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Fundamentos de la Reforma cisterciense
La reforma cisterciense fue, sobre todo, un movimiento de renovación espiritual y a la narración auténtica de sus orígenes debe seguir, por tanto, un análisis de los ideales que inspiraron al pequeño grupo de monjes fundadores de Cister. La primera etapa de su desarrollo ideológico transcurrió en Molesme. Durante los debates, prolongados y por el momento ásperos, los futuros fundadores de Cister tuvieron amplia oportunidad de esclarecer sus ideas y expresarlas en una forma simple y concreta: volver a la Regla de san Benito. La aplicación práctica de esos principios tuvo lugar en Cister bajo la administración de Alberico, aunque el proceso se asemeja más a una improvisación dictada por las necesidades diarias que a una legislación consciente. No hay ninguna indicación concreta de que Roberto o Alberico hayan intentado más que afianzar la vida de la comunidad reformista, con los mismos medios usados por numerosos monasterios similares para su supervivencia. La expansión del movimiento a través de las nuevas fundaciones, indujo a Esteban Harding a sentar, por escrito, los elementos básicos de las observancias en Cister, y asegurar la cohesión de la congregación monástica en franca expansión, proyectando el número de una trabazón constitucional. El éxito inesperado de Cister despertó los celos, no sólo de Molesme, sino también de la poderosa Cluny y se entabló un debate de amplia resonancia, que puso sobre el tapete cada faceta de la nueva organización. Un programa concreto, dirección capaz, cohesión y una cierta sensación de victoria lograda sobre una oposición poderosa, se convirtieron en los elementos constituyentes de la primera Orden medieval, una organización manifiestamente distinta a las muchas autónomas, o al conglomerado de las casas benedictinas, afiliadas sin mayor cohesión. Para el historiador de algunos años, la tarea de relatar esta historia era bastante simple. Se aceptaba plenamente que la descripción básica de los orígenes cistercienses, el Exordium Parvum, no sólo relataba los hechos y exponía la doctrina fundamental con incuestionable fidelidad, sino que había surgido de la pluma de uno de los fundadores, san Esteban Harding. De la misma forma, se reconocía a la Carta de Caridad, la constitución de la Orden naciente, como la materialización de los principios que habían hecho posible al mismo abad llevar a cabo su programa con perdurable éxito. Bajo este punto de vista tradicional, la verdadera razón de ser de Cister radicaba en la observancia estricta, casi al pie de la letra, de la Regla de san Benito. La Carta de Caridad ha servido como guía práctica para la reconstrucción de la vida monástica dentro del mismo contexto ideológico. Pero a partir de la década de 1930, un nuevo estudio de la tradición manuscrita condujo a una revalorización cabal de todo lo escrito anteriormente sobre los comienzos cistercienses. El descubrimiento del Exordium Cistercii, una narración más breve, pero anterior y más auténtica que el Exordium Parvum, arrojó serias dudas sobre la autenticidad de este documento. El Abad Esteban no parece haber sido su autor, sino un monje de la misma generación de san Bernardo, que lo publicó poco después de la muerte de Esteban en el año 1134. Está escrito como un «documento apologético» cisterciense para defender la naturaleza legal de la fundación de Cister, contra los cargos de los «monjes negros» de Cluny, quienes sostenían que al establecerse el «Nuevo Monasterio», no se habían observado las debidas formalidades canónicas. Con la intención de probar «cuán canónicamente» se había realizado el hecho en discusión, reunió y transcribió un buen número de documentos, pero algunos no tienen rasgos de autenticidad, inclusive los cruciales Instituta de Alberico. Las referencias constantes a la Regla de san Benito, que se encuentran especialmente en los Instituta, tenían el propósito obvio de crear una atmósfera de rígida legalidad. La misma pretensión del autor anónimo, de que la oportuna llegada de san Bernardo salvó a Cister de la extinción, tiende a corroborar el argumento de que era un joven atraído a la Orden por la personalidad de san Esteban. En forma similar, las ultimas investigaciones sobre la Carta de Caridad, revelan que no fue el fruto de las primeras reuniones abaciales, sino que vio la luz después de décadas de evolución. Esteban Harding había comenzado su redacción, pero quedan sin aclarar su sentido exacto, así como el texto primitivo, todavía sin descubrir, y la fecha y extensión de las explicaciones. Dado que el material de que disponemos en este momento no es suficiente para aclarar las dudas surgidas en el transcurso de las últimas décadas, no es posible todavía reemplazar la imagen antigua, tradicional del Cister primitivo, con un cuadro igualmente claro y nítido, bosquejado con la ayuda de los conocimientos modernos. Para compensar esos inconvenientes, investigaciones recientes han tratado de arrojar mayor luz sobre los movimientos monásticos contemporáneos en general, y sobre el impacto de la vida eremítica en particular. Esto ha aumentado nuestro aprecio de fuentes no cistercienses, ha dado nuevo énfasis al conflicto entre Cister y Cluny, y ha situado los problemas jurídicos de la nueva fundación dentro del contexto de la ley canónica del siglo XII. Sin embargo, después de tomar en cuenta todas estas consideraciones, sigue siendo válido el hecho de que los fundadores de Cister intentaron volver a una interpretación más nítida de la Regla. Sus esfuerzos no dieron por resultado la restauración de la vida monástica tal como era en el siglo vi, sino el comienzo de la una vida fuertemente influenciada por los ideales del monacato pre-benedictíno. La búsqueda de mayor soledad, pobreza y austeridad obraron. seguramente como incentivos poderosos para Roberto y sus compañeros. Lo mismo había sucedido en otras muchas abadías hacia el final del siglo XI. La gran proximidad de Cluny hace resaltar más aún los rasgos peculiares de Cister. En Borgoña, la defensa de la disciplina eremítica dentro de una comunidad monástica era considerada como un desafío al modo de vida aceptado universalmente en todo el «imperio» de Cluny. Desde el comienzo, los padres fundadores de Cister se vieron forzados a una postura defensiva. La táctica más efectiva contra la acusación de introducir novedades mal vistas fue tomar la Regla por escudo. Roberto y sus monjes insistieron que no intentaban ninguna novedad, sino volver a la recta observancia del venerable código para monjes, escrito por san Benito. Al hacer esto, los primitivos cistercienses acentuaban instintivamente aquellos elementos de la Regla que satisfacían mejor su estilo de vida eremítica, especialmente el capítulo setenta y tres, donde el autor declaraba modestamente que la Regla estaba destinada a principiantes; aquellos que.phpiran a una perfección más alta en la vida religiosa, debían consultar las enseñanzas de «los Santos Padres», ricos en referencias a la vida heroica de los anacoretas orientales, y especialmente los trabajos de san Basilio († 379). Se produjeron disputas acaloradas entre los dos grupos, porque la reconciliación de la Regla con el ascetismo eremítico parecía no sólo imposible, sino inaceptable para los monjes de Molesme. Las dos fuentes que proveen de una información sorprendentemente detallada acerca de la naturaleza de la argumentación esgrimida son las crónicas de Guillermo de Malmesbury y Orderico Vital, ambos benedictinos, agudos observadores de su tiempo, e historiadores bien informados. El pasaje que nos interesa de la Gesta regum Anglorum de Guillermo de Malmesbury, escrita entre 1122 y 1123, se basa con toda seguridad en fuentes cistercienses y enfoca la atención sobre Esteban Harding. El capítulo correspondiente a la Historia eclesiástica de Orderico Vital fue escrito unos diez años más tarde y repite las exhortaciones de san Roberto, tal como se las recordaba en Molesme. No es necesario suponer que Esteban o Roberto hayan pronunciado exactamente las mismas palabras citadas por esos autores, pero, por otro lado, no hay razón para dudar sobre si los temas allí discutidos han sido o no los auténticos. Según Guillermo de Malmesbury, Esteban, todavía en Molesme, atacaba vigorosamente el tipo de vida basado en las costumbres de Cluny. A su juicio, la tradición por sí sola no bastaba para justificarlas. Insistía en que los usos permitidos debían estar fundamentados en una regla y apoyados por la razón y la autoridad a la vez, y añadía que todos esos requisitos se cumplían en la Regla de san Benito. Cuando sus oponentes «rechazaban persistentemente las cosas nuevas porque amaban las viejas», los futuros cistercienses redoblaban sus esfuerzos para demostrar que todas sus propuestas estaban tomadas de una fuente más antigua que los usos de Cluny, y por esa razón «estaban estudiando la Regla con todo cuidado para no perder ni un ápice de la misma». Orderico Vital relata también los mismos debates cruciales, pero da importancia al Abad de Molesme y a sus reticentes monjes. Según él, Roberto había criticado violentamente las violaciones de la pobreza, el abandono del trabajo manual, la aceptación de diezmos y otras prebendas eclesiásticas, e impulsaba a sus monjes «a observar la Regla de san Benito en todo… de tal suerte que por las huellas de los Padres podamos seguir fervientemente a Cristo». Roberto no hacía una distinción clara entre las observancias de los Padres del Desierto y las exigidas por la Regla, y salpicaba sus exhortaciones con referencias frecuentes a «las vidas dignas de imitación de los Padres Egipcios». Sus opositores se empeñaron en demostrar que los criterios imperantes en el Desierto ya no eran aplicables en esas circunstancias, y expresar su intención de adherirse a las costumbres tradicionales de Cluny, no fuera que todos los hermanos los condenaran como inventores de novedades temerarias. El debate terminó en la misma forma en que lo relatara Guillermo de Malmesbury. Para evitar el oprobio de ser considerados innovadores, los fundadores de Cister «resolvieron observar la Regla de san Benito al pie de la letra, del mismo modo que los judíos observaron la ley de Moisés». Después de 1124 se encendieron aún más las disputas sobre las observancias monásticas, cuando san Bernardo inició un ataque a fondo contra Cluny, en la Apología (Apología ad Guillelmum), su primer trabajo de vasta difusión. Por entonces los cistercienses habían ganado gran popularidad, mientras Cluny sufría notorios reveses, bajo la turbulenta administración de Ponce de Melgueil (1109-1122). Era el momento propicio para una contraofensiva a fondo, no sólo contra Cluny, sino también contra «las instituciones monásticas viejas y anticuadas», a las que ésta simbolizaba. La Apología es la mejor prueba de que muchos cistercienses, después de un cuarto de siglo, llegaron a creer, según las palabras de un monje anónimo, citado por Bernardo, que «eran los únicos con alguna virtud, más santos que ningún otro, y los únicos monjes que vivían de acuerdo a la Regla; en su opinión, el resto eran simples transgresores». Algo más tarde, san Bernardo vuelve a citar en el texto al mismo cisterciense anónimo que afirmaba: «todos aquellos que hacen profesión de la Regla están obligados a cumplirla literalmente, sin ninguna dispensa». Sin embargo, es evidente que la estricta observancia de la Regla fue sólo uno de los muchos rasgos de los cuales podía estar orgullosa la nueva Orden. San Bernardo contrasta, con su estilo magistral y su fuerza arrolladora, a los Monjes Negros, ricos, pomposos y comodones, con los cistercienses, heraldos del nuevo monacato profundamente reformado según los ideales gregorianos: pobres con el Cristo pobre, viviendo del fruto de su propio trabajo manual, como los Apóstoles; separados del mundo, y sin ningún interés por él; parcos en el vestir y en todo lo que usan; moderados en el comer y beber; modestos en sus viviendas; sencillos y austeros, sobre todo en sus servicios litúrgicos, acercándose al exceso únicamente en materia de ascesis. Pedro el Venerable, el nuevo abad de Cluny (1132-1156), cuya primera tarea fue reparar el daño causado por su antecesor, replicó digna y mesuradamente. Se defendía de la acusación de que en Cluny se había descuidado ciertos preceptos de la Regla, dando énfasis a la moderación y la caridad como elementos esenciales de las enseñanzas de san Benito. Reconoce de buena gana las virtudes extraordinarias de sus rivales cistercienses, quienes, hace observar irónicamente, sólo necesitaban humildad. El debate continuó durante décadas y produjo casi una docena de panfletos, que todavía se conservan. Uno de los últimos, el Diálogo entre dos monjes (Dialogus duorum monachorum), escrito alrededor de 1155 por Idung de Prüfening, un benedictino que pasó a ser cisterciense, fue el más detallado, e hizo amplio uso de dos grandes novedades: el derecho canónico y el escolasticismo. El Diálogo es una larga disputa entre un monje cisterciense y otro de Cluny, en el cual las ingenuas preguntas y las respuestas desacertadas de este último, ofrecían simplemente una oportunidad al cisterciense para exponer con notable erudición temas que demostraban la superioridad de los monjes blancos sobre los benedictinos. El de Cluny repetía los viejos cargos de «inestabilidad», hacía alusión a Roberto y a sus adictos, que abandonaron el «viejo y discreto» Molesme por las imprudentes novedades de Cister. Sus contrincantes calificaron las acusaciones de calumnias e insistieron en los rasgos distintivos de la vida cisterciense, antiguos, discretos, acordes con la Regla, en detrimento de las costumbres de Cluny, que eran «a menudo supersticiosas, contrarias a los decretos de la Iglesia, a las sanciones de los Sínodos y aun a la Santa Regla». Por el contrario, ellos vivían de acuerdo con la Regla de san Benito que juraron observar, con la ley que Dios dio a los monjes por medio de san Benito, un legislador, al igual que Moisés». Difícilmente podemos calibrar las excelencias debatidas en tales batallas verbales, pero el prolongado debate fomentó enormemente el espíritu de cuerpo en el campo cisterciense. Con seguridad, los monjes blancos gustaron el sabor de la victoria, cuando Pedro el Venerable abogaba por introducir en su abadía algunos de los caracteres distintivos de la reforma cisterciense, lo que logró al final de su gobierno. La primera evidencia concreta de los esfuerzos cistercienses por traducir sus ideales en normas prácticas se encuentra en una colección de 20 párrafos, los capitula. Es muy probable que algunos de ellos estuvieran unidos a la versión primitiva de la Carta de Caridad y al Exordium Cistercii, cuando éstos fueron presentados a Calixto II para su aprobación en 1119. En esos párrafos se hace referencia por primera vez a la admisión de hermanos legos, que debían ayudar a los monjes en las tareas agrícolas. Se los recibía, al igual que a los monjes, con la autorización de sus obispos, «como nuestros hermanos y ayudantes necesarios, que participan de nuestros beneficios materiales y espirituales en la misma medida que los monjes». Después de un año de prueba, podían hacer profesión en la sala capitular, pero nunca podrían .phpirar a ser admitidos entre los monjes de coro. Otros párrafos regulaban las nuevas fundaciones. Cada nueva abadía debía contar por lo menos doce monjes bajo la autoridad de un abad, sumados a algunos hermanos legos, y estar bien provista de libros litúrgicos. Todas las casas debían estar dedicadas a la Santísima Virgen María y situadas lejos de las aldeas y ciudades. Tras la construcción de los «lugares regulares», ningún monje podía permanecer fuera de la clausura. Lo que es más importante, el texto establecía lo que sigue: «para conservar perpetuamente la indisoluble unión entre nuestras abadías, acordamos en primer lugar que todos los miembros sigan en la misma forma la Regla de san Benito, de la cual no se deben desviar ni siquiera en cosas de mínima importancia». De esto se deduce, «que deben usar los mismos libros para el oficio divino, vestir el mismo hábito, comer la misma comida; en una palabra, en todos los lugares debían prevalecer los mismos usos y costumbres». Describía con gran detalle el tipo y calidad de la ropa, así como la dieta del monje, muy simple, que excluía la carne y sus derivados. La subsistencia de la comunidad debía provenir exclusivamente del «trabajo manual, del cultivo de la tierra y la cría de animales». Se establecía con claridad que las tierras no debían estar muy cerca de posesiones de seglares, aunque no ponían límite a las haciendas de los monjes, y aprobaba implícitamente el establecimiento de granjas al cuidado de hermanos legos. Las iglesias, derechos de entierro, diezmos, aldeas, siervos, impuestos, derechos provenientes de hornos o molinos, y «todas las otras cosas contrarias a la pureza monástica» estaban estrictamente excluidas como fuentes de ingresos. Para evitar esas tentaciones, los monjes no debían realizar trabajos parroquiales o pastorales de ninguna índole, sino vivir en aislamiento completo con respecto al mundo. Los negocios inevitables con extraños debían ser realizados por los hermanos legos. Se debería evitar cualquier ostentación de abundancia, aun en el proyectar y construir las iglesias, y en su decoración y amueblamiento. Desde 1119 a 1151, la reunión anual de abades, el «capítulo general», especificó aún más esas normas, agregando algunos puntos nuevos y editando finalmente una colección de noventa y dos párrafos como las Instituciones del Capítulo General (Instituta generalis capituli). Fueron únicas en su género sus aclaraciones sobre procedimiento y otras cuestiones puramente legales; el desarrollo de los capítulos generales, la adquisición de privilegios, las formalidades de la visita anual, el castigo de diversos delincuentes, el procedimiento para la elección abacial, las relaciones con los obispos, la recepción de huéspedes, el trabajo en el scriptorium, la administración de granjas, las reglas relativas a la compraventa, el comportamiento de los monjes durante los viajes, y el cuidado de los enfermos. Por último decidieron sobre algunas materias litúrgicas y sobre un hecho muy significativo: no fueron admitidos los niños a la profesión. Al mismo tiempo, se escribieron otros dos conjuntos de directivos íntimamente relacionados. Uno, los Ecclesiastica officia trata problemas litúrgicos comunes a todas las casas; el otro, los Usus conversorum, la conducta de los hermanos legos. Ambos unidos a los Instituta constituían el manual básico de la vida diaria de los individuos y las comunidades, llamado Consuetudines o «Libro de Usos». Estas dos colecciones no tienen nada de original. Sus autores habían calibrado el material proporcionado por un siglo y medio de experiencia monástica, especialmente en Cluny y Molesme. Sin embargo, pueden considerarse como típicamente cistercienses por su relativa simplicidad y brevedad, su universal aplicación y su concisa terminología legal. Cualquier proyecto minucioso para ser observado en forma uniforme hubiera resultado ineficaz, si no se asentaba en una firme trabazón constitucional que, mantuviera unido el creciente número de abadías cistercienses. La Carta de Caridad, documento atribuido tradicionalmente a Esteban Harding, respondía a este propósito. Como vimos anteriormente, el tercer Abad de Cister debe ser reconocido como el iniciador del esquema, pero pasaron unos cincuenta años antes de que éste reuniera sus características definitivas. La primera referencia proviene del documento de la fundación de Pontigny, sin fecha, redactado poco después de que el obispo Humbaldo de Auxerre invitara a «los amantes de la santa Regla» a establecerse en su diócesis. Al mismo tiempo (1114 ?), tal como establece el documento, «dicho obispo, conjuntamente con el cabildo eclesiástico, aceptan íntegramente la validez de la Carta de Caridad y unanimidad, compuesta y confirmada por el Nuevo Monasterio y las abadías por él fundadas». No se ha encontrado el texto de esta «primitiva» Carta de Caridad, y, por tanto, no puede conocerse con certeza su contenido. La siguiente referencia a una «constitución» se encuentra en la Bula de Calixto II, en 1119, que plantea un problema de naturaleza distinta: investigaciones recientes desenterraron dos versiones contemporáneas de la Carta, que parecen ser ampliaciones del texto primitivo, y que fueron escritas con toda probabilidad alrededor de 1119. Una lleva el título de Summa Cartae Caritatis, la otra es conocida como Carta Caritatis prior. Sigue siendo incierto cuál de estos dos documentos fue el aprobado por otra bula, firmada en 1152 por Eugenio III. Únicamente podemos suponer con seguridad, que la Carta final, Carta Caritatis posterior, surgió entre los años 1165 y 1190, después de sucesivas modificaciones. La importancia capital de la Carta de Caridad en su forma definitiva, tal como ha sido conocida durante siglos enteros, radica en que logró el feliz equilibrio entre autoridad central y autonomía local, evitando de esta forma, por un lado, los peligros latentes en controles demasiados rígidos, como el de Cluny, y por el otro, la falta de cohesión que ha sido la ruina de muchas prometedoras congregaciones reformadas. Cister seguía siendo el corazón y centro de la nueva Orden, y su abad, el símbolo viviente de la unidad. Pero, en franco contraste con Cluny, no podía ejercer poderes ilimitados en el gobierno. La máxima autoridad recaía en la reunión anual de todos los abades cistercienses, el Capítulo General, congregado tradicionalmente en Cister el 14 de septiembre, festividad de la Exaltación de la Santa Cruz. La función primordial del Capítulo, bajo la presidencia del abad de Cister, consistía en mantener una disciplina monástica uniforme al más alto nivel posible, de forma que «todos pudieran vivir unidos por el lazo de la caridad, bajo una misma regla, y en la práctica de las mismas costumbres». En consecuencia, se esperaba que el Capítulo reprimiera abusos, castigara delitos e hiciera reajustes ocasionales por medio de una nueva legislación o modificaciones oportunas a las costumbres establecidas. La visita anual a cada abadía por el abad de la casa fundadora constituía el medio de ejecución y de control local. La visita de «los padres inmediatos» tenía por objeto hacer correcciones, o en casos extremos, comunicar sus impresiones al Capítulo, que autorizaba medidas adicionales para ser llevadas a cabo por ellos mismos. Cister, al no tener casa madre, debía ser visitada simultáneamente por los abades de sus cuatro primeras hijas, los abades de La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo, conocidos posteriormente bajo el nombre colectivo de «protoabades». Sin embargo, a pesar de los múltiples controles, cada abad era libre de gobernar su comunidad sin interferencias externas indebidas, siempre y cuando su monasterio se mantuviera dentro de las normas fijadas. Al lado de las disposiciones constitucionales, el Capítulo instaba a la ayuda mutua cuando había necesidades materiales o una emergencia, alentaba la hospitalidad, regulaba el orden de precedencia entre los abades, dictaba procedimientos para las elecciones abaciales, y especificaba medidas admonitorias o punitivas contra los abades negligentes o indignos. Es necesario hacer resaltar, que todos estos rasgos que acabamos de señalar pertenecen únicamente a la versión final de la Carta, mientras las versiones primitivas exhibían características diferentes muy significativas. Por ejemplo, los obispos diocesanos gozaban inicialmente de considerable autoridad sobre los monasterios cistercienses. Privilegios episcopales tales como las visitas canónicas, la supervisión de las elecciones abaciales, poderes punitivos, así como el derecho de tomar juramento de lealtad al abad recientemente electo, se fueron reduciendo y eliminando de forma paulatina a medida que la Orden lograba su exención total de la jurisdicción diocesana, gracias al constante aflujo de privilegios papales favorables. De forma similar, al comienzo, el Abad de Cister gozaba de gran poder, y las primeras sesiones del Capítulo General apenas parecían algo más que capítulos de la casa madre con mayor audiencia, o «capítulos de faltas» anuales para abades. Alrededor de 1135, el Abad de Cister aparecía todavía ante los ojos de Orderico Vital como el «jefe» (archimandrita), de los otros 65 abades de la Orden. El aumento gradual del número de participantes dio por resultado la creciente autoridad del Capítulo General, aunque su papel legislativo no se hizo importante antes de 1180. La talla de san Bernardo y los demás que encabezaban las primeras fundaciones de Cister explican la creciente influencia de los «protoabades», quienes podían actuar colectivamente, como un contrapeso, frente a cualquier Abad de Cister ambicioso. Al igual que para la reforma cisterciense en general, ninguno de los elementos constitutivos de la Carta de Caridad era completamente nuevo. Mucho antes de la fundación de Cister, habían sido evidentes en el mundo monástico los esfuerzos por mantener una disciplina uniforme, por medio de visitas y ocasionales reuniones abaciales. Tales tendencias eran evidentes en una reforma organizada por Ricardo de Saint-Vanne († 1046), en el este de Francia, y aún más visible en la Congregación de Vallombrosa, bien conocida por Esteban Harding. El fundador de esta última, San Juan Gualberto († 1073), legó como «vínculo de caridad» un conjunto de normas para ser observadas en sus fundaciones. Aseguraba preeminencia a sus sucesores de Vallombrosa, exigía reuniones abaciales dotadas de amplios poderes legislativos, introdujo un sistema de visitas, e insistía en mantener una disciplina uniforme; todas estas características se encuentran en la Carta de Caridad cisterciense. En 1110, justo antes del primer anteproyecto de la Carta cisterciense, se escribió un proyecto bastante similar regulando las relaciones de Aulps, con su nueva fundación, Balerne. Ambas eran miembros de la congregación de Molesme y, con el tiempo, se unieron a los cistercienses. Esta carta, llamada «Acuerdo de Molesme», también estipulaba visitas por parte de la casa fundadora, asistencia mutua «por amor a la caridad, y cierta supervisión de ambas casas ejercida por Molesme». Pese al duro legado recibido, los cistercienses supieron amalgamar los elementos de la Carta de Caridad, formando un esquema coherente, de perfección única, adaptado a su ambiente contemporáneo. La Carta refleja la subordinación feudal predominante, basada en la fidelidad y confianza mutuas, exigiendo obediencia absoluta en tiempos de crisis, pero respetando la autonomía local. Sin embargo, en lugar de basarse en relaciones puramente consultodinarias, la constitución cisterciense se apoyaba en una ley escrita, cuidadosamente formulada. Bajo la influencia cada vez mayor del revitalizado Derecho Romano, ambas legislaciones, civil y eclesiástica, experimentaron un renacimiento, reemplazando las regulaciones tradicionales y primitivas en uso con estatutos, cédulas y constituciones. En especial, el Capítulo General, una asamblea electa, representativa, de sello aristocrático, se desarrolló al mismo tiempo que los parlamentos feudales incipientes y las comunas urbanas de Francia e Italia en rápida multiplicación. La Carta de Caridad juega un papel preponderante, no sólo en el desarrollo cisterciense, sino también en la estructuración de las constituciones de otras órdenes religiosas. El capítulo general premostratense siguió de cerca el modelo cisterciense, hasta el punto de conceder un lugar especial a sus tres protoabades. Durante la primera mitad del siglo XII, frecuentemente bajo la influencia personal de san Bernardo, los capítulos anuales fueron introducidos por los Canónigos Regulares de san Víctor, por los Cartujos, en Grandmont, entre los Gilbertinos, en la Congregación de Valdes-Choux, y entre varias órdenes militares y hospitalarias. Cluny también adoptó esta importante institución e invitó a cuatro abades cistercienses para asesorarla en materia de procedimientos. Otras congregaciones benedictinas siguieron su ejemplo. El IV Concilio de Letrán (1215) hizo obligatorios los capítulos generales para todas las congregaciones monásticas que todavía no los hubieran adoptado, y pidió la supervisión de los dos abades cistercienses más cercanos a esa localidad. Desde el comienzo, los franciscanos y dominicos, recién fundados, incluyeron los capítulos generales en sus constituciones. ¿Cómo puede reconciliarse la devoción inicial de Cister a la Regla con la legislación y estructura constitucional de la tercera y cuarta generación? ¿Fueron los cistercienses tan sincera y profundamente devotos de la estricta observancia de la Regla, como pensaron de ellos algunos contemporáneos, y ellos mismos, quizá, pretendieron ser? Puede que el Exordium Parvum no sea un relato fiel e imparcial de los comienzos, pero reflejó con toda claridad la mentalidad de la segunda generación cisterciense. Su autor insiste en que los fundadores de Cister habían tomado «la rectitud de la Regla como norma de conducta para todos los .phpectos de su vida», que habían rechazado costumbres que no pudieron encontrar en la Regla, y que por consiguiente las consideraban contrarias a la misma. Repudiaban específicamente modificaciones recientes relativas a la vestimenta y la dieta monástica, así como las formas de posesión y las fuentes de ingresos feudales, que habían hecho de los monasterios activos participantes en la vida social y económica contemporánea. Basaban su rechazo en la reconocida intención del monje de «apartarse de las maneras de obrar del mundo», y de permanecer «pobres, con Cristo pobre». Sin embargo, de acuerdo con el mismo texto, los primeros cistercienses comenzaron a preguntarse «cómo y con qué trabajo u ocupación se debían proveer de lo necesario en este mundo». Respondieron comprando para su exclusiva explotación propiedades rurales situadas lejos de los poblados, y las cultivaron por medio de los hermanos legos y asalariados, tomando conciencia de que, sin esa ayuda, «no habrían sido capaces de cumplir perfectamente los preceptos de la Regla día y noche». Para justificar aún más la existencia de los hermanos legos, decidieron también que cuando establecieran granjas para la práctica de la agricultura, tendrían que ser dirigidas por hermanos legos, y no por monjes, cuya residencia, según la Regla, debía ser dentro de su clausura. Las primeras líneas de ese texto parecen introducir un firme principio de interpretación implicando que lo que no está en la Regla es contrario a la misma, y por lo tanto debe rechazarse. Sin embargo, pocas líneas después, el autor olvidó esos principios y aprobaba la institución de los legos, una institución trascendental, tan extraña a la Regla como lo era la repudiada posesión de diezmos y altares. Esta contradicción aparente puede solucionarse fácilmente si aceptamos que el autor hace referencia a la Regla sólo para justificación de los ideales básicos cistercienses. La causa real de la prohibición de novedades por un lado, y su introducción por el otro, fue el deseo ardiente de los monjes de vivir una vida de soledad que no fuera perturbada. El mantener y administrar propiedades según el sistema feudal, los hubiera forzado a estar en íntimo contacto con la sociedad laica, y por esta razón se rechazaron estas cargas. Por otro lado, se aceptó la existencia de la institución de hermanos legos, debido a que las extensas áreas situadas lejos, hubieran sacado a los monjes de la soledad de su claustro. Dado que no podemos analizar aquí los noventa y dos párrafos de los Instituta generalis capituli, algunas observaciones sobre sus rasgos característicos más evidentes confirmarán este argumento. Difícilmente puede ser calificada esta secuela de normas como meros comentarios, o notas aclaratorias, añadidas a diversos capítulos de la Regla. Las distintas disposiciones relativas al Capítulo General, y a las visitas de los abades o a la administración de las granjas están por completo fuera del alcance de la Regla. Un número bastante largo de prescripciones aplican en forma práctica los principios de pobreza, simplicidad y separación del mundo. En materia de alimentación, vestidos, ayuno, abstinencias y castigos, los Instituta son más detallistas, y considerablemente más restrictivos que la indulgente Regla de san Benito. Sorprende la absoluta exclusión de niños oblatos en los recintos monásticos, en contraste a un rasgo significativo de la Regla (cap. 59). La justificación es obvia: la presencia de niños sólo podría perturbar la atmósfera de soledad monástica. Un problema especial pasa a primer plano en el segundo y tercer párrafo de los Instituta, debido a la insistencia en mantener absoluta uniformidad no sólo en materia litúrgica, sino que en todas las casas «debe haber la misma comida, la misma vestimenta, seguirse en todo las mismas costumbres». Aunque la Regla considerara las variedades del clima, circunstancias y costumbres locales y abriera el camino para una diversa disposición del Opus Dei, los cistercienses fueron rígidos en su decisión «de que la Regla de san Benito debía ser interpretada y seguida por todos en la misma forma». Otra cuestión que intriga, es cómo pueden armonizar con la Regla los principios dictados en la Carta Caritatis. La posibilidad de un control central sobre un número de monasterios, no sólo está ausente de la Regla, sino que parece haber sido del todo extraña a la mentalidad de su autor. Activas fuerzas centralizadoras externas, tales como el Capítulo General y las visitas anuales, conducían inevitablemente hacia una disminución de la autoridad local y de la independencia, que la Regla aseguraba claramente a cada abadía. Los primitivos cistercienses no sólo estaban desprovistos de una devoción ciega a la letra de la Regla, sino que de hecho manejaron el venerable documento de legislación monástica con notable libertad. Lo invocaban y aplicaban cuando servía a sus propósitos; los ignoraban y aun contradecían cuando no se adecuaba a su propio concepto de vida monástica, arraigada ampliamente en los ideales de la reforma del siglo XI. Indudablemente, en los primeros años de Cister la Regla jugó un papel importante, pero fue sólo un instrumento, sirvió como medio para alcanzar la auténtica meta: el establecimiento de una vida austera en pobreza, sencillez e imperturbable soledad.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet