Diferencia entre revisiones de «Estudio preliminar. El Colegio del Salvador, 1627 -1767. Génesis y ocaso de una institución jesuita en Trujillo del Perú»
De Enciclopedia Católica
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Contenido
Introducción
Una de las tareas del Concilio de Trento (1545-1563) subrayaba la importancia del conocimiento que los fieles debían tener en torno de la doctrina de la Iglesia, y que los clérigos fuesen respetables, tanto en su comportamiento como en sus conocimientos. En tal sentido, todas las diócesis y conventos regulares con las rentas suficientes, debían establecer cursos de teología y Sagrada Escritura a fin de lograr una mejor formación de los sacerdotes. Ante la amenaza de la expansión protestante, la Iglesia tridentina consideraba que la ortodoxia de la fe católica estaría salvaguardada por una labor docente. Bajo este precepto, la Compañía de Jesús vino a ser el instrumento adecuado para tal fin, pues Ignacio de Loyola y sus compañeros eran hombres con formación universitaria, y la vocación pedagógica de la orden quedó manifestada desde las mismas Constituciones. Así, la parte cuarta está referida al “... instruir en letras y en otros medios de ayudar a los próximos los que se retienen en la Compañía” .
Los jesuitas en el Perú
Los jesuitas arribaron al Perú en 1568, durante la gestión gubernativa del licenciado Lope García de Castro, y su llegada marcó un importante paso en la formación académica, pues fundaron en Lima el Colegio Máximo de San Pablo (1568) y, posteriormente, el virrey Martín Enríquez fundó el Colegio Real de San Martín (1582), que fue regentado por los padres de la Compañía. En el virreinato peruano los vecinos acomodados de las ciudades se interesaron por la educación de sus hijos e hicieron donaciones para la fundación de centros de enseñanza; así, se crearon colegios en Arequipa, Huamanga, Callao, Huancavelica, Pisco, Ica y Moquegua. Asimismo, hubo dos colegios para la nobleza indígena: el Colegio del Príncipe en Lima y el de San Francisco de Borja en el Cuzco.
Los jesuitas en el obispado de Trujillo
No era desconocido para los trujillanos y los norteños el apostolado ignaciano, pues antes que se fundara el colegio había llegado en misión el padre Antonio Pardo a las ciudades de Trujillo, Saña y Chachapoyas. Las misiones jesuíticas en las ciudades eran, en cierta forma, una divulgación de los ejercicios espirituales, mediante lo cual se pretendía lograr el arrepentimiento de los pecadores, el respeto a la autoridad, el fomento del amor al trabajo y la práctica de obras pías. Se realizaba una procesión nocturna en silencio, la cual era encabezada por el sacerdote, quien llevaba una cruz, mientras que los fieles portaban teas. A lo largo del recorrido se iban agregando más feligreses, deteniéndose la procesión en estaciones señaladas, y el sacerdote predicaba sobre la muerte, el juicio final y el infierno; después de las exhortaciones a vivir según los preceptos de la iglesia venía el sacramento de la confesión . Esta práctica continuaría una vez fundado el colegio, pues los ignacianos llevaron estas misiones a los pueblos y haciendas en el norte peruano. Al indagar sobre los orígenes de la llegada de la orden ignaciana a la ciudad de Trujillo, no podemos dejar de mencionar que el primer intento de los jesuitas por instalarse en el obispado de Trujillo fue en 1617, cuando por cédula real se les asignó la doctrina de Lambayeque.
Esto motivó la oposición del obispo don fray Francisco de Cabrera quien manifestaba que Lambayeque era la doctrina más rica de su obispado y que los cuatro beneficios que poseían los curas diocesanos valían ocho mil pesos “que haze aquella doctrina mas sabrosa e codiciosa” , pero al parecer los feligreses de Lambayeque no estaban contentos con sus curas, pues escribieron al virrey Francisco de Borja, príncipe de Esquilache, pidiendo que se confirmara la merced que había hecho el rey a los jesuitas; se quejaban los indígenas principales que los clérigos de su parroquia no sabían la lengua nativa y no la aprendían, contraviniendo “lo q. su magestad manda para el descargo de su conciencia”. Por esta razón pedían que ingresaran los jesuitas pues su doctrina “seria medio para abrirnos los ojos q. tenemos ciegos por faltarnos escuela y los niños de crian de suertes”, firmaban la misiva D. Pedro Sachún, D. Juan Payanco, D. Francisco Corñán . De esta manera la nobleza indígena lambayecana hacía un reconocimiento al carisma de la educación que caracteriza a la congregación jesuítica.
El asunto quedó en suspenso y el 14 de febrero de 1619 acaeció un violento terremoto que destruyó a la ciudad de Trujillo. Al llegar la noticia a Lima, el 23 de febrero, el virrey despachó una provisión ordenando que el obispo, el corregidor y dos vecinos encomenderos decidieran si la ciudad debía mudarse a otro sitio, pero el 25 de febrero envió otra provisión disponiendo esta vez que definitivamente la ciudad se mudara a otro lugar . Entre dilaciones de los vecinos y las órdenes religiosas, pues estas últimas no querían perder la renta de muchos inmuebles gravados con censos, Cabrera decidió el traslado la catedral de su obispado a Lambayeque, justificaba el obispo que el pueblo de Lambayeque era “capaz de sustentar en tal manera que otro ninguno no hay en todo el obispado que lo pueda hazer”, y nombró para ello un nuevo cabildo catedralicio, dándole plazo de seis días para su traslado a Lambayeque, con la advertencia a sus miembros de la pena de excomunión en caso de inobediencia . Aunque el obispo tomaba como pretexto la ruina ocasionada por el terremoto para trasladar la sede episcopal, el trasfondo del asunto era impedir de cualquier modo la entrada de los jesuitas a la doctrina de Lambayeque.
La actitud de abierta rebeldía de parte del obispo, mereció una respuesta dura del virrey, quien inmediatamente le ordenó “… q. al punto se volviese a Truxillo”, aclarándole que en virtud del Real Patronato, no podía “erigir, ni mudar iglesia Cathedral ni parrochial sin que haya precedido licenzia de Su Magestad …” . Dos días después, el 14 de abril, el Príncipe de Esquilache escribía al rey acusando al obispo de proteger a sacerdotes de vida escandalosa, a quienes supuestamente pretendía beneficiar con los curatos de Lambayeque; de aceptar sobornos, haber ordenado trasquilar a los indios que pedían la entrada de los jesuitas, excomulgar a un vecino importante de Lambayeque por lo mismo. Todas estas pesadumbres debieron minar la salud del obispo quien falleció el 25 de abril de 1619 . El 17 de mayo un provisión del virrey ordenaba al cabildo catedralicio no impidiese el asentamiento de los jesuitas notificando a los corregidores de Trujillo y Saña dar el auxilio necesario para que se cumpla lo ordenado . Aún con todo el 9 de julio deán y cabildo respondieron que los cuatro curas que doctrinaban en Lambayeque eran “suficientes, idóneos y habiles en la lengua materna de aquel pueblo para la enseñanza de los naturales” . El énfasis en señalar que el conocimiento de la lengua por parte de los seculares, obedece a que ya en 1618 el jesuita Luis de Teruel se hallaba redactando un “arte y vocabulario de la lengua materna del dicho pueblo [Lambayeque] y valles de Trujillo” .
El virrey había dado ocho meses de plazo, a partir del 16 de noviembre del 1618 para que los doctrineros jesuitas aprendieran la lengua. Hubo que esperar un nuevo mitrado y ello sucedería tres años más tarde, cuando el 22 de marzo de 1622 hacía entrada en Trujillo don Carlos Marcelo Corne, encontró una ciudad ruinas. El área en donde se levantaba la catedral era un promontorio de escombros, por lo que debió oficiar en una ramada en la plaza mayor. Corne era trujillano, estudió en la Universidad de San Marcos, graduándose como maestro en artes y doctor en teología, y llegó a ser catedrático de ésta ; hijo del bachiller Diego del Canto Corne, personaje que residió 16 años en Trujillo, en los que, aparte de enseñar primeras letras y gramática en el “estudio” de Trujillo, anduvo comerciando “ropa de la tierra” .
En 1623, Corne pidió al provincial de la Compañía que enviase a Trujillo a religiosos de su orden. Atendiendo la invitación del obispo, arribaron los padres Andrés Sánchez y Juan de Taboada quienes predicaron en nuestra ciudad . Tan entusiasmados quedaron los trujillanos que uno de los vecinos principales, don Juan de Avendaño y Gamboa, les donó las tierras de Miraflores con una extensión de doce fanegadas, que eran conocidas también como la Huerta Grande . Avendaño, además, hizo donación al colegio de la estancia de Yagón, ubicada en Huamachuco, con 22000 cabezas de ganado ovejuno, cuya escritura se firmó en 1623, con un plazo de entrega de seis años (1629) pero debido a la apertura del colegio en 1628 se vio obligado a adelantar la entrega .
Por esta misma época, el obispo estaba empeñado en fundar un Seminario, para lo cual, el 2 de noviembre de 1624, dispuso que una comisión conformada por el deán Julián de la Torre Escobar y los canónigos Juan de Solís San Martín y Juan de Pedrosa, examinasen las constituciones del Seminario de Santo Toribio de Lima y las adecuasen para el que se iba a fundar en Trujillo. El primero de enero de 1625, la comisión presentó el proyecto de estatutos; pero Corne recién dio su aprobación el 20 de noviembre de 1628. Su primer rector fue el padre Antonio Carrera , a quien Corne hizo venir desde Lima. El obispo tardó en dar su aprobación porque esperaba que los jesuitas fundaran primero un colegio en Trujillo, siguiendo el plan del obispo de Cuzco, Antonio de Raya, ciudad en la cual los seminaristas recibían clases de los padres de la Compañía.
Corne había iniciado las gestiones ante el rey para que autorizase la fundación de un colegio jesuítico en Trujillo. Una real cédula, con fecha 20 de setiembre de 1624, mandaba al virrey y a la Audiencia de Lima informasen del estado eclesiástico de la ciudad de Trujillo, dicho documento fue leído en sesión del cabildo eclesiástico, en el cual por unanimidad manifestaron “... que se vuelva a hacer instancia suplicando a su Majestad se sirva de dar licencia para que la Compañía de Jesús funde el dicho Colegio en esta ciudad atento la mucha utilidad y fruto espiritual notorio que los Padres de la Compañía hacen doquiera que están y por no haber en este Obispado otro Colegio habiéndolos en todos los demás obispados deste Reyno ...” .
El Colegio del Salvador abrió sus puertas en 1627. Una real cédula del 8 de abril otorgó la licencia y, en setiembre el virrey Marqués de Guadalcázar dio el cúmplase , con la finalidad que esta institución educativa tuviera las rentas suficientes para su manutención; Corne compró del tesorero general de la Bula de la Santa Cruzada, Juan Martínez de Escobar, el ingenio azucarero de Gasñape, ubicado en el valle de Chicama, y que tenia 37 esclavos; cuyo valor ascendió a 42000 pesos, de los cuales pagó 38000 al contado y el resto quedo gravado a censo . La carta de donación realizada por el obispo refleja el afecto y admiración que sentía por la Compañía de Jesús ; pero también el amor a la tierra que lo vio nacer, a la que quiso dejarle el mejor legado: un colegio para la formación de sus hijos. Un detalle en esta carta, es que de la ganancia líquida de las rentas de la hacienda, la mitad serviría para la edificación de la iglesia del colegio. En una de las cláusulas, el obispo pedía que se le reservase entierro y sepulcro al lado del evangelio, junto al altar mayor “... haciendo su arco el espacio para esto con el escudo de armas de su señoría arriba según la autoridad que a tal principal se deue ...” . Además de ello, para la construcción del colegio Corne compró el solar donde antes del terremoto de 1619 se levantaba la casa episcopal , el cual tenía una estratégica ubicación, pues daba hacia un ángulo de la plaza mayor.
Los trabajos de edificación de la iglesia se iniciaron en 1631 y estuvieron a cargo del alarife portugués Alonso de las Nieves, quien se comprometió a levantarla desde sus cimientos; desde la puerta hasta el arco toral. Posteriormente, en 1636, el maestro carpintero Salvador Leandro agregó un coro alto en madera . Por último, la edificación de la capilla mayor del colegio se realizó en 1639, y también estuvo a cargo del maestro Alonso de las Nieves. En la carta de concierto de obra se precisa que el colegio pondría los materiales: la cal, piedra y adobería necesaria para la construcción, los cimientos de los muros debían ser de piedra con una profundidad de vara y media y el grosor de dos varas. Se precisa, además, que los muros de la iglesia fuesen lo suficientemente altos para que la luz que fluyese por las ventanas superiores no fuera opacada por los edificios adyacentes. Se le dio un plazo de 20 meses, a partir del primero de mayo de ese año .
Conforme pasaron los años el colegio fue aumentando sus rentas a base de donaciones que hacían los vecinos. Así, Doña Juana de Carbajal y Collazos, viuda del Capitán Melchor de Osorno, concertándose para ello con su primo, el Rector del Colegio padre Cristóbal de Araindia; hizo carta de donación de unas casas de su propiedad y de una chacra ubicada en el valle de Moche, junto con tres esclavos; también, les regaló la estancia de Picsi, ubicada en la provincia de Saña, con casas de vivienda, capilla, bodegas, galpones y 11000 cabezas de ganado cabrío y ovejuno, tenía, además, una tina en donde se fabricaba jabón. Esta obra piadosa la hizo en “... atencion a la mayor gloria de Dios nuestro Señor y bien y utilidad de esta república assi de españoles como de naturales de la tierra, los yndios a que tan dedicada se halla la Compañía de JHS y el colegio que está fundada en ella ...” . Tres meses después, Da. Juana hizo testamento, y en el pedía se le sepultase en el presbiterio, en el lado de la Epístola, adonde “… después de tiempo competente se ha de poner los huesos de mi marido ... y los de mis padres y hermanos ...” y que se le admita por co-fundadora del colegio. Otros bienes del colegio fueron la hacienda de Tumán y Chongoyape en Lambayeque.
En Trujillo tenían una hacienda de panllevar a una legua de la ciudad, que era conocida como “la Compañía”, con 40 fanegadas de tierras, valorizada en 3000 pesos, fuera de 7 esclavos . En la sierra, en la provincia de Huamachuco, tuvieron las haciendas-obrajes de San Ignacio, Parrapós, Chota y Motil . Con la finalidad de proveer permanentemente sus obrajes compraron 21 “majadas, pastos y abrevaderos” de la hacienda Cayanchal al precio de 7500 pesos . Su labor docente no sólo se restringió a las aulas, sino que se extendió a través de las congregaciones marianas, las cuales eran dirigidas por un prefecto, en ellas se exhortaba a llevar una vida comprometida con la iglesia, se visitaba el Sacramento y se hacían lecturas de libros piadosos. El culto a la virgen se manifestaba en la práctica de oración mental y vocal, en lo público y privado, en su honor. En suma, las congregaciones marianas “fueron quizá el recurso más eficaz de los que pusieron en práctica los jesuitas para orientar a la población y fomentar la piedad popular” .
En el colegio de Trujillo existieron la Congregación de Nuestra Señora de la Asunción, que era “de los caballeros y mercaderes de la ciudad” , de Nuestra Señora de Loreto, que era de indios; del Arcángel San Miguel, que era de negros, “que los más de ellos son esclavos”, pero que tenían una capilla muy lucida y cuya fiesta se hacía por lo alto y que era cubierta por “los españoles ricos”; la Congregación del Corazón de Jesús, de Nuestra Señora de Cocharcas y de Nuestra Señora de Asunta; cada una de estas congregaciones se beneficiaba con las donaciones de sus congregantes .
De otro lado, se fomentaba en el vecindario trujillano la devoción por San Ignacio de Loyola y los santos jesuitas. A los pocos años de la llegada, pedían al cabildo civil y eclesiástico, se declarase festivo el día de San Ignacio de Loyola . Asimismo, el cabido civil acordó en 1636 acudir en corporación a las festividades de fin de año que se realizaban en el colegio.
Desde el colegio de Trujillo partían misiones hacia otras provincias del norte peruano, como Chachapoyas, Moyobamba, el río Marañón, Cajamarquilla , Paita, Piura, Catacaos y Colán , y refiere “con mucho provecho de indios y españoles por haber hallado en aquellos muchas cosa de infidelidad”, así como a la provincia de Conchucos, y en tres meses recorrieron los pueblos de Tauca, Llapo, Colorgo [Corongo?], Piscobamba y Siguas . También llegaban a las haciendas del vecino valle de Chicama y a las de Lambayeque , en el que doctrinaban y confesaban a la población esclava. A pedido del clero lambayecano en los años de 1689 y 1690 se hicieron misiones en este pueblo, en el que predicaron y confesaron. Se inició con una procesión de penitentes y en ella un caballero vecino del pueblo, “disfrazado en trage de penitente”, permitió que su esclavo etíope le azotara con rudeza.
En la ciudad de Trujillo, cumplieron una labor importante, aparte de la educativa, en la prédica de la doctrina cristiana, tal era el respeto y admiración por los hijos de Loyola que eran invitados a predicar en la Catedral . Aparte de ello realizaron una gran labor en la doctrina de los indígenas y negros, poniendo especial énfasis en el adoctrinamiento de los africanos, de manera que el mismo Padre Prefecto en compañía de dos Hermanos se dirigía a las chicherías “a donde suelen juntarse a sus bailes, y otros entretenimientos, con que alivian el peso de su esclavitud, …” luego los conducían a una de las plazuelas y les exhortaba a arrepentirse y confesarse, enseñándoles a unos y otros a rezar . Se oficiaba una misa especial para ellos los domingos por la tarde y después se procedía a la explicación del catecismo.
El prestigio de la orden entre el vecindario trujillano motivó a que el cabildo civil pidiera a los jesuitas se funde una escuela para los niños de la ciudad, para tal fin se comprometía a pedir una limosna entre los hacendados de Trujillo y su jurisdicción, nombrándose a dos regidores, el licenciado Gonzalo de Alvarado y al capitán Juan de Vidaurre, y encargó al capitán Juan de Villanueva Fernández y a Sebastián García para que se dirigiesen al valle de Chicama con el mismo fin . En esta escuela los Hermanos coadjutores enseñaban a los niños la doctrina cristiana, así como leer, escribir y contar , llegando a tener hasta doscientos alumnos
La casa de los jesuitas
Para la descripción de la casa hemos utilizado un inventario realizado en 1785 por la Junta de Temporalidades, cuando entregó el colegio al Obispo Baltasar Jaime Martínez Compañón . Se inició el 29 de abril de 1785 y finalizó el 23 de julio del mismo año. Como habían pasado 18 años de la expulsión de la Compañía, la falta de mantenimiento y limpieza hizo mella tanto en la arquitectura como en los bienes muebles. Los techos y cubiertas del colegio que eran de madera se hallaban en mal estado, muchos de los libros estaban picados y en estado casi inservible, y algunas imágenes estaban carcomidas por la polilla.
Todo el complejo arquitectónico se componía del templo y la casa adyacente con cinco claustros, alrededor de los cuales se distribuían las habitaciones. En el primer claustro (que es el único que ha sobrevivido), estaban: la procuración, la librería, un aula de latinidad, la oficina rectoral, aposentos y la quiete. Los aposentos se dividían en dos espacios: el primero dedicado al estudio y el otro a dormitorio. La quiete era una habitación destinada al recreo de los estudiantes y debió de contar con juegos de mesa. Todas las habitaciones estaban decoradas con cuadros de diferentes advocaciones, por ejemplo, en una había una estampa de humo representando el triunfo de Cristo . En la quiete había cuatro cuadros al óleo que, por estar viejos, no se pudieron reconocer. En los cuatro muros del primer claustro estaban distribuidos diez lienzos de marco de laurel, de los cuales solo uno se encontraba en buen estado y representaba a Nuestra Señora con los brazos extendidos y, al pie de ella, varios santos jesuitas hincados.
En el segundo claustro se hallaba el refectorio o comedor, que era una sala grande con techo de madera, donde había 8 mesas, asientos y una gran alacena, decoraba este ambiente un cuadro grande del “paso de la cena de los santos apóstoles” (f. 198v.). En este espacio se tomaban los alimentos y también servía para la oración y reflexión, porque antes de las comidas se leía la vida del santo del día y además se trataba de un espacio de sociabilidad, ya que después de las mismas, los hermanos podían conversar.
Adyacente se hallaba una habitación mediana que servía de tinajera, donde habían tinajas de agua con sus respectivas piedras de destilar, que se encontraban sobre un armazón de madera. Al respecto, existía la creencia que de esa manera se purificaba el agua. Se ubicaba en este sector la despensa, la cual tenía dos grandes tinajones empotrados en el suelo, destinados a almacenar probablemente granos.
En el tercer patio estaban, entre otras habitaciones, dos almacenes, la enfermería y la cárcel. El cuarto patio estaba dedicado para ambientes del colegio, como el aula de gramática, y una pieza dedicada a escuela de primeras letras; dos habitaciones y un corral. En el quinto claustro se encontraba una capilla interior con su respectiva sacristía, además había cinco habitaciones. En la parte final de los claustros existía una huerta de frutales que tenía una cuadra de largo.
Una mirada a la librería
En 1599 se publicó la edición oficial de la Ratio studiorum, código de la educación jesuita, en el cual se ordenaba a los rectores y decanos de la orden a establecer una relación con los libreros, a fin de proveer tanto las bibliotecas como a los estudiantes. Los colegios ignacianos consideraban en su presupuesto anual las adquisiciones para sus bibliotecas y el rector no debería de permitir que se desviasen sus fondos a otros propósitos.
Estimulados por las constituciones de su orden, muchos socios de ella empezaron a formar sus propias bibliotecas. El inventario realizado a los pocos meses después de la expulsión nos señala cuantos libros tenían cada uno de los padres en su celda , lo cual es un indicador del ambiente intelectual que había en el Salvador. Los libros procedían del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, pues este recibía desde Europa el material bibliográfico y lo distribuía entre los demás colegios jesuitas que habían en el virreinato del Perú.
Gran parte de los libros se hallaban deteriorados, cubiertos por una gruesa capa de polvo, picados por la polilla y humedecidos por las goteras, los libros en buen estado de conservación fueron separados y pasaron a la biblioteca del Seminario de San Carlos y San Marcelo. A partir del sexto inventario se enumeran los libros de la biblioteca, la cual llegó a tener alrededor de 2000 volúmenes, de ellos se habían separado los libros “relajados y sospechosos en sus doctrinas y tratados” (f. 270v.), index en el cual se incluyeron los libros de autores jesuitas o relativos a la Compañía de Jesús. Nos llama la atención que en este inventario no mencionaran las obras de San Ignacio de Loyola, pero si aparecen otros autores jesuitas como el padre Nicolás Causino, autor de la Corte Santa, en cuatro volúmenes; Fernando de Castro y Palau con su Opus Morale, en 9 tomos; también estaba el Sumo Sacramento de la Fe, del padre Francisco Aguado; figura además el flamenco padre Felipe Alegambe, con su Biblioteca de escritores de la Compañía de Jesús; así como de su paisano Van de Steen, conocido como Cornelio Alapide, autor de 10 tomos de comentarios a las Sagradas Escrituras; infaltable sería la obra de San Roberto Belarmino, Exposición sobre los salmos. Otros autores jesuitas que son mencionados en este inventario son: Luis de Alcázar, Rodrigo de Arriaga, Sebastián Barradas.
La mayor parte de los libros se referían a temas eclesiásticos y teológicos, pero existían, además, libros de historia de diversas épocas y áreas geográficas. Había libros no solo en lengua española sino también en latín, francés, portugués, italiano, inglés y alemán; además, manuales para aprender lenguas nativas como el Arte de la lengua aymara, que aunque no se indica el nombre del autor en el inventario, suponemos que se tratara del jesuita Diego de Torres Rubio; asimismo, un Arte de la lengua de Mojos.
Para tener una visión a vuelo de pájaro de la biblioteca del Salvador clasificaremos los libros en cinco categorías básicas que utilizan los especialistas que trabajan sobre la temática de los libros en el Nuevo Mundo , que son las siguientes: religión (teología, patrística, homilética, espiritualidad, moral); jurisprudencia (derecho civil, derecho eclesiástico, política); humanidades (filosofía, historia, letras), ciencia y tecnología (medicina, matemáticas, ciencias naturales y tecnología) y americanística (miscelánea). Es natural que en la biblioteca de un colegio regentado por religiosos predominen los libros de teología. Así tenemos: Compendio de Teología Moral, Virtudes Teologales, del padre Suárez; Tratado teológico acerca de la libertad, del doctor Eusebio García de los Ríos; Teología moral reformada, del padre Diego de la Fuente; Teología moral, de fray Manuel Rodríguez Lusitano; Teologia moral, de Corella (2 tomos); Rosal theologico, del padre Medrano; Práctica de la theologia mística, del padre Godines. Además, siendo un colegio jesuita no podían faltar los teólogos de su orden como Juan Martínez de Ripalda, autor del Expositio brevis magistri sentenciarum; también De locis theologicis, de Melchor Cano. En cuanto a homilética u oratoria sagrada, se encontraban los sermones de San Vicente Ferrer, los Sermones mariales, del padre Guerra; Sermones varios, del padre Andrés Mendo; como parte del escolasticismo tenemos: la Summa theologica, de Santo Tomás de Aquino; entre las obras que comentan e interpretan las sagradas escrituras: Comentariorum et disputacionum in Genesim, del padre Benito Pereira; Comentarios a los profetas, del padre Castro; Comentarios al libro del Eclesiástico, de Idelfonso Flores. En cuanto a las obras de Gaspar Sánchez, incluían el Comentario al libro de Reyes, Comentario al libro de Ezequiel y Comentarios al libro de Isaías; y de Joannes Lorino, sus Comentarios al libro de los Salmos. En lo que toca al Nuevo Testamento habían los Comentarios al evangelio del P. Diego Baeza y los Comentarios a las epístolas del P. Juan Antonio Velázquez.
No podían faltar los libros de espiritualidad como: Perfección del estado religioso, de Miguel de Avendaño Eztenaga; Prácticas espirituales, del padre Oliva. El inventario hace alusión a un tomo de las obras de la madre Ágreda, que estaría refiriéndose a La ciudad mística de Dios; y también Materias espirituales, de Alejo Falla. Ubicamos además hagiografías como: Vida de Santa Teresa de Jesús de fray Juan de San Jerónimo; Varones ilustres en santidad y letras, del padre Lorenzo de Andrade, también, del jesuita Alvaro Cienfuegos: Vida de San Francisco de Borja; y el Flos Sanctorum, de Pedro de Rivadeneyra. En lo que atañe a la jurisprudencia, se menciona: Comentarios a las leyes de Toro, de Cervantes; Sobre Materias jurídico criminales, de Julio Claro; Alegaciones jurídicas, de Pedro Días de Noguera; Justitia et jure, de Francisco de Lugo; Decisiones de iusititia et iure, del dominico Domingo Báñez, tampoco podía faltar el Corpus Iuris Canonici, del jesuita Luis de Molina. Entre otras publicaciones tenemos: Idea de un príncipe político cristiano en cien empresas, de Diego de Saavedra Fajardo, que pertenece a la tradición de la literatura de “regimiento de príncipes” a través de emblemas.
Los libros de humanidades son en gran parte de filosofía; así los lectores podían encontrar: Anima et generatione de Aristóteles; o leer a Francisco Murcia de la Llana, quien escribió Selecta circa universam Aristóteles dialecticam. La historia ocupa un lugar importante con los siguientes libros: Los comentarios de las guerras de las Galias, de Julio César; Historia romana, de Juan Haller; Anales del reino de Aragón, de Jerónimo Zurita; Historia general de España, en 11 volúmenes, del padre. Juan Mariana; Historia de Ravena, de Jerónimo de Murillo; La historia general del mundo en tiempo del Rey D. Felipe II, escrita por Antonio de Herrera y Tordesillas y la Primera década de la guerra de Flandes del jesuita Famiano Estrada; sin embargo, llama la atención que en la estantería de la biblioteca tuvieran el libro Historia de los judíos, del jansenista Antoine Arnauld, pues, como sabemos, los jansenistas fueron un grupo católico puritano opuesto a los jesuitas, por lo cual esta sería una muestra de tolerancia académica, conocer al enemigo leyendo su obra.
Las letras, en la biblioteca del Salvador, tienen un dechado que va desde la época clásica hasta el siglo de oro español. El autor clásico más citado en el inventario es Marco Tulio Cicerón; de quien los jesuitas podían leer: De officiis, Epistolae familiares, Diez y seis libros de epístolas selectas, se mencionan, asimismo, siete libros de Séneca traducidos por Pedro Fernández Navarrete. El inventario menciona a Claudiano, autor de De raptu Proserpinae; y a Virgilio, con su obra Ad usum delfines. De la literatura española tenemos los Autos sacramentales de Calderón de la Barca, en seis volúmenes; cuatro tomos de las obras de Francisco de Quevedo y Villegas; también Flores de poetas ilustres de España, de Pedro de Espinoza, primera antología de la poesía española. A la hora del divertimento, leían al pícaro Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán. Mención aparte merecen: Cartas de María de Chantal a la condesa de Grinnan su hija, una colección de más de 1500 cartas en las que la condesa relataba la vida la corte y la alta sociedad francesa en el siglo XVII.
En lo concerniente a ciencia y tecnología, se encuentran los libros de medicina como: Obras medico-chirurgicas, de Madama Fouquet, o el de Jouberto; así como el tratado de Pedro Foresto Observationum et curationum medicinalium, o el Antidotario general, de Juan Jacobo Wecker, publicado en Basilea en 1580, asimismo, tratados sobre farmacia como el del agustino Fortunato Scacchi “sobre los nombres y otras cosas de los óleo y ungüentos”, publicado en 1710 en latín como Sacrorum elaeochrismaton myrothecia tria, in quibus exponuntur olea, atque vnguenta divinos in codices relata. Et olim vel cunctis universim gentibus, in vitae qua quotidiano, qua molliore cultu; vel nominatim apud Israelitas, tam in sacrorum antistitibus, locis, supellectilibus, quam in regibus solemniter inaugurandis usurpata. La astrología tenía el rango de ciencia en aquellos tiempos, y así podemos mencionar: Principios de astrología y cosmographia, de Gemma Frisio y la Verdadera astrología, de Juan Keill, pudieron conocer de geografía a través del libro Cosmografía, de Francisco Barosio.
Finalmente, los jesuitas también conocieron obras de autores indianos o sobre el tema de los territorios indianos. Leían Historia General del Perú, del Inca Garcilaso; también al “Lunarejo” Juan de Espinoza Medrano con su Apologética en favor de don Luis de Góngora, escrito para contestar los ataques del crítico portugués Manuel de Faría y Sousa. Pudieron, de repente, envidiar el no estar en Lima para asistir a las celebraciones realizadas en 1659 por el nacimiento del Príncipe Felipe, contentándose solo con leer la relación que de ellas hizo el mercedario Agustín de Salas y Valdés, titulada Diseño historial de los gozos ostentativos con que la regia ciudad de Lima celebró el deseado nacimiento del catholico príncipe N. S. D. Felipe Andrés. No faltaba en los anaqueles la Curia Philipica, de Juan de Hevia y Bolaños, y pudieron conocer la biografía de la quiteña Marianita de Jesús en el libro Azucena de Quito de Zumárraga. Asimismo, también leyeron la Vida de Santa Rosa de Leonardo Hansen. El derecho indiano está representado por Juan de Solórzano y Pereira, con dos de sus obras: De iure indianorum y “el otro de sus emblemas”; además, el Epítome de la biblioteca oriental i occidental nautica y geografica, también se hallaban los tres volúmenes de la Monarquía Indiana, de Torquemada.
La iglesia de la Compañía
Tiene una plana en cruz latina y su portada manierista posee un primer cuerpo está adornado en su primer cuerpo con columnas jónicas y sobre este un entablamento decorado con hojas de laurel, sigue encima el segundo cuerpo con columnas corintias y la portada lateral tiene columnas dóricas .
Tiene cinco naves. La primera de ellas ubicada debajo del coro alto tenía 4 lienzos con las efigies de San Ignacio de Loyola, San Franciso Javier, San Pedro y San Pablo. En el coro alto, con su baranda de balaustrería, había un órgano que ya estaba deteriorado, luego, la segunda nave tenía catorce lienzos en ambas paredes, seis de ellos dedicados a la vida de Nuestra Señora y los ocho restantes con las efigies de los Doctores de la Iglesia.
La tercera nave tenía dos ventanas altas con celosías de madera. Ubicado al lado derecho, mirando hacia la puerta principal, estaba el altar del Santo Cristo de la Buena Muerte, cuya escultura del crucificado estaba en un nicho, con su respectivo sudario, al costado había un lienzo de la “cadavera [calavera] de Adán figurada sobre los libros de su generación”. En el lado izquierdo, junto a la puerta lateral de la iglesia, se hallaba la pileta de agua bendita con su base de bronce.
En la cuarta nave, bajando hacia la puerta principal, estaba el altar de Nuestra Señora de Loreto, cuya cofradía estaba integrada por indígenas, con un retablo dorado colocado sobre una mesa de ladrillo, la cual estaba cubierta con un petate, y sobre él una alfombra. En medio del retablo había un cajón de madera con su vidriera, en el cual estaba representado el jardín del paraíso con dos pequeñas esculturas de Adán y Eva, y al centro un globo de madera que representaba al mundo, con una imagen de la Virgen de la Concepción. Sobre la mesa habían tres nichos: uno con el misterio del nacimiento, otro con la adoración de los Reyes y, el tercero, de la circuncisión. Sobre las tres hornacinas había un nicho grande con la imagen de Nuestra Señora de Loreto y, a los costados, en sus respectivos nichos, Nuestra Señora: una con el verso Speculum Justitie y la otra con el Turris Davidica. En la parte superior, el retablo remataba con tres hornacinas en las que estaban: Jesús, María y José; San Joaquín, y Santa Ana.
En el evangelio de dicha capilla había un nicho forrado con lienzos, en el cual se encontraba un crucifijo de cuerpo entero y, a su lado, dos imágenes en escultura de Nuestra Señora de los Dolores, y otra de San Juan Evangelista. Toda la capilla estaba cubierta de cedro sin dorar, en el cual había lienzos “entre grandes y pequeños de varias advocaciones”.
En el lado izquierdo de la nave estaba la capilla de Nuestra Señora de los Dolores, cuyo altar tallado y dorado se levantaba sobre una mesa de madera, y ésta sobre una peaña de ladrillo. Había 11 cuadros, pero al momento del inventario quedaba solo uno con una lámina de Nuestra Señora de la Misericordia, sobre la mesa, un trono a manera de sagrario y, en él, una lámina de Cristo Crucificado. Encima de este trono, el segundo cuerpo tenía en un nicho, con un trono de plata y en él una imagen en escultura de Nuestra Señora de los Dolores; a los costados, dos nichos medianos con las imágenes de San José sobre un globo de madera y alrededor de él los cuatro Doctores de la iglesia. En el otro nicho, la Purísima Concepción sobre un globo de madera, y en éste, representando el Paraíso, Adán y Eva; y en la circunferencia, los cuatro evangelistas. En el tercer cuerpo habían tres hornacinas con sus respectivas imágenes: San Juan Evangelista, Magdalena y San Judas Tadeo; rematando el retablo en una tarja. Toda la capilla estaba forrada en madera hasta el arco, e insertas en ella había 29 láminas de diferentes advocaciones, en las paredes colaterales de la capilla estaban dos hornacinas con las imágenes de San Miguel y Nuestra Señora de la Soledad.
La quinta nave tenía dos capillas de bóveda: una dedicada a Santa Ana, con su retablo dorado sobre una mesa de madera, encima del cual habían tres nichos con Santa Bárbara, San Francisco de Asís y San Ignacio de Loyola. En el segundo cuerpo se hallaba una hornacina grande, en la que estaban tres imágenes de la Virgen, San Joaquín y Santa Ana, coronados por la Santísima Trinidad; y, a los costados, dos nichos con las imágenes de San Juan Evangelista y San Mateo. En el tercer cuerpo estaban tres nichos con las imágenes de San Juan Bautista, San Lucas y San Marcos. Toda la capilla estaba forrada en madera sin tallar ni dorar, se insertaron “varios lienzos de pinturas diferentes de la vida de Santa Ana y otras advocaciones”, y en medio de ellos, dos cuadros de medio cuerpo con las efigies de los Marqueses de Herrera y Vallehermoso, don Juan de Herrera y Sarsoza y doña Juana Joaquina Roldán, benefactores de la capilla.
El otro altar era el de San José, ubicado al lado izquierdo del presbiterio, bajando hacia la puerta principal. Tenía un retablo dorado, y sobre la mesa del altar había tres hornacinas con las imágenes de Nuestra Señora, San Nicolás de Bari y San Gregorio. En el primer cuerpo había un nicho grande con la imagen de San José. A los lados, la Virgen y San Juan Bautista. En el segundo cuerpo se encontraban tres nichos con las imágenes de la Purísima Concepción, Santa Teresa y Santa Rosa de Lima. El tercer cuerpo remataba en un San Miguel Arcángel. Toda la capilla estaba forrada en madera tallada y dorada, adornada con cuadros de escenas de la vida de Nuestra Señora y diferentes advocaciones en tanto que la parte inferior fue adornada con azulejos.
El arco toral de la iglesia contaba con cuatro arcos grandes, cuyas columnas rematan en pechinas con pintura mural de los cuatro evangelistas; y, sobre ellas, la media naranja. A los costados, había dos altares grandes en cada uno, al lado de la epístola se encontraban los altares de San Ignacio de Loyola y el de San Francisco Javier. Al frente, al lado del Evangelio, los altares del Santo Cristo de la Contricción y el de San Francisco de Borja. En la columna derecha, bajando hacia la portada principal, estaba el púlpito tallado y dorado, con su coronación o torna voz. En uno de los arcos, había dos cuadros de cuerpo entero con las efigies de don Juan de Avendaño y Gamboa, fundador, y del obispo Marcelo Corne, benefactores del Colegio del Salvador.
En la pared testera del presbiterio, se hallaba el altar mayor que la ocupaba toda, con un retablo tallado “a lo antiguo”. En el primer cuerpo del retablo había, en medio, un sagrario cuyo interior estaba forrado en plata; a los costados estaban los cuatro doctores de la iglesia. Sobre el sagrario había un crucifijo de marfil y encima la imagen de Nuestra Señora de Cocharcas, flanqueada por San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier. En el segundo cuerpo estaba el Tránsito de la Virgen, y delante de ella un Niño Jesús y dos esculturas representando la fe y la caridad. A los costados, estaban San Francisco de Borja y San Estanislao de Kotska. En el tercer cuerpo estaba la Santísima Trinidad flanqueada por ángeles. El retablo era coronado por un Jesús abreviado en su cruz. Además, por todo el retablo había 36 angelitos, unos desnudos y otros vestidos.
Esta descripción apretada de los altares nos permite conocer la riqueza artística que tuvo la iglesia de la Compañía. El cronista local José de Castro Domonte, al referirse a la casa de los jesuitas en nuestra ciudad, en 1708, menciona “... su claustro por su gala, claridad y alegría, es la delicia de los ojos. La iglesia está tan adornada de retablos dorados de mucho costo y pinturas de gran admiración que en ella no hay lugar blanco, y en el retablo del altar mayor llegaron las manos a ejecutar cuanto pudo el arte alcanzar sin dejar mas que pedir al deseo”. Basta mirar hoy la riqueza de la antigua iglesia de San Pablo (hoy San Pedro) en Lima, con ese esplendor del barroco, para imaginar lo que pudo tener Trujillo . El lector podrá conocer a través de la lectura del inventario, los detalles hasta la de cómo eran los altares.
Finalmente, se continuó con el inventario de los muebles y ornamentos, vestidos y joyas de las imágenes. Solo quiero destacar aquí la mención a una custodia de “oro macizo desde la peaña hasta el remate de dos tercios de alto ... q. esta tambien en figura de corazon, y en su pixide y cruz de piedras preciosas como son diamantes esmeralda, topacios y un rubi grande ...”. Además, entre las reliquias se menciona a dos cartas debidamente enmarcadas: una de San Ignacio de Loyola y la otra de San Francisco Javier.
Toda esta riqueza artística manifestada, solo pudo ser posible gracias a las obras piadosas de los vecinos. Fueron ellos quienes a través de sus limosnas y donaciones dieron el sostén económico para solventar a los artífices que trabajaron allí, y también al afán pedagógico de la Compañía de Jesús, manifestado a través del arte barroco, el crear las más bellas obras para evangelizar a través de la vista.
La entrada de los Borbón en la corona española coincide con la divulgación de nuevas doctrinas filosóficas y políticas, así como con una ola de secularización. Una nueva burocracia, con una renovada concepción administrativa, miraba con recelo cómo los confesores y predicadores jesuitas no agachaban la cabeza ante la razón de estado; y, además, codiciaban bienes de la orden que se pensaban cuantiosos. A ello debemos agregar que la masonería, que detestaba a la Compañía de Jesús, había ganado a mucha gente del entorno de Carlos III, como el presidente del Consejo de Castilla, el conde Aranda, quien había sido el primer gran maestre en España e informó a Carlos III de fantasmagóricas conjuras y atentados contra su persona, promovidas por los jesuitas. Por último el jansenismo contribuyó a esa animadversión, por cuanto este movimiento de reforma y renovación manifestaba un rechazo por la cultura intelectual y espiritual del catolicismo barroco post tridentino y uno de sus seguidores fue el ministro Manuel de Roda.
Esta corriente anti jesuita ya había cobrado sus frutos en otras naciones como Portugal y Francia, de donde la orden ignaciana había sido expulsada en 1759 y 1762 respectivamente . Así las cosas, una Pragmática sanción del 27 de febrero de 1767, ordenaba expulsar a los jesuitas de todo el imperio español, la ejecución de la ordenanza se llevó a cabo el 8 setiembre y, al momento de la expulsión, se hallaban en Trujillo 12 socios: el vicerrector Julián Cáceda, José Honorio de Aguirre, José Antonio González, Lorenzo de Herrera, José Iturri, Ignacio Masala, Esteban Rivas, Cayetano Vergara; y los hermanos José Gaspar Bardales, Joaquín Larrea, Natal Michi, Diego de Rojas y Mateo Trillo . El día 2 de octubre a las 5 de la mañana, hora escogida por el corregidor a fin de evitar tumultos, abandonaban la ciudad de Trujillo escoltados por 20 hombres, más 6 de la guardia del virrey, que habían sido enviados para tal fin.
Hubo una consternación general, pues la orden gozaba de gran prestigio en la sociedad, aunque en el virreinato del Perú no se produjeron motines populares, como los hubo en las ciudades del virreinato de la Nueva España , ni bien hubo una cierta flexibilidad en el sistema con las Cortes de Cádiz, los cabildos civiles pidieron el retorno de la orden al Perú. En Trujillo, el 16 de noviembre 1816 los vecinos enviaron una carta al rey pidiendo el retorno de la Compañía, señalando que las rentas de las haciendas Tumán, Chota y Motil servirían para su mantenimiento y fundación.
Con la expatriación de los hijos de Loyola, su casa quedó en manos de una Junta de Temporalidades. Durante el episcopado de Luna Victoria, la iglesia de la Compañía funcionó como Catedral interina debido que esta se hallaba en terrible estado luego del terremoto de 1759, más adelante en 1785 el obispo Martínez Compañón recibió de la Junta de Temporalidades las instalaciones del Colegio del Salvador, para que allí funcionara interinamente el Seminario de Ordenandos. Es a partir de este momento en que se empezó a repartir sus cuadros, retablos y ornamentos hacia otras iglesias, así por ejemplo, podemos ver el retablo de San Ignacio de Loyola como altar mayor en la iglesia de La Merced, aunque se le ha pintado al fundador de la orden el hábito mercedario. Sabemos que otros retablos fueron a parar a la parroquia de Mansiche y otros a la desaparecida iglesia de San Sebastián, algunas imágenes pasaron al convento de Santo Domingo . Lo mismo sucedió con los ornamentos que se mandaron a sitios tan distantes como Tarapoto, Guayabamba (hoy Rodríguez de Mendoza), y Chalaco (Piura). Tras la expulsión de los jesuitas, su casa fue destinada para diversos fines, y fue cuartel realista. Con la llegada de la independencia, el general Simón Bolívar, decretó la fundación de la Universidad Nacional de Trujillo y le asignó los bienes de los jesuitas. Un inventario de la capilla fechado en 1881 muestra la miserable situación en que se encontraba.
Conclusión
Como se ha mencionado al inicio, la ortodoxia de la fe católica estaría salvada por una labor docente y en este cometido la Compañía de Jesús jugó un rol importante fundado centros de enseñanza en el virreinato peruano. El Colegio del Salvador convirtió a Trujillo en un foco de irradiación cultural en el norte de la Audiencia de Lima, ya que hasta ese momento solo había escuelas elementales y además, a través de las congregaciones marianas y las misiones amplió su labor pedagógica al resto de la sociedad. El cierre del colegio tras la expulsión de los jesuitas en 1767 significó un atraso en la formación de la juventud trujillana y del norte peruano, hasta la fundación de los colegios de formación escolar durante el auge de la época del guano.
Juan Castañeda Murga