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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Corazón de María: Virginal

De Enciclopedia Católica

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El corazón de María pudo haber sido, también, inmaculado sin ser virginal. Precisamente porque María fue preservada del pecado actual, ella hubiera podido, sin el menor inconveniente para su propia santidad, conocer los placeres de la carne. La doctrina de la virginidad de María no podría ser identificada con el desprecio de la obra de la carne del matrimonio; sólo es plenamente comprensible e inteligible, en su sentido y en su finalidad por aquel que reconoce su necesidad, no intrínseca sino económica, es decir, en el plan concreto que la Providencia adoptó para la salvación de la humanidad: una economía de redención por la muerte de la Cruz. Las luces de la teología especulativa y aquellas de la exégesis se refuerzan, aquí, mutuamente. De una parte el Padre Guy de Broglie nos dice con precisión: “María se preparó para convertirse en Madre del Salvador por su elección deliberada de una virginidad voluntaria, es decir, de un estado de vida que, desde el punto de vista de la naturaleza femenina, equivalía a una intención de renuncia y de muerte. Porque, ¿ no es acaso, en un sentido verdadero, optar deliberadamente por la muerte el esterilizar en sí todas las fuerzas y todas las inclinaciones dadas al ser humano para perpetuar en su descendencia la vida de que es depositario? El sentido y la finalidad de esta doble virginidad voluntaria (de Cristo y de su Madre) se nos muestran con una luminosidad indiscutible en tanto que tal renunciamiento jamás pudo ser dictado sea a Jesús, sea a su Santa Madre por esta humilde y precavida desconfianza de sí mismo que deben experimentar los otros seres humanos delante de su propia enfermedad espiritual. Porque, al escapar ambos a la herencia del pecado de Adán, Jesús y María reencontraron en ellos, por el contrario, toda la rectitud de la inocencia original. Tal renunciamiento no podía, entonces, tener para ellos otro sentido ni otra razón de ser que la expiación de las faltas de los otros seres humanos, o inclusive el iluminar y alentar a los otros hombres a seguir el ejemplo de sus conductas”.13 El exegeta más reciente de “la virginidad en la Biblia”, L. Legrand, reúne con sus métodos de análisis literario, las orientaciones del padre Broglie. Concluye de esta manera su examen de la “espiritualidad lucana de la cruz cotidiana”: El celibato es una de las formas más crucificantes de renuncia, una de las maneras más radicales de llevar sobre sí la “nekrôsis”, la muerte de Jesús... Abrazando el celibato, se va hasta la renuncia del deseo que es, tal vez, el más profundo del hombre, de tener hijos y, mediante ellos, burlar de cierta manera a la muerte y ver prolongarse su destino en sus descendientes. Nada hay de pecaminoso en este deseo. Constituye, sin embargo, todavía, una forma de confianza en la carne. El discípulo que comprendió el verbum crucis no tenía otro espíritu que el que resplandecía allende la cruz. Carga la cruz, y también aquella del celibato. La virginidad se vuelve para él una manera radical de llevar al máximo la mortificación que exige su comunión con el Maestro crucificado”. Legrand concluye: “Las observaciones de Lucas respecto de la virginidad representan un desarrollo teológico. El celibato cristiano anuncia la cruz”14. Luego, nuestro autor publica esta interpretación a la presentación lucana del misterio de María: “Si es exacto que el Evangelio de la Infancia está sobreentendido por una tipología pascual y si, para Lucas, la virginidad es una participación anticipada de la Pasión, en tanto que la intervención del Espíritu luego de la concepción de Jesús anticipa la resurrección, resulta altamente probable que Lucas haya visto perfilarse la cruz detrás del misterio de la fecundidad de María. La virginidad fecunda de María anuncia la muerte vivificante de Jesús. La Virgen, como la cruz, representa la transformación de la debilidad de la carne en fortaleza por la acción del Espíritu de vida. En la teología del Evangelio de la Infancia, la virginidad de María significa pobreza y debilidad; juega el rol de la cruz en la teología paulina. La “tapeinôsis” (no humildad sino humillación, como el término hebreo oni : abandono, miseria) de la Virgen cobra todo su sentido en la similitud a la “etapeinôsen” del Calvario (Fil 2, 8)15. Tal es para Lucas el sentido de la virginidad de María. ¿Lo era también para ella? Aunque Legrand no quiere tomar partido respecto de este punto16, creemos que se puede sostener perfectamente, a la luz de los datos que nos brinda, que la joven Israelita inmaculada, conocedora de las Escrituras y no menos de los cánticos del Servidor que del cántico de Ana, había optado voluntariamente por la virginidad de una manera sacrificial, frente al pecado del mundo y al orgullo que acompaña a menudo la generación carnal17. Es de una manera plenamente deliberada que la “esclava del Señor” quiso una virginidad humillante, hecho no remarcado suficientemente por Legrand al término de su análisis exegético luego de que afirma con precisión: “María se compara con Ana. Su “humillación de virgen es análoga a aquella de Ana la estéril. En auténtica mentalidad judía, ella no consideraba a la virginidad como un título de gloria, sino como un anonadamiento, una forma de indigencia, una condición humillada. Es lo que María expresa en el Magnificat. Fue humillada siendo Virgen, pero fue elevada sin oprobio. Fue despreciada, pero ahora es proclamada bienaventurada (1, 48). Siendo pobre, fue exaltada (1, 53); estando desvalida, fue colmada (1, 53) (...) Desde la óptica de Lucas 1-2, la virginidad de María es, por tanto, pobreza total; privación no sólo de los bienes mundanos sino inclusive de aquel que concedía a las mujeres, en Israel, el derecho al respeto18. El Corazón humildísimo de la Inmaculada veía en esta condición humillada de la virginidad, carente de “título de gloria” delante los hombres, una virtud real (hecho que me parece que no ha sido resaltado suficientemente por Legrand)19, un don de Dios que le permitía glorificar a su Creador ofendido por el orgullo sensual de tantos hombres. De esta manera se explica, como lo remarcan con precisión Donelly20 y Holzmeister21, siguiendo a San Bernardo y yendo en contra de algunos Padres, la pregunta hecha al Ángel por María: “¿Y esto cómo podrá ser si no conozco varón? (Lc 1, 34). Ello significa, a la vez, resolución de mantener la virginidad - como lo reconocen inclusive ciertos exegetas protestantes - y disponibilidad delante de un plan divino eventualmente diferente que exigiría que María “conociese varón”. Por ese motivo, precisa Lagrange con la misma sutileza, que María habla en presente y no en futuro23. María estaba dispuesta a someterse completamente a la voluntad de Dios, inclusive aceptando el matrimonio. Sólo quería estar segura de que la renuncia eventual a la decisión que había tomado inicialmente bajo la inspiración de la gracia, fuese conforme a la voluntad de Dios. Consta, entonces, que la virginidad de María, perpetua y física, es una decisión libre de su Corazón inmaculado obrada por el Espíritu, una renuncia corredentora a la gloria mundana de una maternidad según la carne, una opción reparadora en favor del pueblo de Dios. Un acto de amor, no sólo por Dios, sino también por los hombres orgullosos y sensuales. Recíprocamente y por contrapartida, la opción virginal de María viene a matizar y a colorear con un tinte especial, no solamente el amor que tiene a su Creador, sino también aquel que tiene a todo hombre. María ama cada persona humana con dilección virginal, completamente polarizada por la presencia de Dios en ella. Esta dilección virginal por la humanidad amada en Dios y la decisión voluntaria y libre emanada de ella es lo que la Iglesia honra cuando rinde culto al Corazón de María, que es su propio Corazón virginal. No es en otro lugar, sino en el Corazón de María, donde se ha realizado de la manera más perfecta lo que decía San Agustín respecto de la Iglesia:

“Omnis Ecclesia virgo (...) omnia (membra) in mente servant virginitatem. Quae est virgitas mentis? Integra fides, solida spes, sincera caritas? 24

La virginidad psíquica de María aparece desde este ángulo como un signo sacramental de la integridad inmaculada de su Corazón y de la integridad virginal de la Iglesia. Nos interesa en la actualidad, en la Iglesia, considerar la virginidad de María como una fuente de inspiración para nuestra práctica de la castidad. Cada ser humano es una persona compuesta de un alma inmortal y de un cuerpo mortal, destinado, a través de la muerte, a una resurrección gloriosa. Es decir, a una completa transfiguración por el alma glorificada. El alma es el principio inmaterial de la vida material al mismo tiempo que goza del maravilloso poder de entrar en contacto inmediato con su Creador por medio de actos de amor voluntarios. En otros términos, el alma humana se sitúa a medio camino entre el mundo temporal y la eternidad de Dios. Es capaz de dominar el mundo en la medida en que esté sometida a su Creador inmanente. El cuerpo de María no conoció jamás el placer sexual porque su alma lo excluía por amor a Dios y a la humanidad. Desde que tuvo uso de razón, María practicó siempre la virtud de la castidad; es decir un control racional y voluntario sobre toda su sexualidad psicosomática. Podemos, tal vez, sorprendernos al escuchar hablar de la sexualidad humana de la Virgen María. Recordemos que Dios no ha creado nunca un ser humano no sexuado. La distinción de sexos en la humanidad no es el resultado de una ciega evolución animal inacabada, sino de una sabia disposición de la divina Providencia; de una voluntad eterna del Hijo de Dios preocupado por conservar con vida a la humanidad, por medio de su propia colaboración, justamente a través de una diferenciación sexual. En cada ser humano, la sexualidad humana - como todos los otros bienes materiales o psicológicos- es objeto de una elección de la divina Sabiduría, Poder y Misericordia. El Concilio Vaticano II nos habla a la vez del carácter sexual y del misterio de la persona humana. Cada persona humana es un misterio, en el sentido que el alma humana está llamada a la visión beatífica del Creador y que el cuerpo humano está destinado a una vida inmortal. Podemos decir, entonces, que la sexualidad psíquica y psicológica de María pertenecen al misterio de su persona. María conoció y reconoció el supremo dominio del eterno Ser divino sobre su cuerpo y sobre sus pensamientos, y sobre los recuerdos y los deseos de su alma. Su consagración total a Dios, renovada a menudo, brotaba de su amor apasionado por el Padre celeste y por todos los hombres, sus hermanos. En ella, la virtud moral de la castidad estaba totalmente penetrada por la virtud teológica de la caridad respecto de Dios, de cada uno de nosotros y de ella misma. Se amaba a sí misma y amaba a cada uno de nosotros por puro amor a Dios solo. Todo eso está implicado en su declaración al Ángel: “No quiero conocer varón”, es decir: “no quiero conocer carnalmente ningún hombre porque aspiro a un conocimiento mejor, espiritual y eterno de todos los hombres y de todas las mujeres. Especialmente, no deseo conocer carnalmente a mi esposo José, porque con él quiero servir a Dios en virginidad”. La misteriosa y virginal castidad de María nos obliga, a nosotros que somos sus hijos espirituales, a reconsiderar bajo su inspiración nuestra propia práctica de la virtud de castidad en pensamientos, deseos, miradas, palabras y actos. Bajo la luz destellante de la castidad inmaculada de María, comprendemos mejor estas verdades: la lujuria, idolatría del cuerpo, desprecia simultáneamente los derechos del Creador y la ardiente aspiración del cuerpo mismo, destinado a la resurrección gloriosa por el Hijo de Dios, como lo explicara en 1971 en mi libro Le Christ pour le monde (Cristo para el mundo) (cap. XII). La lujuria en pensamientos y en actos es, sin duda, la forma más común del ateísmo práctico de muchos cristianos nominales que hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan por sus actos íntimos y por sus actos exteriores (Tt 1, 16). Muchos se dicen hijos e hijas de María, su Señora, y sin embargo reniegan de ella por la voluntaria impureza de su imaginación y de su comportamiento. Pero María intercede para preservarnos de la desesperación ética y contemplamos, con el prefacio de la Hija de Sión, del Misal Mariano, su obra reparadora.

“Hija de Adán por naturaleza María reparó por su pureza el pecado de la primera mujer; descendiente de Abrahám por su fe, fue confiando que ella concibió al Hijo de Dios”.

Bertrand de Margerie S.J.

Traducido del francés por José Gálvez Krüger para la Enciclopedia Católica.