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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Abandono en la espiritualidad de San Agustín

De Enciclopedia Católica

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ELEMENTOS DE UNA ESPIRITUALIDAD DE ABANDONO EN SAN AGUSTÍN

Abordamos aquí un tema que hasta donde yo sé, todavía no ha sido objeto de un examen preciso. Su estudio no puede ser más atrayente. Nos permitirá entrever el importante rol jugado por el Doctor de la Gracia en la lenta elaboración de una doctrina del abandono en Dios.

Aquí, sin duda, se impone una aproximación histórica y al mismo tiempo lexicográfica. Sabiendo que otros estudios posteriores podrían considerar aproximaciones diferentes, nos parece que las principales etapas del camino agustiniano están marcadas por sus controversias con los maniqueos, los donatistas, los pelagianos y finalmente los semi-pelagianos. Con palabras diferentes de las cuales ninguna anticipa sino parcialmente la única expresión de abandono aplicada hoy analógicamente a la relación des los hombres con Dios y de Dios con los hombres, Agustín descubre, primero, un abandono social y horizontal vivido en la preparación del corazón para las pruebas, implicando cierto abandono temporal de los hombres por Dios, luego el contraste entre éste en la Antigua Alianza y el no abandono espiritual propio de la Nueva, finalmente, la entrega del destino espiritual y personal a Dios eterno. Descubrimiento último que lo prepara inmediatamente a su próxima muerte como víctima del arrianismo. Precisemos estas etapas características[1].

Agustín prepara su corazón para las pruebas provenientes del prójimo comentando el Sermón de la Montaña, el abandono a los hombres

Entre 393 y 396, Agustín escribe su notable comentario del Sermón de la Montaña. No resistir a los malos, poner la otra mejilla, entregar el manto a quien quiere tomarlo, tantas expresiones del Maestro cuyo significado Agustín esclarece de esta forma: Jesús no ha pedido una actitud exterior concreta sino quiso sugerir disposiciones íntimas dominadas por el amor (no violento) al prójimo, un precepto de “preparación del corazón” : para el Señor, es “poca cosa no devolver el mal recibido si no se está listo a recibir un mal mayor” (nisi amplius sis paratus accipere); si alguien te golpea, no te golpea sino te prepara a ser golpeado nuevamente (para te adhuc percuti).

Así, aunque Jesús no da la mejilla derecha durante su Pasión, se preparó a morir para la Salvación de todos los hombres; se preparó de corazón para ser crucificado en todo su cuerpo (paratus corde toto corpore crucifigi)”.

Para Agustín Cristo Señor es, entonces, el maestro de la preparación del corazón para todas las pruebas, como Él, es necesario estar. “preparado para todo, en el corazón (in ipso corde ad omnia præparatus)”.

Sintetizando los diferentes ejemplos concretos dados por Jesús, Agustín concluye “en todas estas clases de injusticia, el Señor enseña que el cristiano debe ser pacientísimo, misericordiosísimo y estar muy preparado a sufrir pruebas más grandes”.[2]

En suma, para Agustín, Jesús fue el primero (con relación a nosotros) en practicar el precepto interior - e interiorizante - de la preparación del corazón a las pruebas, es decir, principalmente, de una resistencia no violenta a la violencia de los violentos. Para el discípulo de Jesús, se trata de amar a los otros cuando nos hagan cualquier violencia. Al punto de “tolerar con igualdad de alma las más grandes pruebas infligidas por quien se desea corregir, sin descuidar la corrección”[3]. El cristiano asume los riesgos de una necesaria corrección fraternal, ¡inclusive cuando le signifique nuevas pruebas de parte de quien desea corregir!

Para el exegeta-predicador de Hipona, la preparación del corazón para las pruebas cumple la quinta bienaventuranza que promete misericordia a los misericordiosos y ejerce la pureza de corazón a la cual es prometida la visión de Dios : “¿Quien puede estar listo a soportar las injusticias provenientes de los débiles, tanto que aquello es útil a su salvación y preferir sufrir más ampliamente la injusticia de otro antes que devolver lo que ha sufrido, quién puede hacer eso si no aquel que es perfectamente misericordioso? La purificación del corazón es consecuencia de la misericordia, es como la purificación del ojo mediante el cual Dios es visto[4].

Es, entonces, del conjunto del Sermón de la Montaña, que Agustín de Hipona hace lo que estaríamos tentados de llamar hoy día una lectura simuladora de no violencia. La preparación del corazón del discípulo de Jesús se vuelve obediencia al mandamiento de mansedumbre no violenta del Maestro, sin retroceder delante de la necesidad de hacerse violencia a sí mismo para no hacerla a los otros. El corazón del cristiano imita al Corazón del Señor en su humilde preparación a su propia pasión, en la cual Él se abandonó a los hombres para abandonarse perfectamente al Padre y salvador del mundo.

El Sermón de la Montaña (Mt. 6,25-34) trataba también de las necesidades temporales. Curiosamente, el comentario de Agustín sobre la Providencia del Padre en cuanto al alimento y al vestido de sus hijos, en cuanto a su porvenir temporal, no suscita en Agustín reflexiones que inciten a sus lectores al abandono vertical. Su atención se concentra sobre el abandono horizontal a las pruebas provenientes de los hombres y de una manera solamente implícita - en ese momento - se orienta hacia el abandono vertical al Padre que prueba a través de los hombres. Nos alienta a sufrir las pruebas sin dejar de ser misericordiosos respecto del prójimo que nos prueba, precisamente para obtener la pureza de corazón ya vista por Dios misericordioso cuando Éste prueba a través de los hombres. Para él esto es claro, es imposible progresar en el doble amor al prójimo y a Dios si no hay prontitud en aceptar las pruebas provenientes, a través del prójimo, del Dios que purifica el corazón.

Ya, sin embargo, esta preparación del corazón para las pruebas de la vida terrestre es inseparable de una preparación para la muerte por la salvación del prójimo, en unión con el Maestro.¿ La prueba suprema proveniente del prójimo no sería, a imagen de Jesús crucificado en todo su cuerpo, aquella de tener que ofrecer por él la muerte proveniente de él ? Se ve aquí como el abandono a los hombres en la no violencia conduce a imitar a Jesús hasta en su muerte de abandono al Padre. El abandono parcial conduce al abandono total. El abandono horizontal no puede ser pleno si no desemboca sobre el horizonte del abandono vertical. ¿Pero a cuál Dios abandonarse?

La Voluntad divina abandona, para salvarlo, al justo que se abandona a ella

Para Agustín, las pruebas a las que los hombres son sometidos no son solamente permitidas por Dios, sino además queridas por Él, no por ellas mismas sino con miras al bien salvífico.

En la Ciudad de Dios, esta afirmación tan desconcertante para muchos hoy día, es presentada con una gran fuerza: “Todo lo que el hombre sufre contra su voluntad, no debe atribuirlo a los hombres o a los ángeles, sino más bien a la voluntad de Aquél que confiere su poder a las otras voluntades” (V, 10, 1). Inclusive, cuando las voluntades creadas parezcan oponerse a los designios divinos, no hacen más que servir a los designios que Dios se ha fijado, tan grandes son su poder y su sabiduría (ibid., XXII, 2, 1).[5] Doctor de la Providencia, Agustín puede exclamar: “Dios cumple sus voluntades tan benéficas a través de las voluntades malas de los hombres malos (...)[6] En nuestra vida nada procede del azar (...) Todo lo que llega contra nuestra voluntad no puede venir más que de la voluntad de Dios, de su Providencia, del orden que ha establecido, del consentimiento que da y de las leyes que ha fijado.”[7]

En otros términos, sólo podría impedir conformarnos siempre a la voluntad divina y abandonarnos perfectamente a ella, el error según el cual muchos de los acontecimientos de nuestras vidas sobrevendrían sin que Dios esté presente y activo, sin que Dios los quisiera. Error que parecen querer ciertos cristianos del siglo XX y que les corta radicalmente la serenidad del abandono en medio de las pruebas. Agustín les respondía anticipadamente: “Cualquier cosa que un hombre sufriese a pesar de su voluntad, aflicciones, tristezas, trabajos, humillaciones, lo atribuye a la justa voluntad de Dios.[8]” Agustín sobrentiende: precisamente este hombre está persuadido de que esta voluntad divina no es arbitraria, sino justa, idénticamente voluntad de una Sabiduría infinita.

Todos estos escritos de Agustín se sitúan durante sus luchas contra el donatismo y el pelagianismo, mucho antes del fin de su vida; su pensamiento es retomado en un escrito más tardío: “Dios es tan bueno que inclusive los males le sirven para el bien; no habría permitido a los malos producirlos si no hubiese podido utilizarlos por su soberana bondad”[9] es decir, ponerlas al servicio de su designio de salvación.

Conformarse y abandonarse a la voluntad divina no es, entonces, renunciar a la razón para someterse a lo irracional; es, al contrario, unirse a una sabiduría trascendente capaz de poner a sus servicio nuestras locuras.

Se adivina el estrecho nexo entre esta visión contemplativa del misterio de la Redención y la profundización por parte de Agustín del problema del mal en el curso de su lucha contra el maniqueísmo: el mal no es ser y substancia, sino accidente y privación; el Bien le es anterior y superior.

El mal no puede existir sin el bien, al que no puede destruir completamente, y al triunfo del cual concurre. El optimismo se impone: el Dios sabio que prueba permitiendo y queriendo males es el Dios perpetuamente triunfador de estos males por la victoria del Bien de su Bondad. El abandono activo a la voluntad divina en medio de los males es, entonces, siempre racional y justificada.

San Agustín profundiza este tema hacia 413, en la misma época (aproximadamente) que escribe la Ciudad de Dios, en su carta 140 a Honorato. Comenta ahí, largamente, el Salmo 21 recitado por Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Agustín pasa al examen de lo que llamamos “abandono pasivo”.

Define la naturaleza íntima del abandono sufrido por el justo del salmo 21: “Cuando rogamos a Dios que nos conceda los bienes temporales y no nos escucha, nos abandona en aquello que no somos atendidos (in eo quod nos non exaudit, derelinquit nos), pero no nos abandona en lo que concierne a los bienes más elevados y preferibles, de los que quiere inspirar la inteligencia, el gusto y el deseo” ([10] ad potiora nos non derelinquit).

El Obispo de Hipona distingue, entonces dos formas de abandono concebibles de parte de Dios providente: uno es temporal y corporal, el otro espiritual y eterno. La pregunta del justo atribulado del salmo 21 expresa “la voz de la enfermedad humana a la cual deben ser arrojados los bienes de la antigua alianza pertenecientes al hombre viejo, la prolongación de la vida temporal (...) que querría pasar sin la muerte de la enfermedad a la inmortalidad” (Cf. 2 Cor. 5,4).[11]

El Cristo en la cruz, retomando el grito del salmista, se expresa en el nombre de la humanidad, en la persona de su cuerpo que es la Iglesia. En el nombre de los justos que mueren: el justo agonizante experimenta en su carne un abandono divino, pero su alma no está de ninguna manera abandonada por Dios. El justo atribulado no experimenta abandono sino respecto de un deseo natural de supervivencia sin muerte, en el que se encuentra mezclado de hecho el deseo carnal del hombre viejo que dormita todavía en él.

La actualización hecha por Jesús del grito del salmista es vista por Agustín al interior de una consideración de las dos Alianzas: la antigua prometía la vida temporal sin excluir la muerte, la nueva promete la vida eterna, pero pasando por la muerte. Las palabras del salmista, retomadas en nombre de la Iglesia por el Cristo agonizante, expresan un lastimero dolor humano frente al rechazo divino de la inmediata inmortalidad corporal de una salvación-sin-la-muerte y están, entonces, alejadas de la salvación-eterna-por-la-muerte que promete el Cristo crucificado del Nuevo Testamento.

En otros términos, Jesús crucificado quería inculcar a los hombres, desde lo alto de la cátedra de la cruz, el carácter relativo y no absoluto del abandono sufrido por ellos a la hora de la muerte; si Jesús participa en su abandono temporal y temporario, es para arrancarlos al abandono eterno de la segunda muerte, del infierno eterno.

Terminando su Carta a Honorato, Agustín recapitula así su explicación del salmo 21 a la luz del Nuevo testamento y de la nueva Alianza:

“He creído necesario recorrer el salmo profético del que Cristo pronunció las primeras palabras desde lo alto de la cruz, haciéndonos ver cómo Dios nos abandona y cómo de una manera no se aleja de nosotros, reuniéndonos hacia los bienes eternos ora concediéndonos útilmente ora negándonos útilmente los bienes temporales para enseñarnos a no apegarnos a ellos (...) por miedo a ser castigados con el diablo y sus ángeles, siendo asociados a su eterna condenación.”[12]

Comprendamos que, para Agustín, cada uno de nosotros, todo hombre, tiene la experiencia más o menos constante y cotidiana del abandono y del no abandono de parte de Dios; de un abandono corporal, exterior y temporal en la muerte y en todas sus anticipaciones, y de no abandono divino - si bien lo queremos, si nos abandonamos a Él - espiritual, interior y eterno. Es decir, de la voluntad salvífica y beatificante del creador.

Pero esta experiencia del no abandono trascendente supone de hecho la experiencia de un cierto abandono inmanente. Es en medio de la prueba que el justo (y aquel que tiende a la justicia, que la desea) experimenta así su concentración interior hacia los bienes eternos.

En ese “quo modo nos Deus derelinquat et quo alio modo non recedat a nobis” captamos el meollo de la dialéctica agustiniana: de la exterioridad hacia la interioridad, de la interioridad hacia la trascendencia eterna: ab exterioribus ad interiora, ab interioribus ad superiora.

La síntesis agustiniana sobre el abandono que Cristo y todos los justos experimentan de parte de Dios, se encuentra expresada mejor en estas frases de la Carta 140 Honorato:

El salmista (del salmo 21) dice: “No ha desdeñado la súplica del pobre, no volvió su rostro y cuando clamaba Él me escucho”. Pero ¿qué vienen a ser estas palabras: “¿por qué me has abandonado? “ si el Señor no vuelve su rostro. El sentido más verdadero es que Dios abandonándonos no nos abandona cuando no nos escucha para los bienes temporales, nos hace gustar lo que nos quita y lo que nos ofrece: derelinquens non derelinquit ut sapiamus quid auferat et quid offerat nobis”[13]

En otros términos, contemplando a Cristo crucificado a la luz de este salmo mesiánico (el salmo 21), comprendemos que nuestra vida terrestre está abandonada a la muerte para permitirnos recibir así una vida eterna que Dios no abandonará jamás. Si es que aceptamos abandonar - con Cristo y en Él - esta vida terrestre, sin abandonar a Dios, que se ofrece a nosotros en la muerte. Si en lugar de desear y pedir la prolongación indefinida de nuestra vida mortal, la ofrecemos a Dios, ¡la abandonamos a Dios, en Cristo, con nuestra muerte, para la salvación del mundo!

Nos parece que podemos decir que, bajo el léxico de la derelicción y de la no derelicción, Agustín trató realmente lo que actualmente llamamos la espiritualidad del abandono, en este muy poco citado comentario del salmo 21.

Abandonando al justo, Dios prepara su corazón para prepararse al Él

El conflicto con los pelagianos conduce a Agustín a una reflexión más profunda sobre esta participación del corazón para la prueba en la que el justo experimenta un cierto abandono de Dios

En la época en que el predicador de Hipona redactaba su comentario del Sermón de la Montaña, subrayaba sobre todo la actividad mediante la cual el justo debía preparar su corazón para la prueba; así, comentando el salmo 56, durante el tiempo pascual del año 395, Agustín exclama : “mi corazón está listo ¿no he preparado yo mi corazón para sufrir ?”.[14]

Del mismo modo, en el Sermón 46, el predicador comenta largamente el Eclesiástico 2,1: “Hijo mío, si te das al servicio de Dios, prepara tu ánimo a la tentación. Ten recto el corazón”. He aquí la paráfrasis de Agustín: “Dios es fiel, que no permitirá que sean tentados más allá de sus fuerzas (1 Cor. 10,13). Prometer este auxilio, predecir los sufrimientos por venir, es confirmar al que vacila”, Algunos tienen sed de martirio, mientras que otros son quebrados por la perspectiva de las tentaciones futuras.[15]

Las citas precedentes nos dejan entrever los orígenes bíblicos del concepto de “preparación del corazón para las pruebas” : Agustín lo fabricó a partir del salmo 56 y del libro del Eclesiástico : se trata, se podría decir así, de un concepto veterotestamentario, que el Obispo de Hipona va a transfigurar poco a poco a la propia luz del Nuevo Testamento.

La crisis pelagiana y la profundización en la meditación del Evangelio de Juan inducen a Agustín a ver que esta preparación del corazón no es solamente ni especialmente humana, sino ante todo divina: es obra de Cristo.

Frente a la declaración de Jesús (“voy a prepararos el lugar”, Jn. 14,2-3), el exegeta teólogo nos dice: “Él prepara siempre las moradas que ha preparado: aquellas que preparó predestinando, las prepara por su acción (quas præparavit predestinando præparat operando). El deseo del amor es la preparación de la morada. Sí, Señor, prepara eso que preparas, en efecto, nos preparas para ti y te preparas para nosotros puesto que preparas un lugar para ti en nosotros y para nosotros en ti.”[16]

Este comentario retoma y sobrepasa el pensamiento anterior. La retoma en el sentido que la preparación del corazón es preparación para la prueba, e inclusive por la prueba. No solamente del corazón del cristiano para el Corazón de Cristo, sino también preparación de este Corazón para recibirnos y acogernos en sí mismo, como en nuestra verdadera morada. La sobrepasó mostrando una eterna preparación divina inmanente a todas las preparaciones humanas, trátese de aquella de Jesús o de la nuestra a través de Él: preparación interpersonal, intersubjetiva : “Tu nos preparas para ti preparándote para nosotros”.

Leído a la luz de los textos anteriormente citados, el comentario del Evangelio joánico significa que “la preparación del corazón para sufrir las más grandes pruebas” es un deseo amante, simultáneamente adquirido e infuso, de amar siempre sufriendo. El don infuso y libremente desarrollado con el auxilio divino se convierte en un don adquirido. Orienta hacia la vida eterna. Es para ella y hacia ella que el eterno Dios predestinador prepara el corazón.

La profundización agustiniana está confirmada por el explícito rechazo, en 420, de una concepción pelagiana de la preparación del corazón: “Ellos estiman que preparar su corazón es propio del hombre sin la gracia de Dios (...) como si dijeran (contra Jesús, Jn. 15,5): “Podemos preparar nuestro corazón sin ti” o contra Pablo (2 Cor. 3,5) Nosotros mismos somos capaces de preparar nuestro corazón (...)” ¿Quién puede, en efecto, sin un buen pensamiento preparar su corazón para el bien? (...) El hombre prepara su corazón, pero no sin la ayuda de Dios, que toca al corazón de tal manera que el hombre prepara su corazón”[17]

Es evidente que la profundización anti-pelagiana de la preparación del corazón, permite a Agustín volverla más inteligible. Para todo ser humano, ya es difícil prepararse para sufrir pruebas; es incluso una hazaña rara; preparar su corazón para sufrir pruebas más grandes todavía es aún más difícil; pero estas preparaciones se convierten en amables y fáciles cuando están suscitadas por el soplo del Espíritu divino y por la Gracia de Cristo crucificado, modelo exterior y sostén interior. El Predestinador divino inclina - convertido en modelo humano - al corazón bautizado a desear lo que el mismo deseó para salvarnos.

El camino de Agustín hacia el reconocimiento de una preparación divina en medio de la preparación humana manifiesta una nueva prolongación de la conversión del retórico africano a Cristo, una nueva conversión, una conversión de Obispo.

Retrospectivamente, esta comprensión del carácter a la vez divino y humano, infuso y adquirido, de la preparación del corazón, permite captar mejor el rol y el lugar del ayuno, de la limosna y de la oración en el programa del Sermón de la Montaña. Sin ellos, no hay preparación del corazón para las pruebas sociales ligadas a la pobreza, a las humillaciones y a los insultos. A través de ellas, el Padre prepara a su hijo a abandonar la búsqueda de la gloria terrestre y de las riquezas, confiando su salvación, su felicidad, y su futuro a la Providencia. Orar, compartir, ayunar: todo esto obtiene de Dios la fuerza de amar al prójimo incluso cuando nos abofetea o quiera tener un pleito con nosotros. ¿Cómo podría aquel que no ora, no comparte y no se priva, abandonarse al prójimo y, a través de él, a Dios? Es invitándonos a abandonar los bienes superfluos, y las comidas inútiles que Dios mismo prepara en nosotros a nuestro corazón para la muerte temporal y para la vida eterna.

Así preparado es como Agustín, al final de su vida, en su lucha contra los maestros marselleses atados a su semipelagianismo, llegará a formular - por otra parte brevemente - un acto explícito de abandono de la vida espiritual misma al Dios Salvador.

“Me admira (miror: estoy asombrado) que los hombres prefieran confiarse en su fragilidad antes que en la firmeza de la promesa de Dios. Es que, dicen no sabemos qué quiere hacer Dios de nosotros? ¿Entonces qué? ¿Saben mejor lo que les reserva su voluntad? Y estas palabras: “que aquel que se jacta de estar de pie tenga cuidado de no caer” (1 Cor. 10,12) no les dan miedo ? ¿Por qué el hombre, en la incertidumbre en que se encuentra respecto de estas dos voluntades, no prefiere aquella que es firme a aquella que es frágil, para confiarle su fe, su esperanza y su caridad?”[18]

Remarquemos primeramente el vocabulario latino de la confianza y del abandono a la Providencia: “miror homines infirmitati suæ malle se commitere quam firmitati promissionis Dei (...) Cur non homo firmiori quam infirmiori fidem suam, spem, charitatem que committit ?”

Notemos en seguida la paradoja querida: Agustín alienta un acto de confianza mediante el cual el cristiano confiaría su confianza misma,[19] su esperanza en la promesa firmísima de Dios, la vacilación de su fe y de su caridad todavía débiles a la fuerza divina, y no a su consciencia limitada : “committere spem suam firmitati promisionis Dei”. Y él sabe ya que la firmeza de la esperanza descansa sobre la fidelidad de Dios a sus promesas.

En otros términos, Agustín confía y abandona su fe, su esperanza y su caridad a la misericordia de ese Dios en el que cree, que espera y que ama. O si se prefiere, confía al Creador la guarda de este precioso depósito[20] que desea conservar, pero conoce demasiado su debilidad para contar con sus propias fuerzas. Abandona a su Dios lo que tiene de más precioso: su vida espiritual e inclusive, su perseverancia en el amor creyente y confiado.

Pocos años antes, en 420, en su Enchiridion (II.8 y XX.114), Agustín había subrayado que la esperanza descansa sobre el bien futuro y personal - especialmente el bien a realizar y la recompensa a que da derecho - que no se espere de sí mismo sino del señor. Sin embargo estas afirmaciones generales y abstractas no constituyen todavía una descripción personalizada del acto de esperanza, a diferencia del texto citado más arriba, extraído del tratado Sobre la predestinación de los santos. Es hacia esta evocación más personalizada que Agustín, poco antes de su muerte, nos orienta resistiendo a la orgullosa presunción de poder por sus propias fuerzas perseverar en la esperanza de salvación y confiando, por el contrario, abandonando a la fuerza amante del Señor esta salvación, esta perseverancia y esta esperanza. La predestinación, ya evocada anteriormente, es vista como una predestinación a la gloria.

Agustín sabe que nadie es abandonado por Dios, a menos de haberlo abandonado antes a Él[21] ; sabe también que Dios no abandona al pecador, sino lo persigue por su misericordia[22]; concluye que debe desconfiarse de sí mismo y confiarse a Dios, confiándole hasta su destino espiritual; en ese Dios predestinador, abandona el secreto y el misterio de su propia predestinación eterna.

La toma de conciencia más aguda, en el contexto del pensamiento paulino, de la doctrina de la predestinación obliga al Obispo de Hipona a hundirse cada vez más en una esperanza llena de abandono. Para él, esperar, es encomendar (committere) su eterna salvación entre las manos del Padre.

Agustín preparó numerosos elementos de la síntesis posterior del abandono

El doctor de la gracia nos presenta en orden disperso casi todos los actos y los conceptos que - reunidos por San Francisco de Sales - formarían lo que podríamos llamar la espiritualidad integral y clásica del abandono.

Llama nuestra atención sobre la Fe que nos hace reconocer en cada prueba una manifestación de la amable voluntad divina con miras a nuestra perfección y a nuestra salvación. Facilita así nuestra adhesión a la Voluntad divina en medio de las noches oscuras de la fe.

Nos sugiere encomendar entre las manos de Dios, confiando plenamente el cumplimiento de sus promesas, nuestra vida espiritual misma, el depósito precioso de nuestra fe, de nuestra esperanza y de nuestra caridad: frente a nuestra doble incertidumbre referida a la voluntad de Dios sobre nosotros en el futuro y lo que nuestra propia voluntad nos reserva, Agustín nos pide con insistencia preferir a la fragilidad de nuestra propia libertad la firmeza de la libertad divina. Nos alienta a esperar en el Señor, y no de nosotros, el bien futuro y personal de la asistencia divina en medio de las luchas necesarias para alcanzar nuestro último fin.

La caridad penetra de su dinamismo a la propia fe en la santificante voluntad divina y la entrega confiada del destino espiritual y personal a la fiel Bondad del Creador.

Pero todo esto, no conduce a la expresión de un acto de abandono compuesto de actos más perfectos de fe, de esperanza y de caridad.[23] Agustín casi roza esta síntesis cuando escribe (siempre al final de su vida): “Vivimos más seguros si nos damos del todo a Dios que si nos entregamos en parte a Él y en parte a nosotros mismos : tutiores vivimus si totem Deo damus non autem nos illi ex parte et nobis ex parte committimus”[24]

(Destaquemos de paso, que volvemos a encontrar aquí el verbo committere, antecedente agustiniano más claro de nuestro “abandonarse”). Agustín está plenamente consciente de la necesidad de una entrega total a Dios que implica el renunciamiento total a sí mismo. La herejía semi-pelagiana presentó para él la inmensa ventaja de ayudarlo a esta decisiva toma de conciencia.

No hemos encontrado en él, sin embargo, un comentario del texto bíblico que permita a Bossuet hablar de una “doctrina apostólica del abandono del cristiano”[25], a saber la orden dada por el apóstol Pedro de “echar sobre Él todos nuestros cuidados, puesto que tiene providencia de nosotros” (1 P 5, 7-8). Bossuet debía comentarlo magníficamente: “Este acto nos separa a fondo de nosotros; este acto nos une a Dios tanto como es posible en esta vida (...) Este acto lleva en sí mismo todo lo que puede darnos la seguridad, puesto que nada nos vuelve más sensible la bondad de Dios que el movimiento que nos inspira a esperarlo todo; y el abandono puede ir más lejos, ya que es ahí donde está una perfecta consumación” de la orden del apóstol San Pedro.[26]

¿Por qué habiendo percibido Agustín cada uno de los elementos de eso que nosotros llamamos actualmente “espiritualidad de abandono” - salvo quizá la insistencia sobre el momento presente - no nos dejó una síntesis explícita?

La principal razón es sin duda lexicográfica, y al mismo tiempo cristología. El “material bíblico” - si se pudiera decir así - que tenía a su disposición le suministró las categorías de abandono por Dios, de preparación y de entrega de sí a Dios. Este material ya le había sido suministrado por el Antiguo Testamento, especialmente por los salmos. Ahí descubrió al Dios que abandona (Sal 54/55, v 23)[27]. Bajo la influencia del Sermón de la Montaña (Mt. 5, 39-44), y de la literatura sapiencial, Agustín forja el concepto técnico de “preparación del corazón”. La aplica a Cristo que se prepara para su Pasión. Y al cristiano que debe prepararse para la prueba, participación en la Pasión de Cristo. Contempla a Cristo abandonado corporalmente, de manera momentánea por su Padre, pero no espiritualmente. Salvo ignorancia de mi parte, Agustín no llega, en este contexto, a considerar a Cristo encomendándose al Padre en la hora de la muerte. Sin duda hace alusión[28] a la actualización hecha por Cristo del pensamiento del salmista (31, 6) : “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, pero no la explota, que yo sepa, ni sobre el plano pastoral ni con miras a subrayar la importancia psicológica y religiosa de esta última palabra de Jesús. Para darse cuenta, basta comparar la poca “densidad” de esta simple alusión con los comentarios de San Francisco de Sales que citaremos más adelante.

Para resumir, todavía no estamos, en San Agustín, frente a la práctica de una participación explícita, consciente y voluntaria en el abandono confiado del Cristo crucificado respecto de su Padre, ni a la apropiación humilde y amante de los méritos de su Pasión. Salvo los eventuales descubrimientos que resulten de un nuevo inventario de los textos. Esperamos que surjan, entre nuestros lectores, investigadores resueltos a escrutar de cerca el vocabulario agustiniano correspondiente a la actual espiritualidad del abandono y especialmente el uso (no solamente en él, sino también en el conjunto de la literatura patrística) del importantísimo pasaje de la Epístola de Pedro :“Echad sobre Él todos vuestros cuidados, puesto que tiene providencia de vosotros”

Doctrina ya presente en el Antiguo Testamento (Sal 55, 23). Agustín - si hubiese tenido tiempo de prolongar sus reflexiones sobre el misterio de la predestinación de Cristo - hubiera podido percibir de una manera más clara el misterio del abandono de Cristo crucificado al Padre predestinador y la participación del cristiano en este misterio. Jesús en la cruz, entregando su alma entre las manos del Padre, deposita en Él su preocupación por la salvación del mundo, ligada a su propia salvación física de Resucitado (cf. HB 5, 5-10). Mediante este acto de abandono, Jesús nos mereció el abandono activo y pasivo entre las manos del Padre, que nos abandona corporalmente a la hora de la muerte sin abandonarnos espiritualmente, puesto que nos dado todo en su Hijo.

Una espiritualidad de abandono, ya inculcada por la Primera Alianza, deviene más indispensable todavía, una vez que el misterio de la eterna predestinación, a la vida eterna, es revelado por Aquel que es la Alianza nueva y eterna.


NOTAS:

1. En este capítulo, retomo, integrándolos en una nueva edición, varios elementos extraídos de mi artículo Præparatio cordis ad plura perferenda, Agustinianum 32(1992) 145-160 - en donde analizo los comentarios de agustín sobre Mateo 5, 39 ss e su De Sermone Domini in monte (I, 19, 50 y 20, 66) - y también de mi estudio sobre la Epistola 140 a Honorato en mi Introduction à l’ histoire de l’Exégèse, t. III, S. Agustin, Cerf, Paris, 1983, pp. 120 ss.

2. San Agustín, De Sermone Domini in monte, I.19.57, 58, 61 ; I.20. 66.

3. Ibid.

4. Ibid., I, 23, 80

5. Visión retomada en nuestro tiempo por Pío XII, Summi Pontificatus, AAA 31(1939)452.

6. San Agustin, Enchiridion, 26 ; cf. Rascol, art. Providence, DTC XIII.1 (1936)961 ss.

7. San Agustín, Enarratio in Ps 118, v. 12.

8. San Agustín, Enarratio II in Ps 31, 24, 26.

9. San Agustín, Opus imperfectum contra Julianum, V60 ; ML 45, 1495

10. San Agustín, Epistola 140 ad Honoratum, VII, 19 ; CSL 44, 169 ; trad. Fr. : Poujoulat, Lettres de St Agustín, Paris, 1858, t. III, pp. 1 ss:

11. Ibid., VI, 15-18 ; Poujoulat, III, 13-15

12. Epist. 140, XXXVI, 82 ; CSEL 44, 230-231.

13. Epist. 140, XXIV, 59 ; CSEL 44, 205.

14. San Agustín, Enarr. In Ps 56, 15 ; CCL 39, 705 ; SDM I, 19.59

15. San Agustín, Sermo 46, 5,12 : ML 38, 276.

16. Agustin precisa: “¿qué es preparar el corazón si no preparar la voluntad?” y cita Prov 16, 1 y 8, 35; “la voluntad está preparada por el Señor”

17. San Agustín, In Johannis Evang. Tract 68 y 69; CCL 36, 499.

18. San Agustín, De prædestinatione sanctorum, XI. 21; cf, a continuación del n. 26.

19. El pensamiento evoca el célebre acto de abandono de Claudio de la Colombière, esperando su esperanza misma.

20. Cf. I Tim 6, 20 ; II Tim 1, 12.14. Pablo, siguiendo una interpretación de estos versículos, sugiere a Timoteo confiar su depósito.

21. San Agustin, De Nature et Gratia, 26.29 ; citado por el Concilio de Trento (DS 1537). Ver ML 44, 261.

22. St Agustín, De Civ. Dei, V. 11 ; ML 41, 153.

23. Bossuet, Instruction sur les Etats d’ oraison, I, 10, 18 ; éd. Lachat, t. 18, p 627.

24. San Agustín, De Dono perseverantiæ, VI.12

25. Bossuet, op. Cit. (N.24), ibid., p.628.

26. Ibid. Bossuet comenta a la vez esta orden y el texto de Agustín citado más arriba (n.18) : “todo el fin de esta doctrina de San Agustín es la de hacernos confesar que, no habiendo más que una sola voluntad que sea inmutable, es decir, la voluntad de dios, y aquélla teniendo la nuestra en su mano, no hay más certidumbre para nosotros que unirnos soberanamente a esta suprema voluntad que sola pueda hacer para nosotros todo lo que hace falta: lo que no puede esperarse más que abandonándose enteramente a ella (extracto de l’ Instruction (...) citada n. 23, p. 626).

27. San Agustín, Enarr. In Ps 54, § 24 : ML 36, 644.

28. San Agustín, Enarr. In Ps 30, § 11 : ML 36, 237.


Bertrand de Margerie S.J.

Traducido por José Gálvez Kruger para la Enciclopedia Católica.

Tomado de "L'abandon a Dieu". Téqui, editores.