea difícil percibir la cercanía de Dios. Podríamos decir que estas si-tuaciones son vividas como “verdaderas pruebas” que ponen en el crisol la fidelidad y con-fianza del ser humano en Dios. Cristo no se eximió de vivir una experiencia similar en el ca-rácter de “prueba”, donde Él, a diferencia muchas veces del ser humano, salió victorioso. Contemplar a Jesús en el huerto de Getsemaní y meditar en su oración ayuda a comprender cómo afrontó las dificultades y dolores de la vida.

Si la persona vive un sufrimiento concreto y real, el cristiano está invitado a conformarse con Cristo y a hacer que este momento se convierta también en un acto de obediencia y ad-hesión filial. El cristianismo no es un llamado a una resignación pasiva ni tampoco una fe ma-soquista que va en busca de sufrimientos. Todo lo contrario. El Señor Jesús pide poner to-das las capacidades y medios evangélicos para vencer el mal en sus distintas expresiones. Aún así, no faltan las ocasiones en que las fuerzas humanas son incapaces de superar un sufrimiento concreto y la persona experimenta su impotencia. En este sufrimiento y en esta experiencia de dolor el cristiano está invitado de manera especial a mostrar toda su grande-za y a superar la prueba como una ocasión para crecer en fidelidad y amor a Dios y a los hermanos.


La Cruz

El Señor Jesús en la Cruz nos ayuda también a adentrarnos en el misterio del dolor humano. La muerte en Cruz de Jesucristo tiene una dimensión mistérica y también paradó-jica que interpela al creyente. En el grito de dolor proferido por Cristo esta paradoja emer-ge con toda su fuerza: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» . Es un texto difícil de comprender. Tratemos de ahondar en la experiencia del Hijo. El realismo del mo-mento señala que la oración dirigida al Padre presenta unidos dos sentimientos: el sufrimien-to y el amor confiado . Recordemos que las palabras de Cristo en la Cruz son las primeras palabras del Salmo 22, donde se expresan también ambos sentimientos: la confianza y el sentimiento de abandono. E. Manicardi señala que: «en el Salmo 22 el lamento por la situación de abandono por parte de Dios se contrapone a la afirmación de la presencia de Dios en el templo […] los mismos elementos que encontramos en el salmo —el lamento por una situación de abandono, la concentración en la relación con Dios, el contraste entre el abandono y una realidad de pre-sencia— nos parece que también se encuentran en el texto de Mc 15,34» .

De esta manera hemos de delimitar el abandono sentido por el Hijo. El abandono no es ab-soluto, no se refiere a una ruptura momentánea entre el Padre y el Hijo pues la experiencia de abandono nace en el ámbito de la comunión entre el Hijo y el Padre. Cristo hizo suya la experiencia humana de la lejanía de Dios y debido a la profundidad de su persona divina pudo percibir hasta qué punto esta ruptura hería interiormente al ser humano.

El dolor experimentado como “abandono del Padre” se ha de entender como el acto de identificación del Hijo con los pecados de la humanidad. Cristo vive en este momento una conciencia de la profundidad del mal y de la gravedad de la ruptura con Dios, experimen-tando en solidaridad con la humanidad esta lejanía en su dimensión humana. Sin embargo, es importante precisar que Cristo pudo llegar a comprender hasta el fondo esta experiencia de lejanía del hombre con Dios debido a su profunda unión filial con el Padre.

Debemos «mirar hacia el mysterium Crucis como al drama más alto en el que Cristo per-cibe y sufre hasta el fondo el drama de la división del hombre con respecto a Dios, hasta el punto de gritar con las palabras del Salmista: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abando-nado”, llevando a cabo, al mismo tiempo, nuestra propia reconciliación» .

Su grito no es un reproche frente al Padre. Al llamarlo «Dios mío» Jesús expresa que su gri-to no es el del Hijo alejado del Padre ni tampoco un grito de rebeldía. Expresa más bien la fragilidad humana frente al sufrimiento. Revela la voluntad humana de Cristo que, lejos de apartarse de la del Padre, siente la experiencia de la angustia. Jesús pronuncia lo que noso-tros podemos experimentar en medio del dolor: el porqué del sufrimiento y la impotencia. Sin embargo, Él experimenta la soledad y la turbación en su dimensión psicológica —en el alma—, pero no en su mismidad —es decir en la profundidad de su espíritu— , pues ahí vive la comunión con el Padre por la obediencia.

No debemos considerar los sentimientos de abandono y de amor confiado como dos di-mensiones opuestas y separadas, sino, más bien, que este abandono probado en su psico-logía es la revelación de su amor por el Padre que lo lleva a la obediencia total. La paradoja halla su punto de encuentro en la Cruz. En ella se revela a Jesucristo, verdadero Dios y ver-dadero hombre. Sensiblemente experimenta la desolación, pero en Él su voluntad y senti-mientos humanos se elevan y son trascendidos en su estructura más profunda. En el núcleo de su libertad y de su espíritu se adhiere sin reservas al Plan del Padre:

«En la cima de su espíritu Jesús tiene la visión neta de Dios y la certeza de la unión con el Pa-dre. Pero en las zonas que lindan con la sensibilidad y, por ello, más sujetas a las impresiones, emociones, repercusiones de las experiencias dolorosas internas y externas, el alma humana de Jesús se reduce a un desierto, y Él no siente ya la “presencia” del Padre, sino la trágica experiencia de la más completa desolación» . Aquí tenemos una clave fundamental. Todos sufrimos. Sin embargo, la fe en Jesucristo per-mite no desesperar, permite sufrir realmente con toda la carga existencial que el dolor com-porta y a la vez ir más allá de esta experiencia y encontrar en el sagrario de la propia mismi-dad la presencia de Dios Padre. Momento en que se puede vivir una profunda comunión con Dios y experimentar, a través de un acto de fe, la confianza de hijo teniendo la sabiduría para comprender el designio divino y el camino a seguir en las circunstancias concretas de la vida. Una frase que ha llegado hasta nuestros días repite sabiamente la vía a recorrer: «Se-ñor, dame paciencia para aceptar las realidades que no puedo cambiar, la valentía para cambiar lo que si puedo y la sabiduría para conocer la diferencia». Así, la vivencia del su-frimiento se libra de dos amenazas o tentaciones que pueden convertirlo en inútil: una resig-nación o sometimiento pasivo que no lanza a una acción querida por Dios desde la luz de la fe, o una rebeldía inútil frente a situaciones que requieren la virtud de la paciencia y la humil-dad. Junto con la experiencia de sufrimiento, Jesucristo se confió al Padre y pudo experimentar también un gozo interior por la comunión en el amor de este sacrificio. En el dolor se prueba la fidelidad y el amor. Es decir, se trata de una dinámica de dolor-alegría inseparables. La oración de Cristo es una oración de petición confiada del Hijo que pide vencer la fuerza enemiga del pecado que aleja al ser humano de la comunión con el Padre. ¿Cómo pueden convivir estas dos experiencias? Quizás en este momento se revela de ma-nera más evidente la reconciliación que Cristo ha traído. La fuerza salvífica penetra con su amor en el sufrimiento haciendo brotar de él, como de una fuente, un caudal de alegría y paz. Dios Padre acepta la entrega del Hijo en el Espíritu y ese vacío que existía en la rela-ción entre el hombre y Dios es colmado con el amor trinitario. La Cruz es la revelación del amor del Padre y del Hijo en el Espíritu. La Cruz fue colmada con el amor y el ser humano puede hacer que las propias cruces o el propio sufrimiento se conviertan también en un acto de amor al Padre. Esta confianza se distingue de aquella del afligido o del justo del Antiguo Testamento que pide ser librado de la muerte. Su confianza es más bien una aceptación de la propia muerte en un acto de obediencia con la certeza de la Vida que otorga el Padre. Toda la vida de Jesús es una acción de gracias y de gloria al Padre. Es una confianza audaz, pero también certera pues se integra en el marco de la conciencia que Jesús tenía como Hijo y por tanto el conocimiento de lo que esa muerte le depararía . Sufrido el primer momento doloroso, tocando las raíces del mal, Él conquistó la vida nueva en el seno del Padre para la reconci-liación de la humanidad a través de su muerte y resurrección.

Cristo por su obediencia y entrega generosa, por su amor sin límites que no se detuvo ante el sufrimiento, conquistó la vida siendo resucitado por el Padre. Esta audacia también se le pide al cristiano. Ésta es la vocación humana: llamados a la felicidad y a la vida eterna, con la conciencia y la esperanza de que mientras se peregrina en este mundo los sufrimientos podrán ser una ocasión de conformación con Jesucristo viviendo al compás de los aconte-cimientos la dinámica de la alegría-dolor, para recibir finalmente la corona de la vida eterna.

Por ello el cristiano no desespera. Es capaz de vivir la alegría como signo característico de su ser cristiano. En este tiempo de desesperanza, la vivencia de la alegría es un signo de la credibilidad del anuncio reconciliador de la Iglesia. Se trata de una alegría profunda, auténti-ca y real que trasciende un simple sentimentalismo. Es una experiencia que transforma la existencia llenándola de sentido. Pensar en la comunión eterna con Dios toca las fibras más profundas del corazón humano y señala un horizonte que vale la pena conquistar y por el cual la vida adquiere un valor inconmensurable.

El peregrinar en este mundo con un destino eterno ha de ser vivido con profunda alegría, pues el cristiano está llamado a participar desde ya en la gloria que será definitiva en la vida eterna. El cristiano vive el realismo de la esperanza, consciente de que en este mundo los sufrimientos no desaparecerán. Todos sufrimos —sin necesidad de crear o buscar falsos sufrimientos—, pero hay una diferencia en quien vive el sufrimiento a la luz de la fe. La Re-surrección dio una luz al sufrimiento humano que llevó a San Pablo a decir: «Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribu-laciones de Cristo» .

La frase de San Pablo es fuerte. Sólo se podrá comprender y vivir con paz y aceptación el misterio del dolor y de la Cruz cuando la persona decida asumir la propia cruz. Cuando no evada, el cristiano será capaz de comprender el lenguaje del Señor Jesús, el lenguaje del silencio elocuente. Sólo quien se introduce en el misterio de la Cruz puede experimentar el misterio de la Resurrección y experimentar existencialmente el fruto redentor del dolor.

Cristo murió en la Cruz y el acto doloroso fue colmado con Su amor, invitando al cristiano a saber sufrir por amor. No puede haber cristianismo sin Cruz. No hay que rehuirle ni tenerle miedo a la Cruz cuando se presenta en la vida. Hemos de vivir como San Pablo la locura de la Cruz: «Así mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros pre-dicamos a un Cristo crucificado; escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Cor 1,22-24).

Visión de eternidad

Se puede vivir esta locura de la Cruz pues los ojos están puestos en la Resurrección. San Pablo vive con esta mirada hacia el horizonte de eternidad: «En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida un pesado caudal de gloria eterna, a cuantos no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las cosas visibles son pasajeras, mas las invisibles eternas» (2Cor 4,17).

No es difícil que el ser humano se desoriente poniendo sus seguridades en las cosas visibles y su confianza en lo pasajero. La conciencia de la provisionalidad del peregrinar humano lleva a comprender que nada es definitivo pues caminamos hacia la Patria eterna. Esta mira-da es una invitación profunda a una visión de eternidad que, lejos de hacernos escapar del mundo presente, nos compromete más en la vida cotidiana. Sabemos que según el amor y entrega con los que vivamos esta vida en presencia de Dios entregándonos al servicio de los hermanos y tratando en todo de darle gloria a Él gozaremos de la plena comunión.

Esta visión de eternidad ayudará también a descubrir con cada vez mayor intensidad el po-der de la resurrección de Cristo que actúa en el misterio del sufrimiento. El ser humano, asociando su propio dolor al misterio del Señor Jesús, se va poco a poco conformando con Él. En esta conformación de vida, de sentimientos, de pensamientos y de acción la persona descubre el sentido de la existencia humana y su propia identidad. Sólo en Cristo se escla-rece el misterio de la propia identidad. Sólo en Cristo se esclarece la verdad del ser humano llamado a la comunión eterna, llamado a conformarse al misterio de la vida de Cristo para resucitar finalmente y gozar de la comunión divina de Amor.

Doctora Rocío Figueroa Alvear

Texto revisado por José Gálvez Krüger